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18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

4 de octubre de 2016

Elogio de internet, de Watteau y de los medios visuales de difusión del Arte.



¿Qué mejor forma de conocer obras de Arte que verlas con la extraordinaria capacidad que nos ofrece internet? Porque podremos dedicarnos a ver un catálogo monográfico, sin duda; podemos también ir a un museo y verlas, por supuesto; pero, ¿alcanzaremos a descubrirlas con la rapidez y versatilidad que nos permita la pantalla cercana y personal de nuestros dispositivos? Luego, sin embargo, podremos dedicar, a cambio, cómodamente tiempo a visionarlas, a analizarlas incluso, para llegar a sentir cosas que, en otras oportunidades -un museo requiere mucho tiempo y del talento de la selección o discriminación de tantísimas obras-, no podrían llegar a ofrecernos todas las emociones, matices y conocimientos que el visionado pausado de una obra de Arte exige. Y, como excusa de este elogio, ver ahora una obra maestra que merece el mismo o mayor elogio para llegar a ejemplarizar el sentido fundamental que el Arte debiera tener en la vida de los seres.

Para apreciar el Arte hay que prescindir de prejuicios y estimaciones académicas predeterminadas. El Arte, el gran Arte, es una emoción que llega pronto o no llega. Antoine Watteau (1684-1721) fue un pintor prototípico de lo que se llegaría a llamar en el siglo XVIII tendencia Rococó. El mejor dibujo natural junto a la mejor escena relajada; el atractivo Arte de una representación vulgar o nada épica, frente a los excelsos motivos heroicos expresados de lo clásico. Porque Watteau compuso obras de una temática convencional o más normal -instantes cotidianos, momentos propios de todos los seres, grandes o pequeños, buenos o malos-, pero, sin embargo, todo ello con la mejor estética de los antiguos y grandes maestros clasicistas. A cambio, pocas mitologías épicas o gestas históricas de escenas grandilocuentes. Fue un artesano genial, un pintor extraordinario; fue reflejo de su época desenfadada, la que más se encontraría huérfana de tendencias -primer cuarto del siglo XVIII-, después de haberse dejado antes la piel emocional la sociedad europea con el arrebatador y maravilloso Barroco.

Watteau compuso entre los años 1715 y 1719 una obra extraordinaria, tan barroca como clasicista. Extraordinaria en todos los sentidos, literalmente, fuera de lo ordinario; tanto para él -no tendría nada que ver con lo que más crease- como para el propio Arte -pocas obras maestras llegan como Júpiter y Antíope de Watteau a alcanzar el reino de lo sublime-. El tema de la pintura fue compuesto antes y después de Watteau en muchas ocasiones. Era el mito de Antíope, la bella hija del rey de Tebas seducida por Zeus. El Arte buscará excusas para componer el más deseoso de los visionados naturalistas: el desnudo humano más bello y sensual, la inevitable perspectiva de un cuerpo humano -en este caso femenino- para acceder a la belleza más sensual y deseable. Pero, como los grandes creadores, el pintor francés muestra ahora otras cosas... ¿Serán estas cosas excusas para distraer la mirada o un relevante motivo iconográfico más? Este es un misterio del Arte. Es decir, toda obra maestra necesita de elementos que justifiquen el tema, pero, también que esos elementos sean estéticamente necesarios por sí mismos.

Salvando el detalle de la pésima resolución de la imagen, Júpiter y Antíope (Ninfa y Sátiro) de Antoine Watteau es una muestra artística paradigmática de una representacion de la vida humana: de sus deseos, de sus contradicciones,  de sus maldiciones o de sus bendiciones. Tenía que componer el mito de Antíope y seguir además describiendo y narrando la leyenda del relato mitológico. El dios Zeus desea poseer a la más hermosa y bella joven de Tebas. No puede hacerlo como un dios, debe transformarse en otra cosa y decide convertirse en el ser más depravado: en un sátiro. Un ser con todas las características voluptuosas evidentes del deseo más feroz y desalmado. Pero la joven ninfa, es decir, un ser bello y joven, aunque inocente, no se dejaría seducir -no se sentiría atraída- por un ser tan rechazable o deleznable como representaba el sátiro, un personaje que mostrase sin reparos el deseo más atroz y descarnado. ¿Por qué el dios cometió esa estupidez?, ¿no pudo, como dios que era, transformarse en un personaje más amable? No, porque el deseo humano que los poetas quisieron expresar era el más desgarrado, el más desenfrenado, el más auténtico deseo incontenible y feroz. Había entonces, para seducir a la belleza, que inutilizar la voluntad del ser deseado: y el sueño producirá ese efecto claramente. Por esto la bella ninfa está ahora dormida en la obra. Ella refleja, más que otra cosa o símbolo posible, la representación del objeto de deseo.  Y debe ser ahora un objeto no colaborador, un ente alejado, inmaculado, blanco,  frágil y, a la vez, efímero

El sátiro es representado con los rasgos contrarios, propios del deseo: decidido, precavido, ansioso, imaginativo, feroz, recreador de sensaciones, despiadado, como todos los deseos.  El paisaje es preciso y necesario que exista, ¿cómo, si no, es posible distraer los ojos de los que ahora vean el deseo, es decir, de nosotros mismos? Hay que añadir algo más: el precipicio y las raíces de los árboles. Con ambas representaciones naturales justificamos, moralizamos y admiramos la belleza de la obra y no vemos tanto un rechazable asalto. Está Antíope ahí casi para caer peligrosamente, su brazo y pie izquierdos se balancean justo al lado del abismo. Las raíces de los árboles denotan ahora otras cosas: la vida que prosigue, sin embargo, y favorece así el sentido, aun desalmado, de la vida procelosa. Los colores son imprescindibles para comprender parte del sentido del cuadro: la claridad y la oscuridad de los dos cuerpos. Es la atracción de lo opuesto y el contraste de lo diferente: la belleza dormida y el deseo feroz. El pintor no moraliza mucho, sin embargo, pero tampoco lo evidencia todo. ¿Qué es peor, la imprudencia de situarse a dormir peligrosamente la belleza al borde de un abismo, o la desalmada fuerza del deseo desplegando ahora con suavidad las finas telas que ocultan? Como los poetas, los pintores descubren un universo -nos guste o no- que refleja siempre la mejor esencia de las motivaciones más inconfesables de la vida. 

(Detalle del óleo de Antoine Watteau, Ninfa y Sátiro (Júpiter y Antíope), 1719, Museo del Louvre; Cuadro Ninfa y Sátiro, de Watteau, Museo del Louvre; Imagen de la Sala 36 del Museo del Louvre, salas de Watteau, donde se aprecia a la izquierda el cuadro Ninfa y Sátiro, Museo del Louvre, París.)

1 de agosto de 2016

La comparativa más imposible: dos obras maestras de dos grandes artistas, Tiziano y Rubens.



Cuando en septiembre del año 1628 Rubens viajase a España por segunda vez desde 1603, para informar ahora al rey Felipe IV de un tratado de paz con Inglaterra -Rubens fue diplomático además de pintor-, se hospedaría en el antiguo Palacio Real madrileño, desaparecido por el fuego un siglo después. Allí conoce a Velázquez y contribuirá éste a orientarle artísticamente, pero, también compuso algunas obras de Arte en la corte española por entonces, retratos de algunos aristócratas hispanos como el marqués de Leganés y otros cortesanos personajes. Sin embargo, algo atraería extraordinariamente el deseo artístico del gran creador flamenco. En España se encontraba una de las mejores colecciones de pintura de Tiziano y todas esas obras estaban en el Alcázar real madrileño. La tentación fue irresistible, así que Rubens copiaría casi todas las obras que la corte española disponía del pintor veneciano. Pero no las copiaría todas con rigurosidad fidedigna. De una de ellas, Adán y Eva, pintada por el pintor veneciano en el año 1550, Rubens llegaría en el año 1629 -casi un siglo después de pintarla el maestro renacentista- a realizar una pintura que ahora nos suponen dos aspectos artísticos en una sola realización pictórica: componer una maravillosa versión de la caída del hombre pintada por Tiziano y otra cosa más: ofrecernos la posibilidad de comparar dos obras maestras de la historia. Poder distinguir así las vestiduras estilísticas, compositivas, emotivas, narrativas, estéticas o creativas de dos de los genios más importantes del Arte universal.

De otras obras de Tiziano tuvo el pintor flamenco mayor fidelidad al original, pero de la obra Adán y Eva del año 1629 Rubens hace una recreación muy personal. Es decir, compone lo mismo que el pintor veneciano, pero lo hace ahora de otra forma: añadiendo cosas y obteniendo algo diferente de lo mismo. Se atrevió Rubens a incorporar elementos distintos a los incluidos por Tiziano, lo que llevará a una genial y odiosa comparación artística. Es de pensar que la madurez del artista flamenco, su sabiduría de años, le llevaría a realizar su obra sin ningún pudor ni duda. Es decir, atreverse a hacer una copia de una obra maestra de Tiziano donde copiaría el mismo tema, la misma composición, gran parte de la posición, inclinación, paisaje, formas y gestos de los personajes, pero, a cambio, introduciría, variaría, incorporaría, añadiría y esbozaría Rubens algunas otras cosas relevantes estéticamente, como para determinar ahora los matices distintos de dos geniales formas de crear y entender el Arte. Abriría con ello Rubens la caja de pandora de la creación artística y, al mismo tiempo, a quien quiera y sepa verlo, desataría los truenos y rayos de la comparación artística más sublime.

¿A qué gran creador se le hubiese ocurrido hacer lo mismo que otro gran creador hiciera un siglo antes? Rubens lo hizo variando aspectos esenciales que evidenciaban un especial sentido artístico muy magistral. Ese sentido distinto de expresar ahora la más conseguida composición de una misma -una anterior y otra posterior copiada- obra maestra en el Arte. Hacer las cosas con posterioridad dará ventajas, porque sabemos lo que se hizo antes y cómo, y mejoraremos así -¿lo mejoramos realmente?- el sentido de lo que se pueda representar de algo que se representó antes. Porque la obsesión de Rubens con Tiziano debió haber sido casi patológica. Tuvo el pintor barroco que buscar su sentido y estilo propio en su obra para justificarla como la más conseguida obra de Arte. Y la verdad es que lo consiguió. La obra de Rubens es genial frente a la otra. Y aunque el manierismo renacentista de Tiziano nos subyugue siempre, nada puede igualar en su obra la grandeza de una realidad mucho más cercana a lo humano o emocional que alcanzará, sin embargo, la obra maestra de Rubens. Es decir, que nos sirve la comparación para comprender más el Arte y no tanto para valorar una u otra obra maestra. La obra de Tiziano es de una belleza sin igual, es una maravillosa composición renacentista llena de equilibrio, estilización y sutileza artísticas. Pero el lienzo barroco de Rubens nos llevará a un universo muchísimo más armonioso con lo emotivo. La credibilidad del personaje retratado de Adán, su conjunción con Eva desde un sentido ético y estético, en el caso de Rubens está mucho más alcanzada frente a la obra maestra de Tiziano.

Hasta el creador flamenco evita cubrir parte del cuerpo desnudo del primer hombre bíblico, cosa que el veneciano equilibraría -ocultaría- junto con Eva en un recurso habitual en el Renacimiento. El Barroco mantuvo ese recurso en menos casos, aunque aquí -que en otros casos Rubens no hace- sí cubre a Eva el lienzo barroco su anatomía erótica más delicada. Está claro que fue la posición de Adán la que obligaría a cubrir su sexo en Tiziano. Al inclinar o girar más con respecto al plano el perfil de Adán hacia Eva, permitió a Rubens ocultar con Arte lo tapado antes en Tiziano con hojas añadidas. ¿Fue ese realmente el motivo, ocultar el sexo? No lo creo. El pintarlo Rubens más sesgado hizo inútil ocultar nada. Porque la intención debía ser otra: componer una figura masculina enfrentada a Eva de un modo diferente a como lo hiciera Tiziano y su Renacimiento aséptico: en Rubens el gesto de Adán es más sentimental que temeroso. La sublimidad de Tiziano consiguió otra cosa: ser fiel al sentido críptico y aséptico del Génesis bíblico. Porque Adán en Tiziano está algo más alejado de Eva, no hay amor ahí, hay más bien coincidencia genética o coparticipación inevitable de dos seres contingentes en una crítica situación sobrevenida. En Rubens, sin embargo, Adán trata de avisar o evitar con ternura y compasión la decidida acción turbadora de Eva. Por eso está Adán más cercano a Eva en Rubens. En Tiziano Adán mira la manzana, en Rubens la mira a ella. Su gesto está en Rubens más identificado con Eva, es más conciliador o más contemporizador sentimentalmente con el deseo inequívoco de Eva, mucho más que el expresado en la obra de Tiziano.  

Porque la figura de Eva no varía formalmente en ninguna de las dos creaciones. Su posición, su gesto, su inclinación, su semblante y su acción es la misma en ambas obras. Sólo la textura y el color del barroco hace a Eva más propia del estilo de Rubens, pero nada más. El resto de Eva es igual en los dos lienzos. El paisaje dispone de una característica estilística que representa la tendencia de cada período artístico. Por ejemplo, el árbol donde Eva toma la manzana prohibida: en el caso de Tiziano su tronco es más vertical, más recto y propio de la tendencia artística renacentista; en el caso de Rubens hay una ligera inclinación, un sesgo más usual de la tendencia barroca curvilínea. La incorporación del papagayo encarnado determinará un cariz esperanzador -más desenfadado- del mensaje tenebroso y definitivo que supone la terrible caída del hombre. Rubens era un ser humano mucho más vitalista, optimista y dichoso que Tiziano, gracias entre otras cosas a su afortunada vida y a su temperamento. En fin, miremos bien las dos representaciones maestras, dediquemos el tiempo que sea preciso. Definitivamente, la obra de Rubens acabará conquistando el sentido más sublime del Arte con su emoción más humana. Lo que el Arte debe transmitirnos, además de belleza o equilibrio estilístico: que los elementos representados sean capaces de comunicarnos algo con emoción. Es de suponer que al pintar Rubens su obra no en su taller sino frente a la pintura expuesta en el Palacio Real, fue una obra realizada solo por Rubens, sin ayuda de ningún colaborador suyo. Es por eso que conseguiría exponer el pintor flamenco su pasión más subjetiva en cada trazo de su emotiva y genial obra barroca.

(Óleo del pintor del Renacimiento manierista Tiziano, Adán y Eva, 1550, Museo del Prado; Óleo del pintor barroco Rubens, Adán y Eva (copia de Tiziano), 1629, Museo del Prado, Madrid.)

30 de marzo de 2016

Las contradicciones del amor expresadas por un veneciano genial.



Paolo Veronese (1528-1588) consiguió ser un representante destacado de la gran Pintura veneciana. Fueron tres los pintores que mejor la representaron: Tiziano, Tintoretto y Veronese. Tiziano fue el maestro más consagrado y el más insigne creador de todos; Tintoretto fue su alumno más evolucionado y ferviente; Veronese fue, sin embargo, una fusión sombreada de los dos. Sombreada porque es difícil iluminar cuando la luz de dos grandes pasa al mismo tiempo por encima de uno. Tiziano fallece en el año 1576 y Tintoretto en 1594, ambos tendrían al nacer Veronese uno cuarenta y ocho años (Tiziano) y el otro solo diez. Veronese consigue llegar a lo más alto a pesar de que nunca quiso enfrentarse a nada, ni apasionarse en exceso, ni codiciar fama, ni gloria, ni la alternancia magistral. Hizo lo que quiso con su pintura: en tamaño, en decoración, en significados, en alegorías. 

La corte imperial de Viena -el Sacro Imperio Romano Germánico- contrata a Veronese el año 1575 para llevar a cabo unas obras diferentes, mundanas, mitológicas, atrevidas, alegóricas y sensuales. Pero, sin embargo, no menos moralizantes. No se sabe bien qué monarca solicitaría las obras,  si Maximiliano II o el hijo de éste, el esotérico y peculiar Rodolfo II. También es posible que fuera un cortesano del imperio, pero no se sabe con seguridad quién. El caso es que  son instaladas cuatro obras de Veronese en el Castillo de Praga sobre el año 1575, una gran fortaleza en poder entonces del imperio germánico. Era un lugar inexpugnable, la mayor fortaleza medieval -existía desde el siglo IX- de toda Europa. Allí sí pudo decorar, sin miradas inadecuadas, el pintor los techos del castillo checo con unas obras atrevidas. Los grandes y poderosos podían permitirse alegorías impactantes muy atrevidas, obras que representaban cosas que parecían otras y que además podían expresar hechos inconfesables de vida pecaminosa.

Fueron las obras tituladas años después Alegorías del Amor cuando son adquiridas por la casa real francesa de Orleans. Cómo no ser ellos los que las quisieran, la patria y rama francesa más propensa al Arte más amoroso. Luego fueron vendidas a terceros que, finalmente, las entregaron a otros hasta acabar en la National Gallery de Londres. Son una serie de cuatro obras que deben ir juntas para poder comprender el sentido de lo que expresan. Los títulos de cada una de ellas clarifican algo la muestra. Son, en un orden requerido, llamadas La infidelidad, El desdén, El respeto y, por último, La unión feliz. Las dos primeras son negativas, las otras dos positivas. Compositivamente son magníficas, los colores espléndidos y venecianos, con escorzos y perspectivas geniales, atrevidas y muy originales. Cuatro obras maestras con una única creatividad. 

El desdén es la más compleja de entender en su iconografía. Hay que decir que las obras de Veronese están algo recortadas -así están en la web del museo londinense realmente-, es decir, que su área artística pudo ser más amplia que la que vemos ahora, por tanto más información debía haber en ellas, aunque tampoco mucha más relevante o aclaratoria. En un decorado clásico, de una arquitectura clásica, ruinosa y anticuada, vemos a un hombre frente a los restos de unas figuras esculpidas de personajes míticos: un sátiro y el dios Pan. A su izquierda aparecen dos mujeres cogidas de la mano. Sobre el hombre tendido está Cupido preparado para atizarle con su arco. De las dos mujeres, una está con los pechos desnudos y la otra vestida con un armiño que la cubre, símbolo de la castidad amorosa. ¿Qué podemos interpretar? Según su título el amor es despreciado, pero, ¿por quién?: ¿por el hombre?, ¿por las dos mujeres? ¿Por qué el dios del Amor -de la unión pasional- está ahora luchando y no uniendo, como se supone debe hacer? Y, si pega el pequeño dios con violencia al hombre, ¿quién desprecia ahora, verdaderamente, al amor...?

Es complicada de entender la obra porque no sabemos qué ha pasado antes. Pudo ser la infidelidad de él -que no vemos insinuada- y la desilusión de ella, por tanto, el desdén de ella hacia el deseo apasionado de él. Es una posible interpretación, pero hay más. Porque no es seguro una infidelidad lo que llevaría a ese desprecio, sino el desprecio mismo por no ser más que deseo y no amor. Esto encaja mejor, tal vez, con el sentido de ese desprecio o desilusión. Sin embargo, ¿por qué aparecen dos personajes femeninos, una casta y otra no? ¿Qué quiere eso significar? El deseo es denostado en esta obra, al parecer. Hay un gesto en el hombre deseoso: está adorando ahora -reverenciando- a dos personajes mitológicos que representan más el deseo que el amor. Ahora veamos la otra obra, La infidelidad. La iconografía es más precisa o menos confusa. Es ella la que representa claramente la infidelidad. El triángulo es evidente, dos hombres a cada lado de ella: a su izquierda el amante y a su derecha el marido. Un papel escrito delata la relación oculta. También los ojos de los hombres expresan cosas: por un lado la mirada disimulada del amante, por otro la mirada directa y enamorada del marido.

 Cupido mira incrédulo a la mujer, aturdido por la confusión que al pequeño dios todo esto le produce, ya que ella seguirá conectada, sin embargo, mediante sus dos manos, a los dos hombres. La siguiente obra se titula El respeto o la contención. También es misteriosa esta obra de Veronese. Aquí el hombre se detiene y frena su deseo, por tanto, frena su pasión o su amor. Hasta Cupido le sujeta su espada como una señal de no desenvainarla. La mujer está dormida, debe estarlo para significar el gesto virtuoso de su voluntad: ahora no es libre de elegir. Porque ella, Venus representada, está completamente desnuda y deseosa. Finalmente la serie de Veronese nos conduce al último mensaje que el tortuoso camino del amor deberá llevar: La unión feliz. En esta representación el creador veneciano ilumina la obra: la diosa Venus está ahí para condecorar con el Amor a la mujer virtuosa y al hombre agradecido. La pintura ofrece otros símbolos: la virtud con la corona de laurel, la paz con la rama de olivo, las cadenas doradas de la unión segura, que toma aquí la inocencia de un niño. Pero también la fidelidad con la representación de un perro fiel y dócil. La Alegoría del Amor son una serie de obras que solo las primeras de ellas, las más complejas, alcanzan a lograr mayor virtuosidad. Las otras son obras menores, no tienen la misma maestría ni genialidad. Solo el valor del Arte, que el creador quiso, pudo o consiguió tener por entonces. Como sucede a veces también con el amor...

(Obras de Paolo Veronese, cuatro lienzos de la serie Alegorías del Amor, 1575, National Gallery de Londres.)

15 de febrero de 2016

La visión del deseo en el Arte o un misterio tan mitológico como humano.



El retrato en el Arte es una forma de expresión muy personal. Definamos el término retrato: es copiar, dibujando o fotografiando, la imagen real de un ser real determinado. Es copiar una imagen real de algo concreto -un ser humano individual- que, mientras se está llevando a cabo, está dejándose ver...  Siendo consciente el objeto de esa imagen retratada del artífice que está en ese momento -un fotógrafo o un pintor avezado- llevando a cabo el proceso artístico de su retrato. Pero en el Arte a veces eso no sucederá... No sucederá, por ejemplo, cuando el objeto no existe, es decir, cuando solo es una recreación mental o imaginada del artífice, en este caso un pintor o creador artístico que imagina lo retratado. Pero, entonces, en ese caso, ¿qué lo procura? ¿Qué cosa llevará, verdaderamente, a motivar al artífice a realizar algo así?: el deseo.  Pero el deseo, a su vez, puede ser mental o físico. En la mitología antigua fue llevada la expresión del deseo físico a su más elaborado proceso creativo. Entonces el deseo se representaría en la figura más paradigmática de aquella mitología olímpica: el dios supremo griego Zeus. En él se reflejaba o representaba el deseo amoroso más desaforado, más inevitable, más trágico o más humano. Tanto desearía este dios mitológico satisfacer sus deseos eróticos que la literatura posterior grecorromana, la basada en su mitología clásica, llevaría a contar múltiples leyendas de sus fantásticas maquinaciones para acercarse -consumando ese deseo- a las más bellas ninfas o nereidas de los bosques.

Una de esas leyendas contaba la historia de la hermosa ninfa Calisto, que pertenecía al cortejo de la diosa Artemisa, la hermana gemela de Apolo. Para seducir a sus objetos de deseo el dios Zeus se transformaría en otros seres diferentes. La transformación, esa cosa prodigiosa que nos procura a veces alcanzar nuestros deseos. Zeus toma ahora la apariencia del hermano de la diosa, el bello Apolo, y es solo entonces cuando Calisto no rehusaría acompañarle. Apolo y Artemisa eran hermanos gemelos y no se distinguirían demasiado sus detalles físicos. Así consumaría Zeus su deseo y Calisto acabaría encinta del dios. Pero Artemisa no perdonaría traiciones, la expulsaría de su cortejo y la transformaría en un oso hembra para siempre. La historia del Arte se aprovecharía de esta leyenda para hacer distintas versiones de esa afrenta mitológica. A veces claramente representado -retratado- ese deseo y otras con el misterio iconográfico que el Arte sabe hacer de sus historias. El pintor del Renacimiento Giovanni de Niccoló Luteri, más conocido como Dosso Dossi (1490-1542), llevaría el misterio iconográfico de ese deseo a su Arte renacentista más inspirador. Una vez crearía ese misterio en su obra Escena Mitológica, compuesta en el año 1524. Así es como se denomina la obra en la galería donde se encuentra, el Museo Paul Getty de Los Ángeles (California). Esta obra de Arte renacentista es todo un misterio iconográfico porque representa más una alegoría que una escena determinada. Una alegoría: la representación de una cosa que es significada por otra diferente, una que no se ve en la obra claramente.

No hay cosas en la obra de Dosso Dossi para llegar a entender bien qué clase de alegoría podría ser. Por eso sigue siendo un misterio esta maravillosa representación pictórica renacentista. Primeramente, de hallar algún calificativo a esta alegoría, debería ser una alegoría renacentista, porque es el Renacimiento más espléndido, el más significativo, el más colorido o el mejor compuesto para una idea tan renacentista de la vida. Otro calificativo podría ser amor o deseo, es decir, podría ser denominada la obra como una alegoría del deseo o del amor.  Porque no es solo la Belleza lo que está reflejado en la obra. Pero, como en todas las bellezas renacentistas, sin ser ahora un objeto consciente de ser retratado.  Hay otros personajes en la obra que interactúan además con la belleza y esto hace a la belleza muy diferente ahora. Pero, ¿quiénes son esos personajes? ¿Qué hacen ahí? ¿La desean a ella, desean esa belleza? En otras escenas de parecido contraste los personajes que rodean la Belleza sí la desean claramente. Pero aquí no. Ni siquiera el dios Pan -ser mitad hombre y mitad bestia- está ahí para desearla. Este dios griego es asociado a la fertilidad más bestial, tal vez por eso está ahora ahí...  Están también otros personajes femeninos, uno es benefactor de la Belleza, protector de ella, que con sus manos muestra aquí un gesto reconocido de grandeza. El otro personaje femenino es un misterio indescifrable, aunque parezca ser la diosa Artemisa, gemela del dios Apolo intercambiable. Arriba a la izquierda los alados diosecillos del amor señalan ahora el sentido más erótico de la escena. 

Y, luego, está la Belleza... ¿Pero quién es ella, es Venus, es Calisto, o es alguna ninfa mitológica cualquiera? Ahora es aquí el objeto de deseo. El sentido de todo deseo retratado en la obra, sea mental o físico. Porque tanto el amor representado -Eros- como la divinidad más elogiosa -Artemisa-, tanto la virtud humana -la vieja protectora- como el anhelo más brutal -Pan-, están ahora todos ellos ahí para justificar esa Belleza. Todo está aquí representado por ella, por la Belleza más deseosa, la más perfecta, la más indefensa también... Cuatro años más tarde el mismo pintor compuso su otra obra Diana y Calisto. Diana es la diosa Artemisa romana. Aquí el título del cuadro despeja toda elucubración interpretativa: ahora es la ninfa Calisto la retratada. Ella es la hermosa joven despreciada por Artemisa y representada aquí desnuda y dormida. Diana señala hacia arriba, donde Zeus mora en sus dominios olímpicos, indicando así a este dios como el único responsable de esa fertilidad furtiva. Al fondo veremos la silueta de una ciudad en la ladera, la misma ciudadela que pinta el pintor en ambas obras de Arte. Rasgos similares que nos llevan a pensar en la misma leyenda mitológica, aunque la obra anterior no mencionase a Diana ni a Calisto. 

Es la imagen del deseo el sentido alegórico de este artículo. Es la idea del deseo más bien, algo que, como todos los deseos ocultos, no es nunca realmente retratado. Es decir, no es posible representar el deseo más desgarrador sin la anuencia del objeto retratado. Porque el deseo -el más inconfesable- es siempre recreado en la mente furtiva del autor de ese deseo. Y entonces éste puede pintar lo que quiera -lo que desea-, no lo que está ahí, sino lo que no está ahora ante él siendo... Sólo lo que imagina el autor, lo que solo puede él distorsionar con el misterio o con el deseo o con el gesto sublime de Belleza.

El Realismo en el Arte fue tiempo después un contrapunto del Renacimiento.  Un contrapunto que estaría casi siempre expresado por la sorpresa de lo representado, porque es expresado a veces como un hecho vergonzoso y, por tanto, como un acto cifrado o como un alarde estético cuyo realismo no estaría en qué hacen los personajes sino qué representan simbólicamente. El pintor francés Évariste Vital Luminais (1821-1896) llevaría su Academicismo estilístico perfecto a representar realidades de la vida o de la historia. En su obra El rapto vemos una escena de deseo también. Aquí se representa el gesto poderoso de un atropello violento por poseer el objeto de deseo. La obra es realista y confusa a la vez. ¿Cómo es posible atrapar a caballo un cuerpo desde el lado opuesto al brazo que el raptor utiliza ahora para llevarlo? Es imposible, o tuvo la ayuda de alguien o ella se dejaría montar... Es ahora la belleza de la escena -a diferencia de la obra renacentista- lo que primará en la obra. El Academicismo comprende equilibrio y proporción, por eso el cruce de dos figuras desnudas sobre la montura lleva ahora en la obra su mejor composición artística. Pocos años antes el pintor argentino Ernesto Sívori (1847-1918), otro pintor realista, plasmaría una impactante escena desnuda y solitaria. Ahora pasamos a un único personaje frente a varios en el Renacimiento o a dos en el Academicismo. En el realismo de Sívori vemos ahora a una mujer descuidada mirada desde la menor sensación clásica de un retrato de Belleza. Está ella levantándose desnuda al despertarse sola en su dormitorio. Una imagen desnuda pero muy diferente a la de aquella hermosa ninfa mitológica de antes. Porque ahora no es aquí la Belleza física sino solo el deseo mental. La vida, su estética y las ideaciones del deseo habían cambiado mucho desde el siglo XVI al XIX. Ahora, en pleno siglo XIX, no se necesitaría a nadie más para exacerbar el deseo, solo al propio y único objeto de deseo, aunque transformado por completo de toda aquella Belleza clásica. Porque no se necesita mostrar ahora una belleza ideal o perfecta, solo la realidad de una solitaria y sugerente escena sorprendente y erótica. Pero todo esto es así para nosotros, no para ella... Una modelo ajena a toda esa belleza que ahora pueda inspirar. Esta es la escena sugestiva y furtiva -no retratada- para representar ahora el deseo..., el mental, no el físico, aunque también ahora, al igual que en el Renacimiento, un deseo tan confuso como misterioso...

(Óleo Escena Mitológica, 1524, Dosso Dossi, Museo Paul Getty; Lienzo Diana y Calisto, 1528, del pintor renacentista Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Cuadro del pintor Évariste Vital Luminais, 1890, El rapto, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires; Lienzo del pintor argentino Ernesto Sívori, El despertar de la criada, 1887, Museo Nacional de Bellas Artes de Buenos Aires.)

23 de noviembre de 2015

El cambio honesto y la sabiduría conquistarán, al fin, al amor elusivo y desengañado.



No toda la mitología latina fue heredada de la griega, los romanos mantuvieron también sus propias leyendas míticas antiguas, generalmente recibidas de los etruscos, uno de los pueblos itálicos más peculiares de los que provenían. El poeta latino Ovidio (siglo I) no se limitaría, como algunos escritores romanos, a recrear solo los mitos ancestrales de su cultura grecolatina, también los fabricaría desde la nada. Y así contaría Ovidio la particular leyenda de dos divinidades latinas sin referente griego alguno: Pomona y Vertumno. Según la mitología romana, Vertumno fue una divinidad de la transformación, un dios del cambio radical obrado en las cosas o en los seres. Para los romanos, un pueblo pragmático, la noción de cambio lo identificaban no ya con la metafísica o la ontología, sino con la Naturaleza y sus modificaciones producidas a lo largo del año. Para ellos la verdadera maravilla filosófica era ver variar la Tierra con sus cambios estacionales. Así que, después del crudo invierno, la primavera vendría a renovarlo todo: los colores de sus prados, los frutos multiplicados o la vida renacida con la esperanza de un futuro prometedor. Porque la visión de la Naturaleza nos ofrece, por ejemplo, la sabiduría que existe cuando la pequeña semilla de un árbol acaba convirtiéndose en otro árbol maravilloso. ¿Cómo es posible que algo tan pequeño, insulso y desmerecedor se transforme luego en una cosa más grande, necesaria y tan bella? Sólo una divinidad podría estar detrás de algo así, decían los romanos. Pero, una divinidad ahora muy natural y terrenal, sin consideraciones místicas o metafísicas.

Así surgiría el dios romano Vertumno, una divinidad que podía cambiar a voluntad cualquier apariencia física. Pomona era una divinidad femenina -a cambio de Vertumno- dedicada a las cosas transformadas por ese cambio, a los frutos o cosas que se obtenían con ese cambio. Pero no de los frutos que la Naturaleza diera salvajemente, sino de aquellos que el ser humano lograse con su esfuerzo, dedicación o arte. Bendecía Pomona con sus dones los jardines bien cuidados, su cultivo, tiempo, dedicación y belleza. Como mujer diosa y hermosa, Pomona florecía con la misma belleza que ella preconizaba en sus cuidados naturales. Hermosa y distante, rechazaba las insinuaciones tendenciosas o lujuriosas de los sátiros o los dioses atrevidos. Ningún hombre -fuese dios o mortal- le interesaba. Como toda mitología útil para la creación artística, esta leyenda fue atendida por los pintores de la historia. Ovidio, amante de la seducción inteligente, compuso la leyenda de la diosa Pomona perseguida y seducida ahora, al fin, con la única cosa que pudiera conseguirla: la transformación o la metamorfosis. ¿Y quién era el dios del cambio? De ahí surgiría el mito latino de Vertumno y Pomona. El dios del cambio trataría de seducir a Pomona con las transformaciones más sugerentes que imaginara: con la mejor belleza, con la mayor atracción pasional, con la más admirada fuerza o con la más sugerente riqueza. Pero nada, la diosa de los frutos y los jardines perfectos no hacía caso alguno de esas cosas mundanas. Hasta que Vertumno ideara otra cosa al comprender qué era lo que Pomona más respetara del mundo.

Y entonces se transformaría en la figura de una cándida anciana. La vejez era un símbolo en Roma de la bondad sincera o la sabiduría más respetada y querida. Con esa treta pudo conseguir el dios del cambio que la bella Pomona accediera a escucharle finalmente. Sólo así Vertumno pudo conseguir ser mirado  con ojos receptivos y amables. Esta mitología nos expresa ahora que la seducción transformadora no es más que una forma de empatía que envuelve los argumentos de alguien en una atmósfera de igualdad o nivelación para acercarse al objeto deseado. Para despertarlo así de su ignorancia o de su incapacidad de compresión. Vertumno, gracias a su imagen ahora amable, segura y sabia, pudo conseguir que Pomona accediese por fin a verle. Entonces él -como la vieja sabia honesta y candorosa- comienza a decirle por qué los maravillosos árboles frutales brotan gracias al amor... Así hasta contarle la leyenda de Anaxárete. Esta fue una bella princesa griega cortejada sin éxito por un humilde joven apasionado que terminaría quitándose la vida a causa de ese rechazo. Pero antes le implora a los dioses darle una lección a ella por esa afrenta. Cuando espiaba los funerales del joven fue convertida por los dioses en una estatua para siempre.

Vertumno observa como Pomona queda fascinada por la leyenda antes de que termine transformándose en sí mismo. Entonces ella acabará percibiendo la sutil insistencia para hacerla entender algo que antes ignoraba: conseguir vencer la ignorancia con el sabio acontecer de un acercamiento inteligente. Esta mitología fue retratada en el Renacimiento por el desconocido pintor Francesco Melzi (1493-1573), un alumno del gran Leonardo da Vinci. Pero no solo fue alumno suyo sino que le acompañaría hasta el final de su vida, cuidando del maestro y de su extraordinario legado. En el año 1522, tres años después de la muerte del genio florentino, Melzi pinta su obra -tan leonardiana- Vertumno y Pomona. En este lienzo está además el universo pictórico de Leonardo: el paisaje con las cordilleras puntiagudas y el manierismo en los brazos retratados o en las rocas laminadas de los suelos pedregosos. En la obra de Melzi vemos cómo la anciana cándida y amable se acerca a la bella y desdeñosa Pomona. Pero, sin embargo, sería el Barroco y no el Renacimiento la tendencia más apropiada para contar esa leyenda. Porque el amor es conquistado por elementos que no son de belleza perfecta, ni de equilibrio armonioso entre ambas necesidades o ambas realidades. El Barroco es desequilibrio, es imperfección, es error o desajuste, cosas que podrán o no conseguir alcanzar la Belleza. Y en esta maravillosa tendencia barroca brillarían dos obras sobre Pomona y su amante. Una de un seguidor de Anton van Dyck (1599-1641) o quizás de él mismo (no he podido descubrir exactamente su autoría real). Pero lo importante es la obra artística en sí, una versión excelsa de la leyenda de Vertumno y Pomona. En este alarde barroquiano vemos cómo Pomona es convencida sin esfuerzo por la figura cálida, comprensiva y amable de la anciana transformada. El pintor retrata incluso al dios del amor -el pequeño Cupido y sus flechas amorosas- abandonando ahora resignado todos sus intentos por seducir, con su pasión desbordada y zalamera, a la bella, desdeñosa y obstinada diosa.  

Rubens, el magnífico pintor barroco de exageradas muestras de pasión, pintaría también la leyenda mítica, pero ahora no en su momento inicial sino en su momento final y feliz, cuando Pomona transforma su opinión ante la visión de la nueva imagen que tiene ahora de su amante. Por último, el sutil y exultante erotismo del creador frances del Rococó más romántico, Francois Boucher (1703-1770). Aquí hasta la cándida anciana parece sobrar ante la convencida actitud de una diosa que no dejará de pensar que el amor lo salvará todo siempre. Vertumno, disfrazado de una atractiva vieja, le dice ahora al oído a Pomona las cosas que ella quería haber oído antes, pero que nadie se las había dicho. Y esta sabiduría vencerá por completo a la bella y distante Pomona. Ya no hay excusa para mostrar el amor más desaforado y el pintor francés lo recrea con el sugerente desnudo de la diosa y sus acompañantes. Mucho más efusivo que los desnudos que pudiera haber hecho el pasional Rubens -que incluso cubre parte a su Pomona del año 1619-, ya que los tiempos no dedicarían ahora -en el ilustrado siglo XVIII- valor alguno a esas veleidades tan antinaturales -lo natural es desear siempre la belleza desnuda- del Arte de un siglo antes. Pero, sin embargo, las maravillosas obras barrocas sí que dejarían por entonces expresar el verdadero sentido de la leyenda: que sólo la sabiduría puede vencer a la ignorancia reticente o a la vida más errónea.

(Obra del pintor Anton van Dyck o de algún seguidor suyo, Vertumno y Pomona, 1627, Colección Particular; Lienzo del gran Rubens, Vertumno y Pomona, 1619, Colección Privada; Óleo del pintor renacentista Francesco Melzi, Vertumno y Pomona, 1522, Museos Estatales de Berlín, Alemania; Cuadro del pintor del Rococó, Francois Boucher, Vertumno y Pomona, 1740.)

31 de octubre de 2015

La deriva del Arte hacia lo más vil o la belleza perdida ante el desprecio insolente de un mundo vulgar.



El siglo XIX derivaría pronto en sus años finales hacia un deterioro del sentido artístico de belleza. Los pintores alemanes nacidos a mediados de siglo encontraron ahora la fuerza y el ímpetu de un imperio alemán originado en el año 1870 que les acogía para crear otras cosas con el Arte, otros modelos estéticos muy diferentes de aquella belleza de los pintores románticos de antes. También la fotografía habría sobrevenido para retratar esa misma belleza, superando entonces cualquier otro modo de plasmarla en un lienzo clásico. La escuela pictórica de Düsseldorf había sido un ejemplo de retorno a esa antigua Belleza de antes, a esos maravillosos paisajes y retratos que ensalzaban la belleza y su función en la vida para un mundo necesitado de ella, de su espíritu más noble y su modelo más enriquecedor. Sin embargo, el mundo evolucionaría sin freno atropellando las formas en que la imagen representada podía aún ser un paradigma de salvación, de una excelsa salvación a ojos de los humanos y de su sensibilidad menos abstracta.

Nathaniel Sichel fue uno de los muchos pintores de esa etapa artística de cambio finisecular. Nacido en el año 1843 en Mainz, Alemania, obtuvo en sus inicios extraordinaria fama como pintor retratista. Sabría él captar la atmósfera que acompañaba a cada modelo, con su mundo, con su historia, con su carácter o su vida... Sobre todo a modelos femeninas representadas como bellezas exóticas de oriente, figuras que podían, con su gesto y vestimenta, distinguirse ahora de las rígidas actitudes o representaciones elegantes y asépticas de una visión sensual inexistente en Europa, algo que se mantuvo de la imagen de la mujer europea por aquellos años finales del siglo XIX. Así que Sichel pudo descubrir ahora, con el justificado elemento oriental, las miradas, los gestos, la pose o el deseo ferviente de esa Belleza representada tiempo antes. Así crearía él bellezas retratadas que arrebataban con su estilo seductor y elaborado las miradas deseosas de los ávidos espectadores. Pero la belleza sugerida en el Arte no es una moneda que siempre acompañe o  brille en un lienzo a voluntad, no todos los artistas o creadores sabrían manifestarla. Los pintores lo sabrían, y sus retratos de belleza no conseguirían siempre disponer de esa mágica y misteriosa belleza seductora tan deseable. También porque la Belleza no estará siempre ahí, es decir, no siempre se mostrará dispendiosa, solícita o expresiva sin limitaciones.

Así que Nathaniel Sichel conseguiría pocas veces eternizar la belleza de la mujer en cosas estéticas que no tendrían, necesariamente, que ver con el clásico sentido de la clásica belleza. Porque era entonces otra cosa diferente, era una especial forma de ser de la belleza retratada, una característica que hacía a la modelo del cuadro -y al propio cuadro- un ejemplo de belleza permanente o inmortal, sin otra cosa más ahora que su sola belleza indescriptible, imposible de definir salvo viéndola de ese modo tan especial que impregnaba con el Arte, comprobando así, con su visión artística tan arrebatadora, la única forma de poder representarla en un cuadro para siempre. Pero no vivió el pintor en el momento más álgido de aquella belleza consagrada, de aquellos años anteriores en los que la Pintura era una forma de alcanzar la gloria más insigne, la más alta o la más grande que se pudiera conseguir para poder acercar el espíritu humano a la Belleza. En esta pequeña muestra de sus obras pictóricas -que ignoro las fechas así como su nombre y lugar, tan deteriorada fue la deriva entonces del Arte clásico y de algunos de sus creadores más desubicados-, el pintor alemán Nathaniel Sichel (1843-1907) solo conseguiría -para el que esto escribe- en dos de las obras expuestas aquí alcanzar a rozar el éxtasis más rotundo y fulgurante con su ahora especial belleza retratable. Sólo en las dos primeras. El resto sería un ejemplo más de su maestría artística con el retrato, pero ahora éste mucho más convencional o más vulgar, o más cotidiano o más publicitario.

Conrad van Houten (1801-1888) fue un químico holandés que llegaría a fabricar el mejor chocolate del mundo en la Europa de finales del siglo XIX. Aunque fue realmente su padre, Caspar, quien patentara el sistema industrial que, luego, su hijo Conrad llevara al éxito más comercial en la ciudad de Amsterdam. Conrad tuvo un hijo al que le puso el mismo nombre del abuelo, Caspar van Houten (1844-1901), el cual llevaría la empresa familiar a su esplendor con la mayor comercialización de chocolates en todo el mundo. Para ello utilizaría la publicidad, algo por entonces muy incipiente en el mundo comercial. Utilizaría así la imagen publicitaria para dar a conocer por todos los lugares del mundo su chocolate y su marca, Van Houten´s Cocoa. Tanto se atrevería Caspar a publicitar y promocionar su marca comercial que contrataría a un pintor, Nathaniel Sichel, uno de aquellos artistas de bellezas clásicas para que realizara ahora un lienzo publicitario. Una imagen donde una de aquellas bellezas retratadas, que el pintor había creado ya en otras ocasiones ilustres, luciera ahora mostrando tan solo el sentido subliminal de un mensaje comercial del chocolate van Houten. De este modo, tan utilitariamente, acabarían llegando a ser olvidadas y despreciadas todas aquellas exóticas bellezas del Arte clásico de entonces, aquellas representaciones tan ideales o perfectas de antes para ser sustituidas ahora por la más irreverente, despreciable e insolente nueva forma estética de una vil publicidad.

(Obras todas del pintor alemán Nathaniel Sichel, Varias obras de Arte de bellezas exóticas; Cuadro de una Madonna; Retrato de la publicidad del chocolate van Houten, finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX.)

18 de mayo de 2015

La curva frente a la recta o el Barroco más renacentista de Velázquez.



La historia es algo vivo, no muerto, es algo que permanentemente se va actualizando hasta la completa certeza de sus datos. Algo, por lo tanto, que solo será una tendencia a la verdad, a veces nunca una realidad cierta y completada. Y en esto la virtualidad de internet es un arma, sin  embargo, poderosa y útil. Es muy cierto que internet no es la biblia, pero, ¿qué lo es en verdad? ¿La Enciclopedia británica, el Larousse? No. Lo que se acerca a la verdad no es una sola fuente sino la concordancia de diversas fuentes, y esto lo podemos hacer ahora en internet gracias a su virtualidad simultánea -podemos consultar varias fuentes en pocos minutos- para confrontar una misma información y salvar así la posible duda o el posible error. Tampoco es garantía de verosimilitud total, por supuesto. Esta solo se consigue con el desarrollo temporal de los acontecimientos y con las investigaciones históricas, cosas que se actualizan -ahora con muchísima más rapidez que nunca- de un modo directo en todas las fuentes virtuales de información didáctica. ¿Y esta reflexión por qué? Pues porque hace poco menos de cuatro años escribí una entrada sobre la incapacidad de comprender el pasado y en ella utilicé entonces la misma obra de Arte que ahora trato de describir aquí. Entonces no para analizarla crítica o históricamente, tan solo como ejemplo de referencia y modelo de belleza clásica. Al final de la entrada, como siempre, anotaba el título de la obra, su autor, fecha y lugar de ubicación. Pero, además incluí entonces una pequeña reseña anecdótica sobre su destino vital. Entonces escribí: entregada esta obra, junto con otras del arte español, al duque de Wellington en 1813 por el desastroso rey Fernando VII como agradecimiento por devolverle el trono.

Hoy debo reconocer que entonces me equivoqué. Me equivoqué porque la información que leí entonces era incorrecta. ¿La cotejé lo suficiente? Probablemente no, o probablemente entonces no se sabía lo que ahora se sabe. Por eso la historia -y los que buscamos en ella la verdad- se beneficia de los historiadores concienzudos y de los medios de información actuales que permiten divulgar rápidamente aquello que se ha descubierto, y que, pronto, permitirá así corregir el error. Hoy se sabe -a lo mejor ya se sabía, pero hoy es público y notorio o está más divulgado- que el cuadro La Venus del espejo del pintor Velázquez no fue entregado por el monarca español a general británico alguno. El lienzo barroco del genial español fue robado de los salones de algún palacio madrileño en los trágicos momentos finales del conflicto bélico de la Independencia, durante el año 1813. Fue robado por algún extranjero -inglés o escocés- y vendido luego en Londres al dueño del Rokeby Park en Yorkshire. Con esta aclaración nos introduciremos ahora en la extraordinaria obra que es La Venus del Espejo, y comprenderemos así mejor por qué fue tomada con la avidez que los mercaderes sin escrúpulos suelen tener con obras como ésta, pinturas de tan seguro atractivo para cualquier coleccionista o admirador del Arte.

En España nunca se había realizado un desnudo de mujer semejante a éste. Nunca. Jamás se hizo antes así y jamás se volvería a hacer luego, al menos hasta que Goya lo hiciera siglos después. Es muy probable que Velázquez tampoco lo pintase en España, es decir, que no es un cuadro español -hecho en España-, es solo de un español. Que no es poco para su nacionalidad artística. Fue pintado en Roma en el segundo viaje de Velázquez a Italia. Un cuadro así necesita de una modelo, es imposible para un pintor, aunque sea Velázquez, pintar algo así sin fijarse en la naturaleza real de lo que diseñará luego su mente creativa. En España estaba prohibido en el siglo XVII el posar mujeres desnudas. Velázquez pudo hacerlo por dos razones: primero porque era el pintor del Rey, al cual no le importaban -todo lo contrario- retratos de mujeres en ese trance, y segundo porque lo hizo en Italia. Su modelo fue una de sus propias amantes romanas. Una mujer muy latina, por eso es una Venus morena y no rubia, como otros pintores, antes y después de Velázquez, pintaran a la bella Venus desnuda. Pero, hay algo más. En esta obra barroca de Velázquez, como en otras muchas suyas, se ve la pasión que el pintor español tendría por el mundo clásico. Tuvo que disfrutar en Italia -paraíso tan clásico- mucho el pintor español. Pero, ¿una gran pasión por lo clásico ahora en un pintor barroco? Porque el Barroco es justo lo contrario a lo clásico, al Renacimiento.

Sin embargo, en esta Venus desnuda, ¿dónde está ahora el estilo barroco? Es una pintura que podría pasar perfectamente por ser de cualquier creador veneciano o napolitano del Renacimiento más clásico. No hay ironía en ella, no hay claroscuro naturalista, no hay moda barroca, ni adornos ni añadidos mitológicos en el cuadro que lo sitúen en un entorno claramente barroco. Hasta los colores son renacentistas. La misma pose, la situación de espaldas de la modelo, es helenística, es del más clásico gesto de una escultura clásica griega -Hermafrodita Borghese-, una que el pintor sevillano pudo ver por entonces en Roma. Es la diosa de la Belleza pintada muchas veces en el Renacimiento, como lo hicieran Giorgione o Tiziano, por ejemplo. Solo se distinguió de éstos en una cosa: pintándola ahora de espaldas. ¿Por qué de espaldas? Era más atrevido hacerlo de espaldas. En el imaginario erótico es algo más alarmante. De frente un retrato desnudo de mujer -como Tiziano o Giorgione lo hicieran- puede situar ahora una mano oportuna que oculte lo más delicado de enseñar. De espaldas es imposible. Por eso fue una obra que solo pudo estar en España, cuando el pintor la trajo de Italia, en los selectos y discretos salones aristocráticos madrileños. Y así hasta que fuera vista, siglos después, por unos ojos maliciosos y codiciosos.

Pero, entonces, ¿dónde está aquí ahora el Barroco? Porque debe estarlo en algún lado. Velázquez era un pintor barroco, aunque amase el clasicismo. Hay dos cosas fundamentales que traslucen aquí el sutil estilo barroco de esta obra. Por un lado la imagen reflejada en el espejo con el rostro de Venus ahora desdibujado. Por otro la curva perfecta, la curva barroca, la curva... La eclosión del Barroco en el mundo fue, básicamente, gracias al descubrimiento artístico de la curva. Los maravillosos arquitectos romanos -Bernini y Borromini- hicieron en el siglo XVII de la línea curva un arte nunca antes visto en la historia. El clasicismo griego y romano enaltecieron, a cambio, la línea recta, y el Renacimiento no hizo más que proseguir eso luego. Las obras de Venus de los pintores Tiziano o Giorgione, por ejemplo, son trazadas con la agudeza visual de la primacía de lo recto. Cuerpos estilizados y alargados, camas o soportes rectos donde el cuerpo seguirá su mismo sentido lineal. Sin embargo, en su Venus del espejo, Velázquez glosa la curva, y la glosa ahora por ejemplo en la curvatura que el colchón formará con sus sábanas en el propio cuerpo de la diosa. Y lo hace además destacando así las pronunciadas y bellas caderas de la joven modelo.

Pero el espejo es la otra clave aquí, y no la menor de ellas. Velázquez es un genio que iría siempre más allá de lo pictórico. El mundo suyo de mediados del siglo XVII era un mundo que había aprendido filosóficamente -con el neoplatonismo- todo lo asimilable en el pensamiento o en el ideal estético. Él lo sabría y lo compartiría con su Arte. La Belleza, la idea suprema de belleza, ganaría aquí de una forma asombrosa. Por eso, tal vez, fuese esta obra agredida por una sufragista en el Londres del año 1914. Porque representaba también la belleza perfecta, la más sugerente y física, la más terrenal posible -otro rasgo del barroco-, frente a la espiritual o menos terrenal belleza de los renacentistas o de los neoplatónicos. Cupido, el pequeño dios del Amor -el hijo de Venus-, sostiene aquí el espejo frente a Venus, convencido ahora de que su madre es la vencedora de la belleza para siempre, la que esclavizará así al amor inevitablemente para siempre. Y así es y será siempre, se quiera o no. Porque para que exista amor deberá haber antes alguna forma de belleza. Y el pintor la compuso entonces a Venus así, maravillosa, exultante y clásicamente voluptuosa. Pero, para ello, para poder hacerlo así de atrevido en aquellos años, no pintaría Velázquez el rostro de Venus visible de frente -está de espaldas-, ni siquiera lo haría de perfil. No, no se ve el rostro en la figura de la modelo. Salvaría el pintor con eso, tal vez, dos cosas. Una la identidad de la modelo, algo que para entonces podría ser delicado. Pero, lo más importante, ayudaría a justificar el espejo aquí, justificarlo ahora para poder reflejar el rostro de la Belleza de alguna forma. De ese modo subsanaría Velázquez la eventualidad de una espalda sin rostro. ¿Un retrato sin rostro visible en el Renacimiento o en el Barroco? Nunca. Si acaso, reflejado luego -desdibujadamente, representando así el aspecto espiritual más que físico- en un espejo para poder salvar ese pequeño pero gran detalle estético.

Pero, sin embargo, el rostro reflejado de la diosa Venus, el de la Belleza más maravillosa jamás representada, no se verá muy bien tampoco aquí ahora reflejado en el espejo, está apenas esbozado el rostro reflejado de ella, está desdibujado ahora ese rostro perfecto de Venus, imposible de reconocer ni de apreciar ni de valorar, ni de desear ni de amar ni de justificar físicamente nada con él. Vemos la subyugante belleza, pero no veremos su cara. Es fundamental ver la cara detallada de la belleza en lo estético. Sin ella, sin sus rasgos identificables, no existe verdaderamente. No es nada, en verdad. Esa fue la extraordinaria sutileza del genio español en esta obra maestra de Arte. Algo que acompañaría -frente al clasicismo elogioso- con su evolucionado Arte barroco, entonces más superficial, banal o frívolo que el anterior Arte renacentista. Es decir, que la Belleza que ahora vemos representada en la obra no es la belleza terrenal, física o voluptuosa sino la espiritual. Que no se reflejaría siquiera bien ella en el espejo, porque no es eso lo más importante ahora en la obra de Velázquez. Que lo importante era y es otra cosa, lo que la diosa debía representar entonces con su ideal de Belleza, no así con la más vulgar belleza material, física, terrenal o voluptuosa. Algo que la sufragista británica no supo entonces ver cuando acuchillara, siete veces, el lienzo en aquella mañana londinense del año 1914. Por eso este cuadro es una extraordinaria obra de Arte. Por eso se comprenderá además que fuera robado -no regalado- en el año 1813. Porque Velázquez consiguió -como siempre hiciera el gran creador español- hacernos pensar que lo que vemos y lo que no vemos en una obra de Arte, no dejarán de ser dos cosas muy importantes de una misma y única realidad.


(Óleo barroco del pintor español Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)

12 de mayo de 2015

La intencionalidad del Arte o la belleza traducida como un sentido no voluptuoso sino etéreo.



En una visita que hice hace muchos años al Museo del Louvre adquirí una reproducción de la obra La bañista de Valpinçon, del extraordinario pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres (1780-1867), una pintura neoclásica elaborada durante el año 1808. Pero por entonces me sucedió que al elegirla lo hice inconscientemente. Cuando elegí la reproducción de esta obra de Arte no lo hice por la idea de belleza que mi época y cultura me habría influenciado como de una obra clásica debiera ser. No, lo hice buscando de modo intuitivo -por tanto inconsciente- el sentido clásico tan personal y representativo de ese magistral pintor, medio neoclásico medio romántico. Pero entonces eso no lo sabría yo aún. Ahora, cuando conozco algo más los entresijos de lo que denominamos Arte, comprendo bien qué me hizo entonces, sin saber, elegir la obra más representativa o más paradigmática o más impactante de aquel curioso momento artístico que fuera la primera década del siglo XIX.

Siempre que la obra es visionada por alguien impacta, guste o no. Aunque, generalmente no suele gustar cuando la persona que la ve es sincera y espontánea. Porque la belleza de La bañista de Valpinçon no es la belleza entendida con criterios estéticos convencionales, materiales, formales o incluso clásicos -lo que más choca y sorprende por ser neoclásico el propio pintor-, que puedan tenerse para percibir el cuerpo desnudo de una mujer. Sin embargo, todo eso fue lo que el pintor francés quiso hacer cuando lo hizo: expresar así la perfección artística clásica de una figura en el escenario íntimo y exótico de un baño oriental. Por eso dibujó -correctamente- las imperfecciones anatómicas y corporales tan normales de una joven normal desnuda y de espaldas. ¡Qué fácil hubiese sido hacerlo entonces -pleno momento clasicista en el Arte- como la belleza tan formal y clásica que de un cuerpo voluptuoso y excesivo se llegara a representar tiempo antes! Pero, no, Ingres no quería distraer ahora tanto en ese sentido -algo que demostraría, sin embargo, saber hacer años más tarde con otros desnudos-, no; ahora lo que deseaba el pintor hacer era representar otra cosa muy distinta: el momento fugitivo, el instante sosegado; sólo el ruido relajante del agua en la bañera, todo eso que no veremos muy bien aquí.

Porque ni las caderas ni las piernas, ni los pies ni los hombros, ni la espalda siquiera de la mujer en el baño, establecen ahora las medidas o proporciones correctas y perfectas para hacer de ella una belleza sugerente, atractiva o deseante. Ingres era un extraordinario dibujante, el mejor de todos los discípulos que tuviera el famoso pintor neoclásico David. Pero, Ingres había nacido a finales del siglo neoclásico, cuando el Romanticismo empezaba a brillar poco a poco, luchando entonces por salir y enfrentarse al poderoso Clasicismo de siglos. Sin embargo, el pintor francés no supo por entonces, en esa difícil encrucijada artística, elegir un camino definitivo en su Arte. Quería él dibujar y respetar las reglas clásicas de sus maestros, pero, a la vez deseaba trasladar a sus lienzos una nueva sensación evanescente para entonces. Una sensación etérea y fugaz, una bella impresión que irradiara toda la obra en su conjunto, no solo en una parte. No en la parte más representativa por entonces en un lienzo clásico -la figura femenina desnuda y voluptuosa- sino en toda la escena estética completa misma. En todas las cosas representadas en la obra -las sábanas blancas, el turbante estampado, las cortinas caídas, el grifo de agua, o la inquietud tan sosegada de ella- que pudieran hacer impactar en el espectador asombrado una nueva forma -romántica- de ver un exotismo como ese. 

En la sociedad europea de entonces -comienzos del siglo XIX- la visión abierta y clara del desnudo de una mujer joven -no de una diosa o de una ninfa mitológica, sino el de una mujer cualquiera- era inexistente en la tradición occidental del Arte. Por eso se buscaban desde hacía años en el lejano mundo oriental las exóticas sensaciones que, en el imaginario de los europeos, se tendrían de los harenes libidinosos, eróticos o voluptuosos de Oriente. Por eso Ingres lo hizo así, por impactar ahora con el contraste de una figura que no encajaría muy bien con ese imaginario. Y el Romanticismo le vino entonces a ayudar de soslayo. Porque esta nueva tendencia romántica no resaltaba las formas con el idealismo de antes. No, ahora el Romanticismo vendría a deformar el clasicismo para resaltar lo etéreo, lo que pasaba pronto, lo que no quedaba -justo al contrario que el mármol de las esculturas clásicas que permanece hierático y perenne a pesar de las emociones que ocasione-, lo que se impregnaba de todo lo que rodeaba a la figura principal de cualquier obra. Sin embargo, Ingres no fue un pintor romántico tampoco.

Y en esa encrucijada -neoclásica y romántica- estuvo precisamente la grandeza de este pintor francés tan sugestivo. Y su obra La bañista de Valpinçon es la mejor muestra de ello. Impactante, objetable, chocante, pero, a la vez, impresionante, subjetiva, misteriosa, sedante, virtual. Nada es como parece. Nada se mantendrá en el tiempo como la figura perfecta de la escultura perfecta de la forma perfecta de la imagen perfecta... más clásica. Nada es para siempre. Nada es perfecto en sí mismo, en su permanente y único sentido insobornable... El pintor francés lo sabía y por esto, intencionadamente, pintaría así de poco perfilada o perfecta su extraña modelo oriental de espaldas. Una bañista exótica y desnuda, una mujer diferente que mira ahora además algo fuera del lienzo. Algo que no vemos..., como nos sucede aparentemente con otras cosas inspiradas en la obra: su efímera silueta, su fugaz momento relajado, su pasajera sensación de belleza. Una belleza aquí que no está ahora en lo que vemos sino en lo que representará cada instante en el lugar efímero que le corresponde sin quererlo. Sin alardes objetivos, sin alarmas materiales, sin deseos desenfocados. Sin renuncia a lo importante.

(Óleo del pintor francés Jean-Auguste-Dominique Ingres, La bañista de Valpinçon, 1808, Museo del Louvre; Lienzo del mismo pintor, La Fuente o el Manantial, 1856, Museo de Orsay, París; Cuadro del mismo creador francés, La gran odalisca, 1814, Museo del Louvre, París.)

5 de mayo de 2015

El más grande artista habido en todos los siglos del mundo: Miguel Ángel.



Cuando al atardecer del dieciocho de febrero del año 1564 falleciera en Roma el genial Miguel Ángel Buonarroti, el Renacimiento habría ya acabado para siempre. Ahí terminaría algo que jamás volvería a repetirse y que muy pocos pudieron entonces imaginar hasta dónde llegaría la influencia -gracias a Miguel Ángel- de ese movimiento cultural tan extraordinario. Para comprenderlo hay que admirar lo que él hizo. Ahí está todo. Pero, ¿se verá todo realmente? Esto, el que se vea o no claramente, fue la artificiosa grandeza para la cual se sirvió el creador italiano de su Arte. Si lo consiguió con la escultura, una actividad artística compleja para expresar sutilidades, ¿qué no llegaría a conseguir Miguel Ángel con su Arte pictórico tan versátil? Fue una oportunidad única la que el Papa Julio II le ofreciera a principios del siglo XVI al pintor. Este Papa decidió decorar con los frescos más armoniosos y bellos la bóveda de una capilla que sus antecesores le habían legado en el Vaticano. Sólo motivos bíblicos debían ser la temática que se utilizase en esa decoración. Pero Miguel Ángel no era solo un pintor, era un creador, un ser a los que no se les puede decir qué deben hacer o crear con sus alardes.

Además la capilla Sixtina era un edificio muy alto y alargado, ¡y había que decorar todo! Esa fue su salvación y su agonía. Su agonía porque casi pierde la vida, la salud y la fortuna. Su salvación porque llegaría a componer lo que quiso y de la manera que quiso obteniendo la mayor creación artística del Arte en un interior arquitectónico. La capilla Sixtina decorada por Miguel Ángel es, básicamente, una estructura artística dividida en dos áreas: la pared frontal y la bóveda del techo. En la pared frontal el genio florentino creó El Juicio Final; en la bóveda del techo temas del Génesis. La vida de los apóstoles y de Jesús, que Julio II quería ver representadas en el techo, nunca fueron compuestas en la capilla. Miguel Ángel decidió plasmar solo escenas del Antiguo Testamento, como la Creación o la Caída del hombre, y todas además con su estilo renacentista muy innovador. Con esa nueva forma de componer al ser humano grandiosamente, de plasmar al vencedor del mundo como centro del universo y protagonista indiscutible de la vida y de la historia. Casi como un dios humano, pero partícipe también, sin embargo, de las cosas que le habían maldecido con unas leyendas que lo marginaban a la innominiosa defenestración más vil de su especie.

Desde que los artistas prerrenacentistas -como Masaccio- habían dibujado la desnudez del hombre en sus obras quattrocentistas -del siglo XV-, los creadores renacentistas no entendieron la desnudez humana sino como una significativa y esencial forma natural de componerlo. De representar al ser humano como era, con su absoluta y meridiana realidad más auténtica, sin adornos, sin detalles estéticos que delimitasen al ser humano a una determinada época o a una concepción concreta, o a una idea o a un prejuicio determinado. Y Miguel Ángel no solo vio en el Génesis una excusa perfecta -los humanos por entonces eran así, desnudos, como sus almas y sus anhelos- sino que además le ayudaría a que la belleza representada tuviera rasgos neoplatónicos, como los principios que llevaron a hacer del Renacimiento una tendencia especial, libre, antropocéntrica, reivindicativa y esperanzadora.  Pocos años después de morir Miguel Ángel, cuando entonces los prelados vieran en sus frescos del Juicio Final los desnudos desinhibidos de sus cuerpos retratados, llamaron a un pintor -Daniel da Volterra- para que ahora los cubriese con velos artísticos y sosegadores. 

Sin embargo, los frescos de los altos techos, tan poco cercanos a la vista, de la Creación y la Caída del hombre fueron dejados como el artista los había compuesto. Así que la extraordinaria obra de La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso es un ejemplo maravilloso para entender el título de la entrada. Porque esos frescos de la Capilla Sixtina son un todo grandioso, un universo estético que narra toda la imagen ideada por la intuición artística y filosófica del pintor florentino. Gracias a los detalles que las reproducciones actuales permiten ver, podemos comprobar mejor las magníficas sensaciones de algunas imágenes. Por ejemplo, el fresco la Caída del hombre, tema utilizado por otros pintores para plasmar la conocida escena de la tentación de Adán y Eva. Pero Miguel Ángel no se dejaría influir por nada, ni por maestros, ni por Papas, ni por el Génesis, ni por prejuicios culturales. Su privilegiada intuición nos sirve aquí para comprender hasta qué punto el Arte ayudaría al creador a poder realizarlo.

El relato sagrado lo contaba así: Y como viese la mujer que el árbol era bueno y una delicia para los ojos tomó de su fruto y comió. Y dió también al hombre que estaba a su lado, y él comió también. Curiosamente, el relato es fiel a lo que pintó Miguel Ángel, o al revés, mejor dicho. En ningún caso el Génesis describe ninguna intervención de ninguna serpiente metafórica, salvo para verbalizar en la mente de Eva unas palabras tranquilizadoras, pronunciadas por ella sobre el hecho de desmentir el consejo -que no prohibición- que Dios le había hecho antes: No comáis de él, ni lo toquéis, no sea que muráis. Y Miguel Ángel se permite una libertad iconográfica: transformar la torticera serpiente en parte de una réplica de Eva, en otra mujer, su propia conciencia.  Pero hay algo más. En el fresco de la bóveda sixtina compuso el pintor dos escenas: a la izquierda la caída, la tentación, a la derecha la expulsión del paraíso. Son los mismos seres pero no lo son del todo. En la expulsión están hundidos ambos personajes, avejentados, trastornados, destrozados, separados en su caminar desorientado. Sin embargo, a la izquierda de la imagen están los dos como nunca se habían representado en ninguna imagen artística ni antes ni después en la historia. Están ellos juntos y enfrentados sensualmente, satisfechos e inocentes los dos con una gratificante erótica actitud que, ahora que lo vemos -no antes en el Renacimiento cuando desde tan lejos fuese poco visible-, pensaremos: ¿qué necesidad tendrían ellos ya -ni siquiera de conocimiento- de comer ahora fruta especial alguna de ese maldito árbol si estaban ya eróticamente satisfechos?

El genio florentino lleva a Adán a tomar su iniciativa, no espera que ella le de nada, él alza ahora su brazo derecho para tomar la misma fruta que ella ya está tomando. Tampoco habla el Génesis de manzano ni manzana alguno, sino de una higuera y es por eso que Miguel Ángel pinta una higuera en su fresco de la bóveda sixtina. Miguel Ángel se basaría fielmente en el texto bíblico, una astuta forma de eludir posibles críticas y poder hacer lo que él quería hacer con su obra. ¿Pero, qué quiso hacer, realmente? No lo despeja el genial creador -como nunca en el Arte se hace-, por eso lo dejaría así, para que las intuiciones de los demás decidan lo que quieran al verlo. Una posible decisión es que los dos ya estaban satisfechos y que los dos decidieron, sin embargo, comer luego la fruta peligrosa. A ambos los retrata el pintor tranquilos y seguros llevados por una distracción erótica a causa de la cual estarían contentos y satisfechos. ¿Qué los llevará entonces a perderse luego? El pintor, como el relato bíblico, no lo explicaría nunca. No murieron, como se le advertiría a Eva desde su propia conciencia -la vil serpiente imaginaria-, no; solo fueron transformados, desterrados, abandonados y desconcertados para siempre. Así los representa el creador en su otra escena retratada a la derecha. Con la incomprensible manera de no poder llegar a entender ahora esta drástica transformación. ¿Por qué?, parece decirnos Miguel Ángel, ¿por qué toda esa defenestración para unos seres que nunca se habrían planteado -deseado- otra cosa mejor de lo que ellos ya estaban viviendo antes? Y con esa duda inexplicable acabaría el creador también su propia vida -como también el Renacimiento, como también todo aquel paraíso perdido- un dieciocho de febrero del año 1564 en su casa romana de la piazza Venezia, cuando a partir de entonces el mundo nunca más brillase tan genial como aquellas imágenes eróticas, grandiosas y sinceras nos hubiesen maravillado para siempre.

(Detalle del fresco La Caída del Hombre, Capilla Sixtina, 1509, Miguel Ángel; Retrato de Miguel Ángel Buonarroti, 1565, del pintor Daniel da Volterra, Museo Teylers, Haarlem, Holanda; Fresco de la bóveda de la Capilla Sixtina, La Caída del Hombre, el Pecado Original y la Expulsión del Paraíso, 1509, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Detalle del Juicio Final, pared frontal de la Capilla Sixtina, 1541, Miguel Ángel, Ciudad del Vaticano, Roma; Óleo del pintor británico William Strang, La Tentación, 1899, Tate Gallery, Londres.)

12 de enero de 2015

Verosimilitud y misterio frente a majestuosidad y belleza, o la leyenda ahora expresada de otra forma.



El Barroco, siempre el Barroco... ¿Hay una tendencia mejor para expresar emociones humanas, aunque no exactamente sentimientos? ¿Hubo un periodo artístico mejor en la historia que transmitiese las cosas de un modo tan diferente y, a la vez, tan genial de hacerlo? Los pintores italianos supieron utilizar el Barroco para eso especialmente, es decir, para hacerlo todo de otra forma a como podía entenderse antes. Porque fue una tendencia naturalista, pero no todos los pintores barrocos los fueron. Fue además una tendencia menos clásica o nada clásica, pero tampoco todos excluyeron el clasicismo en sus obras. Fue una tendencia menos estilizada en las formas de belleza pero Francesco Furini (1602-1646) se retrasaría a su tiempo casi en un siglo.  Porque este pintor florentino había conseguido trasladar al Barroco todo el estilo más clásico de su tendencia: el sfumato renacentista de Leonardo, el manierismo de Miguel Ángel, el clasicismo renacentista de Rafael o la belleza de los desnudos de Tiziano. Y en esto último, en los desnudos, asombraría este pintor en pleno siglo XVII, cuando demostrase Furini que belleza y sensualidad eran la misma y dos cosas diferentes... Porque el Barroco debía expresar las cosas lo más parecido a la realidad que pudiese. Porque el siglo del matiz y la sutilidad o de la perfección de una belleza inexistente, era lo que el Renacimiento había conseguido llegar a ser antes. Ahora, en el Barroco, las cosas se mostraban como verdaderamente eran. Los gestos más humanizados, las formas más verosímiles y los detalles absolutamente conformes a la realidad.

Por eso los desnudos del Barroco fueron más comprometidos para sus autores: porque eran más reales que nunca, se parecían a nosotros claramente. Esa realidad era más natural ya que era la existente en la vida real de los seres humanos, y consiguió el Barroco que los detalles de belleza idealizada no fueran por entonces tan señalados por algunos de sus pintores. Es decir, que en el Barroco la belleza idealizada de antes  en el Renacimiento fue sustituida ahora por una realidad mucho más propia de las cosas bellas en este mundo. De ahí las formas de los desnudos de Rubens o de Rembrandt, por ejemplo, unos desnudos que describen, con su naturalismo barroco, más lo que es la vida real que lo idealizado o legendario de ésta. ¿Y cuando los detalles de belleza deben ser necesariamente expresados en un desnudo artístico? Pocos autores consiguieron esos detalles de belleza como lo hiciera Furini y su Barroco tan emocional.  Un pintor que a los cuarenta años se ordenaría incluso sacerdote, y, a pesar de este compromiso sagrado y clerical, continuaría él creando esos detalles sutiles y tan sensuales de belleza. El relato bíblico de la ciudad de Sodoma en el Génesis nos cuenta cómo un ángel avisaría a Lot de que abandonase la ciudad antes de que fuese arrasada por las llamas. Entonces, el único hombre honesto tomará a su familia y abandonaría su ciudad para siempre. Poco después, su familia terminaría siendo él y sus dos hijas. Ellos tres ahora solos y lejos de su ciudad arrasada pasarían a ser los únicos seres humanos en el mundo. Por tanto, se dirigieron a buscar juntos algún lugar  ahora adonde poder vivir y prosperar.

Para ese momento, las hijas de Lot comprendieron ya entonces que no habría hombres con los que poder ellas tener descendencia. Así que la llamada de la vida les acució a las dos y no supieron ellas hacer otra cosa más que seducir a su padre. Un hombre ahora que, ebrio y entregado a su delirio, acabaría siendo ya seducido por sus hijas. Esta leyenda de incesto, sensualidad y misterio atraería a muchos pintores de la historia. La moral de sus ideas o la de los lugares de donde procedían, llevarían a los pintores a tratar de mostrar el comprometido relato con los diferentes recursos artísticos que cada cual tuviera. Es evidente que el recurso erótico podría estar justificado ahora, la leyenda lo relataba claramente: las hijas dieron de beber a su padre y lo sedujeron... Así que los pintores sólo hicieron su trabajo con su Arte. Hay obras del Renacimiento que muestran sutilmente los alardes manieristas más desnudos de belleza; y otras que no se recatarían con su provocado gesto erótico de seducción y belleza. Pero también el Barroco lo haría. Aquí he preferido elegir tres obras de tres pintores barrocos italianos de Florencia. Tres obras donde el color ahora es uno de los recursos más elogiosos, pero no el único. En la creación de Lorenzo Lippi (1606-1664), la más sobria de las tres, el pintor es descriptivo con las circunstancias de la leyenda. Observamos la silueta alejada de Sodoma enardecida por el fuego y cómo las hijas ofrecen el vino embriagador a su padre, un ser ahora confiado y aún no seducido del todo.

La obra encuadra los valores artísticos y expresivos de su paleta, aunque la pésima calidad de la imagen no ayuda a apreciarlos bien: como los vestidos, sus pliegues y sus tonalidades. Pero también los detalles sutiles del engaño sensual: unas viandas que no hacen sospechar todavía a Lot de lo que pasa. Sin embargo, el primero de los cuadros, la imagen extraordinaria del pintor Orazio Gentileschi (1563-1639), compendia aquí todo lo que el Barroco, su belleza, insinuación, erotismo o misterio, fuese capaz de transmitir en una auténtica obra barroca de Arte naturalista. Porque aquí el pintor debe mostrar ahora la leyenda engorrosa: el incesto llevado a cabo por dos hijas a un padre. Sin embargo, el pintor solo debe insinuar algo de erotismo con alguna forma ahora de belleza. Pero, además la obra debe escenografiar un momento temporal, uno de todos los posibles momentos artísticos a representar: antes, durante o el después de haberse llevado a cabo la decisión de ellas. Si fuera antes es el caso de Lippi; si fuera durante es el caso de Furini. Pero, ahora, en Orazio Gentileschi, sin embargo, debe ser después... Pero, ¿cómo representar el momento después...? Es decir, ¿cómo hacerlo para que además encierre ahora un sentido de justificación o de esperanza? Porque es ahora justificar la acción erótica con un atisbo de esperanza. Y este es el misterio que esta obra nos muestra aquí con su genial composición barroca. Porque el pintor idearía una forma de justificación, filosófica casi, ya que una de las hijas señala a su hermana, cuando el padre está dormido, el lugar ahora de provisión, de esperanza, aquel horizonte maravilloso hacia donde ellas pronto se dirigirán. Una metáfora... Porque ese paraje que no aparece en el cuadro está ahora aquí lleno de esperanza tan solo para ellas y su futuro. No lo veremos ahí, no veremos nada de eso que ellas ahora están mirando. Como tampoco vimos el incesto... Sólo vemos ahora el insinuante vestido caído de una de ellas que nos hace pensar así en lo sucedido. El resto quedará en el misterio. Como ese extraordinario gesto de querer dirigir ellas aquí sus miradas hacia un lugar ajeno e invisible. Un gesto que ahora contagia incluso al espectador para querer mirar, con ellas, también a ese paraíso... A querer saber qué lugar es ese, que es lo que significa eso que ahora ellas señalan inquietas. Y con este sutil recurso misterioso supo el pintor distraer la atención al espectador de la verdadera motivación o intención sensual tan rechazable que promoviera eso...

(Óleo de Orazio Gentileschi, Lot y sus hijas, 1623, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro Lot y sus hijas, 1655, del pintor Lorenzo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Óleo de Francesco Furini, Lot y sus hijas, 1634, Museo del Prado, Madrid.)