13 de febrero de 2014

La interpretación más subjetiva o la diferencia entre lo que fue inspirado y lo inspirase.



La génesis de las emociones más revolucionarias no fueron ocasionadas por una necesidad íntima de crear obras inmortales, ni por la necesidad de una introspección poética de lo más inspiradora. Fueron ocasionadas, curiosamente, por la prosaica falta de entidad nacional de algunos pueblos, es decir, por un sentido entonces -finales del siglo XVIII- más político que personal o más demagógico que intimista. El Romanticismo fue un impulso cultural que algunos europeos de hace doscientos años encontraron para desarrollar y expresar su evidente necesidad de país, de entidad cultural o identidad nacional. A principios del siglo XVII Alemania no existía más que como un conglomerado de pequeños reinos bajo el amparo del Sacro imperio romano germánico. Porque la larga guerra político-religiosa de los Treinta años (1618-1648) acabaría entonces con la promesa de una identidad nacional y cultural germana. El imperio sacro germánico se debilitaría entonces y se fortalecerían a cambio los principados, lo cual no hizo más que transformar una cierta entidad alemana en una frágil amalgama de meros fragmentos políticos separados. Aquellos años posteriores a la guerra fueron, sin embargo, de un gran desarrollo cultural europeo, entre los años 1650 y 1690, pero sería Francia quien ganaría la batalla de la cultura, de la sociedad y del refinamiento.

Así que los alemanes dejaron por entonces de mirar hacia afuera y se refugiaron en sí mismos. La retórica, el teatro, la literatura o las grandes obras de la pintura, es decir toda la cultura alemana, fue obturada o frenada de alguna forma por la gran cultura francesa imperante. Y, entonces, ¿qué hacer para sobrevivir culturalmente? Los alemanes se refugiaron en la sensibilidad de la música más que en otra actividad cultural. Por eso fue en este arte -la música- donde los germanos dieron grandes maestros. Aquella guerra de Los Treinta años fue tan dramática para las regiones del Rin que los alemanes se hicieron pesimistas y se volvieron más introspectivos. Así que el Romanticismo alemán fue entonces el inicio de una reforma emocional y cultural que hizo del hombre un ser reivindicativo más social que individualmente. Hasta llegar el Romanticismo, alrededor del año 1770, los alemanes no alcanzarían a tener una cultura tan sublime en la Literatura. Pero, como la gran literatura clásica había sido francesa, los jóvenes escritores alemanes buscaron ahora en la literatura justo lo contrario: lo fantasioso frente a lo clásico, lo irracional frente a la racionalidad francesa, la originalidad más sublime frente a la duplicación clásica de lo mismo. Es decir, que los artistas alemanes se enfrentaron de un modo particular a ese clasicismo que había hecho de Francia el primer país en generar obras excelsas. Y todo ese despegue cultural germánico tan apasionado y diferente sería lo que, años después, llevaría a la creación del estado alemán en 1870.

En esa tesitura social surgieron creadores alemanes anteriores a la creación de Alemania, pintores como Caspar David Friedrich (1774-1840), que fueron impulsores de un nacionalismo alemán muy necesitado por entonces. Por eso buscaron en el Romanticismo el sentido más inspirador para plasmar sus inquietudes artísticas. Y el pintor romántico viviría aquellos años de guerras napoleónicas -del año 1805 al 1814- como una posible salvación para su patria deseada. Sin embargo, a la caída de Bonaparte en el año 1815, las naciones europeas vencedoras decidieron que aquel imperio de opereta germánico -suprimido por Napoleón en el año 1806- continuara ahora bajo el amparo imperial austríaco. Así que artistas como Friedrich, pintores, escritores y filósofos, se dedicaron a componer obras que perfilaran el sentido genuino de lo más estéticamente romántico: esa mística sensación desasosegada e insatisfecha que marcarían especialmente los rasgos propios de esta extraordinaria tendencia cultural.

En el año 1818 el pintor alemán pinta su obra El viajero frente a un mar de nubes. Una interpretación es evidente, era la soledad de los sin patria, el desamparo, la orfandad política y cultural que sentirían los alemanes frente a los estados que salieron robustecidos del Congreso de Viena del año 1815. Un año después el pintor Friedrich compuso su obra romántica En el velero. Un hombre y una mujer se dirigen juntos en un velero con su proa orientada hacia la ciudad idealizada del fondo del encuadre. Un emplazamiento visible en la obra con las siluetas góticas y románticas que perfilaba el lugar idílico para todo espíritu sin patria. Pero ese poético mensaje es ahora más personal e íntimo que social o nacionalista: es románticamente más idealizado, o más rebeldemente individualista, que otra cosa. Así que, entonces, ¿dónde quedaría aquel mensaje tan social del Romanticismo germano? En el Arte las interpretaciones serán parte fundamental de la genialidad de cualquier creación. A veces la historia viene a racionalizar lo tan irracional de antes... Porque aunque su sentido inspirador fuese entonces el que sustentaba aquella tendencia política -la búsqueda de una patria-, la sensación inspirada que nos llega a nosotros ahora, a los espíritus indolentes que miramos sus románticas obras, será completamente distinta.

En una percibimos la inmensa soledad del ser humano frente al abismo del mundo y sus cosas. En la obra de Friedrich observamos cómo el personaje de espaldas no mira más que nubes y picos desalentadores. No verá nada más, no hay otra cosa que ver ahora más que desolación y desamparo. La Naturaleza está ofreciendo ahí su cara más inhóspita. El ser solitario tratará ahora de comprender qué puede hacer con lo que mira, un escenario tan elusivo como la evanescencia de sus nubes alejadas. Intentará el observador encontrar un horizonte donde poder fijar ahora una meta, pero no hallará más que confusión, inmensidad y vacío. En la siguiente obra titulada En el velero percibimos, sin embargo, otra cosa diferente. Aquí hay un horizonte claro, hay un final buscado y tranquilizador ante los ojos de los protagonistas. Ahora la soledad de la Naturaleza -el grandioso y poderoso mar- está compensada por la representación sosegada de una pareja unida. Ya no es un individuo solo el que se enfrenta a la tesitura desolada de la vida. Ahora un hombre y una mujer navegan juntos sin sobresaltos para llegar a conseguir el ansiado paraíso. Un destino que se vislumbra en el lejano horizonte al que el velero se dirige. Una silueta idealizada en el escenario lejano al que no dejan de mirar ambos con sus serenos y compaginados espíritus. Esos mismos espíritus unidos también por aquel mismo deseo, aquella misma emoción o aquella anhelada patria.  

(Óleos del pintor romántico alemán Caspar David Friedrich, En el velero, 1819, Museo Hermitage, San Petersburgo; El viajero frente a un mar de nubes, 1818, Hamburgo, Alemania.)

7 de febrero de 2014

La imagen de seres que no existieron, que no vivieron y que nunca fueron.



La identidad en el ser humano es el germen y el sentido de su existencia. Podemos tener un rostro y unos ademanes, pero si no tenemos identidad no somos nadie. De nada nos servirán los rasgos físicos entonces sino sólo para representar con ellos una vaga imagen inconsistente. Una imago. La mayoría de las veces los pintores retratan a sus modelos más cercanos, es decir, a personajes conocidos -existentes- por ellos en un fiel reflejo de lo que es realmente su fisonomía particular. Pero, entonces, ¿y la creación artística?, es decir, ¿y la auténtica composición originada desde la idealización de los contornos artísticos existente tan sólo ahora en la mente del creador? Porque es así como la obra de Arte únicamente cumplirá dos requisitos: desarrollar una admirable textura, una combinación de colores y perfiles que dé verosimilitud y personalidad humana al retratado por un lado, y, por otro, llevar a cabo una composición obtenida, una creación real, desde la más absoluta creación anterior inexistente. Es decir, realizar algo desde la nada, desde la nula existencia anterior, algo esto que determinará totalmente la esencia propia de lo que significa ser un creador.

El singular creador que fuera El Greco compuso su obra El caballero de la mano en el pecho en el año 1580. Para ese momento histórico la corte española alcanzaba su máximo esplendor de la mano de un poder político y militar no conocido desde el imperio romano. Así que ese caballero español, que aparece retratado en ese cuadro por el más insigne pintor de esa corte, no debía ser cualquiera o no ser nadie, tendría que ser alguien y alguien además muy importante. Sin embargo, el creador no titularía su obra más que con el descriptivo gesto de un caballero con la mano en su pecho. No le dio carta de naturaleza ni le dio ningún nombre, por lo tanto, ¿quién podía ser entonces el personaje retratado? Nadie; porque no constaba -ni consta- su verdadera existencia real con ese semblante. Los retratos pictóricos con ese cariz tan realista, tan inconfundibles -el rostro aquí es perfecto y definible-, no podrían ser, sin embargo, tan arbitrarios como para no titular al retratado con un nombre, en este caso la descripción nominal de la insigne imagen de un caballero importante. ¿Se dejaría retratar así un personaje de tan alta alcurnia como para no ser su vanidad satisfecha?

Algunos críticos han imaginado, sin embargo, quién podría haber sido ese retratado por El Greco. Desde Juan de Silva y Ribera, marqués de Montemayor, hasta el gran escritor Miguel de Cervantes, pasando también por un autorretrato del propio pintor cretense. Pero no hay certeza alguna de que sean esos reales personajes los modelos efectivos de ese cuadro. Y pienso, para mayor gloria del autor, que fue una creación desde la nada, desde la magnífica y elogiosa composición originada por la única mente inspirada y auténtica del creador. Aunque la duda existirá sobre si fue o no tomada de un modelo improvisado -que no fuese un caballero el representado-, los grandes genios no necesitarán ser fieles al reflejo real de un emisor de datos existente. Otros casos en el Arte hubieron que suscitaron también dudas en los retratados. Cuando en el año 1883 el pintor Iván Kramskói (1837-1887) decidiera fijar en un cuadro el retrato de una mujer rusa, pintaría a una orgullosa dama subida ahora en su coche de caballos. Ella podría haber sido, por ejemplo, Tatiana Rostova, o también una tal Ana Odintsova, o una moscovita llamada Katerina Ivánovna... Algunos hasta pensarían que reflejaba el altivo, por desvergonzado y descarado, rostro de la famosa y novelística Ana Karenina. Pero no, no es ninguna de ellas, o tal vez fueran todas. Porque en este caso la mayor grandeza de un creador es sublimar un gesto anónimo con la certeza de su instinto creativo para culminar la representación idónea de lo que con ella quiso simbolizar.

Fue el caso también del excelso pintor manierista Tiziano. Una vez el artista veneciano quiso pintar la Belleza, así que entonces la idealizaría, no la realizaría (enfrentando aquí ahora los conceptos ideal y real). ¿Qué mayor maestría artística que componerla desde la sutil forma con la que el creador fijaría ahora su idealización de Belleza? Tal vez, por eso mismo otros creadores no quisieron hacerlo. Pintar la Belleza supone mirarla antes para saber ahora qué es ella exactamente. Cuando no se sabe muy bien qué es -o cuál belleza elegir- habrá que buscarla entonces dentro de uno mismo para plasmarla luego en un lienzo artístico. Bien está que elegirla es ya un alarde a valorar en un pintor, pero, sin embargo, ¿no es aún mayor alarde componerla sólo desde los sentidos íntimos de lo que, para el creador artístico, sea la auténtica Belleza? Esto último es mucho más arriesgado, más valorado y bastante más creativo, sin duda. Porque para un pintor supone desnudar así por completo su íntimo sentido de lo que, para él, es la auténtica Belleza. Aunque también es expresar, con el motivo iconográfico representado que sea -social, filosófico, histórico o humano-, lo que el pintor desee ahora componer con su genuina creación más imaginativa. Pero lo que desde luego no llegaremos a descubrir jamás es si existieron o no esos seres retratados, originales o modelados, anónimamente así. Pero, ahora, haciendo un mínimo ejercicio filosófico existencial, ¿no hay mayor sentido de existencia que existir creado para siempre, aunque sin vida, frente a la cantidad inmensurable de individuos que hayan tenido alguna vez un rostro vivo, pero desconocido, en la ingente y derramada senda de lo vivido anónimamente y ya desaparecido desde el más temprano inicio de los tiempos?

(Óleo de El Greco, El caballero de la mano en el pecho, 1580, Museo del Prado; Obra del pintor Rembrandt, El noble eslavo, 1632, Metropolitan Museo de Arte, Nueva York; Cuadro Mujer desconocida, 1883, del pintor ruso Iván Kramskói; Óleo del pintor italiano Salvator Rosa, Retrato de hombre, 1640, Museo Hermitage, San Petersburgo; Imagen de la obra famosa de la serie de los niños llorones, Niño llorón, del pintor italiano Bruno Amadio, siglo XX; Óleo La bella, 1536, del pintor Tiziano, Palacio Pitti, Florencia; Obra contemporánea del pintor turco Remzi Tazkiran, Joven belleza turca, actual.)

2 de febrero de 2014

La diferencia entre deseo y placer es la misma que existe entre Arte y vida.



En el amor es sincronía, en el Arte es armonía y en la vida es hartazgo (satisfacción). Sin embargo, desearíamos, a cambio, que fuese armonía en el amor, sincronía en la vida y satisfacción (culminación absoluta del deseo) en el Arte. Pero es justo lo de antes: amor-sincronía; Arte-armonía; vida-hartazgo. Porque en el amor, por ejemplo, para que exista pasión compartida o para que dos seres alcancen su culminación emocional más amorosa, debería existir identidad de acción e igualdad de inspiración, y todo eso llevado a cabo en el mismo instante o momento vital en el que ambos amantes lo precisen. Y esto no es armonía sino sincronía, que es otra cosa diferente. La armonía no es algo tanto temporal como espacial o geométrico. También es virtual por el hecho de que es algo instantáneo a la vez que permanente. No es algo la armonía que requiera cosas de afuera de ella, alimentos del exterior para satisfacerse; no, se bastará de su interior y, por tanto, no necesitará cosas de fuera de ella lejos de las que posee dentro de sí misma. Es finita e infinita en todas sus partes. Por tanto, es el Arte lo que posee armonía. Por último, la vida es necesidad a satisfacer, necesitará siempre cosas de afuera de ella. Es hacer realmente, no desear hacer. Es requerir algo siempre para completar -satisfacer- una fuerte e inevitable comezón material, algo físico que se precisará para vivir. Algo que, final e inevitablemente, nos llevará al hartazgo.

El hastío después del placer satisfecho es una realidad, es el tedio vital que surge luego de que completemos una necesidad con su adecuada parte requerida -esa parte que encaje perfecta, que se ajuste a sus requerimientos, lo que será el placer-, y similar ésta a aquélla en todos sus elementos regeneradores. El deseo es otra cosa. Es justo lo que se da antes de ese proceso. Pero, sin embargo, cuando ese proceso -necesidad y satisfacción adecuada- es intelectual o espiritual, emocional más que físico, entonces puede producir en el ser otras consecuencias diferentes al placer. Y estas otras consecuencias serán o no parecidas a la vida en función de la cualidad del artificio que produzca la satisfacción. En el Arte -el artificio más glorioso- la armonía conseguirá una especial forma de percibir la belleza de las cosas antes de que ésta acabe por generar hastío. Por eso el Arte siempre preferirá el deseo al placer. Porque es el deseo, no su satisfacción, lo que perseguirá el Arte siempre. Es un deseo inacabable, permanente pero instantáneo por su único momento representado, porque no hay otro momento, tan sólo ése. Aquí el tiempo se sublimará. Es un deseo sin goce físico, es la necesidad sin hastío, es ahora -en el Arte- la vida sin final.

Cuando el pintor realista francés Jules Breton (1827-1906) quiso expresar el contraste de la realidad gris y desolada de la vida con la belleza de un instante, no supo mejor que representarlo en el momento preciso en el que una pareja campesina dirige ahora su mirada hacia la visión maravillosa de un deseo inasequible.  Y pintaría entonces su obra Arco iris en el cielo del año 1883. El paisaje que rodea la escena es tan tenebroso, tan oscuro y descorazonador que sólo la imagen del hermoso fenómeno atmosférico -el bello arco iris- es ahora el único sentido estético que para ellos -los personajes retratados- como para nosotros -los que vemos la obra-, inspirará una emoción permanente -a pesar de su efímera sensación-, un anhelante deseo vital poderoso y profundamente interior. Esta es la magia del maravilloso sortilegio que produce el Arte en quienes lo admiren deseosos. Un deseo que nunca acabará porque la cosa representada permanecerá para nosotros siempre. Algo absolutamente sin capacidad de ser consumido por el hartazgo ni por el tedio de la insatisfacción. Porque aquí no los hay ni los habrá. A cambio, tan sólo podemos -en el Arte- desear esa Belleza, nunca poseerla. Aunque, sin embargo, la desearemos por siempre, eternamente.

El pintor belga Gustave Wappers (1803-1874) fue un representante del más épico, literario e histórico romanticismo europeo del siglo XIX. En el año 1849 compuso su obra Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles. Aunque había nacido en Florencia, el poeta medieval Boccaccio marcha a Nápoles muy joven en el año 1331 para estudiar y promocionarse. Allí conoce a su amor de juventud, la bella esposa de un cortesano del reino de Nápoles -María de Aquino-, hija bastarda de la realeza napolitana de entonces -la dinastía francesa de Roberto de Anjou-. Ella, además de introducirle en la corte, le anima a dedicarse a la Literatura. Luego volvería Boccaccio a Florencia y allí escribiría su famosa obra maestra El Decamerón, unas páginas cargadas de historias inventadas llenas de pasión y deseos frustrados o liberalizadores. Años más tarde, muy mayor el poeta, regresa de nuevo a Nápoles donde ahora la reina Juana I es su gobernante. Pero ya no recordaría el poeta florentino para nada aquellos años pasados en su maravillosa, amorosa y libre juventud.

Sin embargo, el pintor belga crea su mal titulada obra anacrónica con el más inspirado, sugestivo, armonioso y literario romanticismo. Recrea entonces una escena medieval cargada de tintes estéticos decimonónicos. En una habitación napolitana dos bellas mujeres absortas escuchan las bellas palabras inventadas de las historias no reales del poeta. Es este preciso momento plasmado en la obra la representación sublime de un instante cargado ahora con el imaginado deseo más efusivo de sus personajes. Un deseo que el pintor decimonónico expresa con los perfiles románticos de una época anterior: la medieval e inocente del poeta florentino Boccaccio. Pero, lo que en verdad visualizaremos en la obra es el gesto del deseo, no el deseo en sí. Es decir, que ese mágico instante -tan inacabado como permanente en el lienzo- es el que el pintor reflejaría en su obra con los anhelos, aún por satisfacer, de sus dos personajes femeninos. Unos gestos expresados tanto en los ojos como en los oídos de las dos jóvenes napolitanas, ahora concentradas en la deseada historia aún no satisfecha del poeta. Porque no hay en la imagen, ni lo habrá, un final. No hay satisfacción, ni siquiera hay suspiro ni sorpresa, sólo la sensación artística de haber asido el deseo por su belleza.  Lo que es el Arte.

(Óleo del pintor realista francés Jules Breton, Arco iris en el cielo, 1883; Obra del pintor romántico belga Gustave Wappers, Boccaccio en la corte de la reina Juana de Nápoles, 1849, Real Museo de Bellas Artes de Bélgica.)

28 de enero de 2014

Y una golondrina posada sin saber por qué lo está...



Cuando el pintor español Federico de Madrazo (1815-1894) viese la obra prerrenacentista La Anunciación del pintor Fra Angélico en el convento de las Descalzas Reales de Madrid, no dejaría de pensar que esa extraordinaria obra debería estar en el Museo del Prado. Director del museo madrileño desde el año 1860, dos años después conseguiría, por fin, convencer a las monjas del convento madrileño para que les cediera la maravillosa pintura en tabla del genial creador florentino. Pero, eso sí, tuvo que realizar el maestro español una copia de la misma Anunciación a cambio. En cualquier caso, Madrazo seguro habría sentido un doble placer por entonces: poder admirar en su museo del Prado la perfección, brillantez, equilibrio y belleza de la magnífica obra del gótico-renacentista italiano, y, por otro, emular al gran pintor Fra Angélico llevando a cabo la recreación de tan inspirada y genial obra maestra. Admirar así los colores, la armonía del espacio y las bóvedas de los arcos interiores ahora con un profundo azul celestial o con una correcta delineación de todas sus curvas... También, el contraste entre el escenario exterior selvático del Paraíso perdido -perdido por la primera pareja humana que, cabizbaja, abandona ahora su idílico paisaje- y el artificial recinto humano del mundo material construido, ese que es realzado aquí ante la anunciada redención misteriosa de lo divino. Todo muy elaborado y conseguido tanto en el tono dorado propio del momento pictórico como en el temple utilizado entonces como técnica, una forma de grasa animal con la que los pintores desarrollaran todavía sus obras de arte góticas.

Las alas son ahora aquí glosadas por el autor prerrenacentista desde muy diferentes representaciones simbólicas. En los ángeles y en el Espíritu santo -a través del rayo de luz-, pero, también en una pequeña golondrina ahora parada ahí. Una golondrina que, posada indolente en uno de los tirantes de los arcos tan clásicos del cuadro, sorprende ahora por su inédita y curiosa forma de aparecer en una obra de Arte. Un muy poco seguro histórico personaje bizantino del siglo IV d.C., Horápolo de Alejandría, fue uno de los primeros escritores de la Antigüedad que escribieron sobre la golondrina en los antiguos jeroglíficos egipcios. Al parecer fue quien compuso la obra Hieroglyphica, un tratado oscuro y misterioso que ofrecía explicaciones sobre algunos de los símbolos y caracteres del antiguo Egipto. Descubierto este manuscrito en el año 1416 en una isla griega, sería luego llevado a Florencia donde los humanistas de entonces lo acogieron con interés, curiosidad y anhelo misterioso. En una de las entradas de la misteriosa obra jeroglífica aparecía descrita la explicación simbólica de la golondrina. El autor comentaba que cuando los antiguos egipcios querían indicar los bienes dejados a sus hijos lo representaban con la imagen de una golondrina, pues esta ave itinerante cuando se sentía morir se arrastraría entonces por el barro y, con éste, construiría un nido para sus polluelos. En esta relación paterno-filial sacrificada vieron los florentinos del inicio del Renacimiento una reminiscencia de la Pasión y Redención cristianas. Y el nido entonces sería el personaje sagrado de María sobre el que se encarnaría un Dios que salvaría la herencia de aquellos seres perdidos de antes, esos mismos que aparecen aquí a la izquierda del lienzo ahora condenados, humillados, desolados y avergonzadamente vestidos. 

Pero la grandeza de la obra La Anunciación del pintor Juan de Fiésole (1390-1455), verdadero nombre de Fra Angélico, supo verla por entonces Federico de Madrazo cuando llegara a realizar una copia del cuadro para poder gozar del original en el Museo del Prado: su Belleza creativa tan anticipada de lo que sería el Renacimiento artístico posterior. Porque ya todo está ahí expuesto. Está la composición en diferentes espacios, está la perspectiva más hermosa ahora entre sus arcos; están también los colores, los suaves, pero también los inusuales en un suelo ahora entremezclado, más fantasiosos tal vez que reales -en un extraño entramado de colores claros, amarillos, azules o verdes- y que contrastan con el agreste tono aún más oscuro del apenas vislumbrado suelo de la estancia interior. Y también están los verdes y los marrones, los cálidos y los fríos. La naturaleza feraz y la arquitectura clásica. La fragancia natural y la elaborada simetría de los rasgos construidos por el hombre. Lo humano y lo divino. Y el rayo de luz..., un poderoso símbolo divino guiado ahora aquí por el trazo perfecto que señala así un sobrevenido punto de fuga celestial. Y los rosetones en grisalla y el friso superior y los capiteles y las columnas y los pliegues de los vestidos. Y las estrellas artificiosas de las bóvedas azules. Y sus arcos. Y la luz. Y una golondrina posada ahora sin saber por qué lo está.

(Fragmento de La Anunciación de Fra Angélico; Temple sobre tabla de Fra Angélico, La Anunciación, 1426, Museo del Prado, Madrid.)

22 de enero de 2014

La imagen como comunicación humana es, como la experiencia mística, anterior al lenguaje.





El pintor de origen suizo Johann Heinrich Füssli, también conocido como Henry Fuseli (1741-1828), iniciaría la senda del Romanticismo más innovador antes incluso que cualquier otro creador artístico lo hiciera. Se adelantaría con sus innovadoras obras a los Simbolistas, a los Expresionistas e, incluso, a los Surrealistas. Pero, sobre todo, este pintor extraordinario plasmaría en sus obras el espíritu más onírico y fabuloso que creaciones no místicas pudieran ahora llegar a expresar en una obra de Arte. ¿Qué mejor lenguaje expresivo para entender la solitaria, inesperada, balbuceante y hermosa imagen iconográfica? Porque sólo las imágenes artísticas nos sorprenderán, nos abrumarán o nos sobrecogerán, pero también nos emocionarán. Y algunas imágenes hasta nos encantarán con su belleza. Nos dejarán abrumados sin forma ahora alguna de poder expresar nada más con palabras. Es decir, sin nada más que imágenes para poder lograr entender, mínimamente, lo que traten ellas de comunicarnos sin apego. 

Es como sucediera con el misticismo, una forma de comunicación trascendente pero también sin palabras, un tipo de enlace inmaterial o de vínculo especial con otra cosa sofisticadamente inaccesible, tanto como lo pudiera ser también el Arte. En los místicos, por ejemplo, la visión que ellos tendrían en sus experiencias extáticas les produciría una especial sensación de gozo, de algo imposible de expresar con palabras. Algunos sí lo hicieron, no obstante. En mí yo no vivo ya, y sin Dios vivir no puedo; pues sin él y sin mí quedo, este vivir ¿qué será?, nos dejaría escrito el poeta místico español Juan de la Cruz en el siglo XVI. En otra ocasión, trataría este mismo santo cristiano de explicar con palabras lo que sus ojos interiores tan sólo viesen: El efecto que hacen en el alma estas visiones es de quietud, iluminación y alegría a manera de gloria, también de suavidad, de limpieza y de amor; de humildad, inclinación o de una verdadera elevación del espíritu en Dios.

Porque uno de los rasgos que más definen una experiencia mística, según el filósofo norteamericano William James (1842-1910), es la inefabilidad, es decir, la incapacidad para poder expresar algo con palabras después de haberlo experimentado. Dirá el filósofo James: El sujeto místico afirma que su experiencia desafía la expresión, que no puede darse en palabras ninguna información que explique el contenido. Por ello no puede más que experimentarse individualmente, no es algo posible de transmitir o comunicarlo a los demás. Ya en el Paleolítico medio (hace 130.000 años aprox.) el hombre primitivo conseguiría balbucear experiencias místicas mucho antes de que pudiesen transmitirlas de algún modo inteligible. El cerebro humano desarrollaría, mucho antes que otra habilidad o cosa, el mecanismo de la conciencia de la incomprensión de lo anhelado, de lo imaginado o de lo fantaseado, y esto solo lo pudo hacer el hombre con imágenes interiormente visionadas. 

El lenguaje humano estructurado fue posterior, fue la manera en que luego se pudo ya transponerle o transmitirle a otro, a un tercero, lo que íntimamente habría podido solo un sujeto inspirado antes sentir en sí mismo. Es como pintar o como tratar de describir lo que vemos en un lienzo -cualquier imagen creada en el Arte-, algo esto lo representado, sin embargo, que tan sólo consiguió otro -en este caso el pintor- poder ver antes él solo. A pesar de que es precisamente lo que hago a veces, reconozco que es innecesario hacerlo a veces. Pero hoy quiero hacerlo justo ahora sin palabras, tan sólo mostrando las maravillosas -en su acepción más genuina- creaciones de este fascinante pintor y artista romántico tan extraño. En su inenarrable obra está ya todo dicho. Disfrutémosla como se disfruta de un mundo diferente, misterioso y atractivo; de un mundo que sólo con mirarlo se consiga ahora, tal vez, aquello que el gran poeta místico español dejara escrito muchos siglos antes:

Vivo sin vivir en mí, y de tal manera espero,
que muero porque no muero.


(Fragmento de un verso del poeta español San Juan de la Cruz)

(Reproducción de la obra de Henry Fuseli, El íncubo abandona a las bellas durmientes, 1793. Vídeos con obras del mismo pintor romántico.)

19 de enero de 2014

El momento anterior a la tragedia, el instante creador de mil acciones, o la belleza de lo incierto.



La Literatura clásica fue siempre un motivo de inspiración para los pintores de todas las épocas. De hecho, la poesía, como la mayor representación excelsa de aquélla, sería comparada con la pintura: Así como la poesía, así la pintura, diría el famoso adagio clásico latino. Aunque, luego acabaría demostrándose esa máxima clásica más como un alarde de interpretación acomodaticia que como una realidad estética objetiva. Pero, entonces, ¿cómo es posible compendiar en el encuadre limitado de un pequeño espacio -el lienzo pictórico- la narración poética de varios momentos sucesivos ahora en un único tiempo, en un solo instante? Porque el pintor o el escultor encierran su creación en un instante único, arriesgándose a elegir el momento más idóneo o el más abierto o el más inspirado de todos. Y lo hacen así para que la imaginación de los otros, de los que vean la creación, pueda hacer el resto. La cuestión -además de elegir la creación compositiva más estética- es, entonces, ¿cuál momento o instante elegir de todos? En la tragedia -la temática más clásica-, por ejemplo, los pintores no debían mostrar nunca el mayor instante de dolor o el de más extrema pasión. Y no debían hacerlo así porque con ese instante elegido acabaría cualquier posible deducción posterior. Ya no se podría ir, imaginativamente, más allá. Estaría fijado para siempre ese sombrío -trágico- momento elaborado, haciendo su visión con el tiempo más una pantomima de su pasión que otra cosa. Perdería entonces el alarde representado su fuerza con las veces de mirarlo. Porque no sería más que un instante sin avance, una esencia definida, una realidad finalizada, sin pensamiento causado, sin ofrecer al que lo mira la oportunidad, aún, de poder decidir así otra cosa.

Medea fue quizá la tragedia griega más desoladora, la más dura, la más dramática o la más desesperadamente cruel. En ella una madre acaba con la vida de sus hijos en un paroxismo de pasión, venganza, celos y sufrimiento inevitable. Contaba la leyenda mitológica, antes de que el poeta trágico lo narrase, cómo Jasón -el héroe de los Argonautas- llega por fin a su destino, la Cólquide, el reino no griego del rey Eetes. Y ahí su hija Medea acabaría arrebatadoramente apasionada por Jasón. No puede ella apartar ya su mirada de él. La locura de amor se reflejará muy pronto en su delirio. Ante las dificultades del héroe griego por conseguir el Vellocino de oro, Medea le ayuda siempre, salvándole incluso de la muerte. Así consigue por fin Jasón su objetivo, para, pronto, acabar él luego por marcharse. Y ella también lo hará, a pesar del rechazo de su propia familia. Medea terminaría hasta matando a su hermano Apsirto cuando tratara éste de evitar su huida. Y subirá ella al fin a bordo del navío Argo para cruzar con su amado Jasón el Helesponto. Pero, se detuvieron antes de su destino final -el azar indecente- en el istmo griego del reino de Corinto. Su rey Creonte recibirá al héroe griego entusiasmado, ofreciéndole ahora incluso la mano de su hija, una hermosa y prometedora griega como él.

Así que Medea -la no griega- quedará ahora como una vulgar concubina a pesar de haber engendrado con Jasón dos hijos antes. Y aun así la nueva esposa, la hermosa griega de Corinto, trata ahora de desterrar a Medea incluso sin sus hijos. Pero, surge de pronto ya el conflicto, el pavor, el dolor y el estruendo más pavoroso de la vida, esa llama mortífera que, poco a poco, empieza a arder y no podrá ya parar ni controlarse. En el siglo IV, a.C. -cien años después de que el poeta griego Eurípides crease su famosa tragedia Medea- un pintor griego, Timómaco de Bizancio, compuso una obra pictórica con la figura estética de la trágica celosa mítica. Pero, para entonces, debía reflejar en su obra de Arte la expresión más elocuente, la que más belleza consiguiera poseer en una única escena retratada. Y este creador pictórico de la Antigüedad griega no elegiría el degollamiento de los niños, ni el sangrante instante de una espada, no, para nada en absoluto. Para él, para el primer pintor que la crease en un cuadro, la eximia hermosura de un retrato debía cumplir con el sagrado momento de lo eterno. Y eligió entonces Timómaco la indecisión, la duda espantosa o la terrible lucha interior entre la pasión y el sentido.

El gran poeta y escritor griego Eurípides en su famosa tragedia Medea relataba así ese crítico momento:  ¿Por qué me volvéis, mis hijos, la mirada hacia mí, dedicándome esa última sonrisa? ¡Oh, no, no, alma mía, no lo hagas; infeliz, no cometas tal crimen! ¡Déjales, a tus hijos perdona! Pero no, yo no voy a dejar a mis hijos que sean ultrajados. Comprendo qué crimen tan grande voy a osar; pero en mis decisiones impera la pasión, que es la mayor culpable de los males humanos... Y es justo ese preciso momento el que el pintor clásico griego elegiría para componer su inspirada escena pictórica trágica. Siglos después, la escuela romana de Pompeya elaboraría un fresco para la pompeyana Casa de los Dioscuros, una obra pictórica donde también se plasmaría ese mismo instante clásico. Medea está ahora en el fresco pompeyano de pie, a la derecha de la obra, mientras sus hijos juegan seguros al cuidado de su preceptor. Aquí aparece ahora una serena Medea con el silencio atronador más espantoso, ese mismo silencio que antecede al momento trágico de la fatídica ejecución de su crimen. Pero, sin embargo, nada hace presagiar aún que algo tan terrible se vaya a cometer, ni que se cometa.

No fue así como el gran pintor francés Delacroix expuso luego, con su Romanticismo decimonónico tan apasionado, el momento trágico elegido para retratar aquel drama clásico. En su Medea furiosa del año 1838, el extraordinario creador romántico avanzará más allá de una simple diatriba psicológica. Porque aquí describe Delacroix el instante donde toma a sus hijos una Medea decidida y les arranca los vestidos por el esfuerzo de asirlos ante su fatídica arma, un cuchillo mortal que acabará pronto con sus vidas sin remedio. La diferencia en Delacroix es el gesto; allí -en el icono clásico de Timómaco-, sin embargo, la mirada. En el Romanticismo el gesto prima siempre sobre la mirada. Un ademán, el gesto, que no sería lo que ni Timómaco ni el fresco pompeyano señalaban como la más virtuosa forma de representar una bella escena en un cuadro. Porque con el gesto es ira vengadora, pero con la mirada es meditación reflexiva. En uno -Delacroix- es el hecho inminente trágico; en el otro -Timómaco- es el instante indefinido anterior a todo eso.  Porque en la obra clásica griega se trataba de reflejar todo el drama, no la resolución final irreparable. Toda la narración trágica estaría entonces concentrada en un sólo momento, en un instante único que no muestra aún nada, esperanzador incluso, que dejará así a los que lo veamos luego la ocasión que nos enseñe que aún hay tiempo, que lo habrá, que todavía todo puede ser distinto, de pensar, de sentir, de poder decidir ahora así otra cosa...

(Óleo romántico de Eugène Delacroix, Medea furiosa, 1838, Palacio Bellas Artes de Lille, Francia; Boceto para su obra Medea y Jasón, del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, 1906; Fresco pompeyano, casa de los Dioscuros, Medea debate asesinar a sus hijos, basado en una obra anterior clásica griega, siglo I, d.C., Museo Arqueológico de Nápoles;  Obra Galería de pinturas romana, 1866, del pintor clasicista Alma-Tadema, en esta obra se observarán obras clásicas antiguas, como la Medea pintada por Timómaco en el siglo IV, a.C.; Fragmento del mismo cuadro anterior, donde se apreciará aquí ampliada la obra de Timómaco de Bizancio, una Medea que, con su mirada, recreará así la obra más conseguida de belleza, con esa sensación ahora de belleza que buscarían ya los clásicos grecolatinos -según dicen, el propio Julio César la admiraría tanto que llegaría a comprarla, por muchos talentos, para el templo de Venus en Roma.)

14 de enero de 2014

Lo tendencioso de un estilo y una época o una misma historia y sus diversas formas de contarla.



Hubo un momento en que el Arte dejaría de ser libre en el Renacimiento. Con Botticelli, por ejemplo, comprobamos que, cuando su conversión piadosa de finales del siglo XV, la mitología como pasión desbordante, pagana o reminiscente de lo más abyecto o terrenal del hombre, dejaría de ser un motivo válido para ser representado en los lienzos renacentistas. Y, entonces, ¿cómo expresar las más bajas pasiones humanas sin el ardor carnal o visceral de unos seres míticos tan depravados? Porque para el mejor simbolismo efectivo de lo más depravado del mundo los griegos idearon el centauro, un paradigma de los más bajos instintos de los hombres. Aunque algunos centauros fueron diferentes -como el centauro Quirón, por ejemplo-, la mayoría de ellos representaban las cualidades más deplorables y despreciables de los hombres. En una secuencia lineal y cronológica he querido mostrar las diferentes formas en que, a lo largo de la historia artística, los creadores han compuesto una concreta leyenda mitológica.

Deyanira fue la tercera de las esposas que tuviera el héroe legendario Hércules. Una vez tuvieron que cruzar los dos el caudaloso y peligroso río Eveno, pero sólo habría una pequeña barca donde hacerlo, teniendo para cruzar ahora el río que hacerlo de uno en uno. Así que, junto al viejo barquero, pasaría primero Deyanira para, luego, en la ribera opuesta, esperar Hércules a que el barquero fuese por él. Pero, escondido tras unos matorrales de la orilla, el terrible centauro Neso -un ser vil y desalmado- asaltaría violentamente a la ninfa Deyanira. De ese modo fue como el centauro trató de raptarla para aprovecharse de ella satisfaciendo así sus más bajos instintos animales. Porque esto no sería un rapto vengativo, ni económico, ni bélico, ni matrimonial siquiera, sólo fue el deseo más depravado y sin freno que, de seguro, sólo esos crueles y salvajes seres mitológicos tuvieran. Hércules solo pudo hacer uso de su arco para poder evitarlo, consiguiendo herir al centauro Neso desde la orilla opuesta. Neso ofreció antes a Deyanira un engaño, una túnica encarnada y ocultamente envenenada para que, cuando perdiese Hércules alguna vez por ella el deseo, éste se la pusiera y así ella volver entonces a recuperarlo. Tiempo después Deyanira haría eso cuando comprobase la pasión de Hércules por otra ninfa, pero, sin ella saberlo, esa tela maldecida acabaría abrasando ahora la piel del héroe. De esta forma moriría el semidiós olímpico, por la mano inocente y engañada de su esposa.

Desde el siglo XV hasta el XIX los pintores plasmaron en sus creaciones una determinada forma de componer la leyenda del rapto de Deyanira. También según la ideología artística de cada época, es decir, según la forma o el estilo en que el pensamiento del momento condicionara a los creadores cómo debían expresar la historia. Durante el Renacimiento -sobre todo en sus inicios- la voluptuosidad más depravada fue absolutamente irrepresentable en el Arte. Por ejemplo, Botticelli quiso dejar claro el triunfo de las virtudes humanas sobre sus manifestaciones más depravadas. Con su obra Palas y el Centauro, el pintor conminaría a este último a ser sojuzgado por una maravillosa e inteligente mujer -la diosa Palas o Atenea-, una deidad griega que posaría su mano ahora sobre la cabeza del centauro, un maldecido ser que, convencido ya, comprenderá las ventajas de ascender su parte más humana sobre la más animal o lujuriosa. Años después el gran pintor Rafael -epígono magistral del más elaborado Renacimiento- crearía un extraordinario fresco para la Villa farnesiana. Un gran fresco donde primaría la grandeza del amor más sublime triunfando sobre todas las criaturas y expresando así el triunfo platónico al que podría aspirar el hombre. Pero mucho antes de eso el pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo (1432-1498) había mostrado ya la escena más embarazosa de aquel rapto mitológico. Una escena entonces impúdica que, con sus iniciales trazos prerrenacentistas, dejaría muy claro el duro sentido de la ofensa: el descarado y brutal asalto sexual a la bella Deyanira mientras Hércules, decidido, trataba de rescatarla.

Pero algo fue cambiando con los años, y las modas artísticas y sus creadores reflejaron ese cambio con el sesgo subjetivo expresado en cada narración de la leyenda. El relato mitológico dejaba claro el motivo lujurioso del rapto y los creadores debían así expresar una forma de mostrarlo. Es decir, que debían ser representadas con algunas de esas libertades artísticas con las que ellos pudieran entonces expresarlo. Continuamos ahora con el sutil Manierismo, una tendencia artística que serviría de puente entre el abnegado Renacimiento y el explosivo Barroco. En su obra El rapto de Deyanira el pintor manierista Bartholomeus Spranger nos representa ahora solo los perfiles más humanos del bestial y derribado centauro. Luego nos expone a Deyanira como una magna triunfadora de su estado, muy agradecida entre los brazos victoriosos de su héroe. Pero nada mínimamente sórdido expresado en este lienzo, como solo el Manierismo pudiera concebir crear cualquier afrenta de cualquier historia o leyenda. Después, con el barroco más clasicista del pintor italiano Guido Reni, el Arte elaboraría una escena de gran esplendor artístico, de una armonía y belleza clásicas donde la grandiosidad de la composición se erige sobre cualquier otra cosa. Sutilmente, el pintor separa aquí algo más a una exaltada Deyanira -que se acrecienta por sí sola sin acudir a nadie en su infortunio- de un ahora menos monstruoso centauro. Éste aparece incluso con un rostro y un gesto algo más embellecido, dejando la impresión del infame acto con la ambigüedad ahora de haber sido, si acaso, más una admiración hacia ella que un perverso hecho envilecido. Tal era la extraordinaria sublimidad y espectacularidad de Guido Reni y su magnífico clasicismo barroco.

Algo más tarde llegaría el siglo Prerromántico, una tendencia más suave en el Arte, más melodiosa, endulzada o acrisolada dulcemente, pero, también, emocionalmente vertiginosa. Vemos ahora dos obras de este especial momento dieciochesco, un siglo racional y frío pero que empieza a coincidir con balbuceantes formas de un cierto sentimiento explicitado, algo que, dentro de poco tiempo, arrasaría con un ferviente nuevo estilo la forma de entender el mundo y sus pasiones: el Romanticismo más desgarrador. Así es como el apasionado pintor italiano Gaspare Diziani (1689-1767) compuso su versión mitológica del rapto de una forma totalmente diferente. Con la imagen de una Deyanira que mira fijamente a su héroe, hacia su salvador y amado esposo. Y, por primera vez, incluye el pintor un cuarto personaje -un dios menor de los ríos- que representa al viejo barquero atropellado por el vil asalto del centauro. Esta es una libertad artística del momento histórico -el siglo de las luces y del humanismo más ferviente-, donde se reconocen la presencia de esos secundarios y plebeyos personajes. En la siguiente obra de otro creador del mismo siglo, Louis Jean François Lagrènèe (1724-1805), observamos también al anciano personaje abatido tras pasarle el centauro por lo alto. Aquí vemos una composición característica de ese endulzado periodo -una mezcolanza de Rococó y Neoclasicismo- con sus colores melodiosos o apagados. También apreciaremos el semblante sonrosado y doliente de una Deyanira abatida que, ahora, con su mano, se dirige hacia su héroe expresando así el gesto de una sentida pareja alejada de su esposo. Esta tendencia estilística del siglo XVIII suavizaría incluso la parte no humana del centauro, embelleciendo más aún su piel animal con un ahora suave y dulce color blanco.

Y llegamos por fin al último siglo que glosaría en un lienzo las diversas sensaciones de esa leyenda mítica del centauro y de Hércules. Del siglo XIX expongo cuatro imágenes para comprender la complejidad del Arte en esa época. Comienzo por el Academicismo correcto de Jules-Élie Delaunay (1828-1891). En su Muerte del centauro Neso, ¿qué personajes observaremos aquí? Porque no menciona el título de la obra ni el rapto ni a Deyanira, ni siquiera a un Hércules invicto. Es ahora solo la muerte del centauro lo que expresa su autor. Un gran giro en la leyenda, el mismo cambio histórico que haría por entonces, durante el año 1870, el mundo y el Arte. ¿Por qué? Pues porque el mundo había cambiado entonces por completo. El Romanticismo ya pasó, el Realismo se implantaba, pero además un Decadentismo comenzaría a enfrentarse entonces con un Academicismo pragmático y prevalente. Por tanto algo se envolvía en un nuevo y deseado gesto cultural: la pulcritud de lo verídico, es decir, de lo que debía ser representado fielmente a la realidad pero, sin embargo, sin involucrarse del todo ni sentimental, ni moral, ni política o religiosamente. 

Del mismo modo, el pintor español José Garnelo (1866-1944) trataría de contar luego con trazos más verídicos cómo debió ser la escena real de aquel rapto. Porque ahora sí que demuestra el creador español que fue un asalto sexual y motivado solo por ello. La voluptuosidad la señala el autor claramente en los personajes retratados, esos mismos seres con los que el pintor tituló su obra. El Realismo decimonónico le permitiría hacerlo sin pudor. Incluso se permite el pintor ofrecer un cierto halo retador de triunfo al centauro Neso frente a un Hércules ahora más inseguro. Por último, dos extraordinarias obras del Simbolismo de finales del siglo XIX. Porque esta maravillosa tendencia revuelve aquí por completo la leyenda y reivindicaría también la heroicidad más insigne de la misma. En su caso, Arnold Böcklin transformaría absolutamente -con su singular forma de hacer Arte- el mito de ese rapto. Ahora no vemos al gran héroe Hércules por ningún lado, solo otra cosa distinta, algo muy propio de finales del siglo XIX, un tiempo -el año 1892- donde por entonces la mujer comenzaría a enfrentarse con la masculina sociedad tradicional y su destino en ella.

De ese modo, el pintor Böcklin opone un Centauro sorprendente a una Deyanira poderosa, una mujer ahora aquí más arrogante y fuerte. El simbolismo nuevo de la imagen refleja sólo como humano el rostro de la bestia, lo demás no lo es, o lo es mucho menos. Y además indica en su rostro humano el sorprendido ademán de un fatal golpe recibido por el brazo de una fuerte luchadora, más que por el de una frágil víctima acosada por un monstruo. El otro lienzo simbolista es del pintor alemán Franz von Stuck, un creador que retoma la figura excelsa del gran héroe, un símbolo por entonces -finales del siglo XIX- del hombre más poderoso, del super-hombre nietzscheano que salvará a la humanidad de los desolados atropellos malignos o de lo más denigrante y desalmado. Y, con tantas maneras de hacerlo o de representarlo, finalmente, ¿dónde estará la verdad, si es que ésta importa algo? Porque, ¿importará la verdad? En absoluto. Realmente el Arte no está ni estará para eso. Es el Arte una parte de la verdad pero no toda la verdad. Y así los creadores supieron siempre entenderlo. Al final se tratará tan sólo de Belleza: de mensaje embellecido, de propuesta embellecida o de información embellecida. De lo que queramos que sea, pero, eso sí, solo en el Arte la expresión de un maravilloso momento embellecido.

(Obra del pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo, Hércules y Deyanira, siglo XV, museo de Arte de Universidad de Yale, USA; Óleo Palas y el Centauro, 1482, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Fresco El triunfo de Galatea, 1511, Rafael Sanzio, Villa Farnesina, Roma; Óleo Hércules y Deyanira, 1585, del pintor manierista Bartholomeus Spranger; Lienzo de Guido Reni, El rapto de Deyanira, 1621, Museo del Louvre; Obra El rapto de Deyanira, Gaspare Diziani, c.1750; Obra El rapto de Deyanira por Neso, 1755, Louis Jean François Lagrénée, Museo del Louvre; Óleo Muerte del centauro Neso, 1870, Jules-Élie Delaunay; Obra del pintor español José Garnelo, Hércules, Deyanira y Neso, 1888, Real Academia de San Fernando, Madrid; Obra simbolista de Arnold Böcklin, Deyanira y Neso, 1892; Lienzo simbolista, Hércules y Neso, 1899, Franz von Stuck.)

10 de enero de 2014

La expresión más inútil, melancólica y frustrante por buscar y crear Belleza durante toda una vida.



Con la maravillosa forma de endulzar lo trágico que tiene el Arte, el manierista además, vemos en este lienzo del genial Tiziano (c.a.1485-1576), para ese momento histórico de exaltación de la Belleza, una de las creaciones más sórdidas, impactantes, duras y sanguinarias del pintor y del propio Manierismo. Fue al final de su larguísima vida cuando el pintor veneciano compuso esta escena tan trágica. Una imagen donde un amable sátiro -criatura mitológica alegre, pícara y atrevida- es colgado bocabajo de un árbol en un atropello violento para ser torturado con el desollamiento más despiadado de su cuerpo. Basado en una leyenda del escritor Ovidio -Las Metamorfosis-, donde nos cuenta el poeta romano el enfrentamiento entre el dios Apolo -conocido por su orgulloso alarde con la lira- y el indolente y bondadoso Marsias -un virtuoso de la más sencilla flauta-. Este agradable sátiro había adquirido con su flauta una extraordinaria confianza, llegando a realizar interpretaciones maravillosas. Fue entonces cuando el dios Apolo le retaría a una competición musical. Para ese momento decisivo, no dudaría Marsias en enfrentarse al poderoso dios Apolo. ¡Qué ingenuidad! Qué cruel destino más peligroso el de los dulces seres que, como Marsias, no verán el terrible y espantoso destino de atreverse a retar a los mismos dioses, a la cruel vida desatenta... Esa vida que a veces, ofuscada y vengativa, se ofenderá fatalmente con sus criaturas indolentes. No le bastaría al gran Apolo con ganar obligando a los jueces -en este caso Midas y unas Bacantes- a elegirle a él, decidió además atropellar con la violencia más descarada al atrevido, amable e ingenuo Marsias. En otra leyenda mítica se enfrentaría el rey Midas con la tesitura de juzgar una competencia entre dos dioses: Pan y Apolo. Algo peor aún, donde ahora solo el juzgador podría salir mal parado. Y así fue ya que el independiente y honesto Midas siempre ofrecería su opinión libremente, y en ningún caso era a favor del vanidoso Apolo. Así que ahora, frente al dios Pan, acabaría el dios Apolo ofendido para siempre y transformando luego las orejas del rey Midas en las de un pequeño burro maldiciente. Sin embargo, en el lienzo de Tiziano El castigo de Marsias Midas es ahora un juez más: ofrecerá su aplauso a Marsias mientras que las Bacantes, más simpatizantes de Apolo, se lo acabarán negando, trágicamente.

Es por lo que el dios de la razón, de la luz, de lo perfecto y lo correcto -Apolo- acabaría destruyendo a un representante de lo dionisíaco, de lo amable, de lo ingenuo o de lo confiado. Justo lo contrario de lo que simbolizaba el racional Apolo, es decir, la fuerza de la inspiración, de la emoción, de la oscuridad, de lo imperfecto o de lo desbordante, todo aquello que representaba el dionisíaco y bondadoso Marsias. El pintor Tiziano terminaría meses antes de morir este misterioso, melancólico, duro y esclarecedor lienzo manierista. Esclarecedor porque acabaría comprendiendo el propio pintor que, después de todos sus años de creación artística, nada terminaría siendo justificado en el mundo del Arte como un extraordinario alarde estético -ni siquiera uno como éste, tan artístico o tan ético- para descubrir y representar la Belleza deseada, algo tan querido, perdido y anhelado por los hombres. ¿Dónde estaría entonces esa Belleza deseada en un mundo tan carente de ella? En el cuadro manierista aparece autorretratado el propio pintor, ahora como el rey Midas sentado a la derecha. Refleja el semblante meditabundo y desolado de un ser que observa, al final de su larga vida, cómo la ilusión confiada e ingenua de algunos seres terminaría, irremediablemente, superada por los acontecimientos terribles de un mundo cruel y desatento. Y el pintor italiano utilizaría -anticipadamente, como los grandes genios- una fuerza estética poderosa con sus colores y sus trazos manieristas, ahora tornasolados, ahora abigarrados, casi expresionistas..., para poder con ellos plasmar así las terribles contradicciones o sinrazones tan absurdas de este mundo. Así es como serán fijados los rasgos estéticos en la obra manierista, con la sensación tan expresiva de querer narrar el dolor o el tormento más descorazonador de la vida.

Tan impactante fue la obra que creadores actuales se habrían inspirado en ella para componer, expresionistamente, sus homenajes al gran maestro veneciano. Porque en esta curiosa obra de Tiziano está todo lo que ofrece una alarmante anatomía de la crueldad o de lo más despiadadamente inhumano. Porque son ahora los mismos dioses, descaradamente, los que intervienen, sin embargo, en el terrible castigo infringido al bondadoso e inocente Marsias: el dios Apolo, el dios Pan y otro sagrado personaje. Luego además unos ajenos espectadores, pasivos y tranquilos, acuden a observarlo mientras sufre su terrible martirio. Por ejemplo, el rey Midas, representado en la obra como el propio pintor; también la diosa Atenea con su violín y unos diosecillos, así como algunos inocentes animales. Todos ellos miran ahora la escena aterradora sin inmutarse. Hasta el propio Marsias mirará, invertido ahora su cuerpo, hacia afuera del cuadro -hacia nosotros, hacia los que estamos ahora mirando la obra- con sus ojos inhibidos y una cierta mirada sin dolor, sin rencor incluso, sin ira, sin otra cosa más que una especial dulzura incomprensible. Esa misma sensible dulzura que, sin embargo, de las cosas inevitables y duras de la vida, se acabarán engarzando, sosegadamente, entre una inútil emoción y su evadido ánimo.

(Óleo Desollamiento de Marsias, 1576, Tiziano, Palacio Arzobispal de Kromeriz, República Checa; Cuadro del artista actual Daniel Goodman, Desollamiento de Marsias después de Tiziano; Obra Estudio sobre el desollamiento de Marsias, Tom Phillips, 1986, National Portrait Gallery, Londres; Obra Marsias desollado por Apolo, 1964, André Masson.)
 

4 de enero de 2014

El gran salto de la modernidad fue una alegoría primitivista, orientalista, rústica y natural.



Picasso no llegaría a titular sus obras justo al terminarlas, a veces tardaba hasta dos años en hacerlo. Cuando finalizó una de sus obras más emblemáticas del inicio cubista -esas mujeres desnudas y deformadas realizada en el año 1907-, no fue entonces sino un amigo y crítico -André Salmon- quien nombraría el cuadro tan modernista como Las señoritas de Avinyó. Hacía referencia con ese título a unas putas de un prostíbulo de la calle Avinyó de la ciudad de Barcelona. Pero, como fuese ese un lugar muy poco conocido, alguien empezaría a confundir el nombre de la calle barcelonesa con la palabra homófona más conocida de la ciudad francesa de Avignon. Sin embargo, ¿qué llevaría a Picasso, verdaderamente, a crear esta pintura tan absolutamente extraña para entonces? El Impresionismo había comulgado gratamente con las innovaciones técnicas y el progreso social del siglo XIX. Así fue como los pintores Manet y Monet, por ejemplo, plasmaron ciudades modernas y orgullosos ferrocarriles en sus maravillosos y sublimes cuadros impresionistas. Las grandes naciones europeas habían colonizado casi todo el mundo y trataron de influir en esos territorios, en sus gentes y su historia. Europa celebraría durante el año 1884 en Berlín una conferencia para repartirse todo el mundo colonial conocido y por conocer. Así se descubrirían entonces las veladas intenciones egoístas de la sociedad occidental en esos remansos de naturaleza virgen, pura, oriental y primitiva.

Pero también por entonces nuevos jóvenes creadores, artistas nacidos en la segunda mitad del siglo XIX, comenzaron a romper con sus maestros o con los convencionalismos -si no técnicos y académicos sí conceptuales y morales- ofreciendo ahora una nueva forma de expresión que ellos entendían como el mejor modo de representar las cosas del hombre y de su mundo. Sin embargo, no era todo eso nuevo del todo. El orientalismo, por ejemplo, fue una forma de expresar lo diferente o desconocido en Europa desde el siglo XVIII, resaltando las virtudes oníricas o fantasiosas de un mundo que, por su exotismo, conllevaría tanto una admiración como una afición -aunque más personal que social o institucional- en el mundo del Arte occidental. Lo primitivo fue utilizado como un concepto contradictorio por entonces, es decir, como una forma tanto despectiva como positiva de entenderlo. Cuando en el año 1886 llega el pintor Paul Gauguin a la región de Pont-Aven, en la costa noroccidental francesa, descubre un lugar elegido treinta años antes por otros artistas y creadores anteriores. Un lugar donde vieron el paraíso pintoresco y alejado de la avasalladora sociedad industrial, que, por entonces -mediados el siglo XIX-, podría aún representar aquellos valores puros e íntegros que ellos anhelaran tanto. En esta región francesa se desarrollaría una nueva forma de crear -La escuela de Pont Aven-, una tendencia artística que luego llevaría a otras diferentes -aunque parecidas- escuelas por toda Europa. Tendencias que tratarían de innovar con sus alardes primitivos una inspiración más natural o más cercana a las cosas simples, así como también muy alejadas de toda sofisticación, industrialización o desarrollismo.

Es por lo que el Arte Moderno surgió de una oposición a la cultura tradicional, industrializada y urbana de finales del siglo XIX europeo. El creador francés Alphonse-Etienne Dinet (1861-1929) llegaría incluso hasta cambiar de creencia religiosa -se haría musulmán- para identificarse mejor con el mundo que más le arrebataría y seducía de las regiones norteafricanas de la Argelia francesa. En sus retratos de belleza racial de las mujeres argelinas trata el pintor de conseguir describir la naturalidad y pureza de sus rasgos como la más perfecta representación de lo ideal o de lo exquisitamente natural, sin los aspectos contaminados o abyectos de la hiriente sociedad occidental de la que era originario. En Las señoritas de Avignon el creador español Picasso rompe completamente con la forma de entender la perspectiva, los contornos, el perfil y los colores usados por sus maestros. Pero, sin embargo, ¿no dejaría también traslucir además una expresión primitiva con esos semblantes tan tribales de sus señoritas retratadas? No obstante, asociaría así el pintor cubista una manera de crear innovadora con una interpretación reivindicada de esos mismos elementos. Esos elementos con los que, otros antes que él, habían comenzado a llevar a cabo -aunque de otra forma- sus creaciones artísticas innovadoras. Gauguin fue un claro precedente de esto. Su extraordinaria producción polinesia muestra la inspirada manera de vincular, por oposición, naturaleza frente a sociedad urbana por ejemplo. Es decir, poblaciones inocentes todavía puras y entregadas a su sentido natural frente a los seres depravados, obtusos y pretenciosos de la torturada y torturante sociedad industrial.

Pero, ¿no sería todo eso además una forma de utilización artística de esas culturas primitivas para realizar con ellas una manipulación ahora de su devenir histórico? Porque todo Arte es una forma de poder subliminal, de subjetivismo para ser expresado siguiendo unas pautas propias que cada creador condicionará con su obra. Sin embargo, ¿se justificará el Arte para poder ser utilizado así como un arte manipulador...? El Arte, sin embargo, es y debe ser libre en todas sus matizaciones. El Arte pictórico sólo es una expresión artística más de todas las que existen. Y el Arte, además, más allá de una visión bella o marcadamente conceptual, no tratará nunca de conseguir cambiar nada, ni de condicionar nada, por mucho que el que lo exprese lo pretenda así, o parezca que lo pretenda, de la forma ahora más condicional o manipuladora que quiera expresarlo. Sin embargo, todo eso fue el gran salto que diera por entonces el Arte clásico hacia la modernidad.

(Óleo La siesta, 1933, del pintor Marius Buzon, Francia; Obra Las señoritas de Avignon, 1907, Picasso, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Cuadro Escena en el jardín de un serrallo, 1743, Giovanni Antonio Guardi, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid; Óleo En el borde de la Rambla, 1890, Alphonse-Etienne Dinet, Museo de Reims, Francia; Pintura de Paul Gauguin, Visión tras el sermón, 1888, Galería Nacional de Escocia; Obra Los dioses y sus fabricantes, 1878, Edwin Long, Inglaterra; Obra de Van Gogh, Retrato de Père Tanguy, 1887, Museo Rodín, París; Óleo Mata Mua -Érase una vez-, 1892, Paul Gauguin, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)

30 de diciembre de 2013

El camino del espíritu o el círculo platónico con la vuelta y la ida de un erotismo cósmico.



Cuando, en febrero del año 1497, seguidores del monje fanático Girolamo Savonarola hicieran una hoguera en Florencia para quemar los objetos mundanos y lujosos que depravasen el espíritu, cuentan las leyendas que el pintor Botticelli arrojaría al fuego ahora algunos de sus maravillosos lienzos mitológicos creados por su ingenio. Así que, desde entonces, el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora, con sus nuevas creaciones piadosas, una mayor y más marcada devocionalidad. Porque veinte años antes -afortunadamente salvados- había llegado el pintor a realizar sus mitológicas, terrenales, humanísticas y más famosas obras de Arte, aunque estas obras inspiradas entonces por sublimes mensajes espirituales o neoplatónicos muy atrevidos. Fue en Florencia donde surgiría una tendencia estético-filosófica que quiso ya tratar de conciliar el cristianismo y el platonismo. Todo comenzaría cuando Cosme de Médicis conociera, en el concilio ecuménico de Florencia del año 1439, a uno de los personajes bizantinos más curiosos de entonces, Gemisto Pletón (c.1360 - c.1450). Este filósofo platónico bizantino trataría además de hacer renacer la antigua mitología de los dioses griegos de sus ancestros. En esos años medievales las dos iglesias cristianas, la católica romana y la oriental bizantina, separadas desde hacía medio milenio antes, comenzarían un acercamiento amigable en ese concilio de Florencia, un encuentro que, finalmente, no llegaría a ningún resultado positivo entre ambas iglesias. Pero algo se gestaría, a cambio, con la unión azarosa de esos dos personajes medievales: una extraordinaria revolución del pensamiento que, tiempo después, sería conocido en el Arte como el movimiento estético-filosófico más innovador de la historia: el Renacimiento. 

Promovieron por entonces esos dos personajes medievales crear la Academia Platónica de Florencia, donde el escritor y poeta italiano Marcilio Ficino (1433-1499) sería el filósofo que retomaría de nuevo aquellas ideas trascendentes de su admirado Platón. Unas ideas por entonces tan revolucionarias como fueron también las teorías estéticas que acabaron influyendo en algunos pintores contemporáneos, entre ellos el genio florentino Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino -siguiendo las ideas neoplatónicas-, el universo se establece en cuatro niveles (esferas) cósmicos jerarquizados, desde una mayor o más perfecta esfera hasta otra menor, inferior y más imperfecta. El primero de esos niveles jerárquicos, el más importante, es la esfera o mundo supra-celeste, denominado por Ficino Mente Cósmica. Aquí todo es estable, inmaterial e incorruptible. Aquí, por tanto, se situaría a Dios, pero, también, todas las ideas o conceptos esenciales de lo que se encontrase o representase más abajo. Luego se hallaba la siguiente esfera o mundo celeste, denominado Alma Cósmica. Este espacio es un lugar espiritual fuera del tiempo, incorruptible también pero inestable todavía, lleno así de movimiento autónomo, donde se encuentran, además de las estrellas, los elementos superiores a la simple materia terrenal. Después está la esfera terrestre, el Mundo Sublunar, representado como la esfera de la naturaleza y de las cosas sensibles, un espacio lleno de movimiento no autónomo sino dependiente de su esfera superior, pero, a cambio, aquí todo es corruptible, compuesto además por materia y forma, es decir, por materia viva. Por último se encuentra la esfera de la Materia, de las cosas o elementos sin vida, y que sólo alcanzarán a tenerla cuando se unan a su esfera superior, la esfera de la naturaleza.

La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habita tranquila la esfera denominada Alma Cósmica. Pero, como esta esfera es inestable y se mueve a voluntad, puede suceder que el alma caiga a su nivel inferior, accidentalmente. Entonces el alma se une, de modo azaroso, a un cuerpo corruptible y vive con él en este nivel inferior, el mundo sublunar. Y, a veces, recordando el alma sus experiencias cósmicas anteriores, esas que ahora le llevaran a anhelar -desear, amar, necesitar- volver a regresar a la esfera superior celeste de antes, aquel lugar desde donde podría contemplar la Mente Cósmica...  Cuando a Botticelli le encargan  una obra para la formación humanística de un primo de Lorenzo de Médicis -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, este magnate de Florencia se dejaría influir entonces por las sugerencias del filósofo Ficino, tutor que fuera además del joven Pierfrancesco. Para que el adolescente se aplique, virtuoso, en su formación de perfecto caballero florentino, ¿qué cosa mejor que una visión estética grandiosa para que asocie él mismo belleza con virtud? Para esto debe conseguir el pintor plasmar en su obra la filosofía neoplatónica, esa que relacionaba el amor y el deseo terrenales con el siguiente plano cósmico superior, el del verdadero Amor y Deseo celestiales.

¿Y, cómo hacerlo, cómo representar Botticelli esa odisea del alma, del amor sublime y del sentido cíclico de las cosas y de su fluir, con las elecciones terrenales de los seres humanos corruptos en la vida natural de su esfera sublunar? Inspirado además en la mitología grecolatina de Ovidio -poeta romano del siglo I-, conseguirá Botticelli la narración necesaria para poder componer esa formación de la gesta del alma. Pero, ¿cómo darle sentido estético a ese ir y venir desde un mundo terrenal a uno celestial? La grandeza del pintor renacentista estuvo en abrir, con Belleza, los ojos del joven Médicis -y de todos los que veamos la obra- para llegar a entender que elegir el camino de la virtud y de la grandeza de espíritu (valores que el humanista Ficino propugnaba) es compatible con la elección de la belleza más terrenal, material y profana. Y esto es así porque el alma hallaría su camino inspirada siempre en la Belleza. Botticelli consigue componer en su obra el circuito vital del alma ahora como una danza representada en tres tiempos y escenas diferentes. Y este circuito se describe y comienza en la obra desde su margen derecho hasta el personaje situado más a la izquierda del cuadro. En este último lugar un joven solitario -el dios Hermes- eleva ahora su brazo derecho hacia el cielo, señalando así el sentido y el camino final del deseo espiritual más elevado. En esta obra de Arte, a diferencia de la obra de El Greco en el Entierro del Conde de Orgaz -aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecen ahora ni las esferas del Alma Cósmica ni la de la Mente Cósmica, sino tan sólo las esferas terrenales de la Materia y de la naturaleza del Mundo sublunar. Por eso esta obra de Botticelli se titula como la representación del florecimiento de la estación más germinal del año en la tierra: La Primavera.

Pero, ¿cómo hacer entender al joven Médicis que tiene sentido real, práctico, entregarse al camino de la virtud? Para esto el creador renacentista sitúa en una de las escenas del lienzo tres hermosas jóvenes -las tres Gracias- entrelazadas con sus manos en una danza de equilibrio, de belleza y de sabiduría. Botticelli las representa como la Belleza, el Amor y la Castidad. Las tres unen sus manos en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir, en una expresión de total generosidad. La castidad, gracias al amor sensual, conseguirá descubrir así la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmando a aquélla de virtudes germinales similares a la pureza. Y, así, todo fluirá en un mutuo beneficio. Pero, siguiendo con el circuito espiritual descrito antes, el alma caída desde la esfera superior (Alma Celeste) llegará al mundo terrenal de la materia (Mundo sublunar) con el afán ahora propio de lo corruptible. Entonces el alma, representada en la obra de Botticelli por la figura oscurecida de un joven -idealizado como Céfiro, dios del viento primaveral-, buscará abrazarse a su objeto de deseo más pasional, la diosa Cloris, una sensual y deseosa ninfa de los bosques que, fecundada luego por él, se transformará así en la primavera exultante, representada en la obra junto a ella, con la figura a su izquierda, por la diosa mitológica Flora.

Pero, ¿cómo conseguir que el joven Lorenzo de Pierfrancesco no se equivoque en su elección matrimonial -porque la obra buscaba influir en esa sabiduría maternal-? Pues porque ahora la diosa Venus -la figura representada más central en la obra-, en su expresión más terrenal de Belleza, la hija de los dioses y de la tierra, no la nacida del mar -porque esta última Venus, Anadiómena, no tendría madre, mater, materia, a cambio de la Venus terrenal, que sí la tendría-, es la que consigue influir en la decisión matrimonial más correcta y eficaz del joven Médicis. Porque la Venus terrenal conciliaría todas las virtudes terrenales para que el joven Médicis -como un Paris mitológico eligiendo acertado la belleza perfecta- no se deje llevar por las flechas equivocadas de Cupido, el pequeño dios alado alborotador, que se muestra ahora por encima de la diosa Venus, dirigiendo su flecha a la menos adecuada de las tres Gracias... Este es el mensaje subliminal de la obra: que el joven no debe elegir la castidad para poder así tener un matrimonio fértil. Pero que, sin embargo, en el ámbito cósmico -más espiritual-, a cambio, está eligiendo ahora bien el dios Eros -Cupido-, que dirige su flecha a la ninfa Castidad -la Gracia central de las tres a la que la flecha va dirigida-, la única de las tres gracias que aspiraría, mirando el brazo dirigido del dios Hermes, seguir el camino anhelado que su espíritu le muestra ahora hacia un deseo mucho más elevado.  Es decir, dirigirse así el alma ahora hacia la esfera superior más espiritualmente deseada, la más trascendente -aunque improductiva terrenalmente-, y por consiguiente encaminarse, por fin, hacia aquella esfera celeste tan perfecta y anhelada de su recordado erotismo cósmico superior.

(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)