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30 de noviembre de 2016

La anticipación y la sintonía de pensamiento son dos cosas que calificarán el Arte.



Cuando Nicolás Copérnico comprobó en el año 1536 que su trabajo del firmamento heliocéntrico -el Sol permanece quieto frente a una Tierra que gira alrededor de él- era como había deducido de sus observaciones celestes, permaneció por entonces prudente ante la publicación de ese extraordinario descubrimiento. Nunca lo llegaría a publicar. Tan sólo después de su muerte el editor Andreas Osiander llegaría a publicar la sorprendente revelación astronómica de Copérnico para el mundo. Porque desde el griego Ptolomeo -siglo II d. C.- se habría dejado claro que el Sol se movía frente a una Tierra que se mantenía fija en el centro del Universo. Luego de Copérnico, Kepler y Galileo demostraron científicamente la misma teoría heliocéntrica. Pero, mucho antes de eso se habría escrito el Libro de Josué...  En él se describía la experiencia que con el Sol tuviera Josué, el líder del pueblo israelita elegido a la muerte de Moisés. En ese libro bíblico se narraba el momento en que Josué observaba cómo sus enemigos, los reyezuelos de Canaan, persistían en su bélica actitud frente a los aliados israelitas de Gabaón. El tiempo pasaba y el Sol continuaría así su itinerario hasta su puesta definitiva en el horizonte, cuando ya la oscuridad impediría ver entonces a sus enemigos. Y fue cuando Josué exhortaría a su dios para detener al Sol, única forma de mantener así la luz necesaria el tiempo preciso -otro día más- para poder vencer a sus infieles contrincantes.

El pintor romántico John Martin (1789-1854) fue de los pocos seguidores de esa nueva tendencia que avasallara la visión de los colores con la sorpresa y la espectacularidad. Pero el romántico Turner (1775-1851) había sido ya el iniciador de esa nueva forma de expresar Arte. Sin embargo Martin, a diferencia de Turner, orbitaría siempre su estilo romántico con temáticas bíblicas o sagradas. Esto le malograría como pintor en los inicios de una modernidad científica hastiada de leyendas. Porque en el Arte hay dos cosas que garantizarán la prevalencia y el éxito: la anticipación de tendencia -ser de los primeros- y la sintonía del pintor y su obra con el pensamiento de su época. Turner tuvo las dos cosas y por eso triunfó. Martin no tuvo ninguna de ellas y por eso no lo hizo. Al comienzo de la segunda mitad del siglo XIX el mundo del Arte no se alinearía más con leyendas, sagradas o no. Por eso las obras de Martin, que mantienen una espectacularidad artística semejante a las de Turner, dejaron de ser apreciadas por una modernidad entonces más alineada con pensamientos positivistas -científicos- y menos con leyendas sobrepasadas o tendenciosas. De aquella leyenda de Josué el pintor británico John Martin elaboraría dos semejantes obras de Arte, las dos tituladas de igual forma: Josué manda al Sol detenerse en Gabaón. Una de ellas en el año 1816, en su juventud neoclásica  -National Gallery Art de Washington D.C.-, la otra en el año 1840, en su madurez romántica  -Yale Center for British Art-. Eso mismo, juventud neoclásica y madurez romántica, apreciaremos ahora en estas dos creaciones del mismo artista británico. La primera imagen expuesta (romántica) es la del año 1840, la segunda (neoclásica) es la del año 1816. En ambas observamos la misma escena bíblica, el mismo paisaje, el mismo cielo tenebroso, los mismos guerreros, y a Josué elevando su brazo derecho en señal de conminación al Sol poderoso. Pero hay algunas diferencias en ambas obras. Sutiles y mínimas diferencias, pero suficientes ahora para poder encajar una crítica sobre el paso de una tendencia más clásica a una más romántica.

Fue la época de ese mismo proceso antagonista en el Arte. Martin vivió en esa encrucijada artística, aquella del paso del neoclasicismo al romanticismo. Pero, para cuando él se diese cuenta de que la tendencia artística debía ahora ser otra, no consiguió, sin embargo, comprender que el pensamiento de la época -años cuarenta del XIX y siguientes- determinaría un sentido más liberador de antiguas leyendas superadas ya en el mundo por entonces. Sí comprendería el pintor británico más el Arte que el pensamiento, lo que le salvó, a fin de cuentas, en un estricto sentido artístico. Al menos, aquí lo veremos ahora en esta muestra de dos obras de una misma temática y escenificación, pero, sin embargo, ambas tan diferentes... Porque en la obra del año 1840 -la primera expuesta- esboza apenas cosas que en la del año 1816 -la segunda expuesta- sí había manifestado con muchos detalles más, éstos innecesarios ya para una obra más moderna. Porque en la obra de 1840 ya no había que señalar tanto las figuras, no había que perfilar tanto los paisajes, no había que abundar tanto en los detalles, no había que distinguir las cosas tanto, ni relajar los instantes o subrayar sus gestos hieráticos. Porque el Romanticismo -la modernidad en aquellos años- demostraba ya que la tensión era más eficaz que el relajo, o también que el minimalismo era más importante que la abundancia, o que los colores eran más significativos que el dibujo. Pero, no bastó. Martin moriría y su obra moriría con él. Sus obras, devaluadas a su desaparición, acabaron constreñidas a los museos o a las paredes nostálgicas de un misticismo superado. Sin embargo, la espectacularidad romántica y sus efectos luminosos y cromáticos -herederos del gran Turner- sí estarán en sus tendenciosas obras de Arte. Esa tendenciosidad que las hicieron, sin embargo, ajenas a la eternidad de lo grandioso. Porque lo grandioso en el Arte tiene que ver con algo que siempre mantiene actualidad a pesar de los años, algo que puede sustituirse siempre, actualizarse, en una obra maestra. Y puede porque conseguirá disponer de aquellas dos características imprescindibles en la estética para alcanzar el éxito: la anticipación estilística -la originalidad o novedad artísticas- y la armonía social o histórica -el pensamiento sincrónico del pintor con su época- en una obra de Arte.

(Óleo romántico del pintor británico John Martin, Josué manda al Sol que se detenga (Josué manda al Sol detenerse en Gabaón), 1840, Yale Center British Art, New Haven, Connecticut; Óleo  neoclásico del mismo pintor John Martin, Josué manda al Sol que se detenga en Gabaón, 1816, Galería Nacional de Arte de Washington, D.C.)

12 de julio de 2012

No ignores tu belleza para que quedes aún más confundido por tu fealdad.



Fui capaz de sobrevivir porque fui capaz de amar; lo amaba todo..., una noche estrellada, la odiosa gangrena, la brisa suave del atardecer o la terrible serpiente venenosa; la hendidura hedionda de una herida o la luz sublime de un amanecer... ¿Cuánto de semejanza hay en las cosas opuestas?, ¿cuánto de necesario en la enfrentada complementación de lo contrario?, y, sobre todo, ¿cuánto de valioso a veces para la vida en la sórdida, escatológica, obtusa y cruel infelicidad...? Cuando en el siglo VI comenzaron las degradaciones morales propias de una sociedad en proceso de transformación o deterioro -la caída del imperio romano por un mundo bárbaro e impredecible-, Benito de Nursia (480-547) decidiría abandonarlo todo y refugiarse en una gruta del valle de Aniene a las afueras de Roma. Establecería luego las reglas monásticas que fueron famosas por su ascetismo, rigurosidad y eficiencia. Su mensaje entonces fue restaurar al hombre, para lo cual el aprendizaje que ofrecía de la caridad comprendía varios grados de humildad. Suponía además tomar conciencia y conocimiento de sí mismo. Para conocerse, decía san Benito, no hay que ignorar la lucha que se da en el alma rota, entre lo que permanece de bueno y el desgarro acaecido por la maldad heredada. Así que entonces los maestros de sabiduría de su primigenia orden benedictina aconsejarían a los postulantes conocer su propia miseria: No ignores tu belleza..., para que quedes aún mucho más confundido por tu fealdad.

La manumisión fue una práctica post-esclavista que se desarrollaría en Europa durante muchos siglos. Consistía en liberar de la esclavitud al servidor que, durante toda su vida, no había conocido la libertad. Y si desde la más lejana antigüedad había existido la esclavitud y no dejó de existir hasta mediados del siglo XIX, había sido mucho el tiempo en que se llevaría a cabo esa práctica en el mundo. En uno de sus viajes a Roma durante el año 1650, Velázquez pintaría su obra de Arte Retrato de Juan de Pareja. Se trataba de un esclavo morisco del famoso pintor español. Había entrado al servicio del maestro en el año 1630 y llegaría a aprender tanto de Velázquez que alcanzaría además a ser un pintor reconocido, fiel seguidor de la tendencia naturalista del barroco. Velázquez lo liberaría cuatro años después de haberlo pintado. Pero, para ese momento, para cuando lo retratase antes de haberlo liberado, habría conseguido ya el genial pintor dejar marcada en su obra toda la grandeza, dignidad y prestancia liberada del retratado.

Cuando el pintor impresionista Edgar Degas decidiera retratar a su amigo el también pintor Henri Michel-Lèvi, trataría entonces de compendiar en una imagen artística toda la compleja personalidad del retratado. Henri Michel-Lèvi, aun en pleno momento impresionista, se habría decantado hacia escenas más artificiales y menos naturales, algunas incluso de interior, por lo tanto lejos de la esfera ortodoxa impresionista del momento, propia de exteriores y modelos naturales. Así que Degas -en una actitud crítica hacia su amigo pintor- compuso su retrato pintando a Lèvi en su estudio dirigiendo ahora una mirada desafiante al espectador, rodeado además de sus cuadros y artilugios de pintura. Junto a él aparece un maniquí que representa ahora el desprecio que el arte impresionista tenía por la imagen humana y su figuración artística. Pero, fue lo que sucedió después lo que, realmente, haría famoso al cuadro de Degas. Ambos pintores se habían retratado mutuamente, y regalado luego cada uno su obra a cada cual. Sin embargo, Michel-Lèvi acabaría vendiendo el curioso retrato crítico que le había hecho su colega Degas. Éste ahora, agraviado, decidiría devolverle el suyo, aquel que le hiciera Lèvi, dejándoselo sin miramientos a la puerta de su casa.

La fuerza de la personalidad subyacente de cada uno de nosotros relucirá en ocasiones en la imagen que de nosotros mismos tendremos y expresaremos claramente. Unas veces, con la desinhibición propia de lo que de nosotros mismos no ignoramos; pero, otras con la naturalidad existente de la belleza que de nosotros, sin querer, relucirá sola...  Ambas cosas poseemos: lo que sabemos de nosotros y expresamos decididos y lo que nos sale de nosotros sin saberlo. Pero, a veces, ignoraremos que ambas cosas poseemos. Y es que, como en el dualismo de la vida y el mundo, vagaremos transportando las necesidades y las potencialidades de nuestra propia esencia desconocida. Así es como en ocasiones alguna filosofía oriental, concretamente de la antigua China, hablaban ya del wuji o principio de todo, cuando al inicio de la Tierra las cosas aún no estarían diferenciadas en el mundo. A partir de ese principio universal entonces las cosas evolucionarían en pares, es decir, siempre opuestas unas a otras en esencia. Y así vivirían todas, enfrentadas sin saberlo. Pero, al final del proceso de la vida, en su muerte o desaparición accidental, volverían luego a fundirse en el pléroma o elemento primordial, esa misma unidad primigenia de la que habrían emanado, sin saberlo, mucho antes todos los seres y elementos del mundo.

(Cuadro del pintor simbolista lituano Mikalojus Konstantinas Ciurlionis, El Zodiaco, Sagitario, 1907; Obra del pintor barroco holandés Govert Flinck, 1615-1660, discípulo del gran Rembrandt, Susana y los viejos, siglo XVII; Cuadro del pintor actual español Moisés Rojas, Madrid, 1946, Naufragio, en donde una representación de lo perdido, de lo hundido o desgarrado aparece, sin embargo, de un modo diferente gracias a la creación del artista, porque aquí los colores vivificantes y alegres del conjunto, de todo el conjunto, hace ahora que el sentido final de lo que representa sea justo lo contrario de lo que titula...; Dos obras del pintor español Gustavo de Maeztu, 1887-1947, Alegoría de don Juan Tenorio, 1926, y Los novios de Vozmediano, 1915, Museo Gustavo de Maeztu, Navarra, España, aquí se muestra la dualidad de la pareja y de sus motivaciones ocultas; Lienzo Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez, 1650, Museo Metropolitan de Nueva York; Fotografía de la muchacha afgana Gharbat Gula, del fotógrafo Steve McCurry, 1984, ejemplo de belleza natural; Óleo Artista en su taller -el pintor Henri Michel-Lèvi- , 1873, del pintor impresionista Edgar Degas.)

1 de septiembre de 2011

El conocimiento como salvación, como luz, como armonía o como destino.



En el año 1843 el arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius (1810-1884) sería enviado a Egipto para llevar a cabo una expedición científica auspiciada por Prusia. Descubrió entonces no dos, ni cuatro, sino hasta 67 pirámides. Aprendería y estudiaría las lenguas nativas, excavaría varias tumbas en Karnak y publicaría su gran obra Monumentos de Egipto y Etiopía. Sin embargo, no hallaría nada de relevancia histórica sino hasta un viaje posterior a Egipto, donde ahora tuvo la fortuna de encontrar un documento excepcional para la historia: el papiro del Decreto de Canopus. En este papiro antiguo del siglo III a.C. los egipcios habían planteado ya la corrección de la duración del ciclo solar en su calendario. Estaba escrito además en caracteres jeroglíficos, griegos y demóticos, comparable por lo tanto a la famosa Piedra de Rosetta. Se confirmaría así la traducción de los jeroglíficos egipcios, algo que, casi cuarenta años antes, había iniciado el erudito francés Champolion. Pero, lo importante de ese descubrimiento fue demostrar que los egipcios eran conscientes ya de la necesidad de reformar el calendario solar para ajustarlo a la realidad del tiempo que dura un año. A pesar del Decreto de Canopus del siglo III antes de Cristo, no prosperaría la reforma del calendario en el mundo posterior a esa fecha por culpa de los prejuicios religiosos de los sacerdotes egipcios de entonces. Pasaron los años y un astrónomo alejandrino y sus cálculos rudimentarios descubrieron que algo fallaba, que realmente duraba más tiempo la traslación de la Tierra alrededor del Sol. Para establecer el ciclo solar correcto calcularía el astrónomo que faltaban añadir seis horas -un cuarto de día- para completar el ciclo anual. Por culpa de aquellos sacerdotes egipcios es por lo que la humanidad no certificaría la duración real del año hasta que Julio César lo ordenara doscientos años después, el año 45 a. C. Aceptaría entonces Julio César las conclusiones del astrónomo Sosígenes de Alejandría, por lo cual habría que añadir a los 365 días que duraba un año seis horas más, el tiempo que este astrónomo había calculado que faltaban.

Fueron los egipcios hace más de tres mil años los primeros que comprendieron la utilización del sol como medida del tiempo anual: 365 jornadas de sol en un año (organizados en 12 meses de 30 días más 5 días añadidos al final del último mes). Para poder cuantificar ese tiempo añadido de seis horas anuales, se decidió completarlos en un sólo día dedicando cuatro años seguidos para ello. Se incluiría un día más en ese cuarto año en el último mes del calendario de entonces, Febrero (Februa, mes de la purificación por lo lluvioso que era). Y en esto -hace más de dos mil años- sólo erró Sosígenes en un segundo al día. Es decir, once minutos y seis segundos en todo un año fue lo que calculó mal el sabio alejandrino. La Iglesia Católica en su concilio de Nicea del año 325 estableció oficialmente ese calendario -denominado juliano por Julio César- para poder señalar sus fiestas religiosas. La cuestión fue -para los cristianos de Constantino el Grande- cómo fijar entonces la fiesta de la Pascua -el día en que Jesucristo resucitó-, y, a partir de esta fecha, poder determinar las demás. Ese concilio de Nicea señalaba que la Pascua debía ser el domingo siguiente a la primera luna llena después del comienzo de la primavera. Lo que pasó entonces fue que aquel año 325 la Pascua coincidió con el día 21 de marzo, el propio comienzo primaveral. Pero con el paso de los años varió ese día. Cada vez se adelantaba un poco más hasta que, después de mil trescientos años, los días llegaron a ser un total de diez, adelantándose equivocadamente el equinoccio primaveral hasta el 11 de marzo real. Se habían vivido cerca de 11 días más sin haber sido así realmente. En el concilio de Trento del siglo XVI se decidió corregirlo. Muy bien asesorado por astrónomos como Cristóbal Clavio, el papa Gregorio XIII designó el cambio del antiguo calendario juliano al nuevo gregoriano. Así fue como del jueves 4 de octubre de 1582 se pasaría al viernes 15 de octubre de 1582. Nunca se nombraron -se vivieron- esos días en todo el orbe católico, entonces el más extendido y poderoso del mundo. Se resistieron otros países por motivos religiosos o políticos. Como Holanda, que no cambió su calendario juliano hasta principios del siglo XVIII; o como Inglaterra, hasta mediados de ese mismo siglo; o como Japón, a finales del siglo XIX; y, por fin, Rusia, que no lo cambiaría hasta el año 1918.

El arqueólogo alemán Lepsius publicaría en el año 1842 su traducción del Libro egipcio de los Muertos, unos escritos que había encontrado en sus hallazgos en Egipto. Relataba todo lo que había descubierto acerca de los textos funerarios egipcios y que configuraban la mitología espiritual de esa extraordinaria civilización. Sobre todo el conocido como Juicio de Osiris, un texto que indicaba el sentido de la vida y de la muerte y que llevaría a los egipcios a ser los primeros que se plantearon la recompensa o la condenación por lo vivido. Es decir, que dependiendo de cómo una persona se hubiera comportado en su vida, así su alma -su ser luchador- se enfrentaría luego en una decisiva e implacable prueba definitiva. También relataba cómo se ejecutaba el juicio de la balanza divina, el peso del alma que determinaba para el espíritu la vida eterna o el final sin remisión. Cuando un ser humano fallecía en el antiguo Egipto su espíritu era guiado por Anubis, señor de los Muertos, a través del inframundo egipcio -el Duat- hacia el tribunal de Osiris, dios de la Vida y la Resurrección. En un determinado momento de ese camino por el inframundo, Anubis tomaba el corazón del espíritu, lo extraía y lo depositaba en uno de los platillos de esa balanza decisiva. En el otro platillo colocaba a la diosa Maat, símbolo de la Verdad y la Armonía. Pero aún no pasaba nada. Luego una cantidad de dioses preguntaban al espíritu cosas de su vida. De cómo éste contestara así el corazón aumentaba o disminuía de peso. Osiris determinaría, según el fiel de la balanza, si el espíritu podía volver a su cuerpo y continuar hasta el Paraíso final -el Aaru- o, por el contrario, si sería arrojado al Infierno -con el Ammyt- definitivamente. Aquí, en el infierno egipcio, ya no habría nada que hacer -ni siquiera sufrir-, todo el ser sería devorado inevitable, total y permanentemente. Sin embargo, cuando el espíritu continuaba hacia el Aaru -el paraíso egipcio- no estaría a salvo aún. Todavía tendría que demostrar que lo que había aprendido fuese ahora capaz de salvarle. El camino hacia el Aaru no era más facil que el camino de la vida. Era un viaje difícil, se estaba expuesto a dificultades, peligros y luchas. Tendrían el espíritu y su cuerpo que enfrentarse a todas las pruebas con el conocimiento y la experiencia adquiridas. Podrían ayudarle sus deudos, familiares o amigos vivos, los cuales tenían en ese tratado escrito la forma en que ellos podían apoyar al individuo mortal en el camino de obstáculos hasta llegar al Paraíso final. Con este Libro de los Muertos se completaba el conocimiento necesario para la conservación del cuerpo físico durante el tiempo que durase el paso decisivo. Ambas cosas -el apoyo y la conservación- podían realizarla los vivos para con el espíritu del fallecido. Espíritu que necesitaría, caso de sobrevivir a esas terribles pruebas, de tal soporte corporal para cuando llegase, finalmente, al Aaru celestial.

(Ilustración egipcia representando al dios Osiris; Óleo del pintor italiano del cuatrocento Andrea Mantegna, Julio César en el carro triunfal, 1490, Londres; Imagen con el grabado de la Balanza de Anubis; Representación del Ammyt egipcio o el devorador de los muertos; Imagen de un cuadro con el retrato de Cristóbal Clavio y del papa Gregorio XIII dentro del mismo, siglo XVI; Retrato del arqueólogo alemán Karl Richard Lepsius, siglo XIX; Imagen representando al Libro de los Muertos en caracteres jeroglíficos, Antiguo Egipto.)

18 de mayo de 2011

La falta de contexto o la pérdida de significado: las circunstancias, el amor, la vida y el Arte.



A comienzos del siglo XX se descubrieron los restos de un naufragio griego en las orillas de la pequeña, idílica y mediterránea isla de Anticitera. Isla situada entre los límites de Creta y la península griega del Peloponeso. Fue en el año 1900 cuando unos pescadores de esponjas encontraron los despojos milenarios de lo que parecían ser fragmentos de una escultura metálica. El rescate fue muy trabajoso y minucioso, de lo salvado no pudo recomponerse todo el objeto descubierto aunque asombraría luego al verlo erigido. De ese modo surgió la representación escultórica griega en bronce más realista, antropométrica y hermosa de un ser humano jamás vista antes. No sería hasta los años cincuenta de ese siglo XX cuando, histórica y artísticamente, se conseguiría mejorar la composición escultórica definitiva. Pocos años más tarde fue rescatada de esas mismas aguas de Anticitera el conocido como Mecanismo de Anticitera. Este era un extraordinario y misterioso objeto antiguo de ingeniería astronómica demasiado increíble para existir en el siglo I a.C. -fecha en que se dataría la muestra encontrada-, y que maravillaría a los arqueólogos y científicos que lo vieron entonces. Calculaba con exactitud, según unos indicadores mecánicos sofisticados, la última luna llena más próxima al solsticio de verano de cada cuatro años, fecha en la que se celebraban los juegos griegos de la antigüedad en Olimpia.

Pero esa escultura hallada entonces y llamada el Efebo de Anticitera debía ser interpretada ahora, es decir, tenía que entenderse su significado histórico y conocer cuál fue el motivo de su representación. Saber quién fue ese efebo, qué personaje histórico estaría detrás de su composición. Pero, sin embargo, algo faltaría entonces para saberlo. Su mano derecha alejada del cuerpo, arqueada y tensionada como habiendo tenido sujeta alguna cosa, aparecía ahora vacía y como faltándole algo. Cosa que nunca apareció ni se pudo deducir por ningún resto de los encontrados en el naufragio. Si algún otro indicio se hubiese descubierto, si se hubiera dado alguna situación añadida o alguna otra circunstancia, tal vez se hubiese averiguado más sobre aquello que habría sostenido su mano. Era entonces el contexto lo que faltaba. Lo que hace que las cosas o las personas -sus vidas o sus historias- sean o no realmente una u otra cosa distinta.  La ausencia o pérdida del contexto de la escultura hallada fue lo que la despojaba ahora de su significación cultural original. De su sentido. Y es así mismo como seremos todos, además: algo que sin su contexto real no puede entenderse, ni comprenderse ni perdonarse. Por tanto, sólo podremos ahora imaginar, contextualizar artificialmente cuál pudo ser el personaje histórico o legendario que más se asemejara al Efebo de Anticitera. Tres posibles héroes mitológicos pudieron haberlo sido: Hércules, Paris o Perseo. El primero, Hércules, representado en uno de los trabajos -atrapar una manzana sagrada- que fuera obligado a hacer: El robo de la manzana de las Hespérides. El segundo, El juicio de Paris, cuando el héroe troyano ofrece su manzana a la diosa Afrodita. Y por último Perseo, el gran héroe griego, cuando utiliza su mano para tomar la maléfica cabeza de Medusa. Los tres utilizaron su brazo alejándolo de sus cuerpos o los tres utilizaron su mano derecha para motivar algo. Sin embargo, es imposible identificar sin conocer su contexto quién fue, realmente, aquel efebo griego naufragado.

En el siglo de las luces y de la razón -el siglo XVIII- los creadores del Arte se inclinaron por conciliar tres cosas muy humanas: arte, eros y raciocinio. Algunos obtuvieron con sus obras mejores resultados que otros. Fue el siglo de un cierto simbolismo representado desde los trazos de una realidad clasicista. De ese modo, el pintor francés Jean-Antoine Watteau (1684-1721) ejecutaría su obra de Arte Peregrinación a la Isla de Citera en el año 1717,  y, un año después, casi la misma representación en otra obra suya: Embarque a la Isla de Citera. Esta otra isla griega, Citera, se encuentra a unos treinta kilómetros al norte de la pequeña isla de Anticitera, de ahí el nombre de ella: antes de Citera. En esa otra hermosa isla griega de Citera situaban los poetas la leyenda de la aparición en sus aguas azules de la diosa griega de la Belleza y el Amor, la sensual Afrodita. Y el pintor Watteau dibujaría a la derecha del cuadro lo que parece ser un paraíso amoroso con parejas felices. Porque luego otras parejas -esos mismos amantes de antes- se ven ahora alejadas un poco más cada vez, separadas hacia la izquierda del lienzo cercanas a una orilla hacia el final de la isla, hacia el fin de ese paraíso amoroso. Este es ahora aquí el contexto de la obra. Su lectura visual -su contexto- es justo aquí ahora de derecha a izquierda. Las parejas emprenden en ese sentido un cambio de actitud a medida que se acercan a la orilla. Y el pintor representa así la escena: primero la atracción inicial más amorosa de las parejas a la derecha del todo; luego, más hacia la izquierda, deriva esa atracción enamorada en una pasión desaforada. Y ésta -la pasión desaforada- muere inevitablemente luego, cuando a esa misma orilla se acerque ahora un barco que los alejará para siempre de ese idílico, maravilloso pero efímero, paraíso conyugal.

(Imagen de la escultura Efebo de Anticitera, Museo de Atenas, Grecia, siglo IV a.C.; El Juicio de Paris, 1635, Rubens; Mosaico romano de Hércules en las Hespérides, Museo Arqueológico Nacional, Madrid; Óleo del pintor Luca Giordano, Perseo petrifica a Fieno y sus secuaces, 1670; Fotografía del Efebo de Anticitera, siglo IV a.C., escultura en bronce, Museo de Atenas, Grecia; Fotografía de la escultura de Perseo con la cabeza de la Medusa, de Benvenuto Cellini, siglo XVI, Florencia; Escultura de Bandinelli, Hércules y Caco, Florencia; Cuadro, Peregrinación a la Isla de Citera, 1717, Jean-Antoine Watteau, Louvre; Cuadro Venus Citerea, 1561, de Jan Massys, Estocolmo; Fotografía actual de la isla de Citera, Pireo, Grecia; Imagen del Mecanismo de Anticitera, siglo I a.C., Grecia.

10 de mayo de 2011

La contradicción del deseo, su inútil forma de embelesar o el precio irracional de lo eterno.



Al principio de los tiempos fueron los pueblos micénicos los que adoraron a la diosa madre representada por la Luna. Cuenta el mito griego el nacimiento de la Luna gracias a la unión de Gea (la Tierra) y de Urano (los Cielos). De estos dos primigenios dioses nacerían luego Hiperión y su hermana Tea. Ambos hermanos tuvieron a su vez tres hijos: Helios (el Sol), Selene (la Luna) y Eos (la Aurora). Cuando pueblos invasores indoeuropeos (los dorios) alcanzaron llegar a Grecia por el año 1200 a.C., encontraron unos pobladores autóctonos y matriarcales que concedían a la Luna un carácter endiosado y principal. Esos pueblos invasores dorios a diferencia de los micénicos eran patriarcales, así que idearon una eficaz táctica colonizadora. A partir de entonces se celebrarían unos esponsales rituales con la Luna. De ese modo, subliminalmente, surgiría luego la leyenda del rey de la arcaica Élide griega, Endimión, y de su amada lunar, la diosa Selene. Al parecer, Endimión fue destronado de su reino y se decidiría por marchar solo a la espesura salvaje de una naturaleza solitaria. Se aficionaría tanto a los astros en los cielos nocturnos que éstos acabaron por enamorarle. En el interior de su cueva dormía Endimión para protegerse del frío en las noches invernales. Pero, cuando el clima sofocaba con su calor, terminaría pronto recostándose a la entrada de su gruta.

Así que, desde ese lugar exterior, podría ahora él ver el infinito cielo estrellado de la noche. En una de esas noches estrelladas, Endimión miraría una vez la Luna. Luego, embelesado y absorto, cuando acabara rendido de tanto mirarla, se entregaría indefenso al profundo sueño de la noche. Pero, una noche, Selene, la diosa lunar, bajaría a la Tierra en un lugar cercano a la cueva. Sin saber ella la existencia del admirador de su belleza, lo verá a él ahora dormido en su gruta. Fascinada y sorprendida, entusiasmada y sentida, descendería ahora Selene casi todas las noches para verle. Sin embargo, ahora, siempre dormido él y siempre despierta ella. Así fue como ambos desconocidos se mantuvieron unidos por la noche: una enamorada el otro sin saberlo. Pero, otra noche Endimión se despierta de pronto, y, al verla con él ensimismada y absorta, comprenderá ahora el poderoso influjo amoroso que ella siente. Selene le acabaría confesando su amor, un amor que él, sin embargo, habría comenzado a sentir por ella mucho antes. Pasaría entonces el tiempo y Endimión comenzaría a ver los rastros marchitos que los años producirían en su belleza. Y se aterró. ¿Cómo, se decía él, podría seguir provocando ahora amor en su amada, ella siempre tan joven, sin embargo? Ruega entonces a su inmortal y amada diosa Selene que interceda ahora en Zeus -el dios de los dioses- para que le conceda la juventud eterna para siempre.

El señor de los dioses se lo permite, pero con una condición: que no sufriría el paso del tiempo solo mientras estuviese dormido. Es decir, que sólo pasaría el tiempo de día, al despertar y vivir despierto, pero nunca dormido envejecería... Poco después, comprendería Endimión el terrible tormento de esa forma de vivir y amar. Únicamente podría estar con ella cuando estuviese dormido, ya que, sólo así, no envejecería. Se despertaría feliz, es cierto, pero, para entonces, para ese único y feliz momento, ella ya no estaría con él para sentirlo. El selenio, nombre que proviene de la diosa griega lunar, es un elemento químico de color grisáceo, insoluble en agua y soluble en éter. Así, como la Luna. El selenio se utilizaba antiguamente en fotografía para intensificar los grados de las tonalidades del blanco y el negro. Por tanto, influía en la durabilidad (eternidad) de las imágenes. El selenio además es un elemento fundamental para todas las formas de vida. Posee un gran poder antioxidante y evitará la pérdida de los radicales libres de las células, por tanto, estimulará el sistema inmunológico. Sin embargo, se utiliza también para la industria fotovoltaica, electrónica y eléctrica. Está, del mismo modo, considerado un elemento muy perjudicial para el medio ambiente. Es curioso el paralelismo entre el mito y la realidad. Lo que nos ama, a veces, nos puede dañar. Lo que nos ayuda, casi siempre, nos puede traicionar. Así, como el relato de Endimión y Selene. Así, como la atrayente, necesaria, veleidosa, misteriosa y peligrosa Luna.

(Óleo del pintor inglés George Frederick Watts, 1817-1904, Endymión, 1872; Composición fotográfica de la Luna, Reflejo de Selene, Canonistas.com; Grabado antiguo griego, vaso de figuras rojas, diosa Selene; Cuadro del pintor Sebastiano Ricci, Endimión y Selene, 1713; Fotografía de la Luna, día 20 de marzo de 2011, a las 22 horas de España; Cuadro Endymión, 1871, del pintor prerrafaelita Arthur Hughes, 1832-1915; Fresco en la Galeria Farnese, Roma, Endimión y Selene, del pintor Carracci, 1600; Cuadro del pintor italiano del barroco Ubaldo Gandolfi, 1728-1781, Endymión y Selene, 1770; Óleo Endymión y Selene, 1630, Nicolás Poussín, en este cuadro se observa a Endimión, antes de dormirse, hablando con Selene mientras la diosa alada de la noche se prepara para cubrir con su telón la escena.)

9 de marzo de 2011

Nada se sabe hasta el final del todo o las sorpresas de una existencia contingente.



La antigua Flandes fue una región excelsa en la proliferación de exquisitos creadores de Arte. Durante los siglos XVI y XVII desarrollaría una escuela que ha dado al Arte un especial y no superado estilo de componer figuras, formas, colores, gestos o miradas en sus obras flamencas de Arte. En donde la belleza de la obra, la personalidad de los retratados, los diferentes planos o su especial perspectiva, han sido un marco genial para la narración de lo que sus creadores nos deseaban contar. Pero, cuando los artistas flamencos llegaron a asimilar los influjos de los maestros italianos consiguieron, además, un efecto más atrayente y colorido con sus maravillosas obras de Arte barrocas. Así que ahora con un sutil contraste de blancos, ocres o negros resaltarían, genialmente, todas sus grandes creaciones artísticas barrocas. Las dotarían de un aura muy cercana al observador haciendo incluso que éste participase de la obra en un sugerente prodigio artístico. Fue el caso del pintor flamenco Gerard van Honthorst (1590-1656), un artista nacido y educado en Holanda que, con poco más de veinte años, viajaría a Italia donde terminaría admirando y utilizando las formas, los matices y los colores que, por ejemplo, usara antes el gran pintor naturalista Caravaggio.

En el año 1624 crearía su obra Solón y Creso. Un cuadro donde narraba la entrevista legendaria que mantuvieron esos dos personajes históricos de la antigüedad griega. Solón fue un sabio legislador heleno de gran fama, tanto dentro como fuera de Grecia. Para ampliar aún más su cultura y conocimiento del mundo, viajaría durante muchos años por algunos de los reinos más cercanos a Grecia. Cuenta una leyenda histórica que en el año 547 a.C., en una visita al reino de Lidia (actual Turquía occidental), tuvo Solón ocasión de ver y entrevistarse con el poderoso, rico y muy afortunado rey Creso, el último monarca que tuviera este antiguo reino de Asia menor. Este rey había sido muy hábil al conseguir dominar las prósperas y ricas ciudades griegas del litoral jonio, unas poblaciones situadas en la parte más occidental del reino de Lidia. También ampliaría sus fronteras hacia el este, hasta el río Halis, con lo que obtuvo así el control del paso entre el Oriente medio y el Occidente griego. De ese modo las mercancías que pasaban por su reino le ofrecían unos tributos muy considerables, algo que hizo a Creso muy rico por entonces. Fue, además, un devoto de las costumbres griegas; una de ellas era visitar el famoso oráculo del santuario de Apolo en Delfos, al cual consultaría el rey lidio a menudo sus decisiones. Le habían sido -según él- siempre muy favorables sus profecías. La realidad era que su satisfacción y felicidad fueron proverbiales por entonces, muy conocidas y envidiadas por todos.

Así que Creso se encontraba exultante y dichoso cuando Solón, el griego más sabio de entonces, le visitara en su palacio lidio. Creso entonces, en un momento de curiosidad vanagloriada, le preguntaría a Solón: ¿cuál era el hombre más feliz del mundo? Éste le contestó nombrándole algunos grandes hombres de la historia muertos ya que habían obtenido su dicha -según sabía Solón- por sus ejemplares y maravillosas vidas elogiables. El rey al no entender por qué no lo había mencionado a él, se lo inquirió deseoso y molesto. El sabio griego, en un gesto dudoso pero tranquilo, le respondió tajante: Nadie puede ser considerado feliz o desgraciado del todo antes de que finalice su vida por completo. Creso quedaría decepcionado con esa respuesta, comprendiendo así él, en su lógica peregrina, que si no podía sentirse feliz antes de su muerte difícilmente se podría sentir después. Dejó marchar a Solón indiferente a su sentencia y convencido por sí mismo de su gozosa, absoluta y definitiva felicidad. Poco tiempo después el gran emperador persa Ciro II (559-530 a.C.) amenazaría las fronteras de Lidia. Creso entonces consultó al oráculo de Delfos qué debía hacer ahora. Le contestó la profecía: Si cruzas el río Halis, destruirás un gran reino...  Así que el rey Creso decidió atacar Persia obteniendo con esa iniciativa una gran victoria en la batalla.

Al regresar a Lidia, pensó entonces Creso que bien había conseguido ya todo lo que quería en la vida, y ahora, tranquilo y sosegado, se dedicaría a sus tesoros y a recompensar a sus soldados dejándoles retirarse a sus hogares. Sin embargo, el emperador persa no se conformaría con el resultado de aquella batalla y se avalanzaría decidido, en invierno incluso -algo inesperado-, sobre el reino de Lidia con un gran y poderoso ejército expedicionario. Asediaría la capital de Lidia y su palacio, derrotando a Creso y haciéndolo prisionero. El rey lidio, fatídicamente, intuiría muy pronto que el monarca persa acabaría ajusticiándolo sin piedad. El día de su ejecución, Creso sólo pudo entonces recordar las palabras de aquel gran sabio griego que le visitara hace algunos años, aquellas palabras con las que Solón le decía que: sólo hasta el final de una vida no se puede saber, verdaderamente, si fue del todo feliz o desgraciada. Y entonces se dijo Creso, convencido, ¡Ay, Solón, Solón, qué ciertas fueron tus palabras...! En su cuadro barroco el pintor Honthorst compone la figura de Solón respondiendo a Creso con las palabras providenciales de su sabio aforismo. A la vez, le indica al rey lidio señalando con su dedo índice derecho al propio observador de la obra: que nadie -incluso nosotros mismos, los que ahora vemos el lienzo- puede considerarse nada hasta que, del todo, nuestra existencia haya concluido definitivamente. Todo un extraordinario alarde estético, además, de cercanía y conmiseración -artística y filosófica- hacia los espectadores de una obra de Arte.

(Cuadro del pintor flamenco Gerard van Honthorst, Solón y Creso, 1624, Hamburgo, Alemania.)

29 de enero de 2011

La ucronía -el absurdo temporal- en la vida, en la historia y en el Arte.



¿Qué hace que las cosas sucedan como lo hacen y no de otra manera? ¿Por qué la inspiración nos conduce a una idea y no a otra? Y, ¿qué hubiera sucedido de no haberse ideado así o tomado otra distinta? Las musas fueron la invención que los antiguos griegos idearon para justificar la inspiración. ¿De dónde provenía ésta?, se preguntaban. Pero antes de que se establecieran las nueve musas (tres de la poesía -la épica, la lírica y la didáctica, ésta última referida a la astrología-, una de la historia, otra de la música, otra de la tragedia, otra de los cantos, otra de la comedia y, finalmente, la de la danza), se llegaron a adorar en Beocia -región de Grecia donde se situaba Tebas- las primeras tres musas de la historia griega. Estas musas eran tres hermanas, Meletea, Mnemea y Aedea. La primera, Meletea, era el pensamiento, la meditación inicial que imaginaba vagamente la idea y esbozaba así la chispa de la creación. La segunda, Mnemea, es la que se encargaba de darle forma, era la memoria que recuerda y plasma lo que su hermana Meletea había pensado antes. Esta musa realmente sería la fundamental de la creación, la que concretaría y fijaría la ideación abstracta de lo que Meletea, simplemente -aunque no es poco-, había fugazmente ideado antes. Sólo con Mnemea se plasma realmente la creación, se toma así la decisión final de lo que sea. Aedea, la última hermana, es por fin la ejecutora de la creación con los medios artísticos que sean: pintar, cantar, tocar, escribir, grabar, etc...

El escritor estadounidense Jack Williamson (1908-2006) fue de los primeros autores en dedicarse a la ciencia-ficción. En los años treinta del pasado siglo publicaría relatos de ese género que se hicieron famosos gracias a la revista Amazing Stories. En uno de esos relatos, uno de sus personajes llamado Jumbar debe elegir entre escoger un guijarro o un imán para crear en cada caso un tipo de mundo u otro diferente. Eso provocaría que, tiempo más tarde, se acabara denominando Punto Jumbar al acontecimiento especial y singular por el cual a partir de ahí todo cambiara y fuese diferente. Surgió entonces el concepto de ucronía. Se trataba de describir un nuevo género literario que permitiría, a partir de un suceso en el pasado, cambiar los acontecimientos y desarrollar así todo lo nuevo que podía suceder como consecuencia de ese trascendental cambio. Muchos autores han creado novelas que han utilizado la ucronía como motivo fundamental de su narración. Por ejemplo, el escritor norteamericano Harry Turtledove (n.1949) publicaría en el año 2002 su novela Britania conquistada, un relato que contaba la historia de lo que hubiese sucedido si la Armada Invencible del rey español Felipe II hubiese tenido éxito. O también el escritor americano Gregory Benford, que narró en su novela Hitler victorioso la posibilidad de que los aliados hubiesen perdido la Segunda Guerra Mundial. En la historia académica algunos investigadores han utilizado un método parecido para la crítica histórica. Es lo llamado Historia contrafactual, que desarrolla supuestos alternos para sucesos pasados que pudieron haber sido de otra forma y las consecuencias que se hubieran podido originar.

De las muchas ocasiones que la Historia tiene para citar momentos trascendentales en su desarrollo, quiero destacar dos acontecimientos, dos batallas -hechos drásticos en el pasado de grandes cambios- que, sucedidas con más de dos mil años de diferencia, resultaron claves en el mundo que después de ellas se vivió y que influyen aún, incluso, en lo que somos ahora. Una de ellas fue la Batalla de Gaugalema, donde Alejandro Magno vencería al enorme y grandioso imperio Persa. Fue el 1 de octubre del año 331 antes de Cristo. Se trataba entonces de que existiera un mundo Occidental o un mundo Oriental que prevaleciese. Lo que hubiese sucedido de perder los griegos esa batalla sólo los historiadores, o ni ellos, pueden acaso imaginar. Fue el triunfo de la cultura helénica frente a la oriental, entonces mucho más poderosa y dirigida por la dinastía aqueménida del persa Darío III, una dinastía y un mundo que acabaron para siempre con la victoria de Alejandro de Macedonia. Otra batalla significativa fue la de Sedán, producida el 1 de septiembre de 1870 y que significaría el triunfo del inminente y poderoso imperio alemán frente al débil y decaído -reflejo deslavazado de lo que fue- segundo imperio francés de Napoleón III. Fue una derrota bestial la que ocasionaron los alemanes a Francia, destruyendo entonces todo su ejército y humillando al emperador francés. Como consecuencia, el kaiser Guillermo I de Prusia fue proclamado emperador de Alemania en el Palacio francés de Versalles en enero de 1871. El enorme poder e influencia que Alemania conseguiría llevaría a la Primera Guerra Mundial, y, luego, se provocaría la siguiente, devastadora y criminal Segunda Guerra mundial apenas veinte años después.

En el Arte los creadores eligen antes un tema para plasmarlo así después en el lienzo; ¿qué les lleva a pintar eso y no otra cosa diferente? La musa Mnemea es la responsable, según los antiguos griegos, de que esa idea se lleve a cabo. La realidad es que las obras de Arte, como las vidas de las personas, son lo que son porque así fueron decididas. Podrían haber sido decididas de otro modo, pero, ¿cómo sabremos nunca el diferente modo de algo que ya se creó así de antes? Sólo algunos creadores han hecho de su Arte una ficción de lo que otros antes hicieron. También en estos casos la musa debe ahora trabajar, ya que ¿por qué hacer eso ahora y no otra cosa? Lo cierto es que el tiempo ayudará siempre a justificar una inspiración, a no considerarla veleidosa, porque únicamente la veleidad existe cuando sólo algo muy trivial pueda cambiarse ahora de inmediato. Lo cierto es que si el tiempo ya pasó, lo nuevo que se cree ahora será otra obra o cosa diferente, será otro camino distinto, y nunca, nunca sabremos, realmente, qué otra cosa entonces pudimos crear o vivir.

(Cuadro de Jan Brueghel el viejo, Batalla de Arbela, 1602, -batalla ganada por Alejandro el Magno- Museo del Louvre; Bajorrelieve de la Escuela de Atenas, Las tres Musas, siglo IV a.C.; Pintura Batalla de Reichshoffen, 1887- Batalla de Sedán, 1870-, del pintor francés Aimé Morot; Cuadro de Anton von Werner, 1843-1915, La proclamación del imperio Alemán, 1885, Museo Bismarck, Alemania; Óleo de Rembrandt, Hombre con yelmo dorado, 1650; Cuadro de Picasso, Hombre con yelmo dorado, interpretación de un cuadro de Rembrandt, 1969; Cuadro La Gioconda, de Leonardo da Vinci, 1502, Louvre; Óleo anónimo de un copista de La Gioconda, La Mona Lisa, siglo XVI, Museo del Prado; Cuadro de Velázquez, Las Meninas, 1657, Prado; Óleo de Picasso, Las Meninas según Velázquez, 1957.)

27 de agosto de 2010

Un parecido físico, una mujer extraordinaria y un noble español.



En el verano del año 1934 contrajeron matrimonio en la ciudad de Palma de Mallorca la norteamericana Natacha Rambova y el aristócrata español Álvaro de Urzaiz y Silva. Winifred Shaughnessy, verdadero nombre de Rambova, había sido la segunda esposa del entonces desaparecido y mítico actor Rodolfo Valentino. Nacida en el estado americano de Utah en 1897, Natacha Rambova cambiaría su verdadero nombre al conocer en Nueva York al famoso bailarín y actor ruso Theodore Kosloff, con el cual comenzaría una tormentosa relación -a sus diecisiete años- para finalmente participar en su compañía de Ballet Ruso itinerante. Más tarde fue contratada por la productora de cine MGM en Los Ángeles y conocería a la actriz Alla Nazimova (1879-1945), con quien, al parecer, llegaría a mantener sus primeros flirteos bisexuales. Esa relación impulsaría su carrera de diseñadora artística, lo que supuso para Natacha Rambova un mayor acercamiento al incipiente y fascinante mundo del cine. Conocería en el año 1921 al actor Rodolfo Valentino y acabaría colaborando en el decorado Art-decó de una de sus películas, Camille, una versión moderna de La Dama de las Camelias del escritor Alejandro Dumas hijo. Natacha Rambova fue una apasionada del estilo Art Decó europeo que acabaría por introducir en casi todos sus trabajos de diseñadora, como lo hiciera en aquella película protagonizada por Valentino. Con la actriz Nazimova participaría en la película Salomé (1923) diseñando la escenografía y realizando hasta el guión cinematográfico, para lo cual utilizaría el pseudónimo de Peter M. Winters. Acabaría casándose con Valentino en el año 1922, pero influiría tanto en la carrera del famoso galán que las productoras acabaron obligándole a él a no poder decidir nada sobre su trabajo. Esta eventualidad artística, además de las desavenencias de la pareja, motivarían la separación de ambos a principios del año 1926, meses antes del fallecimiento de Valentino. 

Tiempo después Natacha Rambova se marcharía a Nueva York para dedicarse a la alta moda abriendo en 1927 una tienda en la Quinta Avenida. Por aquellos años empezaría su curiosa afición a lo esotérico, al misticismo y la astrología. En el año 1934 se transladaría a Europa donde conocería al aristócrata y oficial de la Marina española Álvaro de Urzaiz y Silva, de gran parecido al actor Rodolfo Valentino y ocho años menor que ella. Urzaiz se enamora muy pronto de la extraordinaria belleza y personalidad de Natacha. Se acaban casando en la catedral mallorquina y vivieron en la isla balear durante algunos años, donde se dedicarían a decorar y transformar grandes residencias lujosas que ofrecían luego a la alta sociedad de entonces. Al comienzo de la guerra civil española Rambova, que se identificaba con las ideas conservadoras de su esposo, tuvo una especial actuación que demostraba su especial talante personal. El anterior gobernador civil republicano de la isla, Antonio Espina, cuya esposa era amiga de Natacha, había sido cesado y detenido en el verano del año 1936. Como muchos otros detenidos políticos podía acabar siendo ejecutado o fusilado sumariamente, así que la esposa del ex-gobernador, una católica devota, buscaría con sus hijos refugio y protección en el obispo de Palma de Mallorca. Sin embargo éste le negaría el asilo y auxilio que la señora Espina le solicitara desesperada. Natacha Rambova se presenta entonces un día, muy decidida, ante el obispo durante un oficio religioso en la catedral de Palma, y, delante de todos, le acabaría preguntando, muy alterada, a la cara: ¿cuándo piensa usted detener esta matanza?

Poco tiempo después se iría alejando de Álvaro de Urzaiz, el cual había sido además obligado a participar en algunas misiones militares españolas por Europa. En el año 1939 Natacha, finalmente, huiría a Francia por la frontera pirenaica abandonando a su noble esposo español. Álvaro de Urzaiz y Silva era el segundo hijo de la condesa del Puerto, doña María de Silva y Carvajal-Vargas (1874-1962), la cual descendía del aristócrata y criollo americano don Fermín de Carvajal y Vargas (1722-1796). Este español fue descendiente del que fuera nombrado en el año 1514 primer Correo Mayor de Indias por el rey Fernando V de España, don Lorenzo Galíndez de Carvajal (1472-1527). Dispusieron sus descendientes de la concesión exclusiva del tráfico de cartas y documentos enviados entre España y sus posesiones americanas durante casi 255 años. Esta exclusiva del correo de Indias fue disuelta definitivamente en el año 1768 por el rey español Carlos III, por lo cual el último Correo Mayor de Indias fue don Fermín de Carvajal y Vargas, también conde del Puerto y además Grande de España, el único criollo americano (español nacido en las Indias) que lo fuera. Álvaro de Urzaiz participaría en comisiones navales a Alemania durante los años 1941 y 1942 enviadas por el Estado Mayor de la Armada. Solicitaría a principios de los años cuarenta a Natacha la anulación religiosa de su matrimonio (cuando se casan en 1934 sí había divorcio en España pero luego, en 1940, dejaría de haberlo), algo que ella, sin embargo, no le ofrecería hasta bastante tiempo después. Álvaro de Urzaiz comandaría durante el verano del año 1948 el buque-escuela de la Armada española Juan Sebastián Elcano en su duodécimo crucero alrededor del mundo. Se volvería a casar con una joven aristócrata española en el año 1956, años después de que Natacha accediese por fin a la anulación matrimonial. Fallecería en Madrid cinco años después víctima de un cáncer terrible. Natacha Rambova regresaría a los Estados Unidos y le sobreviviría hasta el año 1966, dedicándose entonces a otras de sus pasiones: la egiptología y el simbolismo. Al final de su azarosa vida, cuando su grave enfermedad anoréxica no la dejase vivir, entonces su corazón, tan latido, vibrante y apasionado por la vida, la acabaría traicionando definitivamente.

(Imagen fotográfica de Natacha Rambova, 1921; Fotografía del matrimonio Valentino-Rambova, 1923; La actriz Alla Nazimova en un fotograma de la película Salomé, donde la interpretaba cuando tenía 44 años ya; Fotografía de Natacha Rambova en 1931, embarcada rumbo a Europa; Fotografía del capitán de fragata Álvaro de Urzaiz, en la comisión Urzaiz de 1942; Fotografía de la flota de lanzatorpederos LT alemanes, traídos a España por Álvaro de Urzaiz en 1942; Fotografía del buque-escuela español Juan Sebastián Elcano, del cual fue comandante Álvaro de Urzaiz en la travesía de 1948; Pintura de su antepasado y Correo Mayor de Indias, Fermín Francisco de Carvajal y Vargas, Museo Histórico Nacional de Chile, Santiago de Chile.)