A finales del mes de septiembre del año 1958, durante unas obras en los terrenos de una sociedad deportiva, se descubriría a las afueras de la ciudad de Sevilla (España) lo que parecía ser, a simple vista, un antiguo y refulgente brazalete dorado bajo la tierra. Aquello no resultaría ser un hallazgo cualquiera, lo que aquel hombre y su trabajo habían encontrado entonces resucitaría así, cuarenta años después, lo que un arqueólogo alemán, Adolf Schulten (1870-1960), hubiera vaticinado en los anteriores años veinte en sus andanzas por la región andaluza y el curso del bajo Guadalquivir: la posible existencia de la mítica Tartessos, la primera civilización de Occidente. Desde el siglo XV antes de Cristo, es decir, a partir del año 1400 a.C., se sitúa en la India el comienzo del periodo védico temprano, un periodo que vendría a durar hasta el año 1100 a.C. En esa época antigua se comenzaría a escribir, en sánscrito, los textos sagrados más antiguos de la India, los Vedas. Este idioma asiático pertenecía a la gran hornada de lenguas indoeuropeas, rama lingüística de donde proceden casi todas las lenguas que se hablaron -y se hablan- en Europa y el sur de Asia. Como en casi todas las culturas elaboradas, la hinduista también crearía su mitología. En ella, como en la de la antigua Grecia, existió también una diosa venus, Laksmí, la esposa del dios hinduista Vishnú. Representaba la belleza, el buen camino y la buena suerte. Como la Venus Anadiómena griega posterior, Laksmí también surgiría de la inspirada mítica espuma del mar.
Pero antes de llegar algo parecido al Egeo -a la Grecia antigua- llegaría a Fenicia, y, antes aún, al Oriente próximo mesopotámico. Sobre el año 1200 a.C., los fenicios asimilaron de pueblos situados más a su oriente a su diosa Astarté, igualmente equiparada a la diosa Afrodita griega o a la Venus romana posterior. Luego, a partir del año 800 a.C., los fenicios lograrían cruzar todo el mar terreno conocido, el Mediterráneo, hasta alcanzar sus costas más occidentales. Cerca de lo que hoy es Túnez fundaron una próspera colonia, Cartago. Desde ahí consiguieron colonizar todo el extremo occidental del mundo conocido entonces. Así llegaron hasta Cádiz -Gadir-, y, subiendo por el curso del río Baits -Guadalquivir-, llegarían a un paraje maravilloso, idílico y tranquilo, donde ahora el río vadeaba lagunas y marismas y unas colinas cercanas dominarían todo el fértil y sosegado valle iluminado. Ahí se fue asentando una de las poblaciones fenicias más importantes de occidente. Al pasar los años terminaría creándose un pueblo más evolucionado, un lugar al que se acabaría denominando Tartessos.
Ese reducto interior -gracias al río navegable- centralizaría uno de los comercios más sugerentes del mundo mediterráneo conocido: los metales preciosos. La tierra del sur de la península ibérica, geológicamente surgida de la conjunción de dos placas continentales, la europea y la africana, resultaría ser muy rica en plata, oro, cobre, estaño, etc. Fue por entonces El Dorado de la antigüedad europea. Así que, desde que llegaron los fenicios, fue desarrollándose poco a poco una cultura particular y propia... Porque Tartessos, según investigaciones científicas de los últimos años, no fue -si es que fue algo- un asentamiento autóctono, ibérico o local. Fue una región de origen fenicio, y, poco después, griego; y, luego, mezcla de las dos también. Pero, con los años, acabaría adquiriendo, sin embargo, gracias a la importancia de sus preciados recursos, un carácter propio y especial, acabando por ser una sociedad más sofisticada que la de sus orígenes mediterráneos.
La sociedad tartésica era una organización social muy jerarquizada. La clase aristocrática se aprovecharía de los tesoros y de la mano de obra de una clase inferior para prosperar. Sus avances culturales no fueron, sin embargo, más allá de una exquisita elaboración artística de metales preciosos. Consiguieron configurar una población satisfecha de sí misma gracias al comercio y a la tranquilidad, por la falta de conflictos, más que por un desarrollo cultural estable y evolucionado. Las Artes arquitectónicas, las únicas -a parte de las literarias- que testimoniarán la historia de un pueblo o de una cultura antigua, no dejaron ninguna huella pétrea conocida de Tartessos... A diferencia de los pueblos Mayas, por ejemplo, Tartessos no dejaría ningún resto pétreo que pueda, realmente, acercarnos a su verdadera historia. Por eso fue un mito, siguió siendo un mito, y, probablemente, continuará siendo un mito. A pesar de todo, ha llegado hasta nosotros la figura de Argantonio (660 a.C - 550 a.C.), el último rey tartésico del que se tiene conocimiento. Fueron los griegos los que nos hicieron llegar su historia. Al parecer, este rey tartésico, que nunca construyó palacios ni obras en piedra -o fueron totalmente arrasados-, se sintió más atraído en aquellos años, siglo VI a.C., por los griegos que por los fenicios. Pudo influir la decadencia de este último pueblo y el auge del griego. El caso es que eso mismo fue su perdición y su desastre.
Cuando los cartagineses -los fenicios de ultramar- vieron peligrar sus dominios sobre el sur peninsular de Iberia, se aliaron con los etruscos -un pueblo itálico belicoso- enfrentándose a los griegos en la batalla naval de Alalia (535 a.C.). Posiblemente, antes de este sangriento encuentro naval con los griegos, los fenicios de Cartago -los cartagineses- destruyeron y arrasaron a sus antiguos -y ahora traicioneros- socios ibéricos de Tartessos. Poco después los griegos, que acabaron venciendo pero agotaron todas sus fuerzas en esa batalla, decidieron abandonar el sur peninsular asentándose en el noreste español y el sur de Francia. De ese modo los cartagineses, a pesar de su derrota, continuaron en el sur de España pero esta vez sólo en la costa, más centrados en su Nueva Cartago -actual ciudad de Cartagena-. Para entonces los griegos del Egeo habrían conocido por Homero, y después por Platón, qué fue de esa espléndida, exótica y pacífica población tartésica de Iberia. Así sería como el filósofo griego Platón crearía el idílico y mítico lugar donde los hombres son felices y los recursos permanentes, lugar al que terminaría por llamar Atlántida... En la mitología griega Atlas -o Atlante- fue un titán al que Zeus condenaría cargar con las columnas que permitían mantener separados los cielos de la tierra. En su narración mítica, Platón cuenta que ese idílico lugar se situaba hacia el fin del Occidente, entre las columnas de Hércules -estrecho de Gibraltar-. También relataba el filósofo griego cómo los dioses decidieron castigar a ese pueblo por su soberbia enviando un terremoto, o un maremoto, que causaría una gran inundación y la completa desaparición de la Atlántida.
Cuando los cartagineses -los fenicios de ultramar- vieron peligrar sus dominios sobre el sur peninsular de Iberia, se aliaron con los etruscos -un pueblo itálico belicoso- enfrentándose a los griegos en la batalla naval de Alalia (535 a.C.). Posiblemente, antes de este sangriento encuentro naval con los griegos, los fenicios de Cartago -los cartagineses- destruyeron y arrasaron a sus antiguos -y ahora traicioneros- socios ibéricos de Tartessos. Poco después los griegos, que acabaron venciendo pero agotaron todas sus fuerzas en esa batalla, decidieron abandonar el sur peninsular asentándose en el noreste español y el sur de Francia. De ese modo los cartagineses, a pesar de su derrota, continuaron en el sur de España pero esta vez sólo en la costa, más centrados en su Nueva Cartago -actual ciudad de Cartagena-. Para entonces los griegos del Egeo habrían conocido por Homero, y después por Platón, qué fue de esa espléndida, exótica y pacífica población tartésica de Iberia. Así sería como el filósofo griego Platón crearía el idílico y mítico lugar donde los hombres son felices y los recursos permanentes, lugar al que terminaría por llamar Atlántida... En la mitología griega Atlas -o Atlante- fue un titán al que Zeus condenaría cargar con las columnas que permitían mantener separados los cielos de la tierra. En su narración mítica, Platón cuenta que ese idílico lugar se situaba hacia el fin del Occidente, entre las columnas de Hércules -estrecho de Gibraltar-. También relataba el filósofo griego cómo los dioses decidieron castigar a ese pueblo por su soberbia enviando un terremoto, o un maremoto, que causaría una gran inundación y la completa desaparición de la Atlántida.
Fue en el Hinduismo -en la antigua India- donde se representaría por primera vez un símbolo geométrico, la Estrella de Laksmí, un polígono formado por dos cuadrados superpuestos, inclinados 45 grados, que acabaría configurando así una estrella de ocho puntas. Tiempo después los tartésicos llegarían a utilizar esa misma estrella de ocho puntas, una figura que entonces se denominaría gadeiro por el nombre que Platón dio a los habitantes de Gades, la antigua Cádiz fenicia. Y en esa misma región, muchos siglos después, el árabe, semita de origen, Abderramán I, primer emir de la independiente Al-Andalus, terminaría por usar esa misma estrella de ocho puntas y difundirla por todo el Mediterráneo. La población de Tartessos fue, de ese modo, la primera en utilizar en Occidente la simbólica estrella de ocho puntas. Fue todo un símbolo místico para ese pueblo mítico, el cual adoraba al sol mostrándolo así, como una estrella de ocho puntas con ocho rayos solares.
Años más tarde, en el siglo V a.C., los turdetanos, éste sí un pueblo autóctono -celtíbero- de la península ibérica, fueron los que habitaron aquellos mismos lugares abandonados antes por los tartésicos y sus colonizadores. De hecho, según cuentan las historias, los turdetanos fueron un pueblo de elevada cultura y gran sofisticación, si lo comparamos, por ejemplo, con otros pueblos celtíberos de la península ibérica. Pasaron luego los años sin más brillo, sin más emociones históricas, años muy tranquilos y sosegados culturalmente. Así, hasta que llegaron los romanos... Y muchos siglos después sus herederos, los castellanos, embarcados en tres frágiles carabelas frente al temible Atlántico, seguirían también avanzando hacia el oeste, confiados, ilusionados, desesperados, como antes los fenicios, hacia otro Occidente... Este otro occidente todavía aún mucho más allá de sus fronteras conocidas, aún mucho más de sí mismos, hacia otro mundo..., hacia un nuevo mundo.
Presiento el rondar de la romántica muerte,
del dolor de mis huesos que maldicen,
de la falta de memoria que transita,
el lance del puerto,
harapos de unas sandalias que me conducen a la sima.
Herencia del rayo que cesa en la luz y en su ausencia.
Me espera el Hades y la negra Estigia laguna...,
y el recuerdo eterno de Tarsis.
(Obra El Hades, Homero en Tarsis. Poema épico del autor español Ramón Fernández Palmeral).
(Imagen de la diosa fenicia Astarté, siglo IX a. C.; Imagen de una escultura de la diosa hindú Laksmí, siglo XV a.C.; Cuadro Astarté syriaca, 1877, del pintor prerrafaelita Dante Rossetti; Imagen publicitaria donde se representa una ideación de la mítica Atlántida; Fotografía de una reproducción de un adorno del Tesoro tartésico encontrado en 1958 en el Carambolo, Sevilla; Imagen de la escultura Atlas, período helenístico, Museo Arqueológico Nacional de Nápoles; Fotografía en el antiguo asentamiento minero Minas de Tharsis, Alosno, Huelva (España); Imagen de una figura de una representación tartésica en bronce, Tartessos; Imagen del Relieve de Osuna, de la antigua Turdetania, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Fotografía de una estrella de ocho puntas -símbolo religioso antiguo- en la antigua iglesia de Santo Tomé, Zamora (España); Imagen del busto de Argantonio, Tartessos, Museo Arqueológico de Sevilla; Imagen con la representación de una figura tartésica, ¿Argantonio?)
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