4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)

22 de agosto de 2019

Los estertores de la decadencia clásica no le impidieron una vez brillar con belleza.



No era ya la época de la recreación más clásica de un paisaje mitológico con tal belleza. Los grandes iconos clásicos de mítica belleza habían sido culminados mucho antes. Ahora, en el año 1858, la pintura buscaba en el realismo no solo la armonía acorde con las formas sino con las costumbres, las ideas o las semblanzas de una sociedad que vivía, sufría o padecía como lo hacía ahora y no como habían imaginado antes sus poetas clásicos. Los pintores en el siglo XIX dejaron la mitología como modelo para buscar cosas más cercanas o mundanas y no los relatos que elogiaban el ideal de belleza legendaria. Ahora no era evolución seguir creando lo que se había creado antes. ¿Qué valor podría obtenerse por expresar las mismas formas, gestos, distancias, proporciones y belleza de antes? Aun así debemos recordar el gran aporte en formación clásica que la Academia española de Bellas Artes de San Fernando hiciera durante el siglo XIX. Uno de sus alumnos lo fue el pintor Francisco Reigón (1840-1884), que marcharía pensionado a Roma por la Academia donde realizaría en el año 1858 su obra Diana en el baño. Al pronto, cuando vemos la obra, nos retrotraeremos al Renacimiento o al Neoclasicismo del siglo XVIII, cuando las obras clásicas brillaban poderosas. 

Pero no era el momento ya de pintar una obra así, ni tiempo de competir con la grandiosidad de siglos tan clásicos, donde las diosas y sus ninfas brillaban desnudas al fragor de un paisaje equilibrado y legendario. Pero el joven pintor se atrevió a realizar en el año 1858 una escena decadente, manida, compuesta y rebuscada. En la reseña de la obra en el museo del Prado se dice: es una inspiración ecléctica en sus formas humanas retratadas, consiguiendo el pintor elaborar cuerpos propios de la estatuaria clásica griega de la antigüedad así como de los clásicos italianos del Barroco o del renacentista Tiziano. Se elogiaba su composición y acabado en las formas y en su colorido, pero no tanto en el paisaje, al que le hacían acreedor de algunos defectos de tonalidad excesiva. La obra tiene dos aspectos básicos, las figuras humanas desnudas y el paisaje de un bosque verdecido, un paraje lacustre o la lejana cordillera agreste bajo un cielo gris-azulado. En el paisaje del bosque verdecido presentimos ciertas innovaciones para comprender que lo que ahora vemos es una obra contemporánea y no renacentista o barroca. También la figura desnuda de algunas ninfas nos alejan de un estilo clásico. La composición es elogiosa porque no es fácil situar tantos cuerpos desnudos en una obra y mantener un equilibrio.  Una razón es porque cada una de esas figuras está diseñada independientemente, ninguna está relacionada con otras de un modo claro, solo ofrecen ahora su propio gesto personal para ser inmortalizado en su belleza.

El pintor español fue más prolífico en realizar miniaturas, pequeñas pinturas donde el retrato era más minucioso que el paisaje. Pero los detalles en esas obras pequeñas debían perfilarse más para ser admirados con belleza. Sin embargo, las miniaturas tienen la curiosidad de que no todas las figuras son perfiladas en detalle. Y es así que también aquí lo hiciera, a pesar de ser una obra de tamaño normal. La diosa Diana, sentada sobre una túnica azul, brilla en la obra con todo el esplendor de sus bellas formas desnudas. Pero detrás de ella tres ninfas de perfil desdibujan ahora sus contornos faciales. Son unas figuras arcaicas de belleza clásica. No así las que, inclinadas o sentadas, representan ahora  un desnudo más contemporáneo. Todas ellas, pero más la que a la derecha muestra de pie su hierática figura neoclásica, expresan el conjunto equilibrado de una composición perfecta. En Pintura no es fácil componer todos los elementos con armoniosidad. Aquí todas las figuras, a pesar de su número, son precisas para mantener el equilibrio de una composición elogiosa. Las tres figuras separadas de la derecha son necesarias para admirar todo el conjunto completo. Pero además el paisaje es muy necesario para ofrecer la profundidad y el fondo requeridos en una escena como esta. 

Nada que miremos en la obra de Francisco Reigón nos puede ofrecer otra cosa que esplendor elogioso de belleza. Porque está representada además toda la historia del Arte. Está la sutilidad de las figuras clásicas antiguas, la composición magistral renacentista, la voluptuosidad atrevida del Barroco, la posición gestual neoclásica y la perspectiva profunda de un paisaje romántico. Algunas figuras nos miran incluso, detalle estético que solo la modernidad podría hacer así. La obra es a la vez un homenaje y una recreación. Un homenaje al clasicismo elogioso de composición y belleza y una recreación por ser compuesta en una época realista, la autosatisfecha y vanidosa época de los grandes referentes de la civilización del siglo XIX. Recuerdo y nostalgia, aunque también dominio de las formas y una composición más actualizada. Porque para entonces se habían llegado a componer ya las más elaboradas formas y conjuntos de la historia. Todo eso pronto se acabaría, toda aquella forma de pintar se acabaría pronto para siempre. El joven pintor español lo sabría y  quiso hacerlo con parte de lo que había y parte de lo nuevo. Con honestidad artística para poder crear belleza y avanzar a la vez.  Y para eso solo habría una manera de hacerlo elogiosa: elaborar una pintura dejando fluir elementos como si de un universo imperfecto, pero lleno de belleza, pudiera componerse ahora sin complejos, reservas ni nostalgias.

(Óleo Diana en el baño, 1858, del pintor español Francisco Reigón, Museo del Prado, Madrid.)