11 de marzo de 2021

El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.


 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que la belleza no podía ser representada de otra forma. Fue una conmoción. Y Leonardo da Vinci, por ejemplo, la llevaría a lo más sublime en la representación de una modelo retratada con su Mona Lisa. Era la mirada, la forma autónoma de una modelo que tenía vida propia y a la que el pintor, si acaso, solo daría forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer, pero, también, fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación tan completa de imagen, sentido, idea, concepto y filosofía...  Así hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica incluso hasta el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas más que corrección, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión visual determinada. Pero también fue cierto que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión por completo llevando la pintura a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión. Fueron los prerrománticos, creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación y hasta de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de ese tipo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no podría cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de gloria artística, y lo haría entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento. 

En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  


(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


19 de febrero de 2021

El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.


Y creó Dios al hombre a imagen suya, a su propia semejanza lo creó, varón y mujer los creó... Así dice  en una parte del Génesis la leyenda que describe el misterio más grande de la humanidad. ¿Fue una creación o no lo fue? ¿Qué es una creación? Incluso una creación artística requiere de elementos previos no creados por su autor. Pero, sin embargo, es una creación. Y la diferencia entre un techo blanco, unos pigmentos y un pincel y la maravillosa Creación de Adán del extraordinario artista que fuera Miguel Ángel es abismal. No podemos obviar la prodigiosa peculiaridad ontológica que es la creación o el desarrollo del hombre. Aunque, la verdad, no es ningún dorado sortilegio muy especial todo lo que su ser representa. Porque su sentido irá desde la más oscura, alevosa, infame o taimada naturaleza hasta la más poderosa, noble, grandiosa o insigne forma de ser. La creación surgió de un aburrimiento, como casi todas las creaciones. Así debió ser probablemente la abstrusa particularidad de un suceso muy especial que transformó, totalmente, una parte del enorme universo poderoso tan incognoscible. Y así debió de ser la reflexión imaginada que, en algún momento de ese proceso indefinido, tuviese un posible metafísico creador:

"Estoy aburrido. Tengo y soy todo y, sin embargo, no consigo deshacerme de un pensamiento obsesivo que me ha surgido ahora de pronto. Es este: ¿cómo hacer para olvidarme de la terrible sensación de la satisfacción eterna, de la satisfacción permanente? Nunca había sentido que pudiera padecer algo así, de hecho nunca había sentido nada. La gravedad es desconocida para mí, lo que sucede es que, como lo sé todo, puedo llegar a entenderla aunque no participe de ella. Es por lo que no comprendo por qué ahora necesito experimentarla. Porque la gravedad es sentir cosas. Si yo no las siento, ¿cómo es posible que me abrume algo como el aburrimiento? Los universos se han producido o por error o por casualidad o por eliminación... Yo sólo mantenía mi propio deseo inicial. Esto es autónomo. Quiero decir, que se originan sin que mi voluntad consciente decida hacer nada. Es como una excrecencia. A veces los veo. No es que no los pueda ver y decida entonces hacerlo con alguno. Puedo verlos siempre. Lo que pasa es que los veo cuando quiero verlos. Cuando quiero es cuando percibo en detalle lo que sea. Pero son mundos tan aburridos. Esos universos no tienen nada que me haga disfrutar verdaderamente. Pero  es que tampoco me preocupa. No necesito disfrute como tampoco necesito gravedad. Pero me ha sucedido que en las percepciones de mi conciencia hay una rendija que se ha abierto lo bastante como para repensar en ellas. Esto antes no me había pasado nunca. Y en esa rendija pienso ahora absorbido por una nueva idea que me lleva a tener un sentido distinto de mí mismo. Y al sentir yo ahora, algo que antes no me sucedía porque no lo necesitaba, empiezo a no querer olvidar las percepciones. Pero estas son las mismas de siempre, porque todo es un gran maremágnum llevado por la necesidad cósmica. Cuando un mundo desaparece otro lo renueva. Van solos porque son así. Y el caso es que, por primera vez, estoy padeciendo un sentimiento inédito en mí. Estoy aburrido. No pensar es un privilegio máximo, es una prerrogativa mía que he tenido siempre. Por eso este nuevo acontecimiento me lleva a querer decidir lo que quiero. Cuando no pienso solo existo alimentado por la eternidad que fluye por mí como yo fluyo por ella. Es un estado de quietud eterna y serena inigualable. Los mundos son paisajes para mí, universos que combinan la placidez con el caos. Desde lejos, cuando los veo todos, son la perfecta maquinaria equidistante del centro que formo para ellos. Algunos mundos los preciso para ser asombrado a veces, otros no los necesito para nada. Pero el asombro siempre es el mismo.

Como ya he dicho, los mundos, los universos creados, son llevados por la necesidad, están obligados a ser lo que son de una manera deliberada. Yo los dejo así. Crecen y desaparecen por esa necesidad. No pienso en ello. Ahora lo hago por el acontecimiento que he sentido. Es por lo que sé que algunos son anteriores a otros. Esto me lleva también a pensar en el desarrollo del tiempo. Del tiempo, sin embargo, soy totalmente ajeno y extraño. Por lo mismo que en la necesidad, pienso ahora en él. Pero no me es posible comprenderlo más que como una característica de los mundos contingentes. Sin embargo, ahora que pienso, se me hace algo partícipe de mí, no por su determinación conmigo sino por sus efectos en los mundos que, a su vez, me asombran a mí. Pero este asombro es un juego de sorpresas cataclísmicas. Percibo cómo se desplazan y chocan entre ellos. Las explosiones son estocásticas y descubro sus destellos con deleite porque, pudiendo adivinarlas, dejo las marañas de mi sentido poderoso ajenas a la necesidad universal. Pero, pueden ustedes entenderlo, cuánta sorpresa necesitaría yo para aliviar una incapacidad inmensurable de asombro... No, no me es dado asombrarme con lo infinito ni con lo universal ni con lo poderoso. Porque todo eso soy yo. Esta sensación nueva y reflexiva me hace plantear cosas. Cuando se está sin pensar solo mantienes el sentido de la voluntad eterna de los mundos. Pero cuando piensas tienes tu propia voluntad. Es cuando haces que lo percibido sea reconocido como propio. Cuando solo ejerzo un poder absoluto, por no estar sujeto a contingencia ni a caos ni a dependencia ni a necesidad, no hay nada que hacer, no tengo nada que hacer. La perceptividad para mí es a elección. Las formas en que se percibe, también. Por eso dejo que sea siempre en diferido lo que no me interesa, que es la mayoría de las veces. Estando así, ensimismado en mis pensamientos, llegué a idear una creación diferente... La contingencia de los mundos era una forma de libertad, pero los mundos universales cataclísmicos no deciden desde una reflexión meditada sino desde una obligación necesaria. No hay reflexión si no hay pensamiento. Y entonces me sedujo... Era algo arriesgado hacer un mundo donde el pensamiento pudiera prosperar. Pero, no había lugar para la preocupación cósmica. Las fuerzas de la voluntad universal eran suficientes para controlar toda esa nueva creación especial. Quiero que se desarrolle según las mismas leyes de las cosas universales. Sólo dejaré o condicionaré lo que sea preciso para que prospere. Lo demás será libre de ser. Sujeto por supuesto a la necesidad, pero con un sentido de libertad que permita distinguir un mundo estocástico de los abundantes de uno asombrado de belleza. Por eso la reflexión surgirá de ahí. Quiero que exista la misma forma de pensamiento que ahora me abruma con sus efectos. Dejaré que se desarrolle libre. Así lo haré. Y, ahora que lo pienso, me seducirá en mis momentos de tedio y aburrimiento. Pero, sobre todo, me asombraré percibiendo las nuevas y contradictorias formas de la voluntad reflexiva que alcancen a tener. Con su insignificante poder universal, dejaré así que con su libertad esas formas puedan llegar a lo que quieran, aunque siempre se equilibrarán por sus interrogantes y sus angustias temporales. Será divertido. Tal vez así consiga, por fin, abandonar, definitivamente, mi aburrimiento."

Cuando la bella y noble Vittoria Colonna murió en el año 1547, dejaría a Miguel Ángel en un profundo y desgarrado dolor. Ella se había matrimoniado muy joven con el marqués napolitano, de origen español, Fernando de Ávalos. Fernando caería mortalmente herido en el año 1525 en la histórica batalla española de Pavía, donde los ejércitos del emperador Carlos V ganaron a Francia en una extraordinaria lucha sobre Italia. Se salvaría ella entonces del terrible hecho personal refugiándose en un impulso espiritual que la llevaría a comprender la necesidad de mejorar el catolicismo. En el año 1536 conocería al gran Miguel Ángel que, apasionado, se inspiraría poéticamente en ella. Para el gran artista italiano ella era un espíritu divino, un ser especial representando la mayor idealización de la serena belleza. Confesaría Miguel Ángel a su biógrafo Ascanio Condivi años después: sentí haberla dejado partir sin haberle besado antes la frente ni el rostro como luego, sin embargo, besaría su mano en su lecho de muerte. Al pintar la Creación de Adán Miguel Ángel situaría a Eva al lado justo de Dios con los ojos muy abiertos, mirando ahora a Adán siendo creado. Para la teología sagrada católica era una incorrección establecer la simultaneidad en la creación de ambos seres humanos. Incluso, Dios habría creado antes a Eva y le habría dado la lucidez suficiente como para comprender ese espíritu especial que, aún, no habría entregado todavía a Adán con la fuerza digital de su mano poderosa. En ese gesto trascendente, Dios habría otorgado al hombre entonces el motivo de la autorreflexión, de la libertad decidida, de la capacidad de asombro, o de la fuerza personal para dejar de ser tan solo una mera formación de materia aleatoria. El gran artista renacentista había imaginado así la representación estética que suponía lo más misterioso de la creación: el ser humano. Para ello compuso por entonces a Dios entre el hombre y la mujer como un vínculo, como un mensajero, como una neuronal forma poderosa de consentimiento... Tal vez, como una inevitable solución salvífica para algún que otro aburrimiento.

(Detalle del fresco La Creación de Adán, 1511, del extraordinario artista renacentista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)