20 de septiembre de 2017

Y el Arte cambió: pasó de ser el Arte el objeto principal a ser el hombre el motivo principal del Arte.



Cuando la Pintura brillara en sus momentos de mayor esplendor clásico, desde el siglo XV al XVIII, el Arte era como una divinidad olímpica, como una religión a la que se habrían consagrado sus más elegidos creyentes. Para la actividad artística sublime de la Pintura los hombres de entonces dedicaron sus vidas, sus ideas, sus fortunas y sus emociones a expresarla bellamente. No importaba por entonces más que el Arte. El ser humano, el individuo personal que nacía, vivía, padecía o sufría, no importaba nada frente al poderoso descubrimiento estético y proverbial que supuso el Arte desde los inicios del Renacimiento. Por eso se crearon grandiosas obras donde se reflejaba como principal una sola cosa: el Arte mismo. El Arte dejaba muy claro la posición relativa del ser humano ante la manifestación plástica sublime que representaba. Los griegos habían descubierto la grandeza del Arte (el arquitectónico, el lírico o el plástico) y sabían que, como un extraordinario medio de expresión, iba mucho más allá de lo estético: representaba para ellos el sentido fundamental de lo que debía entenderse como vida y como civilización, como muestra de pertenencia a un mundo diferente del bárbaro o insensible que poblaba las tierras allende sus fronteras avanzadas.

Por eso el Renacimiento, cuando albergó la promesa de reconquistar la historia para una Europa ávida de civilización avanzada, comprendió pronto que aquel Arte de entonces debía ser el único medio de expresión que consagrara la estructura vital y social necesaria para soportar la incertidumbre de una vida misteriosa. Y lo consiguió. El Arte supuso la referencia mental, emocional y económica -desde un punto de vista sociológico- más importante que aquellos años pudieran disponer para reflejar un sentido histórico. Lo fue porque en el medievo había sido la religión el cohesionador más utilizado para eso, pero ahora, en los finales del siglo XV, el ser humano necesitaba algo que el propio ser pudiera manejar con libertad creativa, no ya moral o política, pero sí creativa, ya que el Arte sublimará siempre lo representado para acercar su sentido divino a la belleza o al equilibrio más humano. Por eso el Arte fue desde sus inicios renacentistas un objeto de adoración por el ser humano, algo donde solo el propio Arte se viese ensalzado ante cualquier otra consideración, fuese política, cultural o religiosa. 

Pero llegaría el Romanticismo siglos después como un cisma estético sutil, uno que no dejaría ver aún la tremenda revolución que su estilo llegase a producir en el mundo. Todavía no del todo. Fue en el último tercio del siglo XIX cuando se gestara por entonces otra revolución artística. Y entonces los seres humanos cambiaron aquel sentido estético de antes. Ahora, huérfano de todo, el hombre comprendió que ni el Arte podría seguir siendo aquel asidero poderoso. El ser humano caminaba solitario ante las vaguedades de un mundo que ya no tendría adoraciones fuera de la propia conciencia humana. Ahora el hombre debía ser el único objeto si quería sobrevivir al desierto de adoraciones desdibujadas. Y los creadores, artistas, poetas y pintores tuvieron que alternar el sentido trascendente de la vida. Y por eso toda manifestación estética, necesariamente, debía tener ahora otro único objetivo trascendente: el propio ser humano. 

Cuando el pintor, artista y crítico inglés Roger Eliot Fry (1866-1934) descubriera desolado el desamor inevitable que su adorada amada Vanessa Bell -hermana de la famosa escritora Virginia Wolf- profesara por él, su sentido existencial necesitaría ahora aquel espíritu estético que el mundo había descubierto años antes. No acabaría de sentirse un gran pintor y dedicaría su vida a escribir lo que supuso la nueva revolución estética que algunos pintores decimonónicos habían alumbrado, sin saberlo. Cezanne fue su profeta, y Monet, Gauguin, Van Gogh y otros sus más definitivos artífices (sería Fry quien los bautizaría con el nombre de postimpresionistas). Pero, poco antes de que escribiese y sufriese aquella emoción desgarrada, pintaría una obra de Arte que no acabaría aún de situarse en ningún estilo modernista. Mezclaba en su obra trazos de cierta afinidad clásica con un ferviente simbolismo decadente; combinaba los colores y perfiles de su admirado Cezanne con la sutilidad manierista de los antiguos clásicos. No, no acababa de definirse. Salvo por una cosa. Ahora, en el advenimiento de un mundo diferente, más desamparado o más desequilibrado o más perdido o más inconsistente, el sentido fundamental de aquel motivo principal del Arte, de lo que fuera el propio Arte, de lo que el Arte reflejaba trascendente entonces, pasaría ahora a ser otra cosa diferente. Ya no se mostraba lo principal de la obra, ya no era el objeto principal del sentido de aquel Arte lo que se acentuaba en la obra, no, ahora era el hombre, el propio ser humano desconsagrado y perviviente el que, deslavazadamente y de espaldas, huido, perdido o silente, aparecía en el plano principal de la obra frente al antiguo, alejado o decadente motivo nuclear representado siempre antes en el Arte.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1641, del pintor barroco Claudio de Lorena, Museo Wadsworth Atheneum, Hartford, Connecticut, EEUU.; Cuadro del pintor inglés Roger Eliot Fry, Paisaje con san Jorge y el Dragón, 1910, Birmingham, Inglaterra.)

21 de agosto de 2017

Las mentiras sutiles del Arte o como lo importante no es qué es algo sino cómo se ve.



Betsabé fue el personaje femenino de una historia bíblica davídica. El rey israelita David se obsesiona con ella luego de observarla bañarse desnuda. Esta obsesión llevaría al monarca de Israel a requerirla en sus reales aposentos. La forzaría regiamente, es decir, con las prerrogativas reales que un monarca absoluto tuviese sobre su pueblo por entonces, siglos XI-X a.C. Pero fue algo que entonces no pudieron evitarlo ni ella ni él. Y tal vez no hubiese pasado a ser historia o leyenda bíblica alguna. Podría haber sido un adulterio clandestino más, uno de los millones que la historia noble hubiese tenido en sus desconocidos anales de la vida. Pero Betsabé quedaría encinta de aquella afrenta regia. Según cuenta la leyenda sagrada (la historia real del rey David es desconocida), Israel por entonces (c.a. 1000 a.C.) se encontraba en guerra con los amonitas -el sitio de Rabbath Ammon- y el conflicto se estaba prolongando demasiado. El ejército del rey David se encontraba desplazado hacia el sureste de Israel, muy lejos de Jerusalén. En su ejército estaba el soldado Urías, esposo de Betsabé. Cuando ésta comprueba su estado maternal se alarma y escribe entonces una carta al rey, pues llevaba sin ver a su esposo más de seis meses y el adulterio en Israel estaba terriblemente penado. El rey entonces ordena a Urías que regrese a su casa urgentemente. Pero éste se niega a abandonar a sus compañeros, sería un deshonor para él. Esto resultaría fatídico, sin embargo, para su vida. El rey no pudo hacer, entonces, más que mandarlo sacrificar. 

Esta es la leyenda sagrada del Libro de Samuel, donde se relata la historia de Urías y Betsabé. Pero el Arte tomaría la leyenda como un referente estético para consagrar ahora un sentido moralista. Porque los relatos sagrados o leyendas bíblicas eran para el Arte posibles metáforas que inspiraban otras cosas. Una inspiración tanto del creador como del observador que la percibe...  Y ahí está la capacidad del Arte para mentir sutilmente. Porque los pintores no identificaban el sentido estético de un personaje con el origen real de su leyenda conocida. La escuela holandesa que Rembrandt llevaría a su esplendor tuvo algunos seguidores adscritos a la sutileza del color y a la técnica de la belleza más emotiva. Salomón Koninck (1609-1656) fue uno de ellos. Algunas de sus obras fueron confundidas con las de Rembrandt incluso. Sin embargo, no alcanzaría la genialidad de su compatriota más famoso, a pesar de retratar esa belleza con rasgos más asequibles a un sentido estético más comprensible o deseable. Es interesante observar en las obras de Betsabé cómo la mirada del personaje -su expresión- es muy diferente en Rembrandt que en Koninck. También su técnica cromática -la cantidad de matices y sus detalles reflejados- así como la originalidad de su composición, lo que hace a Rembrandt uno de los más grandes pintores de la historia.

Salomón Koninck compuso dos obras diferentes de dos composiciones parecidas, algo que el Arte se permite porque no es el sentido fidedigno de una representación lo más importante, sino cómo veremos el resultado final, variando por ejemplo la mirada o algún que otro elemento para, finalmente, obtener así el sentido tan personal que el autor desea. En la Galería Nacional de Finlandia se encuentra la obra de Koninck  Joven y su proxeneta de 1640. En esta obra de la escuela holandesa el pintor consigue la composición de un personaje que, aparentemente, parece la legendaria Betsabé bíblica. Pero, sin embargo, no lo es. No lo indica el título ni ningún elemento iconográfico tampoco. Salvo la inspiración. Pero, en este caso, la inspiración es muy subjetiva, es metafórica y sutilmente engañosa. Diez años después, el mismo pintor Koninck compone su otra obra Betsabé. Observemos bien esta otra obra: es la misma escena, la misma figuración representativa, la misma composición,  la misma expresión del personaje principal,  la misma acompañante y casi los mismos elementos representados. Salvo una cosa. Lo que expresa ahora, en un caso, el sentido inequívoco de su relación con la leyenda bíblica: la carta escrita en su mano por Betsabé al rey David. Tan solo eso nos ayuda a discernir ahora el sentido real de la obra. 

Pero, entonces, ¿el sentido iconográfico de la otra obra cuál era? El titulo lo expresa muy claro: Joven y su proxeneta. ¿Es que el Arte relacionaba, sutilmente, a la madre del rey Salomón -hijo del rey David- con una prostituta? Sí. ¿Cuál es entonces la verdad? No existe en el Arte la verdad, solo la sensación de asimilar una belleza a un artístico mensaje sublimado. Lo que es la mentira del Arte... Lo que el Arte hace a veces para realzar, así, con belleza, el sentido de lo que expresará siempre: que lo importante no es el personaje retratado con rasgos identificativos para expresar un ser concreto -su aspecto ontológico-, no; que lo importante es la expresión de una belleza indefinida para alcanzar a comunicar algún sentido misterioso o trascendente -su aspecto estético-. Nada significará más en el Arte que el mensaje estético.  En una obra -Joven y su proxeneta- con la sensación de elogiar una belleza erótica y de menospreciar ahora las veleidades materiales de la vida.  En la otra obra -Betsabé- con la complicidad de llegar a entender la oscura moral detrás de una decisión real. El Arte nos ayuda a entender siempre expresando la belleza y las acciones que esa misma belleza nos inspire en la vida.  Aunque con su sutil mentira estética muy bien representada. Y especialmente en Rembrandt, además, con la mirada...

(Óleo barroco Joven y su proxeneta, 1640, del pintor holandés Salomón Koninck, Galería Nacional de Finlandia, Helsinki; Obra barroca del mismo pintor Salomón Koninck, Betsabé, 1650, Colección Privada; Óleo El baño de Betsabé, 1643, del pintor Rembrandt, Metropolitan Art de Nueva York.)