En el año 1843 el arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius (1810-1884) sería enviado a Egipto para llevar a cabo una expedición científica auspiciada por Prusia. Descubrió entonces no dos, ni cuatro, sino hasta 67 pirámides. Aprendería y estudiaría las lenguas nativas, excavaría varias tumbas en Karnak y publicaría su gran obra Monumentos de Egipto y Etiopía. Sin embargo, no hallaría nada de relevancia histórica sino hasta un viaje posterior a Egipto, donde ahora tuvo la fortuna de encontrar un documento excepcional para la historia: el papiro del Decreto de Canopus. En este papiro antiguo del siglo III a.C. los egipcios habían planteado ya la corrección de la duración del ciclo solar en su calendario. Estaba escrito además en caracteres jeroglíficos, griegos y demóticos, comparable por lo tanto a la famosa Piedra de Rosetta. Se confirmaría así la traducción de los jeroglíficos egipcios, algo que, casi cuarenta años antes, había iniciado el erudito francés Champolion. Pero, lo importante de ese descubrimiento fue demostrar que los egipcios eran conscientes ya de la necesidad de reformar el calendario solar para ajustarlo a la realidad del tiempo que dura un año. A pesar del Decreto de Canopus del siglo III antes de Cristo, no prosperaría la reforma del calendario en el mundo posterior a esa fecha por culpa de los prejuicios religiosos de los sacerdotes egipcios de entonces. Pasaron los años y un astrónomo alejandrino y sus cálculos rudimentarios descubrieron que algo fallaba, que realmente duraba más tiempo la traslación de la Tierra alrededor del Sol. Para establecer el ciclo solar correcto calcularía el astrónomo que faltaban añadir seis horas -un cuarto de día- para completar el ciclo anual. Por culpa de aquellos sacerdotes egipcios es por lo que la humanidad no certificaría la duración real del año hasta que Julio César lo ordenara doscientos años después, el año 45 a. C. Aceptaría entonces Julio César las conclusiones del astrónomo Sosígenes de Alejandría, por lo cual habría que añadir a los 365 días que duraba un año seis horas más, el tiempo que este astrónomo había calculado que faltaban.
Fueron los egipcios hace más de tres mil años los primeros que comprendieron la utilización del sol como medida del tiempo anual: 365 jornadas de sol en un año (organizados en 12 meses de 30 días más 5 días añadidos al final del último mes). Para poder cuantificar ese tiempo añadido de seis horas anuales, se decidió completarlos en un sólo día dedicando cuatro años seguidos para ello. Se incluiría un día más en ese cuarto año en el último mes del calendario de entonces, Febrero (Februa, mes de la purificación por lo lluvioso que era). Y en esto -hace más de dos mil años- sólo erró Sosígenes en un segundo al día. Es decir, once minutos y seis segundos en todo un año fue lo que calculó mal el sabio alejandrino. La Iglesia Católica en su concilio de Nicea del año 325 estableció oficialmente ese calendario -denominado juliano por Julio César- para poder señalar sus fiestas religiosas. La cuestión fue -para los cristianos de Constantino el Grande- cómo fijar entonces la fiesta de la Pascua -el día en que Jesucristo resucitó-, y, a partir de esta fecha, poder determinar las demás. Ese concilio de Nicea señalaba que la Pascua debía ser el domingo siguiente a la primera luna llena después del comienzo de la primavera. Lo que pasó entonces fue que aquel año 325 la Pascua coincidió con el día 21 de marzo, el propio comienzo primaveral. Pero con el paso de los años varió ese día. Cada vez se adelantaba un poco más hasta que, después de mil trescientos años, los días llegaron a ser un total de diez, adelantándose equivocadamente el equinoccio primaveral hasta el 11 de marzo real. Se habían vivido cerca de 11 días más sin haber sido así realmente. En el concilio de Trento del siglo XVI se decidió corregirlo. Muy bien asesorado por astrónomos como Cristóbal Clavio, el papa Gregorio XIII designó el cambio del antiguo calendario juliano al nuevo gregoriano. Así fue como del jueves 4 de octubre de 1582 se pasaría al viernes 15 de octubre de 1582. Nunca se nombraron -se vivieron- esos días en todo el orbe católico, entonces el más extendido y poderoso del mundo. Se resistieron otros países por motivos religiosos o políticos. Como Holanda, que no cambió su calendario juliano hasta principios del siglo XVIII; o como Inglaterra, hasta mediados de ese mismo siglo; o como Japón, a finales del siglo XIX; y, por fin, Rusia, que no lo cambiaría hasta el año 1918.
El arqueólogo alemán Lepsius publicaría en el año 1842 su traducción del Libro egipcio de los Muertos, unos escritos que había encontrado en sus hallazgos en Egipto. Relataba todo lo que había descubierto acerca de los textos funerarios egipcios y que configuraban la mitología espiritual de esa extraordinaria civilización. Sobre todo el conocido como Juicio de Osiris, un texto que indicaba el sentido de la vida y de la muerte y que llevaría a los egipcios a ser los primeros que se plantearon la recompensa o la condenación por lo vivido. Es decir, que dependiendo de cómo una persona se hubiera comportado en su vida, así su alma -su ser luchador- se enfrentaría luego en una decisiva e implacable prueba definitiva. También relataba cómo se ejecutaba el juicio de la balanza divina, el peso del alma que determinaba para el espíritu la vida eterna o el final sin remisión. Cuando un ser humano fallecía en el antiguo Egipto su espíritu era guiado por Anubis, señor de los Muertos, a través del inframundo egipcio -el Duat- hacia el tribunal de Osiris, dios de la Vida y la Resurrección. En un determinado momento de ese camino por el inframundo, Anubis tomaba el corazón del espíritu, lo extraía y lo depositaba en uno de los platillos de esa balanza decisiva. En el otro platillo colocaba a la diosa Maat, símbolo de la Verdad y la Armonía. Pero aún no pasaba nada. Luego una cantidad de dioses preguntaban al espíritu cosas de su vida. De cómo éste contestara así el corazón aumentaba o disminuía de peso. Osiris determinaría, según el fiel de la balanza, si el espíritu podía volver a su cuerpo y continuar hasta el Paraíso final -el Aaru- o, por el contrario, si sería arrojado al Infierno -con el Ammyt- definitivamente. Aquí, en el infierno egipcio, ya no habría nada que hacer -ni siquiera sufrir-, todo el ser sería devorado inevitable, total y permanentemente. Sin embargo, cuando el espíritu continuaba hacia el Aaru -el paraíso egipcio- no estaría a salvo aún. Todavía tendría que demostrar que lo que había aprendido fuese ahora capaz de salvarle. El camino hacia el Aaru no era más facil que el camino de la vida. Era un viaje difícil, se estaba expuesto a dificultades, peligros y luchas. Tendrían el espíritu y su cuerpo que enfrentarse a todas las pruebas con el conocimiento y la experiencia adquiridas. Podrían ayudarle sus deudos, familiares o amigos vivos, los cuales tenían en ese tratado escrito la forma en que ellos podían apoyar al individuo mortal en el camino de obstáculos hasta llegar al Paraíso final. Con este Libro de los Muertos se completaba el conocimiento necesario para la conservación del cuerpo físico durante el tiempo que durase el paso decisivo. Ambas cosas -el apoyo y la conservación- podían realizarla los vivos para con el espíritu del fallecido. Espíritu que necesitaría, caso de sobrevivir a esas terribles pruebas, de tal soporte corporal para cuando llegase, finalmente, al Aaru celestial.
(Ilustración egipcia representando al dios Osiris; Óleo del pintor italiano del cuatrocento Andrea Mantegna, Julio César en el carro triunfal, 1490, Londres; Imagen con el grabado de la Balanza de Anubis; Representación del Ammyt egipcio o el devorador de los muertos; Imagen de un cuadro con el retrato de Cristóbal Clavio y del papa Gregorio XIII dentro del mismo, siglo XVI; Retrato del arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius, siglo XIX; Imagen representando al Libro de los Muertos en caracteres jeroglíficos, Antiguo Egipto.)
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