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30 de abril de 2018

La sutil geometría del Arte es invariable a pesar de la evolución de las tendencias.



¿Qué definió Leonardo da Vinci de la estructura del Arte? Pero, sobre todo, ¿qué relación meta-artística sobrecogería a los grandes creadores para entrever en sus obras la ideación geométrica más sutil o inevitable? El manierista Tiziano compuso a mediados del siglo XVI una versión de la mítica leyenda de Marte y Venus ahora con la apasionada estilística renacentista. Su composición es sublime, absolutamente bella y definitiva para el Arte más clásico. Los amantes clandestinos (Venus estaba unida a Hefesto pero acabaría enamorada de Marte) son aquí entrelazados desde una visión artística sugerentemente original. Es Venus sobre todo quien es retratada en la diagonal más resolutiva del cuadro. Marte solo perfila una mínima parte en el lienzo manierista: el perfil de su cabeza ladeada y su brazo derecho son de él ahora lo único visible. No abraza a Venus sino que apenas la roza, porque la diosa renacentista no puede nunca ser alterada en su excelsa figura tan desnuda y divina. Sutilidad de manierismo delicado o principios estéticos refulgentes de cierta caballerosidad erótica renacentista. Pero el pintor debe manifestar en su obra, sin embargo, la pasión y la entrega más ardientes. En la mirada atenta y fervorosa y en su mano derecha abrazadora, Venus atiende a la consecución de una entrega decidida de ella. En la posición de la mano de su brazo poderoso, Marte determina la pasión más incontenida, aunque ahora ésta muy subliminalmente manifiesta. 

Pero la geometría artística de Tiziano está aquí insinuada ahora en el ángulo recto que forma el brazo derecho de Venus sobre el hombro de Marte. Es tan recto el ángulo, tan perfecto y delineado, como la armonía renacentista obligara siempre en su diseño artístico. Ahí está el ángulo recto para modelar la sensación incontenida de un estilo manierista ante la pasión, también incontenida, de esta leyenda. No puede el pintor más que situar a Cupido levitando con su flecha al otro lado de los amantes. El resto es pasión poética y mitológica, una dialéctica amorosa señalada ahí entre los trazos esbeltos del genial Tiziano. Así, de forma tan decidida, compuso el creador veneciano su ángulo recto sobre el brazo enamorado de ella. Podía haberlo inclinado un poco, podía tal vez haber mostrado un poco de incontinencia pasional. Pero, no. El renacimiento desconsiderado no era una opción para el pintor, como tampoco era una opción no buscar la geometría perfecta. ¿Qué ojos no ponen un maravilloso interés en el perfil delimitado por la ortogonalidad más armoniosa de una figura tan esbelta? El pintor remarca además el contorno del ángulo en Venus para dar más fortaleza a su figura tan recta. Cuatrocientos años después el Arte volvería a magnificar los volúmenes geométricos. El Postimpresionismo lo descubriría entusiasmado antes incluso. El Cubismo lo revolvería muy necesitado después. 

Y Picasso lo llevaría a su mayor genialidad compositiva en su personal tendencia modernista, sea cubista o no. En el año 1925 pinta a su hijo Pablo como un Pierrot, demostrando entonces la intemporalidad más genial del Arte en sus tendencias. Ahora, lejos de aquella amalgama de belleza desmesurada renacentista, Picasso busca la armonía equilibrada más sublime para el nuevo Arte que llegaba. Las líneas rectas determinan también la composición compacta de su obra moderna. Los rectángulos delinean el fondo simple y modelado de ese cuadro. Pero es ahora un triángulo el formado aquí entre las dos piernas del niño retratado. Es ese que configura dos triángulos rectángulos con un ángulo recto... tanto como lo fuera aquel renacentista. ¿Dónde se simboliza el lenguaje artístico entre estas dos tendencias tan diferentes? En la geometría configurada por el deseo de los creadores de buscar resortes en que apoyar el equilibrio para sostener un sentido artístico. Sin él no es posible componer nada que alcance una cierta belleza modelada. Por muy pequeña que sea, por la mínima expresión incluso. La geometría artística acompañará siempre la belleza sublime más desmesurada, aunque apenas se vislumbre -como aquel ángulo recto manierista- absorbida ahora por la sutileza grandiosa de una perfilación tan ensoñadora. 

(Óleo Marte, Venus y Cupido, 1550, del pintor veneciano Tiziano, Museo de Historia del Arte de Viena, Austria;  Lienzo Paulo en Pierrot, 1925, del pintor español Picasso, Museo Picasso, París, Francia.)

24 de febrero de 2018

El Greco se adelantaría al Arte moderno, al contemporáneo y cualesquiera otro evolucionado del mundo.



Hay una forma eficaz de ver las cosas artísticas: simplemente se miran y se percibe ahora si atraen, gustan y si nos transmiten algo. Pero, no nos podemos quedar tan solo en eso. Sin tener en cuenta el contexto, su tiempo histórico y sus circunstancias no podremos saber, es decir, comprender en su totalidad, lo que la representación artística nos comunique especialmente para clasificarla o valorarla sin error. La obra de Arte La Anunciación de El Greco del año 1600 y ubicada en el museo de Bellas Artes de Budapest, es una de las muchas obras que el pintor manierista hiciera de esa temática sagrada. ¿Solo sagrada? La estética de este pintor extraordinario es, sin embargo, inclasificable. Vivió en el paso de un Arte sofisticado a un Arte natural. Y llevaría las dos características a una representación genial en los últimos años de su vida. Las dos, la sofisticada y la natural, la manierista y la barroca. Porque el Arte es también combinación, amalgama, universo; es totalidad en lo particular, es contraste, es belleza ubicada y desubicada, es sensibilidad y riesgo estético.  En esta obra particular -de la temática sobre la anunciación de María hizo decenas de cuadros, todos distintos- alcanzaría El Greco la mayor sublimidad para una temática tan sagrada como esa. ¿Cómo se pudo pintar con esa liberalidad colorista y esa simpleza compositiva a finales del siglo XVI?  Porque en ese momento histórico el Manierismo era lo más avanzado a que se había llegado en el Arte. Y se aceptaría a medias esta obra tan innovadoramente heterodoxa. Pero entonces, con esta obra tan expresionista de El Greco, ¿hacia dónde se dirigía el Arte? Fue imposible llevar a cabo por entonces ese avance  estético. Cuando el pintor muere en el año 1614 se acabaría un alarde expresionista tan precoz en el Arte.

Fijémonos bien en esta obra universal. En ella está todo lo que es el Arte, también está toda una epifanía monumental de una estética novedosa para el mundo. Y una forma de libertad... ¿Existió un creador más libre artísticamente que El Greco? ¿Quién se hubiese atrevido a pintar de ese modo tan extraño en pleno año 1600? En el siglo XX vale, pero, ¿en el siglo XVI? Imposible. Hay muchas obras así de El Greco, casi todas genialmente extraordinarias. Pero esta pequeña obra encierra entre sus bordes una genial obra maestra del Arte universal. Porque es una representación sagrada y no lo es. Es una obra sofisticada y no lo es. Es una obra natural y no lo es. Es todo eso a la vez. Parece tan simple la obra, pero esta simpleza la hace más genial aún. Más con menos, la máxima soberbia del Arte. ¿Qué vemos ahí? Traduzcamos un poco la obra, mejor dicho, interpretemos la genialidad de esta obra manierista. Hay dos figuras humanas ahí representadas. ¿Humanas? Sí, humanas, aunque una no lo sea tanto. Pero, sin embargo, lo parece ahora aunque sea el ángel Gabriel el que, según la iconografía, está anunciando a María su maternidad divina. Representa ahora una figura muy humana por su gestos. Por otro lado está la representación de María, aquí una mujer tan normal y vulgar como sus vestimentas y gestos puedan serlo. Ambos personajes se están ahora comunicando entre sí. Esta es una antropología decisiva en la obra: los seres humanos se comunican, se expresan, se transmiten mensajes y se relacionan con un lenguaje. María además está leyendo un libro: la representación cultural de cualquier experiencia -interior o exterior- muy humana transmitida ahora por un escrito. 

Sociedad y cultura pero sin olvidar la trascendencia del mensaje iconográfico. Aquí es representada esa trascendencia por la volatilidad de lo místico en las alas del ángel y la paloma, símbolos de lo elevado que alcanzará la altura suficiente como para pasar a otra esfera superior. Pero, nada más. Esas alas, curiosamente, son los únicos elementos más naturalistas -pintados más conforme a la naturaleza realista- del cuadro de El Greco. Bueno, no. Hay dos cosas más que están también así pintadas: el jarrón y las tijeras del cesto. El resto está todo transformado por la deformación sublime anamórfica de El Greco. Todo eso además hay que combinarlo en la obra para que la estética que representa alcance su culminación artística más extraordinaria. Lo que hace a este Arte más genial para haber podido avanzar sin menoscabo. Por eso el Arte Moderno no consiguió prosperar tanto como este. Porque el Arte de El Greco no moriría nunca bajo las lozas veleidosas del gusto artístico. Por otro lado, el Arte más comprendido es también una expresión luminosa del mundo conocido. Y el mundo natural que conocemos por nuestros sentidos es reflejo de un haz poderoso de luz que producirá colores, y éstos, luego, serán así el contraste maravilloso con el que poder distinguirlos. Porque para que distingamos además las cosas en el mundo natural necesitaremos del color, ¿da igual el que sea o no? El cielo es celeste, de acuerdo, pero no especialmente así, tan fragmentado, como lo veremos ahora configurado apenas con unos trazos en el lienzo manierista. Sin embargo, el atril de lectura de María es marrón como lo es el tono de la materia natural con lo que está hecho, la madera. Todo eso es parte de la combinación mezclada y contradictoria de la obra. Ilusión y razón, abstracción y sentido. También el contraste entre las cosas inferiores -las que están pintadas abajo- y las superiores -las que se representan arriba-, es decir, que el naturalismo pictórico brillará más en la mitad inferior y la sofisticación manierista-expresionista lo hará mejor en la superior.

Simpleza y combinación sublime. Color y simbología mística. Metafísica y terrenalidad. Diálogo y silencio. Misterio y transparencia. Incluso ritmo. Sí, hay una música vibrando en esta obra manierista. El ángel parece sostener una melodía sublime a la que ella responderá luego con su tino.  Si vemos la obra al pronto, ¿qué sentimos? ¿No sentimos acaso una paz tan sosegada que, apenas nos recuperemos de ella, pensaremos que no existe otra cosa en el mundo capaz de sentirla así? Pero, también está lo inferior para recordarnos ahora que somos seres mortales, sufrientes, caducos, oscuros y efímeros. Que solo elevándose uno de sí mismo y de sus miserias -con el Arte por ejemplo- es posible la felicidad o el sentido más placentero de la vida. Da igual hacia dónde se eleve uno, con tal de hacerlo. En el lienzo de El Greco la mano del ángel sostiene ahora una dádiva comunicativa prodigiosa. Deberemos trasladar nuestra capacidad vital hacia algún sentido trascendente, sea el que sea, con tal de que la vida nos justifique así cualquier sentido inteligente para vivirla. Todo eso transmitirá la obra de Arte de El Greco. Nos lo expresa el pintor especialmente además con sus colores sorprendentes, antes de que Rembrandt nos asombrase luego con los suyos. Pero aquí, a diferencia del bello detallismo barroco del holandés genial, hay un sentido de dualidad místico-terrenal en forma de colores y trazos expresionistas. Colores y gestos relacionados con la deformidad y naturalidad de sus trazos atrevidos o con la simpleza estética más elaborada y universal de todas las habidas.

(Óleo sobre lienzo La Anunciación, 1600, del pintor El Greco, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría.)

16 de febrero de 2018

La inexpresividad de la Belleza o el Arte sublime de El Bronzino.




La Belleza es inexpresiva casi siempre para poder serla. Para que la representación estética de un rostro, por ejemplo, sea llevada al máximo de su sublimidad armoniosa, es preciso que ningún rasgo de expresión emotiva sea señalado en el lienzo. El Renacimiento, y su mayor tendencia artística sofisticada, el Manierismo, entendieron que así debía ser representado un rostro humano para alcanzar a rozar la belleza más extraordinaria. ¿Cómo se puede componer una belleza sin rasgos expresivos? Porque qué la hace única, especial o definida si no dispone de algo reseñable o contrastable que la distinga. ¿No es distinción la Belleza? La vulgaridad, lo opuesto a la Belleza, ¿no es precisamente lo no-exclusivo o lo indistinguible? Y si todos los rostros representados devienen en un matiz plano y monocorde de gestos emotivos, ¿dónde está entonces el sentido elogioso de inexpresividad de la Belleza si ésta, para representarla, necesita siempre distinguirse de lo vano? Aquí abordaremos ahora el sentido estético más sublime del Arte de la Belleza. Porque además no es el Arte manierista un ejemplo fiel de belleza humana naturalmente manifiesta; es, a cambio, una disposición sin sentido armonioso de la proporción paradigmática más idealizada de Belleza. 

En el año 1540 el pintor florentino Angelo Bronzino (1503-1572) compuso su obra de Arte La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel. Este creador siempre buscaba representar la Belleza perfecta. Ante un cadáver pintado -como por ejemplo su Descendimiento de Cristo- El Bronzino no pinta a un muerto sino a una estatua brillante y floreciente; ante una escena de dolor desgarrado no compone ningún motivo atroz para distinguir los rasgos dolientes; ante cualquier otra forma de representación humana versaría el pintor hacia la composición proporcional, límpida e indolora de la expresión más inexpresiva. Hay que atreverse a pintar el impávido rostro de la Madonna para llegar a demostrar, bellamente, que la mayor representación de la Belleza debe ser inexpresiva. Sin otra cosa que maestría armoniosa en un semblante ahora detenido y sin expresión alguna. No hay aquí una mirada definida en los ojos de la Madonna, ésta se pierde sobre los márgenes manieristas de la obra. Los personajes son aquí extrapolables, es decir, pueden extraerse de la obra sin menoscabar el resultado final, porque todos ellos son independientes, no tienen comunicación ni interactúan entre sí. Salvo uno: el pequeño niño Juan el Bautista. Es el único retratado que apenas interactúa con su mirada y es tocado -percibido o comunicado- por la mano de la Madonna. Esto es una necesidad iconográfica sagrada: un personaje tan inferior -situado en la parte baja del lienzo- no puede marginarse más sin peligrar la armonía del conjunto. 

Hasta con ese detalle secundario -la posición marginada del niño Juan Bautista- el pintor equilibrado, sereno y armonioso del Manierismo consigue la proporción necesaria para no desvirtuar el sentido de su obra. Pero, nada más. Porque no es posible incluir a cuatro personajes en el mismo plano sin desajustar en algo el conjunto. El pintor debía componer la representación sagrada así, incorporando a la escena de los altos personajes -la Virgen y Jesús- los secundarios de esa leyenda sagrada -Juan el bautista y su madre-.  En el caso de Juan, hemos descrito su posición y su sentido. En el de su madre Isabel, el pintor compone los rasgos de un rostro envejecido. Es la belleza de los dos principales personajes la que El Bronzino representa sin discusión estética alguna: no expresan otra cosa que impida reflejar la Belleza perfecta. Sin embargo, el pintor debe seguir buscando la armonía del conjunto. En un caso el pequeño niño-dios mira la cruz que sostiene, no a su madre, aun a pesar de situar su mirada confusa ante su madre. Y su madre, decidida, no mira ahora hacia cosa alguna definida, sino hacia la nada más indeterminada de una vaga metáfora misteriosa. Sin gesto, sin definición, sin sentido, sin diálogo estético, sin ningún matiz, ni convergencia. Nada. No hay nada que mirar, ni que sentir, ni que expresar en el lienzo manierista.  Salvo Belleza...

(Detalle del lienzo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino; Óleo La Virgen con el Niño, San Juan y Santa Isabel, 1540, El Bronzino, National Gallery, Londres.)

28 de julio de 2017

La sagrada belleza erótica fue desconsagrada en los albores de la ilustración francesa.



La belleza más erótica y conseguida de la mujer fue llevada al Arte desde siempre. Pero durante el Renacimiento y el Barroco los pintores tuvieron que acudir, inexcusablemente, a la representación más sagrada de esa belleza para poder justificarla estéticamente, fuese ésta religiosa o mitológica. ¿Hubo algún retrato no sagrado de mujeres bellas en el Renacimiento? Sí, por supuesto. Los pintores gozaron por entonces una estremecedora libertad estética al poder ellos exagerar, sin temor, una belleza femenina extraordinaria. Manifestaban esa belleza a través del desdén o del gesto sugerente y atractivo -propio de lo satisfecho o de lo ocultamente deseado- sin menoscabar la osadía de extralimitarse al expresar una belleza prodigiosa. Lo hicieron también en los años siguientes -siglos XVI y XVII- gracias a la formal, estereotipada y perfilada -el perfil es menos sugerente que el frontal o medio-frontal- forma de retratar un bello rostro femenino. En el Barroco los creadores sintieron la necesidad de expresar un ferviente erotismo sutil, un gesto liberal sofisticado, pero tan sólo con personajes sagrados como la Magdalena evangélica, una iconografía con la que podían transgredir el pudor exigente de la época. 

No hubo retratos no sagrados de hermosos rostros sugerentes ni bellezas profanas de cuerpos desnudos en el Arte hasta que llegó la Ilustración a mediados del siglo XVIII. Francia fue el primer lugar donde los artistas comenzaron a sentir la necesidad de representar rostros laicos, de personajes anónimos o conocidos, en las obras más sugerentes y menos sagradas de la historia. El pintor francés Jean-Baptiste Greuze (1725-1805) tuvo la suerte de que su tendencia académica -la definición del Arte perfecto- le ayudase a representar, sin estridencias, la mejor belleza erótica que de una mujer el Arte clásico pudiera hacer. Pero, no sólo se conformaría con la belleza, Greuze alcanzaría a transmitir la misma sensación estremecedora que, en los momentos álgidos de belleza erótica renacentista o barroca, los pintores consiguieran solo componer con lo sagrado. Greuze haría así lo mismo con la belleza no consagrada, la más mundana o más frívola. Algo que la Ilustración y la liberalidad de las costumbres de entonces pudo llegar a conseguir en una sociedad que caminaba hacia una laicidad, en el Arte y en la vida, no conocida desde siglos antes. 

Cuando Angelo di Cosimo di Mariano, también conocido como El Bronzino (1503-1572), quiso alcanzar la belleza que sus maestros (Leonardo da Vinci, Miguel Ángel o Rafael) habían logrado años antes, pintaría rostros manieristas con la grandeza que su tendencia nunca hubiese alcanzado sin su alarde. Y pintaría madonnas con la sagrada belleza de lo mundano o de lo más sugerente. ¿Qué sagrada belleza es esa que unos ojos entornados transmiten rodeados de un cabello pelirrojo, el más erótico de todos? ¡Qué rostro y gesto más atractivo de una madonna en el Arte! Porque esta es la sensación que tendremos al admirar la obra Sagrada Familia con santa Ana y san Juan -El Bronzino, año 1550- y apreciar la imagen de la madonna con la connotación de expresar un semblante hermoso más laico que sagrado. ¿Cómo no amar esa sagrada belleza...?   La Contrarreforma también conseguiría, gracias al manierismo de El Bronzino, desarrollar una teología muy efectiva por entonces. Pero más de doscientos años después, en el revolucionario año 1790, el pintor más exigente de belleza clásica retratada de un rostro femenino, Jean-Baptista Greuze, conseguiría obtener esa sagrada belleza de antes, pero, ahora, desde presupuestos menos sagrados, más laicos y vulgares que el Arte clásico pudiera realizar.

En ese año 1790 pinta su retrato Busto de una joven llamada Virginia. Greuze logra alcanzar una divinidad extática sagrada con la sencilla belleza desconocida de una vulgar joven cortesana. Ahora el Arte sí podía permitirse componer un rostro transformado estéticamente, alterado por la emoción de un gesto muy humano sublimado de belleza. Una belleza que antes solo con santas sagradas pudieron permitirse los pintores para acercar un sentido sugerente de belleza al ojo del que lo mirase. Pero en el año 1790 el mundo había cambiado para siempre. El pintor francés realizó su obra sin pudor, sin dudar, sin preocuparse de otras consideraciones que las propiamente estéticas. ¿Cómo no admirar, desear o amar ese rostro vulgar y desconocido, a pesar de titular el pintor el cuadro con el sagrado nombre de Virginia? Virginia, epónimo de virgen sagrada, ajena a toda belleza terrenal o distinta de la trascendente. Ahora el Arte desconsagraría la belleza de antes, sin calificaciones o determinaciones diferentes a lo que la belleza pudiera tener o sentir cuando no se mediatiza. Porque ya no interesaba en el Arte quién era, qué representaba o qué sentido tenía la belleza. Ahora era tan solo belleza. Desconocida, entregada, permitida, asombrada, soñadora, eterna, iluminada, deseosa o condescendiente belleza.

Diez años antes Greuze pintó su obra clásica El sombrero blanco. En ella vemos el retrato de una joven correcta con un elegante sombrero blanco. Una mujer hermosa y distante, con la formalidad propia del típico retrato clásico. Pero el pintor incluyó el detalle osado del pecho izquierdo desnudo de ella. Esta sutileza artística erótica fue extraordinaria: había que componer de alguna forma un erotismo, pero no había por qué desgarrar la belleza clásica. Un siglo antes los pintores podían hacer lo mismo, expresar alguna sutileza erótica, pero por entonces tan solo de una sagrada belleza permisible: la de Magdalena penitente. El pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia (1649-1704) fue uno de los pintores barrocos más interesantes que haya tenido España, y, sin embargo, de los más desconocidos. En el año 1670 pinta su obra Magdalena penitente, un lienzo barroco que fue atribuido a él doscientos años después, tan desconocido llegaría a ser el pintor en la historia. Nunca más pintaría una obra así, tal vez esto influyó también en su desconocimiento. En su lienzo compone una magdalena sagrada con el erotismo profano de otras épocas. No es una santa lo que vemos porque no lo parece. Pudo pintar la obra de ese modo tan erótico porque la tituló Magdalena penitente. Solo por eso. El cuadro, sorprendente para la época y el país que lo crease, acabó siendo atribuido a otro pintor español -Mateo Cerezo, quizá por haber compuesto otra magdalena sugerente en el año 1661- y comprado por uno de los ilustrados españoles más reformistas del siglo XVIII, Jovellanos. Una curiosa circunstancia del Arte: que la belleza erótica más atrevida del barroco español acabase entre los muros avanzados de un español ilustrado un siglo después. Y como lo fuera también aquel pintor francés que, decidido, consiguiera llevar la belleza sagrada de lo divino hacia la menos sagrada belleza de lo más terrenal, erótico o sugerente.

(Óleo clásico del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Busto de una joven llamada Virginia, 1790, Colección Privada; Detalle del cuadro manierista del pintor italiano El Bronzino, Sagrada Familia, 1550, Museo de Historia del Arte de Viena; Cuadro Barroco del pintor español Francisco Ignacio Ruiz de la Iglesia, Magdalena Penitente, 1670, Museo casa natal de Jovellanos, Gijón, Asturias; Óleo El sombrero blanco, 1780, del pintor francés Jean-Baptiste Greuze, Museo de Bellas Artes de Boston; Lienzo manierista Sagrada Familia con santa Ana y san Juan, 1550, El Bronzino, Museo de Historia del Arte, Viena.)

14 de enero de 2017

El Arte manierista interpreta lúcido la representación imposible e inútil de un efecto estético.



Pero ese efecto estético es más que una expresión de belleza, es una declaración de intenciones expresada en un mensaje tácito -por tanto dejado fuera de signos comprensibles y transmisibles- para mostrar la contradicción de las cosas que los humanos sean capaces de hacer con su vida a veces, aun a pesar de las pocas razones que suponga afrontar un destino así de incomprensible. ¿Qué otra tendencia artística hubo mejor que el Manierismo para representar una contradicción como esa? La Belleza fue a principios del siglo XVI un concepto estructurado, desarrollado, argumentado y sustentado con un sentido ideológico y plástico para justificar, con ella, toda forma de expresión artística. En el año 1539 finalizaría el pintor italiano Francesco Primaticcio su obra El Rapto de Helena en Francia. Había sido uno de los muchos pintores italianos llevados a Francia para ejecutar el sentido extremo de belleza con esta nueva y arrebatadora tendencia renacentista, el Manierismo. El famoso relato homérico descrito en La Ilíada cuenta cómo la ciudad de Troya fue asediada durante muchos años -casi diez- por haberse atrevido los troyanos a raptar a la bella esposa de un monarca griego. Ese fue el relato, pero, ¿fue un relato mítico o histórico? No se tienen certezas históricas de ese hecho relatado por Homero. Sus personajes fueron durante siglos héroes míticos incluso, pero, sin embargo, ¿nos costará creer que los hombres cometan esas cosas tan absurdas para conseguir sus deseos irrefrenables?

En este extraordinario lienzo manierista vemos a Helena en el centro de la composición llevada en volandas por varios troyanos en una escena desmedida. Desmedida porque, ¿quiénes son todos esos seres que aparecen tan aglutinados y caóticos como para poder entender bien la obra y relacionarla con el famoso rapto? Desmedida también porque más que un rapto parece una batalla donde unos -griegos- y otros -troyanos- están luchando enfrentados. Imposible entender que un rapto troyano fuese posible llevar a efecto enfrentados como están éstos ahora -tan pocos- en suelo griego y rodeados aquí por tantos griegos. Pero el Arte, y menos el manierista, no se dejaría guiar por razones lógicas o realistas para expresar la visión de un relato, mítico o no. Y siguiendo con el planteamiento inicial, ¿hay en este lienzo manierista algún mensaje ahora, aunque éste sea tácito? ¿Y qué mensaje es ese? Pues el descrito al principio: la contradicción humana en tratar de resolver un problema creando otro. Los troyanos habían ido a Grecia para firmar una paz entre sus reinos y consiguieron justo lo contrario, algo mucho peor incluso que la inestabilidad que tendrían antes de firmarla. Pero, en el Arte, ¿cómo expresar todo eso con los rasgos nuevos de una manera de pintar diferente -la manierista- llena de alarde y espíritu eterno de belleza, cosas que, serenamente, traspasan ahora el propio cuadro e incluso la propia y ridícula leyenda griega?

En la escena pictórica manierista hay una aglomeración de seres que están divididos y mezclados sin orden en una imposible secuencia traducible. Del pintor solo podemos elucubrar qué quiso representar con cada personaje anónimo que retrata en su obra. Porque sólo tenemos claro quién es Helena, del resto nada. ¿Quién es y qué hace esa otra bella mujer desnuda y solitaria en una posición tan inquietante? Ella, los niños y la joven agachada detrás de su figura desnuda son los únicos personajes que desentonan con el dinámico rapto. ¿Qué representan? Parte de aquella contradicción. Ellos son ahora la paz, la belleza, el equilibrio, la sorpresa y la tristeza... No mantienen en la obra gestos realistas ni sentido alguno natural correspondiente a la supuesta fuerza dramática y violenta de la escena. Los demás pelean, huyen, se enfrentan, se miran o se aferran sin remisión. Porque es ahora un rapto en el que la violencia convive con la belleza, la vida con la afrenta y la razón con la inconsciencia. Y todo eso maravillosamente compuesto además en un imposible lienzo de leyenda. Vemos un palacio griego con los fanales ardiendo en un extremo del lienzo, y el muelle griego con  un barco troyano esperando poder huir con Helena en el otro. Y en el pequeño trayecto entre uno y otro extremo los seres en conflicto, la raptada Helena y la belleza azorada y misteriosa de la joven desnuda y extraña.

Pero ese es el mensaje del Manierismo aquí: la belleza desnuda, representando la verdad y el bien, es alarmada por el hecho ignominioso de un innoble rapto. Porque la leyenda de Homero no relataba una huida deseada por Helena y su pasión, y cuya única salida fuera ahora marchar junto a su amante hacia Troya. No, la leyenda describe una violenta e involuntaria huida de Helena. Es un rapto con todas sus consecuencias trágicas. Fue un deseo de ofender y ultrajar gravemente al pueblo griego y, en consecuencia, se desataría luego una guerra. La contradicción llevada totalmente al paroxismo. ¿Cómo no pensaron los troyanos que aquella afrenta causaría un daño aún mucho peor? Por eso el pintor, que conocía la leyenda y conocía la forma de expresarla con belleza, debía introducir un elemento de contradicción, un gesto de sorpresa o de efímera sensación de ruptura con respecto al sentido final de una leyenda tan épica. Y mostraría en su obra manierista una figura elegante, hierática, desnuda, misteriosa y eterna -su pose alude a una estatua de belleza- que contrasta con tanta absurda violencia o fealdad manifiesta. Porque en el Manierismo no se podía entender que algo tan desmedido fuera capaz de ser creado sin belleza. Sin la forma de equilibrar ahora esa imagen extraña, bella y perfecta con la estúpida manera de actuar la humanidad ante su propia inconsciencia. Y el creador manierista lo representaría con un cierto alarde incluso de esperanza milagrosa, de un deseo ahora de que las conciencias despertasen así ante la visión desmesurada de una escena tan dramática, tan absurda y tan estética.

(Óleo del pintor manierista Francesco Primaticcio, El Rapto de Helena, 1539, Museo Bowes, Inglaterra; Detalles del mismo cuadro, El Rapto de Helena, 1539, Francesco Primaticcio.)

28 de diciembre de 2016

La evolución de un genio, El Greco, o el arcano de encontrar lo sublime en el Arte.



La historia de uno de los genios pictóricos más extraordinarios es uno de los arcanos más interesantes habidos en el Arte. ¿Cómo se atrevió a pintar así, de ese modo tan avanzado y tan moderno, con una forma tan innovadora para entonces? El recorrido vital y artístico de El Greco va de oriente a occidente, desde el este hacia el oeste. De Grecia a Venecia primero, después a Roma y, por último, a España, donde culmiraría extraordinariamente su Arte. Y este camino existencial, este recorrido personal y artístico en sentido único, le llevaría también a desarrollar un itinerario creativo que acabaría alcanzando las cimas más elevadas de la sublimidad y del genio artísticos. Aunque por entonces -finales del siglo XVI y los siguientes tres siglos- pocos entendieron su maravillosa forma de pintar y componer -tan heterodoxa y excelente- una obra maestra de Arte. Es en Venecia donde El Greco aprende a manejar los colores y la perspectiva. ¿Hay mejor sitio para eso? Ya se habían manejado ambas cosas muy bien en el Arte renacentista veneciano, pero El Greco ahora quiere hacer algo más. Los genios lo son en parte porque caminan por un sendero no usado antes. La obra artística de El Greco es extensa y elogiosa pero hay un periodo concreto de su vida -el recorrido transversal de oriente a occidente desde el año 1567 al 1577- donde se puede observar la evolución estética más acusada de toda la historia artística del Arte europeo.

Y para verlo compararemos tres obras de El Greco de la misma temática y nombre: La curación del ciego. Primero, apreciaremos más la primera obra expuesta no solo por ser la mejor de las tres o porque mejor defina su estilo, sino por ser la de mayor resolución virtual ahora su imagen. La primera cronológicamente compuesta con ese título -la tercera presentada en esta entrada- fue realizada por el gran pintor en Venecia durante el año 1567, actualmente expuesta en la Galería de maestros antiguos de Dresde (Alemania). Luego están las otras dos obras, la segunda y la primera de la entrada, ambas creadas en Roma y con la fecha de su autoría muy poco clara artísticamente. La segunda está radicada en la Galería Nacional de Parma (Italia) y en su web indica una fecha alrededor de 1573. La primera de la entrada, sin embargo iconográficamente de un estilo más elaborado -más avanzado-, está en el Metropolitan de Nueva York y su web especifica alrededor de 1570. No es la primera vez que existen incongruencias en la cronología de obras de un mismo autor. Si la evolución de un pintor es tan acusada como la de El Greco sus creaciones deberían disponer esa misma evolución temporal. Porque es el tiempo el parámetro que define mejor la secuencia de la evolución artística de un creador. Aquí se observa un contraste estético muy acusado en la evolución artística de El Greco en su obra del año 1567 -Galería de Dresde- comparada con las otras dos, algo lógico por ser una obra anterior. Pero observemos bien esta obra del año 1567 pintada en Venecia.

Los rasgos más característicos de El Greco no están ahí todavía. ¿En qué se diferencia esta obra de sus maestros venecianos? En muy poco. El Greco acaba de llegar a Venecia proveniente de un mundo bizantino -griego y antiguo- que no tenía ni idea de la perspectiva, ni de las formas de las figuras, ni del color ni del naturalismo renacentistas. Y El Greco en su obra La curación del ciego del año 1567 -Museo de Dresde- manifiesta más lo aprendido entonces en Venecia: perspectiva correcta, figuras anatómico-correctas y un cielo más espacioso que las construcciones como fondo de la obra. Pero la obra tiene sorpresas a pesar de no ser la estética propia que identificaría el personal estilo de El Greco. Las figuras principales, Jesús y el ciego, están ahora descentrados a la izquierda del lienzo. Más a la derecha un grupo discute la escena anterior. Pero detrás, en otro nivel y plano, la perspectiva sitúa a dos seres sentados distraídos del motivo principal y situados en el mismo centro de la obra. Esto confunde ahora la escena sagrada con un rasgo misterioso que, independiente de su evolución estética, mantendrá El Greco casi siempre en sus obras. 

Pero no, algo no funcionaría aún en el propósito o el talante artístico que El Greco deseaba conseguir en una obra. Años después, cuatro, cinco o seis años después, El Greco pinta el mismo tema sagrado de antes, Curación del ciego -Museo de Parma-, en la ciudad de Roma. En la capital del Arte del siglo XVI el pintor más original de todos se acerca ahora a la pintura de Miguel Ángel, al manierismo más poderoso de los creadores romanos. Y entonces cambia su perspectiva, evita ahora incorporar en su obra detalles intrascendentes -como el perro y las bolsas de antes-, ahora solo pintará personas, figuras humanas que configurarán siempre el único universo de sus obras. Pero es ahora, sin embargo, la perspectiva mucho más feroz y el primer plano será más destacado sobre los segundos o terceros planos. Descubre así el pintor algo muy poderoso en esta obra, un alarde artístico muy moderno para entonces: perfilar un plano principal con todos los detalles y esbozar los planos secundarios solo con los mínimos detalles. El fondo ahora es apenas como un tapiz esbozado. Lo relevante debe ser ahora lo primero que veamos en un cuadro, lo demás -como el fondo- no interesa tanto al pintor ahora. Hasta el cielo disminuye en tamaño frente a una arquitectura más poderosa y más inclinada, acusando así la profundidad y lejanía necesarias esa perspectiva. Pero la escena representada en esta obra del Museo de Parma también ha cambiado con respecto a la del año 1567 (Museo de Dresde). Ahora el grupo humano de la derecha está más cercano a Jesús, que a su vez éste, junto al ciego, están más centrados en el lienzo. Pero el pintor quiere seguir componiendo detrás los dos personajes sentados y distraídos de antes, ahora mucho más alejados y empequeñecidos en esta obra. 

Esos dos personajes sentados que aparecen en la obra del año 1567 -Museo de Dresde- centrados y cercanos -por lo tanto relevantes en una pintura, lo sean o no-, tienden a confundir ahora por el hecho de estar sin ninguna relación dialéctica con la escena principal -el milagro de dar visión a un ciego-, el asunto primario. Este efecto fue luego una característica iconográfica de El Greco: ofrecer sentido de distancia o desdén manifiesto de algunos personajes hacia la figura sagrada principal o hacia el motivo espiritual más trascendente de la escena. Pero en la siguiente obra, la de la Galería Nacional de Parma del año 1573, esos mismos personajes están ahora tan alejados que pierden su relevancia iconográfica. Los alejará el creador para no confundir ahora la centralidad de la obra. Pero, a cambio, debe incorporar algo más el pintor en la obra para seguir destacando esa desatención tan humana hacia lo espiritual... Y lo hace el creador cretense con la figura dorsal inmensa del hombre a la izquierda de la imagen de Jesús. Un personaje de espaldas que ahora señala con su brazo izquierdo algo fuera del cuadro. Representa ahora aquí el desinterés -aún mucho más al estar cerca de las figuras principales- tan necesario para mostrar el desdén espiritual que el autor quería subrayar y criticar en su obra de Arte.

Pero es en la obra del Metropolitan Art de Nueva York  (titulada La Curación de un ciego, ca. del año 1570) donde El Greco consigue llegar a la mejor evolución de su Arte manierista. Pero, ¿cómo es posible que esta obra sea anterior a la de la galería de Parma? No puede ser. Veamos los brazos del ciego por ejemplo. ¿Son esos brazos trazados en su evolución estética por un pintor tan manierista como El Greco? Porque la evolución debe ir siempre hacia adelante, nunca hacia atrás. En esta obra del Metropolitan los brazos, los dedos y las figuras son más alargados. El mismo hombre que señala algo fuera del cuadro dispone de un perfil más manierista en la obra del Metropolitan -año 1570- que en la obra de Parma -año 1573-. Además, el brazo que señala lo flexiona en la obra del Metropolitan haciendo más acusada la perspectiva y elegancia del gesto manierista. Los colores los apreciamos más gracias a la extraordinaria conservación y resolución de la obra del Museo Metropolitano de Arte de Nueva York. En un detalle de esta obra -la que debía ser más evolucionada cronológicamente ya que lo es artísticamente- observaremos la liviana forma de pintar algunas figuras. Por ejemplo, los personajes sentados dialogando distraídos y alejados de la escena principal tienen una transparencia formal que resalta aún más el misterio de la obra del año 1567: aquel desdén espiritual de los personajes sentados con respecto al motivo principal de la obra. Pero aquí el pintor cretense quiere hacer un alarde aún más acusado con el personaje de espaldas señalando algo fuera del lienzo para comunicar en su obra la insensibilidad espiritual de algunos seres. Insensibilidad que apenas se vislumbraría antes con alguna relevancia entre los perfiles desdibujados -en planos secundarios- de los otros lienzos manieristas del genial pintor cretense.

(Óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art de Nueva York, EEUU.; Óleo Curación del ciego, alrededor de 1573, El Greco, Galería Nacional de Arte de Parma, Italia; Obra al temple, La Curación del ciego, 1567, El Greco, Galería de Pinturas de Maestros Antiguos, Dresde, Alemania; Detalle del óleo La Curación del ciego, ca. 1570, El Greco, Metropolitan Art, Nueva York.)

1 de agosto de 2016

La comparativa más imposible: dos obras maestras de dos grandes artistas, Tiziano y Rubens.



Cuando en septiembre del año 1628 Rubens viajase a España por segunda vez desde 1603, para informar ahora al rey Felipe IV de un tratado de paz con Inglaterra -Rubens fue diplomático además de pintor-, se hospedaría en el antiguo Palacio Real madrileño, desaparecido por el fuego un siglo después. Allí conoce a Velázquez y contribuirá éste a orientarle artísticamente, pero, también compuso algunas obras de Arte en la corte española por entonces, retratos de algunos aristócratas hispanos como el marqués de Leganés y otros cortesanos personajes. Sin embargo, algo atraería extraordinariamente el deseo artístico del gran creador flamenco. En España se encontraba una de las mejores colecciones de pintura de Tiziano y todas esas obras estaban en el Alcázar real madrileño. La tentación fue irresistible, así que Rubens copiaría casi todas las obras que la corte española disponía del pintor veneciano. Pero no las copiaría todas con rigurosidad fidedigna. De una de ellas, Adán y Eva, pintada por el pintor veneciano en el año 1550, Rubens llegaría en el año 1629 -casi un siglo después de pintarla el maestro renacentista- a realizar una pintura que ahora nos suponen dos aspectos artísticos en una sola realización pictórica: componer una maravillosa versión de la caída del hombre pintada por Tiziano y otra cosa más: ofrecernos la posibilidad de comparar dos obras maestras de la historia. Poder distinguir así las vestiduras estilísticas, compositivas, emotivas, narrativas, estéticas o creativas de dos de los genios más importantes del Arte universal.

De otras obras de Tiziano tuvo el pintor flamenco mayor fidelidad al original, pero de la obra Adán y Eva del año 1629 Rubens hace una recreación muy personal. Es decir, compone lo mismo que el pintor veneciano, pero lo hace ahora de otra forma: añadiendo cosas y obteniendo algo diferente de lo mismo. Se atrevió Rubens a incorporar elementos distintos a los incluidos por Tiziano, lo que llevará a una genial y odiosa comparación artística. Es de pensar que la madurez del artista flamenco, su sabiduría de años, le llevaría a realizar su obra sin ningún pudor ni duda. Es decir, atreverse a hacer una copia de una obra maestra de Tiziano donde copiaría el mismo tema, la misma composición, gran parte de la posición, inclinación, paisaje, formas y gestos de los personajes, pero, a cambio, introduciría, variaría, incorporaría, añadiría y esbozaría Rubens algunas otras cosas relevantes estéticamente, como para determinar ahora los matices distintos de dos geniales formas de crear y entender el Arte. Abriría con ello Rubens la caja de pandora de la creación artística y, al mismo tiempo, a quien quiera y sepa verlo, desataría los truenos y rayos de la comparación artística más sublime.

¿A qué gran creador se le hubiese ocurrido hacer lo mismo que otro gran creador hiciera un siglo antes? Rubens lo hizo variando aspectos esenciales que evidenciaban un especial sentido artístico muy magistral. Ese sentido distinto de expresar ahora la más conseguida composición de una misma -una anterior y otra posterior copiada- obra maestra en el Arte. Hacer las cosas con posterioridad dará ventajas, porque sabemos lo que se hizo antes y cómo, y mejoraremos así -¿lo mejoramos realmente?- el sentido de lo que se pueda representar de algo que se representó antes. Porque la obsesión de Rubens con Tiziano debió haber sido casi patológica. Tuvo el pintor barroco que buscar su sentido y estilo propio en su obra para justificarla como la más conseguida obra de Arte. Y la verdad es que lo consiguió. La obra de Rubens es genial frente a la otra. Y aunque el manierismo renacentista de Tiziano nos subyugue siempre, nada puede igualar en su obra la grandeza de una realidad mucho más cercana a lo humano o emocional que alcanzará, sin embargo, la obra maestra de Rubens. Es decir, que nos sirve la comparación para comprender más el Arte y no tanto para valorar una u otra obra maestra. La obra de Tiziano es de una belleza sin igual, es una maravillosa composición renacentista llena de equilibrio, estilización y sutileza artísticas. Pero el lienzo barroco de Rubens nos llevará a un universo muchísimo más armonioso con lo emotivo. La credibilidad del personaje retratado de Adán, su conjunción con Eva desde un sentido ético y estético, en el caso de Rubens está mucho más alcanzada frente a la obra maestra de Tiziano.

Hasta el creador flamenco evita cubrir parte del cuerpo desnudo del primer hombre bíblico, cosa que el veneciano equilibraría -ocultaría- junto con Eva en un recurso habitual en el Renacimiento. El Barroco mantuvo ese recurso en menos casos, aunque aquí -que en otros casos Rubens no hace- sí cubre a Eva el lienzo barroco su anatomía erótica más delicada. Está claro que fue la posición de Adán la que obligaría a cubrir su sexo en Tiziano. Al inclinar o girar más con respecto al plano el perfil de Adán hacia Eva, permitió a Rubens ocultar con Arte lo tapado antes en Tiziano con hojas añadidas. ¿Fue ese realmente el motivo, ocultar el sexo? No lo creo. El pintarlo Rubens más sesgado hizo inútil ocultar nada. Porque la intención debía ser otra: componer una figura masculina enfrentada a Eva de un modo diferente a como lo hiciera Tiziano y su Renacimiento aséptico: en Rubens el gesto de Adán es más sentimental que temeroso. La sublimidad de Tiziano consiguió otra cosa: ser fiel al sentido críptico y aséptico del Génesis bíblico. Porque Adán en Tiziano está algo más alejado de Eva, no hay amor ahí, hay más bien coincidencia genética o coparticipación inevitable de dos seres contingentes en una crítica situación sobrevenida. En Rubens, sin embargo, Adán trata de avisar o evitar con ternura y compasión la decidida acción turbadora de Eva. Por eso está Adán más cercano a Eva en Rubens. En Tiziano Adán mira la manzana, en Rubens la mira a ella. Su gesto está en Rubens más identificado con Eva, es más conciliador o más contemporizador sentimentalmente con el deseo inequívoco de Eva, mucho más que el expresado en la obra de Tiziano.  

Porque la figura de Eva no varía formalmente en ninguna de las dos creaciones. Su posición, su gesto, su inclinación, su semblante y su acción es la misma en ambas obras. Sólo la textura y el color del barroco hace a Eva más propia del estilo de Rubens, pero nada más. El resto de Eva es igual en los dos lienzos. El paisaje dispone de una característica estilística que representa la tendencia de cada período artístico. Por ejemplo, el árbol donde Eva toma la manzana prohibida: en el caso de Tiziano su tronco es más vertical, más recto y propio de la tendencia artística renacentista; en el caso de Rubens hay una ligera inclinación, un sesgo más usual de la tendencia barroca curvilínea. La incorporación del papagayo encarnado determinará un cariz esperanzador -más desenfadado- del mensaje tenebroso y definitivo que supone la terrible caída del hombre. Rubens era un ser humano mucho más vitalista, optimista y dichoso que Tiziano, gracias entre otras cosas a su afortunada vida y a su temperamento. En fin, miremos bien las dos representaciones maestras, dediquemos el tiempo que sea preciso. Definitivamente, la obra de Rubens acabará conquistando el sentido más sublime del Arte con su emoción más humana. Lo que el Arte debe transmitirnos, además de belleza o equilibrio estilístico: que los elementos representados sean capaces de comunicarnos algo con emoción. Es de suponer que al pintar Rubens su obra no en su taller sino frente a la pintura expuesta en el Palacio Real, fue una obra realizada solo por Rubens, sin ayuda de ningún colaborador suyo. Es por eso que conseguiría exponer el pintor flamenco su pasión más subjetiva en cada trazo de su emotiva y genial obra barroca.

(Óleo del pintor del Renacimiento manierista Tiziano, Adán y Eva, 1550, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco Rubens, Adán y Eva (copia de Tiziano), 1629, Museo del Prado, Madrid.)

30 de marzo de 2016

Las contradicciones del amor expresadas por un veneciano genial.



Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura veneciana. Fueron tres los pintores que mejor la representaron: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano fue el maestro más consagrado y el más insigne creador de todos; Tintoretto fue su alumno más evolucionado y ferviente; Veronese fue, sin embargo, una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminar cuando la luz de dos grandes pasa al mismo tiempo por encima de uno. Tiziano fallece en el año 1576 y Tintoretto en 1594, ambos tendrían al nacer Veronese uno cuarenta y ocho años (Tiziano) y el otro solo diez. Veronese consigue llegar a lo más alto a pesar de que nunca quiso enfrentarse a nada, ni apasionarse en exceso, ni codiciar fama, ni gloria, ni la alternancia magistral. Hizo lo que quiso con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados, en alegorías. 

La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrata a Veronese el año 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, mundanas, mitológicas, atrevidas, alegóricas y sensuales. Pero, sin embargo, no menos moralizantes. No se sabe bien qué monarca solicitaría las obras,  si Maximiliano II o el hijo de éste, el esotérico y peculiar Rodolfo II. También es posible que fuera un cortesano del imperio, pero no se sabe con seguridad quién. El caso es que  son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre el año 1575, una gran fortaleza en poder entonces del imperio germánico. Era un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de toda Europa. Allí sí pudo decorar, sin miradas inadecuadas, el pintor los techos del castillo checo con unas obras atrevidas. Los grandes y poderosos podían permitirse alegorías impactantes muy atrevidas, obras que representaban cosas que parecían otras y que además podían expresar hechos inconfesables de vida pecaminosa.

Fueron las obras tituladas años después Alegorías del Amor cuando son adquiridas por la casa real francesa de Orleans. Cómo no ser ellos los que las quisieran, la patria y rama francesa más propensa al Arte más amoroso. Luego fueron vendidas a terceros que, finalmente, las entregaron a otros hasta acabar en la National Gallery de Londres. Son una serie de cuatro obras que deben ir juntas para poder comprender el sentido de lo que expresan. Los títulos de cada una de ellas clarifican algo la muestra. Son, en un orden requerido, llamadas La infidelidad, El desdén, El respeto y, por último, La unión feliz. Las dos primeras son negativas, las otras dos positivas. Compositivamente son magníficas, los colores espléndidos y venecianos, con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y muy originales. Cuatro obras maestras con una única creatividad. 

El desdén es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras de Veronese están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que vemos ahora, por tanto más información debía haber en ellas, aunque tampoco mucha más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico, de una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, vemos a un hombre frente a los restos de unas figuras esculpidas de personajes míticos: un sátiro y el dios Pan. A su izquierda aparecen dos mujeres cogidas de la mano. Sobre el hombre tendido está Cupido preparado para atizarle con su arco. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra vestida con un armiño que la cubre, símbolo de la castidad amorosa. ¿Qué podemos interpretar? Según su título el amor es despreciado, pero, ¿por quién?: ¿por el hombre?, ¿por las dos mujeres? ¿Por qué el dios del Amor -de la unión pasional- está ahora luchando y no uniendo, como se supone debe hacer? Y, si pega el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia ahora, verdaderamente, al amor...?

Es complicada de entender la obra porque no sabemos qué ha pasado antes. Pudo ser la infidelidad de él -que no vemos insinuada- y la desilusión de ella, por tanto, el desdén de ella hacia el deseo apasionado de él. Es una posible interpretación, pero hay más. Porque no es seguro una infidelidad lo que llevaría a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser más que deseo y no amor. Esto encaja mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio o desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y otra no? ¿Qué quiere eso significar? El deseo es denostado en esta obra, al parecer. Hay un gesto en el hombre deseoso: está adorando ahora -reverenciando- a dos personajes mitológicos que representan más el deseo que el amor. Ahora veamos la otra obra, La infidelidad. La iconografía es más precisa o menos confusa. Es ella la que representa claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante y a su derecha el marido. Un papel escrito delata la relación oculta. También los ojos de los hombres expresan cosas: por un lado la mirada disimulada del amante, por otro la mirada directa y enamorada del marido.

 Cupido mira incrédulo a la mujer, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo esto le produce, ya que ella seguirá conectada, sin embargo, mediante sus dos manos, a los dos hombres. La siguiente obra se titula El respeto o la contención. También es misteriosa esta obra de Veronese. Aquí el hombre se detiene y frena su deseo, por tanto, frena su pasión o su amor. Hasta Cupido le sujeta su espada como una señal de no desenvainarla. La mujer está dormida, debe estarlo para significar el gesto virtuoso de su voluntad: ahora no es libre de elegir. Porque ella, Venus representada, está completamente desnuda y deseosa. Finalmente la serie de Veronese nos conduce al último mensaje que el tortuoso camino del amor deberá llevar: La unión feliz. En esta representación el creador veneciano ilumina la obra: la diosa Venus está ahí para condecorar con el Amor a la mujer virtuosa y al hombre agradecido. La pintura ofrece otros símbolos: la virtud con la corona de laurel, la paz con la rama de olivo, las cadenas doradas de la unión segura, que toma aquí la inocencia de un niño. Pero también la fidelidad con la representación de un perro fiel y dócil. La Alegoría del Amor son una serie de obras que solo las primeras de ellas, las más complejas, alcanzan a lograr mayor virtuosidad. Las otras son obras menores, no tienen la misma maestría ni genialidad. Solo el valor del Arte, que el creador quiso, pudo o consiguió tener por entonces. Como sucede a veces también con el amor...

(Obras de Paolo Veronese, cuatro lienzos de la serie Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)

25 de febrero de 2016

La muerte de Eurídice: una mirada diferente de las cosas que sólo el Arte es capaz de homenajear.



La muerte de Eurídice es el mito principal de Orfeo. La cultura y el Arte, los medios para divulgar los mitos de la Antigüedad, siempre glosaron la imagen, el relato, los cantos o la música que reflejaba la muerte de la mujer de Orfeo y su búsqueda en los infiernos. En el Arte los pintores Rubens, Corot, Tintoretto y otros plasmaron la figura de Orfeo y Eurídice o huyendo ambos, o sosteniendo él a ella, o muertos los dos. Esa era la leyenda, el mito transmitido y el sentido universal y más conocido de esos dos personajes mitológicos. Porque es el aspecto esencial de esta leyenda lo que más sabremos, y lo que las obras artísticas más se habrían encargado de representar. Pero, sin embargo, ¿qué más hay en el mito, qué otras cosas diferentes a las conocidas hubieron, o qué otros personajes existieron y padecieron además esa leyenda? Y, también, ¿dónde y por qué sucedió toda esa historia legendaria? Porque la leyenda conocida destacaba siempre la tragedia de los dos amantes, Orfeo y Eurídice, y llevaría siempre a Orfeo a tratar de recuperar de las garras de la muerte a su amada, algo muy vinculado con los grandes misterios de todas las mitologías antiguas, paganas o no. El orfismo, por ejemplo, fue en la antigua Grecia una secta dedicada a preparar las almas de los humanos para garantizarles una vida eterna y feliz. Luego, con el cristianismo triunfante, el mito alcanzaría a propagarse en los sagrados misterios de la nueva religión, incluso asociando la figura de Orfeo a Cristo. Y en todas las representaciones artísticas siempre destacando la fatídica muerte de Eurídice, su trágica bajada a los infiernos y su audaz y frustrada salvación por Orfeo.

Orfeo fue un personaje insólito en la mitología griega. Era, a diferencia de todos los demás, un ser bondadoso, encantador, músico, un ser casi perfecto. No era un dios, pero casi. Tan maravilloso era Orfeo que el dios Apolo le favoreció con sus dones. La lira era para Orfeo un instrumento eficaz con el que apaciguar las fieras, porque hasta los ríos, las rocas y los animales, todas las cosas salvajes del mundo, le escucharían extasiados a su paso por el monte. Su gran confianza en esta cualidad especial, dominar con su música las cosas feroces de la Naturaleza, tal vez fue lo que le llevaría a pensar que podría vencer de la muerte a su amada Eurídice. Y el Arte, la mitología, la religión y sus misterios llevaron a glosar su gesto heroico y su grandioso motivo -la muerte de Eurídice-, pero, sobre todo, su terrible final. Y en todas las obras artísticas -musicales, poéticas, literarias, teatrales, operísticas, pictóricas- se reflejaría siempre así el mito. Pero, sin embargo, solo el Arte pictórico es capaz de ir lateralmente y mirar las cosas de otro modo. Es el único, tal vez, que puede hacerlo sin desmerecer nada.  Algún pintor del Renacimiento, como lo fue Jacopo del Sellaio (1441-1493), realizaría una vez una representación de la muerte de Eurídice muy sorprendente e inédita: el momento mismo de su accidente mortal y el traslado posterior a la entrada del Hades. Se relata la leyenda en distintas escenas de distintos momentos temporales, algo habitual en el Renacimiento y el Manierismo temprano. Aquí aparece Orfeo muy alejado hacia la izquierda, comunicándole a otros personajes la terrible tragedia de su amada.  Pero justo al lado de ella está ahora, sin embargo, otro personaje: Aristeo. En la obra renacentista vemos el paisaje arcádico, ese lugar maravilloso que contrasta tanto con la terrible tragedia. Pero, veamos otra pintura también del mismo mito, el maravilloso lienzo manierista La muerte de Eurídice del pintor Niccolo del Abatte (1510-1571). ¡Qué paisaje más idílico es ese! ¡Qué extraordinario lugar el reflejado para ese escenario pictórico! ¿La muerte de Eurídice, de quien sea realmente, en ese plácido, tan bello y bendecido lugar? 

Fijémonos en el paisaje de la obra manierista, en las montañas, en el mar, en el cielo, en el bosque verdecido y tranquilizador. ¿Cómo es posible que algo malo, trágico, triste y desolador pueda suceder ahora en ese fantástico paraíso retratado? Hasta unos edificios elegantes y majestuosos, que simbolizan la civilización equilibrada y ordenada, aparecen orgullosos y benéficos al fondo de la escena manierista. Sólo en el primer plano de la obra vemos una persecución, pero esta podría tratarse de un juego amoroso o de un acceso de amor desaforado. A la izquierda del lienzo observamos a unas jóvenes retozando, alegres y confiadas. Incluso el cuadro nos confunde ahora con una bella Eurídice -sabemos que es ella por el título de la obra, que está ahí y que muere- desnuda y tumbada sugestivamente a la derecha de la confusa persecución narrada. Pero, nada que nos haga pensar, al pronto, que sea una muerte o una tragedia lo que es representado en la obra. En el mito, Eurídice vivía en Arcadia, un lugar griego idílico y majestuoso para sentir la paz, el amor, los cantos y la felicidad del mundo. Por eso el pintor nos muestra un paisaje maravilloso, con la representación de un escenario prodigioso, sosegado, atrayente, deseoso, natural y ajeno a todas las maldades o desastres del mundo. Ahora debemos conocer un poco la leyenda del mito para ubicarnos. Orfeo se uniría a la ninfa Eurídice y ambos vivirían felices en un mundo ajeno a toda maldad, la Arcadia. Allí cantaba y tocaba su lira él y paseaba y disfrutaba de su vida ella. A ese lugar idílico llegaría una vez Aristeo, un dios menor de la Naturaleza y de sus artes agrícolas, cultivador además de abejas y olivos. Un personaje llevado ahora por una pasión lujuriosa a enamorarse. Y se enamoró de Eurídice inevitablemente. La desearía tanto que la perseguía sin cesar por el bosque arcádico. Entonces un día Eurídice, huyendo de él, pisaría una pequeña serpiente venenosa y moriría fatídicamente.

Las hermanas de Eurídice, unas bellas dríades -ninfas de los árboles-, hicieron perecer en venganza todas las abejas cultivadas de Aristeo. Éste acudiría luego a su madre, Cirene -en la obra los dos caminan juntos a la derecha del cuadro-, una madura ninfa conocedora de la Naturaleza, que le aconseja a su hijo que visite al sabio adivinador Proteo, un viejo que aparece ahora sentado junto a un ánfora de agua -Proteo era hijo del dios del mar Poseidón-. Proteo le recomienda sacrificar unos animales para calmar el espíritu moribundo de Eurídice. Luego observaría Aristeo cómo de las vísceras descompuestas de los animales sacrificados saldrían abejas renacidas volando -el sentido renacedor de las cosas y de la vida en el mito-. El pintor manierista compuso esta escena trágica-bucólica con la belleza manifiesta que más podría crearse en un paisaje renacentista, con la delicadeza además que solo el Manierismo fuera capaz de ofrecer. No hay muerte ahí, verdaderamente, aunque veamos a Eurídice tendida y sin moverse en el suelo arcádico de la obra. No hay drama tampoco, no hay infierno incluso. No está Orfeo -ni nadie- ahí para poder tratar de auxiliarla o salvarla.  Sin embargo, el pintor sí incluye a Orfeo en el cuadro: está él más alejado, hacia la izquierda de la obra, solo y rodeado de animales que escuchan, serenos, sus bellas melodías musicales. Y de ese modo completaría el pintor su sentido metafísico en su bello cuadro manierista, un sentido que sólo este Arte pictórico podía llegar a crear sin algaradas: el de plasmar una serena mirada diferente de las cosas trágicas. Porque las cosas no son estereotipadas ni unidimensionales, no son unilaterales ni tienen una única mirada ni una única realidad. Todo es susceptible de verse siempre de otro modo distinto. Toda historia o leyenda o vida o hecho o visión, pueden ser expuestos siempre de otra forma diferente. Una forma que nos haga pensar de una manera distinta, una que nos haga sentir o ver las cosas de una forma distinta ahora a como nunca antes la hubiésemos visto o sentido.

(Óleo La muerte de Eurídice, entre 1552 y 1571, del pintor manierista Niccolo del Abatte, Museo National Gallery, Londres; Lienzo del pintor renacentista -quattrocentista- Jacopo del Sellaio, Orfeo y Eurídice, 1480, Roterdam, Holanda.)

5 de febrero de 2016

El Manierismo, la única tendencia que comprendió lo que, realmente, es el Arte.



Sólo con la perspectiva del tiempo se llegan a entender la historia, la vida, la sociedad y el Arte. Han tenido que relevarse tendencias, estilos, técnicas o modos de crear para que ahora, desde una sociedad totalmente conquistada y dominada por la imagen, podamos evaluar con sosiego, desapasionadamente, sin interés parcial de ningún tipo, el verdadero sentido artístico de lo que se entiende por Arte. Porque -entendido aquí solo el Arte Pictórico- ¿para qué y por qué comenzaría el Arte? Probablemente, no hayamos valorado lo bastante el hecho de que la Edad Media en Europa subestimó el Arte; es decir, no voy a decir que lo ignorara o rehuyera, pero sí que lo marginó como lo contrario a una manifestación iconográfica cultural extraordinaria. La religión cristiana en Europa, Roma concretamente, determinaría la cultura de la época y, por tanto, establecería sus medios para transmitirla. Sin embargo luego, cuando el Renacimiento revoluciona la cultura y toda manifestación artística, la Iglesia católica fomentaría, admiraría y transformaría el sentido iconológico de la imagen como un gran medio comunicador. Es a partir de entonces cuando se acelera el proceso, no es que naciera entonces el Arte sino que se aceleró y, en consecuencia, evolucionaría extraordinariamente. 

El Arte europeo occidental tuvo al principio una utilidad social y evangélica, aristocrática luego y, finalmente, burguesa. Al principio de su evolución estética más significativa, en el siglo XIII, los artistas se dejarían llevar por una iconografía bizantina adaptada a los gustos regionales o locales. Hasta ese momento la única cultura transfronteriza en Europa fue la arquitectura y las artes decorativas. Las grandes rutas europeas, como lo fuera el camino de Santiago, contribuyeron a prodigar ese tipo de arte medieval por toda Europa. Pero entonces toda esa decoración, maravillosa, románica, mudéjar y medieval de los siglos IX, X, XI, ¿qué pasó con ella, por qué no progresó? Porque entonces una tendencia artística religiosa y monacal, el Cister, acabaría radicalmente con cualquier evolución artística. El Arte cisterciense fomentaría la austeridad, el minimalismo decorativo, los muros vacíos de imágenes, los arcos desnudos, altos y bellos pero sin adorno alguno. Y esto contribuyó a que la sociedad y la Iglesia mantuviesen sin evolucionar ni desarrollar el Arte europeo. Porque el Arte existía por entonces, pero tímidamente, sin experimentar y sin encontrar un público que lo demandara especialmente. Cuando tiempo después, en el siglo XIV, empezara a evolucionar poco a poco, el Arte descubriría en lo piadoso el único sentido de ser y pintaría entonces solo seres sagrados, demasiados alejados de lo terrenal del mundo. Y se pintarían además las figuras planas, sin perspectiva, como se habían hecho siempre antes en las paredes medievales de los templos. También con las mismas formas tan poco naturales que acabarían justificándose en una obra artística. Pero el Renacimiento acabaría pronto con toda esa lentitud de siglos en el desarrollo de la evolución artística.

Los pintores en el siglo XV proliferaron tanto como el propio desarrollo que tuvo el Arte. Las demandas de obras se ampliaron a otros estamentos aparte de la Iglesia. Por entonces la aristocracia superó o igualó a la Iglesia en utilizar imágenes de Arte para satisfacer ahora otras cosas: el gusto, el placer, la vanidad o el prestigio social. Porque la Iglesia lo hacía para evangelizar, para comunicar la doctrina y lo sagrado a sus fieles. Pero los magnates italianos, los primeros aristócratas en hacerlo, lo hicieron para demostrar lo importante que ellos eran, decorando ahora sus palacios con la bella estética menos sagrada, o nada sagrada, que los pintores comenzaron a expresar en sus lienzos. Y, entonces, ¿qué pintar ahora exactamente? Pues retratos o grandes hazañas épicas, historias o leyendas atrevidas también, donde ahora pudieran divisarse, por ejemplo, los cuerpos desnudos de una dama o de una diosa.  Y entonces, cuando lo creado en un lienzo empezó a estar más cercano a lo terrenal, a personajes humanos, no tanto sagrados, a seres que, como nosotros, vivían, sentían y reflejaban lo que éramos, el Arte quiso representarlos de forma cada vez más natural, como la vida real les mostraba a sus ojos el mundo que veían.

El clasicismo grecorromano, descubierto en las ruinas romanas de aquellos años -siglos XV y XVI- conservado en esculturas de mármol -lo más duradero-, reflejaba ahora la belleza realista más maravillosa que se hubiera visto nunca. Se podía conquistar ya la belleza. Y amarla también, admirando esas obras inmortales tan perfectas. La escultura floreció en Italia entonces deseosa de recordar aquella belleza clásica. Pero la Pintura pronto comprendería que había venido también a hacer lo mismo: reflejar o reproducir la belleza tal como era en la naturaleza. Con sus dimensiones y su perspectiva natural, aun dentro de la bidimensionalidad limitada de un lienzo. Y los que mejores lo hicieran mejores pintores serían. Sin embargo, algo sucedió a partir de la tercera década del siglo XVI. ¿Fue la evolución del Arte? Pero, ¿cómo se podía evolucionar volviendo a lo de antes, al alejamiento del modelo real, del más natural o del reproducido fielmente en un lienzo? ¿Por qué sucedió eso? El Manierismo es de las pocas tendencias que más misterio, si lo pensamos bien, encierran en la historia del Arte europeo. Consiguió llevar a cabo la mayor evolución a la que el Arte podía llegar, al mayor límite. Pero, lo hizo antes de tiempo. Se anticipó. Y por eso murió, detestado, atropellado o incomprendido. Pero, sin embargo, el Arte útil, el icónico más funcional, o el ideológico, no habían acabado aún de cumplir sus necesidades sociales, políticas o religiosas.

El Barroco fue la más completa justificación del Arte para ello, cumplió su función de comunicación social como ninguna otra tendencia lo hubiese hecho. Porque duró además unos ciento cincuenta años. El Manierismo, a cambio, tan sólo duraría unos cincuenta. Luego, siglos después, el Arte sería utilizado como medio de comunicación por la sociedad burguesa o por la revolucionaria...  Y para comunicar bien hace falta que la imagen sea comprensible a todos. Así que, si lo pensamos bien, y salvo el Arte Moderno, la única tendencia artística de la historia que nunca sirvió para transmitir otra cosa que belleza fue el Manierismo. Sólo belleza, nada más que belleza. Es decir, en el Manierismo no hay otra cosa más que belleza artística: no hay mensaje verdaderamente, no hay salvación, no hay denuncia, no hay pasión, no hay leyenda, incluso, que se entienda bien, no hay ahí nada más que Arte y Belleza... Cuando el pintor Niccoló dell Abbate (1510-1571) se trasladó a Bolonia en el año 1547 desde su Módena natal, descubriría el gusto de esta ciudad italiana por la mitología, el amor cortés y los paisajes sosegados. Pero, luego se marcharía a Francia en el año 1552 para decorar grandes palacios en Fontainebleau. Más belleza todavía, aunque desconsagrada del todo y sin demasiados alardes intelectuales. Y pintaría el artista italiano entonces cómo el propio Arte habría ya evolucionado, en los años centrales del siglo XVI, cuando el Manierismo no era ni una tendencia siquiera, tan sólo la única forma renacentista de pintar con belleza.

En el año 1555, aproximadamente, Abbate crea su obra La Contención de Escipión. La historia latina había contado, en parte leyenda y en parte verdad, cómo el gran general romano Escipión el Africano, el mayor estratega de Roma, se contuvo una vez ante la belleza hispana de una hermosa cautiva enemiga de Roma. La grandeza y nobleza de Escipión fue cantada por los poetas antiguos y medievales, y llevada luego a una de las leyendas más heroicas, excelsas y ejemplares de la Antigüedad. En el Arte se había pintado esta leyenda romana con todas sus tendencias. Aquí incluyo, además de la obra manierista de Abbate, otra obra pintada cien años después,  la del barroco -muy clasicista- Nicolas Poussin. Esta última nos permite visionar mejor la historia -o la leyenda- y observar cómo Escipión es saludado por el futuro esposo de la cautiva, la bella joven hispana que él rehusó tomar como concubina. Sabremos distinguir en la obra barroca dónde están los personajes, quiénes pueden ser y, sobre todo, qué tipo de escena estamos viendo. Pero, ¿y en la obra de Niccolo dell Abbate? ¿Cómo podemos saber todo eso? ¿Pero, saber el qué? Porque en el Manierismo no hará falta saber nada. ¿Hay Belleza ahí? Sí. Pues ya está, eso es todo. Eso es todo lo que hay que saber para admirarlo.

(Lienzo Manierista del pintor italiano Niccolo dell Abbate, La Contención de Escipión, 1555, Museo del Louvre, París; Óleo clasicista del pintor barroco francés Nicolas Poussin, La Contención de Escipión, 1640, Museo Pushkin, Moscú.)

  

6 de enero de 2016

La difícil composición de la Adoración de los Magos, una iconografía tan desequilibrada...



No se ha valorado lo suficiente la maestría de algunos pintores para encuadrar la Adoración de los Magos en un lienzo. Porque la iconografía de esa leyenda sagrada es inapelable: son tres los personajes que se presentan ante María y el niño. Y el tres es un número que no encaja muy bien con el Arte y sus medidas de belleza. ¿Por qué? En una imagen donde un grupo central -la madre y el hijo- debe ser adorado por tres iguales personajes -esto es importante, los tres son iguales figuras destacadas- que deben aparecer expresados claramente, ¿cómo hacerlo para que esa representación sea creíble y a la vez bella? Imposible. Pero, aun así, algunos pintores de la historia trataron de conseguirlo con originalidad, habilidad y belleza. Algunos lo consiguieron completamente pero otros sólo hicieron una obra sin preocuparse de la adecuada representación de la adoración de tres personajes a un cuarto.

Fijémonos bien en esta muestra de varias obras de Arte sobre la Epifanía. Sólo uno de los magos de oriente puede estar al lado del niño mostrando cerca de él sus manos en señal de respeto. Los otros dos no pueden hacerlo. Pero, no es eso solo. ¿Cómo situar a tres personajes frente a uno? ¿Cómo hacerlo para que el conjunto sea equilibrado? Imposible. Las leyes no escritas -o escritas también- de la belleza iconográfica no admitirán que ese número pueda ser utilizado para producir un instante de admiración visual. Dos personajes que adoran a un tercero es lo ideal; cuatro también. Pero tres, ¿cómo representarlo? No se puede, verdaderamente. Por eso uno de ellos deberá quedar atrás. O dos... Pero, si solo queda uno, este personaje sería marginado claramente. No, no puede ser tampoco. Uno solo debe estar arrodillado, o postrado o inclinado, ante el objeto de adoración; los otros dos alejados, da igual que uno lo esté más que el otro.

De una muestra aleatoria de obras de Arte de esa iconografía sagrada, podemos elegir la que queramos: siempre será así. Pero, sin embargo, aquí he querido destacar algunas obras que pueden mostrarnos la genialidad de los creadores para, salvando esa eventualidad del tres, conseguir una extraordinaria composición artística lo más original posible. Para mi gusto, el mejor encuadre lo realiza Alberto Durero, pintor alemán de los inicios del Renacimiento en su país, en su obra de Arte Adoración de los Magos del año 1504. La composición es la más original y bella de cuantas he podido ver. Es de las pocas obras que, en primer plano, sólo están ahora los magos, la madre y el hijo, nada más. Es de las pocas obras de Arte que ninguno de los tres magos de oriente está de espaldas ni de lado. Incluso el rey Melchor, el mago más anciano de los tres, está ahora aquí escorzado, girado así para adorar al niño pero sin dejar de mostrar su frente al espectador: el único ser que merece percibir siempre el sentido visual de una obra artística.

Todos los demás pintores incorporan a otros personajes además de los principales. Cuando no es san José son pajes o pastores. Algunos pintores hasta llevan su obra de Arte a un espectáculo multitudinario, lleno de figuras por todos lados, como el gran Rubens hiciera en el año 1629, una obra barroca que nos obliga a adivinar difícilmente las tres figuras principales de la Adoración. El pintor flamenco Hans Memling -en su Tríptico de la Adoración del año 1479- deja muy claro en su obra cuáles son los tres personajes. Es una obra renacentista, por tanto centrada, proporcionada, buscando el equilibrio más estético, algo, sin embargo, que no conseguirá...  Sólo hay sorpresa estética ahí. Sí hay belleza en el fondo de una perspectiva, que sí es simétrica, sí hay también belleza en los vestidos y en los detalles de una extraordinaria composición cromática y figurativa. Incluso, por primera vez se representan las tres etnias de los tres continentes conocidos; también, las diferencias temporales en las tres edades diferentes de los tres magos. Pero, solo la magnífica centralidad de María y del fondo de la escena tratarían de compensar aquel desequilibrio estético de la imagen artística. 

Hay otro Tríptico, este de Van der Weyden, que tampoco conseguirá ningún equilibrio en su composición, es decir, ninguna belleza en ese sentido. La buscaría no obstante el autor con la edificación del fondo de la obra, pero el pintor comprende pronto que no tiene mucho sentido y la adapta ahora al mismo desequilibrio de la sagrada escena: el muro de la derecha está ahí más inclinado o más abierto en ángulo que el de la izquierda. Consigue así mostrar el pintor menos contraste al ser todo ahora ya lo mismo: ya que hacia ese lado, desequilidradamente, están ahora los tres magos de oriente. Una extraordinaria obra maestra de la Pintura flamenca, con belleza de creación pictórica, de figuras, de colores, de detalles materiales, pero imposible de conseguir también el efecto aquel de tres más uno.  Las otras obras de Adoración de los magos que vemos aquí son todas maravillosas obras del Arte Universal. Desde un Velázquez de sus años jóvenes donde la originalidad la lleva el pintor español ahora a los rostros, tan humanos, de las barrocas figuras del lienzo, algo que supo identificar muy bien con el Arte barroco de su tendencia naturalista: son todas vulgares personas representando a grandes personajes. 

También, incluyo dos obras más de dos grandísimos pintores españoles: Murillo y Zurbarán. Ambos retratan a los magos, a María y al niño casi de la misma forma, con las mismas galas casi y en la misma posición compositiva. Sólo Murillo consigue acercarnos mucho más a la ternura y la candidez, a la belleza más genuina, a pesar del difícil empeño -imposible siempre- de tratar de encajar tres iguales personajes en una misma adoración divina. Por último, destacar una obra de un pintor español desconocidísimo: Baltasar de Echave Orio, un vasco que emigraría a la Nueva España -México- a finales del siglo XVI. Allí crearía una dinastía familiar de pintores novohispanos. En el año 1610 compuso su obra barroca Adoración de los Magos. Él conseguirá, sin embargo, que ninguno de los tres magos dé la espalda al espectador; él conseguirá también un paisaje tan renacentista como brillante; él dibujará ahí una bella estrella rutilante tan original como atractiva, con el añadido efecto de atraer ahora la mirada claramente. Es, para tratarse de un pintor muy poco conocido y valorado, una muy genial obra de Arte barroca. Porque además, en su obra maestra, una de las manos del primer mago de oriente -Melchor- se apoya ahora en el suelo necesariamente. Sitúa el pintor así la mano izquierda del rey en un gesto preciso con el que trataría de compensar su personaje el desequilibrio gravitacional de su difícil postura, esa que existe ahora en el Arte obligadamente para componer una figura tan inclinada como para que pueda besar al niño y, a la vez, no dar la espalda al espectador, en una composición estética ya de por sí tan difícil como complicada.

(Óleo Adoración de los Magos, 1504, Alberto Durero, Galería de los Uffizi, Florencia; Detalle del Tríptico de Santa Columba, Adoración de los Magos, 1455, Roger van der Weyden, Antigua Pinacoteca, Munich, Alemania; Lienzo del pintor Baltasar de Echave Orio, Adoración de los Magos, 1610, Museo Nacional de Arte, México; Óleo Adoración de los Magos, 1619, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo La Adoración de los Magos, 1639, Zurbarán, Museo de Grenoble, Francia; Cuadro del pintor español Murillo, Adoración de los Magos, 1660, Museo de Toledo, Ohio, EEUU; Obra La Adoración de los Reyes Magos, 1629, Rubens, Museo del Prado; Tabla Tríptico de la Adoración de los Magos, detalle, Hans Memling, 1479, Museo del Prado.)