El Arte nos educará en tolerancia mucho más que cualquier otra cosa en este mundo. La capacidad crítica se desenvuelve en el Arte de un modo suave, tolerante, hacia el aspecto valorable de lo que atraiga o repele en el gusto. También con aquello que tiene que ver con el modo de hacer Arte, es decir, con la composición o el resultado -éste subjetivo- de lo que acabemos apreciando en una obra. ¿Hay algo más universal, transversal e imparcial -nos guste o no lo que veamos- que el propio Arte? Cuando un ateo observe el cuadro de la Sagrada Familia del pintor renacentista Rafael, ¿pensará acaso que lo que mira ahora, la belleza de lo que tiene delante, es algo rechazable, objetable o alienante para un espíritu materialista, agnóstico o anticlerical? Del mismo modo, cuando los herederos de los enemigos de la Francia imperial de principios del siglo XIX vean el magnífico lienzo del pintor David sobre el dictador Napoleón, ¿pensarán que nada de belleza puede deducirse de un alarde tan belicista, imperialista o megalómano? No, no es ese el sentido del Arte. Porque el Arte -el verdadero Arte- es la única representación cultural que no irrumpe negativamente con motivos propagandísticos, torticeros o parciales de alguna expresión interesada para manipular conciencias o voluntades. Por eso mismo, no existe otra cosa como el Arte para enseñar la tolerancia en el mundo.
Es como la Belleza, que nunca se cuestiona nadie si lo es o no realmente dependiendo de su origen, venga ésta de donde venga, proceda de una cloaca o de una elegante fragancia, de una cuna inferior o de una alta cumbre social, de una basta y desollada llanura o de un maravilloso e idílico vergel natural: la Belleza asombrará siempre gratamente venga de donde venga. Si no hubiese sido por la iglesia católica y su decidida defensa de la imagen como vehículo de fe, probablemente hoy no estaríamos viviendo en la actual civilización de la imagen, de tanta influencia en nuestras vidas. Como es bien sabido de las grandes religiones monoteístas, el Judaísmo y el Islam rechazan el uso de las imágenes en lo religioso, e incluso el propio cristianismo estuvo en peligro de suprimirlas durante el famoso episodio de los iconoclastas (destructores de imágenes), que tuvo lugar en Bizancio allá por el siglo VIII. Tras la querella de los iconoclastas hubo otro momento delicado que hizo peligrar la utilización de imágenes en la Cristiandad occidental. Fue el cisma de Lutero en el siglo XVI, cuando rechazó el uso de imágenes en los templos por su manifiesta exhibición de lujo e idolatría. (Profesor Pablo López Raso, El triunfo de la imagen, de las catacumbas a los jesuitas.)
Podemos estar o no de acuerdo con el país donde haya nacido un pintor, o con la cultura regional de donde proceda éste, o hasta con la filosofía que ilumine su mente, pero, sin embargo, su obra artística siempre será el resultado del imparcial objetivo misterioso y desinteresado que es el Arte. De algo que es autónomo en sí mismo y no pertenece a nada ni a nadie, ni siquiera al propio creador que lo origine. Tan sólo a la grandiosidad artística de su acabado eterno, a la maravillosa expresión de sus colores ecuánimes o a la perfecta composición plasmada de su infinito encuadre. Y estas son las únicas cosas que se adueñan del motivo real -independiente- de todo sentido artístico expresado en una obra de Arte. Luego, incluso, llegaremos a admirar, o no, su virtuosismo con algún alarde comunicador o simbólico que posean las obras. El Arte sirve para comprender y para relativizar las cosas del mundo, aceptando la belleza como un elemento unificador de posiciones o de delirios enfrentados. Y todo esto, contenido y continente artístico, desarrollarán en el Arte las definitivas formas de enjuiciar solo las armas estéticas de la creación sublime. En algún caso como una exaltación genial para poder expresar alguna de las grandes cosas que abrumen a los seres humanos, y en otros como la manifestación más bella que de una emoción sincera sea capaz de expresarse en un cuadro.
(Óleo del pintor Rafael Sanzio, La Sagrada Familia del Roble, 1518, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Napoleón cruzando los Alpes, 1801, del pintor neoclásico David, Alemania; Óleo Isaac bendiciendo a Jacob, 1638, del pintor flamenco Govert Flinck, Museo de Amsterdam; Pintura del pintor postimpresionista Gauguin, Jacob en lucha con el Ángel, 1888, Galería Nacional de Escocia; Óleo Sheherazade, 1913, del pintor austro-húngaro Franz Helbing.)
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