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5 de mayo de 2020

La impresión es lo que se da antes de la percepción, no es nada aún y lo es todo.



Es justo la impresión estética ese momento en que no percibimos nada todavía, solo apenas acude ahora a nuestros ojos una proyección efímera y desconsiderada de lo real. No nos dice nada aún, no podemos saber todavía qué es lo que vemos ahora exactamente, pero eso dura poco tiempo, es imperceptible tanto lo que apenas vemos como lo que sentimos incluso. Solo los impresionistas quisieron y supieron ofrecernos ese instante tan efímero. Por eso mismo su Arte es tan maravilloso como incomprensible. Porque no es natural, porque no corresponde a nada de lo que percibimos, cuando vemos las cosas reales, a como aparecen en sus obras. Esa impresión de sus obras es una estela indivisa difuminada por colores de un mundo ahora diferente. No hay contraste real en sus imágenes (nada se opone naturalmente a nada), y no lo hay porque no existe un contraste que nos permita distinguir bien unas cosas de otras. Pero, sin embargo, están ahí las cosas representadas. Están y lo vemos al alejar nuestra mirada (cerrar apenas un poco los ojos) y nuestros juicios (prejuicios) para recordar qué representan. El Impresionismo es una extraña filosofía estética sobre la forma de ver las cosas del mundo. Los impresionistas lo que hicieron fue buscar la belleza que encerraban las cosas antes de que éstas dejaran de ser desconocidas. La impresión, por su definición y la propia naturaleza de lo que es el concepto, no puede durar mucho. Cualquier impresión, sea visual o emocional, calamitosa o estimulante, no se mantiene en el tiempo. Lo complicado en el Impresionismo fue plasmar una efímera imagen iconográfica y que, además, tuviese belleza. El Romanticismo de Turner, por ejemplo, consiguió lo mismo tiempo antes, pero hay una sutil diferencia entre ambas tendencias. Esa diferencia es la luz. En el Romanticismo lo importante es la luz solar, no la artificial, ni la condicionada, nublada o filtrada por una atmósfera gris, difuminada o minimalista. Para Turner, por ejemplo, la luz solar debía fluir siempre entre las marañas deformadas de una composición sublime. Para los impresionistas, sin embargo, la luz es igual ahora cuál sea su origen, o si existe o no. Esta es la grandiosidad del Impresionismo: no es necesaria la luz natural para destacar la luminosidad o las rutilantes formas coloreadas de un mundo vibrante. 

En la pintura Una mujer al piano de Renoir no sabemos qué tipo de luz hay en ese interior difuminado ahora, de dónde viene o qué lo origina. Da igual, los impresionistas crean los colores sin necesidad de luz. Realmente ellos materializan o traen, por así decir, la luz de las propias cosas representadas en sus obras. No necesitan puntos de luz, ni destellos, ni llamas (las velas del piano están eternamente apagadas en la obra de Renoir), ni de fuente de luz alguna que allane un instante sublime de color. En su obra Rocas en Port-Goulphar, Monet capta unos colores imposibles de ver así en un paisaje nublado, gris o desolador. ¿Cómo es posible ese color apagado verde turquesa entre los reflejos sosegados de un mar, sin embargo, tan arrollador? Porque el océano Atlántico en esos acantilados de la costa francesa no es tan sereno ni tan sosegado. Pero es que en el Impresionismo no están los colores para representar las cosas sino para narrar con ellos las cosas. Así Monet dará forma al movimiento de las olas o a las rugosas rocas del duro acantilado persistente. Y seguirán siendo, como en Renoir, indiferentes las formas en Monet. ¿Por qué distinguir o diferenciar unas cosas de otras cuando lo que se expresa en ese instante momentáneo es algo que no veremos realmente nunca así? El Impresionismo es más tiempo que espacio. No interesa tanto el espacio como tal. A cambio, el tiempo es sublimado porque es utilizado infinitesimalmente en sus obras. La grandeza del Impresionismo (frente al Surrealismo, Simbolismo o Romanticismo, por ejemplo) es que lo que refleja es la realidad del mundo que vivimos pero, sin embargo, no percibida así por la visión real de un ser humano. El mundo para los impresionistas no difiere de lo banal, de lo normal, de lo cotidiano o de lo sencillo de la vida. Toda obra impresionista refleja la vida sin interferir filosóficamente (ni inmanente ni trascendentemente) en ella. Lo único que los impresionistas hacen (y no es poco) es destacar en sus obras el instante anterior a todo eso.

Al hacerlo así eternizan más el Arte. Hacen con él una cosa que otras tendencias realistas no consiguen: fijar la impresión de un instante imposible de comparar con nada parecido del mundo. Una obra clásica, donde las formas son conformes a lo real, es comparable con el mundo que refleja, por lo tanto posible de refrendar en un futuro lejano ante un deseo de conocimiento iconográfico. En el Impresionismo el conocimiento iconográfico no tiene mucho sentido. ¿Cómo distinguir nada en sus obras para aprender algo de lo que representa? No es conocimiento, es impresión. Por eso dentro de mil siglos la obra de Monet seguirá siendo vigente estéticamente. ¿No podrán ser vistos así también los paisajes futuristas de un mundo diferente? Precisamente por ser un Arte indiferente... Esa indiferenciación de los límites de las cosas plasmada en las obras impresionistas, de sus reflejos tan irreales, de sus sombras imperfectas o de su luz inciertamente difuminada, hacen del Impresionismo una tendencia muy singular. Sirve esta tendencia para perderse en sus imágenes y no sentir que se agotan las miradas diferentes (porque tienen formas indiferentes) que cualquier percepción pueda disponer. ¿Qué deseamos sentir al ver a esa mujer tocando ahora el piano? ¿Que lo toca? ¿Que medita? ¿Que descansa? ¿Que sueña? ¿Que está triste? ¿Que está absorta? ¿Que está perdida? ¿Sensible? ¿Esperanzada? Todo eso y mucho más que pensemos que haga será. Al ser un instante indefinido podemos decidir pensar lo que queramos que pueda ser el sentido de esa impresión congelada. Nada real es percibido en una impresión, sea la que sea. Porque para percibir algo es preciso corresponderlo, oponerlo con formas conocidas. Lo desconocido debe estar situado ahora entre lo conocido para poder ser percibido. Cuando lo desconocido está entre cosas desconocidas no percibiremos nada. Sin embargo, el Impresionismo refleja siempre una realidad conocida, normal y verosímil. Sabemos que la refleja. Este es el acuerdo tácito entre el pintor impresionista y los observadores de sus obras. Lo demás es la imperceptibilidad de las cosas indefinidas. ¿Cómo consigue atraernos el Impresionismo? Por esa sutil percepción de la impresión anterior a toda percepción real visible, la única percepción sensible, por otra parte, que da y sostiene el instante congruente con la creatividad: la belleza impresionista. Con esta belleza perceptiva tan especial los impresionistas consiguen nuestra aceptación de aquel acuerdo visual. Lo que significa aceptar que siempre hay un instante de belleza anterior a cualquier percepción existente del mundo.

(Óleo de Pierre-Auguste Renoir, Mujer al piano, 1876, Instituto de Arte de Chicago; Obra impresionista de Claude Monet, Rocas en Port Goulphar, 1886, Instituto de Arte de Chicago.)

8 de septiembre de 2016

Un impresionismo entre las contradicciones del Arte: Renoir y la belleza como sentido.



¿Destacar la primera impresión y canalizar la luz como fuente o motivo de una representación pictórica? ¿Fijar el pintor lo que queda después de mirar el objeto sin señalar en nada la mirada? Decididamente, Renoir (1841-1919) no fue, exactamente, un pintor impresionista...  Vivió en el momento más impresionista, creció y se desarrolló con las mismas características artísticas que esta tendencia tuviese en el Arte, pero, sin embargo, Auguste Renoir hubiera querido mejor vivir y crear en el Renacimiento o en el Barroco. Nació tarde, demasiado tarde, como para poder expresar la vida y el mundo que a él le habría gustado hacer. En una ocasión diría el pintor francés: Para mí un cuadro debe ser algo alegre y hermoso, , hermoso. Ya hay demasiadas cosas desagradables en la vida como para que nos inventemos más.  En el año 1866 compone su obra Lise cosiendo. La influencia del pintor Manet en Renoir fue decisiva, pero, también lo fue la del pintor romántico Delacroix.  Manet fue un innovador, un barroco en el realismo preimpresionista de mediados del siglo XIX. Delacroix, sin embargo, es la pasión, es un manierista del romanticismo decimonónico más barroco... Todas estas cosas son elementos artísticos que atrajeron al joven Renoir. Por eso, cuando pinta a la bella modelo Lise, están esos dos grandes creadores, Manet y Delacroix, también ahí expresados.

Pero, también está el Barroco y el Renacimiento...  ¡Qué maravilla las cintas rojas en el cabello pintado de Lise! ¡Qué hermoso pendiente de coral rojo en la bella modelo! Aún no se había presentado el movimiento impresionista -lo hizo en el año 1870-, cuando Renoir capta el momento pictórico y los colores moldean parte de la figura de ella: son su propio cuerpo, sin distinción del tejido azul que cose decidida. El fondo, sin embargo, es esbozado con trazos marrones o grises que anuncian el desgarro impresionista, algo característico de esta tendencia. Pero el rostro de ella, lo que individualiza y da sentido personal, no es exactamente impresionista. Renoir brilla con fuerza romántica en el perfil modelado que atisba la belleza de la joven retratada. Aunque no hay Romanticismo si no hay un gesto elogioso, emotivo o heroico en una representación estética, los trazos de Renoir aquí, sin embargo, lo son, son románticos en el perfil de Lise.  Pero, a diferencia del Romanticismo, el gesto no es más que el gesto cotidiano de una modelo haciendo una simple actividad vulgar. En esta obra de Renoir hay más bien Barroco, el barroco de las obras de pintores como Vermeer y su famosa Mujer de la perla. Además, hay colores que no abundan mucho en las creaciones de Renoir, pero que ahora son otro alarde extraordinario del creador francés: el complicado maridaje artístico del gris con el azul.

Pero, da igual, porque el sentido de la imagen aquí es destacar la belleza de Lise sobre todas las cosas. Y la cinta y el pendiente rojos adornan esa belleza aún más. Cuando Renoir conoce a la joven Aline Charigot -su futura esposa- ni siquiera pudo imaginar que la llegaría a amar tanto.  Antes la pintaría. La había idealizado tanto antes de conocerla. Así que cuando la ve por vez primera no pudo evitarlo: debía pintarla y amarla.  En el año 1883 Renoir la pinta en su obra En la orilla del mar. Aquí el paisaje es ferozmente impresionista. Los colores revueltos y disgregados, combinados o mezclados, son los trazos enfermizos de una pasión impresionista. Pero no es Impresionismo del todo, sin embargo. Qué bien destaca ahora el bello rostro de Aline, el perfecto y renacentista rostro de Aline. Porque la belleza de la mirada de la modelo no es, exactamente, impresionista.  Es mejor pensar en Manet y sus figuras impactantes que miran y seducen. Es mejor pensar en el Renacimiento que provoca en la modelo el rostro perfecto de una belleza sublime. Aquí el pintor se deja llevar por el amor, o a su mujer o a su sentido artístico, o a ambas cosas. Contrastan la belleza de la modelo con el fugaz instante impresionista en la obra. Es el instante de la impresión primera que todo ojo impresionista debe plasmar para que sea un arte fugaz.  Pero, aquí no. Aquí Renoir nos lleva a mirar, antes que nada -o solamente-, el rostro de Aline. En él no hay fugacidad, ni instante ni momento impresionista. Es la belleza del rostro lo que está fijado ahí para siempre, es justo ahora esto lo más sobresaliente de todo aquel feroz contraste impresionista. 

(Óleo En la orilla del mar, 1883, Renoir, Metropolitan, Nueva York; Cuadro de Pierre-Auguste Renoir, Lise cosiendo, 1866, Museo de Bellas Artes de Dallas, EEUU.)

14 de diciembre de 2015

A lo largo del curso de la historia lo cierto es que el amigo del hombre es siempre el hombre.



Aunque parezca una contradicción los propios medios productores de un desastre cambiarán lo necesario luego de pensarlo bien, para mejorar ahora aquello que ellos antes habían deteriorado decididos. Ante las terribles consecuencias, por ejemplo, en el cambio climático producidas por el consumo desaforado de carbono terrestre, llevado durante años por una economía poderosa y egoísta, esos mismos medios productores -las empresas y estados inescrupulosos- llevarán luego a buen fin las transformaciones que sean precisas para, mejorando el mundo, poder continuar ellos ganando. Porque no es por altruismo, ni por un sagrado deber moral, ni por fraternidad global ni por esas cosas románticas que nunca en la vida económica han sido, sino tan sólo por el mismo interés económico de siempre por lo que cambiarán. Ese interés que compensará ahora para cambiar de opinión, de producir o de vivir. Pero es que es así, sin embargo, el único sentido de progresión en la historia. Porque sin desastre no hay avance tampoco. Sin pérdida no hay transformación. Y es que vivimos mucho más inmersos en lo que se podría llamar historia cuantitativa o diacrónica (la contabilidad, la renta, el grano o el beneficio), que en lo que se podría entender por historia cualitativa o sincrónica (el pensamiento, la conciencia de lo eterno o de la belleza o del Arte).

En la historia de la humanidad los inicios más tempranos de civilización se dieron en el oriente próximo, justo en la parte más occidental de Asia. Ahí, en lo que se ha dado en llamar Creciente fértil (Egipto, Mesopotamia y Siria), prosperaría el sedentarismo, la agricultura, las ciudades, la escritura o el comercio. Pero también existieron otros lugares en el mundo donde pronto se dieron también todas esas cosas, excepto dos de ellas: la escritura -la compleja no la ideográfica- y la organización compleja de las ciudades. Y esos dos sitios alejados del Creciente fértil fueron la llanura aluvial china y el sur del desierto de Gobi al pie del Himalaya. Es decir, en China y en la India. Y un elemento fundamental para poder entender el progreso del hombre fue su alimentación. En el Creciente fértil pronto la humanidad descubriría el trigo, el primer cereal cultivado por el hombre. Su grano era más grande entonces que el de ningún otro cereal conocido, imposible de prosperar salvajemente si no era cultivado (el viento no podría elevarlo y trasladarlo para ser fertilizado por sí solo), y por lo tanto un grano con mayor capacidad nutritiva (cuantitativa pero no cualitativamente). Sin embargo hubo otro cereal, uno que crecía fácilmente de modo salvaje (su grano es mucho más pequeño) y que se utilizaba en África desde los primeros momentos del homo sapiens. Sólo consiguió ser consumido luego y cultivado en la India y en China, pues el trigo no llegaría a ser utilizado en estas regiones asiáticas hasta dos mil años después de ser conocido en la cuenca oriental del Mediterráneo.

En China podía prosperar este cereal en regiones de escasa lluvia y poca fertilidad de suelo, incluso crecería en los suelos salinos. Xiaomi es la palabra china para denominar al mijo. En China su medicina fue anterior a todas, y el mijo tendría además un valor de bienestar físico además de nutritivo, ya que era fácilmente digerible por no contener la proteína del gluten. Además su consumo combatía la cándida, un hongo unicelular cuya infección produciría la micosis. En Europa también se consumió en la antigüedad el mijo, entre otras cosas porque era un cereal de duradera conservación. En Venecia, en la alta edad media, se conservaba el mijo almacenado en fortalezas lejos de la costa, llegando incluso así hasta durar veinte años su almacenamiento. Cuando el transporte mejoró ya no era necesario su almacenamiento durante tanto tiempo y los cereales cultivados en ciertos lugares pudieron ser consumidos en otros. Por esto el mijo dejaría de tener sentido práctico y su consumo en Europa declinaría frente al poderoso trigo nutritivo. Hoy, cuando son conocidas las ventajas del mijo, su consumo se considera beneficioso para la salud humana y se incrementará, poco a poco, su producción y su comercio. Lo que no era antes importante lo es después...

Cuando el pintor Turner (1775-1851) comprendiera el sentido de progreso como un movimiento crearía su obra Lluvia, vapor y velocidad. Expuesta en el año 1844 -aunque compuesta años antes-, fue por entonces una revolución a los ojos que no estaban aún acostumbrados a ver algo tan poco visible, tan farragosamente disperso entre colores que parecían no estar acabados. Con Turner los impresionistas tienen una deuda artística parecida a la de Manet, pero sobre todo mucho más antigua. Para el pintor romántico inglés la luz lo es todo. En este lienzo es lo principal la luz, aunque no lo parezca tanto. Turner glosará o expresará, sin embargo, aquí mucho más la velocidad, el movimiento, el cambio de espacio o de lugar para transportar ahora la vida, las cosas, las emociones, las ideas o las sensaciones. En su lienzo romántico vemos a un tren cruzar ahora por el puente de Maidenhead, un viaducto inglés construido en el año 1838 para ese tren tan primitivo. Veremos la chimenea de la locomotora y por eso sabremos que es un tren lo que ahora vemos. Para Turner el detalle principal es el único detalle importante, lo demás lo tendremos que adivinar.  La lluvia es otro elemento importante en este cuadro, veremos trazos leves e inclinados de líneas delgadas en un cielo asolado de brumas doradas. Brumas que ocultan ahora el azul celeste desperdigado del fondo. Y suponemos o presentiremos que esos trazos leves de líneas delgadas serán finas ráfagas de lluvia. El vapor era por entonces la causa de la velocidad, de esa rapidez que conseguiría el hombre con su artefacto y que acabaría empezando a consumir ávidamente aquel carbono peligroso.

Pero, no es esta la única velocidad que aquí veremos. En el río cruzado por el puente de Maidenhead se vislumbra ahora una pequeña barca en la parte izquierda del lienzo. Y en la parte derecha extrema del cuadro, al otro lado del tren, el pintor dibuja -apenas se distingue por la falta de contraste- algo que parece una liebre corriendo. Tres formas de entender aquí la velocidad. Una lenta y sosegada, otra menos lenta, pasajera y fugaz en su contienda con la vida y las cosas, y, por último, la de la naturaleza, la que era la más veloz de todas por entonces. Y es este aquí ahora el contraste. Para que veamos bien las cosas siempre hay que contrastar, aunque no las veamos bien del todo. En el Arte, lo único que permite hacerlo así, esas mismas cosas más tarde o más temprano se acabarán viendo. Puede que al ver por primera vez un cuadro no veamos bien algo, pero seguro que al verlo luego mejor después acabemos viéndolo. Con la luz pasará lo mismo. Para Turner la luz lo es todo, porque cómo si no veremos algo. Pero, ¿qué vemos ahora en esta obra de Arte si no es lo que pinta el artista exactamente igual a como es en la naturaleza? Pues la luz reflejada o refractada. Solo la luz. Por sus reflejos o por los diferentes efectos cromáticos en las cosas, vistas ahora éstas como se verían de no poder ser vistas detenidamente, como por ejemplo en un fugaz movimiento a los ojos del que las mire desde un lugar en movimiento. Es como cuando miramos perpendicularmente hacia una ventanilla desde un vehículo a gran velocidad: no veremos más que ráfagas de colores. Lo que sin poder aún experimentarlo -las velocidades en su época no eran tan rápidas- Turner intuiría genialmente entonces en su mente tan artística y prodigiosa. Como el progreso humano.

(Óleo Lluvia, Vapor y Velocidad, 1844, del pintor romántico inglés Joseph William Turner, National Gallery, Londres.)

13 de agosto de 2012

El paso salvador sobre lo incierto: el puente entre Realismo e Impresionismo.



Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) fue un pintor francés que comenzó a crear paisajes con el clasicismo más academicista del primer tercio del siglo XIX. Pero un viaje a Italia le hace descubrir, entusiasmado, la luz meridional tan poderosa... Fue entonces una revelación, un elemento imprescindible que él buscaba deseoso sin saberlo. Impregnado del Realismo que afloró después de las guerras napoleónicas, Corot piensa que debe existir algo más allá del Realismo, algo que le interesa más que la mera impresión del paisaje observado: la emoción que subyace a esa impresión. Y es cuando, recorriendo Francia, no puede dejar de sentirse fascinado con lugares que responden a esa nueva pulsión de su ánimo. Entonces busca, recorre, se sitúa delante, y ¡mira! No deja de mirar desde ese lugar hallado que cree ahora como la mejor perspectiva para inmortalizar su escenario. Pero no es el momento o el instante del día lo que más le interesa a Corot, eso que luego los impresionistas descubrirán emocionados. No. Para Corot, a cambio, lo importante es el espacio, no el tiempo. Es decir, es el objeto deseado y el lugar desde dónde desea verlo.

Y una vez solo no, sino muchas, muchas veces experimentaría el pintor ese lugar en su madurez, cuando, a partir del año 1855, su obra sea reconocida ya. Entonces deambula por las orillas del río Sena, al norte de París, sintiendo ahora la majestuosidad de una naturaleza calmada, serena y poderosa. Así recorre el río hasta llegar a Mantes, cerca de Limay, una pequeña población a 25 kilómetros de París. Allí fue construido en el siglo XI un puente del Sena, una extraordinaria construcción medieval, de mucha envergadura por entonces, con casi 37 arcos en toda su estructura de piedra. Sería remodelado el puente en el siglo XVIII, reduciendo a trece los arcos. Este puente sobre el Sena fue inutilizado -destruido dos de sus arcos- por el ejército francés en el año 1940 para evitar, inútilmente, que los alemanes lo cruzaran camino de París. Al menos en cuatro ocasiones Corot pinta el puente de Mantes. Todas desde la misma posición del mismo margen del río. Tan sólo cambia una vez la orilla desde donde pinta, y tiene sentido, ya que la única vez que lo hace es en un lienzo del año 1855, quince años antes de que hiciera todos los demás, entre 1868 y 1872. Pero, hay más curiosidades.

La primera es el título de esas obras pictóricas sobre el puente francés. En algunas publicaciones -y entradas de internet- se confunde la geografía del puente, llamándolo equivocadamente El puente de Nantes. Esta población -Nantes- es otra ciudad francesa, situada al oeste del país, a orillas de otro río francés, el Loira, pero que nunca pintaría Corot puente alguno sobre ella. Mantes es el distrito de Limay, y su puente -realmente el de Limay- llegaría a ser más conocido por el topónimo -Mantes- que por el nombre de su distrito. Es evidente que Nantes resulta más sonoro que Mantes, por ser más conocido -es una gran ciudad-, y, supuestamente, lo que llevaría al error. Esta inexactitud se indica incluso en uno de los museos donde radica la obra más temprana, la del año 1855, El Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba, que continúa titulando la obra como El puente de Nantes. Pero, además la inercia de un, quizá, más idealizado título -hay que reconocer que suena mejor- sigue manteniendo en una reconocida web sobre Arte el equivocado nombre de la población francesa. Y toda esta confusión es como una metáfora de su propio creador ambivalente, como una nebulosa incertidumbre que llevaría a confundir al artista entre el Realismo iniciador de su tendencia y el Impresionismo triunfante posterior.

Porque Corot se situó siempre entre esas dos aguas artísticas. Tal vez, por ello se obsesionaría tanto con los puentes. Los buscó para sentirlos, para entenderlos, para salvarlos. ¿Para salvarse él también? Porque no consiguió definirse del todo como artista, ¿fue un romántico?, no; ¿fue un pintor realista?, tampoco; ¿un impresionista?, en absoluto. ¿Qué fue? Todo eso y nada de eso. Fue un extraordinario artista y creador, pero, sobre todo, fue un gran ser humano. Otro pintor francés, esta vez claramente realista, Honoré Daumier, tuvo la desgracia de quedarse ciego en el año 1870. Corot le ayuda económicamente en sus últimos años de vida. También atendió a la viuda de otro pintor realista, Millet. Por todo esto, además de ofrecernos su maravillosa visión de unos paisajes sosegados, conseguiría, sin duda, la gloria eterna más reconocida.

(Óleo El puente de Mantes, del pintor Jean-Baptiste Camille Corot, 1870, Museo del Louvre, París; Fotografía actual del puente de Limay en Mantes, Francia, 2005; Tarjeta postal con la imagen del puente de Mantes, tomada desde el lugar opuesto al que lo plasmara el pintor, principios de siglo XX; Fotografía actual del puente de Limay, de Mantes, desde el mismo lugar de la tarjeta postal anterior, Francia; Cuadro El puente de (Nantes), 1855, de Camille Corot, realmente el Puente de Mantes, Museo Nacional de Bellas Artes de Cuba; Óleo El puente de Mantes, 1870, Camille Corot, Colección Gulbenkian, Lisboa, Portugal; Lienzo El río Sena y el viejo puente de Limay, 1872, Camille Corot, Museo de Los Ángeles, EEUU; Autorretrato, de Camille Corot, 1834.)

2 de agosto de 2011

El mundo como representación y voluntad, como Arte y deseo, como inspiración y aliento.



El Ziegfeld Follies fue el nombre de un teatro neoyorquino de Broadway donde se representaron revistas musicales desde el año 1907 hasta el año 1931. Eran espectáculos divertidos, cómicos, justificados con la danza más atrevida y picante. Sin embargo, ese tipo de teatro, divertido, osado y artístico, comenzó realmente en París en la primavera del año 1869. Llamado en París Follies Bergère, aunque su nombre original fue Follies Trévise por estar entonces situado al lado de la calle parisina de Trévise. Tanta llegaría a ser su escandalosa mala fama, que el duque de Trévise no quiso ver su apellido asociado a tal tipo de espectáculo (se equivocaba el duque, nunca pensó entonces la fama que, con los años, su nombre habría podido alcanzar). Así que cambiaron, en el año 1872, el apellido del duque por el nombre, más discreto, de otra cercana calle de París. A principios de los años veinte, el Ziegfeld Follies de Nueva York alcanzaría su mayor apogeo artístico. Multitud de hermosas y ágiles jovencitas pasaron entonces por su escenario. Algunas llegaron a ser actrices de Hollywood, otras sólo recibieron aplausos pocos años, retirándose del Ziegfeld al dejar su atrayente juventud de auxiliarles. Ese fue el caso de Helen Jesmer, una grácil, bella y voluntariosa chica americana que danzaría por sus escenarios durante los años veinte. Casada con Donald Newmeyer -profesor de ingeniería e inmobiliario-, acabaría ella retirándose y dedicándose a su familia. En el año 1933 les nacería en Los Ángeles una preciosa niña, muy alta -llegaría a medir 1,80 metros- y respingada. La llamaron Julie Chalene Newmar, y su madre se empeñaría que, con esas piernas largas y hermosas, llegase a ser una extraordinaria bailarina.

Desde niña la educaron celosamente, estudiando ahora piano clásico y ballet. Su madre quiso que conociera los bailes más destacados de Europa. A finales de los años cuarenta viajaría a París y a Sevilla. Durante cerca de un año estuvieron recorriendo escuelas para que Julie pudiese aprender las danzas de diferentes tendencias europeas. Mujer inteligente, ingresaría en la universidad de California con una alta calificación. Pero su deseo artístico la impulsaría a abandonar la universidad y probar suerte en el cine. Hollywood estaba muy cerca, y una acertada prueba la llevaría a participar en un corto pero impactante papel a los veinte años. Interpretaría a una bailarina egipcia en la película La serpiente del Nilo del año 1953. Para esa actuación tuvo que ser pintada de oro todo el cuerpo, una circunstancia que casi le llega a costar la vida. Su participación en una de las hijas del mítico filme Siete novias para siete hermanos (1954) la daría a conocer. En Broadway, donde su madre había trabajado, tuvo buenas actuaciones en algunos musicales. Llegaría incluso a ganar un premio Tony (reconocidos galardones teatrales norteamericanos). Pero su trabajo en televisión la llevaría, sin embargo, a una fama que no alcanzaría ni en el teatro ni en el cine. Protagonizó la primera Catwoman de la historia en una serie de televisión norteamericana. Ha seguido trabajando en el mundo del espectáculo -participó en algunas películas en los años ochenta y noventa-, en los negocios inmobiliarios -virtud heredada de su padre-, así como en negocios dedicados al diseño, creación y promoción de lencería femenina y de cosmética.

Dedicada Julie Newmar toda su vida al mundo artístico, a la búsqueda en diferentes manifestaciones artísticas, llegaría incluso a diseñar pantys -Nudemar-, sujetadores y hasta crear -en su pasión por la jardinería- algunas nuevas variedades de rosas, de lirios o de orquídeas... Cuando se le preguntó por qué utilizaba sus jardines para celebrar actos de caridad contestaba: ¿Por qué no?, yo vivo en el paraíso. También, en cierta ocasión, le preguntaron, ¿cómo conseguía estar tan bien, qué hacía para mantenerse siempre atractiva y jovial? Las respuestas -dijo ella- son pocas cuando está claro que el maquillaje y el ejercicio están detrás. Una cosa, sólo una más -añadió-, la vida interior es muy importante.

El gran filósofo alemán Arthur Schopenhauer (1788-1860) escribió mucho a lo largo de toda su vida, pero recopilaría todo su saber en una sóla obra, El Mundo como Voluntad y Representación, publicada en el año 1819. Con esa ingente obra pretendía el filósofo, nada menos, que dar una explicación total del mundo. Sin embargo, según dicen las historias, no se llegaría a vender nada y el editor la despreciaría claramente. Sólo a partir del año 1851, cuando el autor ya era conocido por otras obras que cautivaron más, pasaría su trabajo de juventud a lograr los más altos elogios en la historia de la Filosofía y la Literatura. El libro parte de una premisa, de una idea inicial: La limitación del conocimiento del hombre. Nadie puede conocer lo que está fuera de sí mismo; es una absurda pretensión, me conoceré yo si acaso, pero no lo que no soy. Existen dos cosas en el mundo del conocimiento: el Sujeto que conoce y el Objeto a conocer. El primero sabe qué es, quién es: soy yo, mi conciencia; el segundo se ignora y estará además condicionado por el espacio (ahora está aquí, luego está allí), por el tiempo (ayer fue una cosa, hoy otra, mañana ¿qué será?) y por la causalidad (la necesidad universal). Pero, y en esto consistió la genialidad de Schopenhauer, las creaciones objetales (animal, vegetal o mineral) no tienen existencia real fuera de la representación, de lo que nos permite sentirlas en nuestra mente de alguna forma. Lo único que posee existencia real es la cosa en sí, lo que el filósofo alemán llamará voluntad. Y esto, la voluntad, la realidad última de todas las cosas, es realmente un principio metafísico general que gobernará el Universo, una fuerza poderosa también llamada por el filósofo voluntad de existir.

Porque esa voluntad de existir es un concepto más amplio y universal. De este concepto general, nuestra particular pulsión humana (nuestra humana voluntad) es tan sólo una parte mínima. La voluntad universal no se encuentra sometida a las formas de lo visible, o de lo cambiable, es decir, a lo espacial, temporal o causal del universo. El carácter individual de nuestra voluntad personal e individual para nada tiene que ver con el concepto de Voluntad Universal, por eso aquélla -nuestra voluntad personal- no existirá realmente. Son la suma de todas esas individualidades particulares, de cada ser vivo o cosa,  las que compondrán la Voluntad Universal. Y sobre esto el filósofo alemán se atrevió a decir: Esa Voluntad Universal obra sin motivo, ciegamente, actuando sin embargo como motor de todo y de la historia. Como en el Hinduismo, por ejemplo, Schopenhauer viene a afirmar que el ser humano es esclavo de sus deseos, de una voluntad -ajena- ciega de existir. Para el filósofo alemán no vivimos en el mejor mundo posible. El pensador alemán nos viene a auxiliar, de algún modo, cuando nos dice que dos son las obligadas necesidades del hombre para escapar de esa incertidumbre espantosa: practicar la compasión hacia los demás y liberarse del yugo de la voluntad de la existencia. Para conseguirlo nos recomendaría dos cosas: el Arte por un lado, ya que el placer de su ejercicio sustrae -compensa bastante- el dolor del deseo; y luego la Ascesis (prácticas para liberar el espíritu y poder lograr la virtud), que permitirá ir descubriendo y conociendo lo que la cosa es en sí, lo que existe realmente. De algún modo, todo eso conseguirá liberar a los seres de los motivos ajenos de su existencia desdichada.


(Óleo del pintor pro-impresionista Édouard Manet, Un bar en el Follies Bèrgere, 1882, Courtauld Institute de Art, Londres; Dos imágenes fotográficas de la actriz y bailarina americana Julie Newmar, años cincuenta; Fotografía de Julie Newmar disfrazada con el traje de Catwoman, años sesenta; Fotograma de la película El Oro de Mackenna, 1969, donde Julie Newmar interpretaba una sensual india; Imagen fotográfica de Helen Jesmer, madre de Julie Newmar, Ziegfield Follies, Nueva York, 1920; Fotografía actual de Julie Newmar, 2007; Retrato de Julie Newmar en Los Angeles, 2007, derechos de Comics Unlimited, USA; Imagen con el retrato y la firma del filósofo alemán Arthur Schopenhauer, 1876.)

Vídeos homenaje a Julie Newmar:

27 de abril de 2011

Una síntesis realista, la reacción al dualismo clásico-romántico, descubrió el Impresionismo.



En un viaje romántico a Italia en el año 1825 el pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) descubriría, fascinado, la luz poderosa del sur de Europa. Una luz que ahora le permitiría manejar en su tableta todas las tonalidades que pudiera combinar para representarla. Así se iría germinando en el Arte, poco a poco, una vaga idea plástica que, años después, se consolidaría exitosamente y que acabaría llevando uno de los nombres más descriptivos de una tendencia artística: el Impresionismo. Pero Corot no buscaba por entonces nada más que reflejar otro movimiento artístico, una tendencia que en aquellos años, finales del primer tercio del siglo XIX, despertaba de las dolorosas tragedias causadas por las guerras napoleónicas: el Realismo paisajista. La anterior tendencia romántica, tan desafiante como era, no bastaría ni serviría ya para inspirar de nuevo a los inquietos creadores franceses. Ahora se anhelaba el paisaje relajado y sin desastres, sosegado y con la escena natural reflejada de un modo simple pero real, aséptico y desensibilizador. Y Corot, curiosamente, lo buscaría en Italia, un país esencialmente romántico. Y en Umbría, en la pequeña población italiana de Narni (la antigua Narnia latina), descubriría el pintor, asombrado, el escenario ideal para su nuevo paisaje anhelado.

Cuando los antiguos romanos construyeron la vía Flaminia durante el siglo III a.C. se encontraron de pronto con un río, el Nera -afluente del Tíber- al que solo lograron salvar tiempo después con un grandioso puente robusto. Construido por los ingenieros romanos del emperador Augusto en el año 27 a.C., era tan alto, tan enorme y sus vanos tan anchos que fue uno de los puentes más grandiosos construidos por el imperio. Pero la fuerza de las aguas en Umbría es tan poderosa que los años no soportaron tamaña grandeza constructiva. Así que desde el siglo XI comenzaría su inevitable y paulatina destrucción arquitectónica. Cuando Corot llega en el año 1826 a Narni pintaría su puente manifestando entonces toda su nueva pasión artística, dividida ahora entre el neoclasicismo, el romanticismo y el paisaje realista. Así fue como Corot plasmaría todos esos rasgos estilísticos en su obra: las líneas clásicas en sus perfectos arcos dibujados; el paisaje realista del fondo apenas esbozado; y un aura emocional de lo efímero y de lo sombrío que albergarán, algo más tarde, el germen impresionista de un nuevo sentido artístico revolucionario. Todo eso junto nunca antes se había visto en una obra de Arte. Y Corot, sin quererlo, provocaría  luego una de las impresiones más motivadoras del Arte. Lo que no imaginó por entonces el creador francés era que todo eso ayudaría a que, menos de cincuenta años después, los impresionistas culminaran sin complejos su nueva tendencia artística. Una tendencia que revolucionaría absolutamente el Arte pictórico y conseguiría, además, mantener en el tiempo el fervor del público como ninguna otra tendencia haya conseguido.

La eclosión de la fotografía en la segunda mitad del siglo XIX influyó en el nuevo movimiento impresionista. Por entonces las instantáneas fotográficas de las exposiciones de un paisaje, su cualidad efímera, serían un competidor muy avezado y creativo del nuevo movimiento artístico. Por eso los pintores debían discernir muy bien cómo alcanzar a impresionar mejor un lienzo o qué técnica plástica usar frente al nuevo invento fotográfico. Sobre todo con los colores, algo todavía inexistente en la fotografía. La guerra franco-prusiana del año 1870 dejaría deprimida a una Francia vencida y humillada, así que la sociedad francesa se volvió sobre sí misma y rechazaría toda novedad y excentricidad artísticas. Por ello los creadores impresionistas tuvieron ante tal desinterés que exponer sus obras en círculos cerrados, arriesgando el fruto de su trabajo a que el gusto del público cambiase con el tiempo. Y cambió. Cuando en el año 1877 el pintor impresionista Claude Monet (1840-1926) se marchase de la población campesina de Argenteuil a París, abandonaría los paisajes del campo por los escenarios modernos y sofisticados de la gran urbe francesa. A finales de los años setenta de aquel siglo la modernidad obligaba a los pintores a recrearla en todas sus obras. Monet se decide entonces a pintar un lugar verdaderamente iconográfico para su nuevo movimiento. Los artistas de esa tendencia buscaban captar la fugacidad del momento, el eterno fluir de las cosas. Las cosas no son las mismas cuando las miramos minutos después, éstas cambian y, a cada nueva mirada que reciben, sus obras deben así también reflejar esa eventualidad. Cuanto más lo consiguieran mejores obras impresionistas serían. Monet descubre, como antes lo hiciera Corot, el lugar perfecto ahora para enmarcar su nueva visión artística impresionista: una estación parisina de tren

En la terminal de Saint-Lazare de París llegaría a pedir hasta autorización para que los trenes se retrasasen un poco, obteniendo así una mejor instantánea para su obra. En su cuadro reflejaría Monet genialmente la movilidad y la luz ahora concentrada, contrastada y evaporada en todo el lienzo artístico. Pero también el humo evanescente, ese mismo humo que, dentro de poco -aunque no lo veremos-, desaparecerá. Esta tendencia artística fue la primera que no preparaba los colores antes de plasmarlos en el lienzo. Los impresionistas obligaban además al público a distanciarse de sus creaciones, con ello forzaban ahora mejor imaginarlas para mejor apreciarlas en todos sus detalles. Porque la imaginación debía ser usada para disfrutar mejor de la escena impresionista. Ellos no querían ni buscaban otra cosa. El equilibrio, la geometría o el dibujo eran algo del Neoclasicismo, demasiado viejo para ellos; la emoción y la esencia de las cosas eran elementos Románticos, algo que ignoraban; la mera Realidad con sus defectos, sus mensajes y sus alardes eran cuestiones que no les interesaban en absoluto. Sólo quedaba impresionar..., lo que conseguirían los fotógrafos con sus maquetaciones espontáneas: algo sin límites, sin perfectos márgenes y sin recreación alguna. Cuando le preguntaban a Monet qué era lo que pintaba, qué trataba de decir con todo eso, él contestaba: El motivo es para mí del todo secundario, lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo. O sea, sólo la obra de Arte, sólo el momento, sólo la genialidad, sólo la luz... Eso fue el maravilloso Impresionismo.

(Cuadro del paisajista francés Jean-Baptiste Corot, El puente de Narni, 1826, donde refleja la síntesis de lo que luego sería el impresionismo más elaborado: un clasicismo en sus geometrías y composición, un romanticismo en sus ruinas melancólicas y un realismo en sus formas imprecisas; Óleo de Claude Monet, La estación de Saint-Lazare, 1877; Óleo de Monet, Parlamento de Londres, 1904; Cuadro del pintor impresionista francés Pierre-Auguste Renoir, Remeros en Chatou, 1879; Óleo del pintor impresionista español Aurelio Beruete, Paisaje de Segovia, 1908; Cuadro del pintor impresionista español Joaquín Sorolla, Paseo a la orilla del mar, 1909.)

14 de septiembre de 2010

La absenta: de la locura del ajenjo a la creación más inspiradora.



En el libro del Apocalipsis, escrito por el evangelista Juan de Patmos (Galilea,?- Patmos, 110), se dice en el capítulo 8 de ese misterioso libro lo siguiente: Y tocó la trompeta el tercer ángel, y se precipitó del cielo una gran estrella ardiendo como una antorcha, cayendo en la tercera parte de los ríos y manantiales de las aguas. El nombre de la estrella es Ajenjo, y así se convirtió la tercera parte de las aguas en ajenjo y muchos hombres murieron de esas aguas porque se habían vuelto amargas... La absenta -también llamada ajenjo- fue durante muchos años una bebida bohemia, alucinógena y prohibida. Empezaron a elaborarla los suizos en el año 1792, según una antigua receta anterior de un elixir monacal elaborado desde hacía siglos a base de ajenjo, hinojo y anís.

Pero, durante todo el siglo XIX se desarrollaría una peligrosa cultura espirituosa -alcohólica- del ajenjo. Fue en Francia donde muchos de sus creadores artísticos, fundamentalmente pintores, no sólo la consumirían sino que además la plasmarían en sus lienzos con mayor o menor acierto. Su poder analéptico y convulsionante hizo que la absenta fuese prohibida en algunos países a partir del año 1915. Sin embargo, su utilización seguiría luego camuflada bajo otras etiquetas y otros envases... Actualmente se permite su comercio, como cualquier otro licor alcohólico, pero ahora con algunas restricciones normales en su fabricación. Pero, sobre todo, la absenta fue la inspiración de unos pocos y el refugio de muchos. En estos ejemplos pictóricos que se muestran aquí se aprecian los personajes y las escenas; éstas expresarán más que un mero rostro o una simple figura personal. Es la soledad... Porque los efectos de la absenta eran devastadores en aquellos que la consumían compulsivamente. El tiempo se detenía; el placer entonces parecería algo permanente y erótico; la mente fluiría y vagaría..., aunque, al final, como con casi todos los estimulantes, el resultado era volver drásticamente a la cruda e indeseable realidad. De ahí el enloquecimiento de algunos, como el gran Van Gogh, que se llegaría a automutilar después de una gran ingesta de absenta.

Una de las pintoras más aficionada a beberla fue Suzanne Valadon (1867-1938). Esta pintora francesa enamoraría en el año 1893, irremediablemente, al gran compositor francés Erik Satie (1866-1925). Sólo lo pintaría a él una vez en un lienzo impresionista, abandonándolo luego después de casi seis meses de relación. Él entonces, para calmar su desolación y desengaño, compuso una de sus más melodiosas obras maestras, Danses Ghotiques, una con la que trataría de buscar su paz interior y su refugio. Otros artistas han creado hasta imágenes espectrales en sus obras, donde ahora la musa del Hada Verde, como se llamaba al licor de absenta, ofrecería la inspiración a cambio de la locura... O como el ilustrador y pintor francés Jean-Louis Forain (1852-1931), que pintaría su estremecedor cuadro Bebedora de Absenta (imagen en blanco y negro) en el año 1885 y reflejaría así en su obra, tanto en la figura de la mujer como en la perspectiva ilimitada del fondo de un espejo, el  aislamiento, la tristeza, la incertidumbre, la infinita soledad o el peor de los desapegos existenciales...

(Cuadro de Manet, El bebedor de absenta, 1859; Óleo de Degas, Bebedora de Absenta; Cuadro de Picasso, La bebedora de Absenta; Cuadro de Albert Maignan (1845-1908), La musa verde; Cuadro del pintor argentino Valentín Thibon de Libian (1889-1931), Bebedor de ajenjo; Óleo de Toulouse-Lautrec, Bebedora de absenta; Cuadro del pintor checo Viktor Oliva (1861-1928), Bebedor de absenta; Cuadro del pintor español Ramón Casas (1866-1932), Suzanne (Valadon) bebiendo absenta; Cuadro de Suzanne Valadon, Desnudos; Cuadro de la pintora francesa Suzanne Valadon, Retrato de Erik Satie; Litografía de Jean-Louis Forain, Bebedora de Absenta, 1885, Rhode Island, EEUU; Imagen de una publicidad suiza de bebida de Absenta)

Vídeo de fragmento al piano de una obra del compositor francés Erik Satie.

6 de diciembre de 2009

Un colorido intenso, una época postimpresionista y un pintor desconocido.



Un gran representante del Postimpresionismo español -también conocido como Modernismo- lo fue el pintor catalán Hermenegildo Anglada Camarasa (1871-1959). Junto a Sorolla y Zuloaga, fue uno de los grandes pintores del primer arte novocentista español. En París estableció su estudio artístico, influenciándose además por autores franceses como Degas y Toulouse-Lautrec. Desconocido, sin embargo, para el gran público, en esta pequeña selección de su obra se observa ahora su estilo particular, un estilo que puede incluso compararse con el tan conocido y valorado pintor, del movimiento de la secesión vienesa, Gustav Klimt. Pero en el Arte, como en la vida, en la gloria y en el reconocimiento, no siempre se repartirá su veleidosa bendición a todos por igual... He aquí una muestra de ello.

(Imágenes de obras del pintor Anglada Camarasa: Granadina, Museo de Arte de Catalunya, Barcelona, España; Sevillana, Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, Argentina; Desnudo bajo la parra, Museo Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España; Retrato de Sonia Klamery, Museo Reina Sofía, Madrid, España; y Los ópalos, Museo de Bellas Artes de Buenos Aires, Argentina.)

28 de julio de 2009

Un pintor postimpresionista: Vincent van Gogh.



Vincent van Gogh (Holanda, 1853-1890), aunque conoció a los pintores impresionistas más importantes del momento (Degas, Pisarro), en plena madurez artística abandonaría la superficialidad impresionista y comenzaría a captar la esencia más profunda de las cosas (postimpresionismo). Es por esto por lo que acentuaría van Gogh más los contornos de sus figuraciones, destacando así las tonalidades con colores más vivos, colores que utilizaría mucho más por su valor simbólico y expresivo que por su valor cromático. En el año 1890 se trasladaría a Francia, cerca de París, para estar junto a su amigo el doctor Gachet, gran amante y mecenas del Arte. Durante su estancia en casa del doctor sufrirá una crisis depresiva que le llevaría a dispararse un tiro de revólver, falleciendo días después del fatídico incidente. La pintura de van Gogh supuso una gran influencia artística, sin embargo, en la tendencia expresionista posterior, lo que llevaría a revolucionar la pintura de todo el tortuoso, desorientado y ecléctico siglo XX.

(Óleos todos de Vincent van Gogh: El doctor Gachet, 1890, Museo de Orsay, París;  Camino con ciprés y estrellas, 1890; Cartero Roulin, 1888, Museo de Boston.)

1 de mayo de 2009

Triunfo del Impresionismo: ¡La Luz y el Color!



El Impresionismo fue realmente el impacto emocional más instantáneo de un conjunto visual en el ojo de un espectador sorprendido...  En este cuadro de Camille Pissarro (1830-1903) veremos la luz de una mañana brillante en un invierno nevado como si fuera un maravilloso y luminoso amanecer estival. Esta técnica pictórica de la luz impresionada, unida al útil color vibrante y etéreo de su paleta, hizo de esa tendencia  artística una de las más elaboradas y permanentes -continúa ahora igual su valor y estima- de toda la Historia del Arte.