24 de abril de 2020

Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.



A las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca antes erigida... Cuando el pintor flamenco Bruegel se decidió a crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla otra vez al lado y muy cerca del mar. ¿Cómo si no transportar mejor los ingentes materiales que se necesitaran para construirla? También por la geografía marítima de su tierra holandesa, tan cercana al mar, lo que haría que recrease un paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa seres humanos visiblemente definibles en su creación. Están ahí, pero no se distinguen bien por la ingente perspectiva tan principal que la obra renacentista dispuso para la torre. Esto realza más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese realmente la que acabase por ser creadora en vez de creada...  Así, sería entonces la destrucción y no la construcción del poderoso engendro endiosado lo que habría animado la vida, los deseos y la voluntad de los hombres. Estos se habrían decidido, por fin, y colaborarían juntos para destruir la poderosa maquinaria divina que, alzada hasta cerca de las nubes, manejaría al mundo, sus seres y todos los designios terrenales. Porque ahora los seres humanos deseaban ser libres, querían dejar de ser controlados por una fuerza ajena que los había dominado desde el inicio del mundo. Y por esto mismo no estaban ahora construyendo sino destruyendo la torre. 

Es casi el mismo sentido bíblico de la torre babilónica. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue luego un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca, un intento malogrado en su propio desarrollo y finalidad. ¿Cómo abandonar algo que había sido alzado con el esfuerzo ingente de tantos sacrificios?, ¿no sería mejor entendido ese suceso de ruptura como algo conforme a la sagacidad de una liberación humana, que a una maldición divina causada por la ambición humana de un gran poder terrenal, sin embargo, apenas creíble? Lo que sucedería entonces mejor fue una liberación, un intento de liberación y no una maldición de la divinidad ante los deseos poderosos de los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad representado por la enorme torre. Lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino de los humanos, algo que dejaría a los hombres liberados para poder hablar no solo el lenguaje que quisieran sino, sobre todo, para elegir también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido el mito en la decisión de poder ejercer una libertad humana que en la de querer acercarse a una divinidad. Porque el poder no se entiende mejor como construir juntos algo grandioso que acerque a un dios, el poder es mejor como destruir ahora aquel símbolo endiosado universal que habría manejado, a su albur divino, el sentido terrenal de la vida de los hombres. 

Porque en la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) parece que están los seres destruyendo más que construyendo la torre poderosa. Es el gesto de la destrucción desde sus niveles más altos lo que vemos mejor en la obra de Arte.  Vemos entonces ese gesto destructivo desde los arcos más elevados con el que los hombres acabarían, poco a poco, con la opresión de unos dioses o de un dios  por condicionar el sentido de la historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras en la representación para crear como para destruir? En esta obra de Arte es lo que parece, ya que es imposible distinguir el sentido real de una acción figurativa ante las limitaciones de unos trazos pictóricos tan indefinidos. ¿Poder ajeno o libertad propia?, ¿destrucción o construcción...? ¿Cómo saber qué fue, finalmente, lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió libremente poder elegir para obtener así un fin determinado. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista, erigir una torre para llegar hasta la divinidad o exorcizar un poder divino, representado por la torre, que coartaba la libertad? El mito bíblico planteaba que la voluntad de los humanos, su soberbia constructiva, fuera limitada al determinar Yahvé que se confundieran hablando lenguas diferentes. ¿No era esto una forma de poder divino para mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando luego algunos avezados hombres llegaron a comprenderlo empezarían por destruir el engendro poderoso de su propia limitación. 

El pintor renacentista compuso la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso: ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte del mar y unas nubes como fondo de la imagen. La tierra y el cielo están divididos equidistantemente en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos un mundo del otro. Sobre ella se sitúa el temible engendro que el deseo de los hombres decide destruir. Son representados además tres planos o dimensiones del mundo: el celeste, idealizado e inalcanzable; el terrenal, subordinado y contingente; y, finalmente, un poder material simbolizado por la torre y dividido a su vez entre el designio divino y el deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan en la erección de un mito que el pintor nos hace intuir con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que ahora podemos deducir del psicoanálisis freudiano, que desarrollaría los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. En la obra renacentista el Superyo es la torre poderosa, el Yo estaría simbolizado por la acción de la construcción-deconstrucción. El que sea una u otra cosa depende luego del Ello, del plano terrenal inconsciente que condiciona la vida y el deseo de los hombres. Por ejemplo, ¿queremos mejor dominar la tierra o dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre; si fuese el segundo no la destruiremos, la construiremos mejor, seguros, decididos y juntos. 

(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)

22 de abril de 2020

El Arte no salva, solo representa la mayor mentira de la mayor verdad que existe.



Justo a finales del siglo XIX el pintor clasicista británico John William Godward (1861-1922) se resistía aún a desfallecer ante la impetuosa ola artística de una modernidad arrolladora. El Arte de la belleza estaba sucumbiendo por entonces, poco a poco, frente a una revolución estética que avanzaba tan decidida como la oprobiosa renuencia de la humanidad a reflexionar sobre lo auténtico... ¿Lo auténtico? ¿Cómo se puede pensar sobre algo que nunca ha existido porque nunca se ha alabado ni glorificado? Y no es ya la verdad, sino lo auténtico. Porque la verdad no es exactamente lo mismo que lo auténtico, como la justicia no es lo mismo que lo justo o la felicidad no es lo mismo que la satisfacción. ¿Qué había sucedido para que la belleza se relacionara a finales del siglo XIX con lo injusto, con lo insatisfactorio o con lo decadente? Tuvo que ver con la propia naturaleza del ser humano. Esta representa siempre a seres inconsistentes, volubles, codiciosos, pérfidos o indecentemente egoístas. ¿Es una crítica demasiado pesimista? No, es solo una realidad antropológica. Algo que es posible revertir, sin embargo, con aquella máxima romana que decía:  no hagas a otro lo que no quieras que te hagan a ti. En la antigua Roma el emperador Alejandro Severo (208-235) ordenó grabar esa frase en su propio palacio y en los monumentos públicos de la ciudad. Había sido elevado a césar con sólo trece años dominado por su madre y su abuela tiránicas. Su carácter tranquilo y su tolerancia religiosa no pudieron evitar, sin embargo, que sus propias legiones acabaran con su vida en Germania diez años después. La autenticidad, entonces, ¿qué es? Es el respeto a lo ajeno desde la actitud de un mismo respeto a lo propio. Justo lo que el Arte de la belleza hace consigo y con los demás.

Nos lo muestra desde sus propósitos estéticos alejados, entusiastas, conmovedores, serenos, proporcionados, consistentes, eternos. Sin embargo, no satisface siempre porque no sintoniza la belleza con una condición propia de la naturaleza humana. Los seres humanos tienen una raíz animal que proviene de su inevitable conexión con un entorno desasosegado y su impronta competitiva por sobrevivir. Es algo inconsciente que se hace poderoso y que para evitar sus consecuencias no bastará la educación sino el desagravio... Pero el desagravio es imposible porque nuestro mundo es incompatible con ello. Todo es un agravio al nacer y al vivir en un mundo aleatorio, insensible, desolado e injusto. Por esto nació la belleza artística, el Arte, para recrear lo que también la vida encerraba con los pocos instantes de ternura o emoción que lo humano provocaba. Esa dualidad de la naturaleza humana se convirtió en una excusa poderosa para construir una civilización necesaria. En ella la belleza sería una de sus características evolutivas más inspiradas. Tanto lo fue que el ser humano se acabaría acostumbrando a la incongruente existencia de una belleza artística con su naturaleza criminal o maliciosa. Así empezaría el desdén, la desafección, la renuencia o la desconfianza hacia la belleza. Cuando el pintor Godward, arrebatado de una necesitada emoción por fijar eterna la belleza, tuvo ocasión de reproducirla con la artística forma de una glorificación tan estética, compuso la impronta primitiva de aquel instante tan sublime de armonía tan grandiosa. Para hacerlo contaría además con la colaboración de su mejor modelo, la hermosa actriz Ethel Warwick.

Ethel había nacido en 1882 en el centro de Inglaterra y desde muy joven quiso ser artista. Había contribuido con su belleza a la creación de muchos pintores impresionistas o clasicistas que, a finales del siglo XIX, componían perdidos entre la armoniosa, innovadora o exaltada belleza. Fue Ethel Warwick un paradigma perfecto para llegar a comprender la contradicción de la belleza. Ella la poseía de una forma tan natural, ajena y desenvuelta que no se correspondía con un mundo tan desalmado para tratar de glosar, con ella, la serena incomprensión de su necesidad, de su fragilidad o de su evanescencia. Todo empezó por la contradicción de un mundo tan despiadado. Para expresar una forma de estar en el mundo comenzaría ella a vender su belleza a los artistas que plasmaban esa misma belleza con la que representar justo lo contrario. Esta mercantilización de su belleza la llevaría luego a soportar el agravio desolador más infame de un mundo sin belleza. En el año 1906 se une en matrimonio a un actor y realiza una gira teatral por el mundo. Años después vuelve a Inglaterra y consigue dirigir un teatro londinense, sin mucho éxito. Se divorcia y, abrumada o confundida por su belleza, sucumbe años después, en 1923, en una desesperada situación ruinosa. Acabó sus días a los sesenta y ocho años de edad en un asilo de ancianos al sur de Inglaterra. ¿Dónde radica la expresión inequívoca de la belleza? Sólo en el corazón más profundo del ser humano. Sólo en el único lugar desde donde una mentira pueda llegar a transformarse, emotiva, en una auténtica verdad...

(Óleo La carta (una doncella clásica), 1899, del pintor clasicista británico John William Godward, Colección particular; Fotografía de Ethel Warwirck, 1900.)