20 de octubre de 2014

Y, sin embargo, la Belleza es esquiva, ingrata, lujuriosa, inconsciente y diversa.



La Belleza no podemos aprehenderla nunca, incluso aunque creamos ser dueños del momento en que sus efectos satisfagan nuestro anhelo por tenerla. Porque ahí acabará. Luego, resignados, podremos acaso recordarla, imaginándola ahora con sutiles ensoñaciones fantásticas o con ciertas imágenes propiciatorias. Pero, no será ella misma entonces, tan solo su representación enigmática. Porque, además, no nos hará entonces la Belleza sentirnos como el único ser sobre la Tierra. Únicamente, recrearemos con ella así su efímera fragancia imaginada. Pero no nos bastará. Necesitamos más de ella, tenemos que llegar a poseer algo más para poder hacerla nuestra. Entonces idearemos eternizarla gracias a unos grandiosos alardes artificiales, cosas casi permanentes originadas de los obtusos materiales de la tierra, antes apenas nada entre nosotros y, ahora, una fascinante, brillante, armoniosa o elogiosa imagen reflejada: el Arte y su Belleza.  Un reflejo de luz entre las sombras, pero, por fin, ahora una Belleza del todo vislumbrada. Para ese momento creeremos haberla poseído para siempre. Vanamente. No es ahora nada más que una muestra de lo que nunca volveremos a sentir como entonces, como aquella ocasión tan inconsciente, lujuriosa o esquiva entre las sombras... 

Cuatro años después de haber realizado su obra de Arte Lydia el pintor inglés Matthew Williams Peters (1742-1814) sería ordenado pastor anglicano en el año 1781 y para ese momento se arrepentiría de haber realizado aquella creación tan sublime, tan absolutamente innovadora y sincera, tan inspirada, fascinante y arrebatadoramente lujuriosa. Pero ya la había hecho y su nuevo propietario la poseería con el júbilo que le produciría entonces -un momento histórico tan poco avanzado- disponer de una imagen tan atrevida y original. Se había formado el pintor en Italia absorbiendo la magia de pintores como Correggio, Rubens o Caravaggio. No se ha valorado suficientemente el mérito de los mecenas en el Arte, mucho más mérito que los propios creadores, ya que éstos han sido a veces solo pintores al dictado y no ejecutores libres propiamente. Estos promotores del Arte -los mecenas del Arte- consiguieron que otros seres -los pintores-, capaces de componer Belleza, creasen unas obras extraordinarias sin ellos idearlas. A su regreso de Italia el pintor terminaría residiendo en la mansión de Lord Grosvenor a orillas del Támesis. Este aristócrata aficionado al Arte le encargaría entonces al pintor que compusiese la imagen cortesana de una mujer desnuda y excitante...

Y el pintor se atrevería y dejaría batir las alas de la creación con la libertad artística que su mecenas le inspirase. El resultado fue una inédita obra de desnudo, el único desnudo realizado por el pintor en toda su vida. Nunca más volvería a crear nada parecido. Su representación está basada en un verso del poeta John Dryden: Y unos ojos amables vinieron a concederme... El pintor quiso componer la imagen de esos ojos tan amables que realzarían ahora lo más lujurioso o atrevido de la obra. Se observa lo forzado de una mirada exageradamente provocadora. Pero, aun así consiguió el pintor lo que Lord Grosvenor se propusiera con su mecenazgo. La extraordinaria obra de Peters combina su estilo clásico con una liviana coloración pastel -propia del momento- para compensar el alarde erótico de descubrir unos senos junto a unos ojos tan propicios, toda una insinuante forma artística de poder apelar aún más al que lo viera.

Poco menos de un siglo después el creador irlandés Daniel Maclise (1806-1870) se decide a pintar una escena acorde con la época romántica y liberal de comienzos del siglo XIX. Una obra de Arte como tantas, pero ahora sin demasiada semblanza atrevida de composición romántica, como sí otros pintores de esa tendencia llegaran a realizar entonces. Sin embargo el pintor consigue hacer algo más. Contrasta dos mundos -el noble y el campesino- que coinciden ahora en el inconsciente y superficial universo de la superstición popular. Y lo hace genialmente a pesar de no ser la obra más que una mera copia de lo que otros grandes pintores hicieran antes. Con la luz de la razón dejada fuera y las sombras intrigantes y misteriosas vibrando dentro, los personajes coinciden en la oscura cueva de un bosque romántico. Sólo la luz del vestido lujoso brilla con la dama entre las sombras. La gitana arrodillada lee su mano blanca y desdeñosa. Pero, nada más, no hay aquí, artísticamente, nada más. Entonces, ¿qué tiene esta obra de especial? Pues que la dama no se acaba de creer nada de lo que está ahora oyendo y el pintor lo demuestra con el gesto descortés de un personaje orgulloso y desatento. ¿Así que una Belleza tan perfecta, tan romántica, tan extraordinaria y tan hermosa, puede llegar a ser también, sin embargo, tan esquiva, tan ingrata y desdeñosa?

(Óleo Lydia, del reverendo inglés Matthew Williams Peters, 1777, Tate Gallery, Londres; Obra del pintor e ilustrador irlandés Daniel Maclise, Gitana leyendo la fortuna, 1836.)

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