En un viaje romántico a Italia en el año 1825 el pintor francés Jean-Baptiste Camille Corot (1796-1875) descubriría, fascinado, la luz poderosa del sur de Europa. Una luz que ahora le permitiría manejar en su tableta todas las tonalidades que pudiera combinar para representarla. Así se iría germinando en el Arte, poco a poco, una vaga idea plástica que, años después, se consolidaría exitosamente y que acabaría llevando uno de los nombres más descriptivos de una tendencia artística: el Impresionismo. Pero Corot no buscaba por entonces nada más que reflejar otro movimiento artístico, una tendencia que en aquellos años, finales del primer tercio del siglo XIX, despertaba de las dolorosas tragedias causadas por las guerras napoleónicas: el Realismo paisajista. La anterior tendencia romántica, tan desafiante como era, no bastaría ni serviría ya para inspirar de nuevo a los inquietos creadores franceses. Ahora se anhelaba el paisaje relajado y sin desastres, sosegado y con la escena natural reflejada de un modo simple pero real, aséptico y desensibilizador. Y Corot, curiosamente, lo buscaría en Italia, un país esencialmente romántico. Y en Umbría, en la pequeña población italiana de Narni (la antigua Narnia latina), descubriría el pintor, asombrado, el escenario ideal para su nuevo paisaje anhelado.
Cuando los antiguos romanos construyeron la vía Flaminia durante el siglo III a.C. se encontraron de pronto con un río, el Nera -afluente del Tíber- al que solo lograron salvar tiempo después con un grandioso puente robusto. Construido por los ingenieros romanos del emperador Augusto en el año 27 a.C., era tan alto, tan enorme y sus vanos tan anchos que fue uno de los puentes más grandiosos construidos por el imperio. Pero la fuerza de las aguas en Umbría es tan poderosa que los años no soportaron tamaña grandeza constructiva. Así que desde el siglo XI comenzaría su inevitable y paulatina destrucción arquitectónica. Cuando Corot llega en el año 1826 a Narni pintaría su puente manifestando entonces toda su nueva pasión artística, dividida ahora entre el neoclasicismo, el romanticismo y el paisaje realista. Así fue como Corot plasmaría todos esos rasgos estilísticos en su obra: las líneas clásicas en sus perfectos arcos dibujados; el paisaje realista del fondo apenas esbozado; y un aura emocional de lo efímero y de lo sombrío que albergarán, algo más tarde, el germen impresionista de un nuevo sentido artístico revolucionario. Todo eso junto nunca antes se había visto en una obra de Arte. Y Corot, sin quererlo, provocaría luego una de las impresiones más motivadoras del Arte. Lo que no imaginó por entonces el creador francés era que todo eso ayudaría a que, menos de cincuenta años después, los impresionistas culminaran sin complejos su nueva tendencia artística. Una tendencia que revolucionaría absolutamente el Arte pictórico y conseguiría, además, mantener en el tiempo el fervor del público como ninguna otra tendencia haya conseguido.
La eclosión de la fotografía en la segunda mitad del siglo XIX influyó en el nuevo movimiento impresionista. Por entonces las instantáneas fotográficas de las exposiciones de un paisaje, su cualidad efímera, serían un competidor muy avezado y creativo del nuevo movimiento artístico. Por eso los pintores debían discernir muy bien cómo alcanzar a impresionar mejor un lienzo o qué técnica plástica usar frente al nuevo invento fotográfico. Sobre todo con los colores, algo todavía inexistente en la fotografía. La guerra franco-prusiana del año 1870 dejaría deprimida a una Francia vencida y humillada, así que la sociedad francesa se volvió sobre sí misma y rechazaría toda novedad y excentricidad artísticas. Por ello los creadores impresionistas tuvieron ante tal desinterés que exponer sus obras en círculos cerrados, arriesgando el fruto de su trabajo a que el gusto del público cambiase con el tiempo. Y cambió. Cuando en el año 1877 el pintor impresionista Claude Monet (1840-1926) se marchase de la población campesina de Argenteuil a París, abandonaría los paisajes del campo por los escenarios modernos y sofisticados de la gran urbe francesa. A finales de los años setenta de aquel siglo la modernidad obligaba a los pintores a recrearla en todas sus obras. Monet se decide entonces a pintar un lugar verdaderamente iconográfico para su nuevo movimiento. Los artistas de esa tendencia buscaban captar la fugacidad del momento, el eterno fluir de las cosas. Las cosas no son las mismas cuando las miramos minutos después, éstas cambian y, a cada nueva mirada que reciben, sus obras deben así también reflejar esa eventualidad. Cuanto más lo consiguieran mejores obras impresionistas serían. Monet descubre, como antes lo hiciera Corot, el lugar perfecto ahora para enmarcar su nueva visión artística impresionista: una estación parisina de tren.
En la terminal de Saint-Lazare de París llegaría a pedir hasta autorización para que los trenes se retrasasen un poco, obteniendo así una mejor instantánea para su obra. En su cuadro reflejaría Monet genialmente la movilidad y la luz ahora concentrada, contrastada y evaporada en todo el lienzo artístico. Pero también el humo evanescente, ese mismo humo que, dentro de poco -aunque no lo veremos-, desaparecerá. Esta tendencia artística fue la primera que no preparaba los colores antes de plasmarlos en el lienzo. Los impresionistas obligaban además al público a distanciarse de sus creaciones, con ello forzaban ahora mejor imaginarlas para mejor apreciarlas en todos sus detalles. Porque la imaginación debía ser usada para disfrutar mejor de la escena impresionista. Ellos no querían ni buscaban otra cosa. El equilibrio, la geometría o el dibujo eran algo del Neoclasicismo, demasiado viejo para ellos; la emoción y la esencia de las cosas eran elementos Románticos, algo que ignoraban; la mera Realidad con sus defectos, sus mensajes y sus alardes eran cuestiones que no les interesaban en absoluto. Sólo quedaba impresionar..., lo que conseguirían los fotógrafos con sus maquetaciones espontáneas: algo sin límites, sin perfectos márgenes y sin recreación alguna. Cuando le preguntaban a Monet qué era lo que pintaba, qué trataba de decir con todo eso, él contestaba: El motivo es para mí del todo secundario, lo que quiero representar es lo que existe entre el motivo y yo. O sea, sólo la obra de Arte, sólo el momento, sólo la genialidad, sólo la luz... Eso fue el maravilloso Impresionismo.
(Cuadro del paisajista francés Jean-Baptiste Corot, El puente de Narni, 1826, donde refleja la síntesis de lo que luego sería el impresionismo más elaborado: un clasicismo en sus geometrías y composición, un romanticismo en sus ruinas melancólicas y un realismo en sus formas imprecisas; Óleo de Claude Monet, La estación de Saint-Lazare, 1877; Óleo de Monet, Parlamento de Londres, 1904; Cuadro del pintor impresionista francés Pierre-Auguste Renoir, Remeros en Chatou, 1879; Óleo del pintor impresionista español Aurelio Beruete, Paisaje de Segovia, 1908; Cuadro del pintor impresionista español Joaquín Sorolla, Paseo a la orilla del mar, 1909.)