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30 de mayo de 2020

La eterna pugna entre dos de las emociones más inevitables del ser humano y su mundo.



¿Cómo evitar la lucha entre la parte irracional, pasional o más visceral de los seres humanos y su parte racional, sosegada e inteligente? Disponemos de las dos cosas en la misma medida casi. Para caer en la irracional no se precisa mucho a pesar de lo inteligentes, racionales o sensatos que seamos. ¿Qué cosa entonces lo procura? Nuestra materialidad física, lo que tenemos de modo tangible y hemos heredado genética y biológicamente. ¿Podemos entendernos sin un mínimo de racionalidad? Es imposible. Si no existe racionalidad, si no existe capacidad de entendimiento, de distinción de las cosas, de separar aquellas cosas que son beneficiosas de las que no, es muy complicado. Pero, claro, ¿beneficiosas, para quién? Ahí está la cuestión. El beneficio, ¿qué es realmente? Su definición va ligada siempre a un objetivo. Si todos cuidamos de nuestro propio beneficio, ¿conseguiremos una sociedad mejor? En principio, sí. El problema es saber qué es el propio beneficio. Por ejemplo, cuando un ser humano se deja llevar por una pasión visceral ante una situación de angustia o ansiedad extrema no conseguirá nunca alcanzar a descubrir ningún beneficio, ni suyo ni de los demás. ¿Qué nos lleva a la irracionalidad desde una supuesta racionalidad? Pues el enfrentamiento ante lo que sea auspiciado desde la emoción del falso beneficio. Los sabios filósofos griegos procuraron enseñar los auténticos beneficios. Distinguirlos entonces es una forma de sabiduría providencial. Cuando un ser humano se aprovecha de otro para obtener un beneficio (que por definición es la consecuencia de alejarse o sustraerse de un maleficio, y que un maleficio es también lo que queda si resto la parte de beneficio que corresponde al otro), ¿de dónde obtiene ese beneficio si no es en parte del otro? Hay que comprender que el beneficio es como la energía, no se destruye ni se crea, se utiliza, se dispone, se almacena o se pierde. Por eso cierto beneficio que obtengo es parte de lo que le quito a otro, aunque este otro no lo disponga tampoco. El beneficio es algo virtual además de real. Yo puedo robar un cuadro de gran valor a otro, estoy desalojando un beneficio de otro y me lo estoy incorporando a mí. Pero también puedo robarlo a un museo, entonces estoy desalojando ese beneficio de todos no de uno solo. Pero, también puedo invertir para construir viviendas o residencias, obtener un beneficio y repercutir además así un beneficio a la comunidad. 

Si la irracionalidad es transmitida por lo material que disponemos de nuestra herencia biológica primitiva, algo que es exclusivamente físico, ¿de dónde proviene entonces la racionalidad? También, al parecer, de componentes físicos, de elementos que, agrupados en un cerebro físico o material, consiguen elaborar luego pensamientos y conceptos. ¿Eso sólo? Pero si el pensamiento es algo transmisible en palabras inventadas por el acervo cultural de siglos de historia, ¿qué consiguen aquellos verdaderamente transmitir, meros impulsos o un resultado aún mayor? Y, sobre todo, ¿de dónde proviene el sentido del beneficio final, no ya solo los pensamientos que se puedan suponer? Hay una inmaterialidad resultante de siglos de evolución en el mundo del ser humano, aunque ésta solo sea del pensamiento transmisible, del hecho intelectual y no físico de querer enlazar una idea con otra y poder comprender así toda aquella aritmética del beneficio...  Por supuesto la evolución del pensamiento ha sido la causa de poder disponer de actitudes intelectuales donde ubicar el sentido racional del mundo. ¿Qué lo ha llevado finalmente a ser lo que hoy disponemos como civilización inteligente? Las victorias de la civilización europea a lo largo de la historia han sido las que más han influido. Con sus errores o con sus aciertos. Pero así ha sido, nos guste o no. Luego están las civilizaciones asiáticas, China y Japón fundamentalmente. Pero ya está. El resto se adecúa a la norma heredada de sus colonizadores. Otra cosa es la cultura, que son las costumbres locales, pero no la norma general. Sin la norma general es imposible el comercio, el intercambio económico y la prosperidad material. Porque la prosperidad intelectual o espiritual es otra cosa. La racionalidad no es exactamente intelectualidad ni espiritualidad. Con la racionalidad conseguimos paz, economía y sosiego, pero no felicidad. En esto se equivocaron algunos ilustrados del siglo XVIII, cuando pensaron que el beneficio solo eran cosas físicas a conseguir. Pero es que lo contrario, la espiritualidad inteligente, había sido ya malinterpretada y mal usada por todas las religiones interesadas del orbe desde el principio de los tiempos. Cuando los filósofos idealistas de Europa quisieron sustituir la actitud religiosa por un pensamiento inteligente ya fue demasiado tarde. Ganaría la materialidad, entre otras cosas porque el beneficio nunca fue comprendido muy bien y se utilizaría además como un arma de enfrentamiento. 

Cuando el pintor español Rafael Tegeo Díaz (1798-1856) quisiera hacerse un nombre en el difícil olimpo de las Artes, compuso en el año 1835 su obra Batalla de lápitas y centauros. Pero no sirvió de nada. Nadie entendió aquella escena de lucha antigua tan clásica en un ambiente por entonces tan romántico. Ese fue su conflicto, enfrentar el Neoclasicismo, que el pintor tanto homenajeaba, con el Romanticismo apasionado, que el mundo tanto propiciaba. ¿Es que el Clasicismo representaba la racionalidad y el Romanticismo la pasión desbordada? Probablemente no lo hizo con esa intención, pero pienso que fue afortunado realizar una obra así entonces para hacer pensar sobre la estupidez de enfrentar una tendencia con otra. ¿Había un beneficio en enfrentar el Neoclasicismo con el Romanticismo? Para el pintor no, todo lo contrario. Tegeo fue un ecléctico que supo manejar siempre ambas tendencias artísticas. Pero el motivo de la leyenda mitológica nos sirve ahora para volver al tema. Si la desmedida actitud pasional provenía de nuestra herencia material, visceral o animal de nuestro primitivo pasado, ¿de dónde proviene entonces lo contrario, la racionalidad? Cuando algún pensamiento surgido de esa materialidad primitiva llevase a preguntarse por el beneficio o el maleficio de las cosas, comenzaría a querer transmitir a otros el sentido especulativo de esa reflexión. Entonces, luego de contrastarla otros seres, de revisarla o utilizarla después para alcanzar un avance, comprendería cualquier mente inteligente que una idea inferida por aquel pensamiento llevaba la esencia de un hecho menos material que de donde ese pensamiento provenía. Con la idea del sentido de lo que no es solo materia sino pensamiento elaborado por siglos de reflexión inmaterial, llegaremos al convencimiento de que el avance desde la irracionalidad a la racionalidad es la única morada ante el sufrimiento. Y éste, el sufrimiento, no es sino la sustracción del beneficio de otro ser por el mío propio. Para seguir disponiendo de mi beneficio dejaré que mis pasiones desatadas consigan vencer al otro. Aunque si el otro quiere ahora lo justo, no el maleficio originado por su opuesto, luchará también por defenderlo. Así sucedió en la mitología con aquel enfrentamiento entre los lápitas y los centauros. 

Los centauros representaban la parte irracional, egoísta, maliciosa y pérfida de los humanos, la parte primitiva material que no evolucionó inmaterialmente. Porque la que lo hizo fue la parte racional (pero no solo ya racional sino luego con más cosas inteligentes) que sólo se obtiene desde la reflexión heredada o adquirida por el pensamiento transmisible. El Arte es un medio de transmisión en sentido figurado. Puede hacernos pensar en lo que vemos, pero no siempre llega a hacernos enfrentar con el dilema que su imagen representa. En este caso es el sentido de beneficio-maleficio. ¿Quien obtiene un beneficio provoca un maleficio siempre? Esta es la cuestión. Para los lápitas, pueblo inteligente que avanzaría sosegado por la senda de la civilización, el mundo sólo podía justificarse desde la racionalidad de obtener un beneficio sin mediar un maleficio como resultado. Para los centauros, a cambio, el beneficio era en sentido único y el maleficio resultante un desecho que para nada cuestionaba su satisfacción o beneficio. ¿Habían los centauros tenido antes algún gesto de beneficio mutuo con el mundo que formaban con los lápitas? Sí, por eso fueron invitados a la boda de un lápita. Éstos no tuvieron el prejuicio de juzgarlos antes. Los invitaron y dejaron que estuvieran con ellos sin problema. Fue luego cuando ebrios por su condición tan dejada ante la pasión desbordada de su irracionalidad visceral trataron de forzar a las mujeres de los lápitas y se enfrentaron en una violencia feroz. La condición material primitiva alejada de aquella transmisión del pensamiento reflexivo había conseguido vencer a los centauros ante la condición de un dilema terrible. ¿Qué dilema era ese? Pues cómo conseguir un beneficio sin ocasionar un maleficio al otro. Cuando vieron los centauros las hermosas mujeres de los lápitas se dejaron llevar solo por su beneficio. El beneficio o el maleficio va ligado a la condición material primitiva e irracional de los humanos. Esa condición que hay que vencer, pero que es imposible hacerlo si se desprecia aquel pensamiento transmisible que la evolución reflexiva llevara urdida en el bagaje de una civilización. A veces lo social se confunde con lo civilizado. Lo civilizado es la obtención fundamental de organización de cualquier historia humana. Lo social es una característica humana, una cualidad más de los seres humanos, no la única. El beneficio debe ser para todos, no solo para unos. Por eso la civilización garantiza mejor que nada ese beneficio. Las cualidades diversas pueden derivar en parcialidades, en grupos sociales, en intereses, en sectas. En el mito de ese enfrentamiento vemos un hecho curioso además: los centauros podían haber tenido alguna disensión entre ellos, alguno de ellos podría haber resistido a esa afrenta tan infame. Pero, no. Todos actuaron juntos desbordando así una condición violenta. Por eso la racionalidad equilibrada debe ser protegida por todos y para todos, debe haber consenso en esto, ya que de lo contrario es siempre el enfrentamiento la realidad. Conseguir aplacar la parte visceral del ser humano y fomentar la racional es una cosa que solo es posible realizar con éxito si seguimos la senda equilibrada de aquellos sabios pensamientos que ya fueron transmisibles y que de su sensación inmaterial pudieran, en su evolución inteligente y exclusiva, servir así a todos los hombres y mujeres del mundo. 

(Óleo neoclásico Batalla de lápitas y centauros, 1835, del pintor español Rafael Tegeo Díaz, Museo del Prado, Madrid.)

19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

28 de abril de 2020

La salvación está en el equilibrio entre aceptarlo y elegir salvar a otros de lo mismo.



La leyenda tiene la cualidad de poder adaptarse a cualquier final... El Arte luego la tiene de poder expresar la pasión o la reflexión que lleven o al mayor momento de dolor o al más placentero instante de esperanza. Los seres humanos serán manejados a veces por un destino ingrato consecuencia de la decisión cruel de algunos de sus semejantes. No es ahora la voluntad de un Universo intangible  sino  el desatino malévolo  de una voluntad humana lo que lleva a propiciar un destino terrible. Aun así los deseos misteriosos de un Universo sorprendente llevarán luego, posiblemente, a salvar de la cruel  amenaza...  Fue el caso mitológico de Ifigenia y su trágica griega familia atrida. Cuando su poderoso padre Agamenón decidió marchar a Troya para ganar una guerra, los auspicios le dijeron que sólo podría izar las velas de sus naves ante la tormenta tan fiera que le impedía salir sacrificando a Ifigenia. La leyenda es como el Universo sorprendente, puede tener ahora tantas lecturas como autores diferentes... Inicialmente la hija de Agamenón moriría en el cadalso sacrificada, pero otros poetas idearon que se salvara mejor cambiada ahora por un ciervo gracias a una amable diosa. Las naves griegas izaron sus velas y una vida iba a ser sacrificada por la cruel decisión de un augurio infame. La diosa Artemisa, no obstante, salvaría en un último momento a Ifigenia llevándola al país de la Táuride, donde acabaría convertida en una sacerdotisa de su templo. 

El pintor François Perrier llevaría a Francia el Arte barroco tan decorativo de Italia. En el año 1633 compone su obra El sacrificio de Ifigenia. Es una composición extraordinaria porque diversos elementos iconográficos se combinan para producir emoción y belleza justo en el  momento anterior a la tragedia. Vemos a la diosa Artemisa con el ciervo que sustituirá finalmente a Ifigenia. La pintura maneja aquí las formas y los colores de una manera muy expresiva. Hay diversas formas mezcladas y representadas ahí: regulares, curvas, humanas, atmosféricas, terrenales, divinas, materiales, aviesas o salvadoras... Hay muchos colores también de casi todos los matices cromáticos: verdes, ocres, rojos, amarillos, blancos, grises, marrones, azules... La composición está aglutinada por la configuración tan ajustada de la escena dramática. Todos los elementos de la escenificación del sacrificio están aquí juntos, plasmando casi en un único plano el sentido más artístico de la obra. Están ahí la crudeza, la violencia y su decisión por un lado, pero también están la aceptación, el ruego, la adoración o el candor por otro. Hay dolor y hay esperanza. Hay movimiento y hay quietud, hay maldad y hay bondad en ese cruel instante dramático. La leyenda de los atridas es la historia del linaje trágico de Agamenón. Al sacrificio de Ifigenia se uniría el parricidio y el matricidio más terrible. Después de tanto tiempo como se prolongaría la guerra troyana -casi diez años- la esposa de Agamenón, Clitemnestra, acabaría enamorada de Egisto, un primo de Agamenón. Deciden entonces ambos amantes asesinar a éste a su regreso de la guerra. Cuando Orestes, hermano de Ifigenia, conoce la verdadera autoría de la muerte de su padre, elije acabar con la vida de los asesinos aunque uno sea su propia madre.

Huyendo de las Erinias vengativas por haber cometido tamaño crimen, trataría de encontrar solución a su tormento. El dios Apolo le vaticina a Orestes que la única forma de salvarse era ir al santuario de Artemisa en la Táuride, tomar la estatua de la diosa y traerla a Micenas. El santuario se encontraba en el reino de los Tauros, yendo hacia el este a través del Ponto Euxino (mar Negro) hasta llegar al Quersoneso. Iban con él varios compañeros de Micenas y todos fueron descubiertos al acceder al templo de la diosa. Artemisa había ordenado a Ifigenia que sacrificara a todo aquel que osara entrar a su templo. Cuando los autores del sacrilegio son presentados a Ifigenia, los hermanos se acaban reconociendo. Entonces ella comprende que debe silenciarlo si desea salvar a Orestes. Es ahora cuando en la estética del mito la reflexión sustituye a la pasión malévola. Para esto qué mejor representación de Ifigenia que la del pintor alemán Anselm Feuerbach (1829-1880). En su obra neoclasicista vemos la figura serena de Ifigenia reflexionar ahora sobre el destino que le acontece, solo entre sus manos, para salvar a Orestes. Piensa cómo convencer a los pobladores del reino y a sus gobernantes para poder huir y salvarse con Orestes. Como su hermano a contaminado a la diosa en su intento de tomarla, les dice a los pobladores de la Táuride que la estatua debe ser purificada ahora con agua de mar. También que ante la afrenta sacrílega no debían salir de sus casas para no ser contaminados. Llevaría a los asaltantes con ella hacia un barco para ser descontaminados...  Al final en la tragedia Ifigenia pronuncia esta sutil alabanza: Oh, hija de Latona, sálvame esta vez de ser sacrificadora. Condúceme a la Hélade, lejos de esta tierra bárbara y perdona mi latrocinio. Tú que amas a tu hermano, diosa, piensa que también yo amo al mío.

Era la transformación estética de una realidad trágica por otra compasiva. Era la pasión del Barroco de Perrier convertida ahora en la reflexión del Neoclasicismo de Feuerbach. Dos emociones, la pasión y la reflexión, muy difíciles de reconciliar en la vida. Sin embargo, la tragedia abandonaría por un momento la crueldad que gravitaría siempre entre la maldad de los hombres. Lo haría para, olvidándose Ifigenia de su anterior sufrimiento, poder elegir ahora salvar a otros de lo que ella había sufrido antes. En la obra neoclásica el equilibrio de las formas contrasta con el desequilibrio estético de la barroca. En aquel Ifigenia está eligiendo en libertad ante la visión sosegada de un paisaje de esperanza. No hay otra cosa que esperanza en la visión de la obra clásica, una forma de esperanza muy decidida, auspiciada por la realidad de un mundo, sin embargo, ahora más compasivo que el de antes. Porque aunque no hay otra cosa que maldad en las decisiones de unos humanos que afrentan a otros, no habrá más que salvación, sin embargo, en las decisiones humanas que piensan en los otros. Para el Arte la visión de ambas cosas llevará a comprender el sentido de la vida frente al sentido de la muerte. En un caso es desde la pasión desenfrenada, en el otro desde la reflexión más serena. ¿Cuántas decisiones podían haberse salvado de acontecer esta última cosa? La postura de la vida que toma el Arte es la de mostrar las dos caras opuestas del acontecer humano. Para el Arte hacen falta conocer las dos, para la vida, sin embargo, sólo una es necesario conocerla. Entre medias la salvación seguirá languideciente  a veces por estar apenas vaticinada por la indecisión menos compasiva de los hombres.

(Óleo El sacrificio de Ifigenia, 1633, del pintor barroco François Perrier, Museo de Bellas Artes de Dijon, Francia; Cuadro Ifigenia, 1862, del pintor neoclásico Anselm Feuerbach,  Darmstadt, Alemania.)

24 de abril de 2020

Elegir entre la destrucción o la construcción de algo es el mito artístico de lo posible.



A las orillas del final de un continente imaginario se alzaría sobre la tierra la construcción más grandiosa nunca antes erigida... Cuando el pintor flamenco Bruegel se decidió a crear una obra parecida (la anterior torre de Babel la había pintado en el año 1563, Museo de Historia del Arte de Viena) volvería a componerla otra vez al lado y muy cerca del mar. ¿Cómo si no transportar mejor los ingentes materiales que se necesitaran para construirla? También por la geografía marítima de su tierra holandesa, tan cercana al mar, lo que haría que recrease un paisaje anacrónico y deslocalizado de aquel suceso bíblico tan desastroso. A diferencia de otras obras de Babel, en esta el pintor flamenco apenas sitúa seres humanos visiblemente definibles en su creación. Están ahí, pero no se distinguen bien por la ingente perspectiva tan principal que la obra renacentista dispuso para la torre. Esto realza más la construcción frente a los constructores. Es como si aquélla tuviese vida propia o fuese realmente la que acabase por ser creadora en vez de creada...  Así, sería entonces la destrucción y no la construcción del poderoso engendro endiosado lo que habría animado la vida, los deseos y la voluntad de los hombres. Estos se habrían decidido, por fin, y colaborarían juntos para destruir la poderosa maquinaria divina que, alzada hasta cerca de las nubes, manejaría al mundo, sus seres y todos los designios terrenales. Porque ahora los seres humanos deseaban ser libres, querían dejar de ser controlados por una fuerza ajena que los había dominado desde el inicio del mundo. Y por esto mismo no estaban ahora construyendo sino destruyendo la torre. 

Es casi el mismo sentido bíblico de la torre babilónica. Porque la idea de una creación artificial tan enorme fue luego un fracaso en sí misma, acabaría siendo una demolición gigantesca, un intento malogrado en su propio desarrollo y finalidad. ¿Cómo abandonar algo que había sido alzado con el esfuerzo ingente de tantos sacrificios?, ¿no sería mejor entendido ese suceso de ruptura como algo conforme a la sagacidad de una liberación humana, que a una maldición divina causada por la ambición humana de un gran poder terrenal, sin embargo, apenas creíble? Lo que sucedería entonces mejor fue una liberación, un intento de liberación y no una maldición de la divinidad ante los deseos poderosos de los hombres. Fue la destrucción de un poder divino sobre la humanidad representado por la enorme torre. Lo que llevaría a ser el mito de Babel una realidad más acorde con el destino de los humanos, algo que dejaría a los hombres liberados para poder hablar no solo el lenguaje que quisieran sino, sobre todo, para elegir también entre la construcción más elogiosa o la destrucción más definitiva. Tiene más sentido el mito en la decisión de poder ejercer una libertad humana que en la de querer acercarse a una divinidad. Porque el poder no se entiende mejor como construir juntos algo grandioso que acerque a un dios, el poder es mejor como destruir ahora aquel símbolo endiosado universal que habría manejado, a su albur divino, el sentido terrenal de la vida de los hombres. 

Porque en la obra de Pieter Bruegel (1525-1569) parece que están los seres destruyendo más que construyendo la torre poderosa. Es el gesto de la destrucción desde sus niveles más altos lo que vemos mejor en la obra de Arte.  Vemos entonces ese gesto destructivo desde los arcos más elevados con el que los hombres acabarían, poco a poco, con la opresión de unos dioses o de un dios  por condicionar el sentido de la historia. ¿No se hacen las mismas tareas manipuladoras en la representación para crear como para destruir? En esta obra de Arte es lo que parece, ya que es imposible distinguir el sentido real de una acción figurativa ante las limitaciones de unos trazos pictóricos tan indefinidos. ¿Poder ajeno o libertad propia?, ¿destrucción o construcción...? ¿Cómo saber qué fue, finalmente, lo elegido? En la conciencia legendaria o en su propia historia el ser humano decidió libremente poder elegir para obtener así un fin determinado. ¿Cuál finalidad fue entonces la más realista, erigir una torre para llegar hasta la divinidad o exorcizar un poder divino, representado por la torre, que coartaba la libertad? El mito bíblico planteaba que la voluntad de los humanos, su soberbia constructiva, fuera limitada al determinar Yahvé que se confundieran hablando lenguas diferentes. ¿No era esto una forma de poder divino para mermar la libertad de los hombres? Sólo cuando luego algunos avezados hombres llegaron a comprenderlo empezarían por destruir el engendro poderoso de su propia limitación. 

El pintor renacentista compuso la figura ingente de la torre en un primer plano poderoso. El paisaje es aquí limitado, no es muy grandioso: ni montañas, ni riscos, ni ciudades, ni caminos, solo el horizonte del mar y unas nubes como fondo de la imagen. La tierra y el cielo están divididos equidistantemente en la obra. Una línea imaginaria divide horizontalmente en dos un mundo del otro. Sobre ella se sitúa el temible engendro que el deseo de los hombres decide destruir. Son representados además tres planos o dimensiones del mundo: el celeste, idealizado e inalcanzable; el terrenal, subordinado y contingente; y, finalmente, un poder material simbolizado por la torre y dividido a su vez entre el designio divino y el deseo de los hombres. Ambas voluntades se enfrentan en la erección de un mito que el pintor nos hace intuir con la representación de esas tres dimensiones abstractas. Las mismas que ahora podemos deducir del psicoanálisis freudiano, que desarrollaría los tres conceptos psíquicos del Superyo, del Yo y del Ello. En la obra renacentista el Superyo es la torre poderosa, el Yo estaría simbolizado por la acción de la construcción-deconstrucción. El que sea una u otra cosa depende luego del Ello, del plano terrenal inconsciente que condiciona la vida y el deseo de los hombres. Por ejemplo, ¿queremos mejor dominar la tierra o dominarnos a nosotros mismos? Si fuese el primer caso destruiremos la torre; si fuese el segundo no la destruiremos, la construiremos mejor, seguros, decididos y juntos. 

(Óleo La pequeña torre de Babel, 1568, del pintor Pieter Bruegel el viejo, Museo Boijmans Van Beuningen, Rotterdam, Holanda.)

7 de abril de 2020

La maldad misteriosa es vencida siempre por el arma invisible del héroe solitario.



En los anhelos renacentistas por dominar el mundo y sus demonios, algunos pintores italianos de ese periodo destacaron la figura heroica de san Jorge. Era una leyenda cristiana del siglo IX que no tendría ya nada que ver con la del santo de Capadocia venerado desde el siglo IV. Porque el soldado romano martirizado por Diocleciano moriría decapitado y sin ningún honor ni gloria. La Edad Media luego transformaría su leyenda, la resucitaría victoriosa para hacer con ella otra cosa distinta. Entonces hacía falta un héroe medieval que luchara contra el mal hereje y consiguiera abatir el enemigo religioso del islam. La leyenda occidental relataba, sin embargo, que existiría un dragón que atemorizaría alguna ciudad cristiana con su impenitente actitud agresiva. Y que siempre que sus habitantes querían tomar agua de la fuente, debían distraer al monstruo ahora con alguna presa entre sus fauces. Al principio utilizarían a todos los animales que pudieron, pero pronto se acabarían éstos, teniendo ahora que sacrificar a algunos hombres. Cuando fue elegida una joven para saciar el hambre criminal del dragón, el poderoso héroe medieval se enfrentaría decidido con la fuerza de su destino más mítico. El mito y su iconografía estaban ya definidos: eran por un lado san Jorge, su espada, su caballo atrevido y su actitud tan heroica de fiel compromiso. Por otro lado el dragón infame y terrorífico, sus crueles alas, sus terribles garras y su fuego o su grito maldito. Y estaría además la joven y bella princesa salvada, pero también los hombres o las víctimas abatidas, y luego el paisaje con montañas, edificios y riscos verdecidos. Cuando el pintor de los inicios del Renacimiento Luca Signorelli comprendiera que el Arte renacentista iba hacia un progreso artístico vertiginoso, continuó, sin embargo, pintando como lo había hecho siempre, con la sensibilidad tan elogiosa de sus inicios. 

Así pintaría Signorelli o su taller durante el paso artístico del siglo XV al XVI, resaltando las dos vertientes artísticas del Renacimiento. La obra San Jorge y el Dragón de Luca Signorelli es una muestra expresiva de la fuerza inicial del Renacimiento. Pero también es la representación de la lucha impenitente de los hombres por querer vencer la maldad de un mundo fiero e incomprensible. En esta ignorancia de las causas de los males del mundo  se materializaba la figura siniestra del dragón. La obra renacentista expresa además otras cosas diferentes. El héroe es destacado sobre la figura de su adversario. No vemos qué arma ni cómo la utiliza san Jorge para poder acabar con el monstruo agresivo. Para esto el dramatismo clásico definía ya que una acción noble no debía ser mostrada nunca en su final más cruento y definitivo. El gesto del héroe es compuesto justo cuando su decisión ha sido tomada pero aún no ejecutada.  Porque el héroe noble no puede aparecer unido a su presa asesina y vil, tan solo impulsado a su destino, solo decidido hacia él. ¿Qué representa el dragón misterioso en la obra renacentista? Lo que elimina la vida y desprotege a la ciudad indefensa. En la obra de Signorelli vemos a unos ciudadanos a caballo a la derecha del cuadro que están alejados de la escena principal. ¿No luchan ellos? La representación renacentista tiene eso, que denuncia cosas con sensibilidad artística. Solo se enfrenta al dragón el héroe solitario. Y a pesar de los cadáveres que el pintor compone con la perspectiva más moderna de aquel renacimiento. Porque ahora las víctimas son expuestas aquí con su imagen más demoledora. El pintor las sitúa claramente en primer plano. Pocas pinturas de San Jorge y el Dragón las muestran de ese modo tan gráfico y vil. La propia sociedad es criticada por el pintor: no cuidarán a sus habitantes los poderosos, esos que ahora se encuentran alejados al fondo de la obra.

La iconografía resalta un paisaje virtuoso, con edificaciones grandiosas y un horizonte benigno y destacable bajo el cielo dulce de un atardecer. Qué lugar tan maravilloso para situar un terrible monstruo asesino. Pero este Renacimiento nos sorprende con el mensaje dadivoso de un mundo floreciente, una maldad taimada y los sublimes trazos de su figura intrigante. La maldad es representada con la sensación indefinida de algo que no vemos del todo en el cuadro. Si no fuera por el deseo firme de la actitud heroica del abnegado caballero, la representación de la obra renacentista expresaría el macabro escenario de una maldición humana indigna y vergonzosa. ¿Nada es posible hacer frente a la maldad poderosa de lo imprevisto o de lo invencible? Porque ahora los seres humanos son abatidos y sus cuerpos mortecinos testigos visibles de un cruel homicidio. Absoluta orfandad infame que encierra ahora un sin sentido solo obviado por la figura irresponsable de un cruel dragón asesino. La muerte es vencida por el caballero solo después de querer salvar a la doncella inocente. En ella se representa la sociedad indefensa y oprimida, esa opuesta humanidad a la otra que no hace más que esperar. Los héroes lucharán solos, para eso son héroes. La fuerza del dragón es la fuerza de la soledad de los héroes. Mientras no estén éstos las víctimas yacerán sin miramientos. Con su imagen salvadora y firme ante la fiera el pintor compone al vencedor de la muerte con el hálito grandioso de una poderosa efigie providencial. ¿Qué pasará mañana cuando el héroe trashumante no acuda decidido a vencer las maldades? La imagen renacentista representaría el paisaje como marco y reflejo de un mundo ajeno a lo dramático, que no recuerda ahora ni el momento ni el lugar ni sus peores alardes. Mejor para eso hacer también que el héroe legendario oculte ahora su armamento. Con ello, con la fuerza invisible de su arma vinculante, el imaginario cultural mantendría siempre bello con ese instante el poder, la fortuna y su sagrada decisión contra lo infame.

(Óleo San Jorge y el Dragón, 1505, del taller o su pintor Luca Signorelli, Rijksmuseum, Holanda.)

3 de abril de 2020

Vivir es estar despierto, aunque equivocado, en una eternidad llena de sueños.



Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios. 

La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.

El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.

(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)


18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

10 de marzo de 2020

El cambio de mentalidad fue representado bellamente por el Neoclasicismo.



En el año 1761 el pintor neoclásico Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta, siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola, y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana, pudiera merecer para ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor, de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus o con Psique, o con Adonis o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas, o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que no fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista principal, la diosa Diana, estuviese junta e interactuando con otro dios tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay que analizar para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau liberase los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hizo para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionaban o le oprimían. Y es cuando Pompeo Batoni comprende ahora que la diosa Venus debe ser metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.

Porque ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo más anhelante y sensitivo de los humanos, representado aquí por el arco de flechas del pequeño dios travieso. Arco que la diosa Diana le impedirá coger, separándolo decididamente de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico?: el fin de la pasión exacerbada..., frente ahora a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado y exagerado el amor en el Arte, aunque fuese cándidamente representado: el amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución tanto en la vida como en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo,  que volvía a retomar el equilibrio,  la moderación y el sentido apropiado de las cosas, reclamaba el amor un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión, representada aquí por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestivas. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar? ¿El ser humano estaba limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O, fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos, a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes terrenales considerasen mejor.

El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, realmente, era una continuación. Sin embargo, los pintores siempre podrían utilizar su estilo tradicional para comunicar otras cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, pero no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño a los hombres al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con esa arma desatenta: cazar. Pero, también podía expresar lo contrario: la frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o impedía vivir con libertad y anhelo su felicidad y su justicia. Pero, no, no hay duda estética ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad de espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones, sostenidas éstas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza que le solicitó el cuadro.

En los años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad, poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando y cambiando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, sin embargo, esto no era un sinsentido frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habían conseguido llegar a expresar antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. En el siglo de las Luces era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, ahora éste mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos del pintor, el mundo no conseguiría conciliar nunca el deseo con el raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional, frente a una ambición personal en exceso desmesurada y criminal. Un siglo después, incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social tan necesitada por, a cambio, una filosofía materialista que, sin embargo, fue tan radical y opresora. ¿Es que no se había aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor neoclásico inspirado tuviera para tratar de armonizar necesidad con justicia?

(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.) 

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)

27 de enero de 2020

Una obra neoclásica sin finalizar alcanzaría a obtener un cierto elogio de grandeza.



El pintor francés David abandonaría la composición de un retrato en su obra Psique abandonada durante el año 1795. Pero esta particularidad azarosa convertiría su obra en una suerte de metáfora afortunada de la personalidad abrumadora de Psique. Porque este personaje de la mitología no era una deidad o una divinidad siquiera, aunque al final de su aventura vital alcanzase a medrar con los dioses en su morada trascendente. Porque de entre todas las etapas existenciales de Psique la que supuso el momento de su abandono por Eros, el amante dios que la sedujese condicionado a no verlo nunca, es el mejor ejemplo expresivo para representar la figura material de la imagen de un alma. El sentido de abandono se corresponde muy bien con la explicación metafísica del alma humana. Es así porque el alma, entendida en su acepción más trascendente, proviene y va hacia un hecho aglutinante de manifestación divina poderosa. Pero, entremedias, durante su desarrollo anejo a lo material de un mundo terrenal poco sublimado, el alma vagabundeará solitaria y perdida entre los abruptos afanes de una liberalidad muy desubicada. Abandonada así por completo y sin poder evitar la sensación confusa de tener deseos, satisfacciones efímeras o imágenes engañosas en su etapa terrenal. El óleo abandonado -sin terminar-  por el pintor francés coincide ahora con el sentido metafórico de su obra neoclásica. ¿Fue una casualidad o no? Porque el alma nunca consigue desarrollar por completo su total evolución en este mundo. En nadie, ni siquiera en los grandes personajes tan gloriosos, místicos, santones o embargados de divinidad que la historia nos ofrece. 

La metáfora en la obra inacabada de David es a posteriori... La vemos inacabada pero el Neoclasicismo no era así, no finalizaría nunca una obra del modo en que David la dejara en el año 1795. Cualquier otra obra de este pintor nos lo demuestra. Porque los colores, los perfiles o el fondo sin confeccionar de la obra, no suponen el estilo tan elogioso de la iconografía neoclásica tan elaborada. Los que vemos la obra y conocemos el mito de Psique pensamos que, tal vez, ese abandono de la joven desesperada por haber perdido a su amante,  es sublimado aquí en el hecho de no haber terminado el pintor su obra de Arte. Parece incluso una obra de una etapa modernista de un siglo después, cuando los pintores, sin desmerecer la figura humana, pintaban el fondo, la textura y los colores con el sesgo modernista de solo esbozar, matizar o maridar tonos sin concierto o sin definición. Pero es que así mismo debe ser la pasión terrenal del recorrido vital del alma humana: apenas esbozado o matizado, sin concierto ni definición en su sentido inmanente. Debería hacerse el alma, se supone, como toda obra clásica, con los perfiles idealizados de una composición terminada por completo. Pero, no, no es así, sin embargo. Conseguirá a veces llegar a emocionar en sus alardes espirituales conseguidos -como el alma evolucionada de algunos seres avanzados- pero con los matices deslavazados observados así en la obra sin terminar del pintor David.  A pesar de sus indefiniciones la obra de Jacques-Louis David es extraordinaria por su alarde artístico apenas conseguido. Como el alma. Sin embargo, la obra no alcanzaría mérito artístico alguno en el Arte, lógicamente. ¿Y, ahora, por qué no tampoco? Porque el momento temporal de su creación es fundamental para valorar una obra artística. Una pintura clásica no tendría hoy conciliación estética magistral -admiración artística- más que con las características propias de su tiempo, no del modernismo posterior o de ningún otro momento artístico subsiguiente. Porque no es lógico ni coherente, ni tiene sentido iconográfico, un estilo fuera de su tiempo. El sentido coherente lo da la tendencia temporal propia de su momento histórico, y éste es un dato fundamental para evaluar una obra de Arte reconocida. Si hoy existiera un personaje como Rubens, por ejemplo, y pintase como lo hiciera éste en el siglo XVII, no sería muy valorado en nuestra época. 

El alma es igual. Necesita tener sentido en su propio tiempo azaroso de evolución personal. El alma solo es alma realmente cuando está perdida, ni antes ni después.  Así, el pintor David descubriría a posteriori que componer a Psique de ese modo, tan melancólicamente abandonada, era la mejor forma para representarla en un lienzo. Pero, sin embargo, no la acabaría. No lo hizo. Nunca finalizaría la obra neoclásica. ¿Se arrepentiría? Hay pocas obras de Arte representando a Psique sola, porque el sentido del mito era la unión con Eros y el Arte así lo representaría la mayoría de las veces. Pero David no solo la pinta sola, que es posible encontrar obras solitarias de Psique, sino que además la pinta con el gesto atribulado por la sensación del abandono más desolado que un ser tan desesperado pueda tener. Sin incluir además en la obra otra cosa más que sus propias manos inutilizadas o el semblante más perdido de un rostro tan abandonado. Hoy valoraremos la obra de David por la conjunción de haber sido compuesta por un gran pintor y representar una escena acorde con el existencialismo contemporáneo. Un pensamiento éste que, atropellado en la obra por el mito de su personaje vagabundo, veneramos más hoy por el devenir terrenal de una azarosa existencia, que por el anhelo inmortal de un espíritu tan meditabundo.  

(Óleo Psique abandonada, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, 1795, Colección privada, EEUU.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)

30 de diciembre de 2019

Solo el pasado y el futuro se celebran en el Arte simbolista de Moreau.



El presente no existe en el Arte. Cualquier representación artística tiene esta peculiaridad, ya que el instante es tan imposible representarlo como elogiarlo en un momento de esplendor. Fueron los impresionistas los que quisieron, no obstante, celebrarlo en sus inspiradas emociones artísticas. Pero, aun así, y por la imprecisa fijación de un momento indefinido, nunca llegaríamos a saber exactamente cuándo fue inspirado ese momento, ¿antes, durante o después de la impresión? Tuvo que llegar luego el Simbolismo para poner las cosas en su sitio. La vida representada en un lienzo nunca es determinada por el momento presente, porque el presente no reflejará nunca nada de lo que la vida es. En la inspiración no es posible imaginar el presente, las musas, por ejemplo, no se detienen ante el poeta para dejar constancia de otra cosa que no sea lo que pasó antes (nostalgia, recuerdo, elegía) o de lo que pasará luego (esperanza, anhelo, deseo). En el Arte como en la emoción creativa solo el pasado y el futuro tienen verdaderamente el objeto más preciso de la devoción inspirativa. Y así lo representaría una vez el simbolista Gustave Moreau en su obra Las Voces. La inspiración fue un asunto elogiado en muchas ocasiones por el Arte en su historia. Los griegos idearon las musas, ninfas femeninas que acercaban al creador o al intérprete la habilidad precisa para alcanzar la gloria artística. Ya entonces se consideraba al genio creativo como algo ajeno o fuera de uno mismo. Y era así porque nunca se alcanzaba siempre del mismo modo, no venía cuando se precisaba o requería para plasmarlo seguro en una creación. O se encontraba perdido en el pasado heroico de otras veces, o se lamentaba uno de no reencontrarlo hasta recorrer un tiempo más allá... El pasado y el futuro, de nuevo, marcaban su sentido para justificar la elogiosa esencia de lo que podría convertirse en un alarde de creatividad. O se recordaba un suceso pasado que, virtuoso, volvía quejumbroso entre las brumas, o se imaginaba, victorioso, la próspera celebración futura de un esplendor necesario y ferviente. 

En su obra simbolista Moreau elogia al gran poeta griego Hesíodo, creador de mitos y leyendas clásicas que inspiraron dioses, héroes, oráculos y centauros. Lo representa en su juventud, cuando en Beocia el poeta recorrería los prados pastoreando su ganado y, pensativo, imaginaba aún cómo el mundo se configuraba en sus misterios. Según el mismo poeta contaba las musas le enseñaron una vez un bello canto mientras apacentaba su ganado al pie del sagrado monte Helicón. Entonces me dieron un cetro de la rama de un florido laurel y me infundieron voz divina para celebrar el pasado y el futuro. Así me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices sempiternos y cantarles siempre a ellas al principio y al final... Solo para celebrar el pasado y el futuro, tan solo el principio y el final... Entremedias el presente impúber e indecoroso, ese que nunca exhibe poderoso ningún elogio artístico proverbial. En la obra de Arte simbolista el pintor destacaría artísticamente ambos divinos momentos gloriosos. Al fondo de la obra simbolista el Partenón exhibe triunfante su perfil más elogioso de un pasado destacable y merecedor. Y en la propia textura de su pintura modernista el pintor señalaría las glosas elogiosas de un futuro prometedor artísticamente. Así celebraría Moreau con su obra simbolista el elogio lírico más glorioso de aquel famoso poeta griego. ¿Será esta una premonición destacada de una revelación para la vida? ¿Es que solo mirando hacia detrás o hacia adelante es como tan solo podremos entender la vida?

(Óleo del pintor simbolista Gustave Moreau, Las Voces, c.a. 1880, Museo Thyssen, Madrid.)