La nobleza fue un premio social ofrecido por los reyes para aquellos súbditos que habrían contribuido a obtener algún logro especial que beneficiara a la corona o a su pueblo. En España hubo momentos donde los reyes fueron más dadivosos, o más oportunistas, y otros en que lo fueron menos. Uno de esos momentos donde se entregaron más títulos nobiliarios en España fue a mediados del siglo XIV, cuando el entonces rey Enrique II de Castilla -el hermano bastardo del legítimo rey Pedro I- prometiera favores a hidalgos o caballeros de baja estirpe si le apoyaban en su lucha por la corona en el año 1369. Uno de esos señores lo fue García Álvarez de Toledo (1335-1370). Había sido nombrado por el rey legítimo, Pedro I, capitán mayor de Toledo para defender la ciudad frente a las tropas de su rebelde hermanastro Enrique de Trastámara. Pero decidió cambiar de bando para seguir manteniendo sus privilegios y obtener así los señoríos de Oropesa y de Valdecorneja. Muchos años después uno de sus herederos, Hernando Álvarez de Toledo y Sarmiento (? -1464), señor de Valdecorneja, sería nombrado por el rey Juan II de Castilla primer conde de Alba de Tormes.
Un hijo de Hernando, García Álvarez de Toledo y Carrillo de Toledo (? -1488), aprovecharía la necesidad de premiar de otro monarca castellano necesitado de apoyos. El rey castellano Enrique IV le acabaría ofreciendo en el año 1472, gracias a su fidelidad frente a su hermana Isabel (la pretendiente y futura reina Católica), ampliar su condado de Alba a ducado. Este título nobiliario español, ducado de Alba, fue desde entonces el más importante de España por grandeza, número de títulos otorgados y heredados así como por patrimonio e historia. Uno de los más grandes duques de Alba habidos en la historia de España lo fue el tercer duque, Fernando Álvarez de Toledo y Pimentel (1507-1582). Llegaría a ser un gran militar y estratega al servicio tanto del emperador Carlos V como del rey Felipe II. Sin embargo, las dinastías nobiliarias no se mantendrían siempre en línea directa -sin interrupciones de sangre- a lo largo de su existencia. En el caso de la Casa de Alba han habido tres dinastías diferentes, tres familias distintas que han cambiado la posesión de dicho ducado o por falta de descendencia directa o por falta de heredero varón. La primera dinastía, los Álvarez de Toledo, se acabaría en el año 1755 cuando el décimo duque de Alba, Francisco Álvarez de Toledo y Silva (1662-1739), sólo tuviera una hija como heredera, María Teresa Álvarez de Toledo y Haro (1691-1755). Al casarse ésta con un importante aristócrata, Manuel de Silva y Haro (1677-1728), este noble español obtuvo así para su familia -los Silva- la nueva dinastía aristocrática de Alba.
La siguiente, tercera y última dinastía, se produjo a la muerte de la XIII duquesa de Alba, Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo (1762-1802). Esta mujer no tuvo descendencia. El título pasó entonces a la rama de una de sus tías, María Teresa Silva y Álvarez de Toledo (1718-1790), una mujer que se había casado con un aristócrata francés, aunque de origen bastardo de la realeza británica, Jacobo Fizt-James Stuart y Ventura Colón de Portugal (1718-1785). Uno de sus descendientes, Carlos Fizt-James Stuart y Fernández de Híjar-Silva (1794-1835), continuaría la nueva línea dinástica como decimocuarto duque de Alba. Luego se sucedieron los varones hasta llegar al XVI duque, Carlos María Fizt-James Stuart y Portocarrero (1849-1901), abuelo de la actual duquesa de Alba. Después el ducado lo heredaría el padre de ésta, XVII duque, Jacobo Fizt-James Stuart y Falcó (1878-1953). La actual duquesa (año 2011) llegaría a contraer un primer matrimonio en el año 1947 con el descendiente de un contable del ejército español del rey Carlos IV.
A veces los títulos no se ofrecían por razones bélicas sino por servicios a la Corona, fuesen por razones políticas o sociales. Así fue como al hijo de ese contable, Carlos Martínez de Irujo y Tacón (1765-1824), se le otorgaría en el año 1803 el Marquesado de Casa-Irujo. Y es la curiosa historia de este alto funcionario la que nos lleva al sentido histórico de este artículo. Después de estudiar en Salamanca es nombrado secretario de embajada en Holanda y luego en Londres. Aquí aprendería el idioma inglés y algunos conocimientos de economía. Pero el nombramiento más importante le sucede en el año 1796 cuando es nombrado embajador en la reciente nación norteamericana. En Pensilvania, entonces capital de los iniciales EE.UU, viviría y trabajaría Carlos Martínez de Irujo defendiendo los intereses de España hasta el año 1807. Durante este período sucede en los Estados Unidos uno de los hechos más curiosos de la diplomacia española en la nueva nación norteamericana.
Entre los años 1801 y 1805 fue vicepresidente de los Estados Unidos de América Aaron Burr (1756-1836). Personaje controvertido, tuvo que abandonar el cargo en el año 1805 por problemas judiciales y pronto acabaría hasta arruinado. Motivado quizá por sus deudas no se le ocurrió otra cosa que conspirar contra su gobierno para crear otra nación americana en los territorios del oeste y del sur de los Estados Unidos, es decir, en lo que por entonces era parte de la Nueva España o el Méjico español. Esa época, primeros años del siglo XIX, fue además muy convulsa en la historia de España. El inmenso territorio del Virreinato de la Nueva España era codiciado tanto por la nueva nación estadounidense como por los británicos o los franceses; pero, también por la incipiente rebelión de los oportunistas criollos mejicanos, unos españoles nacidos allí que creyeron encontrar su propia salvación económica con la independencia de España. Tres años después España se vería obligada a defender su virreinato luchando además en Europa contra el feroz, potente y cruel ejército de Napoleón.
Aaron Burr fue un político estadounidense desalmado, un personaje taimado que había adquirido además territorios en la región de Tejas, al norte del virreinato mejicano. El presidente norteamericano de entonces, Jefferson, conseguiría denunciarlo por traición. Sin embargo, Burr se defendería bien de esas acusaciones y conseguiría salir indemne de los cargos presidenciales. Llegó a mantener antes de eso una correspondencia comprometida con el embajador español Martínez de Irujo. El objetivo de Aaron Burr era derrocar al imperio español en norteamérica y constituir un nuevo Estado. La relación con el embajador español fue sorprendente ya que ¿cómo podía participar un embajador español en tamaña barbaridad para su propio país? Aunque Martínez de Irujo alcanzó fama en los EE.UU como amigo del conspirador Burr, nunca se pudo demostrar ninguna traición a su patria en aquellos hechos. Quizá conocía los deseos revolucionarios de los criollos novohispanos y quiso contrarrestarlos con algún tipo de apoyo estadounidense. Pero le salió mal en cualquier caso. Fue destituido de la embajada norteamericana y destinado en el año 1809 a Brasil, donde contribuyó a promover la defensa del virreinato del Rio de la Plata -actual Argentina- de los independentistas criollos argentinos.
La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.
En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca, sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.
La historia de la Nueva España avanzaría entonces inexorable y violenta con el desencuentro entre hermanos que llevaría a su independencia en el año 1824. Este nuevo país mantuvo las mismas fronteras que los españoles habían negociado años antes con los Estados Unidos. Pero las conspiraciones que iniciara aquel vicepresidente norteamericano traidor fueron germinando, sin embargo, poco a poco en el inconsciente colectivo del pueblo estadounidense. En el año 1846 los Estados Unidos no ocultaron su deseo expansionista ni un momento más. Se había conseguido con el tratado Adams-Onís firmado hacía veinticinco años entre España y los EE.UU iniciar la tan deseada por los norteamericanos transcontinentalidad, es decir, llegar de uno al otro lado del continente. Con ese tratado España se vio forzada a ceder a los Estados Unidos el territorio de Oregon al noroeste del virreinato mejicano, pero dejaría dentro de éste su nueva gran provincia de Nueva España, la California del norte y los territorios de Tejas y Arizona. Así se acordó en el año 1820. Pero los años pasaron y la ambición anexionista estadounidense no tuvo ya escrúpulo alguno.
En el año 1846, con una excusa política cualquiera, invadieron los norteamericanos el territorio mexicano -independiente desde el año 1824- y consiguieron llegar hasta la capital de la nación, la Ciudad de México, en el año 1847. La fuerza y el poderío norteamericanos obligaron a firmar el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, un acuerdo por el cual México perdió todo el norte de su territorio heredado, más de un 55% de su superficie total original. Así fue como México alcanzó su independencia, perdiendo parte de sí misma, lo mismo que le sucediera a la nación que le había dado la vida siglos antes, que también perdería parte de sí misma luchando entonces por su propia Independencia frente a los franceses. Demasiadas cosas parecidas, demasiadas cosas compartidas y demasiadas raíces en común. Porque la historia de los pueblos, lo único que une realmente, es lo único que no se debería nunca perder de la memoria. Ella pronuncia en voz alta y clara lo que muchos oídos debieran escuchar siempre: que los pueblos pueden separarse a veces, como las familias, pero que comparten siempre una vida, unos valores, un pasado, una cultura y un mismo destino histórico, cosas emocionales que nunca, sin embargo, conseguirán jamás no persistir en la memoria.
(Óleo del pintor mexicano Gerardo Murillo, El Paricutín, 1946, México, representación del volcán del mismo nombre situado en el estado mexicano de Michoacán; Cuadro del pintor español Arturo Souto Feijoo, Iglesia y jardines de Acolmán, México, 1951, Santiago, España; Retrato del III Duque de Alba, 1549, del pintor Anthonis Mor; Grabado del primer Marqués de Casa-Irujo, siglo XIX; Fotografía del XVI Duque de Alba, Carlos María Fitz-James Stuart Portocarrero, siglo XIX; Óleo del pintor francés Adolphe Jean-Baptiste Bayot, Ocupación de Ciudad de México en 1847 por EEUU, 1851; Fotografía del Palacio Presidencial mexicano, antiguo Palacio virreinal, Plaza del Zócalo, Ciudad de México, 1996; Fotografía de la Avenida de la Reforma, Ciudad de México, 1997; Fotografía de la iglesia de la ciudad de Taxco de Alarcón, Estado de Guerrero, México, estilo barroco colonial español, 1997; Fotografía del Palacio de Bellas Artes, Ciudad de México, 1996; Imagen fotográfica de la plaza del Zócalo en la capital mexicana, 1996; Cuadro de Frida Kahlo, El abrazo de amor del Universo, de la Tierra -México-, Yo, Diego y el señor Xo, 1949, México; Cuadro de David Alfaro Siqueiros, Caminantes, México; Fotografía de la ciudad de Dolores-Hidalgo, Estado de Guanajuato, México, estatua del cura Hidalgo y su grito de independencia, 1997; Fotografía de la entrada a una vivienda en la población mexicana de Tecozautla, Estado de Hidalgo, México, antigua puerta y entrada original del siglo XVIII de una casa novohispana, 1997.)