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17 de septiembre de 2021

La grandeza artística de Tiziano estuvo en la totalidad de su Arte, en la Belleza, pero, también, en la manera de narrarla.

Hubo un pintor veneciano que sorprendería una vez a Tiziano en la primera mitad del siglo XVI. Pintaba de un modo distinto a como antes, sus trazos eran muy diferentes a lo que antes se había hecho en pintura: los colores eran más brillantes, la luz muy diferente y el movimiento innovador. Andrea Meldolla, también conocido como Schiavone (1510-1563), crearía en la historia del Arte algunos lienzos manieristas fascinantes. Sin embargo, no triunfaría en el Olimpo de los Pintores, pasaría sin pena ni gloria por la historia decorando palacios imperiales o castillos vetustos sin muchos visitantes. ¿Es injusta la historia...? No, la historia no; lo es, si acaso, el Arte. Pero el que lo sea el Arte no significa nada, ya que el Arte no admite valoraciones éticas ni morales, solo es Arte. Lo que sucede es que el Arte necesitará escudriñarse, pararse uno a ver, a mirar y a descubrirlo. No es tanto los creadores como la creación lo importante. Aun así, existió un milagro artístico consagrado por todos en su época y en la historia: Tiziano. Si hay que elegir un genio de la pintura, de la pintura nada más, lo cual excluye a grandes como Miguel Ángel o Leonardo, que se dedicaron a más cosas, hay que hablar del veneciano manierista Tiziano. El Manierismo aquí nos ayuda a ser justos, porque clasifica o selecciona el Arte y deja a otros genios sin valorar ahora, consagrados así en otras tendencias. En el Renacimiento, que finaliza cuando Tiziano empieza a pintar de un modo distinto a como antes, brillaría el genio pictórico de Rafael Sanzio. Este pintor italiano alcanzaría la culminación de la belleza renacentista más elaborada: la medida correcta, el gesto perfecto, la composición sublime, la luz adecuada. No hay distracción, ni sagrada ni artística, en Rafael. Sublime del todo. No sería superado en su Arte por nada ni nadie. Pero la historia continuaría su senda injusta, llena luego de sorpresas y deseos emancipadores de algunos nuevos espíritus que necesitarán también brillar y sostenerse. Con Tiziano la pintura alcanzaría a ser un Arte completo. Luego de él todo son imitaciones divergentes o innovaciones artificiosas sobre su manera de componer tan fascinante. Realmente, él fue el modelo artístico sublime en el que se inspirarían todos los creadores posteriores. No se trataba en Tiziano sólo de componer una figura perfecta, con el color perfecto y la luz precisa, no; se trataba de describir una escena artística, de narrarla con belleza, pero, también, con soltura innovadora, con sorpresa, con un cierto desequilibrio efectista muy estético y grandioso.

La figura iconográfica de la Madonna había sido un motivo artístico creado a lo largo de toda la historia del Arte. No es sólo algo sagrado, es además la representación de la vida en su ejemplo más significativo o revelador del inicio y continuación de la misma. En la figura de esa representación sagrada hay un vínculo, una relación, del creador, en este caso creadora -la madre de Jesús-, y de lo creado...  ¿Tendría que ver esa metáfora vinculadora creativa con la querencia artística de los pintores por representarla compulsivamente? En esta muestra de obras de Madonnas he incluido desde el Renacimiento de Rafael hasta el Modernismo de Picasso. Cinco autores que han compuesto la imagen sagrada de la madre y el hijo de Dios en el Arte. Esta vinculación entre el creador y lo creado se ha hecho con el paso de los años más acentuada en el Arte. Si nos fijamos bien observaremos como lo creado, el niño Jesús, es desde los inicios de la historia del Arte una representación que se expresa interactuando con otros seres humanos: o con otro niño (el pequeño san Juan) o con otra mujer (santa Catalina en ocasiones). El creador, la creadora, se muestra satisfecha, metafóricamente, en su sentido participador de vida, de belleza y de Arte con el mundo. No se posesiona de lo creado, no hace suyo en exclusiva el sentido creador de lo que su existencia artística haya podido componer con algo nuevo en el mundo. Hay como una especie de magnanimidad, de conmiseración, de agradecimiento incluso, al mundo. Un mundo que, por otra parte, está ahí en la obra completa representado de alguna manera claramente. En el Modernismo de Picasso eso se diluye, se transforma ahora entre las formas innovadoras de una revolución absoluta en la manera en que se representa lo creado y el creador. Ya no hay intermediarios, ya no existe un mundo que importe: ahora lo creado está posesionado totalmente por el creador. Éste expresa su voluntad absoluta de ser reivindicado unido a su creación, sin fisuras, sin interpretaciones, sin necesidad de satisfacer otra cosa que su propio sentido artístico reivindicado.

Cuando Tiziano alcanzó su vejez creativa, llegaría casi a los noventa años, empezaría a pintar de una forma diferente, muy desgarradora. Ya no se preocuparía tanto de la Belleza, ese concepto que él había logrado llevar a la más alta cota de sublimación, representación, expresión y sentido artístico. No, ahora, al finalizar su larga, decepcionante y brillante vida, el pintor veneciano más grande de la historia empezaría a mostrar un rasgo de innovación expresionista que el Manierismo le permitiría en un momento, finales del siglo XVI, tiempo en el que el Arte entraría en cuestión dado cierto decadentismo artístico, algo propio de las tendencias artísticas, que alcanzarán su culminación y no conseguirán ir más allá sin perder algún sentido o alguna dignidad... Para entonces el Arte no querría saber ya nada de narración, ni de composición desequilibrada ni de gestos. El momento, el paso del siglo XVI al XVII, fue revulsivo y crearía una vuelta a la Belleza per se, sin saber los creadores por entonces que la expresión artística no puede eliminar el componente de lo creado del hecho de que el Arte es una forma de vinculación con el mundo, sea la que sea, para poder transmitir algo más que belleza estética. Hay tres participantes en el hecho artístico: el creador, lo creado y el observador. En el inicio de la historia del Arte, siglos XIII y XIV, el observador importaba poco. Con el Renacimiento empezó a importar, se embelleció todo aditamento compositivo y se esforzaron los creadores por fascinar con sus creaciones a los observadores del Arte. Con Tiziano se alcanzaría la máxima relación artística entre lo creado y el mundo. Luego, esa narración iniciada exitosamente por Tiziano llevaría en el Barroco a su expresión más popular, más terrenal o más naturalista. Tiempo después, cuando el Romanticismo y el Academicismo del siglo XIX quisieron encontrar su sentido artístico, el creador se fue acercando, tímidamente aún, a lo creado de un modo más definitivo. El salto final lo llevaría a cabo la Modernidad de principios del siglo XX. Para entonces el creador necesitaba identificarse con lo creado, hacerlo suyo y desposeer así al mundo de su creación. En su obra del período azul Madre e Hijo, el creador español Picasso rompe por completo con la composición anterior donde lo creado interactuaba con el mundo. Ahora no, ahora la figura creadora, la madre, está unida palpablemente con la figura de su creación y el mundo no aparece por ningún lado. Así cambiaría una cosmovisión del mundo y del Arte, una que aún sigue y que ha llevado, inconscientemente y sin querer, a que un cierto egoísmo artístico, también social y antropológico, se haya posesionado de lo creado y no desee ya participar a éste ni con el mundo ni con los demás ni con la vida. Ejemplo claro, posiblemente, de una sociedad estéticamente insolidaria, ensimismada y limitante con lo humano...

(Óleo La Madonna de Aldobrandini, 1531, del pintor Tiziano, National Gallery, Londres; Pintura del Manierismo, Sagrada Familia con Catalina y San Juan, 1552, del pintor veneciano Andrea Schiavone, Museo de Bellas Artes de Viena, Austria; Óleo del Renacimiento La Madonna de Aldobrandini, 1510, del pintor Rafael Sanzio, National Gallery, Londres; Cuadro academicista Amor fraternal, 1851, del pintor francés William Adolphe Bouguereau, Colección Privada; Obra de Arte Modernista de Picasso, Período Azul, Madre e Hijo, 1901, Museo de Arte de Harvard, EE.UU.)

2 de septiembre de 2021

El Arte es la percepción de la naturaleza y de las propias impresiones.

Lo más cierto, lo que produce más certidumbre a un espíritu desolado, es lo que no existe. Lo que menos existencia tiene. La mayor certidumbre, por tanto, proviene de lo que no tiene vida. Como el Arte. Como todo aquello ideado o creado por una mente inteligente, sensible o temerosa que, sin embargo, no alcanzará a comprender cómo desde la vida vigorosa, desde lo más poderoso y perceptivo de la existencia, no se consigue más que decepción, insatisfacción o desesperanza. Y entonces ideará el ser un subterfugio para superar todo eso; para no tener que preguntarse nada de lo que su razón sea incapaz de entender por sí sola. Algo que nunca le cuestione ni le delimite, ni le violente ni le destruya, ni le ignore. Un artificio que represente parte de lo que la vida disponga a trozos fragmentados y efímeros: la belleza más fugaz de un universo incognoscible

¿Por qué la belleza? Inicialmente la belleza fue una abstracción cuando no una utilidad material para adornar la conciencia maldita. En la cultura egipcia, la más antigua de Occidente, descubrieron pronto la utilidad de la belleza. Cuando los faraones quisieron descansar en su eterna morada transitoria, sus arquitectos idearon una estructura colosal tan equilibrada como fascinante. Todo, desde su propia escritura hasta las representaciones pictográficas, tendría un cariz sostenedor de una idea mucho más grandiosa, pero que no alcanzaría a generar ni una moral filosófica ni una religión estructurada (salvo el pequeño periodo de Amarna con el faraón heterodoxo y su único dios monoteísta). Por eso la cultura occidental (llamada mejor así que como cultura europea, ya que aquella fue consecuencia histórica tanto de una semilla griega, europea, como de un bagaje semita originado en la zona más occidental del continente asiático) comenzaría realmente con la abstracción de la belleza. Una belleza por un lado trascendente, espiritual, configurada con la revolucionaria conjetura de lo único, de lo Uno, de lo singular, del monoteísmo de Moisés; y, por otro lado, del pensamiento sofisticado ante las eternas preguntas de los hombres, la filosofía griega tan materialista como idealista. De la fusión de las dos culturas nació Europa. De la obstinación por vislumbrar una belleza abstracta nacería el Arte. De la máxima evangélica de el camino, la verdad y la vida, se pasaría a la máxima griega de la verdad, el bien y la belleza. En ambas se compartiría la verdad como piedra angular de cualquier teoría sagrada o profana. Pero sólo la belleza se asociaría a la verdad a partir de la senda estética que el mundo griego iniciara en el siglo V antes de Cristo. 

Cuando en el siglo XVI el manierista Giorgio Vasari se inspirase ante un lienzo crearía una representación de la caída de Cristo en su camino hacia el calvario. En 1565 el Manierismo triunfaba exultante. ¿Era eso la belleza? ¿Era esa la misma belleza que Leonardo o Rafael habían pintado años antes? No tenía nada que ver. La perspectiva cambió, las proporciones se alteraron, los colores se pronunciaron frente a un escenario aglutinado de formas humanas superpuestas. No era la belleza renacentista, ahora era otra. Pero era también belleza. Sin embargo, había algo más en esta tendencia estética tan revolucionaria: se había vuelto a representar la abstracción, ahora de una forma sutil y encubierta. En la obra de Vasari Cristo mira a una mujer que sujeta un lienzo blanco donde pretende enjugar el rostro ensangrentado de Jesús. Consecuencia de ello, la figura del semblante de Cristo quedaría impresa en ese paño para siempre. El hecho no se relata en los evangelios, sin embargo. Al parecer, en el siglo VIII los primeros cristianos idearon una leyenda propicia para elaborar una reliquia poderosa: la imagen real de Jesús. Así que la mujer del mito sagrado se acabaría denominando Verónica, del latín vera icon, imagen verdadera. Otra interpretación llevaría a denominar a esa mujer Berenice, del griego Ferenice, portadora de victoria. Uno latino, de expresión naturalista: verdadera imagen; otro griego, de nombre judío, una expresión abstracta, un símbolo de poder, de éxito o de victoria. 

En la historia han habido dos pueblos que han contribuido al Arte de un modo muy característico. Uno fue el italiano, con movimientos más elaborados de expresión más verosímil, menos abstracta, más terrenal, aunque también trascendentes o espirituales. Pero otro pueblo, que ha participado de dos influencias continentales, la europea y la asiática, desarrolló una espiritualidad muy acusada, una abstracción especial en su representación estética: el pueblo ruso. Cuando los italianos se cansaron de la estética manierista volcaron sus anhelos en un alarde de perfección sincrética: la Escuela boloñesa. Entonces descubrieron la belleza claramente. El pintor boloñés Guido Reni la representaría en sus rostros femeninos más elaborados, y lo haría además como consecuencia de aquella influencia estética que fue el roce entre el manierismo del siglo XVI y el barroco del siglo posterior. La belleza dejaría de ser entonces una abstracción para convertirse en una realidad plástica definida. En su óleo Retrato de dama como una sibila del año 1640 observamos la muestra de una belleza que no representa otra cosa: ni es una heroína, ni es una santa, ni es una mujer reconocida, tan sólo es belleza. Doscientos años después de elaborar este lienzo Reni, nació en Rusia el pintor Henryk Siemiradzki. El alma rusa es fundamentalmente romántica. Por eso solo a partir de comienzos del periodo romántico el Arte ruso alcanzaría todo su sentido. En su obra clásica del año 1887 ¿La joven o el jarrón?, el pintor ruso consigue expresarnos una dicotomía que el Arte lleva desde siempre en sus entrañas más profundas. 

La obra es extraordinaria por su composición tan clásica como romántica. En un escenario de la Roma antigua un aristócrata se plantea el dilema de qué elegir: o una joven esclava muy hermosa o un elaborado jarrón representando alardes sofisticados en su diseño abstracto. En la obra observamos el decorado de una estancia rodeada de belleza material y artística: esculturas, tapices, objetos, muebles, etc. Es una metáfora para expresar la descripción del concepto de belleza en nuestro mundo. Había que elegir... Años antes el también ruso Karl Briulov (1799-1852) alcanzó a mostrar la belleza de una forma tan clásica como original. En su óleo Amazona presentado en el año 1832 en la Academia de Brera de Milán, el pintor ruso obtuvo la representación de la belleza humana más pagana, terrenal y poderosa de cuantas se hayan compuesto. Subida en un caballo, la modelo se muestra ahora segura, hierática, firme, poderosa y hermosa. La composición es semejante a las grandes composiciones barrocas más geniales del Arte europeo. La admiración de la niña hacia la belleza que mira es aquí una visión trascendental,  esa misma que lleva desde los albores primitivos hasta el desarrollo más abstracto de un romanticismo revolucionario. Catorce años después de que el pintor ruso Siemiradzki pintase su cuadro romántico, casi decadentista, el pintor Kandinsky compuso su obra Otoño. Ahora el mundo retornaba a aquella prolífica exaltación de colores manieristas frente a formas más clásicas. El sentido material de belleza comenzó a definirse de otro modo a como antes. La belleza empezaba a difuminarse ante la celebración abstracta de comienzos del siglo XX. Ya no era necesario ver la belleza para  definirla. Veintidós años después de su obra Otoño, Kandinsky crea su obra abstracta más significativa, En blanco II. Una obra abstracta que ya no representaría ninguna definida forma de belleza, sino sólo un sentido elaborado de las formas y su sentido trascendente, casi espiritual. Ese mismo sentido que los egipcios descubrieron unos cuarenta y cuatro siglos antes cuando pensaran que lo importante no formaba parte de este mundo, sino de otro; un mundo que acercaría mucho más que nunca la idea imperiosa de belleza... 

(Óleo Amazona, 1832, del pintor romántico ruso Karl Bruilov, Galería Tretiakov, Moscú; Pintura manierista Cristo cargando la cruz, 1565, del pintor italiano Giorgio Vasari, Spencer Museum of Art, Kansas; Óleo barroco Retrato de dama como una sibila, 1640, del pintor italiano Guido Reni, Spencer Museum of Art, Kansas; Cuadro ¿La joven o el jarrón?, 1887, del pintor ruso Henryk Siemiradzki, Colección Privada; Óleo Otoño, 1901, del pintor ruso Kandinsky, Museo de Arte de Munich; Pintura abstracta En blanco II, 1923, del pintor ruso Vasili Kandinsky, Museo de Arte moderno de París.)

10 de agosto de 2021

Ver el trasfondo de las cosas, algo necesario para conocer la verdad del mundo o la visión del Arte.

Uno de los filósofos más importantes y, a la vez, más desconocidos del siglo XX lo fue el francés Henri Bergson (1859-1941). Concibió una teoría filosófica que no iniciaría él, propiamente, sino que habría sido intuida, vislumbrada o sospechada por otros pensadores a lo largo de la historia. En síntesis su teoría trata de la separación, del contraste o la diferencia entre la razón con la que observamos y comprendemos el mundo, por un lado, y lo que el propio mundo, verdaderamente, nos revela. La utilización de la razón es esquemática, es analítica, y tomará la realidad en pequeños trozos asequibles, en pequeños pedazos autónomos que, separadamente del mundo, trata el ser de aprehender con su sola inteligencia. Pero el mundo no está fragmentado, es un universo global, un continuo todo completo que rechaza, para ser entendido verazmente, toda escisión o parcialidad utilitaria. Esta filosofía le llevaría al pensador francés a entender que la inteligencia racional se comportaría como una foto fija, como una parte inmóvil y seccionada de la realidad dinámica total del mundo. Y entonces se podría pensar que sumando todos esos pequeños trozos de la realidad podríamos comprender, racionalmente, toda la realidad. Pero, sin embargo, esa realidad artificiosa es ficticia, no existe nada así en el universo. La realidad no es un collage de momentos separados e inspirados por una razón analítica. La verdad del mundo es una dinámica continua imposible de ser escindida para su comprensión real. La razón puede ser útil en la teoría de las cosas imprecisas, pero absolutamente ineficaz en el conocimiento práctico real del mundo. Bergson sugería que la visión auténtica del mundo debía ser un continuo vital no una parcialidad teórica y que, por tanto, la intuición debía ser más acertada que la razón para ponernos en contacto con la realidad del mundo. Y esto mismo es lo que pienso sobre la forma en la que habría que mirar una obra de Arte, algo que nos debería llevar a la verdad más profunda y completa de un cuadro.

Uno de los elementos que el Arte nos regala a veces es la capacidad trascendente que el ser humano posee cuando transforma la realidad según alguna inspiración artística. Tanto se entienda el mundo con planteamientos materialistas o idealistas. Es decir, que da lo mismo que creamos en algo distinto a la naturaleza como origen de la vida y el mundo. Es imposible que una ideación intelectual, lo que es una representación creada por el hombre, pueda dejar de existir sólo por el hecho de que el mundo, alguna vez, desaparezca entre tinieblas. Y eso da trascendencia al Arte de un modo extraordinario, ya que, aparte de cualquier otro artificio creado por el ser humano, el Arte no tiene ninguna utilidad ni pretensión física o material para ser aprovechado, por ejemplo, en un entorno azaroso donde la entropía campe, indecente, por sus caprichos estocásticos. Fueron los románticos los primeros creadores que de modo claro, muy claro, buscaron en sus representaciones esa trascendencia sin pretensiones. Porque, como en el Arte, las ideas más honestas que impulsarán mejor los movimientos estéticos, en este caso el Romanticismo, son aquellas que sólo determinan rasgos artísticos exclusivamente, sin ninguna otra consideración, ni social, ni política ni religiosa, o filosófica incluso. Caspar David Friedrich fue un prototípico romántico en su capacidad artística pictórica más extraordinaria. Nacido justo cuando el Romanticismo iniciaba la senda transformadora más exitosa del mundo, había tenido una infancia muy relajada en la germánica costa báltica de la Pomerania Occidental (actualmente entre Polonia y Alemania). Por entonces, el año 1774, esa zona báltica pertenecía a la corona sueca desde la guerra de los Treinta años. Sin embargo, pronto la tragedia familiar alcanzaría la vida del pintor, primero con el fallecimiento de su madre, al año siguiente de una hermana, cinco años después de otro hermano y, cuatro más tarde, de otra hermana víctima del tifus. Esta eventualidad vital tan terrible en su infancia le acercaría al tema de la muerte (paradigma muy romántico), de una forma que el pintor supo sublimar representando el drama interior que todo ser experimenta ante la visión trascendente del mundo. 

El mismo año que Friedrich se casa con su joven esposa Caroline Bommer, 1818, pintaría su obra Viajero sobre un mar de nieblas. En esta representación pictórica romántica se ofrecía, por primera vez, la perspectiva de un hombre mirando desde arriba el mundo a sus pies. La neblina que impide desplazarse con orientación eficaz es dominada ahora por la misma altura desde la que el individuo se sitúa. También los picos aterradores que, al fondo, le observan, presuntuosos, en su poderosa representación telúrica más definitiva. Pero ahora no hay aquí temor, ni limitación, para manifestar la sensación tan poderosa que un ser humano pueda disponer al enfrentarse así, desde su privilegiada posición, a un mundo desolado. Hay que elevarse, por tanto. Hay que elegir esa posición que permita visionar el mundo gracias a dos elementos necesarios. Primero aquel que no nos fracciona la visión, que, a cambio, la afronta desde la más absoluta globalidad; y, segundo, aquel que nos lleve más allá de nosotros mismos, de la realidad limitada que una perspectiva acotada o sesgada del mundo nos impida aprehender el sentido trascendente y completo de la vida. Para cuando el pintor Vincent van Gogh llegó a la conclusión de que su vida amorosa había sido un completo fracaso, pintaría su óleo postimpresionista Noche estrellada sobre el Ródano. ¿Qué había pasado en Arlés aquel final del verano del año 1888 para que el genio más romántico de los impresionistas se inspirase una noche? La ciudad francesa de Arlés se sitúa a pocos kilómetros de la desembocadura del Ródano. A su paso por la ciudad provenzal el río gira casi noventa grados, de ese modo parece un gran lago en la noche iluminada, tan brillante además por uno de los cielos más estrellados que un oscurecer romántico y mediterráneo pudiese pintarse alguna vez.

A diferencia del pintor romántico, el pintor postimpresionista nunca se casaría, ni alcanzaría, como el artista romántico alemán, una felicidad conyugal al final de su madura vida, tan sabia y edulcorada por el amor sublime e inspirador que de una esposa cariñosa pudiese vivirse. En la obra romántica de Caspar David vemos un hombre solo frente al mundo, un ser humano que contempla poderoso y satisfecho la vida y sus representaciones misteriosas que puedan conferirle, sin embargo, tranquilidad y belleza o inquietud y desasosiego. En su pintura intimista el ser humano no es acompañado en la pintura por ningún otro ser vivo que pudiera alterar, confundir o mediatizar alguna cosa que no sea su exclusiva perspectiva vital. Sin embargo Vincent van Gogh, que buscaría la misma sensación de trascendencia, tranquilidad, belleza, inquietud o desasosiego que el pintor romántico, pintaría una obra radicalmente distinta. Aunque de estilos diferentes, no hay tanta diferencia entre un pintor y otro. El Postimpresionismo, se ha dicho a veces, es una forma de Romanticismo desubicado. En su lienzo impresionista  van Gogh buscaría lo mismo que Caspar David: una perspectiva desde donde poder vislumbrar el mundo con la inspiración sublime de una sensación íntima poderosa. Ahora, con la noche estrellada como excusa, vemos aquella realidad que necesitaba ser completada para poder ser entendida. La orilla no es en la obra de van Gogh una línea diferenciadora para admirar un mundo sobrecogedor. Éste, el mundo representado, no se distingue demasiado bien entre un cielo iluminado de estrellas y la superficie, igual de iluminada, de una tierra indistinta entre los reflejos proyectados sobre el brillante río como sobre el pálido y confuso relieve de la ciudad dormida. 

Pero también, a diferencia del pintor alemán, el trágico, desolado, meditabundo, confuso y pasional pintor holandés añadirá una cosa distinta en su óleo misterioso. En la visión que los personajes retratados en ambas obras tienen del mundo, van Gogh no compuso un ser humano solitario frente al universo fascinante. El pintor postimpresionista pintaría dos seres unidos, abrazados, a diferencia de Caspar David Friedrich, que pintó un hombre solitario. Pintaría mejor una pareja caminando por la orilla en la noche estrellada sobre el Ródano. Toda una inspiración intuitiva mucho mejor que la que tuviera el afortunado pintor alemán, que pintaría un hombre solo frente al mundo. Contemporáneo del pintor holandés lo fue el filósofo alemán Nietzsche. En una de las obras más misteriosas y profundas que escribiese para tratar de alcanzar a dominar la verdad que encierra el mundo, nos diría el vitalista filósofo alemán: Soy un viajero, un escalador de montañas. No me gustan los llanos y no puedo quedarme quieto mucho tiempo. Sean cuales sean mi destino y los acontecimientos que me esperen, siempre habrá en ellos que viajar y que escalar montañas; pues, a fin de cuentas, no se tienen vivencias más que de uno mismo. Ya ha pasado el tiempo en que me podían sobrevenir hechos casuales; ¿qué podría sucederme ya que no fuera algo mío? Mi sí mismo y todo cuanto de él estuvo durante mucho tiempo en tierra extraña y disperso entre las cosas y acontecimientos casuales, ya no hace sino retornar, volver por fin a casa. Y sé otra cosa más: que ahora me hallo ante mi última cima y ante todo lo que se me había estado evitando durante largo tiempo. Tengo que emprender, ¡ay!, mi ascenso más difícil. Ahora empieza mi viaje más solitario. Pero los que son de mi estirpe no pueden escapar a semejante hora, a la hora que nos dice: "¡En este momento es cuando sigues el camino de tu grandeza!". Las cimas y los abismos constituyen ahora una misma cosa. Sigues el camino de tu grandeza: lo que antes constituía tu último peligro es ahora tu refugio postrero. Sigues el camino de tu grandeza: reconfórtate el ánimo pensando que detrás de ti ya no queda ningún camino. Sigues el camino de tu grandeza: en este camino nadie ha de seguirte a escondidas. Tus propios pies van borrando el camino que dejas tras de ti y sobre él queda escrita la palabra "imposibilidad". Si en adelante encuentras escaleras, aprende a trepar por encima de tu propia cabeza. De no ser así, ¿cómo ibas a poder seguir subiendo? ¡Por encima de tu propia cabeza y más allá de tu propio corazón!  Lo que haya más blando en ti se ha de convertir ahora en lo más duro... ¡Bendito sea lo que nos endurece! Nunca alabaré el país en el que corre leche y miel. Para ver mucho hay que empezar por apartar la vista de uno mismo: todo el que haya de escalar una montaña precisa de ese endurecimiento. Pero quien tiene unos ojos inadecuados para ser un hombre de conocimiento no captará más que los aspectos superficiales de las cosas. Tú, en cambio, Zaratustra, has querido ver el fondo y el trasfondo de las cosas, y por ello has de subir más allá de ti mismo, cada vez más arriba, hasta que puedas ver las estrellas a tus pies. Sí, tener que bajar los ojos para verme a mí mismo e incluso para ver las estrellas: esta sería mi cima definitiva, la cima que aún me queda por escalar.

(Óleo Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, del pintor holandés Vincent van Gogh, Museo de Orsay, París;  Cuadro romántico Viajero sobre un mar de nieblas, 1818, del pintor alemán Caspar David Friedrich, Museo Sala de Arte de Hamburgo, Alemania.)

5 de junio de 2021

La gloria, el triunfo y la eternidad más reconocida frente a la historia, la creatividad primera o el sentido más injusto del mundo.



El siglo XVIII, un siglo racionalista y de triunfo intelectual, de pensamiento profundo, conciliador y trascendente, había sido, curiosamente, impregnado por una de las corrientes artísticas más frívolas, mundanas, refinadas o hedonistas de toda la historia, el Rococó.  Fue este un Arte al servicio del lujo, la frivolidad y la fiesta de la aristocracia y de la alta burguesía; al contrario de lo que sería el Arte barroco, que se dirigió más a la monarquía absoluta pero ilustrada. El estilo del Rococó estuvo caracterizado más por las fiestas y las novelas ligeras europeas, libres de preocupaciones, que por las gestas heroicas o los grandes relatos, mitológicos o religiosos, del periodo barroco anterior. El artista británico William Hogarth (1697-1764), grabador, ilustrador y pintor, definiría una teoría de la Belleza para esta tendencia del Arte. En su obra Análisis de la Belleza (1753) escribiría que la curva en S, presente casi siempre en el estilo Rococó, era el reconocimiento de la belleza y de la gracia presente en el Arte y en la Naturaleza. Pero a partir de la década de 1760 algunos pensadores, como el incisivo Voltaire, criticaron el Rococó despiadadamente, llevando su crítica hasta calificar ese estilo denostado con la más tajante superficialidad y decadencia en el Arte. En la década del año 1780 el Rococó en Francia dejaría de estar de moda para siempre, sobre todo gracias al triunfo del gran pintor francés Jacques-Louis David. Pero, poco antes de eso un pintor del sur de Francia, Jean-Francois Pierre Peyron (1744-1814), retrataría a Séneca en su lecho histórico de muerte de una forma nunca antes vista en la historia. 

En el año 1773 ganaría el muy prestigioso Premio de Roma con su pintura La muerte de Séneca (obra desaparecida hoy), donde competía por entonces con el gran pintor David. Un año después, sería elegido Peyron para decorar un hotel parisiense con un estilo declaradamente clásico, tan propio de aquella fervorosa pasión del maestro Poussin por la tradición grecorromana en el Arte, dejando Peyron el Rococó a un lado y llevando así la composición neoclásica a la mayor gloria del Arte. Ese premio le llevaría a pintar en Roma, a aprender de los grandes pintores italianos y a compendiar, además, todos los principios más clásicos del pintor del Barroco clasicista francés Nicolas Poussin. Pero cuando Peyron regresa a París y pinta ahora su nueva obra La muerte de Sócrates en el año 1787, descubriría, asombrado, que aquel pintor que él había desbancado solo catorce años antes, había conseguido ya alcanzar la más grande conquista que el Arte reservará solo a sus instrumentos más exitosos. David había ascendido y obtenido los laureles más admirativos de la Francia de entonces, eclipsando y marginando no sólo la obra sino la carrera artística para siempre de Peyron, relegando el nombre de este pintor y de su innovador clasicismo a un papel muy inferior en la historia del Arte, una de las historias más injustas y desconsideradas de todas las historias del mundo. Fueron las exhibiciones del Salón de París de los años 1785 y 1787 las que certificarían para siempre la defenestración de Peyron y el encumbramiento de David. Al fallecimiento del pintor Peyron, once años antes de la muerte de David, el mayor y más insigne pintor de Francia entonces pagaría, incluso, un homenaje al olvidado Peyron en su funeral, dejando claro así, en su alusión elegíaca, esta clarificadora frase: Y, sin embargo, fue él el que una vez abrió mis ojos...

Lucio Emilio Paulo Macedónico (230 a.C. - 160 a.C.) fue un general y político romano perteneciente a una de las familias más aristocráticas, ricas e influyentes de Roma. Dos veces Cónsul, lucharía contra Macedonia, el gran reino griego originado por Alejandro Magno, en su segundo consulado, cuando Roma acabaría sojuzgando el último poder de lo que fuera la antigua y grandiosa Grecia. En Roma mantuvo una alianza estratégica y beneficiosa con los Cornelio Escipiones, famosos generales de Roma. En el año 191 a.C. fue procónsul en Hispania, dominando una sublevación de los belicosos turdetanos, aunque, un año después, fuera derrotado por los lusitanos perdiendo hasta seis mil hombres en una batalla. Aun así, se recuperaría venciendo al fiero enemigo hispano y dejando la Hispania Ulterior (el sur y oeste de España) pacificada por algún tiempo. Una de las inscripciones halladas en España de esa época romana describe un decreto de Lucio Emilio Paulo, uno en el que concedería la libertad a unos habitantes de Asta Regia, actual Jerez de la Frontera, que hasta entonces habían sido esclavos. En el año 169 a.C. libraba Roma la tercera guerra macedónica contra el rey Perseo, pero no se acababa de conseguir aún el triunfo definitivo por entonces. Hacía falta un general decidido y algunos nobles romanos le pidieron a Lucio Emilio Paulo que se presentase. Él se negó porque tenía ya sesenta años y no deseaba volver a guerrear tan lejos de su patria. Finalmente, aclamado, acabaría aceptando el cargo para luchar contra el rey macedónico Perseo. Un año después, en la primavera del año 168 a.C., Lucio Emilio Paulo derrotaría el ejército griego del rey Perseo. Este rey se rendiría y sería llevado ante el general romano Lucio, siendo tratado con una amabilidad y cortesía proverbiales. Luego saquearía Emilio Paulo el reino de Epiro, sospechoso de cooperar con Macedonia, enviando a Roma los tesoros tanto de este reino como los propios de Macedonia. Sin embargo, no regresaría a Roma aún, se quedaría en Macedonia como procónsul romano, tiempo que aprovecharía para visitar toda Grecia, reparar algunas injusticias y hacer varias donaciones incluso.

Regresaría definitivamente a Roma en el año 167 a.C., donde sería recibido con honores y aclamado por el pueblo romano. Lucio Emilio se casaría en dos ocasiones. De su primera esposa tuvo cuatro hijos, dos varones y dos hembras. En la antigua Roma las adopciones eran una forma jurídica familiar muy habitual en las clases nobles. Los hijos, aún pequeños, eran entregados a otra familia noble de la que pasaban a ser hijos legítimos para siempre, olvidándose así el vínculo familiar anterior. Fue el caso de los dos hijos varones de Lucio Emilio, el mayor fue adoptado por un hijo de Quinto Fabio Máximo, y el segundo hijo sería adoptado por un hijo del famoso general romano Escipión el Africano, y que llevaría el famoso nombre de Publio Cornelio Escipión Emiliano, el vencedor de Numancia y el general romano que arrasaría Cartago para siempre. Se divorciaría de su primera mujer Paulo, casándose luego con otra romana con la que tuvo dos hijos y una hija. Estos dos hijos varones murieron, sin embargo, en el año 167 a.C., uno con nueve años cinco días antes del magnífico triunfo que recibió su padre en Roma por sus éxitos en Macedonia, y el otro hijo de catorce años moriría tres días después de ese triunfo. Esta eventualidad suponía en Roma la extinción legal de la familia de Lucio Emilio Paulo. Moriría él mismo en el año 160 a.C. después de una larga enfermedad. Su fortuna era por entonces ya tan reducida (la de aquel gran conquistador de Macedonia) que apenas daría para pagar lo que quedaría de la dote de su segunda mujer.   En el año 1802 el pintor Peyron, derrotado artísticamente por el pintor David, pintaría entonces un cuadro en homenaje al cónsul romano Lucio Emilio Paulo. Fue todo un reconocimiento, mimético y empático, al que, como él, no sería cortejado por el tan azaroso, desconsiderado e injusto de los destinos históricos más misteriosos del mundo. 

(Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York; Óleo La muerte de Sócrates, 1787, del pintor neoclásico francés Jean-Francois Pierre Peyron, Galería Nacional de Dinamarca; Óleo Emilio Paulus y el último rey de Macedonia, 1802, Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de Budapest; Óleo clásico El paria Belisario recibiendo hospitalidad de un campesino, 1779, del pintor Jean-Francois Pierre Peyron, Museo de los Agustinos, Toulouse, Francia.)

18 de abril de 2021

Un Arte contemporáneo como reflejo espacial del dolor más individual y desesperado del mundo.



El Arte tiene resquicios innovadores por donde expresar casi siempre sus sentimientos estéticos. Cuando el Arte occidental comenzara su nueva senda en el Renacimiento, el único sentimiento viable por entonces para poder expresar aquel Arte que alumbraba poderoso fue el filosófico más clásico de la antigua Grecia. La Academia neoplatónica de Marsilio Fisino (1433-1499), creada en la Florencia de Leonardo da Vinci, aglutinaría ya una concepción filosófica platónica muy influyente para poder sostener así una estética revolucionaria novedosa como lo fue el Renacimiento, una creación artística extraordinaria nunca antes desarrollada ni vista de ese modo en el mundo. Por entonces la sociedad europea bascularía entre dos polos conceptuales estéticos muy opuestos: la belleza y la muerte. Una, la Belleza, culminada luego en el siglo XVI y basada en los planteamientos clásicos de la Grecia de Platón y de la estética posterior helenística tan primorosa. Otra, la Muerte, basada en el reflejo de la lucha por la supervivencia del ser humano en el mundo; pero no una lucha por la superación del individuo oprimido y vulnerable, sino más bien por la del más fuerte, la del más enérgico y poderoso. Los tiempos evolucionaron muy pronto en el Arte y la Iglesia Católica, en su concilio contrarreformista de Trento, fundamentaría los principios estéticos y éticos del siguiente siglo XVII. Así, el Barroco en el Arte triunfaría con la cercanía conceptual plástica, con el naturalismo preciosista y con la belleza sagrada o profana más excelsa y conseguida. El siglo de la Ilustración desacralizaría luego el mensaje estético y, ante la falta aún de sentimiento, volvería al renacer clásico estético más racional y predecible en el Arte. Sería el Romanticismo el que seguidamente destaparía el sentimiento, pero un sentimiento por entonces ajeno a la sociedad y profundamente arraigado en el individualismo personal más egoísta. Solo Goya alcanzaría a predecir un futuro estético muy diferente... El siglo XIX no sería acorde todavía en su reivindicación de una estética consecuente con el sentimiento más social de los humanos. Solo el Realismo Impresionista supo expresar el sentimiento con el fragor clásico de una estética consecuente. Y así hasta que el Arte Moderno pataleara con sus estridencias estéticas más extravagantes de comienzos del siglo XX. Pero, aun así los conflictos sociales de la primera mitad del siglo XX no pudieron ayudar al Arte a que expresara la verdadera esencia estética de aquella filosofía platónica de finales del renacentista siglo XV: articular la Belleza con algún tipo de sentimiento humano poderoso. Entonces era la muerte; ahora, en la encrucijada estética del siglo XXI, lo será la vida... Pero una vida que reivindique mejor el concepto estético como una nueva forma de sentimiento arraigado. Un nuevo sentimiento del hombre y de su destino en un mundo ya casi conquistado técnicamente en sus esencias reivindicativas necesarias, pero absolutamente ajeno y desolador aún en lo más íntimo y espiritual del ser humano y de sus misterios. Algo parecido a lo que aquella filosofía neoplatónica hubiese predicho cinco siglos antes, con su expresión excelsa en el Arte de la idea o el pensamiento hacia lo absoluto.

Sería el pintor impresionista Toulouse-Lautrec uno de los primeros creadores que transformarían la manera en la que el artista se acercaría al soporte físico de sus creaciones. Muchas de sus obras estaban situadas entre el boceto, el dibujo y la pintura. Aunque compuso muchos de sus óleos sobre cartón, el acabado de esos óleos no era el propio de un aceite sobre cartón. La razón era que el cartón que utilizaba Lautrec para sus obras estaba encolado. Aun así, no todos sus cartones fueron encolados para que el aceite no acabase absorbido por completo. Para el pintor impresionista el soporte era lo de menos. Utilizaría como soporte de sus pinturas madera, conglomerado, lino y hasta cortinas de prostíbulo francés. En la época de este pintor francés (1864-1901) se empezarían a utilizar en la creación de Arte técnicas industrializadas, como lo fueron las pinturas al óleo entubadas o las nuevas técnicas al pastel, la acuarela o el temple. Sería el temple realmente el soporte más utilizado por Lautrec para aplicar el óleo al cartón sin menoscabar ningún efecto plástico. Sin embargo, Toulouse-Lautrec utilizaría tanto la acuarela, el gouache, el óleo y el temple como una única técnica en sus obras impresionistas. Y esa única técnica, llamada mixta, acabaría funcionando muy bien en los albores del Arte Moderno más disruptivo de comienzos del siglo XX. El pintor Paul Klee (1879-1940) nacería en una familia de músicos alemanes. Así fue como en su infancia recibiría una de las mejores formaciones musicales del mundo. Sin embargo durante su adolescencia, en parte por la rebeldía propia de esa etapa personal y en parte porque para Klee la música de entonces (primera década del siglo XX) carecía de significado, decidiría dedicarse mejor a las artes plásticas. Trabajaría con óleo, acuarela, tinta y otros materiales combinándolos en un único trabajo estético. Sus obras expresaban poesía, música, ensoñación y hasta palabras... El Expresionismo nacería al mismo tiempo que su obra, donde Klee acabaría alternando el Surrealismo y la Abstracción. Pero no sería esa primera mitad del siglo XX la que retomaría el sentido reivindicador más inspirado de los efectos demoledores de la sociedad sobre el individuo. En la segunda mitad del siglo XX las filosofías moralistas, gregarias o sociales dejarían paso a una inspiración artística y filosófica que tendría al individuo desolado, tan solo al ser humano, como único sentido y como única determinación creativa o reivindicativa. 

El artista sevillano Álvarez-Ossorio Micheo es un ejemplo contemporáneo característico tanto de ese sentimiento renacentista como de esa reivindicación personal, esta misma que el expresionismo intentara en los albores del desesperado siglo XX. En esta pequeña muestra de su obra artística, observaremos la conquista, el sentimiento, la desolación, la fuga, el desvarío, la expresión, el acorde, la osadía y la armonía de unas formas imprecisas...  Es el resultado de todo un itinerario en el Arte que llevará a relacionar al individuo con su medio. No es posible la existencia sin una plataforma que la sostenga, del mismo modo que no es posible el Arte sin un soporte que lo exprese. Desde el Cubismo de Rivera y Picasso hasta el alarde anticipador de un genial Goya (en su obra desconcertante Perro semihundido), la obra artística de Micheo alcanzará una fascinación estética sorprendente. El mundo avanzará a veces sin consideraciones hacia lo que otros antes que nosotros tuvieron a bien entender como sentido. Pero, hay creadores, como es el caso de este artista sevillano, que han sido capaces de entrelazar vanguardia con tradición y hacerlo además sin alardes, sin pretensiones, sin confusiones tampoco. Con sentimiento. Con el mismo sentimiento que otros creadores antes que él expresaron como una forma de alarido estético impactante, poderoso, vibrante y esperanzador... Un grito expresivo que nos obligará a reflexionar sobre el sentido de la estética en un mundo que ha perdido ya todo referente con aquel sentido de Belleza de Ficino. Con una genialidad contemporánea original, pero, también, con los elementos estéticos de una expresión necesaria, Álvarez-Ossorio Micheo nos llevará al universo expresivo de la sutil y difícil relación de aquellos dos polos opuestos tan irreconciliables: el de la belleza y la muerte, o el de la belleza y la vida. Elegir uno u otro no es el sentido final del Arte. Por eso los artistas tan solo reflejarán el mundo, no harán nada con él. Un mundo que ellos, sin embargo, verán de una forma que siempre encerrará una pequeña, casi imperceptible, visión muy esperanzada, cálida y luminosa del mismo.

(Obras contemporáneas del artista José Luis Álvarez-Ossorio Micheo, año 2021, técnica mixta sobre cartón o papel: Calle Desolación; Desde la Atalaya; Sin Camino a Casa; Sector A9; Trazas en la Arena; La Huida; Colección Privada, Sevilla, España.)

4 de abril de 2021

El Arte, la historia y el amor acabarán relacionados en este mundo.


Fue el romano Plinio el viejo quien escribió sobre el unicornio por primera vez en el año 79 d.C., el mismo año que acabaría falleciendo como consecuencia de la erupción del volcán Vesubio. Plinio no se caracterizaba por su rigurosidad científica, dejándonos por ejemplo escrito esto: El unicornio es el animal feroz que más se resiste a su captura. Tiene el cuerpo de un caballo, la cabeza de un ciervo, las patas de un elefante, la cola de un jabalí y un solo cuerno negro de un metro de largo en medio de la frente. Su grito es un bramido demasiado profundo. Isidoro de Sevilla también  escribiría sobre el unicornio: Griego es el nombre de rinoceronte, que en latín viene a significar "un cuerno en la nariz". Se le conoce también como monóceros, es decir, unicornio, precisamente porque está dotado en medio de la frente de un solo cuerno de unos cuatro pies de longitud y tan afilado y fuerte que lanza por alto o perfora cualquier cosa que acometa. Es frecuente que trabe combate con los elefantes, a quienes derriba causándole una herida en el vientre. Es tan enorme la fuerza que tiene que no se deja capturar por cazador alguno; peroen cambio, según aseguran quienes han descrito la naturaleza de estos animales, se le coloca delante una joven doncella que se descubre su seno cuando lo ve aproximarse y el rinoceronte, perdiendo toda su ferocidad, reposa en él su cabeza y, de esta forma, adormecido, como un animal indefenso, es apresado por los cazadores. Es esta descripción, sin embargo, una metáfora extraordinaria sobre el amor. Se le relaciona, incluso, con Jesucristo, muerto también por una virgen... Así fue como el unicornio entraría en la leyenda cristiana occidental para describir la virginidad, la sumisión, el amor y la muerte. El Arte no podría dejar de lado esta fascinante metáfora del animal más extraño y fantástico que hubiera existido.

El Renacimiento resucitó la leyenda con las fragancias manieristas de los grandes pintores de finales del siglo XVI. Annibale Carracci, creador de la Escuela de Bolonia, sería contratado en el año 1595 por el cardenal Eduardo Farnesio para decorar el techo de su Camerino, una sala especial de su Palacio Farnesio en Roma. Este extraordinario palacio fue mandado construir en el año 1512 por su bisabuelo, el papa Paulo III, por entonces llamado cardenal Alejandro Farnesio. Cuando Eduardo encargó a Carracci el fresco de su palacio, el pintor boloñés llevaría consigo a su aprendiz Domenico Zampieri, conocido también como Domenichino (1581-1641). Carracci encargó entonces a Domenichino el fresco del gabinete del cardenal Eduardo Farnesio conocido como Camerino. En ese fresco Domenichino compuso su obra La virgen y el unicornio, una composición manierista de la leyenda de ese fabuloso animal fantástico, un ser mitológico que, tiernamente seducido, era acogido entre las faldas de una joven virgen. La belleza de la joven del fresco fue pronto asociada con la mujer más hermosa de Roma en tiempos del bisabuelo del cardenal. Giulia Farnesio fue la hermana de Alejandro Farnesio, que acabaría siendo luego el papa Paulo III. Esta mujer se casó muy joven con el conde Bassanello, señor de Bassanello. Este noble italiano no era físicamente muy agraciado, era estrábico y poco seguro de sí mismo. La belleza de Giulia fascinó, sin embargo, a otro poderoso de entonces, alguien que se acabaría fijando en ella inevitablemente, el papa Alejandro VI, el español Rodrigo Borgia. La hizo su amante hasta el año 1500, cuando Giulia tuviera ya para entonces demasiados años como para solazar el rubor amoroso de Rodrigo Borgia. Acabó falleciendo en Roma en la residencia de su hermano el cardenal en el año 1524, a los 50 años de edad. Diez años después Alejandro Farnesio se convertía en el papa Paulo III.

Este papa también tuvo su amante cuando fue cardenal en Roma. La identidad de la madre de su hija Constanza y sus hijos Pedro, Ranuccio y Pablo, fue desconocida durante mucho tiempo. Tiempo después, en una carta del escritor francés Rabelais a un obispo se mencionaba la identidad de la amante: una dama romana de la familia Ruffini.  Silvia Ruffini fue la amante del cardenal Alejandro Farnesio en los primeros años del siglo XVI. Un descendiente de su hijo Pedro, Octavio Farnesio, acabaría siendo duque de Parma y Piacenza. Este nieto de Paulo III se acabaría casando con Margarita de Austria y Parma, hija reconocida del emperador Carlos V de Alemania y su amante Johanna van der Gheynst. Fueron Octavio y Margarita comprometidos muy jóvenes, Margarita con dieciséis años y Octavio con quince. Ella no vería muy de su gusto al joven Farnesio, pero, cuando Octavio regresó herido de su participación en la española toma de Argel del año 1541, su desprecio de mujer se fue tornando poco a poco en un amor incondicional. Al fallecimiento de Octavio Farnesio en el año 1586 le sucedió su hijo Alejandro Farnesio, un general español que luchó en la famosa batalla de Lepanto, en Flandes y contra el poder francés en Europa. Se casó con la infanta María de Portugal y tuvieron en el año 1573 a ese cardenal que amaría tanto la belleza. Esto sucedió en aquellos años finales del manierismo romano y al advenimiento del Barroco, un estilo que apenas él llegaría a comprender, absolutamente seducido por los rasgos excelsos de una de las bellezas estéticas más extraordinarias que nunca jamás, ni antes ni después, se llegase a alumbrar en toda la historia del Arte occidental.

(Fresco La virgen y el unicornio, 1602, del pintor Domenichino, Palacio Farnesio, Roma; Detalle de un fresco del Palacio Farnesio, Historia de Ulises, Ulises y las sirenas, 1597, del pintor boloñés Annibale Carracci, Palacio Farnesio, Roma.)

11 de marzo de 2021

El último Renacimiento en el Arte fue el romántico más sutil del clásico Ingres.


 El Renacimiento fue una revolución artística habida a finales del siglo XV por unos creadores que volvieron sus ojos al esplendor clásico expresado en la cumbre del Arte griego. Entonces comprendieron los artistas italianos que la belleza no podía ser representada de otra forma. Fue una conmoción. Y Leonardo da Vinci, por ejemplo, la llevaría a lo más sublime en la representación de una modelo retratada con su Mona Lisa. Era la mirada, la forma autónoma de una modelo que tenía vida propia y a la que el pintor, si acaso, solo daría forma artística siguiendo las normas estilísticas del clasicismo. Fue un renacer, pero, también, fue una revolución. El Arte nunca había conocido la combinación tan completa de imagen, sentido, idea, concepto y filosofía...  Así hasta llegar a definir una manera de pintar que atravesaría la historia y mantendría esa práctica pictórica incluso hasta el siglo XVIII y más allá. Es cierto que el Barroco y el Rococó fueron manifestaciones artísticas primorosas para expresar otras cosas más que corrección, pero, sin embargo, el clasicismo se mantendría incólume y necesario para llevar una emoción artística a una expresión visual determinada. Pero también fue cierto que en la segunda mitad del siglo XVIII unos pintores atrevidos transformaron la expresión por completo llevando la pintura a una estética más allá de una plástica forma clásica de expresión. Fueron los prerrománticos, creadores que rompieron las normas y avanzaron rápidamente en el sublime gesto artístico de la composición, de la temática, de la abstracción, de la ensoñación y hasta de lo fantástico. Henry Fuseli (1741-1825) fue un claro ejemplo de ese tipo de creador revolucionario. Pero la historia del Arte pasaría por encima de ellos con la convicción de que lo expresivo no podría cortar radicalmente con la Belleza. El Neoclasicismo lucharía por disponer el puesto eximio de gloria artística, y lo haría entre finales del siglo XVIII y comienzos del siglo XIX. El pintor francés David sería un representante decisivo para la consecución y posesión de la mejor pintura clásica de aquellos años. 

Un alumno suyo, Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), copiaría su forma de pintar y llevaría a cabo retratos y obras históricas que ensalzarían la pintura clásica de su maestro. Pero los grandes creadores nunca se dejan llevar por la senda poderosa de sus antecesores. Ingres acabaría trastornado por la difícil posición de un artista cuando el mundo no admitiese otra forma que la clásica y correcta forma de pintar. Los retratos de Ingres fueron aclamados por su maravillosa expresión de belleza. Pero el pintor francés no acabaría de sentirse satisfecho. Y se arriesgaría Ingres al gusto del público, de la crítica y de sus maestros. Algo también, sin embargo, sucedía en el mundo del Arte por entonces que el pintor no pudo llegar a comprender del todo. Sólo sabría que la expresión de la belleza que buscaba tenía necesariamente que disponer de una distinción estética y revolucionaria, y eso a pesar del posible rechazo y de la incomprensión del mundo del Arte. ¿Qué fue lo que llevaría a un creador profundamente clásico a bordear una emoción romántica que apenas se vislumbraría aún en los lienzos más representativos de la segunda década del siglo XIX? La misma sensación que llevaría a Leonardo da Vinci, por ejemplo, a girar sus modelos perfectos con el sesgo grandioso de aquel Renacimiento. 

En su estudio de Roma compuso en 1806 el díscolo pintor una obra representativa de ese paso que fue el del Clasicismo al Romanticismo. Fue una revolución y un terremoto artísticos entre los cimientos arraigados de la creación pictórica. La reina de Nápoles de entonces, una hermana de Napoleón, Caroline Murat, le encargaría un desnudo de mujer con los mejores deseos de perfección clásica. Pero Ingres no pudo traicionar su sentido estético tan personal, ese que le llevaría a romper, apenas mínimamente, con el poderoso imperio clasicista de la época napoleónica. Su obra La gran Odalisca transformaría la estética clásica pero sin rasgar en exceso la forma aceptada de una belleza. Como sucediera en el Renacimiento con el Manierismo, alcanzaría Ingres a sublimar la belleza de una forma que acabaría siendo expresada por los inspirados efluvios de lo diferente... La modelo oriental de Ingres acabaría transformada, alterada, cambiada en sus dimensiones y rasgos por un impulso arrebatador de creación sublimada de belleza. El alargamiento de su espalda es tan evidente que la columna vertebral de la modelo dispone de tres vértebras más que la que una espalda humana contiene. ¿Rompería eso la belleza? ¿Llevaría la forma clásica de la mujer a alguna grotesca sensación chirriante? En absoluto. El genio de Ingres consiguió convertir una característica estética innovadora en una maravillosa forma de sublime belleza. Hasta el color lo matizaría con leves tonos ajenos a la grandiosidad establecida. También hasta su pintura revolucionaría un contraste, uno entre la perfecta dimensión de las formas de los objetos retratados con la manierista expresión de la modelo retratada. Con Ingres el mundo empezaría a comprender que la belleza no es exactamente la reproducción exacta y perfecta de la Naturaleza. Que la belleza humana, precisamente por ser humana, llevará siempre un rasgo diferenciador, un matiz peculiar, una imperfección, un cierto desequilibrio tan bello, excelso y arrebatador como el que una mirada enamorada experimentara al percibir los detalles, tan poco agraciados, de la propia belleza que ama.  


(Óleo neoclasicista y romántico del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La Gran Odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)


19 de febrero de 2021

El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.


Y creó Dios al hombre a imagen suya, a su propia semejanza lo creó, varón y mujer los creó... Así dice  en una parte del Génesis la leyenda que describe el misterio más grande de la humanidad. ¿Fue una creación o no lo fue? ¿Qué es una creación? Incluso una creación artística requiere de elementos previos no creados por su autor. Pero, sin embargo, es una creación. Y la diferencia entre un techo blanco, unos pigmentos y un pincel y la maravillosa Creación de Adán del extraordinario artista que fuera Miguel Ángel es abismal. No podemos obviar la prodigiosa peculiaridad ontológica que es la creación o el desarrollo del hombre. Aunque, la verdad, no es ningún dorado sortilegio muy especial todo lo que su ser representa. Porque su sentido irá desde la más oscura, alevosa, infame o taimada naturaleza hasta la más poderosa, noble, grandiosa o insigne forma de ser. La creación surgió de un aburrimiento, como casi todas las creaciones. Así debió ser probablemente la abstrusa particularidad de un suceso muy especial que transformó, totalmente, una parte del enorme universo poderoso tan incognoscible. Y así debió de ser la reflexión imaginada que, en algún momento de ese proceso indefinido, tuviese un posible metafísico creador:

"Estoy aburrido. Tengo y soy todo y, sin embargo, no consigo deshacerme de un pensamiento obsesivo que me ha surgido ahora de pronto. Es este: ¿cómo hacer para olvidarme de la terrible sensación de la satisfacción eterna, de la satisfacción permanente? Nunca había sentido que pudiera padecer algo así, de hecho nunca había sentido nada. La gravedad es desconocida para mí, lo que sucede es que, como lo sé todo, puedo llegar a entenderla aunque no participe de ella. Es por lo que no comprendo por qué ahora necesito experimentarla. Porque la gravedad es sentir cosas. Si yo no las siento, ¿cómo es posible que me abrume algo como el aburrimiento? Los universos se han producido o por error o por casualidad o por eliminación... Yo sólo mantenía mi propio deseo inicial. Esto es autónomo. Quiero decir, que se originan sin que mi voluntad consciente decida hacer nada. Es como una excrecencia. A veces los veo. No es que no los pueda ver y decida entonces hacerlo con alguno. Puedo verlos siempre. Lo que pasa es que los veo cuando quiero verlos. Cuando quiero es cuando percibo en detalle lo que sea. Pero son mundos tan aburridos. Esos universos no tienen nada que me haga disfrutar verdaderamente. Pero  es que tampoco me preocupa. No necesito disfrute como tampoco necesito gravedad. Pero me ha sucedido que en las percepciones de mi conciencia hay una rendija que se ha abierto lo bastante como para repensar en ellas. Esto antes no me había pasado nunca. Y en esa rendija pienso ahora absorbido por una nueva idea que me lleva a tener un sentido distinto de mí mismo. Y al sentir yo ahora, algo que antes no me sucedía porque no lo necesitaba, empiezo a no querer olvidar las percepciones. Pero estas son las mismas de siempre, porque todo es un gran maremágnum llevado por la necesidad cósmica. Cuando un mundo desaparece otro lo renueva. Van solos porque son así. Y el caso es que, por primera vez, estoy padeciendo un sentimiento inédito en mí. Estoy aburrido. No pensar es un privilegio máximo, es una prerrogativa mía que he tenido siempre. Por eso este nuevo acontecimiento me lleva a querer decidir lo que quiero. Cuando no pienso solo existo alimentado por la eternidad que fluye por mí como yo fluyo por ella. Es un estado de quietud eterna y serena inigualable. Los mundos son paisajes para mí, universos que combinan la placidez con el caos. Desde lejos, cuando los veo todos, son la perfecta maquinaria equidistante del centro que formo para ellos. Algunos mundos los preciso para ser asombrado a veces, otros no los necesito para nada. Pero el asombro siempre es el mismo.

Como ya he dicho, los mundos, los universos creados, son llevados por la necesidad, están obligados a ser lo que son de una manera deliberada. Yo los dejo así. Crecen y desaparecen por esa necesidad. No pienso en ello. Ahora lo hago por el acontecimiento que he sentido. Es por lo que sé que algunos son anteriores a otros. Esto me lleva también a pensar en el desarrollo del tiempo. Del tiempo, sin embargo, soy totalmente ajeno y extraño. Por lo mismo que en la necesidad, pienso ahora en él. Pero no me es posible comprenderlo más que como una característica de los mundos contingentes. Sin embargo, ahora que pienso, se me hace algo partícipe de mí, no por su determinación conmigo sino por sus efectos en los mundos que, a su vez, me asombran a mí. Pero este asombro es un juego de sorpresas cataclísmicas. Percibo cómo se desplazan y chocan entre ellos. Las explosiones son estocásticas y descubro sus destellos con deleite porque, pudiendo adivinarlas, dejo las marañas de mi sentido poderoso ajenas a la necesidad universal. Pero, pueden ustedes entenderlo, cuánta sorpresa necesitaría yo para aliviar una incapacidad inmensurable de asombro... No, no me es dado asombrarme con lo infinito ni con lo universal ni con lo poderoso. Porque todo eso soy yo. Esta sensación nueva y reflexiva me hace plantear cosas. Cuando se está sin pensar solo mantienes el sentido de la voluntad eterna de los mundos. Pero cuando piensas tienes tu propia voluntad. Es cuando haces que lo percibido sea reconocido como propio. Cuando solo ejerzo un poder absoluto, por no estar sujeto a contingencia ni a caos ni a dependencia ni a necesidad, no hay nada que hacer, no tengo nada que hacer. La perceptividad para mí es a elección. Las formas en que se percibe, también. Por eso dejo que sea siempre en diferido lo que no me interesa, que es la mayoría de las veces. Estando así, ensimismado en mis pensamientos, llegué a idear una creación diferente... La contingencia de los mundos era una forma de libertad, pero los mundos universales cataclísmicos no deciden desde una reflexión meditada sino desde una obligación necesaria. No hay reflexión si no hay pensamiento. Y entonces me sedujo... Era algo arriesgado hacer un mundo donde el pensamiento pudiera prosperar. Pero, no había lugar para la preocupación cósmica. Las fuerzas de la voluntad universal eran suficientes para controlar toda esa nueva creación especial. Quiero que se desarrolle según las mismas leyes de las cosas universales. Sólo dejaré o condicionaré lo que sea preciso para que prospere. Lo demás será libre de ser. Sujeto por supuesto a la necesidad, pero con un sentido de libertad que permita distinguir un mundo estocástico de los abundantes de uno asombrado de belleza. Por eso la reflexión surgirá de ahí. Quiero que exista la misma forma de pensamiento que ahora me abruma con sus efectos. Dejaré que se desarrolle libre. Así lo haré. Y, ahora que lo pienso, me seducirá en mis momentos de tedio y aburrimiento. Pero, sobre todo, me asombraré percibiendo las nuevas y contradictorias formas de la voluntad reflexiva que alcancen a tener. Con su insignificante poder universal, dejaré así que con su libertad esas formas puedan llegar a lo que quieran, aunque siempre se equilibrarán por sus interrogantes y sus angustias temporales. Será divertido. Tal vez así consiga, por fin, abandonar, definitivamente, mi aburrimiento."

Cuando la bella y noble Vittoria Colonna murió en el año 1547, dejaría a Miguel Ángel en un profundo y desgarrado dolor. Ella se había matrimoniado muy joven con el marqués napolitano, de origen español, Fernando de Ávalos. Fernando caería mortalmente herido en el año 1525 en la histórica batalla española de Pavía, donde los ejércitos del emperador Carlos V ganaron a Francia en una extraordinaria lucha sobre Italia. Se salvaría ella entonces del terrible hecho personal refugiándose en un impulso espiritual que la llevaría a comprender la necesidad de mejorar el catolicismo. En el año 1536 conocería al gran Miguel Ángel que, apasionado, se inspiraría poéticamente en ella. Para el gran artista italiano ella era un espíritu divino, un ser especial representando la mayor idealización de la serena belleza. Confesaría Miguel Ángel a su biógrafo Ascanio Condivi años después: sentí haberla dejado partir sin haberle besado antes la frente ni el rostro como luego, sin embargo, besaría su mano en su lecho de muerte. Al pintar la Creación de Adán Miguel Ángel situaría a Eva al lado justo de Dios con los ojos muy abiertos, mirando ahora a Adán siendo creado. Para la teología sagrada católica era una incorrección establecer la simultaneidad en la creación de ambos seres humanos. Incluso, Dios habría creado antes a Eva y le habría dado la lucidez suficiente como para comprender ese espíritu especial que, aún, no habría entregado todavía a Adán con la fuerza digital de su mano poderosa. En ese gesto trascendente, Dios habría otorgado al hombre entonces el motivo de la autorreflexión, de la libertad decidida, de la capacidad de asombro, o de la fuerza personal para dejar de ser tan solo una mera formación de materia aleatoria. El gran artista renacentista había imaginado así la representación estética que suponía lo más misterioso de la creación: el ser humano. Para ello compuso por entonces a Dios entre el hombre y la mujer como un vínculo, como un mensajero, como una neuronal forma poderosa de consentimiento... Tal vez, como una inevitable solución salvífica para algún que otro aburrimiento.

(Detalle del fresco La Creación de Adán, 1511, del extraordinario artista renacentista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)

9 de febrero de 2021

La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.

 



Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.

Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte. 

El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia. 

(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)

6 de febrero de 2021

La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo sin necesidad de verlo.

 


Una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene es la de hacernos sentir cosas que no correspondan exactamente a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen del mundo. La auténtica percepción del Arte hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan equivocados. Sólo la poesía y el Arte lo consiguen. Es una experimentación física imposible lo que hacen inspirados. Sin embargo, eso mismo es una de las cosas que nos hacen humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de imaginación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir lo conseguirán igual. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es y, sin embargo, acabará siendo. Es una forma de representación que sobrepasa el horizonte previsible y real del mundo. Algo que no es posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal fue aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra diferente? A hacer, por ejemplo, que la realidad fuese solo una palabra auxiliar de algo que no tuviera nada que ver con la realidad íntima del sujeto. Cuando vemos la obra clásica del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observamos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica tan manida. ¿Quiénes son esos seres que, abrumados, han convertido su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz de poder transformar ahora una desesperación en una esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio para comprender la verdadera razón de dos seres tan distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos a descubrir el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vaga aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible. ¿Cómo habrán sido los hechos del Universo para que nada sea responsable e inocente al mismo tiempo? ¿Son esos hechos lo real, son lo auténtico? ¿Qué sutil cosa puede ahora ayudarnos a comprenderlo?

El sentido estético representado por el pintor de una leyenda tan confusa, hace que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que sería creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal y misterioso. Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar o expresar es pertenecer así a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer que representa el ser calculador y realista. Ese canto salvífico no es una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra plegaria que no pide nada ni trata de transformar nada con su expresión sincera. No, ahora lo que se obtiene con esta plegaria es como lo que decía un antiguo verso romántico del poeta Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro...  Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio y transformó así una mera circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrecerá con su sobrio estilo clasicista. A que no acabemos de comprender hasta que nuestros ojos dejen de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento sino asumir lo humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo acompasado que dos seres al menos puedan llegar a tener para aferrarse a la vida. No hay en esta imagen pictórica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico o de desarraigo improductivo o de desolación espantosa.

El filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento, a la vez que el más prodigioso canto de esperanza:   Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte. Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre.  Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo. "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos. En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes. Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí.

(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)