31 de enero de 2012

Versiones diferentes de lo mismo, o la forma más inquietante de que surja el Arte.



¿Cómo se consigue que algo sea lo único, lo definitivo, lo mejor elegido ahora de todo lo que hagamos o pensemos de una inspiración? Muchos de los que han creado algo descubrieron que, al volver a hacer luego lo mismo, les salió ahora otra cosa diferente. Querían hacer lo mismo -¿o no?-, pero, sin embargo, acabaría haciendo otra cosa... Y es que la diversidad es lo único que nos ofrecerá la posibilidad de sobrevivir al infame y obtuso mundo vulgar en que vivimos. Gracias a ella -a la diversidad- florecieron Leonardo, Van Gogh, Murillo, Cezanne... Por ella, por la variedad de la naturaleza, de su genio universal, del carácter veleidoso de sus criaturas, de la inagotable suspicacia del dejarse fluir ante el abismo de lo increado, es por lo que han sido posible todas las cosas existentes en el mundo. Cuando el grandioso pintor romántico Eugene Delacroix se dejara seducir por la leyenda del rapto de Rebeca, la dulce judía elegida por Abraham para su hijo Isaac, imaginaría la misma escena en, al menos, dos versiones distintas. ¿Con cuál de ellas acertaría el pintor romántico francés? ¿Cuál de ellas consiguió la única, elogiosa, virtuosa o más exquisita imagen de esa inspiración? A pesar de haber utilizado una cronología distinta a la real de entonces -las cruzadas medievales-, recurso utilizado por los creadores a veces, Delacroix llegará a obtener una más genial pintura en la primera de las dos obras expuestas de él aquí.

En ella se reflejará lo importante de la escena, la toma de Rebeca, en la cabalgadura sarracena poco antes de que el caballero, lejano aún, pueda ahora tratar de salvarla. Tres planos en el lienzo consiguen la grandiosidad de todo el conjunto. Primero -el plano más lejano-, el fondo de la guerra, el conflicto, ajeno ahora al sentido de lo narrado; el segundo plano, el caballero salvador, la esperanza; y el tercer plano -el primer plano propiamente- los secuestradores y el magnífico caballo escorzado, la tragedia. Alcanzaría aquí el creador a combinar genialmente los colores fríos -el azul- así como los cálidos -el ocre- en los tres planos a la vez. Cuando el pintor italiano Francesco Hayez decidiera pintar su Magdalena penitente no dudaría nada por entonces. Luego, al volver a representarla, al tratar de pintar otra Magdalena igual, el pintor del Romanticismo crearía ahora una obra diferente. Porque ya no sería exactamente igual ni el horizonte, ni los pliegues de la sábana ni la propia calavera. Pero, lo que el pintor no se decidió del todo fue a cómo pintar la cabeza de la modelo... ¿Quiso cambiarle ahora el gesto?, ¿la mirada?, ¿la posición?, ¿o todo esto a la vez? Pero, seguro, de lo que no se preocupó el artista fue de elegir el final de todo eso... Dejaría plasmada en la obra su indecisión en la superposición de ambas posibles decisiones. ¿Qué mejor forma, sin embargo, de transmitir la propia ambigüedad de la misteriosa modelo sagrada? En su nueva versión -donde dos rostros se sobreponen- no se conformaría con ser otra obra distinta, también dejaría manifiesta la esquizofrénica aleatoriedad de la creación...

Este mismo pintor italiano, prolífico en versiones distintas, desarrollaría una virtuosidad por los desnudos románticos, algo propio de su generación pictórica. En una de sus obras retrataría a la legendaria Susana bíblica. Esta mujer representaba el deseo más ineludible, ya que, a la vez, poseía ella la fuerza arrebatadora de su belleza y su fiel y decidida castidad. Muchos creadores la pintarían, pero Hayez volverá a conseguir, con el mismo encuadre, con los mismos gestos y con la misma representación, dos cosas diferentes, como las dos obras anteriores de Delacroix. Tan diferentes cosas obtendría -pero no solo por la modelo, aunque también- que llega el pintor a disponer algunas diferencias en su cuerpo, es cierto, pero no es esto ahora lo más señalado ahí. Ahora es otra cosa lo especialmente particular en la obra: la maravillosa y contrastada división vertical en los lienzos. Consigue el pintor Hayez, en la obra de 1850, lo que no alcanzaría a conseguir después. La oscura mitad del fondo de la derecha, que deja ahora parte del cuerpo más contrastado, tiene una significación señalada en esta creación. Con esto se deviene, por ejemplo, a pensar ahora que todo, hasta lo más virtuoso -la honesta Susana-, tiene así su alma profunda y desconocida, oculta e inquietante. De hecho, la modelo retratada en ese cuadro mantiene ahí una mirada diferente a la de la otra obra, a la menos destacada por su escaso contraste obra de Susana. Incluso, parece ahora que la misma modelo no pueda dejar de reconocerlo, de transmitirnos ahora, con su cómplice mirada, cuál es la mejor o más acertada inspiración de esas dos obras...

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, El rapto de Rebeca, 1846, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Cuadro del mismo pintor, El Rapto de Rebeca, 1858, particular; Óleo de Eugene Delacroix, El  Buen Samaritano, 1850; Cuadro El Buen Samaritano después de Delacroix, 1890, de Vincent Van Gogh; Obra Magdalena penitente, 1825, del pintor romántico italiano Francesco Hayez, Milán; Cuadro La magdalena penitente, 1833, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Lienzo Susana en el baño, 1859, Francesco Hayez, Pinacoteca de Brera, Milán; Óleo El baño de Susana, 1850, Francesco Hayez.)

29 de enero de 2012

El cansancio en la historia llevó siempre a los cambios, entre estos, a veces, brillaría el Arte.



Lo que más ha motivado los cambios culturales, lo que más ha promovido los gustos o las tendencias artísticas en la historia, no han sido las reflexiones sosegadas para comprender un avance en una evolución coherente o para descubrir de pronto que es mejor una cosa que la anterior. Lo que ha llevado al ser humano a dejar una práctica cultural -también a veces científica- y cambiarla por otra diferente ha sido el vulgar, despiadado y denostado cansancio. Forma el cansancio parte de nuestra naturaleza tanto física como mental. Queramos o no el cansancio ha sido una realidad cultural que hubiera requerido más atención que la que históricamente ha tenido. Los seres humanos llegan al convencimiento de que hay que cambiar no porque hasta ese momento no se supiera, que no hay cosa alguna que precise tanto en saberse, sino porque ya no pueden más soportar lo mismo una y otra vez. Ese fue el motor evolutivo en la Filosofía, por ejemplo. Lo que un pensador había consolidado como concepto por su grandeza y perfección, lo que la sociedad hubiera asimilado como valor cuando el vagar repetitivo de lo mismo alcanzase el nivel de saturación insoportable, el cansancio lo llevaría a cambiar luego para volver a ser otra cosa diferente.

Es cierto que las causas del cansancio pueden ser variadas y en grados diferentes de importancia, al igual que sucede en la vida de las personas. A veces, por ejemplo, nos llevará a cambiar una fuerte conmoción, ésta nos hace cambiar, por supuesto, pero el motivo profundo y verdadero es el cansancio, que en este radical caso ha sido agotado tan rápido como la demoledora causa que lo llevara a él. Pero, además, un cansancio puede a su vez llevar a otro y a otro... Y así no llegamos a saber, exactamente, cuál es el verdadero y último motivo que nos llevó a cambiar. Cuando el siglo XVII llevase a Europa a una de sus peores conflagraciones bélicas, la Guerra de los Treinta años (1618-1648), la sociedad del continente europeo quedaría tan absolutamente conmocionada que todo lo que fuese conflicto, dureza, incomprensión, dialéctica violenta o enfrentamiento fue luego, poco a poco, diluido y desdeñado por rechazable. De ese modo todo lo que se había llevado a entender antes como la posible causa de aquel espantoso sufrimiento, sería cambiada después y sublimada por otra en todos y cada uno de los aspectos de la vida del hombre: sociales, culturales, filosóficos, científicos, económicos, etc.

El pensamiento por entonces (finales del siglo XVII) pasaría a descubrir otras posibles formas de concebir la vida. El filósofo francés Rousseau fue uno de los primeros que se cansaría de casi todas las formas de vivir que la sociedad llevara hasta ese momento, principios del siglo XVIII. Para ello cambiaría la manera de pensar y de sentir, sobre todo esto último. Dio más importancia al sentimiento que a la fría y puritana razón. Comenzaría el filósofo francés a reivindicar, por ejemplo, el individualismo frente a los obsesivos y maltratadores sistemas sociales que habrían sacrificado las vidas de los seres humanos. Esto mismo se acabaría reflejando pronto en el Arte. Cansados por completo de tanta perfecta sombra y de tantos perfiles realistas que mostraban crudamente la vida y sus azares, los creadores artísticos no pudieron más que inventar el Rococó después del tan elaborado, pasional y cansino Barroco. Ahora se precisaba una sociedad más amable, menos complicada o más cariñosa. Todo eso llevaría luego, sin embargo, al advenimiento de la mayor revolución emocional del alma desgarrada, lo que fue el Romanticismo. Pero cuando Napoleón llega a finales del siglo XVIII arrasará con todo, con la calma y con el advenimiento romántico. Y entonces todo acabaría degenerando en una situación tan insostenible, desalmada y dolorida que se transmitiría ya la sensación de que algo, muy pronto, habría de cambiar.

Sólo algunos pintores habrían alcanzado a lograr con sus cambios destellos de brillantez en algunas de sus creaciones innovadoras. Es por esto que el cansancio no llevará a la excelencia de por sí, pero sí es causa de que ésta -la excelencia- sea descubierta a veces escondida entre los sutiles bosquejos de los cambios. No podemos eludir el cambio porque no podemos eludir el cansancio. Esto es parte de la realidad de lo que nos hace humanos y hasta de la propia Naturaleza incluso. Es la única simple cosa no analizada nunca en la historia y que ha pasado desapercibida. Que no se advierte siquiera cuando ahora, solemnemente, tratemos de comprender por qué todo cambió una vez... ¿Por qué se dejaría de hacer tal cosa o de pensar tal otra, o de llevar tal moda o de querer hacer ahora las cosas de otra forma diferente? ¿A qué, finalmente, nos llevará toda esta inercia de cambios en el Arte? A dos cosas quizás. O a evolucionar exageradamente hacia otras formas estéticas ignoradas por completo y que nos hagan ir aún más lejos de lo que fuimos, o a llegar a alguna forma de renacimiento como el que se produjo mil años después de haber fenecido el clasicismo antes en Grecia. Un Renacimiento donde no se repita lo mismo sino donde se alcance ahora un nuevo estético amanecer con la misma luz y la misma sombra. Pero ahora con otra cosa diferente, una con la que, desde las mismas raíces excelentes de lo anterior, configurar ya otra imagen más innovadora, más evolucionada o más sugerente. Pero también, y del mismo modo a como lo fuera entonces, igual de entusiasta, creativa y apasionante.

(Representaciones iconográficas de la diosa mitológica Flora a lo largo de la Historia del Arte: Óleo del pintor italiano del pleno Renacimiento, Francesco Melzi, Flora, 1521. Museo Hermitage, Rusia; Cuadro Flora, 1591, del pintor del Renacimiento manierista último, Giuseppe Arcimboldo, Francia; Óleo Flora, 1635, estilo Barroco, Rembrandt, National Gallery, Londres; Lienzo del Rococó, Rosalba Carriera, Flora, 1730, Galería de los Uffizi; Óleo Flora, del Neoclasicismo-Romanticismo de 1877, del pintor británico Alma-Tadema; Cuadro Flora, 1913, del pintor impresionista-expresionista alemán Lovis Corinth; Cuadro Flora, pintura contemporánea, Eugenio Ramos; Obra Flora, 1959, del pintor español Jesús de Perceval, Arte último-Figuración.)

25 de enero de 2012

Una pasión escondida, un genio andaluz y el Arte.



A veces en los pueblos donde la pasión desborda arte ésta reluce creativa, temprana y contemporánea. Otras veces ni siquiera acabará siendo conocida. Es el caso del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi (1922-1977). Pronto descubrió el pintor andaluz su poderosa habilidad para plasmar la pasión en un lienzo. Pero no nacería en el mejor de los tiempos posibles para un creador artístico. Sin sucumbir a la incultura ni a la envidia castiza, el pintor español Romero Ressendi terminaría su corta vida sin haber dejado nunca de ser fiel a sí mismo. Pero, como todos los creadores artísticos, dejaría la mejor muestra de sí mismo en sus obras. Una de las características de los genios pictóricos no es sólo saber pintar es, sobre todo, saber qué pintar. Y en esta pequeña muestra de Romero Ressendi se observa ahora la grandiosidad de un artista que supo siempre qué hacer con los colores, con la perspectiva, con el trazo o con la fuerza de su inspiración. Así, disfrazaría en algunas de sus obras modelos escondidos, ocultados ahora tras un antifaz como si fueran una rémora profunda de las raíces penitentes de su tierra.

Y todo lo ocultaría entonces el pintor, seres o cosas, daría igual ya que ¿qué es lo que se esconde realmente, detenido sin perfil alguno que dé vida al sujeto o al objeto, tras de un misterioso antifaz encapuchado? Luego, crearía también el pintor sevillano como pocos la imaginería más popular de los bailes de su tierra. Se presiente en estas creaciones aquí expuestas -Escena de baile y Bailando en la calle- la magia de otros genios del Arte hispano de años atrás, la semblanza de escuelas artísticas anteriores de su propio país. Desde un grandioso Goya, creador que al pintor andaluz apasionaba, hasta un cierto impresionismo modernista hispano, algo que él realizaría como si hubiese nacido años antes. Quiso hacerlo todo y representarlo todo, para poder así denunciarlo todo. Pero ahora sólo desde el propio Arte y con la estética atrevida que habían hecho ya sus colegas siglos antes. Sin embargo, no realizaría su Arte desde un mero pastiche de aquellas grandiosas obras de antes. Las fuertes e impactantes imágenes de sus pinturas tratarían sobre todo de llegar a las conciencias de los que las vieran, ocultas éstas también ahora como las de sus encapuchados.

Pero por entonces no le comprendieron, ¿cómo comprender a quien retrata así -tan poco colorista y demasiado bullanguero, con tan poca gracia artística- la alegría andaluza popular y festiva de una danza tan castiza? ¿Cómo comprender a quien expresa así, aunque sea de una forma tan creativa, la dureza más desolada y funesta de la vida de la gente, esa misma dureza que la sociedad bienpensante ocultase siempre y quisiera evitar mostrar a toda costa? Como en una ocasión sucediera, cuando a principios de los años cincuenta expusiese su obra Las tentaciones de San Jerónimo en Sevilla. Por entonces el Arzobispo de la ciudad, un personaje eclesiástico muy duro e intransigente, no vería la grandiosa, genial, artística y conseguida obra de Arte que el pintor hiciera; no, sólo vería el peligroso y relajado semblante ahora del santo retratado. ¿Cómo podía éste tenerlo así el semblante, ahora tan humano y relajado? No, esto sólo debía ser porque no se resistió a la tentación, ¡porque acababa de satisfacerla!, eso fue lo que dijo el cardenal de su obra de Arte. Al parecer, fue luego casi excomulgado el pintor andaluz por su atrevida, ultrajante y desconsiderada impudicia artística.

(Óleos todos del pintor sevillano Baldomero Romero Ressendi: Encapuchado; Encapuchado con montera; Escena de baile; Retrato de Paquita; Las tentaciones de San Jerónimo, 1950; Bailando en la calle; El pelele, 1976; Autorretrato de arlequín, 1959; Encapuchado; Encapuchado, 1974.)

23 de enero de 2012

Apreciar la grandeza de lo azaroso o de lo marchitable, ahí radica lo bello y lo bueno.



El poeta latino Horacio ya lo había dejado escrito: La breve duración de la vida nos impide albergar una larga esperanza. Entonces, ¿para qué lo excelso de las cosas, de las grandes cosas permanentes de la vida, como puedan serlo la Belleza, la Bondad o el Arte? Si todo es breve, si todo se deteriora, se va pronto o se marchita, ¿cómo admirar tanto ahora la consagrada vida efímera? Y, sobre todo, ¿cómo podremos ensalzar esas tres grandes cosas sin dudar? Cosas que, al ser conceptos tan abstractos, no serán siquiera como la propia, real y breve vida conocida. Pues, primeramente porque la Belleza, la Bondad y la grandiosidad representada que es el Arte, son parte de la propia y contingente vida, son ella misma también. Seguidamente porque al admirar el Arte no haremos más que admirar la vida, sus virtudes y todo lo demás que tiene. Porque la Belleza no se encuentra en la obra en sí, se encuentra siempre en los ojos efímeros del que, mirándola, acabará así por justificarla. No hay nada que perdure, ni la belleza ni la vida, pero eso no significa que no sean valores extraordinarios. Ambas cosas lo son porque ambas cosas son valores en sí mismos. 

Un pintor español del Modernismo, Federico Beltrán-Masses (1885-1949), llegaría a admirar tanto el exotismo idealizado de lo estético que alcanzaría a transformar completamente en su obra Salomé la imagen pérfida de la famosa bailarina. Porque el pintor la representaría afligida, dolorida y extenuada al ver, después de haberlo querido ella así, la cabeza degollada del Bautista. Y no evitaría el creador expresar en su obra además toda la sensual belleza de su cuerpo, incluso la acentúa aún más mostrando un pubis casi adolescente de tan virginal... El descubierto vientre impúdico de esa Salomé indignaría por entonces -año 1929- a un recatado público londinense en una de las exposiciones que realizara el pintor en Inglaterra. Pero lo que el autor nos muestra aquí verdaderamente es la imagen de una Salomé muy diferente a la bíblica: absolutamente acongojada y aturdida, del todo ahora arrepentida.

Porque en la historia del Arte se había encumbrado la estereotipada imagen pérfida de la bailarina bíblica. Ésta siempre representada como una mujer cruel, hermosa, pero sagaz, desalmada y muy vengativa. Y el pintor español Beltrán-Masses consigue cambiar aquí todo eso, aunque para ello se enfrentara -sin quererlo él así- a una indecorosa, impúdica y obscena imagen. Catorce años después elaboraría otra obra de Arte sobre la misma legendaria Salomé, pero, para ese momento, modificaría completamente la imagen de ella llevando ahora a su conocido personaje bíblico a la más deslumbrante e inalcanzable belleza a la vez que a un magnífico desdén, quizá el mejor desdén nunca antes más espléndidamente retratado jamás. Sin embargo, ni una ni otra imagen eran nada más que una maravillosa representación artística, donde ahora la Belleza y sus virtudes quedarían reflejadas en un cuadro. Pero no eran ni la Belleza ni la Perfidia: tan sólo eran Arte. Porque la vida -y el Arte- nos enseñará que lo admirable de la vida está en ella misma, en la misma vida contingente y efímera. Por eso la Belleza es tan admirable: porque sólo durará un momento, porque no es eterna. Y el Arte viene a paralizarla ahora artificialmente, es decir, que nos recordará el Arte siempre su evanescencia. Porque la vida y su belleza no son en sí un valor eterno, ni permanente ni sobrenatural, pero existen sin embargo siempre así para nosotros.

Desde muy antiguo los fabulistas dejaron clara la humana estupidez de valorar en abstracto las cosas de la vida, es decir, de imaginar con ellas un excesivo ideal de algo que, en esencia, no lo tiene. El griego fabulista Esopo lo contaría en su famoso cuento de La lechera: Entonces la lechera comenzó a menear la cabeza para decir que no (porque ella no deseaba, con el dinero que obtuviese de la venta de la leche, obsequiar a nadie), y, de tanto mover la cabeza, la leche se le cayó al suelo..., y la tierra se teñiría de blanco. De ese modo, la lechera se quedaría sin nada, sin las cosas que soñara y sin la leche que la incitó a soñar. Padeceremos la triste manía de sentirnos disconformes con las cosas que tenemos; unas cosas que, por otro lado, a otros muchos les bastaría. ¿Qué nos lleva a esa insatisfacción? Posiblemente la absurda ideación de que existen otras cosas más deseables o requeribles, y situadas ahora por encima de lo que simplemente es vivir, por encima de la propia y valiosa vida que tenemos. Una vida que, a veces, nos obligarán a vivirla desde la infancia de una determinada e insufrible manera, casi siempre ajena a nosotros, tan insensata como maldiciente. Además de la decidida y equivocada intención de pensar y pensar que tienen que existir unos valores que, al perderlos o al no obtenerlos siquiera, estaremos dejando de vivir una vida excelsa o admirable.

Creemos que en la permanencia de las cosas consiste lo grande o lo virtuoso de la vida, pero no es así. La evanescencia de lo sublime hace precisamente a lo sublime lo que es, y no al revés. Es decir, lo sublime, para serlo, deberá ser efímero. El Arte está entonces para recordarnos aquella máxima horaciana del principio. Como también lo estará esa sentencia que un decadente y sensible poeta romántico inglés, Ernest Dowson, dejara escrita en sus versos decadentes hace ya más de cien años casi: Largos no son los días de vino y rosas. De un nebuloso sueño, nuestro camino resplandece un instante para, luego, perderse en otro sueño...

(Óleo Salomé, 1932, del pintor español Federico Beltrán-Masses, Museo Art Decó, Salamanca; Cuadro del pintor español Guillermo Pérez Villalta, El instante preciso, 1991; Obra del pintor austríaco Peter Fendi, La lechera, 1830; Cuadro La favorita del Emir, 1879, del pintor francés Jean-Joseph Benjamin Constant; Óleo de Federico Beltrán-Masses, Salomé, 1918; Cuadro Salomé, 1512 del pintor italiano del renacimiento Cesare da Sesto.)

20 de enero de 2012

La sordera del mundo o el destino imperceptible de todos.



Los grandes pintores de la historia siempre tuvieron seguidores, otros creadores admiradores tanto de esos genios que su estilo no sólo no varió del de sus maestros, sino que lo hicieron resaltar más a cada pincelada agradecida. Fue el caso de dos pintores cuyas obras muestro aquí. Cuando Francisco de Goya viaja en el año 1789 a Valencia para descansar junto a su esposa convaleciente, conoce a quien acabaría siendo su discípulo y más fiel ayudante, Asensio Juliá (1760-1832). Este pintor valenciano representa la manera de crear de Goya en casi todas sus obras. Una de ellas, El náufrago -producida por Juliá en el año 1815-, es la imagen que utilizo aquí para demostrar la imperceptibilidad del mundo.  Con esta obra comienzo la reflexión sobre la soledad del no oído, del no visto, del perdido...  La fuerza de esta obra, subrayada por la acentuada inclinación inestable del personaje, radica precisamente en que no puede ver, ni oír, ni tocar, sólo caminar desesperado. Es un simbolismo muy temprano en el Arte, porque nada de los elementos que el ser humano utiliza para ejercer sus sentidos -ojos, oídos ni manos- se perciben en el modelo del personaje retratado por Juliá.

Otro de los seguidores en la historia del Arte lo fue el pintor Jacob Peter Gowy (1615-1661). Formado en el taller del afamado Rubens, colabora en algunas obras del gran pintor flamenco siguiendo bocetos suyos para encargos del maestro en España, entonces expuestos en la real Torre de la Parada madrileña. Luego marcha Gowy a Inglaterra donde trabaja en sus propias creaciones hasta el final de sus días. Una de las obras por la que fue más conocido es La caída de Ícaro, pintura que muestra rasgos rubensianos propios de su maestro. Esta obra mitológica cuenta la leyenda de Ícaro. De ella escribí una pequeña reseña en la entrada: La mezquindad frente al afán, la ambigua ambición, sus límites y su desdicha. Pero es otra obra de la misma temática la que viene a justificar mejor el título de la entrada. En Caída de Ícaro el pintor Pieter Brueghel el viejo (1515-1569) elaboró una extraordinaria y sorprendente pintura. Representa el sentido de la leyenda de Ícaro, pero ahora sólo después de haber caído éste. En esta obra de Brueghel  no se ve a Ícaro caer desde ningún lado del cielo. Y es porque ya ha caído, o, mejor dicho, está terminando de caer. Sólo sus piernas agitadas se aprecian sobre la inmensa superficie del mar. Por esto apenas lo vemos o apreciamos en la obra.

Pero, lo más importante y genial, es que nada ni nadie ha percibido que eso haya sucedido. Todo seguirá igual que antes de que Ícaro haya caído. Ni el labrador con su arado, ni el pastor con sus ovejas, ni nadie del barco que pasa, ni el pescador, ni los animales, han sentido ni visto caer nada. El paisaje es, sin embargo, idílico. Se ve una ciudad acogedora al fondo, sobre un horizonte esplendoroso con un maravilloso inicio de una puesta de sol entre sus formas. Un paraíso maravilloso ahora como escenario para un infortunio tan horrible. Nada indica otra cosa ahí, no existe en la obra de Brueghel reminiscencia estética señalable de la terrible caída de Ícaro. Pero, sin embargo, Ícaro se hunde, se ahoga sin que nadie lo remedie o lo salve. Es más, nadie lo echará de menos. ¿Cómo no echar de menos ahora a todo un héroe? Porque fue él capaz de volar...  Pero, la vida continúa igual sin él, desatenta por completo. Y el pintor quiso reflejarlo así en su obra. Las gestas personales que no terminen exitosas del todo, que no culminen, que no lleguen encumbradas a un final glorioso, o que no se deseen, no serán sino nada... El pintor nos muestra que sólo los que no están en la escena retratada -es decir, nosotros, los que estamos viendo la obra- somos los únicos que veremos a Ícaro ahí, oculto con sus piernas batiendo las aguas del mar. Fue para esto para lo que se creó la obra, no para ver un bello paisaje. Los que ahora ven la obra acabarán viendo a Ícaro. Porque han ido -a un museo o a presenciar una imagen virtual- precisamente para eso, para verlo, para ver a Ícaro caer. Y lo ven, ven a Ícaro, sin verlo del todo, lo ven a él y al resto de la obra, y, entonces, lo acabarán comprendiendo...

Uno de los pintores holandeses más desconocidos y, sin embargo, tan importante paisajista como los citados, lo fue Joos de Momper (1564-1635). Seguiría a su maestro Brueghel en el detalle de las cosas sencillas pero gráficas. Para expresar las cosas, para hacerlas destacar, no hace falta alzar la voz, tan sólo indicarlo con detalle. Aunque puede ser que no todos lo acaben oyendo... o viendo. En su obra Paisaje de invierno ayuda ahora la determinación del creador por señalar esos detalles. Uno de ellos nos sirve para seguir con la reflexión de antes. A la derecha del lienzo se observan tres personajes, se suponen: una madre, un hijo y la hija pequeña. Es ahora ésta, la hija pequeña, la que aquí no se escucha, ni se siente, por los otros. Hasta ella alzará sus brazos, los agitará insistente, tratando de hacerse escuchar, de hacerse sentir por los otros. Pero, nada, nadie acabará por atenderla. El pequeño y pueril gesto es absorbido, sin embargo, por el grandioso paisaje. Se aprecian una vivienda acogedora y hombres y mujeres que laboran en invierno. Al fondo hay una pequeña ciudad. Todo ofrece seguridad y humanidad aunque el duro paisaje invernal existe y se sostiene en la obra. Pero la pequeña continúa apelando algo, continúa deseando algo. No es sino en un pequeño fragmento del lienzo, en un detalle aumentado del cuadro -que presento aparte-, cuando, sin que nada haya cambiado -tan sólo el encuadre-, percibimos otra sensación de todo eso. Ahora sí vemos mejor el conmovedor gesto de que nos escuchen, de que nos esperen o de que nos ayuden. El que se percibe ahora desolado o silencioso en la pequeña retratada sobre uno de los extremos del fascinante, sorprendente y grandioso cuadro.

(Óleo del pintor español romántico Asensio Juliá, El náufrago, 1815, Museo de Bellas Artes de Valencia; Cuadro La Caída de Ícaro, 1636, del pintor flamenco Jacob Peter Gowy, Museo de La Coruña, en depósito en el Museo del Prado, Madrid; Lienzo del pintor flamenco Pieter Brueghel el viejo, Caída de Ícaro, 1558, Bélgica; Obra Paisaje de Invierno, 1625, del pintor flamenco Joos de Momper,  Museo de Carolina del Norte, EEUU; Detalle del mismo cuadro Paisaje de Invierno, del mismo autor, 1625; Cuadro del pintor Marc Chagall, de la Escuela de París, La caída de Ícaro, 1975, Museo de Arte Moderno, París; Extraordinaria obra del artista norteamericano Norman Rockwell, Sur de Justicia, 1965, EEUU, donde la sordera del mundo llegará a producir gritos, aunque siga sucediendo lo de Ícaro, que no todos lo verán.)

17 de enero de 2012

La velada belleza de lo sugerente frente a la rasgada belleza de lo manifiesto.



Es una leyenda conocida la matanza bíblica atribuida a Herodes y escrita por el evangelista Mateo. Una matanza donde las huestes del rey hebreo asesinan a niños no mayores de dos años nacidos en Belén. Todo como consecuencia de una criminal reserva a causa de una profecía recibida por Herodes. Profecía que de ser cierta uno de los inocentes niños de Judea acabaría destronando al monarca hebreo. En el Arte se ha representado la cruda escena bíblica por muchos pintores. Casi siempre mostrando un gran plano donde multitud de madres corren aterradas y perseguidas por soldados hebreos. Pero el Arte evoluciona en sus tendencias y se tomará libertades. Por ejemplo, el pintor belga François-Joseph Navez (1787-1869) plasmaría en su obra La Matanza de los inocentes otra cosa diferente... Porque en esta obra neoclásica del año 1824 no parecen tan pequeños los niños protegidos -¿inútilmente ya?- por unas madres ahora asoladas. Estas no corren angustiadas como en las escenas conocidas de esta legendaria matanza. Pero, da igual, porque no es eso, exactamente, lo más importante en esta neoclásica tendencia. Por otro lado, tampoco se aprecia en la obra nada que tenga que ver con la tradicional matanza. Sólo, a lo lejos, desfigurada, empequeñecida y en esbozo casi, se vislumbra ahora, como fijada en otro lienzo, la escena más conocida y violenta de los fieros ataques asesinos.

Los rostros en el lienzo neoclásico, aunque languidecientes y aturdidos, no pierden, sin embargo, la nobleza de lo excelso, de lo equilibrado o de lo bello. El encuadre neoclásico de Navez es perfecto y armonioso, se configura con las cinco figuras principales de la obra, que se complementan necesariamente. No se sabe en la obra neoclásica lo que le ha pasado al pequeño que, en brazos de su madre, se muestra ahora exánime. ¿Está muerto o desmayado? Para la sensación neoclásica -tan romántica- del pintor Navez lo que se pretende representar es el desamparo más inocente, la inocencia como paradigma, la sagrada belleza, más que profanada, acaso por profanar. Los colores en las obras neoclásicas no son hirientes, agresivos o dramáticos. Debían ser colores más rudos los tonos más propios de una tragedia como esa. Pero, aquí no. En el Neoclasicismo de Navez son otros los colores de esta legendaria tragedia infantil. Los colores neoclásicos son más suaves: son de pureza, de entrega, de esperanza. Salvo una pequeña escena encuadrada en el ángulo superior izquierdo, todo lo expresado en la pintura neoclásica es más acorde, sin embargo, con una expresión de mayor o más sagrada humanidad: porque lo que se expresa es fragilidad, es dulzura, es languidez o, incluso, alguna cierta resignación vital muy sosegada.

Solo en el rostro de una de las mujeres se aprecia un gesto precavido, temeroso o adusto. Es la mujer que, con una mano decidida, oculta lo único que puede ahora desentonar la lánguida escena neoclásica: el llanto y rostro aterido de otro niño. Éste no debilitado, como el pequeño anterior, tan solo desvalido. Un temor o desvalimiento que parece querer marginarse del sentido fundamental de la obra. Pero que, sin embargo, da el sesgo dramático necesario que una representación tan brutal como esta precise para serlo. Una época y tendencia artística -el Neoclasicismo- propicia a la sola insinuación altiva o heroica, sosegada o noble, pero, sin embargo, absolutamente incruenta. El otro cuadro de la misma tragedia bíblica es de un pintor más conocido, el barroco Nicolás Poussin (1594-1665). En este lienzo el realismo y el clasicismo se funden con la fuerza más expresiva del barroco de Poussin. El autor expone la auténtica tragedia descrita por el evangelista Mateo. La escena principal es justo la contraria del lienzo neoclásico. Porque ahora no hay reserva alguna de los gestos gráficos del asesinato evidenciado de un inocente bebé. No hay nada que nos lleve a pensar, a diferencia del cuadro neoclásico, que algo salve ahora al niño en este lienzo. No hay duda alguna, ni siquiera su aterrada madre lo dudará. Para una mayor certidumbre criminal, es un soldado hebreo el único asesino en el cuadro de Poussin: todos los demás son inocentes. Y para una mayor fuerza dramática el pintor francés sitúa a los protagonistas principales aislados del resto. La madre está desolada y los demás o gritan o corren lejos de ella. Nada, por tanto, consuela en este lienzo barroco lleno de horror. Consuelo que sí se apreciaba antes en el neoclásico y suave cuadro de Navez.

Pero es que los colores en la obra barroca son como deben ser los colores en una feroz y desalmada agresión: oscuros, rojos, ocres, encendidos. Sólo el inocente bebé reluce ahora puro y blanco. El encuadre de la obra barroca es propicio para resaltar el drama claramente. No hay salvación aquí, por tanto, no hay mejor lugar para el sacrificio que el aislado frío soportal callejero de una villa. Los rostros son evidentes, no se insinúan, se ven sus expresivas emociones. Uno de esos rostros, el del asesino feroz, es determinante, impávido, implacable, atroz; el otro, el rostro de la madre, es descarnado y suplicante, entregado ahora a cambio de la vida de su hijo, ya inútilmente. Por eso es aquí su gesto tan angustioso y mortal. Detrás del encuadre principal se ve un personaje desolado que mira ahora hacia lo alto; también una madre afligida que, ahora, no pide otra cosa más que no hubiese pedido, inútilmente, antes. Lo crudamente manifiesto frente a lo suavemente insinuado. Estas son parte de las diferencias estilísticas entre el Barroco y el Neoclasicismo. Pero, salvando las distancias, es en las imágenes eróticas donde, quizá, más podemos comprender la enorme diferencia expresiva en lo estético. El pintor actual Paul Laurenz consigue, en su obra no titulada, crear una de las más expresivas sensaciones eróticas. Sin embargo, no hay nada que muestre o enseñe claramente los elementos erógenos principales de una mujer. Nada. Es una creación moderna y actual, lo cual lo hace más significativo, ya que es más difícil sugerir cuando la época -el presente- no justifica más que lo expresamente desnudo, lo anatómicamente visible. Sorprende aquí una exposición equilibrada y sutil pero, a la vez, convincentemente erótica. Tan sólo los colores de la modelo y su pose insinuada la hacen verosímil eróticamente; el resto, los colores del entorno y la cándida silla, configuran sólo un pudoroso y aséptico decorado.

El siguiente cuadro, del decadentismo final del siglo XIX, del pintor François Martin-Kavel (1861-1931), nos lleva justo a presentir lo contrario. Aquí el pintor no pretende únicamente sugerir, bellamente por supuesto, sino que desea ir más allá. Pero su no sugerencia evidente le lleva a querer enseñar algo más lo prohibido, y, además, con una modelo complaciente que mira al espectador candorosa. En casi un siglo de diferencia, la capacidad de insinuación difiere mucho en estas dos obras pictóricas. Una que sólo insinúa frente a otra que algo desgarra, pero sin enseñar ambas ningún desnudo claramente. Posiblemente, la moderna imagen -del pintor Laurenz-, ahora suavemente erótica, resultase pueril en aquella época finisecular del siglo XIX. Del mismo modo que la imagen del pintor decadentista nos resulte ahora cándida para nosotros. Porque la mirada inocente y sincera, sin malicia y sin intención voluptuosa, entonces -finales del siglo XIX- sugeriría mucho con la sola muestra evidente de unos encantos semi-ocultos. Unos encantos eróticos que, sin embargo, son para la actualidad tan sólo un inocente gesto atrevido, algo simpático y curioso, pero sin mostrar ahora apenas nada seductor...

(Óleo del pintor neoclásico francés François-Joseph Navez, La Matanza de los Inocentes, 1824; Cuadro del pintor francés Nicolás Poussin, La Matanza de los inocentes, 1626, Museo Condé, Francia; Pintura intitulada, siglo XXI, del pintor e ilustrador actual francés Paul Laurenzi; Cuadro Joven en bata, del pintor francés François Martin-Kavel, finales del siglo XIX, principios del XX.)

14 de enero de 2012

El contraste, la sorpresa, la fuerza interior o la indecorosa fragilidad de la vida.



Cuando una vez se encontraba mirando por su ventana el pintor Andrew Wyeth (1917-2009), observaría entonces a una mujer que, arrastrándose difícilmente, se desplazaba por una de las laderas cercanas a su casa. Luego averiguó que padecía poliomielitis, y que, a pesar de eso, no dejaría ella de querer sentir el suelo bajo su piel. Entonces pensó pintar esa escena tan estremecedora. Pero, para respetar la identidad de la mujer, ideó utilizar mejor la figura de otra más joven, añadiendo a la imagen artística una fuerza emocional al tiempo que le restaba dramatismo. Porque ahora se incorporaban a la imagen otros elementos: deseo pasional, fuerza adolescente, necesidad emocional o querencia interior. Y para expresar todo eso requería el pintor otra modelo, no podía utilizar a la mujer real que viese luchar por las laderas de su casa. Así fue como su joven esposa contribuiría, en el año 1948, a modelar la artística silueta tendida de su imagen. Pero lo más extraordinario de la vida de este curioso creador norteamericano fue otra cosa, sin embargo, algo que llegaría a descubrir a los demás más de treinta y cinco años después de pintar unas obras, algo que sorprendería a todos, incluida su esposa: había llegado a realizar cerca de cincuenta pinturas que nunca había enseñado a nadie. Y todas esas obras de Arte habían sido de la misma modelo, una mujer desnuda y misteriosa a la que trató de proteger ocultando sus lienzos al mundo.

Al parecer, durante quince años -desde 1970 a 1985- había retratado a una mujer que vivía cerca de su casa de invierno, una que el pintor poseía en Pensilvania. Él la llamaba Helga y casi todas las obras eran desgarradores desnudos originales de ella. Un tema pictórico además, los desnudos, que el autor no había acostumbrado nunca a su público. Una tarde, sin embargo, se lo acabaría confesando a su mujer: tenía guardadas todas esas pinturas ocultas. Ahora, sólo el Arte importaba. Cuando le preguntaron a su esposa ¿por qué se lo ocultó a ella?, ésta respondió: Es una persona muy secreta, él no se mete en mi vida, ni yo en la suya, y ha valido la pena.  Poco después se supo que Helga existía, que había trabajado en casa del hermano del pintor, que era alemana de origen y que estaba casada y había tenido cuatro hijos y dos nietos. Sólo le molestó la indeseada y fastidiosa popularidad que eso había adquirido luego; si bien, pensaba, como lo pensó siempre, una cosa, que las obras de Andrew Wyeth son bellísimas.

A veces nuestra energía interior se sobrepone a lo azaroso: a lo escabroso, a lo doloroso, a lo penoso o a lo tormentoso de la vida. Y aun así, arrastrándonos incluso, haremos lo imposible por avanzar y alcanzar la meta, por volver a salir otra vez de nuevo al mundo, por volver a acabar algo por fin, o por volver a sentir de nuevo la vida, otra vez, ante nosotros. Para, en definitiva, volver a empezar otra vez, con la misma fuerza e ilusión de antes, o, también, para terminar por llegar adonde antes pretendíamos llegar, ilusionados. Es así como una fuerza poderosa y determinante nos impulsa de nuevo. Una fuerza poderosa, aunque también incapaz ahora de obtener aquel objetivo inicial y lejano de antes, aquel objetivo primero que, entonces, deseábamos obsesivamente pero que, ahora, inútilmente ya, su mismo deseo siquiera brille apenas en el horizonte de nuestra realidad, salvo ya con otra cosa diferente...  Para hacer ahora algo que, con ella -con esa fuerza poderosa interior que nos precipita-, al menos lleguemos a sentir de nuevo nuestra piel con lo que, apenas antes, era sólo un mero, vago e incomprendido anhelo interior del todo inconsistente. Pero que ahora, sin embargo, es lo único importante: ¡intentarlo! Porque es muy posible que luego, algo más tarde, se sienta incluso otra cosa diferente de lo esperado, pero seguro que no será peor. Aunque en ocasiones diferentes, con todas nuestras posibilidades físicas dispuestas, con nuestras ágiles piernas adheridas a nuestro deseo, no podíamos entonces ya sino bajar, estrepitosamente, la temible pendiente angustiosa de la vida. En ocasiones corriendo incluso para llegar a no entender bien cómo nos sucede a nosotros algo así, cómo descendemos ahora teniendo, sin embargo, todo lo físico o material para ayudarnos. Y esto es así porque ignoramos que haya algo más que nuestros medios físicos para conseguirlo, algo misterioso que nos lleve incluso a subir cuestas sin apenas poder hacerlo, algo que no surge sino del sincero, honesto y prometedor esfuerzo emocional interior más poderoso.

Según la mitología grecorromana el dios Júpiter tuvo un hijo adúltero con la bella Alcmena. El pequeño Hércules tuvo entonces que ser criado por el poderoso dios, ya que su esposa no lo aceptaría nunca. Pero, entonces, ¿cómo alimentarlo, cómo hacerlo sin una madre? Fue cuando Júpiter -Zeus en Grecia- idearía una estratagema para que su verdadera esposa, Juno, diese de mamar al pequeño sin ella percibirlo. Así que, cuando Juno estaba dormida, le colocaría Júpiter el bebé entre sus pechos. De ese modo, Hércules pudo ser alimentado con la leche poderosa de la diosa. Pero, una noche desabrida Juno se despierta de pronto. Entonces, ante la sorpresa de lo que pasaba, sólo pudo hacer un gesto impulsivo de repulsa, inconsciente y espontáneo. Alejaría así al pequeño Hércules de su pecho impúdicamente, y brotaría entonces, decidido y veloz, el blanco y fructífero líquido hacia el Universo... Esa fue la leyenda mítica que contaba la creación en el firmamento de las riadas de estrellas que forman La Vía Láctea.   El pintor flamenco del Barroco Pedro Pablo Rubens crearía en el año 1637 su pintura La Vía Láctea. Junto a otras sesenta y tres obras, esta curiosa obra barroca adornaba el pabellón de caza del rey Felipe IV de España. Este pabellón real, llamado entonces Torre de la Parada y situado no muy lejos de Madrid, acabaría teniendo un total de ciento setenta y seis obras pictóricas años después, en pleno siglo XVIII. Para el siglo siguiente la mayor parte de esas obras acabarían en un nuevo y grandioso museo, un edificio que fue antes Real Gabinete de Historia Natural, construido por el arquitecto Juan de Villanueva y adaptado luego como museo de Arte por el rey Fernando VII en el madrileño Paseo del Prado.

Aunque no es conforme a la medida literaria de lo que se crea una vez -y que no se debería luego añadir nada-, sí lo es a la verdad manifiesta que de una semblanza parcial o desafortunada no se evidenciaría entonces, pero que, ahora, sin embargo, pueda así -añadiendo este párrafo sensible- rectificarse. Es por eso que -a posteriori- quisiera incluir en esta entrada este añadido texto para destacar, claramente, esto: que una imagen artística puede ser entendida a veces solo como una representación iconográfica aséptica, estética y utilitaria para acompañar una inspiración crítica de una obra de Arte; pero que, sin embargo, también es sobre todo una representación vinculantemente emocional y relevante para algunos seres humanos que puedan haber sufrido o padecido lo que representa. La primera imagen de la entrada, el lienzo de Andrew Wyeth denominado El mundo de Cristina, expuesto aquí de un modo utilitario para simbolizar la lucha interior ante las fuerzas materiales que podamos o no disponer a veces en la vida, es, sin embargo, una de las imágenes de simbología personal más dura de toda la Historia del Arte. Una imagen que simboliza la más terrorífica sensación de soledad ante el desgarro terrible de los que sufren esa enfermedad. Representa la atormentada figura de una afectada por poliomielitis, una enfermedad que, hasta hace poco, fue de las peores de la Humanidad. Actualmente superada por fortuna en su prevención, pero dramática en las personas que aún la padecen. Para ellos, como para todos los que sienten alguna afección que les impida en algo vivir, no sólo debiera el Arte acercarse a comprenderlos sino que también nuestra consideración y respeto deben ser expresados en semblanzas que, como ésta, no supieron hacerlo antes... Antes de que alguien nos lo hubiese recordado sincera y amablemente.

(Cuadro del pintor norteamericano Andrew Wyeth, El mundo de Cristina, 1948, Museo de Arte Moderno, Nueva York; Obra del mismo autor, Invierno, de 1946; Lienzo de Andrew Wyeth, Amante, 1980; Cuadro de Andrew Wyeth, Desbordamiento, 1978; Cuadro del pintor Frederic Edwin Church, Aurora Boreal, 1865; Óleo del pintor Rubens, La Vía Láctea, 1637, Museo del Prado, Madrid; Fotografía Aurora Boreal y la Vía Láctea, Islandia, 2011, derechos de Iceland Aurora, Photo Tours.)