12 de mayo de 2024
La representación de algo más que estético, trascendente, mágico, rupturista, tuvo en el Manierismo español un genio desconocido.
11 de agosto de 2022
Ante la existencia humana, Miguel Angel expuso su contradicción más desesperada.
En la última etapa de su vida Miguel Ángel combinaría manierismo volumétrico con fuertes rasgos de desesperación. Sus dudas fueron con los años acrecentándose, tal era su espíritu inquieto estética e intelectualmente. Solo el color y el volumen satisfizo al artista renacentista su frustración cargada de años de decepción y contratiempos. Cómo tratar de compaginar la libertad creativa con la represión que padecería, fue algo que se llevó a la tumba. Pero dejaría en sus obras parte de eso que no supo vencer sino con su Arte. La creación fue su salvación, una salvación que no es comparable a ninguna otra posible en este mundo. La búsqueda de la belleza en Miguel Ángel fue explosiva y cambiante con los años. De un clasicismo griego sucumbiría luego en un manierismo arrollador para acabar, finalmente, en un trascendentalismo artístico, algo que no fue más que una terrible y desesperada búsqueda de una belleza marchita. Si hubo un pintor existencialista mucho antes de existir el Existencialismo, ese lo fue Miguel Ángel. La mirada individual y perdida está en todos los rasgos humanos compuestos por él. Para él la humanidad es el centro de su creación y de su motivación estética. La fuerza del impulso renacentista está en este gran creador como en ningún otro. El choque entre la verdad de la belleza y la verdad revelada fue para él un suplicio espiritual insalvable. Lo que trató, sin éxito, fue de conciliar ambas verdades. Y si lo consiguió lo hizo únicamente con su Arte. Qué grandeza la del Arte, que puede hacer algo que la vida no puede conseguir. Para cuando pinta El Juicio Final los años le permiten transgredir muchas cosas. A esa edad su mente creadora no tiene reparos en nada, ni siquiera en compartir la falta de belleza aparente de algunas figuras humanas con la composición artística del conjunto, algo que llevará, siglos después, a un filósofo alemán afirmar que el todo es más importante que sus partes. La genialidad de Miguel Ángel, entre otras, fue empezar a transmitir que la belleza es la del conjunto y no la de sus elementos individuales.
Del mismo modo, esa particularidad la llevaría a su espíritu desesperado: había que socorrer la idea magnífica de la divinidad absoluta frente a las diversas apariencias de esa representación evangélica. Para la salvación la genuina virtud era lo importante, y ésta no se encontraba para Miguel Ángel en poderosas oligarquías, eclesiásticas o no. En su mapa celestial-infernal del fresco de la capilla sixtina Miguel Ángel compone su dilema existencial. En uno de sus elementos figurativos compone un ser humano aislado abatido por la desesperación. Hay tres abominables seres que le inquieren, le arrastran, le sujetan o le dañan, pero él no parece sufrir ese tormento real tanto como otro que expresa con el desgarrado abatimiento de su rostro. Con su mano tratará de sostener el perverso momento del autoengaño. Porque esto es lo que el artista florentino parece tratar de transmitirnos. Es la desolada experimentación que el ser padece cuando comprende que es él mismo el que ha errado de un modo imperdonable. Sin embargo, el pintor renacentista lo compone con los gestos y el impulso estético más enternecedor. Por eso el castigo que compone no es tal, sino más bien el atropello de un destino que se satisface de un error, sin embargo, del todo perdonable. Por esto la expresión del sujeto abatido que lamenta sus decisiones el pintor lo compone con el más triste de los gestos compungidos. Hay teología, estética y filosofía en esa expresión. Y, por tanto, un reflejo del espíritu atormentado de un Miguel Ángel decepcionado del mundo.
Seducido por la Reforma protestante no dejaría, sin embargo, su fe original que pensaba debía reformarse. El Arte le salvó de ser arrestado, pero, también de su propia desesperación. Como el personaje retratado que sufre tormentos, los seres humanos deciden también que la causa real de su sufrimiento no es otra que ellos mismos. Sin embargo, el pintor atraviesa el gesto desgarrador con la expresión más auto-consoladora que un ser pueda tener. No somos culpables, si acaso, más que de la mitad de lo que el mundo nos achaca indiscriminadamente. Y, a veces, ni eso siquiera. Nacer y vivir van unidos, y el hecho de nacer tuvo que ser culpabilizado para tratar de justificar una salvación entonces necesaria... Pero no somos culpables de nacer ni de haberlo hecho de una determinada forma. Por esto la salvación es una contradicción filosófica. No hay necesidad de salvarse sino tan sólo de vivir. La salvación real está en la capacidad de quererse, tanto como en la de no hacer daño a los demás. Toda acción que justifique otras cosas no es más que otro autoengaño. Por eso la mano decidida que alivia en la figura desesperada que retrata el artista en su personaje abatido: mucho más alivia y sostiene que engaña o disfraza su propio delirio. No hay dolor mayor que dejarse llevar por el abatimiento existencial sobre un hecho del que somos ajenos, como una mínima parte, además parcial, de un universo totalmente incognoscible. Miguel Ángel lo sabía y por eso padeció la terrible contradicción de una fe salvadora y otra detestable. Como en la vida de cada uno de nosotros, que compartiremos nuestra creencia y nuestra descreencia sin llegar a comprender, muy bien, que ambas cosas son tan relativas como complementarias...
(Detalle del fresco El Juicio Final, 1541, del pintor manierista Miguel Ángel, Capilla Sixtina, Roma.)
20 de mayo de 2022
Ciudades inventadas o invisibles en el Arte con la única finalidad de justificar un espacio.
En el año 1972 el escritor Italo Calvino publicaría su novela Las ciudades invisibles. Inspirada en la leyenda de Marco Polo y sus viajes, donde el viajero veneciano describía su encuentro con el emperador chino Kublai Khan. Entonces, un poco para salvarse y otro para fascinar, Marco Polo le narra al Khan las descripciones de algunas ciudades que había visitado y conocía. Pero, sin embargo, tanto las idealizó Marco Polo que ninguna de ellas correspondía exactamente a ninguna realidad. Todas fueron inventadas en su descripción, a pesar de que existieran incluso. Con ese atavío fantástico el escritor italiano compuso su relato inventado basado en aquel encuentro legendario. Pero Calvino titularía su novela mejor como Las ciudades invisibles, y es mejor así, a pesar de que la invención es el único sentido de acabar haciendo visible lo que no lo es. En el Arte la recreación de ciudades casi nunca refleja la realidad, entre otras cosas porque el paso del tiempo las hace luego diferentes. Y es que esa es la cualidad que, además de la perspectiva, utilizan los pintores para permitirse la libertad de transgredir la realidad representada de algo existente. Sin embargo, el Arte no se queda en la transformación temporal o en la del punto de vista, llega más allá para convertir una idea espacial concreta, lo que es una ciudad existente, en otra cosa distinta: la visión emotiva de una expresión estética que asocia el mundo conocido con un espacio diferente. La invisibilidad de Calvino en su novela es otra cosa añadida, donde el Arte sustituye esa no visión real en una visión inventada, entre otras cosas para conseguir dar visibilidad a lo que no lo tiene. Cuando el pintor expresionista Egon Schiele se inspiró en la silueta abigarrada de una ciudad orillada, pintaría su obra Casas junto al río, la ciudad vieja. Sin embargo, con ese título no haría sino elucubrar la identidad concreta de esa ciudad pintada. En su estilo expresionista, la obra refleja el punto de vista alejado de cualquier referencia real a una ciudad determinada. Cuando los pintores buscan componer algo conocido, como un monumento o una ciudad, destacan casi siempre rasgos definidos de algún elemento arquitectónico característico de ese espacio concreto. Esto le da identidad y cualifica la creación artística para poder relacionar una imagen con algún sentido real.
Pero el Expresionismo no busca ninguna relación en ese sentido, para esta tendencia modernista la representación no obedece a la realidad sino al sentimiento, a la emoción, a lo que parte de lo representado pueda expresar dichas sensaciones estéticas. El pintor Schiele compone la imagen de su obra con los perfiles de una ciudad centroeuropea al lado de un río, una ciudad que no tiene ahora la intención de dar a conocer sino de emocionar con su perspectiva expresionista. Luego los críticos decidirán si es la ciudad de Wachau o Krumau, ciudades que el pintor tuvo en su vida la oportunidad de conocer. Pero nada hace a la obra, como el pintor hizo, corresponder una realidad a una silueta artística determinada. Cuando Italo Calvino quiso hacer una novela con los elementos de la obra legendaria de Marco Polo hizo lo mismo. Lo mismo, a su vez, que Marco Polo hizo con Kublai Khan. Era describir la visión imaginada de una realidad incierta, como son todas las realidades que mezclan cosas diversas y nunca alcanzan a definir bien un espacio y un tiempo concretos. Pero, sin embargo, en la expresión estética de una obra de Arte pictórica el tiempo no es exactamente un valor condicionante. Lo mismo que en el caso de Calvino, ya que no relata una visión idealizada de otro momento, sino la idealización sistematizada de ciudades que tienen una realidad por su sentido de poder ser y no por el hecho de haber existido. Ya que haber existido puede cambiar cualquier perspectiva espacial a causa de ser otro tiempo distinto. Aquí no. En el Arte, el pictórico y el literario, la descripción es existente y real aunque nada de ello corresponda con la identidad real o existente de algo. El pintor holandés Jacob Grimmer (1525-1590) reflejaría en sus obras renacentistas el paisaje más como una expresión emotiva que real de un lugar representado. En su obra, a finales del siglo XVI, compone un paisaje con una población europea del norte que recrea la idealización de un lugar inventado. Su visión es tan fantástica que la expresión que da a su obra delimita una población humana muy alejada de su arquitectura. Las casas están vacías de vida, parecen seres o elementos abandonados en contraste con los humanos, con la delineación del paisaje de una pequeña ciudad junto a un río.
Cuando el pintor romántico Francoise-Antoine Bossuet quiso pintar la ciudad de Sevilla entre los años 1850 y 1860, idealizó un paisaje que nada tenía, ni tiene, que ver con la realidad. Aquí su invención es total, absolutamente romántica. La invisibilidad de una visión real es acorde con la visión estética reflejada por su emoción extrema, como hace además la estética propia del Romanticismo. No existe ese gran edificio, la supuesta catedral sevillana, con esa estructura arquitectónica, ni se encuentra, además, tan cercano a la orilla del río Guadalquivir. Tampoco el puente que aparece en la obra es el verdadero puente de Triana. Todo es inventado, haciendo a una ciudad real del todo invisible... Y no tiene que ver con el paso del tiempo y sus deterioradas situaciones. No, ahora es la expresión de un espacio, la recreación de un espacio que se justifica solo con algunos elementos geográficos de la realidad. Como Marco Polo haría con sus descripciones fantásticas de algunas ciudades al emperador chino. ¿Se hubiese mostrado igual de fascinado Kublai Khan con la realidad si aquel se la hubiese contado del mismo modo real? Seguramente. Entonces, ¿qué sentido tenía haberla transformado? El conocimiento real, la verdadera información que carecía el autor, o, también, el esfuerzo de memoria que supondría una descripción tan detallada con la que poder llegar a fascinar exitosamente. El Arte es así, necesita fluir desde lo conocido para poder describir lo fascinante, pero, como lo conocido es limitado, el sentido entonces de lo que se precisa expresar debe fluir de la imaginación, de la recreación idealizada de un sentimiento estético poderoso. Uno que haga de la realidad otra cosa diferente, un espacio donde ahora coincidan juntos el deseo, la satisfacción y una cierta realidad indolora. En la Pintura la deformación de la realidad es menos elogiada que la imaginación. La invisibilidad entonces es un concepto que expresa confusión, no otra visión diferente de algo. Hay invisibilidad en la imaginación o en la no visión de las cosas, pero no en la falsedad. ¿Cuando Marco Polo describía sus ciudades las falseaba? Posiblemente. Sobre todo porque describía falsedades de las ciudades existentes, no de las que no. ¿Cuando Italo Calvino narraba sus ciudades invisibles las falseaba? No, en absoluto. Construyó sus imaginadas ciudades desde la emoción de un sentimiento novelado: la recreación de cosas con rasgos de verosimilitud pero que son totalmente inventadas. En este caso la creación artística construye una visión sorprendente y emotiva, sobre todo por hacer de algo material un sentimiento con vida fascinante. Al final, es la fascinación del espacio, no la del tiempo. Es el sentido atrayente de una invención, pero es, también, la descripción fascinante de una realidad del todo invisible.
(Óleo Casas junto al río, la ciudad vieja, 1914, del pintor expresionista Egon Schiele, Museo Thyssen, Madrid; Pintura Paisaje invernal con pueblo, siglo XVI, del pintor holandés Jacob Grimmer, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro romántico La catedral de Sevilla, mediados del siglo XIX, del pintor belga Francoise-Antoine Bossuet, colección Privada.)
2 de abril de 2022
La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.
Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente.
El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces? Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico.
Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.
(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)
7 de febrero de 2022
El Arte como una metáfora del mundo y la mente del ser humano: el terror al vacío o la necesidad de llenar la nada.
Desde la Antigüedad el vacío no se entendía en el mundo. El filósofo Aristóteles consideraba que no existía en el Universo. Y, sin embargo, fue exorcizado inconscientemente a lo largo de la historia del Arte. Cuando se busca la representación del mundo no podemos obviar la distancia entre las cosas. Esa distancia es tanto más peligrosa cuanto más grande es la superficie a llenar con aquella. Es decir, no podemos ahuecar el espacio entre dos elementos del mundo, como no podemos escindir de nosotros mismos la idea del mundo a nuestro alrededor. Esa experiencia personal está imbricada con nuestra realidad existencial y, por tanto, la representación de cualquier expresión del mundo debe estar obsequiada con el sentido justificador de todo lo que existe. Y todo ello para sentir que pertenecemos a un proyecto más grande que nosotros mismos. Cuando más abstracta era la sensación de pertenencia al mundo, mayor era su espiritualidad, más rellenada de elementos armoniosos era precisada la representación de éste. Por eso el Arte bizantino como posteriormente el islámico fueron manifestaciones artísticas donde la geometría y el equilibrio llenaban los espacios vacíos de las superficies arquitectónicas y pictóricas de sus obras. Así hasta que el Renacimiento comenzara a combinar clasicismo grecorromano con espiritualidad judeocristiana. De esa fusión plástica, así como de la herencia oriental (bizantina-islámica), el Arte occidental compuso las obras más abigarradas de rechazo al vacío más asombrosas que jamás se hubiesen realizado nunca. ¿Era una necesidad estética? ¿Era una necesidad mental, psicológica? Efectivamante, hay una explicación geométrica, física, estructural, para la combinación de elementos equilibrados que consigan completar un espacio con belleza. Pero también es una necesidad espiritual, psicológica, producida por el extraordinario horror humano a la nada, a la insuperable sensación de la nada.
En la obra del pintor holandés Pieter Bruegel el viejo vemos un paisaje lleno de seres y escenas inconexas, donde la naturaleza apenas es vista en su magnanimidad. No hay orden salvo en la totalidad. Aquí el equilibrio pictórico no ofrece esa oposición al vacío, propia de cualquier artificio estético que buscara exorcizarlo con belleza. Sin embargo, la obra de Arte de Bruegel consigue obtener otra cosa: completitud humana frente a la Naturaleza, frente al Universo. Con su obra, el pintor holandés deseaba representar todas las necedades humanas que nos llevarán a ser lo que somos. En ellas nos vemos reflejados con una inexistente figuración para el tedio, para ese espacio preciso que nos permita reflexionar más de la cuenta sobre nosotros. Una forma de crítica donde no hay lugar más que para la distracción es una de las cualidades extraordinarias de este pintor. Sus figuras humanas extravagantes quieren exponer en forma gráfica los proverbios más conocidos de la historia. Todos ellos recrean una composición donde la realidad no es una sino varias. Todas ellas hacen además que la ridícula exposición de un delirio humano sea justificado por la abundancia de ellas. Así el pintor no ofende sino que exalta la naturaleza humana. Aquí el horror es interior, es salvado por la forma en que el Arte expresa la grotesca actitud de los seres humanos ante la estupidez o la falla. Porque luego está el horror exterior, ese que el ser llevará desde el momento en que lo de afuera pueda ganar terreno a su interior. Este es expresado con la espiritualidad más que con otra cosa. Busca no caer en el abismo de la nada, un abismo exterior que pueda alterar su sentido equilibrado del mundo. Las grandes representaciones artísticas desarrolladas por las grandes religiones buscaron una forma estética de llenar un vacío existencial provocado por el sentido más misterioso del Universo.
Pero no acabaría el misterio con la espiritualidad, el mundo grecorromano buscaría lo mismo desde el paganismo más artístico. Cuando el Barroco compuso sus obras más abigarradas de equilibrio estético donde una belleza expresiva ganase al ardor de lo abismado, el clasicismo buscaría, antes y después, el sentido primoroso de satisfacción más personal ante la nada más insulsa de lo existente. Por eso el grutesco, por ejemplo, aquellas formas decorativas halladas en las grutas arqueológicas de Roma, formaron parte de las valiosas y armoniosas estructuras arquitectónicas de las maravillosas representaciones clásicas. Habían sido compuestas siglos antes en Grecia esas estructuras también, donde la realización formal de sus ordenadas medidas ofrecían un sentido justificador al mundo y al hombre. Cuando el noble renacentista español Rodrigo de Mendoza quiso decorar el interior de su castillo fortaleza granadino a comienzos del siglo XVI, no dudaría que debía ser el Arte italiano de entonces el que lo hiciera con todo lujo de detalles clásicos. La fortaleza había sido iniciada en pleno siglo XV, cuando el territorio aún era un lugar de guerras y batallas peregrinas. Pero, luego de su viaje a Italia en el año 1499, el mecenas español conseguiría realizar una hazaña artística extraordinaria. Por fuera el castillo de La Calahorra es una estructura militar sin ningún atisbo de belleza exquisita, más allá de las formas medievales de una fortaleza aislada. Pero, en su interior el mundo había sido transformado por completo. Sus arcos, sus columnas, sus capiteles, sus grutescos, sus formas armoniosas, habían acogido una atmósfera que nada tenía que ver con su exterior tan desolador. Era una metáfora, una maravillosa metáfora de la manera en que el ser humano buscase exorcizar el terror interior tanto como el exterior a su sentido del mundo.
(Óleo Proverbios holandeses, 1559, del pintor rencentista Pieter Bruegel el viejo, Museos estatales de Berlín; Obra clasicista Fidias mostrando los frisos del Partenón, 1868, del pintor británico Alma-Tadema, Museo de Birmingham; Imagen del Castillo-fortaleza de La Calahorra, Granada; Fotografía del Patio interior renacentista del Castillo de La Calahorra.)
4 de diciembre de 2021
El Arte es la nostalgia que experimentamos, aunque no lo hayamos vivido, cuando miramos un cuadro.
Esta pintura de Pietro Vanucci, conocido también como el Perugino, es un ejemplo claro del sentido modulador que el Arte puede llevar a la memoria inconsciente del ser humano. ¿Existe una memoria inconsciente? Debe existir. Es esa que, sin recordar nada, nos alinea con un acorde de elementos familiares o complacientes que nos llevarán a sentir que lo que vemos ahora es una experiencia vivida o compartida alguna vez con nosotros. Para el Renacimiento el Perugino lo es todo. En su Arte comprobaremos esa particularidad especial que hace que la vida no sea más que un sueño ajado recordado en bellas imágenes serenas. ¿Cómo es posible que eso que miramos ahora sea una lamentación? No, no puede ser eso lo que vemos. Para una obra coral, es decir, para una obra de Arte donde aparecen muchos personajes, no dos o tres, es además todo un reto expresar esa emoción sin desmejorar el resultado. Este pintor italiano consiguió definir el concepto de Arte sin él mismo saberlo. El Arte es una comunicación incomprensible con algo que no acaba de existir, pero que vemos, que sentimos, que hacemos nuestro. La sensación es muy vaga, apenas perceptible. Tiene que ser así, el Renacimiento es eso, insinuación, delicadeza, inspiración, instante... Pero la elección de un grupo tan numeroso para una obra de Arte (decían algunos entendidos que superar nueve personajes es un riesgo) es aquí genial y necesaria. Porque basta solo uno, uno de ellos, para que el sentido de la obra cambie por completo. Es una alegoría de la vida, del mundo, de los seres humanos, más que otra cosa. Bastará uno solo de los personajes que nos resulte halagador, entre un abrumador elenco, para transformar ahora el sentido del cuadro. Pero aquí, además, todos son necesarios, todos son precisos, todos comunicativos, todos son conformados de una manera especial para el sereno conjunto expresivo. Ahí estará también parte de esa emoción sorprendente. A pesar de ser un grupo numeroso, la sensación de intimidad o de serenidad no dejará de experimentarse ante su visión artística compleja. Esto lo consigue el Renacimiento del Perugino genialmente. Para entonces, como para nunca, el mundo no era un paraíso ni un equilibrio de gratas emociones peripuestas. Los artistas y pintores buscaron en el Arte entonces la mejor forma de expresar, sin embargo, otra cosa del mundo...
Pero, ¿existe otra cosa del mundo? Aquí nos acercaremos, con el Renacimiento, a la subjetividad mucho antes de que los filósofos o pensadores hablaran sobre la parcialidad con la que miramos el mundo. En la obra del Perugino no sólo hay personajes existe también un paisaje muy inspirador. Son las dos cosas necesarias en toda obra renacentista: seres humanos y paisaje. El paisaje es ahora aquí un personaje más de los que están ahí sin expresividad. Porque no hay expresividad en el Renacimiento. Pero, sin embargo, ¿cómo se puede expresar algo sin expresividad? Se puede, y la mayor parte de los pintores renacentistas lo consiguieron. La inexpresividad no es exactamente falta de expresividad. Cuando expresamos cosas, varias cosas, muecas, gestos, guiños, sonrisas o emociones especialmente fuertes es expresividad. Cuando sólo expresamos una suavemente es inexpresividad. Al menos en el Arte es así. Pero esa inexpresividad aparente es aquí, en esta obra, el motivo de que no se altere nuestra sensación particular de serenidad. De que podamos ejercer la nostalgia, una emoción especialmente familiar o íntima de los seres individuales. Ante la visión de este cuadro del Perugino no podemos dejar de sentir que hay algo ahí que nos llevará a presentir una emoción particularmente indefinida. Y no me refiero a una cuestión religiosa, que es posible, sin duda, pero no especialmente a eso. Es una sensación artística en el sentido de que el Arte nos traslada a otra dimensión donde el tiempo y el espacio se subliman. En el paisaje de esta obra anacrónica (porque el sentido de lo representado, muerte de Cristo en Palestina a comienzos del siglo I, y el sentido de lo expresado, reunión de seres humanos ante el cuerpo sin vida de otro humano en la Italia del siglo XV, no estará acoplado realmente) el referente especial de la nostalgia es aquí el lago Trasimeno y la silueta de los torreones y murallas grises de una ciudad y sus orillas. Hay en la obra del Perugino una referencia emotiva a su lugar de nacimiento, la región de Umbría y su lago Trasimeno. Para el Renacimiento la emotividad nostálgica es más importante que la representación mimética de las cosas expresadas.
Otra especial característica de la nostalgia es la individualidad, ya que no es posible compartirla tanto como sentirla a solas. La composición de la obra del Perugino nos ofrece esa particular forma de poder compartir una emoción, sea la que sea, sin compartir la nostalgia. Y es por eso mismo que los seres representados disponen de una individualidad expresiva extraordinaria. Solo comparten el tiempo pero no el espacio. Hasta uno de ellos parece mirarnos ahora, ensimismado, alejándose del sentido colectivo para reflexionar, perdido, sobre el sentido de lo que no comprenderá muy bien. Es el único que no inclina la cabeza de esa forma similar en que todos los personajes, vivos o muertos, inclinarán la suya. Esa extraña serenidad no compartida es visible desde la nostalgia de la obra artística tan extraordinaria. Qué sensación de vida hay en esa lamentación sobre la muerte... El Arte consigue eso en las composiciones donde el observador se identifica con parte de lo representado. Pero esa identificación es general, apenas insinuada, llevada a cabo por la armonía del conjunto donde nada desmerece la visión de una nostalgia. Las emociones inexpresivas son precisamente las que más se parecen a la nostalgia, porque no se siente del todo, porque no se termina por ver qué cosa hace que la sienta uno o que la recuerde a veces. En su obra el pintor Perugino consigue algo que hasta entonces no se había visto en el Arte, la perceptividad psicológica de algunas expresiones. Y esa sensación solo puede representarse en un entorno acorde con los principios renacentistas de entonces. No hay otro estilo, salvo el Manierismo, donde podamos descubrir mejor ese instante que no representa nada especialmente, pero que tiene una característica muy personal, muy íntima, muy trascendental. No hay nada en la obra que nos haga sentir repulsión, ni siquiera la imagen evidente de un cadáver, como para que la emoción no pueda volar ahora libre entre los perfiles inexpresivos de unos gestos tan diversos. La vida y el mundo están aquí retratados bajo la suave sensación silente de unos rostros ajenos. Con todo ello, con los seres humanos y con el mundo alrededor, el pintor consiguió hacernos percibir belleza ante la nostalgia presentida de un cierto misterio tan incomprensible como inevitable.
(Óleo sobre tabla Lamentación sobre Cristo muerto, 1495, del pintor renacentista italiano Pietro Perugino, Palacio Pitti, Florencia.)
17 de septiembre de 2021
La grandeza artística de Tiziano estuvo en la totalidad de su Arte, en la Belleza, pero, también, en la manera de narrarla.
4 de abril de 2021
El Arte, la historia y el amor acabarán relacionados en este mundo.
19 de febrero de 2021
El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.
9 de febrero de 2021
La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.
Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.
Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte.
El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia.
(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)