6 de julio de 2020

El Arte como una habilidad humana general, donde el anonimato elevará aún más su grandeza.



Existe una obra en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando catalogada como Entierro de Cristo, siglo XVII, Anónimo. Nada más. Solo un fragmento añadido, de una reseña de un inventario del año 1817, que dice: Otro (lienzo) de cinco pies y cuatro pulgadas de alto por ocho pies y tres pulgadas de ancho. Representa el entierro del Señor.  Pero, ahora que vemos la obra por primera vez, tenemos que exclamar, inevitablemente: ¡Es impresionante! ¿Quién en su sano juicio no la firmaría? Porque, de hacerlo, para su autor hubiese sido una extraordinaria forma de pasar a la posteridad. La obra, que es del siglo XVII (de lo cual no hay duda), es incluso más valorable por ello. Observamos así que pertenece al estilo Barroco, es su periodo natural (siglo XVII). Pero, sin embargo, además hay trazas artísticas de clasicismo (renacimiento/neoclasicismo), de romanticismo, de prerrafaelismo,  de academicismo, incluso de un cierto decadentismo...  Hay genialidad universal y grandiosa en esta obra de Arte. Pero es una obra maestra anónima. Sin embargo, no existen obras maestras anónimas por definición. Las obras maestras son sólo de maestros. ¿Quién es aquí el maestro, entonces? La humanidad... Por eso esta obra es un homenaje a la humanidad, el mejor homenaje artístico a toda ella. La composición de la obra es muy original. Aparecen cinco personajes, además del cadáver de Cristo. Pero, cada uno de ellos representa o simboliza una cosa abstracta, disponen todos ellos, estéticamente, de alguna característica especial de la conducta humana. El desconocido autor consiguió plasmar ese efecto en su obra de manera genial. Está el amor humano, representado por la madre de Cristo. Aquí la divinidad del fallecido deja de ser por un momento el sentido fundamental del sentimiento más afectivo. Está el amor divino o sagrado, personalizado en la joven (¿Magdalena?) de la derecha, que eleva ahora sus ojos hacia un espíritu que ya no reside en el cadáver. Está también el personaje escéptico o curioso, que duda y palpa incluso la mortalidad de lo aparente a sus ojos. Está el ser compasivo, que ayuda al ser humano fallecido, no al Dios, y que atiende al ser mortal que solo requiere ahora descanso. Y luego aparece otro hombre entre las sombras, este es el personaje que piensa y reflexiona sobre las consecuencias de lo que el trágico hecho pueda suponer en la historia.

La belleza plástica de la obra está muy conseguida, los colores determinarán la afinidad del pintor anónimo a los posibles roles humanos representados. El anciano dadivoso (¿José de Arimatea?) es posible que sea el personaje más valorado en su expresión artística. La textura amarilla de su manto reclamará la visión de unos ojos ávidos de belleza cromática. Resaltará su brillo entre tanta oscuridad compositiva. Las semejanzas estilísticas con pintores barrocos nos lleva a imaginar a Rembrandt, por ejemplo. El personaje curioso postrado por su interés terrenal es semejante a figuras pintadas por el academicismo o el romanticismo de siglos después. Y el cadáver de Cristo, ¿no es uno de los parecidos a los sagrados manieristas de Tiziano? Y los perfiles de la madre y la joven extática, ¿no son respectivamente dos muestras del renacimiento de Luis de Morales o del barroco de Murillo? El claroscuro obedece a la época del pintor, siglo XVII, donde las hazañas artísticas de Ribera podrían haber servido como muestra a este anónimo pintor. Pero, ¿qué pintor? No existe. ¿No existe? Para que algo exista debe identificarse y persistir. Aquí solo persiste en parte. Lo único que existe realmente es la obra de Arte, ajena a cualquier identidad, a cualquier individualidad, a cualquier relación subjetiva. ¿No hay conciencia en la obra por no saber quién es su autor? La conciencia existe, sin embargo. Es la que vemos representada en este estético modo original. Entonces, ¿existe conciencia en una obra de Arte, independientemente del autor? Sí. El Arte es un ente en sí mismo que la posee, solo que la posee más cuanto más Arte representa. Si hubiera que hacer un homenaje al Arte universal, no al artista, esta obra sería más representativa incluso que Las Meninas de Velázquez.

Un homenaje al Arte, no al artista. Sin embargo, el Arte es una creación humana, ya que detrás de cualquier obra hay siempre un ser humano. Pero aquí, en esta obra, no sabremos quién. Cuando no hay referente humano asignado a una obra, no hay manera de glosar nada de él. ¿A quién dirigiremos nuestra fascinación o nuestros elogios? Solo a la obra. Por eso esta obra es la mejor muestra para elogiar al Arte. Y también a la humanidad. Es una oportunidad para halagar artísticamente al género humano. Al no existir un individuo concreto en quién hacerlo, tenemos a toda la humanidad. Podemos comprender la grandeza de un ser capaz de combinar colores, formas, sentimientos, espacios, gestos, miradas, emociones y símbolos en un plano determinado por límites. ¿Cómo se puede pintar así y no transmitirlo...? ¿No hay mayor grado de autoestima que cuando no se necesite comunicar lo que has hecho? Porque la obra titulada Entierro de Cristo, catalogada como Anónimo en la Academia de San Fernando, es una genial obra maestra del Arte. No es ninguna copia, no está llevada a cabo en el siglo XIX, por ejemplo.  Es una obra original del siglo XVII. Su elaboración es perfecta, sus líneas, sus rostros, sus manos, sus formas expresadas, todo es perfecto. No es posible pintar así y pasar desapercibido. Pero, sucede.  ¿Es posible que detrás de una obra anónima esté un gran pintor conocido? No es tan posible. El estilo, más tarde o temprano, desvelaría al autor. Hay muchos anónimos en el Arte, y muchos en la Academia de San Fernando, pero especialmente como este no. Es posible que no tuviese en su época una gran admiración la obra, no hay mucha pasión barroca verdaderamente en ella. ¿Es un defecto? Artístico no. Pero, en aquellos años de un Barroco pasional es posible que lo fuera. Para hoy, para una época donde conocemos todas las escuelas, periodos y estilos, admirar esta obra es fácil de comprender. Porque en ella está además toda la historia del Arte más conseguido. Está la belleza, pero también hay psicología...; está la grandeza, pero también la bajeza... Ante la sagrada figura muerta de un dios ajusticiado, hay diferentes actitudes humanas. Ante la composición artística de una obra de Arte, hay diferentes formas de expresarla. Todo ello consiguió el autor anónimo, sin desmerecer nada. Y, una cosa más obtuvo: alcanzó la satisfacción personal solo por el hecho de haberla realizado, no por el hecho de notificarla, publicitarla o reivindicar la obra con su nombre.

(Óleo Entierro de Cristo, Anónimo, siglo XVII, Museo de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

4 de julio de 2020

La belleza del mundo es algo más que una forma estética de belleza.



Domenichino fue un pintor italiano de la famosa y efímera escuela de Bolonia. En ella sus miembros buscaban la belleza clásica que el Manierismo habría ocultado entre sus formas. El Arte para ellos era algo más que pintar, era componer la más excelsa belleza obtenida desde presupuestos intelectuales que materializaban perfecta la esencia más conseguida de las formas físicas. Sin embargo, fueron muy convencionales en sus composiciones, además de interesados en mantener una oferta artística muy demandada por un público poderoso y anheloso de belleza. Domenichino era el apodo de Domenico Zampieri (1581-1641). Fue llamado así por su pequeña estatura pero también, al parecer, por una personalidad tímida y poco atrevida. Esta obra suya, Venus, no está fechada con exactitud, pero es de suponer que sería una pintura encargada por algún noble o magnate poderoso que deseara visionar la belleza de Venus con un estilo artístico tan obsesionado por las formas. Pero Domenichino hizo algo más que pintar una belleza clásica voluptuosa. Además de belleza explícita obsequió su Arte con la otra obsesión de la escuela boloñesa: alcanzar con su pintura el alto rango intelectual de pensamiento que los filósofos o los poetas habrían conseguido en la historia. Y lo consiguió el pintor en esta obra. ¿Qué es lo que representa exactamente? Componer a Venus había sido una obsesión en el Renacimiento. Tiziano y Giorgione, por ejemplo, obtuvieron obras maestras de Venus en sus representaciones de la diosa. Pero, aquí Domenichino alcanzaría a sublimar la representación de Venus como nunca antes, ni después, había sido compuesta. Primero, está ahora la diosa sola, está despierta y nos mira directa. Ninguna obra así de Venus había sido compuesta de ese modo. Aquí, el pintor nos llevará a una dialéctica con ella. Nos enfrentará a su mirada, a su propia conciencia.

Ahora ella misma dejará por un instante de ser el objeto deseado para convertirse en un medio a través del cual descubrir otra cosa. Por eso es ella quien ahora nos desvela aquí una visión de la belleza que no es ella misma siquiera. ¿Cómo puede ser? Venus era la diosa de la Belleza, con ella los pintores habían encumbrado un Arte clásico para mostrarnos sus virtudes estéticas más elogiosas. Sin embargo, Domenichino no hace ahora lo que sus antecesores habían plasmado en sus imágenes sagradas de Venus: representar la Belleza objetiva. El pintor boloñés nos representará ahora la subjetiva... Nos hace una composición donde Venus es un ser personal que, a pesar de su belleza, o por causa de ella, consigue comunicarnos algo ajeno a su belleza. Y lo consigue. Empezaremos a pensar qué es todo eso nada más alcanzar a ver de pronto su belleza. ¿Qué significa ese gesto tedioso o cansado de su mano derecha sosteniendo su cabeza? ¿Qué supone esa actuación donde, con su otra mano, nos descubre ahora otra belleza: un paisaje delimitado, un mundo exterior donde la visión convencional de la vida se manifiesta? El pintor deja claro en su Venus su atribución divina de Belleza y su fecundidad sagrada: pinta dos palomas unidas símbolo de su sentido erótico sagrado, y pinta unos pétalos de flor esparcidos en su lecho muestra inequívoca de pasión o de unión fértil y prodigiosa. Pero, sin embargo, su actitud no es la de una amante deseosa. El pintor italiano nos quiere expresar algo más ahora en su obra barroca. Su escuela quería demostrar el alto sentido artístico de la pintura, semejante a la poesía o al pensamiento lúcido más elaborado de entonces. Por eso Domenichino nos sorprende con una Venus ahora distinta. Es, probablemente, la última Venus del clasicismo representada en una obra. Hasta el siglo XIX no fue de nuevo representada Venus desnuda y tendida en el Arte.

¿Era una contradicción? La escuela de Bolonia había sido una organización artística de progreso, querían ellos avanzar con respecto a lo que se había hecho antes en el Arte. Pero el avance no era material, la estética de la belleza era sagrada, sin embargo. Era un avance formal, pero no en el sentido de las formas físicas sino en el sentido espiritual. Podemos especular o interpretar ahora el sentido iconográfico de la obra de Domenichino, pero tan solo será un vago deseo de verdad ya que la realidad de la obra y su sentido último tan sólo la sabría el pintor, si acaso. Pero, al menos, podemos intentarlo. Es como si Venus nos mostrase aquí su belleza para decirnos: No veis más que lo mismo siempre, cuando hay un mundo que es también belleza. Por eso está ella ahora condescendiente con nosotros, desde su subjetividad de belleza, para mostrarnos con suficiencia divina un paisaje que no es sólo un decorado de algo sino la propia fuerza nuclear del mundo y de la vida. ¿Qué es entonces lo que la diosa de la Belleza Venus deseará comunicarnos en esta obra? Al desvelar la ventana del cuadro nos quiere mostrar así la belleza del mundo, no sólo la que ella representa. Por eso no hay nada humano en la obra. A pesar de no poder distinguir muy bien el paisaje acotado de la ventana del cuadro, es muy seguro que no se aprecia ningún ser humano en su contorno. No es esa la belleza que ahora importa, para eso ella la representa. Es la belleza de la naturaleza, del mundo sin forma concreta, lo que Venus quiere proponernos admirar desde la fascinación propia de su belleza. No es sólo naturaleza, es la vida, sus cosas y sus obras. Hay una conmiseración hacia la vida y el mundo desde planteamientos exclusivamente racionales. Por eso se sitúa su mano en la cabeza, símbolo racional por antonomasia. 

Es una lección que la escuela de Bolonia y su alumno aventajado Domenichino nos propone ya desde hace unos cuatrocientos años. La historia del hombre había centrado la valoración del mundo en la belleza idealizada de las formas, en la riqueza y en la sabiduría. Pero ahora Venus, de la mano del pintor boloñés, nos plantea otra cosa. Es el mundo, el sentido de la vida del mundo, lo que debe ser considerado como Belleza. La fuerza ontológica, filosófica, casi religiosa, del sentido iconográfico de esta obra es radical. Es una glosa sutil y maravillosa a la única realidad de Belleza que importa de veras: el mundo. El pensamiento filosófico de entonces, principios del siglo XVII, estaba caracterizado por Descartes y su racionalidad alumbradora. Por primera vez el sujeto, es decir, la persona ejecutora de cualquier acción y sentido, tenía un papel fundamental en la concepción del mundo y sus cosas. Y es por esto que el pintor le ofrece a Venus ahora un protagonismo inédito en la historia del Arte. Está interactuando ella con nosotros, los destinatarios de la obra. Está mirándonos y su pensamiento nos lo transmite aquí con el gesto decidido de su sentimiento. Porque no es la diosa de la inteligencia Atenea, tal vez la más adecuada para algo así. Es Venus, la diosa de la Belleza, la epítome de todo sentimiento de belleza formal y física. Por esto mismo es la más apropiada para hacernos pensar sobre la magnitud de considerar el mundo como parte fundamental de la Belleza. Es un sentimiento, porque ella es también parte de ese mundo de belleza, ese al cual la vida se aferra siempre sin demora. No representa el mundo un espacio o un ámbito o unas realidades físicas. Es todo eso y mucho más, es un conglomerado de cosas que hacen el todo de la vida en la diversidad más asombrosa. Podía servir un paisaje frondoso y maravilloso para expresar algo así. Pero no se trataba de eso. Se trataba de hacer ver que la belleza admirada, valorada, anhelada -Venus-, era el mejor escenario para poder reflexionar, como lo hace la diosa, sobre la grandeza misteriosa de la extraordinaria belleza que subyace en el mundo.

(Óleo Venus, principios del siglo XVII, del pintor italiano Domenichino, Escuela de Bolonia, Museo Art Gallery de York, Inglaterra.)

26 de junio de 2020

La premonición del Arte ayudará a comprender el sentido de la historia.



Parece no querer ser pintada, apenas puede contener la desgana de posar ante un pintor que trata ahora de conseguir plasmar la fuerza angustiosa de su mirada. No hay cuerpo, ni brazos, ni fondo... Plasencia no sabría muy bien cómo hacer entonces algo grandioso y a la vez moderno. Heredero de la tradición académica española, el pintor siente ahora, sin embargo, que la esencia de las cosas en el Arte es ya una cosa distinta. Había compuesto en Roma en el año 1877 una gran obra clásica con la que ganaría el reconocimiento de la Academia. Pero sabría el pintor que en el Arte habría que descubrir ahora su verdadera esencia en la emoción de los trazos más que en la proporción de las formas. Crearía en Asturias la primera colonia artística española de la modernidad en el año 1884. Entonces algunos pintores españoles entienden que hay que pintar en el exterior ante los paisajes naturales para alcanzar a dominar el color real de la luz de la vida. Serán los plenairistas españoles. Pero duraría muy poco aquella colonia. Como la vida del pintor. Un año antes de morir acabaría Casto Plasencia y Maestro (1846-1890) su obra modernista La joven del pañuelo rojo. Era solo ocho años después de haber nacido Picasso. Sin embargo la historia, la vida y el Arte debían proseguir su camino. ¿Hay una mirada de Arte desdeñosa más conseguida que la que Plasencia hizo en el año 1889? No la distinguimos bien siquiera, no sabemos nada de ella tampoco. ¿Era gitana, armenia, asturiana o morisca? Tan sólo sabemos que el pintor la eternizaría entre las sombras geniales de su modernidad apenas emprendida. Qué destino más cruel el de estos genios malogrados. Fueron además de malogrados por la enfermedad malogrados por la historia. Nació el pintor cuando el Arte no se ubicaba bien entre el Academicismo, el Realismo y el Romanticismo. También cuando la fotografía empezaba a hacer temblar la hegemonía del Arte. Pero murió cuando el mundo del Arte se transformaba entre el Impresionismo triunfador y su heredero modernista más avanzado.

La modelo no quiere ser terminada... ¿Será eso tal vez mejor? Es como el Arte, que empezaría a balbucear por entonces dejando sin terminar las cosas que antes se perfilaban grandiosas, fastuosas o vanidosas. El mundo en aquellos días que el pintor trataba de componer los ojos de su joven modelo empezaba a cambiar lentamente. No es solo que el Arte habría empezado a cambiar sino que la historia del mundo estaba a punto de cambiar para siempre. ¿Sería ese el motivo misterioso del gesto ofuscado y distante de la joven del pañuelo rojo? ¿No es como si supiera ella (o el pintor) que el mundo no es más que un vano alarde de incongruencias insensibles? ¿Que no merece sonreír, ni siquiera permitirse un mero gesto de aprobación o agradecimiento por ser parte de él? ¿Era ese el sentido tan oscurecido del retrato pretensioso? Pero, no, no podría el pintor oscurecer así del todo su obra. El pañuelo rojo debía ser ahora mucho más que solo un motivo representativo de la misma. Era también el sentido llamativo de una pasión inconclusa. Porque debía haber pasión, aunque ésta no serviría ya para otra cosa que para percibirla apenas sin sentido. ¿Dónde está aquí la belleza? ¿En los colores independientes, en la mirada torcida, en la improvisación aparente? Debía estar en la emoción, pero, ¿dónde está la emoción cuando ésta se ha agotado o no se encuentra ahora más que entre las sombras? ¿Será el nihilismo de Nietzsche? ¿Será la perdición de un mundo que aún no tendría una excusa poderosa para detenerse y transformar su historia? No, habría aún de sufrirla. ¿Cuántos años necesitaría el mundo para darse cuenta de esa necesidad? El pintor español apenas un año, el tiempo que le quedaría de vida. Su obra de Arte una eternidad, el tiempo que tendría para ser vista.

La joven modelo retratada no siente ahora nada. Pero está tensa, sin embargo. Le dará igual ser pintada, terminada o vendida. Es como el mundo, que no hace más que posar indiferente ante una historia que lo retrata impasible. ¿Cómo saber qué es la vida si ésta no se deja definir bien en lo que expresa? Hace ciento treinta años el mundo empezaría ya el rumbo tan perdido que hoy detenta y padece. ¿Lo sospecharía ya por entonces el pintor? ¿O fue mejor la modelo, que se dejaría pintar así, desolada en su mirada? El Arte tiene eso, que es premonitorio a su pesar, o sin querer, o sin saberlo. Nada de lo que se pudiese decir entonces serviría. Nada de lo que se pueda decir ahora tampoco. Sólo podemos ver la obra y pensar, ¿por qué está tan seria la modelo del retrato? El Romanticismo ya había pasado, el Realismo también. Entonces, a finales del siglo XIX, el Arte era neutro casi. ¿Decadentismo? Sí, eso. Una decadencia. No hallarse, no encontrarse, ni ubicarse. ¿Suena eso un poco ahora, ciento treinta años después? El Arte no puede contestar ni resolverlo, solo lo expresa con desdén. Solo podemos mirar en la obra de Arte la belleza contrastada del rojo frente al negro, del azul ahora entre los blancos, o del rostro entumecido por el misterio de una mirada perdida. ¿No hay vida ahí? No, solo Arte. El mismo Arte que el pintor español quiso plasmar entre las brumas ensombrecidas de un mundo por venir. Pero él, sin embargo, no lo vería. Al año siguiente moría Casto Plasencia en Madrid. ¿Y la modelo, seguiría así, tan entristecida o nihilista como el pintor la crease? Hoy la veremos exactamente igual que entonces. El Arte ayuda a mantener una sensación de algo que apenas se presiente. Veremos la belleza malograda de un Arte decadente, veremos también la sutileza modernista de un Arte diferente. Pero, ¿veremos la realidad oculta entre la mirada dolida de un mundo entonces por hacerse?

(Óleo La joven del pañuelo rojo, 1889, del pintor español Casto Plasencia y Maestro, Museo del Prado, Madrid.)

19 de junio de 2020

El designio determinante de los dioses subyace bajo las ansias de libertad de los hombres.



El mito griego fue la epopeya vital de la relación poética entre los humanos y los dioses. Fue una excusa creativa, social, literaria y existencial extraordinaria. ¿Cómo justificar por entonces si no el vaivén azaroso de un mundo racionalmente tan incomprensible? Las causas últimas de las cosas fueron asignadas a unos seres divinos que, caprichosos, alteraban sin justificación la vida sin sentido de los hombres. Sin sentido porque nada de lo que sucede lo tiene, a menos que justifiquemos todo lo que sucede sin desmerecer nada, ni lo malo ni lo bueno ni lo peor. Para aquel pueblo mediterráneo, que no hacía otra cosa que preguntarse cosas, la vida era mejor comprendida si había algo superior a ellos que dominara las formas en que el azar condicionaba el destino de los humanos.  El pintor barroco más clásico, misterioso, mítico y sugerente lo fue el francés Nicolas Poussin. Para él, el mundo debía corresponderse a formas donde la belleza se equilibrase con un mensaje misterioso. Como conocedor de la cultura helénica y del mito, Poussin expresaría siempre en sus obras el sentido más incognoscible que el mundo encerrase en sus formas. La belleza era parte del misterio. El Arte habría venido a satisfacer esa incógnita tan arrebatadora. ¿Hay algo mejor que contestar al misterio de la vida con las formas sagradas del Arte más clásico? Durante el año 1639 el pintor francés acabaría en Roma su pintura La caza de Meleagro. ¿Quién era Meleagro? Conocemos a Ulises, a Aquiles, a Hércules, a Edipo..., pero, ¿a Meleagro? ¿Había sido alguien importante que tuviera una vida excelsa o alguna épica y heroica aventura vital que llevase a consagrar su nombre en las perfiladas y eternas piedras de la memoria? Nada de esas cosas insignes que los héroes hacen para resaltar su vida ante el mundo tuvo Meleagro. 

Entonces, ¿por qué fue motivo para que un gran pintor quisiera resaltar su nombre con el Arte? Por la participación en una cacería que fue decisiva para el orden de un pueblo griego en los inicios de su historia mítica. Antes de que Troya o cualquier otra hazaña griega épica se librase y contase entre los poetas había existido Meleagro. Fue el joven hijo de un rey de Calidón, una ciudad griega situada cerca de Corinto. Su padre, Eneo, reinaba en Calidón con la sabiduría y la moderación propia de un griego prudente. Con su esposa Altea tuvo tres hijos y dos hijas. Uno de ellos fue Meleagro, hábil cazador y fiel devoto de los dioses. Había nacido con el don de la fortuna y nada le podría suceder malo o hiriente. Así se lo habían dicho las diosas del destino, las Moiras, a su madre cuando nació. Sin embargo, le advirtieron a Altea que la vida de Meleagro estaba ligada a un tizón de leña ardiendo. Y que si éste se apagara antes de su tiempo moriría sin remisión. Se cuidaría su madre así de que siempre estuviese ardiendo. Pero, algo sucedió entonces en Calidón. Los reyes debían honrar a todos los dioses al menos una vez al año. Un año Eneo honró a todos pero se olvidó de Artemisa. Ahora el mito se relacionaba con el azar y la pasión, con el profundo misterio de las causas que acechan la vida de los humanos. Un error y una ofensa, una eventualidad involuntaria y una consecuencia inevitable...  Artemisa, enojada, enviaría a Calidón un feroz monstruo asesino en forma de jabalí gigantesco. La muerte, el hambre y la destrucción asolaron el reino. Su rey entonces convocaría a todos aquellos que quisieran acudir para cazar al monstruo. Su propio hijo Meleagro se presentó, también otros reyes y una hábil cazadora, Atalanta, tan certera con su arco como devota de Artemisa, se decía incluso que había sido criada por ella. Y nadie pensaría entonces que toda aquella maldad había sido causada por la ofensa de esa diosa.

El pintor Poussin compuso una obra diferente a las que acostumbraba a hacer de leyendas. Ahora pintaría una multitud organizada con un fin común, cuando siempre había pintado antes seres agrupados y desordenados por la confusión o el misterio. Ahora era una acción decidida, cuando antes había sido una meditación o una sorpresa o una agonía o una placidez o una serena combinación de cosas imperfectas. Decididos los seres humanos se concentran y dirigen juntos hacia el lugar boscoso donde la fiera habitaría desalmada. Y es cuando el destino comienza a forzar las cosas para seguir cumpliendo su designio... Porque pronto abatirán la fiera y todo habría acabado. Ahora juntos los hombres serán imbatibles. Están seguros y confiados, organizados y capaces, con la inteligencia y la determinación que su voluntad les otorgue. Artemisa no era tan estúpida, no podía haber causado algo que no tuviera consecuencias en un sentido definitivo de su determinación. Ahora cumplirá su designio con la ayuda de los mismos seres que lo padecen. Atalanta fue la primera que hirió al jabalí y Meleagro terminaría por abatirlo. Pero como todos habían contribuido a su caza los enfrentamientos surgirían pronto por el trofeo. Meleagro, fascinado con Atalanta, se dejaría llevar por su pasión y entregaría el deseado trofeo a ella. Ofendidos ahora, los hermanos de su madre le criticaron el gesto parcial de él. La violencia llevaría a Meleagro a herir de muerte a sus tíos. Cuando su madre llegó a conocer el resultado de la hazaña, ofuscada por la muerte de sus hermanos, dejaría de cuidar aquel tizón vital hasta apagarse. Así, con la artimaña de las pasiones, de las ofensas, de las venganzas o de las azarosas relaciones enfrentadas, acabaría Artemisa completando su decidida venganza inapelable.

Pero el pintor no se conformaría sólo con componer una concentración de seres decididos para acudir a una caza. Tenía que confundirnos, del mismo modo que la determinación de los dioses nos confundirá. En la obra de Arte, ¿dónde está ahora Meleagro, quién es él? En el caso de Atalanta es fácil adivinarlo, sólo hay una mujer que acude a la cacería y es ella sin duda la que vemos fascinante. En su caballo blanco, con su casco y su arco en la mano la vemos decidida, hermosa y fascinante. Sin embargo de Meleagro, confundido entre tantos hombres, solo podemos ahora elucubrar cuál de todos los jinetes es él. Unos pueden decir que cabalga al lado de Atalanta: o el que está a su derecha o el que está a su izquierda, que incluso lleva los atributos de un guerrero noble. Otros que es el primer caballero centrado, en primer plano con su lanza. Y ya que la leyenda trataba de él, y así se titula la obra, ¿qué mejor opción que esta para saber quién es Meleagro? Pero, sin embargo, el pintor no identifica claramente al ser más atribulado por las trazas misteriosas de un destino inevitable. Al fondo de la obra vemos dos estatuas griegas de dos dioses: Artemisa, la diosa responsable, y Pan, el dios más irresponsable. En un caso es la diosa ofendida que determinaría las acciones de los hombres. En otro caso es el dios de las pasiones, que condiciona los deseos feroces y sensuales más inapelables. El destino no es más que la agrupación imprecisa de varias voluntades en liza. Hay decisiones divinas que proponen o condicionan, pero luego hay decisiones humanas que ocasionan las últimas voluntades de los dioses. El pintor sabría muy bien que la naturaleza humana y la naturaleza divina llevaban en sí las causas misteriosas que hacen que las cosas tengan un designio misterioso. Que este se justifique o se comprenda suponía la misma actuación incierta que la de encontrar ahora a su héroe en su obra.  

(Óleo barroco La caza de Meleagro, 1639, del pintor francés Nicolas Poussin, Museo del Prado, Madrid.)

10 de junio de 2020

La conexión mística de lo sensual a lo espiritual es el goce de la exaltación efímera de la materia.



El barroco español tuvo la sutileza estética de vincular lo sensual a lo espiritual de un modo grandioso. Grandioso además porque estuvo formulado desde la más estricta normativa teológica.  ¿Cómo expresar mejor ese sentimiento espiritual que había fluido ya además entre los versos manieristas de los más grandes místicos de la historia? No hay mayor representación sensual de erotismo que aquella que apenas surge insinuada desde la más rigurosa corrección estética. ¿Dónde situar la frontera de lo libidinoso o sensual en la estrecha franja confusa ahora de lo sagrado? Porque la expresión natural de un ser humano imbuido de franqueza, extenuación o sobrecogimiento místicos no puede interpretarse de forma torticera o contraria a su sentimiento espiritual. En la figura tradicional representada del personaje de Magdalena en éxtasis existe siempre un alejamiento de toda sensualidad explicitada. Este distanciarse de los elementos constitutivos de la vida terrenal es expresado con la distracción o el enajenamiento que la materialidad impone a veces, a pesar del decoro estético. Sin embargo, el Arte no es sólo la representación de un hecho es también la percepción de un sentido.  Hay dos entes en el ámbito estético: el personaje representado y el ser observador que lo percibe. Los dos disponen de sus propios principios estéticos,  pero es el artista, el propio Arte, el que manejará los dos con el resultado, o no, de un virtuosismo conseguido. En el caso de la obra Magdalena Penitente del pintor español Mateo Cerezo (1637-1666) están los dos expresados de una forma genial. Por un lado vemos el desprendimiento místico del personaje sagrado, una actitud involuntaria expresada en su imagen donde abandona toda referencia material o sensual para poder comunicarse con la divinidad; por otro lado percibimos, consecuencia de ese desprendimiento material, la sensualidad residual que el goce de ese desprendimiento produce en los observadores de un modo efímero. La grandeza de estos pintores barrocos, como la de los poetas místicos del Siglo de Oro, fue que utilizando la materia sensual de forma marginal conseguían solo hacer gozar su sensación por un instante. Y solo es un instante porque lo que se traduce en el sentido final de la representación estética es, sin embargo, la manifestación espiritual más sincera de una conexión mística.

No hay otra mística más sensual que la representada en la estética barroca española. Posiblemente a causa de la tan rigurosa normativa teologal de la Contrarreforma. Porque había entonces que describir la conexión más sublime a través de la espiritualidad física, esa que representaba el vínculo místico entre el sujeto asombrado de belleza y su divinidad. ¿Cómo hacerlo para expresar toda esa fuerza mística en una representación física, sin embargo? Con la sutil materialidad que desde el desprendimiento precisamente de parte de esa materialidad pueda llegar a expresarse. Al huir de la vida, al desprenderse de la propia materia para encontrar la vía directa más eficaz con la divinidad, el sujeto seducido por la atracción de lo sagrado es ahora absolutamente desposeído de su propio sentido de sensualidad material. Por esto mismo no siente ni es consciente de mostrar o expresar lo físico en su asalto ferviente de sobrecogimiento espiritual. El pintor sabe que esto sucede y lo aprovecha para realizar una imagen de realismo estético natural cargada de cierto erotismo involuntario. Sólo el observador se beneficia de la estética material que el sujeto en éxtasis padece ahora en su sobrecogimiento. Por eso los genios artísticos capaces de plasmar esa virtualidad con las formas físicas de lo accidental (la materia sensual inevitable), consiguen alcanzar a expresar con franqueza mística la espiritualidad más natural representada con elementos propios de lo material. ¿Es posible expresar espiritualidad sin la materia necesaria? Esta fue la grandeza artística que los creadores del Barroco español supieron comprender: que el goce interior inmaterial es un reflejo sublime del goce exterior material. Es esta una reacción neuronal que el ser humano necesariamente padece en cualquier emoción de alto grado sensorial, sea por causa psicológica o mística. Los síntomas o efectos de una emoción de gran sensación intensa son semejantes en la satisfacción biológica y en el asalto espiritual. Aunque la causa es muy distinta la expresión es muy parecida. También aunque sea involuntaria y desprendida, como en este caso. Es por eso que la verosimilitud de estas obras de Arte, donde el resultado de esa expresión sagrada es conseguida en todos sus aspectos, también en el sensual más erótico, ofrecen un valor añadido estético al propiamente representado.

Pero, además, la obra de Mateo Cerezo es artísticamente muy valiosa. Es tan valiosa la obra en su conjunto que su rasgo sensual no hace al ente perceptor captar otra belleza que la de su propio sentido místico, a pesar de lo expresado eróticamente de forma clara. Esta fue la grandeza del pintor español, que utilizó un recurso material o físico para aumentar el desprendimiento material que un ser llegue a padecer en el profuso arrobamiento que un éxtasis pasional produzca en su cuerpo. Es la forma más auténtica de expresar un goce efímero ante un hecho espiritual determinado. Lo sensual se justifica ahora desde la propia conexión mística a pesar de ser un lastre propiamente, ya que el personaje atribuido de sentido místico no hace otra cosa que padecer su materialidad para poder alcanzar un goce espiritual. Es un ser vivo que, superando su materialidad o a pesar de ella, alcanzará a comunicar su deseo espiritual con algo que está fuera de sí mismo. Por tanto no mira ahora ella dentro de sí misma sino que trasciende su mirada hacia lo que, sin materia, está fuera de ella. Y ese salir de ella misma le llevará a dejar de ser consciente de su propia materialidad. El pintor quiere además dejar claro con su Arte esta singularidad: no es consciente el personaje místico de irreverencia o indecoro alguno ante el gesto involuntario sensual sublime de su éxtasis espiritual. El Barroco español promovía la verosimilitud en sus formas plásticas todo lo posible, esto fue llamado naturalismo barroco, aunque sólo algunos pintores se atrevieron a hacerlo sin fisuras. Es decir, a hacerlo de verdad, sin límites decorosos, como debiera ser el gesto natural de un arrobamiento donde el desprendimiento involuntario sea expresado de forma armoniosa y natural en su expresión mística.

Una forma armoniosa es aquella que une descripción verosímil con belleza estética, lo que hace percibir a los ojos receptores toda la verdad estética de la obra. ¿Verdad estética? ¿Qué es eso? Pues expresar todos los elementos que sean necesarios para obtener una belleza sin exceder los límites de lo esencial. Belleza y límite. Ahí están los dos referentes subjetivos necesarios para alcanzar el equilibrio estético. Nada hace saber mejor qué es Arte y qué no es hasta que vemos la obra un tiempo después de haberla comenzado a ver. En el Arte la totalidad es superior al detalle, pero, sin embargo, el detalle es lo que hace mejor vislumbrar una belleza sublime. Una obra no es bella en general, son sus detalles los que hacen que lo sea. Sin embargo, una obra es grandiosa en su totalidad no en sus detalles. Pero la genialidad está más cerca de la belleza. Son los detalles los que hacen que una genialidad alcance la gloria artística. Podría el pintor haber cubierto el pezón de Magdalena en su obra de Arte barroca, como de hecho hizo en otras versiones de esa misma temática en otros lienzos parecidos. Pero entonces no habría conseguido la genialidad... Habría conseguido una obra de Arte, habría conseguido grandeza, habría conseguido crear una obra estéticamente valiosa, pero, sin embargo, no habría alcanzado la Belleza. No habría llegado a sublimar en su obra dos elementos muy decisivos en una exaltación mística de belleza: la materialidad y la inmaterialidad. Ambos se complementan estéticamente, y, cuanto mejor lo hacen, más se reflejará el sentido espiritual que enlazará a ambos conceptos. No hay espiritualidad sublime representada sin una cierta sensualidad vislumbrada. Por eso el pintor Mateo Cerezo sabría  que la fuerza expresiva mística de un ser anegado de materia sensible era mucho mayor que si carecía de ella. Porque no hay expresión de conexión mística sublime en lo inanimado sensual. La mística es por definición la comunicación entre lo material y lo inmaterial, entre lo sensual y lo espiritual. Para que esa conexión sea posible el ser sensual debe obviar cualquier materialidad y el ser divino no poseerla. El goce estético solo es posible desde lo material y para ser sincero el efecto solo puede ser efímero y limitado. Sucede lo mismo que en el ámbito del Arte: el ser receptor es ahora el ser místico que alcanza a solazarse espiritualmente con la belleza física que ve, una belleza creada desde la materialidad limitada y percibida ahora con el goce material de una expresión, sin embargo, igual de efímera.

(Óleo Magdalena Penitente, 1661, del pintor barroco español Mateo Cerezo, Rijksmuseum, Ámsterdam.)


6 de junio de 2020

El sentido oculto de la existencia y el sentido artístico más bello del mundo.



Hay en cierto Arte una representación que expresa siempre un sentido auténtico de Belleza. Auténtico porque no hay nada en esa representación que sea irreverente con las formas más estéticas de la belleza. El Neoclasicismo fue la exaltación total de la Belleza, su expresión más acorde, armoniosa, proporcionada, completa, serena, trascendente, inspirada, segura, ferviente y satisfecha de Belleza. Porque en el Neoclasicismo la Belleza no era solo una representación, era también una sensación... Y el pintor de la Restauración francesa François Édouard Picot (1786-1868) consiguió alcanzar a sublimar una vez eterna esa Belleza. Lo hizo con una leyenda mitológica que se adecuaba a la Belleza así como con un sentido espiritual-material que siempre se mantuvo en pugna a lo largo de la historia. Un sentido que nunca, como tampoco la Belleza, llegaría a ser aprehendido del todo por ser la espiritualidad y la Belleza dos cosas tan alejadas del mundo. ¿Cómo podría percibirse una cosa tan excelsa en un escenario terrenal tan poco dado a ser causa de Belleza? Porque la Belleza representada era fabricada por el hombre, nada real ni acorde a un escenario propio del mundo. Por eso el Arte clásico se magnificaría tanto en este mundo terrenal, se valoraría tanto esa Belleza creada ante su inexistencia en un mundo terrenal donde lo grato visible  no alcanzase a colmar nunca el hueco de su propia mortalidad. Hay por tanto que armonizar lo plástico con lo imposible, lo físico visual con lo inverificable. La materia con lo imaginable... Porque lo solo imaginable,  lo espiritual, surgirá del anhelo, a veces no admitido, de querer permanecer... Para representar lo espiritual el mito idearía la figura femenina y terrenal de Psique. Y para expresar su opuesto, la materia, el mito adecuaría la figura masculina del dios Cupido. ¡Qué contrariedad! ¿Cómo puede ser divino algo material y terrenal algo espiritual? 

Precisamente ahí está la grandeza del misterioso mito de Psique. Pasa lo mismo con la Belleza... ¿Cómo afirmar que ésta sólo se puede representar en planos estéticos ajenos a los terrenales cuando esa misma belleza, aunque caduca, es visible también en la vida real? Porque es la participación y no tanto la causa ni el sentido ni la magnificación de la espiritualidad como de la Belleza. Participan de este mundo ambas, pero su participación, sin embargo, no es constante ni permanente ni completa ni extensa ni siempre manifiesta. El mundo dispone de espiritualidad y Belleza sólo cuando ambos planos se alinean en algunos pequeños momentos de grandeza. Del mismo modo, la divinidad es también parte de la materialidad de nuestro mundo. Como en el mito, solo podemos llegar a vislumbrarla apenas unos segundos antes de que desaparezca. La materia anhela la espiritualidad y ésta a aquélla. La espiritualidad es representada ahora por la bella Psique, un ser que no es diosa inicialmente, solo una bella joven perdida entre las sombras. Un ser que sufre porque le late un ardor incomprensible para ella. Un ser que busca algo sin saber exactamente qué. Es la metáfora impenitente de la humanidad...   El dios Cupido, sin embargo, sí sabe quién es ella. Su sentido trascendente es aquí metamorfoseado a una materialidad antes invisible por su esencia. El mito abarca toda posibilidad filosófica: panteísmo, platonismo, paganismo, misticismo, romanticismo... Sin embargo, para representar este mito sólo el Neoclasicismo pudo hacerlo apropiadamente. No puede expresarse este mito sin las bellas formas de la Belleza y sin la multiplicidad de cosas que expresa su sentido. Y es que hay un sentido de finalidad, de totalidad y de culminación en esta mitología que solo puede ser representado con la armonía más absoluta de un escenario totalmente idealizado. Ahora Psique está descansando su espíritu después de haber saciado su anhelo de alcanzar a vislumbrar la Belleza. Y lo hace además en un altar de refulgente estética clásica con el decorado artificial y natural de una perfecta belleza.

Ya está.  Ya lo ha conseguido Psique. Ya dará igual que ella sea luego abandonada porque, sin embargo, ya no lo estará realmente. Su sentido terrenal, aquel que participa de lo espiritual, también ha sido satisfecho. Ha conseguido ella dejar de preguntarse y de buscar inquieta la Belleza. Por eso el pintor neoclásico la compone en un escenario rodeada de belleza. Toda cosa, objeto o expresión física está ahora en su lugar preciso y nada desentona en el equilibrio representado de Belleza. La gloria y la gracia más estéticas serán percibidas también alrededor de la alcoba clásica, donde ahora su cuerpo yace justo sin memoria... Porque el tiempo ya ha muerto para ella. ¿Hay un gesto retratado de una belleza tan descansado y satisfecho de grandeza? Las columnas clásicas que soportan el templo donde mora la Belleza garantizan la majestuosidad y placidez que encierra el momento de grandeza. La materialidad de Cupido ahora aquí desaparece, pero aún vemos su grandeza. Esto es lo que se alcanza a vislumbrar en la obra clásica. Porque ahora el dios se levanta y, sin embargo, la mira a ella con delicadeza. Hay un vínculo sagrado y permanente ahí ya. La espiritualidad humana ha conseguido calmar su ansia y el dios participar de ella. Para la mentalidad humana ajena a la Belleza, es un mito de difícil comprensión. Porque ahora no es aquí la razón ni el pensamiento, ni la consecución de obras excelsas o de grandes realizaciones, es tan sólo la visión de la Belleza, la percepción de su grandeza estética la que hace que todo anhelo humano insatisfecho sea colmado. Y, además, para no volver a serlo o necesitarlo más. ¿Hay algo más raro e inhumano para entender? Pero es que la Belleza satisfecha no es comparable a la satisfacción terrenal de un deseo. Como la materialidad no es comparable a la espiritualidad. Evidentemente, para entender el mito hace falta tener claro todos esos conceptos. Belleza, satisfacción, deseo, materia, espíritu. La Belleza no es sino un sentido final auto-satisfactorio y eterno. Es decir, algo que se satisface a sí mismo siempre, sin necesidad de algo ajeno. La satisfacción de un deseo terrenal es agotable, es temporal, por tanto, incomparable con aquélla. La materia es lo que vemos. La espiritualidad es lo que apenas vislumbramos. Por eso a Cupido Psique no puede verlo sino apenas un instante. Por eso Cupido, a cambio, sí puede verla a ella cuanto quiera. La participación completa de un dios hace a la materia su útil o su subordinada realidad, para así poder disponerla o abandonarla a voluntad.

La obra neoclásica del pintor francés Picot nos es distante por la misma causa que nos es distante el mito: una irrealidad imaginada de una idealización increíble. Sin embargo, son representados en la obra elementos individuales que podemos asimilar a la vida mortal y material ocasionalmente. Existen esos mismos escenarios, esas mismas formas y esa misma armonía calculada, inventada o creada por el hombre. Por eso solo con asociar realidad humana ocasional con Belleza universal podemos llegar a comprenderlo. Y entonces nos fascinará la imagen y el Arte que encierra la obra clásica. Pero, solo durará un momento. Ese mismo momento que dura la satisfacción de unos amantes ante la temporal unión terrenal y sensual de un instante amoroso. Por eso con el abandono de Cupido simbolizamos ahora la materialidad en un mínimo instante de belleza terrenal. Para solo ese pequeño instante no compensaría toda aquella búsqueda anhelosa de un ser perdido entre las sombras. ¿O sí? Es aquí en la obra de Arte ahora la capacidad de relacionar una manifestación terrenal con la otra... Pero no es automática esa relación. No por el solo hecho de satisfacer un deseo terrenal alcanzaremos a vislumbrar la Belleza espiritual. Hay que entender bien entonces el mito, el Arte o la gloria incierta. No hay certeza porque no hay, no existe en nuestro mundo, esa Belleza... En el Arte la representamos gracias a un reflejo de belleza terrenal que conocemos. El mito nos ayuda a imaginar esa otra posibilidad espiritual. Pero es una gloria incierta. No tenemos seguridad de que exista ni de que se alcance. Sólo podemos sospecharla, imaginarla, representarla estéticamente. ¿Cómo no dejar que nuestro sentimiento de grandeza estética pueda llegar a contemplar una incierta imagen de Belleza? 

(Óleo Cupido y Psique, 1817, del pintor neoclásico francés François Édouard Picot, Museo del Louvre, París.)

30 de mayo de 2020

La eterna pugna entre dos de las emociones más inevitables del ser humano y su mundo.



¿Cómo evitar la lucha entre la parte irracional, pasional o más visceral de los seres humanos y su parte racional, sosegada e inteligente? Disponemos de las dos cosas en la misma medida casi. Para caer en la irracional no se precisa mucho a pesar de lo inteligentes, racionales o sensatos que seamos. ¿Qué cosa entonces lo procura? Nuestra materialidad física, lo que tenemos de modo tangible y hemos heredado genética y biológicamente. ¿Podemos entendernos sin un mínimo de racionalidad? Es imposible. Si no existe racionalidad, si no existe capacidad de entendimiento, de distinción de las cosas, de separar aquellas cosas que son beneficiosas de las que no, es muy complicado. Pero, claro, ¿beneficiosas, para quién? Ahí está la cuestión. El beneficio, ¿qué es realmente? Su definición va ligada siempre a un objetivo. Si todos cuidamos de nuestro propio beneficio, ¿conseguiremos una sociedad mejor? En principio, sí. El problema es saber qué es el propio beneficio. Por ejemplo, cuando un ser humano se deja llevar por una pasión visceral ante una situación de angustia o ansiedad extrema no conseguirá nunca alcanzar a descubrir ningún beneficio, ni suyo ni de los demás. ¿Qué nos lleva a la irracionalidad desde una supuesta racionalidad? Pues el enfrentamiento ante lo que sea auspiciado desde la emoción del falso beneficio. Los sabios filósofos griegos procuraron enseñar los auténticos beneficios. Distinguirlos entonces es una forma de sabiduría providencial. Cuando un ser humano se aprovecha de otro para obtener un beneficio (que por definición es la consecuencia de alejarse o sustraerse de un maleficio, y que un maleficio es también lo que queda si resto la parte de beneficio que corresponde al otro), ¿de dónde obtiene ese beneficio si no es en parte del otro? Hay que comprender que el beneficio es como la energía, no se destruye ni se crea, se utiliza, se dispone, se almacena o se pierde. Por eso cierto beneficio que obtengo es parte de lo que le quito a otro, aunque este otro no lo disponga tampoco. El beneficio es algo virtual además de real. Yo puedo robar un cuadro de gran valor a otro, estoy desalojando un beneficio de otro y me lo estoy incorporando a mí. Pero también puedo robarlo a un museo, entonces estoy desalojando ese beneficio de todos no de uno solo. Pero, también puedo invertir para construir viviendas o residencias, obtener un beneficio y repercutir además así un beneficio a la comunidad. 

Si la irracionalidad es transmitida por lo material que disponemos de nuestra herencia biológica primitiva, algo que es exclusivamente físico, ¿de dónde proviene entonces la racionalidad? También, al parecer, de componentes físicos, de elementos que, agrupados en un cerebro físico o material, consiguen elaborar luego pensamientos y conceptos. ¿Eso sólo? Pero si el pensamiento es algo transmisible en palabras inventadas por el acervo cultural de siglos de historia, ¿qué consiguen aquellos verdaderamente transmitir, meros impulsos o un resultado aún mayor? Y, sobre todo, ¿de dónde proviene el sentido del beneficio final, no ya solo los pensamientos que se puedan suponer? Hay una inmaterialidad resultante de siglos de evolución en el mundo del ser humano, aunque ésta solo sea del pensamiento transmisible, del hecho intelectual y no físico de querer enlazar una idea con otra y poder comprender así toda aquella aritmética del beneficio...  Por supuesto la evolución del pensamiento ha sido la causa de poder disponer de actitudes intelectuales donde ubicar el sentido racional del mundo. ¿Qué lo ha llevado finalmente a ser lo que hoy disponemos como civilización inteligente? Las victorias de la civilización europea a lo largo de la historia han sido las que más han influido. Con sus errores o con sus aciertos. Pero así ha sido, nos guste o no. Luego están las civilizaciones asiáticas, China y Japón fundamentalmente. Pero ya está. El resto se adecúa a la norma heredada de sus colonizadores. Otra cosa es la cultura, que son las costumbres locales, pero no la norma general. Sin la norma general es imposible el comercio, el intercambio económico y la prosperidad material. Porque la prosperidad intelectual o espiritual es otra cosa. La racionalidad no es exactamente intelectualidad ni espiritualidad. Con la racionalidad conseguimos paz, economía y sosiego, pero no felicidad. En esto se equivocaron algunos ilustrados del siglo XVIII, cuando pensaron que el beneficio solo eran cosas físicas a conseguir. Pero es que lo contrario, la espiritualidad inteligente, había sido ya malinterpretada y mal usada por todas las religiones interesadas del orbe desde el principio de los tiempos. Cuando los filósofos idealistas de Europa quisieron sustituir la actitud religiosa por un pensamiento inteligente ya fue demasiado tarde. Ganaría la materialidad, entre otras cosas porque el beneficio nunca fue comprendido muy bien y se utilizaría además como un arma de enfrentamiento. 

Cuando el pintor español Rafael Tegeo Díaz (1798-1856) quisiera hacerse un nombre en el difícil olimpo de las Artes, compuso en el año 1835 su obra Batalla de lápitas y centauros. Pero no sirvió de nada. Nadie entendió aquella escena de lucha antigua tan clásica en un ambiente por entonces tan romántico. Ese fue su conflicto, enfrentar el Neoclasicismo, que el pintor tanto homenajeaba, con el Romanticismo apasionado, que el mundo tanto propiciaba. ¿Es que el Clasicismo representaba la racionalidad y el Romanticismo la pasión desbordada? Probablemente no lo hizo con esa intención, pero pienso que fue afortunado realizar una obra así entonces para hacer pensar sobre la estupidez de enfrentar una tendencia con otra. ¿Había un beneficio en enfrentar el Neoclasicismo con el Romanticismo? Para el pintor no, todo lo contrario. Tegeo fue un ecléctico que supo manejar siempre ambas tendencias artísticas. Pero el motivo de la leyenda mitológica nos sirve ahora para volver al tema. Si la desmedida actitud pasional provenía de nuestra herencia material, visceral o animal de nuestro primitivo pasado, ¿de dónde proviene entonces lo contrario, la racionalidad? Cuando algún pensamiento surgido de esa materialidad primitiva llevase a preguntarse por el beneficio o el maleficio de las cosas, comenzaría a querer transmitir a otros el sentido especulativo de esa reflexión. Entonces, luego de contrastarla otros seres, de revisarla o utilizarla después para alcanzar un avance, comprendería cualquier mente inteligente que una idea inferida por aquel pensamiento llevaba la esencia de un hecho menos material que de donde ese pensamiento provenía. Con la idea del sentido de lo que no es solo materia sino pensamiento elaborado por siglos de reflexión inmaterial, llegaremos al convencimiento de que el avance desde la irracionalidad a la racionalidad es la única morada ante el sufrimiento. Y éste, el sufrimiento, no es sino la sustracción del beneficio de otro ser por el mío propio. Para seguir disponiendo de mi beneficio dejaré que mis pasiones desatadas consigan vencer al otro. Aunque si el otro quiere ahora lo justo, no el maleficio originado por su opuesto, luchará también por defenderlo. Así sucedió en la mitología con aquel enfrentamiento entre los lápitas y los centauros. 

Los centauros representaban la parte irracional, egoísta, maliciosa y pérfida de los humanos, la parte primitiva material que no evolucionó inmaterialmente. Porque la que lo hizo fue la parte racional (pero no solo ya racional sino luego con más cosas inteligentes) que sólo se obtiene desde la reflexión heredada o adquirida por el pensamiento transmisible. El Arte es un medio de transmisión en sentido figurado. Puede hacernos pensar en lo que vemos, pero no siempre llega a hacernos enfrentar con el dilema que su imagen representa. En este caso es el sentido de beneficio-maleficio. ¿Quien obtiene un beneficio provoca un maleficio siempre? Esta es la cuestión. Para los lápitas, pueblo inteligente que avanzaría sosegado por la senda de la civilización, el mundo sólo podía justificarse desde la racionalidad de obtener un beneficio sin mediar un maleficio como resultado. Para los centauros, a cambio, el beneficio era en sentido único y el maleficio resultante un desecho que para nada cuestionaba su satisfacción o beneficio. ¿Habían los centauros tenido antes algún gesto de beneficio mutuo con el mundo que formaban con los lápitas? Sí, por eso fueron invitados a la boda de un lápita. Éstos no tuvieron el prejuicio de juzgarlos antes. Los invitaron y dejaron que estuvieran con ellos sin problema. Fue luego cuando ebrios por su condición tan dejada ante la pasión desbordada de su irracionalidad visceral trataron de forzar a las mujeres de los lápitas y se enfrentaron en una violencia feroz. La condición material primitiva alejada de aquella transmisión del pensamiento reflexivo había conseguido vencer a los centauros ante la condición de un dilema terrible. ¿Qué dilema era ese? Pues cómo conseguir un beneficio sin ocasionar un maleficio al otro. Cuando vieron los centauros las hermosas mujeres de los lápitas se dejaron llevar solo por su beneficio. El beneficio o el maleficio va ligado a la condición material primitiva e irracional de los humanos. Esa condición que hay que vencer, pero que es imposible hacerlo si se desprecia aquel pensamiento transmisible que la evolución reflexiva llevara urdida en el bagaje de una civilización. A veces lo social se confunde con lo civilizado. Lo civilizado es la obtención fundamental de organización de cualquier historia humana. Lo social es una característica humana, una cualidad más de los seres humanos, no la única. El beneficio debe ser para todos, no solo para unos. Por eso la civilización garantiza mejor que nada ese beneficio. Las cualidades diversas pueden derivar en parcialidades, en grupos sociales, en intereses, en sectas. En el mito de ese enfrentamiento vemos un hecho curioso además: los centauros podían haber tenido alguna disensión entre ellos, alguno de ellos podría haber resistido a esa afrenta tan infame. Pero, no. Todos actuaron juntos desbordando así una condición violenta. Por eso la racionalidad equilibrada debe ser protegida por todos y para todos, debe haber consenso en esto, ya que de lo contrario es siempre el enfrentamiento la realidad. Conseguir aplacar la parte visceral del ser humano y fomentar la racional es una cosa que solo es posible realizar con éxito si seguimos la senda equilibrada de aquellos sabios pensamientos que ya fueron transmisibles y que de su sensación inmaterial pudieran, en su evolución inteligente y exclusiva, servir así a todos los hombres y mujeres del mundo. 

(Óleo neoclásico Batalla de lápitas y centauros, 1835, del pintor español Rafael Tegeo Díaz, Museo del Prado, Madrid.)

24 de mayo de 2020

Cuando la belleza está en la manera en que los planos se relacionan, en que la visión se rompe con belleza.



En el Renacimiento ningún pintor se hubiera atrevido a romper la visión sagrada de una imagen clásica de belleza. Porque cuando la imagen está fraccionada por una perspectiva forzada no es tan amable a los ojos de los que la vean, sorprendidos. Y así es como serán vistas desde un lugar muy cercano al observador, donde la composición tiende a confundir dimensiones, escenas y formas. Porque los pintores siempre se situaron precisos en el espacio virtual estético para poder componer sus obras de belleza.  Así se vería bien la belleza de las formas, y su conjunto armonioso podía sortear los ángulos difíciles o las aristas que pudieran entorpecer la visión de una escena grandiosa. Pero, cuando el Renacimiento trató de dominar la perspectiva de las cosas su evolución llegaría a buscar todos los recursos estéticos para sorprender transformando una visión difícil en una armoniosa. ¿Sucederá lo mismo también con las ideas humanas? ¿Sucederá lo mismo con la expresión emocional o intelectual de los seres humanos que, confundidos o ignorantes, no consigan transmitir claramente sus deseos, opiniones o conceptos en un alarde ya por entenderse? Porque en el Arte, finalmente, los pintores lo consiguieron hacer. Pero, y en la vida, ¿se conseguirá? ¿Tal vez con el amor, es decir, con esa manera armoniosa de querer entenderse o relacionarse? ¿Es el amor en la vida el símil de la belleza en el Arte? 

Habría que definir amor y belleza... Porque ni en la vida ni en el Arte sabemos muy bien qué significan ambos conceptos. En el Arte la belleza no es tan simple de definir. No se trata solo de la admiración de formas armoniosas según costumbres atávicas en los gustos naturales de lo físico. La belleza es también en el Arte la adecuación de las formas y medidas de las cosas conforme a un espacio artístico delimitado. Aquí interviene la proporción geométrica, el equilibrio especular de las formas y la armonía de los espacios divididos o fragmentados. También es la sorpresa de las formas ante la posibilidad de que algo pueda verse ahora así, tan irreal en el universo físico de las cosas de este mundo. Entonces el juicio natural de los ojos se subordina al equilibrio informal de un sutil contraste armonioso. Cuando Tintoretto quiso destacar la belleza ofuscada de Helena en una de sus obras, la compuso tendida horizontalmente en el aire en un gesto ahora naturalmente imposible. ¿Imposible? Lo que no se aviene a la concepción de lo más frecuente no significa que no sea posible. Los gestos y las posturas disponen de intersticios donde las formas adquieren a veces instantes de visión increíble. Increíble no significa imposible. Si no creemos algo es porque no lo vemos siempre o frecuentemente, lo que no significa que no exista o que no pueda existir. Los pintores atrevidos y geniales (no es fácil crear belleza así) tratan a veces de componer escenas con formas infrecuentes en unos momentos distintos. Pero, para ser geniales, deben hacerlo además con belleza...  Con belleza artística no física. ¿Y, en la vida, sucederá con el amor lo mismo que con la belleza en el Arte? ¿Existen momentos de armonía relacional o amorosa que no correspondan a lo tradicional, a lo habitual, a lo que no tenga que ver con lo más frecuente en los amantes? ¿Será entonces que el amor debe tener otra cualidad oculta aparte de la expresada formalmente?

En la obra El rapto de Helena de Tintoretto las formas están ahora fraccionadas por su difícil perspectiva frente a la belleza tradicional de las formas. Forzada la perspectiva, el pintor solo puede ahora armonizarla con un equilibrio desestructurado de las formas. Ahora estamos viendo la escena principal justo al mismo lado de ella, algo que distorsiona e impide ver la totalidad de la escena.  El pintor impide verlo todo conforme para plasmar la escena más violenta justo en el espacio más cercano al observador. Podía haber pintado a Helena y a su sufrimiento sola, pero entonces no habría contraste original de forzada belleza artística. Sólo sería la belleza de ella la reconocida... Cuando la belleza está recreada entre cosas no armoniosas hay que  compensar el efecto desastroso... Entonces solo persiste la belleza mientras se consiga algo que ahora sorprenda, que distraiga de aquellas formas no armoniosas. En este caso la imagen inesperada de una Helena horizontal. Ella además se encuentra al pairo de una lucha imperiosa. No conseguiremos distinguir las formas que la rodean, solo vemos la intención sobrevenida de unas formas violentas. En la obra de Tintoretto la belleza está sostenida por formas imprecisas: geométricas, espaciales, asimétricas. En Helena su belleza está ahora sustentada tan solo por la inercia. No hay un sostén que valga para ella. La composición de la obra no persigue un equilibrio veraz, sólo el que buscará plasmar un instante ideal entre momentos alejados de belleza. Se consigue, no obstante, con el contraste ahora entre la acción y la parálisis.  Existe en esos raros instantes de una escena dinámica con ocasión de armonizar la quietud y el movimiento. Algo imposible de hacer creíble con un escena de acción violenta. Ese contraste extraño ejerce en la belleza de la obra una sorpresa extraordinaria. Es como el contrapunto de un silencio entre un discurso poderoso. Es como el contraste también de un gesto de amor inesperado entre formas culturales tradicionales o socialmente respetuosas. 

¿Qué hay de verdad en una belleza fraccionada o en una emoción sorprendente?  El amor y la belleza se encuentran a veces desubicados entre raras muestras diferentes. Lo que obligará, si queremos expresarlos claramente, a que ese amor y esa belleza sean ahora auténticos... Los pintores geniales lo consiguen con una belleza extraña en sus composiciones sorprendentes, como en este caso de Tintoretto. ¿Y en los seres humanos, cómo se conseguirán en sus relaciones amorosas? Aquí la sabiduría es, tal vez, tan necesaria como imprecisa, porque hay que disponer de una emoción muy sincera y ésta debe ser bien expresada en sus formas. En el Arte lo llegaremos finalmente a comprender. Y, en la vida, ¿cómo y con qué cosas lo veremos? La expresión emotiva para comunicar sentimientos es una rara aptitud que, como en los artistas, supone la posibilidad de llegar a transmitir o no la verdad en el escenario insensible de las cosas. Entonces habrá que relacionar las cosas con la sensibilidad mínima para no dejar que lo insensible acabe evitando la emoción o el sentimiento. Como con el Arte, que buscará trasmitir lo fundamental a pesar de estar alojado a veces en el espacio desestructurado de lo visible. No todos los artistas lo consiguen con belleza. Para los demás, para los que las formas van acompañada siempre de expresiones armoniosas, nunca una alteración será una opción para poder llegar a plasmar belleza. Como en el amor...

(Óleo El rapto de Helena, 1579, del pintor manierista Tintoretto, Museo del Prado, Madrid.)

19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

14 de mayo de 2020

La genialidad en El Greco es atrevimiento, originalidad, contraste, equilibrio y relación.



Esta obra de Arte de El Greco fue una de las primeras que hiciera en Toledo a su llegada a España en el año 1577. ¿Cómo le permitieron hacer una representación sagrada tan original para la primada catedral de Toledo? Realmente la rechazaron, pero con sutilezas. Se negaron a pagarle la cantidad establecida pero nunca retiraron la obra ni dejaron de poseerla. Una cosa era la teología y otra el Arte. A pesar de las obtusas reticencias dogmáticas, siempre hubo en Toledo mentes privilegiadas que supieron entender la diferencia. Nunca se había pintado en toda la historia del Arte occidental a Jesús dentro de un grupo humano tan denso, donde además su cabeza fuera sobrepasada por otras en un gesto de falta de primacía teologal. Sólo el Arte bizantino y sus características iconográficas, que hacen rodear a las figuras sagradas a veces con otras figuras, se habría atrevido a hacerlo así. Como griego que era, El Greco conocía esas formas de pintar lo sagrado, así que no dudó en recrear desde una perspectiva occidental lo que él sabía podía hacerse desde una perspectiva oriental. El Greco fue, tal vez, el mayor personaje ecuménico que la historia del siglo XVI había dado al mundo cristiano. A este atrevimiento se añadiría otro, el de componer así a tres figuras femeninas que habían tenido que ver con Jesús. Pero ahora las hace partícipes de un momento muy dramático en la pasión cristiana: cuando Jesús es despojado de sus vestiduras para ser azotado vilmente. Otra barbaridad evangélica. Los teólogos de Toledo se negaban a aceptar esa participación femenina en ese momento tan sensual. Es por lo que El Greco, genialmente, las compone mirando ahora no a Jesús sino a un madero de su cruz que un sayón está ahora preparando para colgar su cuerpo. Es curiosa la preferencia de El Greco por los rostros humanos apiñados formando un fondo denso que contraste con el motivo principal. Así debía componer el pintor a la humanidad, a los otros... Para El Greco la responsabilidad humana en los hechos graves del mundo debía ser representada sin singularidad. Los verdugos aquí son ahora meros comparsas en el trágico escenario de las cosas inevitables. Son todos, toda la humanidad, la que está ahora ahí participando agrupada, incluso por omisión, en el descalabro ignominioso de un drama tan insigne.

El equilibrio lo consigue El Greco con sus colores y sus formas imprecisas. Es cierto que El expolio utiliza colores fríos (azules, verdes o grises), pero dispone también del rojo y del amarillo, ¡y de qué modo! Con el rojo de Jesús llega a equilibrar la frialdad de los otros colores. Así obtiene el equilibrio necesitado para una composición tan imprecisa. ¿Y la relación? El pintor cretense se obsesiona por relacionar las cosas: cosas sagradas con cosas paganas; cosas heroicas con cosas viles; cosas reales con cosas anacrónicas; cosas pintadas con nosotros... Jesús aparece ahora como un hombre condenado, no como un dios ni como un ser privado de sus limitaciones. También relaciona la cronología de las cosas del mundo, pintando un guerrero con su armadura de la época del pintor como si fuera un soldado romano del siglo I, o incluso las picas y sus puntas de armamento y los yelmos mismos, tan anacrónicos para la época de Jesús. Luego las miradas de algunos personajes (algo habitual en otras obras de El Greco) hacia nosotros, hacia los espectadores del cuadro. Así nos relaciona el pintor con la obra, así nos hace partícipes también de la responsabilidad en un suceso tan trascendente (un personaje se atreve incluso, no muy seguro, a señalarnos). ¿Hay una representación más sublime para mostrar la injusticia humana ante un ser humano único, sea éste o no sea un dios, o algo sagrado incluso? No pudieron rechazar la obra de Arte. Rechazaron su atrevimiento tan desconsiderado. En alguna ocasión he leído u oído que El Greco descalificaba a Miguel Ángel como pintor. Es duro asimilar esto. Miguel Ángel, todo un genio del Arte. Pero, si se piensa bien, hay algo de verdad en ese juicio tan atrevido. Miguel Ángel sobre todo fue un excelso escultor, El Greco en esto no cuestionaba nada. Otra cosa es pintar... Aun así, sigue siendo duro el juicio descalificativo de El Greco. Las pinturas de la capilla Sixtina son extraordinarias. Pero, no todas, ni globalmente, ahí estará el asunto que El Greco planteaba. ¿Había atrevimiento en la pintura de Miguel Ángel?, sí; ¿había originalidad?, también; pero, a cambio, no habría contraste ni equilibrio ni relación. Para el Arte de la pintura estas cosas son fundamentales. No solo en las formas sino en los colores, y mezcladas ambas cosas además. Todo eso es lo que conseguía hacer El Greco, y, sin embargo, pocos pintores llegaron a conseguir. Ni siquiera Miguel Ángel. No como aquél.

En los gestos reconocemos a El Greco. Observemos como consigue hacer mirar a los personajes hacia donde él desea que miren. Así relaciona dentro de la obra unos con otros. Pero también afuera, como cuando hace mirar hacia nosotros a algunos personajes retratados. Pero también en las posturas de los personajes. Agachados, inclinados, torcidos, con el cuello girado, con las manos o los brazos articulados en formas reconocibles, a pesar de sus estiramientos o alargamientos anamórficos. La manera de componer de El Greco es longitudinal, por eso sus cuadros son más altos que anchos. Para él el mundo es vertical no horizontal. ¿Qué sentido tiene crear un paisaje si éste no mantiene una sincronía entre una parte superior y otra inferior? El mundo tiene niveles que deben representarse desde lo más bajo hacia lo más alto. La vida va siempre así, las cosas son así, las obras son así. Pero ese contraste, como el que utiliza en sus obras geniales, va ahora desde lo terrenal hacia lo espiritual, va desde lo inferior hacia lo superior. Y esto lo rompe El Greco aquí, sin embargo, representando a Jesús no en la parte más superior. Por eso el contraste debe ser ahora destacado, debe ser realzado, aunque no esté arriba. Tiene que existir ese contraste no solo representado con los colores sino en las formas, algo que persigue, por ejemplo, una ruptura con las líneas verticales más significativas de la obra. Así el brazo del verdugo que comienza a desnudar a Jesús, así la mano imprecisa que nos señala a nosotros, así la figura torcida y plegada sobre sí que está ahora horadando la madera del suplicio final. Con ella, con esta ruptura formal inferior, nos asombra el pintor dejando claro aquí la terrenalidad del nivel más bajo de la obra. Por eso el atrevimiento de pintar a las tres figuras sagradas femeninas fueron el argumento teológico más inapelable contra la pintura. ¿Tan cerca de lo inferior, tan lejos de lo sagrado? Para El Greco no hay duda. El mundo es como es con independencia de lo sagrado. Todo debe aparecer en su obra. El universo genial de su pintura no puede abstraer nada en ella. Ni siquiera la desfachatez humana. ¿Cómo pintarla mejor? ¿No se supone que es una barbaridad haber condenado a un hombre como ese? Pero, también a su mensaje. ¿No es una salvación lo que después acontecería? Por eso El Greco equilibra aquí esas dos contradicciones. ¿Hay alguna imagen aquí de lamento exagerado, como, por ejemplo, sí las hay en otras obras parecidas de la pasión de Cristo? Este es otro contraste y otro equilibrio y otra relación. La maldad inferior terrenal es pura anécdota ante una salvación poderosa de lo superior. Para destacarla la relacionaría verticalmente y la equilibra así entre la mirada de Jesús hacia arriba y las miradas de las tres marías hacia abajo. Nada dejará de tener sentido en el universo del pintor cretense. Todo está relacionado siempre. Hasta la cruz aparente de dos brazos izquierdos, formada ahora por el ser superior más elevado y por el más inferior e infame de los representados. 

(Óleo El expolio, 1579, del pintor manierista El Greco, Catedral de Toledo, España.)


12 de mayo de 2020

El tiempo y la belleza suposieron juntos en el Arte un momento de cierto esplendor oscurecido.



¿Por qué hubo una forma artística que no entendería la belleza si no iba delimitada por un claroscuro sobrecogido? Tal vez porque así era más sobresaltada la belleza, más repentina, más inesperada. Porque la belleza en la vida real solo aparece un momento, no es algo que permanezca quieto y disponible cada vez que deseemos contemplarla. Esta sería solo una virtud del Arte, no de la vida. Porque en el Arte lo está siempre para poder ser admirada sin espera. Sin embargo la capacidad del Arte no es de por sí directa (no toda obra, por ser artística, dispondrá de sublime belleza), necesitará de algunos recursos añadidos que el pintor deberá conseguir crear con su maestría estética. Uno de ellos es el claroscuro. Al oscurecer el entorno artístico destacará siempre luego el objeto retratado con belleza. Porque la iluminación supone otro magisterio más:  hay que saber qué iluminar y qué no. Aun así, no bastará para expresar belleza. El pintor tiene que elegir además qué posición, qué gesto, qué inclinación y qué tamaño debe disponer el cuerpo o figura retratado. En el claroscuro de belleza no tiene sentido más que el cuerpo humano retratado. Pues bien, todas esas cosas artísticas las consiguió el pintor italiano Antonio Amorosi (1660-1738) en su obra Muchacha cosiendo. Pero, también otras. ¿Cómo pintar el tiempo? En el dinamismo expresado en algunas obras artísticas se puede representar el tiempo. Pero en esos casos la belleza está en el movimiento reflejado, en el contraste entre lo que está quieto y lo que no. Se consigue expresar, pero estará el tiempo representado en esos casos (obras dinámicas de Rubens, por ejemplo) de una forma integrada en la composición, quiero decir, que los movimientos retratados con belleza formarán parte ahora de ésta, y el tiempo estará desarrollado en cada pincelada genialmente compuesta. Pero en la obra de Amorosi el tiempo está sin movimiento, sin contraste dinámico. Está detenido. Es ese instante el que plasma el pintor expresado por el imaginario ritmo de una cadencia, cuando el momento se sitúa ahora en el periodo intermedio entre dos pulsos temporales representados. Es decir, donde el tiempo ahora se repone detenido antes de que continúe con su alarde. Esta es la sensación fijada ahora por el pintor en la mano de la muchacha sosteniendo la aguja en el instante mismo en que ésta no puede ir más allá. Con este recurso el pintor lograría plasmar el tiempo detenido en su obra. Y lo haría ahora con la belleza sublime de ese gesto detenido de un perfil de belleza.

En el año 1720 el Arte estaba enloquecido a consecuencia de unos cambios sociales y artísticos que condicionaron la forma de expresión de la belleza. El Barroco, periodo de excelencia y exaltación de belleza, había pasado ya. Las inquietudes científicas y sociales estaban también revolucionando el mundo y sus formas. Ahora, después de guerras y conflictos, la sociedad deseaba resarcirse con la inteligencia y no tanto con lo emotivo. Esto marcaría el Arte por entonces. La belleza se debía condicionar ahora a un componente más lúdico que emotivo. Por eso la belleza empezaría a salir afuera, a los paisajes, a los jardines, a la luz. Y el movimiento sería un ardid estético para poder componerla menos pudorosa o menos sobrecogida. Y así el pintor Amorosi se atrevería en ese difícil momento a plasmar la belleza de un modo que ya no se alabaría tanto en el avance que el Arte tuviera con  el Rococó. Por esto a Antonio Amorosi se le califica de pintor tardo-barroco. En la encrucijada de aquel periodo de cambio, el pintor se encontraría abrumado al saber la belleza que el siglo pasado había alcanzado y ahora habría dejado. En esta pintura tardo-barroca la belleza está sobrecogida porque no quiere o puede sobresalir como antes. Por eso ahora el tiempo puede acompasar la belleza y representarse discreto entre la acción de coser y la propia costura. Hay incluso proporcionalidad geométrica entre la línea inclinada del hilo y el perfil del cuerpo inclinado de la joven. Hay armonía estética entre el color del diseño de la labor y el tono del collar dorado que ella luce. Pero, sobre todo son las sombras. En la posición de la muchacha está la luz situada justo en el lugar en que su labor puede ser mejor compuesta. Ahí las sombras relucen hacia el lado opuesto de la costura. Pero esta iluminación condicionada no resaltará, sin embargo, toda la belleza. Ese fue, tal vez, el pago que el pintor debió hacer ante el nuevo momento estilístico. La belleza de los pendientes no es reflejada en su obra con mucho deslumbramiento estético. Se ven las dos perlas (detalle curioso es la inclinación del perfil de la modelo que solo permitiría ver una perla completa) pero no destacarán en todo su esplendor esos adornos de belleza. El pintor no las iluminará, pero, a cambio, nos muestra ahora ambas perlas como para dejar claro su nostalgia de belleza.

Las cualidades de esta obra fueron sustituidas por una tendencia diferente, el Rococó, que hizo resaltar lo cotidiano aún más que la belleza. A comienzos del siglo XVIII el mundo quería mostrar un desenfado artístico acorde con el momento de placidez social y racional que anhelaba la sociedad europea. Para ese tiempo, la belleza no sería ya una forma de expresión que tuviese tanto reconocimiento o tanto valor estético. El claroscuro dejaría ya de ser un recurso muy utilizado. ¿Cómo entonces maniobrar sutil con la belleza? Se utilizaron más los colores para tratar de hacer lo que antes se hacía solo con las sombras. Se recurrió al movimiento, no tanto al detalle del instante, y, luego, incluso, mejor a lo sublime de algún momento natural frente a lo sublime de algún instante personal. Para conseguir lo sublime el paisaje sería mejor que el retrato intimista de una persona. Pero fue lo sublime lo que consiguió también Amorosi en el año 1720 para componer el tiempo y la belleza juntos, ahora, en un alarde de grandeza. Era demasiado emotivo ese alarde, porque no compaginaría con un mundo que trataría de empezar a vencer la Naturaleza con rigor, con cálculo, con frialdad, con luz y simetría. Por eso el pintor italiano fue un artista desentonado por entonces, algo que no acompasaría bien con la nueva visión de ver el mundo con ojos tan abiertos que no hubiera lugar para las sombras. Pero tampoco para la insinuación sutil de la belleza, o para la emoción con ésta, algo que no llegaría a reivindicarse sino hasta el advenimiento del Romanticismo. Pero Amorosi se adelantaría aún a esto último. Y lo haría con los recursos más significativos de una tendencia que nada tendría que ver con la emoción sino más bien con la belleza. Es decir que con ese alarde Amorosi utilizaría dos tendencias alejadas en el tiempo, una pasada y conocida por él (el Barroco) y otra futura y desconocida aún (el Romanticismo). Y lo hizo para plasmar el instante de belleza que reflejaría sublime  en su desubicada obra, todo un reconocimiento a la labor intuitiva que el Arte fuera capaz de hacer con la belleza.

(Óleo Muchacha cosiendo, 1720, del pintor tardo-barroco italiano Antonio Amorosi, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

8 de mayo de 2020

La esencia del Arte es ajena a sus autores y trasciende sublime la intención y la memoria.



¿Qué es la esencia del Arte? Es un fluir indeterminado que va de una idea plástica a un ente estético posterior totalmente autónomo y universal. Es una profecía no expresada antes pero autocumplida después. No tiene nada que ver con la representación formal de lo expresado la esencia del Arte, es lo que se ve mucho tiempo después de que la obra de Arte haya sido compuesta. Hay elementos referentes que con el tiempo irán creando poco a poco esa esencia artística. Pero para que hayan o existan esos referentes el ojo observador, que es en el Arte el que traduce esa esencia, debe conocer y sentir previamente ciertas cosas ya vividas. Otros referentes se irán luego además incorporando a medida que la raigambre artística de lo creado asiente su poder alegórico. Cuando el pintor neoclásico inglés Joshua Reynolds (1723-1792) sintiera la necesidad (referente inicial) de crear un retrato infantil, entendió que la representación clásica de una niña debía ser compuesta ahora de una forma diferente. En los procesos inconscientes de lo artístico se guardará, secreto, el sentido más misterioso de lo sublime. Podía el pintor clásico haber compuesto a una niña de frente, mirando al espectador y sonriente; de pie incluso, o jugando o admirando o tocando el frágil pétalo preciso de una delicada flor... Sin embargo, nada de eso compuso entonces el pintor británico. Decidió retratar a la pequeña sentada en el suelo de una campiña, de perfil, solitaria, con la mirada inquieta y con sus manos recogidas, sosteniendo así, inevitable, su atribulado corazón. Se exhibió por primera vez en el año 1788 en el círculo reducido de la Real Academia como Una niña pequeña. Pero, dos años después de la muerte del pintor, en 1794 un grabador interesado en la reproducción impresa del cuadro, Joseph Grozer, bautizaría entonces la obra con un nombre muy determinante para su esencia artística (segundo referente, alegórico): La edad de la inocencia.

La obra no se presentaría en la Galería Nacional sino hasta el año 1847, entonces con el título que Grozer le había puesto cincuenta años antes. Para ese año ya habían pasado las calamidades históricas más terribles que Europa no había vivido en siglos. Porque hasta aquel año 1788 el mundo todavía tendría ese aspecto de inocencia bendita que la imagen de Reynolds había compuesto por entonces (tercer referente, histórico). Cuatro años después sobrevino la violenta Revolución francesa tan feroz, luego además las guerras con Francia y después las sangrientas batallas napoleónicas y sus secuelas de pobreza. El mundo había para entonces perdido aquella inocencia tan sublime que el pintor neoclásico hubiese decidido expresar en su obra del año 1788.  Esa fue la esencia del Arte de un cuadro clásico que, por entonces, no habría llegado siquiera a comprender bien el pintor. Pero, aun así, Reynolds pintaría también los rasgos representativos de un cierto ánimo infantil sobrecogido y fatalmente premonitorio. Ese que la inocencia pueda llegar a presentir a veces sin saber absolutamente nada de lo que signifique. La edad o periodo de la inocencia es una realidad personal o social que caracteriza siempre a nuestro mundo. En lo personal la situaremos en la infancia, ya que es lo más evidente y natural, aunque pueda llegar a sobrepasar esos límites y vagar incluso por etapas o momentos diferentes. Socialmente se da también siempre, porque la inocencia entonces actúa como un valor ambivalente, proviene tanto de la natural tendencia personal de los seres inocentes como de una tendencia causada por las fuerzas oscuras de una sociedad a la que esa inocencia le interesa. Porque siempre es más fácil manipular, orientar, dirigir o planificar tendencias en los seres inocentes que en los que no lo son. Lo que sucede es que ante el advenimiento de un descalabro trágico incontrolado, la sociedad, como los seres que la pueblan, transformarán entonces su inocencia para no volver a sentirla más.

Pero, como las vidas sucesivas y sus cambios, las generaciones morirán y nacerán, y volverán otra vez así a querer sentir el dulce periodo azul de la inocencia. Entre tanto, siempre algo habrá cambiado para siempre. Pero ahora, pasado ya el momento de su fatal recuerdo inevitable, la voluntad y los deseos primorosos, tan llenos de confianza nueva, seguirán mostrando su afán por querer brillar feliz en la inocencia. El Arte y su esencia entonces podrían venir a expresar, desdeñosos, un recuerdo reminiscente que debería sernos útil en algunos momentos duros de la existencia. Recordar, con el Arte, que la edad de la inocencia es un periodo concreto en el pasado, no una vivencia permanente o un momento voluntario que debiera volver, inmaduro, cuando se requiera necesario. Esa esencia artística fue el gesto iconográfico que el pintor neoclásico plasmara en su inocente visión de aquella memoria inconsciente. Porque fue la sutil emoción del Arte, no exactamente la del pintor,  fue la esencia del Arte no una representación meramente artística, la que se plasmaría finalmente en ese gesto infantil de la inocencia. ¿Qué inocencia no se abrumará, sin saberlo, ante un paisaje nuevo e incomprensible? La inocencia tiene eso, que vive, infeliz, ante lo desconocido o ante lo imprevisto sin mostrar un ápice de emoción resentida, asimilada, ofuscada o maldiciente. Pero, sin embargo, hay una emoción que la inocencia presentirá a veces de forma inconsciente. No se realiza esa emoción en el consciente ni dura mucho tampoco, es apenas un instante, un momento fugaz que sorprenderá incluso. Entonces la sensación infantil se reconcilia con su reminiscencia porque el recuerdo generacional apenas viene a mostrar ahora lo que es imposible recordar con ningún sentido: que alguna vez pasaron cosas que debieran seguir siendo aún reconocidas... Pero no, no se vuelve a sentir eso sino hasta que algo muy trágico de nuevo las vuelva a mostrar decididas. Hay algo en el mundo que dispone de los referentes estéticos necesarios para poder recordar todo ese atisbo de inocencia: con el Arte y su esencia sutil y poderosa. Una sensación entonces tan fugaz, involuntaria, sublime como manifiesta entre los ajenos recursos artísticos de un pintor y su gloria.

(Óleo La edad de la inocencia, 1788, del pintor neoclásico Joshua Reynolds, Tate Gallery de Londres.)