13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)

3 de febrero de 2018

La mediocridad de lo forzado frente a la genialidad de lo auténtico, o el misterio creativo de Manet.



Manet es uno de los pintores más brillantes de la historia que, sin embargo, fue el menos popular de los genios de su tiempo. Menos popular porque a su pintura le seguiría, muy pronto, la mayor transformación artística en la historia del Arte: el Impresionismo y el Postimpresionismo. Tendencias artísticas éstas que fueron más atractivas, incluso tiempo después, en el poco exigente estético siglo XX. También porque el pintor se situaría entre la tradición y la modernidad... Sin embargo, su Arte prosperaría. Es uno de los mejores pintores de la historia luego de los grandes genios renacentistas y barrocos. Nació demasiado tarde. Posiblemente, habría sido -de haber nacido en el siglo XVII- el pintor barroco francés más pasional de los grandes barrocos de su país. Pero vivió en pleno siglo XIX, cuando el Arte luchaba por encontrar otras formas de poder reflejar la luz en un lienzo artístico. También cuando la sociedad deseaba más sosiego y calma, o cuando la humanidad, los individuos, empezaban a querer tener más protagonismo que el claroscuro desolado de sus lienzos. Así que cuando Manet (1832-1883) se asombrase mirando obras maestras descubriría el sentido poderoso de lo que era pintar. Ni el Romanticismo, esa fuerza arrolladora que atrajese la sensibilidad de un mundo relajado, ni el Clasicismo, la siempre efectiva tendencia más aplaudida, asombraron al joven Manet. Para cuando Manet comienza a frecuentar el estudio de Delacroix, uno de los grandes pintores románticos de Francia, éste le recomienda mejor copiar a Rubens, al dios de la pintura barroca, al maestro más excelso que el Arte hubiera dado en la historia.

En el año 1859 Manet se decide componer una obra al ver uno de los paisajes del maestro flamenco. Pinta su obra La pesca (1861) en homenaje a Rubens, pero, también a Tiziano, a Lorena, a Velázquez o Pissarro. Es decir, que no fue una obra original y personal, fue un compuesto inspirado de otros. Cuando el pintor decidió dejar de ser guiado por nadie alcanzaría su grandeza. Es uno de los creadores más extraordinarios porque pintó siempre lo que pensaba que debía pintar desde la sinceridad más intuitiva de su genio. Algo que, sin embargo, no demostró hacer  en La pesca. Pensaba además que el clasicismo mejor conseguido en la historia no había sido el de Rubens sino el de Velázquez. Había tal vez  una razón personal para componer esa infame obra. En La pesca están retratados Manet y su prometida Suzanne. Están retratados como una pareja circunspecta y cariñosa, como esa misma pareja que Rubens compusiera de sí mismo y su joven esposa Helena siglos antes. Manet adquirió el compromiso amoroso forzado por una sociedad moralista y rigurosa. No refleja en su obra un amor tan apasionado por su esposa. La conoció cuando él tenía diecisiete años y ella, con diecinueve, era la profesora de piano que su padre le impusiera. La efímera pasión adolescente llevaría luego al autoengaño. Manet, que se casó con Suzanne al morir su padre, nunca acabaría de encontrar el amor que retrata en sus cuadros, salvo en la idealización inalcanzable de su cuñada, también pintora, Berthe Morisot.

La pesca representa la idealización inconclusa de un escenario imposible, como la misma obra en sí. Es de las creaciones de Manet más mediocres, infames y espantosas de su carrera. No representa el espíritu genial que Manet expresaría con su Arte antes, ni sobre todo después. En el mismo año termina otra obra, Niño de la espada, donde un estilo clásico expresa esa maravillosa afinidad por la pintura de Velázquez. Ahí sí es Manet, a pesar de parecer Velázquez. Los colores, la composición, el fondo neutro y la pose hierática delatan su pasión por el Arte español del siglo XVII. El modelo retratado del cuadro es el hijo de Suzanne, León. Las leyendas sitúan a León como hijo fuera del matrimonio de Manet (o como un hijo del padre de Manet). Nunca reconocería Manet a León como hijo propio, aunque lo apadrinase y le dejase incluso su herencia. Pero entonces lo pinta como si lo fuera o, al menos, como si su pasión le guiara en ese intento paternal.  La realidad es que crearía una gran obra de Arte retrasada en el tiempo. Pronto llega el año artístico más maravilloso de Manet: 1869. Y entonces compone dos obras excelentes. Una inspirada en su pasión por la pintura española de Goya: El balcón; otra estremecedora por su insinuación misteriosa y con unos tintes también hispanos: Almuerzo en el estudio

La obra El balcón, influida por Majas en el balcón de Goya, nos descubre una sutil epifanía de las relaciones cruzadas o triangulares. Cuando Manet conoce a su cuñada -casada con su hermano Eugene-, la pintora impresionista Berthe Morisot (1841-1895), descubre la belleza distante, misteriosa o evanescente más anhelada. ¿Sólo para su Arte? Volvemos a la sociedad puritana de mediados del siglo XIX y sus compromisos, lealtades o represiones auto-impuestas. Sin embargo, el pintor había descubierto la modelo perfecta. En El balcón retrata tres caras del mundo: la de la vida, la de la pasión y la de la sociedad. Utiliza tres personajes, dos mujeres y un hombre, una manipulación sesgada para describir -desde una perspectiva masculina- la imposibilidad de representar el amor humano, dividido ahora entre una admiración sosegada y una fascinación imposible. Compone la figura de una mujer arrebatadora: el trasunto de lo que era Berthe para él; por otro la figura entregada, virtuosa y cariñosa de la joven violinista Fanny Clauss; también la representación del hombre confundido, sin brillo, indeciso, apocado, situado entre la mediocridad y el sentido sublime de un gesto meditabundo.

El mismo año presenta Manet su obra de Arte Almuerzo en el estudio. La obra rezuma misterio por todas partes. La genialidad de Manet es componer el conjunto más característico de su Arte peculiar: ni clásico ni moderno, ni romántico ni impresionista, ni mediocre ni reconocido. En un estudio, no en una cocina, ni en un comedor, ni en un salón, aparecen tres -otra vez tres- personajes familiares para describir la escena misteriosa. ¿Es costumbrista, es hogareña, es familiar la escena compuesta? De nuevo una tríada, la inevitable de la vida social y familiar que domina por entonces: el hombre padre productor de bienes y seguridad; la madre servidora cariñosa y entregada; el hijo promesa de futuro y objeto de toda atención personal de sus progenitores. La figura vanidosa y orgullosa del joven contrasta con las desdibujadas del fondo. El pintor sitúa a la izquierda un casco de armadura que, junto a armas ya ineficaces, representa el extinto poder de un mundo ahora ya inútil y vencido... Vanagloria fatua de una vida pasajera. Más misterio para entrelazar la tríada defendida y rechazada -su lealtad a una familia protegida, su propia indecisión y su incapacidad para aceptar lo inaceptable-. Unos gestos modernistas mezclados con los más tradicionales de un mundo ya perdido o por perderse...

(Todos óleos del pintor Edouard Manet: Almuerzo en el estudio, 1869, Neue Pinakothek, Munich; La Pesca, 1863, Metropolitan de Nueva York; Niño de la espada, 1861, Metropolitan de Nueva York; El Balcón, 1869, Museo de Orsay, París.)