Uno de los poetas líricos de la antigüedad griega que comenzara componiendo cantos en homenaje a grandes gestas heroicas lo fue Simónides de Ceos (556 a.C-468 a.C). Sería él quien dijese: la poesía es pintura que habla y la pintura poesía muda... De la leyenda griega de Dánae y Perseo crearía una famosa oda clásica. Esta leyenda y su mito contaban cómo el padre de Dánae -monarca de un mítico reino griego-, asustado entonces por una profecía que anunciaba que un hijo de ella -Perseo- acabaría destronándole, terminaría introduciendo a los dos -madre e hijo- en un arca y los lanzaría al mar para deshacerse de ellos para siempre. Acabarían, sin embargo, salvados por los dioses; por ese mismo dios -Zeus- que, meses antes, con su dorada simiente furtiva, lograse vencer el cerco poderoso -una torre cerrada- en el que estaba guardada y prisionera la hermosa Dánae. Y el poeta jonio escribiría el siguiente mítico verso elegíaco:
Cuando a la tallada arca alcanzaba el viento
con su soplo y la agitación del mar
la inclinaba a temer,
con las mejillas húmedas de llanto,
echaba su brazo en torno a Perseo y decía:
"Hijo, ¡por que fatigas pasas y no lloras!
Como un lactante duermes, tumbado
en esta desagradable caja de clavos de
bronce,
vencido por la sombría oscuridad de la noche.
De la espesa sal marina de las olas que
pasan de largo
por encima de tus cabellos no te preocupas,
ni del bramido del viento, envuelto en mantas
de púrpura, con tu hermosa cara pegada
a mí."
Pero, ¡claro!, Perseo nada temería por entonces, ya que era un semidiós, un gran héroe, ¡el hijo de Zeus! Para todos los demás, para nosotros los humanos normales, que nacemos y morimos y vivimos apurados entremedias, algunas cosas lacerantes de la vida nos superarán, despiadadas, y, entonces, necesitaremos consuelo... Lo apotropaico es un término de origen griego que hace referencia al fenómeno por el cual los seres humanos tratarán de alejarse del mal que los acecha. Para ello, para sentirse seguros, todo alarde psicológico servirá. Así, cualquier superstición, pero, también, cualquier otra cosa que conlleve un impulso de conservación inteligente. El caso es consolarnos, y, para esto, los hombres idearon, inicialmente con los dioses y luego con sus propias promesas terrenales, todo lo que les llevara a recuperar aquella seguridad, ahora perdida, de antes.
La diosa Afrodita llegaría a adorar una vez tanto a un bello efebo griego, Adonis, que cuando éste desapareciera transformado por los dioses, no encontraría la diosa de la belleza consuelo alguno de tanto sufrir. El dios Apolo -dios racional y luminoso- le recomendaría entonces a la diosa que acudiese a los acantilados de la isla de Leúcade, donde él mismo había ido alguna vez, para tratar de saltar desde lo alto de sus rocas blanquecinas a las azules aguas del mar Jónico. Luego, le aconsejaba Apolo, saldría de las aguas del todo transformada, relajada y tranquila para siempre, habiendo olvidado ya de seguro todo lo que antes la hiciera sufrir. De ese modo comenzaría a conocerse por entonces el ritual legendario y sagrado de la isla de Leúcade... Por que todo el mundo iría allí acuciado por sus cuitas o dolores, convencido de que Apolo les ayudaría a salir después de sus profundas aguas sin peligro. Liberándose así ya de todos los malos recuerdos y recobrando, al fin, la calma y la felicidad perdidas de antes. Pero la leyenda no garantizaba nada de eso, sobre todo de salir indemne del peligro de sus aguas profundas y fieros acantilados. Muchos morirían ahogados, y otros despeñados, en los acantilados sagrados y míticos de la isla de Leúcade. Una de las personas más famosas de la historia que acudieron allí para consolarse fue la poetisa griega Safo (640 a.C-580 a.C). Ella saltaría en una ocasión desde lo alto de una de las rocas del blanco acantilado griego de Leúcade por última vez en su vida. Moriría Safo allí, después de no haber sido correspondida, al parecer, por el amor de un tal Phaón... ¿Quiso redimirse ella verdaderamente, o sólo morir? La historia no lo aclararía, del mismo modo que tampoco su leyenda es del todo fiel a la verdad, ya que ésta fue compuesta siglos después de su muerte, cuando se quisiera mejorar la imagen sexual de la insigne y atormentada poetisa griega. Se inventarían por entonces el amor de ella por un remero jonio, para darle así una más correcta interpretación a su vida y oscurecer, de este modo, su apasionado y conocido lesbianismo.
Fue ese mismo momento legendario, ese instante justo donde saltara inicialmente ella al vacío, el que el pintor neoclásico francés Antoine-Jean Gros (1771-1835) inmortalizaría en el año 1801 en su romántico lienzo Safo en Leúcade. Formado el pintor en las aulas neoclásicas de la época napoleónica, compuso Gros retratos y escenas propias de la gesta y la estética neoclásica. Pero, sin embargo, no pudo al final de su vida llegar a superar, artísticamente, el Romanticismo triunfador... ¿Tan sólo artísticamente? No, exactamente, porque sería, por un lado, el propio rechazo de su antiguo estilo neoclásico, por entonces para él algo decadente, lo que los críticos no le perdonaron en sus últimas obras; pero, también, sus propios problemas personales y conyugales le acabaron arrebatando, además, aquel consuelo... Ese mismo desconsuelo que retratara años antes, tan seguro por entonces de crearlo en un lienzo, distante y orgulloso además, con el retrato de su famosa heroína romántica, desfallecida ya para siempre. Un desconsuelo que, sin embargo, le haría sucumbir también a él, al igual que antes lo hiciera con su antiguo famoso personaje clásico. Morirá el pintor francés ahogado también en las oscuras, pero no tan profundas, aguas del río Sena, después de haberse lanzado del mismo modo a como, muchos siglos antes, lo hiciera su famosa malograda poetisa griega. Tan desolado y sobrepasado entonces el pintor francés por una ahora tan igual de despiadada, oprimida, dura y romántica pena.
(Óleo Safo en Leúcade, 1801, de Antoine-Jean Gros, Museo Baron Gèrard, Bayeux, Francia; Retrato de Antoine-Jean Gros, del pintor Francois Baron Gèrard, 1790; Detalle del lienzo del pintor Mattia Preti, Boecio y la Filosofía, siglo XVII; Cuadro barroco del español Pedro de Orrente, Sacrificio de Isaac, 1616, Museo de Bellas Artes de Bilbao; Obra del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Dánae y Perseo, 1892.)