¿Por qué se empezaría a pintar?, ¿qué se pretendía con ello, decorar, aliviar la vista, entretener, mejorar las paredes de sus desconchones...? Sucede que la historia -en la Pintura sobre todo- presenta tres grandes momentos artísticos diferentes: el período clásico grecolatino, el período medieval y a partir del Renacimiento. El gran intervalo medieval dejaría a la Pintura sin sentido fuera del orbe religioso y sin evolucionar técnicamente tampoco. No es que la técnica no existiera antes del siglo XV para hacer lo que se hacía en el período clásico, es que la historia no dejaría que eso se hiciera con tanta libertad creativa hasta llegado el Renacimiento o poco antes. Entonces, cuando el mundo comenzara a dejar atrás las rígidas formas de expresar, el ser humano encontraría la excusa perfecta para representar con belleza cosas que no fuesen palabras -habladas o escritas- y transmitieran sensaciones que describieran sutilmente conocimiento, trascendencia o misterio. Cuando el joven pintor español Velázquez quiso componer una obra maestra habían pasado ya más de ciento cincuenta años desde que el Arte gótico evolucionara. Caravaggio, por ejemplo, hacía doce años que había fallecido, y el maestro español pensaría que esa forma de crear de Caravaggio era la misma que él presentía como la mejor forma de hacerlo. El naturalismo pictórico llevado al máximo y la luz llevada al mínimo. Esa era la manera más sencilla de representar la vida de los hombres, con sus costumbres más vulgares o sus aspectos más miserables.
Y todo eso fue lo que el pintor italiano del claroscuro más prodigioso -Caravaggio- había hecho antes que él. Y entonces piensa Velázquez en realizar una escena así, tan caravaggiesca, tan sorprendente y tan poco sofisticada para la sociedad de su época; sin otros alardes estéticos que el de la perfecta realización pictórica realista con sus perfectas formas clásicas. Con las auténticas texturas que de las cosas pintase Velázquez como para parecer estar ahí mismo el sujeto que las viese, justo al lado o dentro mismo de la escena retratada. Y pinta la figura de un vulgar aguador sevillano ofreciendo pulcramente, sin embargo, su líquido producto. Lo realiza Velázquez apenas con veintitrés años en su etapa sevillana, aunque la obra fuese elaborada para un funcionario sevillano de la corte del rey Felipe IV poco antes de marchar a Madrid. La pintura El aguador de Sevilla acabaría así en las paredes madrileñas de don Juan de Fonseca, sumiller de cortina del rey -cargo inferior al de capellán del monarca- para pasar, tiempo después, por varios aristócratas hasta llegar al Palacio Real del Buen Retiro, donde se inventarió en el año 1700 como El corzo de Sevilla. Años después, terminará en el nuevo Palacio Real de Madrid reconstruido por el rey Felipe V. Allí descansaría casi un siglo hasta que el rey napoleónico José I en su huida de Madrid, luego de ser derrotado -en la guerra de la Independencia- por el general Wellington, tratara sin éxito de llevarse el cuadro como botín a Francia. El rey español Fernando VII en agradecimiento por su victoria le regalaría la obra al ufano general británico. Para cuando el lienzo llega a Londres todo el mundo pensaría entonces que se trataba de una obra del genial Caravaggio.
Y todo eso fue lo que el pintor italiano del claroscuro más prodigioso -Caravaggio- había hecho antes que él. Y entonces piensa Velázquez en realizar una escena así, tan caravaggiesca, tan sorprendente y tan poco sofisticada para la sociedad de su época; sin otros alardes estéticos que el de la perfecta realización pictórica realista con sus perfectas formas clásicas. Con las auténticas texturas que de las cosas pintase Velázquez como para parecer estar ahí mismo el sujeto que las viese, justo al lado o dentro mismo de la escena retratada. Y pinta la figura de un vulgar aguador sevillano ofreciendo pulcramente, sin embargo, su líquido producto. Lo realiza Velázquez apenas con veintitrés años en su etapa sevillana, aunque la obra fuese elaborada para un funcionario sevillano de la corte del rey Felipe IV poco antes de marchar a Madrid. La pintura El aguador de Sevilla acabaría así en las paredes madrileñas de don Juan de Fonseca, sumiller de cortina del rey -cargo inferior al de capellán del monarca- para pasar, tiempo después, por varios aristócratas hasta llegar al Palacio Real del Buen Retiro, donde se inventarió en el año 1700 como El corzo de Sevilla. Años después, terminará en el nuevo Palacio Real de Madrid reconstruido por el rey Felipe V. Allí descansaría casi un siglo hasta que el rey napoleónico José I en su huida de Madrid, luego de ser derrotado -en la guerra de la Independencia- por el general Wellington, tratara sin éxito de llevarse el cuadro como botín a Francia. El rey español Fernando VII en agradecimiento por su victoria le regalaría la obra al ufano general británico. Para cuando el lienzo llega a Londres todo el mundo pensaría entonces que se trataba de una obra del genial Caravaggio.
Pero no era del genial italiano sino del genial español. ¿Por qué se llevaría José Bonaparte esa obra tan vulgar con ese viejo aguador tan feo y desarrapado, al que acompaña un jarrón de barro tan toscamente rural? ¿No tendría otras mejores obras de Arte que llevarse? Claro que las tuvo y también se las llevó. Pero de todos modos decidió llevarse El aguador. ¿Por qué? Las imágenes aquí reproducidas no hacen justicia a la extraordinaria obra barroca, pero son las únicas posibles. El lienzo original se encuentra en el Museo Wellington de Londres y, a menos que se pueda visitar, no existe una web que permita visionar sus obras de Arte expuestas en alta resolución. Hay que hacer un esfuerzo por imaginar las enormes posibilidades cromáticas que de la confección de una obra como esta puedan percibirse. ¿Qué decir de las virtudes pictóricas de la obra de Velázquez? ¿Se puede pintar mejor algo tan simple y vulgar como eso? Está claro que la magistral textura y original composición de la obra fue uno de los motivos por lo que el efímero monarca español de origen francés arrebatara el cuadro. Pero no fue el único. Velázquez fue mucho más que un pintor barroco correcto, persiguió crear buscando siempre un sentido metafísico al Arte. El sentido que tiene realmente, o que él sabría debía tener. Fue alumno de un maestro erudito -Pacheco- y además leería las obras humanistas que se publicaban en esos años del siglo XVII. El hecho es que todas sus obras de Arte tienen una sublime lectura no muy transparente o definitiva. Pero es que eso debe ser así en una obra artística: nada importante de representar en un cuadro es celebrado por su limitado sentido. Los símbolos, mensajes o sensaciones intuitivas de las obras de Arte encierran las mismas contradicciones que pretenden dilucidar. Es así porque en el Arte se deviene hilvanando permanentemente el sentido de la obra. No puede éste desaparecer nunca. Mañana se debe ver otra cosa diferente de lo que hoy vemos, y luego, más adelante, otra más. Así todo se trastoca para llegar a comprender que aquel sentido oculto de antes que ya habíamos percibido se habría confundido vagamente. Sin embargo, quedará para siempre magnificado ese sentido indefinible de la obra, pervivirá latente para siempre el mensaje tan oculto de su sublimidad.
El artístico y fascinante número tres vuelve otra vez -como en otras ocasiones- como símbolo iconológico determinante. En la obra de Velázquez hay tres figuras humanas y tres figuras materiales. Tres recipientes artificiales que contienen ahora el mismo elemento que une, sin embargo, las seis figuraciones representadas: el agua. Porque es el agua ahora aquí una medida antropológica. Aparte de ser un elemento importante de la vida, el agua determina en la obra barroca otra cosa más que un mero poder vivificador. Las tres figuras humanas retratadas por Velázquez son un hombre maduro, un niño y un hombre joven. Los dos primeros están juntos y enfrentados, son los que se ven en primer plano claramente. El hombre más joven apenas se vislumbra ahora entre las sombras de un segundo plano casi inexistente. Representan las tres edades del hombre, algo por otro lado muy habitual en el Arte. Los pintores Tiziano y Giorgione lo habían pintado mucho antes, otros, menos conocidos, también. Siempre se trataba de representar tres seres humanos en tres edades distintas. Pero, aquí además el pintor español los relaciona ahora con otra cosa: con el agua. ¿Por qué? La humedad líquida del agua es evidente y visible en la obra. Debe serlo para los efectos artísticos realistas del naturalismo barroco. El pintor español compuso antes otra obra semejante -actualmente en la Galería florentina de los Uffizi-, pero en esa otra obra el agua no se reflejaba de forma tan evidente o no se percibía su sensación líquida tanto. Porque en su obra del año 1622 sí se transmite la brillantez del agua en sus tres recipientes pintados. Hasta tres gotas se ven con un realismo impactante en la gran vasija redondeada del cuadro, un efecto provocado por la sudoración en la propia atmósfera del lienzo. De los tres envases que contienen agua dos son de barro y uno de cristal. Pero del tercer envase utilizado por el hombre joven está compartiéndose ahora su contenido interior dentro del mismo hombre. No significa el envase nada en sí mismo en la obra, solo demuestra la decidida necesidad del ser adulto por beber agua imperiosamente. Cosa que el niño aún no hará con el suyo, ya que deja el pequeño pasar un tiempo antes de comenzar a desocupar el agua de su copa.
Una copa de cristal que permite ver el agua misma, que la estamos viendo ahora incluso, sin color, sin rasgos diferentes, sin otra cosa más que el genio pictórico de Velázquez al expresarla. La fruta de un higo dentro de la copa servía entonces para endulzar el sabor inapreciable del agua. Pero esa copa de cristal es tomada a la vez por los dos personajes principales. ¿Por qué el pintor detuvo la imagen con la copa tomada por las manos de las dos figuras principales? Podría haber pintado al niño acercándose la copa a sus labios y la mano del aguador no aparecer ahora en ella. Pero lo pintaría así, de ese modo tan preciso, con el sentido que tiene ahora justo ese alarde estético. Según escritos de pensadores de entonces -entre ellos un médico español del siglo XVI llamado Juan Huarte-, los caracteres de los seres humanos son modificados en sus edades a causa de la cantidad de agua que necesiten. Ni los niños ni los ancianos necesitarán tanta agua como los adultos. Por entonces se creía que el agua determinaba el período de más desarrollo del hombre adulto, cuando su personalidad es más cálida y seca y, por tanto, necesitará más la humedad para calmarla. Los niños y la vejez tienen una personalidad más caliente y húmeda -en la infancia- o más fría y seca -en la vejez-. La infancia y la vejez forma ahora una dialéctica de sabiduría existencial. Porque el período adulto humano no tiene remedio: bebe con fruición el hombre joven de todas formas. Pero la infancia, como no necesita tanta agua, puede admirar ahora su contenido o entender más su efímero sentido, puede aprender así con tiempo las cosas nuevas de la vida. El anciano es entonces el que se las transmite ahora como un filósofo desinteresado que, serenamente, le ofrece así todo su saber de años. Ambos están con la mirada perdida, sin mirarse incluso, sin más contacto que la copa transparente que ahora los une. Con el ingenioso alarde de saborear en ella el dulzor de una fruta -el higo- tan redondeada como lo es el propio cántaro de barro mismo, lugar donde ahora apoya el viejo su mano displicente. Es la transmisión de saber pero también es la transmisión de serenidad. El rostro del pequeño simboliza la esperanza, es ahora la metáfora decisiva para justificar el esfuerzo de una vejez ya entregada para siempre, la vida de sabiduría que le traspasa el anciano a través de la copa que le ofrece. Porque le ofrece con ella ahora toda su experiencia, lo mejor que tiene el viejo, su sabiduría de años reflejada además entre las arrugas de un rostro duro y paciente. Tan seguros ambos además como el momento que los dos celebran ahora ajenos al mundo o a su urgencia latente. Y todo eso eternizado en la memoria genial de un Arte barroco como este. Así, como el mismo instante que el pintor dejara sin descifrar en cada mente inquieta, fértil o subjetiva que percibiera luego, admirada así al verla, la belleza de un Arte tan sutil, tan genial y diferente.
(Detalle del óleo del pintor español Diego Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Reproducción de la misma obra de Velázquez, El aguador de Sevilla, 1622, Museo Wellington, Londres; Obra El Aguador, una versión similar anterior de Velázquez, 1618-1620, Galería de los Uffizi, Florencia.)