Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios.
La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.
El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.
(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)