Cuando el pintor Pieter Brueghel el viejo (1526-1569) admirase la obra de su compatriota El Bosco, muerto diez años antes de él nacer, no se decidiría a imitar sus simbólicos monstruos marinos, terrestres, desaforados o reptantes hasta casi el final de su vida. Porque El Bosco (1450-1516) se había anticipado, sin embargo, antes que nadie y había representado la más siniestra muestra de seres transfronterizos, surrealistas y oníricos, mitad animales mitad otra cosa, adaptándolo además a la teología más sanguinaria del castigo divino más inapelable. El Bosco no dudaría así en establecer una oposición clara, sórdida y definitiva entre el Mal y el Bien. Pero el pintor Brueghel, al contrario que El Bosco, dejaría al ser humano siempre con la posibilidad de salvarse por su propia lucha, de acercarse al mundo y a la vida con confianza para poder elegir y disfrutar de una naturaleza cercana, prodigiosa y magnánima.
Pero, del mismo modo que el autor del Jardín de las Delicias lo hiciera antes, el pintor Brueghel nos introduce también en el abismo de una representación demasiado indescifrable con su extraña obra La caída de los ángeles rebeldes. Representa el pintor la defenestración de unos ángeles rebeldes a Dios, unos seres celestes que fueron obligados a descender y a caer desde la gloria luminosa donde habitaban junto a la divinidad. No existe ninguna referencia escrita a este hecho o leyenda en la Biblia cristiana occidental. Tan sólo en la Iglesia cristiana Etíope, en su Libro de Enoc, se describe una escena o gesta celestial de la caída de los ángeles rebeldes. Pero ese manuscrito de la iglesia etíope no fue descubierto sino hasta el año 1773 por un explorador inglés, es decir, doscientos años después de la fecha de creación de la obra del pintor flamenco. Brueghel recrearía solo con su imaginación intuitiva lo que el Apocalipsis de San Juan mencionaba del Arcángel san Miguel y su combate con el dragón vil o la serpiente maligna. Una descripción mítica donde se relacionaba a dicha criatura fantástica con la figura de Satanás. Era así, por lo tanto, el único referente bíblico existente de ese tipo de lucha celeste o angelical librada en el cielo.
En su impactante obra Brueghel representa dos mundos enfrentados. Uno el superior o celeste, un mundo luminoso donde los seres alados angelicales surcan libres y poderosos. Pero, también en esa parte celestial hay ahora seres siniestros o engendros inconcebibles, muy pocos pero los hay. Luego, justo en la mitad fronteriza de esos dos mundos celestiales, destaca ahora la figura de un ángel poderoso con armadura dorada. Es San Miguel arcángel, el enviado de Dios que, con una relajada apostura, se opone decidido para impedir la subida de los seres alados -y no alados- y que serán desterrados del cielo para siempre. Unos seres celestes que, hermanados antes con los otros, acabarán ahora convertidos en unos marginados y alienantes monstruos descorazonadores. Pero nada más, no hay crueldad ni demasiados aspavientos demoledores o sanguinarios, sólo transformación... Porque los seres caídos deambulan ahora hacia lo inferior, hacia el submundo de lo oscuro, de lo terroso, de lo confuso, de lo excesivo o de lo inexplicable. Es por eso que el autor flamenco dejaría absolutamente aquí -extrañamente para entonces- al imperio de lo subjetivo lo que, para él, no es posible traducir con figuraciones objetivas realistas, algo más propio, sin embargo, del momento pictórico renacentista contemporáneo al pintor.
Otros creadores en la historia desarrollaron su Arte también desde lo indescifrable, es decir, desde una buscada abstracción demasiado excesiva o alejada de lo real. Dalí fue un claro ejemplo. En su obra Impresiones de África nos representa el surrealista pintor una composición demasiado incomprensible. ¿Qué nos quiere transmitir Dalí con todo eso que expresa en su lienzo surrealista? ¿Qué más cosas, aparte de un paisaje típicamente desértico, acuden para ayudarnos a relacionar su obra con el motivo con el que titularía su impresión, es decir, con África? Muy pocas. Hasta el pintor rechazaría ser descubierto del todo pintando su obra, no quiere ser visto claramente realizando tan indescifrable cuadro. Otros pintores, como el impresionista Manet, nos ofrecen, a cambio, la mayor objetividad o realidad posible en sus creaciones artísticas. Una objetividad entendida ahora como se define el propio término objetivo: observar la realidad del objeto representado en lo que se refiere al objeto en sí mismo, y no -como abundan en las otras obras- a nuestra percepción tan subjetiva, personal o particular del objeto representado en nosotros.
(Óleo de Pieter Brueghel el viejo, La Caída de los Ángeles rebeldes, 1562, Real museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas; Cuadro Impresiones de África, de Dalí, 1938; Óleo de Manet, Pareja en un Balandro, 1874.)
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