Habían pasado dos años desde la derrota del rey Rodrigo en aquella famosa batalla del río Guadalete. Entonces los musulmanes cercaron las murallas de la ciudad extremeña de Mérida en el año 713. Con un ejército de más de diecisiete mil hombres, la mayoría árabes, consiguieron los invasores que la ciudad hispano-visigoda claudicara para siempre. Los sitiadores pusieron sus condiciones. Primero, se permitiría abandonar la ciudad a todos los que quisieran hacerlo, a cambio, sólo podían llevarse los bienes que pudiesen transportar. A los demás -a los que se quedaran- se les respetarían sus propiedades, salvo a la Iglesia, que las perderían todas. Así que, según cuenta una antigua leyenda hispana, siete obispos tuvieron que huir de la sitiada ciudad de Mérida con los tesoros y las valiosas reliquias que pudieran esconder. Al parecer huyeron hacia Lisboa, en Portugal, y corrió el rumor que embarcaron y marcharon lejos, muy lejos, hacia un lugar allende el océano donde fundaron una ciudad llamada Cíbola y otra llamada Quivira, ambas llenas de tesoros y construidas con oro y piedras preciosas.
La leyenda caló en el imaginario de los cristianos españoles de entonces, que no dejaron de pensar en conseguir algún día encontrar aquellas maravillosas ciudades. Algunos años después una morisca de Hornachos -población cercana a Mérida- había profetizado un destino trágico para los que persiguieran la mítica y anhelada ciudad de Cíbola. Otra historia musulmana que arraigó en la España medieval fue la de un personaje legendario de la mística sufí, Al-Khidr, o el verde, llamado así porque una vez andando por el desierto se detuvo a descansar en un lugar que, de pronto, se volvió paradisíaco, lleno de árboles y con mucha agua y un gran verdor. Eso se interpretó entonces como un símbolo de conocimiento y vida eterna. Toda una descripción de la mítica fuente de la vida, la juventud y la eternidad. De ese modo la idea de la fuente de la juventud se convirtió en otra leyenda a perseguir cuando, por el Renacimiento, la historia trajera nuevas tierras por descubrir más allá del océano peligroso. Así fue como el explorador español Juan Ponce de León (1460-1521), al tener conocimiento de que al norte de la isla de la Española podía existir tal fuente maravillosa, se dirigió en el año 1513 hacia una costa que resultaría ser la noreste de la actual península norteamericana de Florida. Acabaría por descubrirla y regresaría luego a Cuba frustrado sin haber hallado más que manglares, lagos, caimanes o indios. Pasados los años, en 1527, el rey Carlos I de España decide comisionar al adelantado Pánfilo de Narváez para conquistar La Florida. Desde Sanlúcar de Barrameda (Cádiz) salieron cinco barcos y seiscientos hombres para acabar llegando a la península de la Florida en abril del año 1528. Trescientos hombres desembarcaría Narváez en esas tierras, internándose en un territorio salvaje de indios hostiles a la búsqueda del codiciado oro.
Narváez fue un hombre brutal y decidido que no dudaría en utilizar la violencia para conseguir lo que quería. Sin embargo, la respuesta de los indios y la dura naturaleza le hizo desistir de la expedición. Decidió entonces navegar cerca de la costa hasta alcanzar Méjico, pero una gran tormenta acabaría por hacer naufragar todas sus embarcaciones, terminando casi todos ahogados cerca de la desembocadura del río Misisipi. Todos perecieron, excepto cuatro hombres: Alonso del Castillo Maldonado, Andrés Dorantes, Esteban el esclavo y el explorador Alvar Núñez Cabeza de Vaca (1490-1560). Estos cuatro hombres llevarían a cabo, sin embargo, la más extraordinaria aventura vivida entonces en América. Recorrieron a pie, durante casi ocho años, todo el sur de lo que hoy son los Estados Unidos, bajando luego hasta alcanzar la ciudad de Méjico, capital de la Nueva España. Descubrieron lugares extraños con pueblos indígenas que les hablaban de ciudades llenas de tesoros. Tan dura fue la experiencia que Dorantes tiempo después, cuando el virrey de Méjico Antonio de Mendoza le propusiera dirigir otra expedición, rechazaría tajantemente la aventura de descubrimiento; lo que él deseaba era regresar a España lo antes posible. A cambio Dorantes le ofreció al virrey su criado bereber Esteban, el cual le indicaría dónde se encontraban aquellos nativos que les habían contado aquellos relatos.
El virrey acude entonces a un franciscano ilustrado y aficionado a la geografía, fray Marcos de Niza, para que, junto al esclavo Esteban, organizaran una expedición hacia lo que, supuso el fraile, eran aquellas ciudades legendarias que tanto había leído sobre las leyendas de Cíbola y Quivira. La expedición fue, sin embargo, un total fracaso desastroso. El moro Esteban acabaría muerto por los nativos y fray Marcos regresaría trastornado, contando que había visto a lo lejos una gran ciudad maravillosa, una más grande incluso que la gran Tenochtitlan -la Ciudad de México-. Animó a todos con sus fabulosas historias de tesoros, joyas, perlas, esmeraldas y demás piedras preciosas. Todo un gran alarde de imaginación que sus horas de ávida lectura legendaria le habían llegado a provocar. Poco bastó para que se organizara, en el año 1540, el más ingente viaje de descubrimiento para conquistar esas tierras y sus fabulosos tesoros. Al mando de la expedición se encontraba Francisco Vázquez de Coronado (1510-1554), el cual, con más de trescientos hombres y cientos de indios, se encaminaría desde Sinaloa hasta las tierras situadas más al norte de Arizona. El viaje de esos hombres alcanzaría incluso el alejado territorio de Kansas, en pleno centro de los actuales Estados Unidos. No consiguieron encontrar entonces nada más que tierras, nativos, culebras, alacranes y sol.
Buscaron, sin éxito, el oro y la mítica ciudad de Quivira. Hasta un indio les llegaría a contar que existía un lugar así, como les había relatado fray Marcos. Todo falso. Sólo llegaron a encontrar un asentamiento de indios llamados Zuñi, un lugar al que pensaron se trataba de Quivira, acabando finalmente por llamarlo así. Desde ese lugar, una pequeña expedición mandada por García López de Cárdenas marcharía hacia el noroeste. Lo único que Cárdenas descubrió fue un maravilloso tesoro natural, el Gran Cañon del Colorado, realmente el único tesoro que aquella expedición llegaría a descubrir. Francisco Vázquez de Coronado regresó a la Ciudad de Méjico cansado y agotado en el año 1542, ahora sólo con cien de todos sus desesperados, aventureros y soñadores hombres. La expedición había sido un total fracaso al igual que las anteriores. Desde entonces la búsqueda dejaría de dirigirse hacia el norte. Los avezados aventureros, los buscadores de aquellas míticas ciudades de Cíbola y Quivira, terminarían volviendo ahora sus ojos hacia el sur del continente. No podían ya dejar de hacerlo, de buscar, de seguir buscando... Necesitaban seguir persiguiendo todos aquellos antiguos sueños de su infancia. Unos sueños que, desde niños, les habían llenado el alma y la cabeza de algo que nunca, nunca, acabarían ellos mismos por comprender del todo: que ese sueño idílico estaba tan sólo en sus deseos de ir más allá de sí mismos, de sus propias miserias, limitaciones, bajezas, desesperanzas y anhelos.
(Cuadro del pintor norteamericano Frederic Remington, 1861-1909, Expedición de Coronado, siglo XIX; Parte izquierda del tríptico del Bosco, Óleo del Jardín de las Delicias, en donde se observa ya la Fuente de la eterna Juventud, 1490; Grabado medieval de una imagen de ejército invasor musulmán; Grabado de una ilustración con el retrato de Alvar Núñez Cabeza de Vaca; Grabado con el retrato de Juan Ponce de León; Grabado con el retrato del conquistador español Francisco Vázquez de Coronado.)
Vídeos de Ponce de León, de Alvar Núñez Cabeza de Vaca y del Gran Cañón:
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