21 de junio de 2017

La Belleza en Rembrandt es una cosa diferente, el sentido más intelectual de ella.



Los genios, los artísticos o los científicos, también los seres atribuidos de una belleza especial, lo son no porque hayan nacido en un determinado lugar, o hayan sufrido una determinada vida, o dispongan de una especial reacción ante las cosas de su entorno; no, lo son porque han nacido de ese modo especial en que lo han hecho, surgen así desde la más profunda e incognoscible oscuridad del universo misterioso. Otra cosa es que realicen esa genialidad aplicada de una u otra forma, dependiendo del mundo que les haya tocado vivir. Pero son absolutamente únicos, no obedecen a nada, ni se dejan llevar por nada que no sea su propia esencia más genuina. La genialidad es algo complejo, no es simple; se tiene o no se tiene, de acuerdo, pero para desarrollarla es preciso disponer de unos elementos biopsíquicos muy concretos y particulares. Rembrandt fue un pintor genial porque manejaba los colores, la composición y los detalles de sus obras con una maestría especial muy extraordinaria. Otros podrían hacer lo mismo; ¿lo mismo?, no, lo mismo no, otros lo harían de otra forma distinta. Una forma diferente de la que el genio sublima -lleva a un nivel o esfera superior- con los procedimientos o las diferencias tan personales que con su especial artificio consiga alcanzar la gran obra de Arte. 

Este lienzo pintado por Rembrandt con veinticuatro años sobre el mito de Andrómeda, es una prueba significativa del Arte genial más sublimado. En su obra Rembrandt lleva elementos sencillos de la naturaleza, incluso chocantes por su falta de belleza clásica, a la más alta representación de grandeza artística sublime. El mito de Andrómeda nos cuenta la maldición de una joven griega al ser sacrificada en aras de salvar a su reino de la vengativa destrucción de los dioses. Sus padres, el rey Cefeo y la reina Casiopea, se vieron obligados a atarla cruelmente para satisfacción del dios del mar Poseidón. La inocencia y suerte de Andrómeda quedaron desamparadas con la decisión fatídica de sus padres. La sensación de defenestración o abandono desgarrador que tuvo que sentir Andrómeda no es comparable a nada. Porque los que deben defenderla se vuelven contra ella sin remisión. ¿Qué dolor o emoción de terror más incontenible debió sentir la joven cuando sus ataduras inflexibles la entregaron, inexorable, a su perdición más espantosa? La leyenda, afortunadamente, no terminaba ahí, se transformaría luego en una de las bendiciones amorosas más heroicas de toda la mitología. Justo antes de acabar destruida por las fauces del monstruo marino más atroz, el más heroico de los héroes griegos, Perseo, acabaría salvándola del más pavoroso destino. Pero, sin embargo, este último episodio -fundamental para salvarnos de la desesperación- no lo tuvo en cuenta Rembrandt en su obra.

En su obra no está Perseo por ningún lado, tampoco hay esperanza alguna en la escena retratada por el pintor holandés. De hecho, no vemos más que a Andrómeda desesperada en un encuadre artístico minimalista, para ser un cuadro barroco. Porque el paisaje es neutro aquí; solo unos colores intelectuales -no los naturales ni los más bellos o apasionados del Barroco-, es decir, solo los colores más idealizados de una paleta genial son los que brillan apenas ahora junto a los perfiles más inhóspitos de un escenario tan íntimo. Es la sufrida e invalidada Andrómeda lo único que se representa como motivo o razón estéticos en toda la obra. Su figura estética es la figura humana más desolada de todas las figuras que se hayan retratado así jamás. Y esta desolación se tiene que traducir, para Rembrandt, en la más hiriente y deteriorada imagen de una joven sin esperanza... Para el pintor holandés, la belleza no es la representación ideal de una geometría humana destacada por elementos procuradores de armonía clásica, sea ésta divina,  natural o metafísica,  como son las armoniosas Venus retratadas por otro genio artístico, Botticelli. Para Rembrandt la belleza humana no es reflejo de una belleza natural -entendida ésta como la propia de la naturaleza, también de los paisajes, de las nubes, de las plantas, etc.-, es, a cambio, una belleza condicionada por la esencia maldecida de un género, el humano, condenado en el mundo para siempre. El pintor holandés llevaría el naturalismo de su barroco infantil -más ingenuo estéticamente- a representar en su lienzo mejor unas emociones interiores -más permanentes- que aquellas otras más alejadas, por demasiado divinizadas, sensaciones visuales de una belleza exterior -más efímera- para tratar así de representar ahora unos rasgos más humanos -por más auténticos- de los atribulados hombres y mujeres. Pero, sin embargo, convertiría aquí el pintor barroco, con su genio artístico sublime, una cosa en la otra. En su lienzo Andrómeda vemos cómo la belleza interior es elevada por Rembrandt a la más exterior que un lienzo barroco pueda albergar, además, en tan poco espacio artístico.

Hay que acercar la mirada para ver bien el gesto de horror de Andrómeda en la obra de Rembrandt. Desde lejos no se aprecia bien del todo. Por eso, en esta ocasión, hay que tratar de mirar ahora al revés, es decir, de dentro hacia afuera, para poder observar -y traducir correctamente- la auténtica belleza que expresa esta obra de Arte. No está ahora la belleza en los rasgos convencionales de una belleza clásica, bendecida en los perfiles idealizados de, por ejemplo, una bella diosa erótica renacentista. Porque, además, para Rembrandt, no existen las bellas diosas eróticas renacentistas, sólo seres humanos vulnerables: los derrotados por el desamparo más evidente o por el más implícito y misterioso. Estamos condenados inevitablemente, a pesar de no querer comprenderlo gracias a disponer de una naturaleza protectora que, aparentemente, nos envuelve a veces en una belleza traducida o falsa. Y, ¿quién mejor para traducir a la inversa esa belleza equivocada que el propio Rembrandt? La genial pasión armoniosa conseguida en su obra barroca, a pesar de sus laberínticos derroteros plásticos para tratar de representar una belleza distinta, es la misma que, sin llegar a componerla con los trazos ideales de una Belleza clásica, consigue ahora poder alcanzar, sin embargo, el alma interior más profunda, emotiva, o menos esperanzadora de los hombres.

(Óleo barroco Andrómeda, 1630, del pintor holandés Rembrandt, Galería Real de Pinturas Mauritshuis, La Haya, Países Bajos; Detalle de la misma obra Andrómeda, 1630, Rembrandt, La Haya.)

17 de junio de 2017

Cuando el Arte no es más que belleza, pura belleza, nada más que belleza...



La belleza no es algo demasiado definible... ¿Qué es exactamente? El concepto se difumina aún más cuando nos adentramos en sus orígenes filosóficos. Porque la Belleza fue sinónimo de bien, de ser encumbrado, de bondad manifiesta... Un sinónimo solo, una analogía, pero no exactamente lo mismo. Porque las cosas por el hecho de ser o de existir no significan que sean bellas, que posean belleza. Desde sus inicios la belleza en el Arte había sido un elemento necesario en su sentido finalista más estético, fuese éste el que fuese, ético, social, mítico o religioso. En ocasiones, tan solo la belleza en el Arte como un elemento más añadido, como una parte decorativa o representativa más de lo especialmente querido expresar en la obra artística. Pero, en otras era lo fundamental, lo exclusivo, lo único, lo expresamente creado para ser representado así. Cuando la belleza es lo único que se refleja o evidencia en una obra de Arte la percibiremos de inmediato. Nada mediatizará entonces la belleza. Porque es una percepción directa esa semblanza estética tan modeladora de equilibrio y grandeza estéticas. En ella no interviene ahora ni la reflexión, ni el pensamiento, ni la metafísica. Son obras de Arte donde lo representado es ahora Belleza, nada más, sólo belleza. En esas obras de Arte, a diferencia de las que precisan una reflexión o encierran un mensaje, la percepción de la Belleza nos llegará pronto y, del mismo modo, nos abandonará pronto también. La belleza no durará más que la misma efímera percepción abrumadora del momento. La belleza, entonces, nos cansará o nos aturdirá. El famoso síndrome de Stendhal tiene algo que ver con todo eso. 

Sin embargo, necesitaremos esa Belleza aunque solo dure un momento. Precisamente, la Belleza está relacionada mucho más con el tiempo que con el espacio. Debe durar poco para ser manifiesta plenamente. De hecho la duración de esa percepción estética, su magnitud temporal, es inversamente proporcional a la Belleza: cuanto más duración menos belleza... Sólo la obra de Arte que extiende sus representaciones a motivos intelectuales trascendentes, filosóficos, sociales o históricos, y además dispone de belleza, puede entonces hacerla durar más, pero tan solo aparentemente. Porque la belleza estará subsumida ahora en el sentido reflexivo de la obra. No durará más la belleza -dura lo mismo-, lo que sucede es que tardaremos más tiempo en comprenderla. Porque pensaremos, reflexionaremos y dedicaremos ahora más tiempo a entenderla: tanto la obra como la belleza. Se tardará más tiempo porque ahora la belleza está intrincada dentro de la obra representativa de Arte, porque estamos apreciando ahora otras cosas a la vez, estamos asimilando o pensando en las diversas cosas que, iconográficamente, nos absorben ahora nuestros sentidos perceptores. Todos ellos, los psicológicos y los intelectuales, pero, también los de belleza. 

Pero cuando la belleza no es más que lo que ahora vemos representado, cuando la belleza es en sí misma lo único que, ahora, veremos representado en una obra, entonces la sensación placentera de belleza nos aturdirá poderosa. Nos llegará muy pronto y nos abrumará de tal modo que la querremos atrapar de inmediato -esa sensación de placer- con todas las relaciones de miradas que la propia obra nos ofrezca, despiadada, ante nosotros. Pero acabará muy pronto todo eso. No terminará porque se agote la belleza, ésta no se agota nunca en sí misma, terminará porque veremos la belleza y acabaremos acostumbrados a la belleza... Ésta no nos descubre nada nuevo, sólo admiraremos ahora lo que, de otra forma, ya sabríamos antes de su grata existencia. Es una admiración continuada, no un descubrimiento. Por eso mismo no interviene el intelecto ahora. El intelecto interviene solo cuando la belleza está relacionada con otras cosas diferentes. Pero, sin embargo, cuando es única, cuando sólo la belleza está ahora ante los perceptores primitivos de nuestra sensación más original, entonces es cuando la identificaremos de inmediato, y, entonces, nos será placentera y elogiosa. Y el trasvase o movimiento de energía -como en la dinámica de los procesos físicos- es ahora directo y rápido en el ser receptor de belleza, no padeciendo éste más que el tiempo preciso para recordar. ¿Recordar, el qué? Pues la belleza consustancial a nuestra conciencia más primitiva, a nuestros primigenios principios intrincados con nuestra esencia vital, ahora así representada. Algo que nos es familiar y necesario y poseemos en nuestro cerebro desde siempre; algo, la belleza, que no necesitaremos tiempo para acostumbrarnos a ella o para asimilarla. Sí, en cambio, para admirarla. Pero la admiración durará tan poco como la poca distancia que exista entre nuestro sentido visual más primitivo y el motivo radical o principal de cualquier belleza.

(Óleo del pintor neoclásico alemán Jacob Philipp Hackert, Paisaje con el palacio de Caserta y el Vesubio, 1793, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo Joven desnuda de espaldas, 1831, del pintor neoclásico francés Alexandre-Jean Dubois-Drahonet, Colección Privada.)

9 de junio de 2017

Siglos antes el barroco español se acercó al existencialismo o al realismo más introspectivo.



Fue un personaje enigmático y un pintor desconocido que no ha sido del todo identificado en las obras que se le atribuyen. Antonio de Puga (1602-1648) había sido un pintor español del Barroco más fascinante que, sin embargo, la historia del Arte no lo habría reconocido lo bastante. Para entender mejor ese momento artístico tan rompedor, el Barroco, este creador naturalista de entonces es un ejemplo interesantísimo. En algunas de sus obras (atribuidas a él) vemos un escenario retratado -para un momento tan temprano de la historia, primera mitad del siglo XVII- donde las cosas y los seres representados parecen exponer sus sentimientos en algo que tiene más que ver con la emoción existencial de finales del siglo XIX que con expresiones naturalistas de la primera mitad del Barroco. Hay un cuadro en el Museo del Prado, Anciana sentada, tan solo atribuido al pintor Antonio de Puga. ¿Qué diferencias podemos destacar ahora entre esta imagen del barroco español y un lienzo del postimpresionismo de, por ejemplo, un creador como Van Gogh? Para ser una obra barroca, ¿no es demasiado minimalismo el que hay representado? En algunas referencias a esta obra se añade al título: ...en la cocina. ¿Qué cocina o lugar doméstico es ése donde incluso se ve una obra de Arte colgada en la pared, justo al lado del grabado de un santo?  Tal vez por eso se obviase el lugar: porque no hay nada en la obra que evidencie o clarifique el espacio elegido para retratar a una anciana sentada en su casa. La silla, el cesto a sus pies, el mueble a su espalda y el gato dormido complementan la iconografía de esta sencilla obra de Arte. No se aprecia bien, pero el cuadro colgado en la pared y el grabado del santo son elementos sagrados -precisos en una obra no sospechosa de irreverencia- que el pintor sitúa en un plano secundario ahora de la obra, porque el primer plano es claramente la imagen desolada de la  anciana.

Antonio de Puga tuvo que ser un creador ilustrado, un pintor inquieto y anticipado por las profundidades existenciales del ser humano. Porque ¿qué sentido iconográfico nos expresa la obra?: ¿la vejez?, ¿el paso del tiempo?, ¿la escasez o la falta de recursos? Ese pudo ser el camuflaje estético por entonces, ya que en los años treinta del siglo XVII la sensibilidad por el sentido existencial de la vida era imposible expresarla, dada la mentalidad teológica de la época. Sin embargo, se atrevería a hacerlo un pintor español en aquellos años del barroco, probablemente a sabiendas de que nadie lo comprendiera entonces. Son las facciones del rostro de la anciana, sus emociones humanas más íntimas, lo que la obra expresa con una total impunidad para la época. ¿Dónde está la consolación ahí, si es que la hay? No, no la hay, ni siquiera transmitida por la obra sagrada de Arte que, descolorida en la pared, apenas sostiene ahora la descorazonadora muestra de vacuidad que la obra encierra. Veinte o treinta años antes, también en ese mismo periodo barroco, otro pintor español, Francisco Ribalta (1565-1628), compuso dos obras de Arte para expresar el semblante de algo tan intangible y etéreo como lo es el alma. ¿Retratar el alma? Pues, sí. Pero, claro, no el alma en un estado de reposo existencial, es decir, en su vivencia humana más realista, práctica o comprensible, no, sino que ahora en las dos facetas más opuestas y extremas que esa representación del interior humano pudiera llegar a tener. Alrededor del año 1610 Ribalta compone sus lienzos El Alma bienaventurada y El Alma en pena o atormentada. Este extraordinario pintor, también poco conocido, se sitúa, a diferencia de Puga, en el entorno confuso del periodo final manierista y los comienzos del barroco. Todavía no se habían naturalizado las formas del todo, o no se habrían dejado del todo -por Ribalta- de pintar las cosas con un aura mística propia de finales del siglo XVI.

El caso es que para componer el alma no entiende Ribalta que ésta tenga otra forma que no sean las dos posiciones extremas de bendición y maldición. En su obra de Arte el alma bendecida tiene rasgos femeninos y el alma en pena los tiene masculinos. Por otro lado, el alma bienaventurada tiene un fondo de aureola o nimbo amarillento de beatitud celestial tan distante como el efímero gesto angelical que su rostro nos muestra. El alma en pena, a cambio, tiene ahora un enrojecido y llameante fuego abrasador que arderá inmisericorde eternamente luego. Pero, en el caso de la obra de Antonio de Puga la imagen del rostro de la anciana sentada, reflejo del estado interior de su existencia humana, expresaría otra cosa diferente. Nada de extremos absolutos o demoledores, nada de definitiva consecución de finalidad o de última disposición inconsistente con la vida. No, ahora el sentido del rostro de la anciana sentada es el del sentimiento más humano y emotivo de la vida y cercano además a la mayor expresión de modernidad existencial. No indica nada su semblante que demuestre una determinación clara de beatitud o de maldición. No hay nada que indique de modo evidente -como en los casos de Ribalta- desolación absoluta o satisfacción completa. Nada de eso. Porque en la obra de De Puga la anciana sentada -reflejo de la humanidad más general- nos muestra ahora la sensación más artística para poder expresar el sentido existencial más realista de todos: la absoluta levedad, orfandad y fragilidad de la naturaleza humana. Donde el ser humano parece ahora divagar con su mirada perdida hacia la nada más desoladora. No atormentadora, no, tan solo desoladora. Justo todo lo contrario de las dos miradas de Ribalta. Porque en estas miradas hay, a cambio, una fijeza doctrinal o un destino prefijado inevitable. En ambos casos miradas dirigidas hacia arriba claramente. Aunque una de las imágenes con la mirada del personaje ladeada estableciendo de esa forma, profundamente sesgada, su terrible sentido tan inalterable o tan permanente. No así con la mirada de la anciana sentada, que no dirige ahora sus ojos hacia nada que sostenga algún sentido, sino sólo hacia la recóndita proyección de una indefinible sensación agotadora: la de tratar de comprender la existencia humana vagamente, sin otra cosa más que con el sostén inevitable del recuerdo desolado de la vida.


(Óleo sobre lienzo, El alma bienaventurada, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Óleo El alma en pena, 1610, Francisco Ribalta, Museo Nacional del Prado; Lienzo del pintor Antonio de Puga, Anciana sentada, primera mitad del siglo XVII, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de junio de 2017

Fueron las estrellas, el cielo estrellado, la diferencia magistral que hizo prevalecer un pintor sobre otro.



Cuando Vincent van Gogh (1853-1890) se inspirase en septiembre del año 1888 en Arlés (Francia) para componer uno de los primeros nocturnos que crease, recordaría entonces el cuadro que, un año antes, su amigo el pintor Louis Anquetin (1861-1932) había compuesto de un café de París en un atardecer nocturno e invernal. Había coincidido el pintor Anquetin con van Gogh en la academia parisina del maestro Cormon, en donde ambos aprenderían los secretos clásicos de la pintura. Pero Anquetin había comprendido antes que van Gogh incluso la evolución que el Impresionismo habría de seguir para expresar las cosas ahora de otro modo. Era una tendencia rupturista, propiciada además por la Escuela de Pont Aven (donde Gauguin se influiría sobremanera), que hacía más plano el enfoque artístico en el lienzo y la manera en cómo los colores se expresaban en el conjunto artístico del cuadro. El arte japonés tuvo mucho que ver inicialmente en el desarrollo de esa tendencia llamada por entonces cloisonismo. Se perfilaban muy claramente los contornos de los objetos representados, formando un efecto de superficie plana donde la decoración era, además, una de sus características más destacable. 

Van Gogh lo comprendería pronto también y utilizaría esa forma de pintar de contornos destacados. Sin embargo, el genio holandés no acabaría de ver su estilo propio de esa misma forma. Entonces se marcharía al sur de Francia, a Arlés, en la brillante y azul costa mediterránea. Pero las noches ahí no son planas, son estrelladas. Cuando van Gogh compone su terraza de un café de Arlés lo hace con los rasgos característicos de la pintura de su amigo Anquetin: los perfiles de las cosas contorneados, las luces brillantes en lugares iluminados y el negro nocturno muy oscuro en los momentos más oscuros de la noche. Pero, también compuso entonces las estrellas brillantes del cielo azul mediterráneo de Arlés. Con ellas, sin idearlo probablemente así, alcanzaría a descubrir el sentido más profundo de su pintura: la emotividad exagerada de la vida entre escenas humanas descorazonadoras. Fue el primer nocturno estrellado que pintaría van Gogh, pero suficiente para descubrir el efecto fundamental que las cosas ambientales o naturales podían representar ahora en su obra rupturista. Con ello rompía aquel sentido plano, aquel decorado equilibrado de la pintura de Anquetin. Con esto su pasión ganaría la partida de los contornos postimpresionistas... y la de la historia.

Louis Anquetin pasaría a ser, sin embargo, un pintor más de aquellos años deslumbradores. Su intuición premonitoria, aquella forma de componer diferenciándose del Impresionismo exitoso, influiría luego en las obras de los famosos postimpresionistas más conocidos. Años después de su obra nocturna Anquetin abandonaría la modernidad tan vertiginosa, tratando de recuperar ahora los grandes maestros del barroco como un referente nuevo en las tendencias innovadoras. Pero la historia iba claramente ya por un lado diferente. El expresionismo ganaría pronto la batalla artística de la historia. Sin embargo, van Gogh moriría antes de todo eso. Él buscaría toda su vida artística el momento, el lugar y la pasión necesarias para componer el mejor lienzo que su deseo emotivo le provocase siempre. Lo consiguió, probablemente sin él llegar a saberlo. Porque es la pasión que mostramos ante algunas de las cosas de la vida lo que definirá, finalmente, la diferencia entre una decoración bellamente compuesta o todo lo contrario... Es decir, la emoción ahora destacada entre la belleza apenas perfilada o apenas contorneada en una obra.

(Óleo de Vincent van Gogh, Terraza de café por la noche, 1888, Museo Kröller-Müller, Países Bajos; Cuadro del pintor Louis Anquetin, Avenida de Clichy a las cinco de la tarde, 1887, Museo Wadsworth Atheneum, Connecticut, EEUU.)

1 de junio de 2017

La esquizofrenia del siglo XX o las dos maneras de entender el Arte hace un siglo.



El comienzo del siglo XX fue tan fascinante como aterrador. Para entender bien el mundo que ahora vivimos hay que comprender lo que sucedió en los primeros quince años del pasado siglo veinte. Porque ahí, en esos apasionados años iniciales, se gestaría la más despiadada, contradictoria, terrorífica, visionaria, frustrada, creativa y genial forma de entender el mundo. Jamás un cambio de siglo fue tan esperanzador, tan buscado, tan necesitado, tan apasionado y tan desalentador luego en la historia. Ni el milenarismo del siglo XI es comparable siquiera. Entonces, al advenimiento del año 1000, era una sola cosa lo que abrumaba a la humanidad: el cataclismo bíblico, el colapso espiritual en plena edad media. Pero a finales del siglo XIX se produjeron, sin embargo, las innovaciones tecnológicas y sociales más vertiginosas de toda la historia. Al menos como para albergar una idea del siguiente siglo algo prometedora o diferente a todo lo que se había producido antes. O, mejor dicho, todo lo anterior en la historia desde el Renacimiento valía ahora aún mucho más: la revolución, la transformación, la evolución, el progreso imparable, la ruptura, la búsqueda de la felicidad... Pero, sin embargo, todo ese ambicioso proyecto era demasiado increíble para ser verdad. Los artistas vivieron en ese fascinante momento un periodo desconocido, nuevo, de libertad asombrada, de fronteras imprecisas, de comunicación sesgada, de belleza transformada, o de un cierto desánimo de cualquier asidero formal, algo que pudiera llevar a prolongar en el tiempo una nueva forma creativa para mejor poder expresar las cosas -¿ahora con belleza?- de este mundo.

Porque el anterior siglo XIX había sido extraordinariamente virtuoso en el Arte. Hubieron grandes pintores y maestros que expresaron sus imágenes artísticas con equilibrio, soltura, belleza o formas armoniosas con una composición y expresión muy conseguidas. Las tendencias artísticas siguieron esa norma académica. Incluso, el Impresionismo la siguió a pesar de su transgresión evidente con respecto al Academicismo, la manera por entonces más consagrada de pintar. La creatividad fue también muy elogiosa: las tendencias artísticas del siglo XIX fueron todas fascinantes en sus innovaciones. Fueron muchas de ellas diferentes y opuestas a la vez (el prerrafaelismo y el realismo, por ejemplo), pero todas mantuvieron, sin embargo, una idea básica en el Arte: el reflejo formal de un sentido traducible de la figura humana o de la naturaleza. Se podría expresar lo que se quisiera, la cruda realidad social o la espiritualidad mística o mitológica más sentida, pero en ambos casos había que hacerlo con un criterio figurativo armonioso con la naturaleza. Sin embargo, el inicio del siglo XX rompería todo ese sagrado y no escrito acuerdo tácito en el Arte. Y lo haría con todo, no sólo con el Arte. El vértigo sentido entonces debió ser irresistible: sentir, por ejemplo, cómo por entonces el propio abismo, que no se preveía ni se afirmaba, se podría pasar por lo alto sin caer en él... Pero la sociedad misma no estaba, sin embargo, tan preparada como los propios artistas para dar ese gran salto mortal. Por esto las terribles guerras, conflictos, enfrentamientos, rudezas, holocaustos, desvaloración humana, deterioros, ambivalencias o esquizofrenia social que se sucedieron luego en el siglo XX.

Cuando los pintores norteamericanos de mediados del siglo XIX quisieron pintar con una tendencia propia, idearon el Impresionismo natural. Fue una forma de crear que tomaron con la conciencia de estar expresando las cosas naturales de la vida de una manera sosegada y emotiva. La escuela del río Hudson fue una tendencia así, y hubo muchos pintores americanos que vieron esta forma de pintar como la mejor manera de comunicar belleza con entusiasmo natural. Sin embargo, a finales del siglo XIX, propiciados por la filosofía social de algunos pensadores americanos, un grupo de pintores norteamericanos crearon una tendencia diferente, La escuela Ashcan. Fue la forma en que llevaron al Arte la sensibilidad de una sociedad que aún no habría comprendido el terrible abismo por el que su entusiasmo vital se deslizaría luego. No cambiaron la forma armoniosa, ni el equilibrio académico: solo usaron el Arte para mover las conciencias, para trastocar los elementos más rígidos de la sociedad de entonces. El principal representante de esta tendencia americana lo fue el pintor Robert Henri (1865-1929). No revolucionaron la forma de expresión sino su contenido. Ahora querían reflejar la sociedad real, no la soñada. Sin duda, fue una extraordinaria y elogiosa manera de evolucionar en el Arte. 

En su obra del año 1915 Desnudo oriental, Robert Henri compone una bella mujer con las profusas pinceladas coloreadas más innovadoras para aquel impresionismo natural, ese mismo impresionismo al que se enfrentara años antes. Para él, la innovación era parte de dos cosas: alardes técnicos impresionistas para componer una obra y mirada misteriosa para satisfacer un profundo desencanto. No podía él entender que el Arte pudiera expresar las cosas con la rupturista forma de componer que, muy pronto sin embargo, en esos mismos años del inicio del siglo XX, habían alumbrado decididamente otros creadores. Dos años después de componer su obra Henri, el pintor expresionista italiano Amedeo Modigliani crearía su obra modernista Desnudo sentado. La composición era la misma, y los colores también, y el fondo parecido -incluso Modigliani había sido menos profuso o más minimalista-, pero, sin embargo, la figura de la mujer -de la imagen paradigmática de belleza femenina- estaba ahora totalmente transformada. Había mirada misteriosa también, como en Henri, había desnudo también, había un profundo desencanto en el gesto, como en Henri, pero las formas armoniosas y naturales de la belleza de antes habrían desaparecido ya para siempre.

(Óleo del pintor norteamericano Robert Henri, realismo-impresionismo, Desnudo oriental, 1915, Colección Privada; Obra expresionista del pintor italiano Amedeo Modigliani, Desnudo sentado, 1917, Real Museo de Bellas Artes de Amberes, Bélgica.)