27 de octubre de 2016

La belleza trasmutada desde cualquier sentido ajeno al Barroco y su fascinación universal.



Fue el Barroco probablemente el periodo artístico más excelente de la historia. Después de ver, admirar y describir obras de Arte de todos los momentos o tendencias llego a la conclusión de que el mejor periodo para comprender el sentido más universal, humano y artístico del Arte es el Barroco. El mejor, pero no el único. El mejor porque comprendió pronto y hábilmente que el Arte es intemporal e irreal, un contraste inacabado de belleza a la vez que de sorpresa y colores vibrantes o desasosegados. ¿Dónde hay más color en el Arte sino en el Barroco? Pero, sin embargo, el Naturalismo -mostrar las cosas de la naturaleza, los cuerpos, las tonalidades, el cielo, todo, como son en verdad a nuestros ojos sensitivos- fue también una de las características fundamentales del Barroco. Qué contradicción: tanto la realidad como la irrealidad de la vida. Porque las cosas humanas, sus gestos o actitudes peculiares mostradas en lienzos barrocos, lo inverosímil de las situaciones descritas en ellos, no tendría nada que ver con la realidad de cómo son las cosas realmente en el mundo. Por ejemplo, en el extraordinario cuadro del pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678), el personaje de Magdalena -la mujer de espaldas- no podía disponer de un peinado o de una diadema como la que muestra la obra para su tiempo evangélico -el siglo I-, esos mismos accesorios y joyas que el pintor compone ahora propias del siglo XVII. Pero, es que al Barroco no le interesaba la realidad ni el origen real de algunos objetos reflejados en sus obras. Sin embargo, en esta obra de Jordaens sí disponen otros personajes una vestimenta acorde con la época representada. En su obra La Piedad el pintor destacará claramente al personaje de Magdalena por su belleza, pero tanto la belleza que se ve como la que no se ve. Es evidente que el pintor pudo trasmutar (alterar o transformar) el sentido estético de este personaje porque la simbología de Magdalena era la de una cortesana -mujer mundana y muy diferente de las otras mujeres seguidoras de Jesús-, y las cortesanas en el siglo XVII eran así: elegantes, bellas, sofisticadas, escotadas y muy derechas -no inclinadas o humildes-, mujeres decididas y convencidas de su distinción personal -que no social- frente a las demás mujeres virtuosas o recatadas.

Pero por entonces -en el siglo XVII- no se valoraría más que la propia devoción religiosa del cuadro. Por eso la obra pudo ser comprada por una congregación católica española, Los Carmelitas Calzados, y mostrada así sin problemas teologales en su convento sevillano. La obra de Jordaens es una pintura magnífica y muy elogiosa por su acabado y su composición. La posición de Cristo, por ejemplo, es más original que la de cualquier otra Piedad creada por el Arte, como por ejemplo lo es la escultura famosa de Miguel Ángel con el mismo nombre -obra que influiría en el pintor flamenco-. Y lo es porque el escorzo de la figura del cadáver de Jesús es de una genialidad artística extraordinaria: las piernas no tienen ahora  la longitud que correspondería a la dimensión normal del cuerpo humano real, lo que representa la expresión de un escorzo en la estética artística. Pero es que eso debe ser así para los ojos que vean la perspectiva sedente e inclinada de un cuerpo. Es extraordinaria en el lienzo barroco esta virtualidad postural que se permite hacer el pintor hábilmente. Luego está la composición, tan compleja para poder incluir seis personajes alrededor del cuerpo fenecido de Cristo. Pero hay más cosas. Hay figuras que están ahí porque deben estar en una escena sagrada como esa: la Virgen María, María Salomé y el apóstol Juan con su túnica roja. Pero, y el resto de los personajes, ¿quiénes son? José de Arimatea y Nicodemo son los otros personajes retratados en la obra. No son tan habituales para la representación de una Piedad, que no siempre incluye a estos dos seres secundarios. Porque Arimatea y Nicodemo son judíos convertidos tardíamente al cristianismo, y lo hicieron más por bondad que por verdadera fe. Se presentaría entonces al pintor la necesidad compositiva frente a lo esencial de una Piedad tan sagrada.

¿Qué otros personajes, sagrados o no, se podrían haber colocado al otro lado del apóstol Juan para equilibrar así la obra? ¿No habría otros personajes más sagrados? Estos dos personajes secundarios -seres ambivalentes- fueron también utilizados por Miguel Ángel en su famosa escultura la Pietá de Florencia. Los utilizaría para reflejar una disidencia con la dogmática y convencional recreación de los personajes sagrados de siempre. Jordaens fue un pintor flamenco de la católica Amberes que al final de su vida se hizo protestante. Incluso escribió textos heréticos en el año 1658 que le costaron una multa eclesial. Aquí, en su obra La Piedad, José de Arimatea aparece triste y apoyado en la escalera con la que se acaba de bajar el cuerpo moribundo de Cristo. Su gesto parece el de un hombre pensativo o dubitativo que medita sosegado y reflexiona el sentido misterioso de lo que ahora está presenciando. La obra de Arte se trasladaría a Sevilla a finales del siglo XVII y fue expuesta en el convento carmelita, para, al siglo siguiente, depositarla en la iglesia de San Alberto, un templo anexo a este convento. Y en ese lugar estuvo la obra de Arte hasta el año 1981, cuando por entonces el Estado español adquiere el lienzo de Jordaens para depositarlo en el Museo Nacional del Prado. En todos esos años fue admirado el cuadro por ojos piadosos que, con toda seguridad, no pudieron advertir el sentido tan maravillosamente irreverente (casi herético) de la extraordinaria obra maestra del Barroco. Pero es que así fue el Barroco, una época artística que permitía maniobras de sutileza y fascinación, de belleza y contenido diferentes, de sorpresa, de misterio, o de vibrantes muestras de mensajes humanos, paganos o divinos. Mensajes que siempre fueron implícitos, que nunca pudieron destacarse ni apreciarse claramente y que, ocultos tras la perfección elogiosa de una obra maestra, pudieron sobrevivir al paso del tiempo, a los prejuicios, a las tendencias, a las desidias humanas o a las arbitrarias categorías del mundo y sus cosas.

(Detalle del óleo barroco La Piedad, 1660, Jacob Jordaens, Museo del Prado; Óleo La Piedad, 1660, del pintor barroco Jacob Jordaens, Museo Nacional del Prado.)

20 de octubre de 2016

Un retrato gráfico de la egoísta, impasible y frívola humanidad: elocuente, sutil y crítico.



En los siglos pasados los seres humanos no podían conocer todas las cosas a menos que la vieran directamente. Salvo en los cuadros. Es de entender que los fenómenos extraños y los seres desconocidos o raros animaban a descubrirlos a la primera oportunidad. Hay que imaginar con qué curiosidad y avidez los ojos desacostumbrados a lo novedoso y espectacular pudieran observar por primera vez las exóticas, inéditas o temibles criaturas de la Naturaleza. Nunca un rinoceronte había sido visto en Europa antes del año 1743. Así que hay que comprender la expectación que el espécimen supuso entonces. Sí que había pisado otro rinoceronte Europa, pero hacía más de doscientos años, cuando le regalaron uno al rey Manuel de Portugal. Pero no pudo verse porque moriría ahogado en aguas del Mediterráneo antes de llegar a Roma en el año 1513. Láminas dibujadas con la imagen de un rinoceronte sí habían existido -el pintor alemán del Renacimiento Durero había hecho algunas-, pero nunca ojos europeos habían visto un ejemplar vivo de ese animal tan extraordinario. Un holandés crearía a mediados del siglo XVIII una exposición itinerante en Europa para exhibir un rinoceronte. Tuvo tanto éxito la muestra del animal que llegaría hasta a enriquecerse. En el año 1750 llegará a Venecia para el carnaval y, en pleno momento de emociones mundanas y alegres, exhibiría entonces un rinoceronte asiático para sorpresa y curiosidad de los venecianos.

Un mentor artístico quiso que un pintor veneciano, Pietro Longhi (1701-1784), eternizara aquel espectáculo maravilloso de la exposición del extraño animal. Longhi no pasaría a la historia de la Pintura de los grandes maestros venecianos. Comenzaría pintando obras históricas o religiosas, relevantes hazañas o mitos que representaban grandiosas gestas o leyendas, pero no triunfaría nunca con ellas. Esas obras suyas por entonces -pleno momento Rococó, un periodo desenfadado, frívolo y alejado de solemnidades- no serían tenidas muy en cuenta por el público. Así que, aconsejado por pintores experimentados, Longhi abandonaría las grandes historias por las pequeñas, cotidianas, costumbristas o rutinarias formas de mostrar momentos triviales de la época. El costumbrismo comenzaba a interesar y Longhi pintaría escenas humanas de venecianos disfrutando de sus cosas o disfrazados del carnaval. Pero, cuando el mecenas le pidiese que pintase el momento de la exhibición del rinoceronte en Venecia, Longhi consiguió realizar una extraordinaria obra maestra de Arte. Lo que consiguió entonces el pintor fue que, pintando una curiosidad animal, pintara realmente otra cosa... La obra presenta a la derecha una inscripción que, más o menos, dice así: Verdadero retrato de un rinoceronte llevado a cabo en Venecia en 1751 de la mano de Pietro Longhi por la comisión del patricio Giovanni Grimaldi.

El pintor compuso, al menos, dos versiones de esa obra -la otra está en el National Gallery londinense- y algunas otras pinturas mostrando solo un rinoceronte o un elefante. Pero únicamente esta obra -expuesta en un museo veneciano- muestra la curiosidad de no ser el rinoceronte el objeto de atención sino los propios observadores que miran en el cuadro. Porque en la obra hay representados espectadores anónimos -otros no, y éstos es posible que pagaran por salir ahí- y personajes relacionados con el rinoceronte. El mecenas del pintor es el hombre elegante y sin disfrazar en el centro del lienzo. El holandés oportunista está a la izquierda sosteniendo en su mano un cuerno roto -se desprendió un tiempo antes- del rinoceronte. ¿Fue un encargo la obra de Arte para mostrar elogiosamente a esos personajes?, ¿o fue una sutil forma artística de mostrar ahora el sinsentido de presenciar una observación inobservada? Porque nadie está mirando el objeto de observación al que han ido a ver. Podían haber sido retratados elegantemente mirando al animal. Incluso el argumento de exhibirse el rostro de algunos personajes no es una justificación: algunos tienen máscara y aun así no dirigen ahora su mirada al rinoceronte, único sentido objetivo de querer asistir a la visión del exótico animal.

Todos están ahora ajenos al sentido que los ha llevado allí. Desde el hombre de la pipa -único que parece mirar, aunque más parece divagar- hasta el resto de personas, adultos o niños -incluso la niña de arriba no sentirá ninguna curiosidad-, no están ahora observando nada que no sea su propia individualidad, su impasible y absorta mismidad. Porque cuando un ser humano mantiene su atención en algo ajeno a sí mismo es cuando dejará de ser un individuo egotista -ensimismado en sí mismo- para transformarse en un individuo real. Y el pintor veneciano supo extraer un sentido trascendente -por entonces posiblemente inextricable a sus contemporáneos- de un simple lienzo rococó desenfadado y alegre. Un sentido diferente por el hecho curioso ahora de, mostrando un objeto extraño -lo que debería ser motivo de atención-, exhibir en la pintura, sin embargo, las desafecciones o el desinterés de los humanos por todo aquello que no sea su propia imagen. Y qué mejor representación de la verdadera naturaleza de los seres humanos que esta curiosa obra. ¿Es que seguimos siendo ajenos a las cosas importantes que la vida nos pone por delante para dejar de mostrar interés y buscar ahora, a cambio, la propia exhibición vanidosa? 

Por eso la obra de Pietro Longhi es genial en sí misma, pues da igual lo bien que estén o no dispuestos los colores o la composición artística. Da igual que la obra no sea histórica o mitológica, o que contribuya a evolucionar o no el Arte y sus alardes estéticos. El hecho es que -queriendo o no- el poco exitoso pintor veneciano compuso una de las críticas sociales más sutiles de la humanidad: la de que el ser humano en el fondo es un ser desdeñoso de todo aquello que no sea él mismo. Un poeta contemporáneo del pintor -Carlo Goldoni-, veneciano como él, le dedicaría un verso prodigioso y elocuente al artista ilustrado: Longhi, tú que llamas a mi hermana musa de tu pincel que la verdad persigue... Y así lo hizo entonces, que la persiguió y lo dejaría muy claro con su obra cuando mostrase la absurda representación en su lienzo de una exhibición sin sentido.

(Detalle del cuadro El Rinoceronte, del pintor veneciano Pietro Longhi, 1751, Venecia; Óleo El Rinoceronte, 1751, Pietro Longhi, Museo Ca'Rezzonico, Venecia.)

18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

11 de octubre de 2016

La vida es una elección, está compuesta de elecciones, y el Arte ayuda a comprenderlo.




En las postrimerías del Romanticismo, hacia finales de los años treinta del siglo XIX, unos pintores sintieron la necesidad de crear de otra manera distinta el sentimiento de las cosas. Porque ese sentimiento que las cosas les producirían sería para ellos un pálpito artístico insoslayable. ¿Fue un impulso artístico exclusivamente? ¿Fue la pulsión artística por expresar las cosas de otra manera solo lo que originó pintar ahora de otra forma? La historia convulsa de los rigores sociales de la humanidad condicionará siempre cualquier forma o manera de expresión contemporánea. Hay que situarse históricamente para entenderlo. La crisis institucional y social que provocó la Revolución francesa y las guerras napoleónicas posteriores llevaron a un necesitado clamor espiritual, metafísico o emocional, del hombre europeo. Por eso el Romanticismo enraizó bastante bien en aquellos años revolucionarios. Pero, cuando toda aquella convulsión agitada pasó el mundo restauraría su sociedad amable y sus tranquilas y satisfactorias formas estéticas de antes. Sin embargo, no duraría todo eso más de treinta años. La sociedad se revolvería de nuevo luego, ante la incapacidad de entender la humanidad los verdaderos motivos de las cosas. Así que cuando surgieron las revoluciones sociales del año 1848, herederas de aquella Revolución de antes pero advenidas ahora desde una insatisfacción más social que ideológica, fueron desarrollándose en Europa algunos pintores que buscaron la tranquilidad o el sosiego que necesitaban para crear sus obras de Arte. Y no lo buscaron tanto en el sentido metafísico, espiritual o ideológico de las cosas, sino más bien en lo cercano de las cosas, en un entorno natural desprovisto de cualquier connotación idealizada, pero huyendo también de una realidad social cruel, dura y desmotivadora.

Fue el pintor Theodore Rousseau quien, en el año 1848, decide huir a la boscosa población francesa de Barbizón al norte de París, donde encontraría el sentido más profundo de lo que sentiría como el verdadero motivo de una creación artística. Ahí se materializaría una forma de crear Arte, que habría sido incluso sospechada por algunos pintores británicos años antes -John Constable-, gracias por entonces a una tendencia que acusaba más el espíritu natural de lo representado que la metáfora espiritual que lo natural representado expresara. Y esa nueva escuela artística -La Escuela de Barbizón- inspiraría luego una revolución en el Arte cuando el Realismo no satisfaciera -como esta escuela tampoco lo hiciera- el sentido expresivo e íntimo de una realidad inmediata -la que aparece efímeramente a nuestros ojos-, ni tampoco la de una necesidad existencial inmanente -la que sentimos huérfanos de espiritualidad desconocida-. Y de toda esa forma de crear se acabaría originando en el Arte poco tiempo después el aséptico, equidistante y maravilloso Impresionismo. George Inness (1825-1894) fue un pintor norteamericano que navegaría por las aguas románticas que el paisajista Thomas Cole y la Escuela del Río Hudson habían configurado por entonces en los EE.UU. Pero, en el año 1851, decide Inness viajar a Europa y descubre ahora asombrado otra cosa muy diferente a ese romanticismo norteamericano. Porque la diferencia de los creadores franceses de paisajes -Barbizón- frente a los norteamericanos de paisajes -Hudson- era que aquéllos expresaban sus composiciones directamente en el sitio en que pintaban, frente a la luz y al color que ellos veían directamente, sintiéndolo además en su interior más emotivo. En contraste con la escuela norteamericana, que intelectualizaba, racionalizaba o pensaba -en el estudio interior- mucho más el sentido creativo que el paisaje les inspiraba, aunque fuesen sentimientos muy parecidos ambos.

En definitiva, había en las dos tendencias una inspiración sentida: o por lo que el sentimiento desnudo se dejara guiar (Europa), o por lo que el intelecto reflexivo pudiera sentir (Estados Unidos). Pero en Inness el momento y las emociones que le produjo aquella experiencia francesa le cambiaría la vida para siempre. De regreso a su país, en la década del año 1860, descubriría las obras literarias del filósofo, científico y místico sueco Emanuel Swedenborg. Y entonces compuso George Inness unas obras de Arte con una expresividad mística como espiritual extraordinarias. Cuando los fuertes descubrimientos de algunas cosas emotivas les lleva a preguntarse o replantearse a los espíritus más sensibles y reflexivos esas mismas emotivas cosas, determinan luego esas especiales cosas una inevitable elección decisiva en sus vidas. Tal fue el caso de Emanuel Swedenborg (1688-1772), un inquieto científico de la ilustración que, hacia el final de su vida, decidiría dedicar todos sus conocimientos a explicar a la humanidad una teología más asequible, cercana y justificable, de una realidad, sin embargo, tanto inmanente como trascendente en nuestro mundo. Supuso un trastorno en los sentidos clásicos de espiritualidad hasta entonces conocidos. Pero, sin embargo, no prosperaría esa novedosa intención metafísica de Swedenborg. La razón y el sentimiento -el racionalismo y el romanticismo-, junto con la propia religiosidad oficial y tradicional, dejaron solo en una anécdota intelectual y filosófica lo que, según para algunos budistas, llevaría a cabo entonces el llamado por éstos Buda del Norte. En la difícil recopilación de teorías filosóficas o religiosas del pensador Swedenborg hay que tratar de sintetizar, sin dejar de ser riguroso, pero sin extenderse. Aquí prefiero mencionar un artículo de internet: Lo que Borges me contó de Emanuel Swedenborg.

En este artículo se establece una curiosa e interesante teoría de Swedenborg que al escritor Borges le inspiraría. Tiene que ver con las elecciones. Lo que decidimos asociar a la afinidad que tenemos con algunas de las cosas de la vida es lo que, libremente, decidimos elegir. Y eso determinará elegir a la vez el sentido de benignidad, bondad o placer espiritual que queramos tener, frente a la tosquedad contraria de lo maligno que acojamos también, esto último tan aniquilador o displacentero espiritual como personalmente. En ese artículo de Borges se expresaba lo que el pensador sueco defendía con sus teorías místicas revolucionarias. Algo que puede resumirse en que solo nosotros elegimos qué cielo o qué infierno queremos padecer. Primero expresa un dualismo existencial muy claro: hay una oposición entre un mundo material o corporal y otro espiritual o intelectual. Segundo hay también un dualismo moral: el bien y el mal. Unos viven -y vivirán- en un mundo (exterior/interior) placentero y bondadoso y otros en uno terrible y violento. Pero, y aquí está lo que más inspiraría a Borges -y es lo más interesante-, ni el cielo es un premio ni el infierno es un castigo. Es cada ser humano el que los crea según la disposición de su alma personal -su propia elección personal- en su propia vida. Porque los buenos, por un lado, irán adonde están los otros buenos, y su resultado será la celestial bondad elegida. Y los malos buscarán la compañía de otros malos, y sus envidias, conspiraciones y violencias serán así el infierno elegido. Pero, en cierto sentido, los malos son felices en su infierno, porque es ahí donde ellos desean estar. Si se acercan demasiado a ese cielo contrario lo perciben con dolor y repugnancia. Porque son las elecciones que hacemos en la vida las que nos llevarán a ese estado -ese donde ahora vivimos, ¿y luego viviremos?- y no otra cosa diferente. 

(Óleo del pintor George Inness, Amanecer, 1887, Museo Metropolitan, Nueva York; Cuadro Atardecer en Medfield, 1875, del pintor George Inness, Metropolitan; Fotografía realista de la mezquita turca de Santa Sofía, Estambul; Óleo del pintor impresionista John Singer Sargent, Santa Sofía, 1881, Museo Metropolitan de Nueva York.)

4 de octubre de 2016

Elogio de internet, de Watteau y de los medios visuales de difusión del Arte.



¿Qué mejor forma de conocer obras de Arte que verlas con la extraordinaria capacidad que nos ofrece internet? Porque podremos dedicarnos a ver un catálogo monográfico, sin duda; podemos también ir a un museo y verlas, por supuesto; pero, ¿alcanzaremos a descubrirlas con la rapidez y versatilidad que nos permita la pantalla cercana y personal de nuestros dispositivos? Luego, sin embargo, podremos dedicar, a cambio, cómodamente tiempo a visionarlas, a analizarlas incluso, para llegar a sentir cosas que, en otras oportunidades -un museo requiere mucho tiempo y del talento de la selección o discriminación de tantísimas obras-, no podrían llegar a ofrecernos todas las emociones, matices y conocimientos que el visionado pausado de una obra de Arte exige. Y, como excusa de este elogio, ver ahora una obra maestra que merece el mismo o mayor elogio para llegar a ejemplarizar el sentido fundamental que el Arte debiera tener en la vida de los seres.

Para apreciar el Arte hay que prescindir de prejuicios y estimaciones académicas predeterminadas. El Arte, el gran Arte, es una emoción que llega pronto o no llega. Antoine Watteau (1684-1721) fue un pintor prototípico de lo que se llegaría a llamar en el siglo XVIII tendencia Rococó. El mejor dibujo natural junto a la mejor escena relajada; el atractivo Arte de una representación vulgar o nada épica, frente a los excelsos motivos heroicos expresados de lo clásico. Porque Watteau compuso obras de una temática convencional o más normal -instantes cotidianos, momentos propios de todos los seres, grandes o pequeños, buenos o malos-, pero, sin embargo, todo ello con la mejor estética de los antiguos y grandes maestros clasicistas. A cambio, pocas mitologías épicas o gestas históricas de escenas grandilocuentes. Fue un artesano genial, un pintor extraordinario; fue reflejo de su época desenfadada, la que más se encontraría huérfana de tendencias -primer cuarto del siglo XVIII-, después de haberse dejado antes la piel emocional la sociedad europea con el arrebatador y maravilloso Barroco.

Watteau compuso entre los años 1715 y 1719 una obra extraordinaria, tan barroca como clasicista. Extraordinaria en todos los sentidos, literalmente, fuera de lo ordinario; tanto para él -no tendría nada que ver con lo que más crease- como para el propio Arte -pocas obras maestras llegan como Júpiter y Antíope de Watteau a alcanzar el reino de lo sublime-. El tema de la pintura fue compuesto antes y después de Watteau en muchas ocasiones. Era el mito de Antíope, la bella hija del rey de Tebas seducida por Zeus. El Arte buscará excusas para componer el más deseoso de los visionados naturalistas: el desnudo humano más bello y sensual, la inevitable perspectiva de un cuerpo humano -en este caso femenino- para acceder a la belleza más sensual y deseable. Pero, como los grandes creadores, el pintor francés muestra ahora otras cosas... ¿Serán estas cosas excusas para distraer la mirada o un relevante motivo iconográfico más? Este es un misterio del Arte. Es decir, toda obra maestra necesita de elementos que justifiquen el tema, pero, también que esos elementos sean estéticamente necesarios por sí mismos.

Salvando el detalle de la pésima resolución de la imagen, Júpiter y Antíope (Ninfa y Sátiro) de Antoine Watteau es una muestra artística paradigmática de una representacion de la vida humana: de sus deseos, de sus contradicciones,  de sus maldiciones o de sus bendiciones. Tenía que componer el mito de Antíope y seguir además describiendo y narrando la leyenda del relato mitológico. El dios Zeus desea poseer a la más hermosa y bella joven de Tebas. No puede hacerlo como un dios, debe transformarse en otra cosa y decide convertirse en el ser más depravado: en un sátiro. Un ser con todas las características voluptuosas evidentes del deseo más feroz y desalmado. Pero la joven ninfa, es decir, un ser bello y joven, aunque inocente, no se dejaría seducir -no se sentiría atraída- por un ser tan rechazable o deleznable como representaba el sátiro, un personaje que mostrase sin reparos el deseo más atroz y descarnado. ¿Por qué el dios cometió esa estupidez?, ¿no pudo, como dios que era, transformarse en un personaje más amable? No, porque el deseo humano que los poetas quisieron expresar era el más desgarrado, el más desenfrenado, el más auténtico deseo incontenible y feroz. Había entonces, para seducir a la belleza, que inutilizar la voluntad del ser deseado: y el sueño producirá ese efecto claramente. Por esto la bella ninfa está ahora dormida en la obra. Ella refleja, más que otra cosa o símbolo posible, la representación del objeto de deseo.  Y debe ser ahora un objeto no colaborador, un ente alejado, inmaculado, blanco,  frágil y, a la vez, efímero

El sátiro es representado con los rasgos contrarios, propios del deseo: decidido, precavido, ansioso, imaginativo, feroz, recreador de sensaciones, despiadado, como todos los deseos.  El paisaje es preciso y necesario que exista, ¿cómo, si no, es posible distraer los ojos de los que ahora vean el deseo, es decir, de nosotros mismos? Hay que añadir algo más: el precipicio y las raíces de los árboles. Con ambas representaciones naturales justificamos, moralizamos y admiramos la belleza de la obra y no vemos tanto un rechazable asalto. Está Antíope ahí casi para caer peligrosamente, su brazo y pie izquierdos se balancean justo al lado del abismo. Las raíces de los árboles denotan ahora otras cosas: la vida que prosigue, sin embargo, y favorece así el sentido, aun desalmado, de la vida procelosa. Los colores son imprescindibles para comprender parte del sentido del cuadro: la claridad y la oscuridad de los dos cuerpos. Es la atracción de lo opuesto y el contraste de lo diferente: la belleza dormida y el deseo feroz. El pintor no moraliza mucho, sin embargo, pero tampoco lo evidencia todo. ¿Qué es peor, la imprudencia de situarse a dormir peligrosamente la belleza al borde de un abismo, o la desalmada fuerza del deseo desplegando ahora con suavidad las finas telas que ocultan? Como los poetas, los pintores descubren un universo -nos guste o no- que refleja siempre la mejor esencia de las motivaciones más inconfesables de la vida. 

(Detalle del óleo de Antoine Watteau, Ninfa y Sátiro (Júpiter y Antíope), 1719, Museo del Louvre; Cuadro Ninfa y Sátiro, de Watteau, Museo del Louvre; Imagen de la Sala 36 del Museo del Louvre, salas de Watteau, donde se aprecia a la izquierda el cuadro Ninfa y Sátiro, Museo del Louvre, París.)