19 de febrero de 2021
El aburrimiento humano fue salvado por otro aburrimiento: la creación nunca es incompatible con la vida.
9 de febrero de 2021
La satisfacción humana más visceral eludirá a veces la belleza.
Cuando en el Paleolítico superior (hace unos 40.000 años) el ser humano realizara las más extraordinarias muestras de creación artística de la Prehistoria, el clima en el mundo era helador, intempestivo, duro y muy desagradable. Entonces los humanos se refugiaron en cuevas profundas más acogedoras que el páramo desolador de su salvaje entorno. Las pinturas elaboradas en las paredes de sus refugios fueron compuestas ante la incertidumbre, la rudeza, la escasez, la violencia o la desesperación. Lo fueron como un maravilloso subterfugio frente a la salvación, la satisfacción o la esperanza anheladas. El clima de la edad del hielo obligó a ocultarse en las cálidas grutas, donde la sublime creatividad artística buscaría una belleza entonces apenas conocida. Así pasarían los años esos humanos prehistóricos sin comprender todavía el misterioso sentido de su existencia. Pero hace 12.000 años el clima cambió de repente. Las temperaturas subieron como no se había conocido antes, casi diez grados de media en algunas latitudes. Entonces el Mesolítico (12.000 - 8.000 años antes del presente) llegó para asombrar a la especie humana, que empezaría abandonando sus habitaciones ocultas para acercarse a las praderas florecidas, a las suaves marismas sobrevenidas o a las verdes riberas maravillosas donde la vida y sus recursos proliferaban sin carencias. El Arte entonces, sin embargo, disminuiría alarmantemente. Para ese momento prehistórico el ser humano reduciría sus composiciones artísticas con respecto al período anterior (Paleolítico Superior). ¿Qué había sucedido para que el hombre dejara de necesitar la belleza? Su satisfacción vital tan extraordinaria. Porque cuando el ser humano alcanza la mayor satisfacción existencial conseguirá eludir la necesidad tan visceral de crear, combinar, admirar o producir belleza.
Con la mitología griega los poetas idearon pronto el concepto de Edad de Oro. Fue una época muy antigua donde la abundancia, la felicidad, la igualdad, la serenidad, la armonía, favorecían con sus dones. Pero, pronto todo eso acabaría en la siguiente Edad de Plata, luego la de Bronce, después la de los Héroes, para, finalmente, llegar a la Edad del Hierro. En la cronología histórica se establecieron unas etapas parecidas (Edad de Cobre, de Bronce, de Hierro) para los períodos de las etapas llevadas a cabo después del Neolítico. Haciendo un paralelismo, se podría asimilar el Neolítico a la edad de Plata mitológica. Entonces la idealizada edad de Oro sería el Mesolítico, la etapa prehistórica en que el ser humano experimentara mayor satisfacción con su vida, luego de que las masas de hielo desaparecieran de la Tierra. La satisfacción humana acabaría con la deseada necesidad de un Arte buscador de belleza. Nunca se volvieron a realizar esas extraordinarias composiciones artísticas parietales, ni en cuevas, terrazas o en salientes telúricos que el Paleolítico helador viese florecer entre sus desgracias. El ser humano buscará ávido entonces la belleza cuando la satisfacción no alcance un mínimo imprescindible. No hubo un período más satisfactorio, comparativamente con lo vivido antes, como el Mesolítico en la historia del hombre. Ni siquiera después, ya que el Mesolítico ofreció abundancia para una población relativamente reducida. Todo abundaba entonces y la temperatura y los recursos no hacían más que producir esa belleza natural que, años antes, sólo podía el ser humano reproducir con su arte.
El mundo volvería a experimentar cambios climáticos tiempo después. También a evolucionar en población, guerras, enfermedades y desgracias. El clima se mantuvo cálido hasta el año 1000 antes de Cristo, pero, sin embargo, se volvería a enfriar a partir de entonces paulatinamente. Unos pocos grados menos, como para que el ser humano necesitara resguardarse ahora en palacios, casas o refugios construidos. El Arte volvería a prosperar en los siglos VI y V antes de Cristo y años subsiguientes, sobre todo en parte de la cornisa oriental mediterránea. Pasaron los siglos y el clima volvería a calentarse entre el siglo X y el siglo XIII después de Cristo. El medievo final fue también cálido, como aquel período mesolítico. Así se reflejaría también en el Arte, que dejaría por entonces de ser producido, al menos comparativamente con periodos anteriores, pero, sobre todo, con los posteriores. A partir del siglo XIV el clima empezaría a enfriarse de nuevo. Sería el período histórico moderno más prolongado de temperaturas menos templadas. De hecho, ha sido llamado pequeña edad del hielo (en comparación a los grandes periodos de hielo prehistóricos). Con el Renacimiento conseguiría el mundo llegar a un acorde clima necesario para animar al hombre insatisfecho a alcanzar de nuevo la belleza. Acabaría ese clima desasosegado a mediados del siglo XIX, cuando, curiosamente, el ser humano y su Arte occidental dejaran poco a poco de admirar, producir o recrear belleza como antes. Para cuando el genial Miguel Ángel, subido a unos frágiles andamios, compusiera su maravilloso fresco de la Capilla Sixtina, el mundo no había nunca antes visto una belleza semejante. La representación de la forma humana, el reflejo de su insatisfacción más íntima, la sintonía perfecta de unos colores deslumbrantes, eran entonces la expresión más auténtica de una estética requerida, comenzada miles de años antes, para tratar de exorcizar la maldición de una vida tan difícil. Un siglo después de la decoración de aquella capilla, Caravaggio compuso decidido la mejor expresión primorosa de una representación artística. Con su obra David vencedor de Goliat Caravaggio realizó otra grandiosa creación no antes, ni después, conseguida en la historia. ¿Cómo es posible alcanzar a componer algo tan excelso de belleza sin disponer de una mínima decepción ante el mundo? La satisfacción humana más profunda dejará a un lado cualquier necesidad de creación y belleza. No es posible conseguir esa tonalidad, ese contraste, esa delineada forma tan artística, sin la compensación grandiosa de una belleza que el ser humano, sin embargo, no hallará disfrutando tanto de su existencia.
(Óleo David vencedor de Goliat, 1600, del pintor barroco Caravaggio, Museo del Prado, Madrid; Detalle del fresco de la Capilla Sixtina, Profeta Jeremías, 1511, del renacentista pintor italiano Miguel Ángel Buonarroti, Roma.)
6 de febrero de 2021
La versatilidad del Arte es la más prodigiosa forma de comprender el mundo sin necesidad de verlo.
Una de las maravillosas consecuencias que el Arte tiene es la de hacernos sentir cosas que no correspondan exactamente a lo que la representación objetiva de sus formas reflejen del mundo. La auténtica percepción del Arte hará que lo que sintamos al ver una obra sea más lo que brote en nuestro espíritu que lo que nuestros ojos decidan equivocados. Sólo la poesía y el Arte lo consiguen. Es una experimentación física imposible lo que hacen inspirados. Sin embargo, eso mismo es una de las cosas que nos hacen humanos verdaderamente. Ni la inteligencia racional, ni la capacidad de imaginación calculada, ni la evolución desarrollada de estrategias para sobrevivir lo conseguirán igual. Lo que nos hace especialmente humanos es la capacidad de sentir aquello que no es y, sin embargo, acabará siendo. Es una forma de representación que sobrepasa el horizonte previsible y real del mundo. Algo que no es posible demostrar desde las expresiones propias de lo corroborable. ¿Qué extraño sobrecogimiento universal fue aquel que llevara al ser humano a ser el único viviente en el mundo que pudiera transformar una experiencia en otra diferente? A hacer, por ejemplo, que la realidad fuese solo una palabra auxiliar de algo que no tuviera nada que ver con la realidad íntima del sujeto. Cuando vemos la obra clásica del pintor americano (nacido en Inglaterra) Benjamin West llamada La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, observamos en ella un gesto expresivo tan humano que llegará a traspasar la estereotipada escena bíblica tan manida. ¿Quiénes son esos seres que, abrumados, han convertido su deseo en una congoja tan inesperada como irresoluble? ¿No servirán también esos gestos para hacernos ver la grandeza de una especie tan capaz de poder transformar ahora una desesperación en una esperanza? ¿No hay ahí también un prodigio para comprender la verdadera razón de dos seres tan distintos? Entrelazados por el destino inapelable del terrible gesto exaltado del ángel, llevarán ellos a descubrir el profundo sentido misterioso de su efímera existencia. La serpiente instrumental a sus pies vaga aquí sin culpa por el frío escenario de lo incomprensible. ¿Cómo habrán sido los hechos del Universo para que nada sea responsable e inocente al mismo tiempo? ¿Son esos hechos lo real, son lo auténtico? ¿Qué sutil cosa puede ahora ayudarnos a comprenderlo?
El sentido estético representado por el pintor de una leyenda tan confusa, hace que la mera realidad de lo causado (la expulsión dramática) se convierta en una ocasión para poder comprender el mundo. Lo auténtico no es lo real, del mismo modo que lo que percibimos no es lo que sería creado expresamente para ello. Hay una autenticidad que no puede corromperse nunca, ni por la transformación, ni por la adecuación, ni por la tradición, ni por la veneración de lo necesario. De lo aparentemente necesario, claro. Es todo esto como un canto universal y misterioso. Canto es existencia..., decía el poeta Rilke en sus sonetos a Orfeo, porque cantar o expresar es pertenecer así a la totalidad de lo que es el mundo. Y ese canto de salvación universal no puede ser el premeditado gesto de imponerse y prevalecer que representa el ser calculador y realista. Ese canto salvífico no es una plegaria en el sentido de desear, sino aquella otra plegaria que no pide nada ni trata de transformar nada con su expresión sincera. No, ahora lo que se obtiene con esta plegaria es como lo que decía un antiguo verso romántico del poeta Hölderlin: Y mientras el hombre calla en su tormento, un dios me dio el poder para saber decir cuánto sufro... Y al poder decirlo se liberó, convirtió la realidad en un prodigio y transformó así una mera circunstancia en una posibilidad muy distinta. Es lo que la obra del pintor West nos ofrecerá con su sobrio estilo clasicista. A que no acabemos de comprender hasta que nuestros ojos dejen de estar encadenados a algún destino falsamente primoroso. Reconocer un mal no es entregarse a él, como abatirse no es expresar sometimiento sino asumir lo humano que tiene todo sentido incomprensible. La humanidad de las cosas está en lo acompasado que dos seres al menos puedan llegar a tener para aferrarse a la vida. No hay en esta imagen pictórica nada que lleve a presentir, para quien lo sepa ver, algo que tenga algún atisbo de destierro trágico o de desarraigo improductivo o de desolación espantosa.
El filósofo Nietzsche dejaría escrito este lamento, a la vez que el más prodigioso canto de esperanza: Cuando ayer vi la luna me pareció que iba a parir un sol; tan abultada y grávida yacía en el horizonte. Pero me engañaba con ese presunto embarazo; antes creeré que la luna es hombre, no mujer. Aunque a decir verdad ese tímido noctámbulo que se pasea por los tejados de la noche sin tener la conciencia tranquila parece poco hombre. Piadoso y callado, camina sobre alfombras de estrellas, pero no me gusta ese hombre que anda con sigilo y que ni siquiera hace sonar espuelas. Los pasos del hombre honrado hablan por sí solos, mientras que el gato se desliza furtivo por el suelo. "Cuánto me gustaría amar la tierra como la ama la luna y tocar su belleza tan solo con los ojos", se dicen los hombres sin espuelas. No amáis la tierra como creadores, como engendradores, como los que gozan de devenir. ¿Dónde se da la inocencia? ¡Donde hay voluntad de engendrar! Para mí, quien posee una voluntad más pura es aquel que quiere crear por encima de sí mismo. ¿Dónde se da la belleza? ¡Donde yo tengo que querer con toda mi voluntad; donde quiero amar y hundirme en mi ocaso, para que la imagen no quede reducida a pura imagen! ¡Amar y hundirse en su ocaso son dos cosas que van unidas desde toda la eternidad! Voluntad de amor significa estar dispuestos incluso a morir. ¡Esto es lo que tengo que deciros, cobardes! Pero vosotros pretendéis llamar contemplación a vuestra forma bizca y castrada de mirar. Encontráis bello lo que se deja mirar por unos ojos pusilánimes. ¡Cómo prostituís hasta las palabras más nobles! Estáis malditos, hombres inmaculados del conocimiento puro; sí, estáis malditos a no engendrar jamás, por muy hinchados y preñados que aparezcáis en el horizonte. Os llenáis la boca de nobles palabras, ¿y hemos de creer, mentirosos, que hay una gran abundancia en vuestro corazón?... ¡Empezad teniendo fe en vosotros mismos y en vuestros intestinos! Quien no tiene fe en sí mismo siempre miente. Vosotros los puros os tapasteis el rostro con la máscara de un dios. Y, realmente, habéis conseguido engañar, contemplativos. En otro tiempo, hombres del conocimiento puro, creí yo ver jugar en vuestros juegos el alma de un dios. No creí que hubiera un arte superior al vuestro. La distancia no me permitía captar vuestro mal olor a serpientes. Pero me acerqué a vosotros y despuntó el día en mí, como ahora despunta para vosotros. ¡Se acabaron los amores con la luna! ¡Mirad allí cómo se ha quedado la luna atrapada ante los resplandores de la aurora y qué pálida se ha puesto! ¡Sí, ya surge la ardiente aurora solar; ya llega su amor a la tierra! El amor del sol es inocencia y afán de crear. ¡Mirad con qué impaciencia se alza sobre el mar! ¿Es que no sentís ya la sed y el cálido aliento de su amor? Quiere sorber el mar y tragarse su profundidad para llevárselo a las alturas, y el deseo del mar se eleva con mil pechos. Y es que el mar ansía ser sorbido y besado por la sed del sol; quiere convertirse en aire, en altura, en rastro de luz, ¡en luz incluso! En verdad os digo que yo también amo la vida y los mares profundos. Y esto es, para mí, el conocimiento: que todo lo profundo debe ascender hasta mí.
(Óleo del pintor neoclásico Benjamin West, La expulsión de Adán y Eva del Paraíso, 1791, National Gallery of Art, Washington D.C., EE.UU.)
23 de enero de 2021
Un triunfo dionisíaco desestabilizaría la estética del mundo: la ilusión imaginativa dejaría paso a la infame realidad.
Es curioso que el mundo se base en una ilusión imaginativa más que en una infame realidad... Pero así es. Aun cuando la desolación anegue nuestras vidas. Hay una magnitud, realmente dos, que determinarán siempre cualquier hecho deleznable en nuestro mundo. Son la cantidad de maldad y el tiempo de duración. Cuando algo está muy extendido, cuando afecta a multitud de sus criaturas y no a una o a pocas; cuando además esa adversidad se prolonga en el tiempo no durando un día o una semana o meses, sino años, entonces es cuando sus consecuencias son determinantes para conseguir que algo sea verdaderamente insoportable. La historia de los inicios del ser humano llevaría a la conclusión de que el homo sapiens comprendería muy pronto que, para calmar sus angustias vitales tan desesperantes, debería alzar su mirada hacia lo alto, hacia la grandiosidad de un poder universal que todo lo guiase. Los griegos fueron los que más se plantearon esas cosas ante el mundo. Así nacería el dionisismo, una religión arcaica griega basada en el culto a Dionisos, un dios mitológico tan misterioso como necesario. Ese culto griego, a diferencia de los demás cultos helénicos, ofrecía una sensación de comunicación o de participación íntima de los seres con la divinidad. El ser humano entonces conseguía así unos poderosos efectos psicológicos en su interior. Primero una liberación de los límites impuestos por la razón o la costumbre social. Segundo sustituía su conciencia individual por una colectiva, salía así de sí mismo ampliando sus capacidades sin la opresión de la responsabilidad personal, disuelta ahora en una nueva conciencia no reglada de un grupo. Y tercero, en ese estado de éxtasis individual, divino y colectivo, conseguía una relación muy especial con lo primario, con lo más elemental o con lo más terrenal. Dionisos encarnaba la expresión de lo otro... Con él no había una categorización de las cosas del mundo, unas pasaban a ser otras y lo contrario. En él se reunían lo masculino y lo femenino, lo joven y lo viejo, lo salvaje y lo civilizado, lo lejano y lo próximo, lo terrenal y lo celestial. El dios Dionisos iba más allá aún, anulaba las distancias que separaban a los seres humanos de los dioses, pero, también las que separaban a los hombres de las bestias.
El milenarismo también había sido una forma de expresión estética, una que llevaba a la consecución de un cataclismo inevitable que anunciaba la salvación solo para algunos elegidos. Sin embargo, nunca pasaría de ser una estética adornada con los efluvios imaginativos de una salvación anhelada. A finales del siglo pasado proliferaron las estéticas milenaristas en el cine, por ejemplo. Multitud de películas pronosticaban, en sus ilusas fantasías estéticas, la transformación o la catástrofe. Pero solo era una compulsiva industria destinada a conseguir los mayores beneficios a costa de la ilusión del mundo. El mundo, a finales del siglo XX, a pesar de sus bandazos, había obtenido aquella bendición nietzscheana de equilibrio deseado entre un poder apolíneo, racional, bello, soñador y artístico, representado por el dios Apolo, y un poder dionisíaco, desenfrenado, oculto e irracional expresado por Dionisos. Las catástrofes eran localizadas y duraban poco, habían contribuido a reajustar las cosas y sus efectos no llevarían más que a una sustitución de un poder terrenal por otro. Pero veinte años después de aquel fin de siglo, el mundo abordaría por primera vez en mucho tiempo una realidad muy diferente. Ahora lo dionisíaco desequilibraría sutilmente la balanza existencial requerida. Ahora la realidad superaría cualquier posible imaginativa ficción cinematográfica. Dionisos volvía así, metafóricamente, a prevalecer ahora entre los desasosegados momentos de una tragedia. Y, como entonces, la máscara formaría una parte expresiva del culto adornado en el mito dramático. Así también surgiría la tragedia ática en el siglo V antes de Cristo, aquella forma estética que llevaría a los griegos a exorcizar el mundo y sus miserias. El comienzo de la tragedia tuvo además una gran relación con la política populista de los tiranos, algo que favoreció el culto a Dionisos. ¿No es todo eso una aproximación más que simbólica a la realidad infame de lo que hoy vivimos asombrados?
En el año 1635 el pintor holandés Paulus Bor (1601-1669) compuso su obra barroca Baco. En su juventud viajaría el pintor a Roma y allí cofundaría un grupo de artistas nórdicos, denominado Bentvueghels, una asociación de pintores que agrupaban a los no aceptados en la prestigiosa Academia romana de San Lucas. El grupo era conocido por sus rituales de iniciación báquica, unas celebraciones paganas que duraban hasta veinticuatro horas y concluían con una marcha a la iglesia mausoleo de santa Constanza, donde hacían libaciones a Baco (Dionisos) ante el sarcófago de Constanza. ¿Qué haría a unos pintores barrocos llevar a cabo actos paganos en la tumba de una santa cristiana? Constanza fue la hija del emperador Constantino el grande. Su padre había hecho del Cristianismo una religión aceptada por el imperio romano y en Roma el emperador mandaría construir un mausoleo para su hija. En la alta edad media Constanza sería santificada, aunque nunca por motivos reales o históricos, ya que había sido todo lo contrario, una pérfida, malvada, sangrienta y vengativa mujer. Ese contraste, tal vez, tuvo que ver con la peregrinación pagana de aquellos pintores marginados hacia su tumba. La realidad es que el pintor Bor regresaría a su país años después dedicándose ahora a una pintura tenebrista. En su obra Baco refleja los rasgos misteriosos que el dios grecolatino representaba en el mito. Ahí está la meditación abrupta, la desconfianza placentera, la desidia, o la satisfacción inconsciente. Con este mito griego los pintores habían realizado extraordinarias obras de Arte. Tiziano lo había compuesto como el salvador más primoroso ante las vicisitudes desoladoras del mundo (El triunfo de Baco o Baco y Ariadna, National Gallery, Londres). Otros pintores lo compusieron como el genio alegre y desenfadado de las orgías naturalistas. Pero Paulus Bor lo pinta ahora solo, sin sonrisas, sin desmanes, sin espasmos, sin confabulaciones dionisíacas extravagantes. Con su gesto tan oculto como su filosofía, el dios provocador de vaciamiento, de escándalo morboso por la vida, reflexionaría aturdido ante la escabrosidad humana del mundo. ¿Cómo no habían comprendido los humanos que la verdad no está solo en lo que miran? La luz, la poderosa luz apolínea, entorpecía la nitidez de lo verdadero. Solo la luz no hace resplandecer toda la realidad del mundo. Esta está oculta bajo el poder de lo imposible... Necesitamos la luz para no verla tanto como necesitamos la oscuridad para vislumbrar la verdad de lo que no es. Con su claroscuro barroco el pintor holandés forzaría aún más la desolada figura de su personaje mítico. Con ello resplandece la expresión de lo que el Arte a veces consigue: hacernos mirar más allá de lo que vemos. Tal vez sea este el mejor alarde estético que podamos conseguir para evitar que la realidad no acabe trastornando nuestra ilusión poderosa.
(Óleo barroco Baco, 1635, del pintor holandés Paulus Bor, Museo Nacional de Poznan, Polonia.)
15 de enero de 2021
La serenidad, el erotismo y la historia, o cómo el surrealismo de Delvaux nos acerca, serenamente, a la verdad.
Y empezó contándome su historia: En una de las veces que, acampados antes de la batalla, nos solazábamos los compañeros en una taberna, apareció un fiero guerrero fanfarrón y descarado. Entonces uno de mis compañeros, el más fuerte, que se deleitaba con este tipo de enemigos, se enfrentaría a éste decidido. Sin embargo, saltó aquel de pronto a su cabeza, le abatió y cayó mi amigo sin remedio. Comprendí que debía yo ahora enfrentarme con mi sable. Cuando le quise asestar un golpe logró esquivarme. Entonces yo daba a diestra y siniestra cuchilladas en el aire, pero nada. De súbito saltó sobre mí y consiguió derribarme. Así que ya no quedaba más que uno de nuestros más viejos compañeros. Este viejo guerrero tenía un aspecto lamentable, apenas podía moverse con alguna muestra de firmeza. No, decididamente acabaría siendo abatido fácilmente. Entonces se dirigió al fiero pendenciero enfrentándose a él fija y tranquilamente. Éste se detuvo inseguro e inquieto, y el viejo guerrero terminó por herirle... Al final, todos quisimos preguntarle. Él sólo respondió que el secreto para vencer en toda circunstancia era hacer de la serenidad una forma de vivir. El que está tranquilo dejará fluir la realidad. Su misión como guerrero fue ir al enemigo y eso había hecho. El oponente no pudo reaccionar porque no comprendió su tranquilidad. Ante nuestra insistencia, él decía: sois jóvenes, vuestros movimientos son muy vivos, pero en realidad desconoceréis la forma de salir victoriosos. El poder enfurecido con el que os enfrentáis es una fuerza temporal y vana, no se puede contar con ella siempre. Si deseáis vencer al enemigo no olvidéis que él también lo desea. Se piensa ser el mejor, pero eso no basta. Hay que tener una amplia visión. Es como el que se pierde en el bosque y se muere de vergüenza... Eso fue lo que le sucedió al pendenciero fiero guerrero de la taberna: en ese momento único, indeciso y trágico, ya no contaba nada, ni su vida, ni su muerte, ni su victoria, ni su derrota. No intentó siquiera defender su cuerpo ante la figura desgarbada de un guerrero tan viejo. La obsesión por la victoria es un estado que favorecerá siempre al enemigo. El secreto de la victoria está en la habilidad y en la falta de resistencia, pero, sin embargo, no en la que pensáis que debiera ser. Cuando el egoísmo es el que nos anima y buscamos solo nuestro beneficio, la sabia intuición poderosa no puede fluir. Vuestro ser, dominado por el egoísmo, no dejará surgir el brote divino de la inspiración natural. Es ésta, nacida del no-yo y del no-deseo, la única forma que tiene nuestro espíritu de poder vencer. La verdadera naturaleza del secreto de la vida no tiene ni tiempo ni olor, debe ser algo que se asemeje al vacío, incluso a la muerte, puesto que vive en todas partes... Es una esencia maravillosa que actúa en todas partes de forma muy curiosa. Sumergida en esa esencia, aunque pueda parecer extraño, los malos pensamientos, los deseos infatigables, todo lo acosador, desaparecerá como la niebla disuelta por el sol de la mañana. La sospecha, la ilusión, la angustia, se derretirán totalmente y el espíritu verdadero nos inundará por completo. Sentiremos entonces una satisfacción enorme y el mundo limitado se disolverá ante nosotros. El secreto de la vida no reside ni en la victoria, ni en la derrota, sino en asimilar la verdad. Parte del secreto de todo es olvidar el propio ser y a los obsesionantes deseos.
El Surrealismo como Arte pictórico se habría expresado, sin embargo, inspirado con los elementos de la propia realidad. El genial pintor belga Paul Delvaux (1897-1994) se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. Tanto con el amor como con la desolación. Para cuando el Arte empezara a descubrir que la verdad estética no tendría por qué enfrentarse con el contenido tan expresivo de lo moderno, el pintor surrealista belga compuso su obra surrealista Serenidad. En ella observaremos el contraste más bello y distendido entre la espiritualidad y el erotismo. ¿Se habría enfrentado alguna vez el erotismo a la espiritualidad sin descubrir satisfecha la Belleza? Con las rémoras de la composición gótica más elogiosa, el pintor surrealista descubriría la maravillosa exaltación de la vida ante un gesto primoroso de satisfacción. Pero, no es una satisfacción erótica, ni tampoco es una satisfacción histórica, ni artística, ni prodigiosa, ante los fenómenos displicentes de la mundanidad. No, es sólo serenidad... Ante la serenidad la vida se despliega entonces sin temores, sin alardes, sin rencores, sin voluptuosidad equívoca que confunda o exaspere. Ahora, con la serenidad de la auto-referencialidad de uno mismo, pero sin uno mismo, con la mera posibilidad de tan solo ser para solo ser, el Arte de Delvaux nos adentrará en la misteriosa senda de lo existente... Pero lo existente ahora como un hecho inapelable, como un gesto corresponsable con la propia vida manifiesta. No hay enfrentamiento que no sea una falacia si no es vivido como una inercia propia de la vida satisfecha. No hay vida tampoco si no hay enfrentamiento ante la realidad como parte inevitable de la existencia. Pero la serenidad será una parte esencial de todo eso... Como la perspectiva tan clásica del cuadro, la serenidad no dejará nunca de asemejarse a la vida, a expresarse como si vivir fuera la única función (de lucha, de resistencia, de persistencia) que no obligara a otra cosa que a la propia vida displicente.
(Óleo Serenidad, 1970, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Colección Privada, Brujas, Bélgica.)
5 de enero de 2021
Cuando el Arte sostuvo la esperanza con la sublime metáfora artística de la tragedia.
Pero cuando los hombres empezaron a preguntarse cosas que nunca antes se habían atrevido, no pudieron justificar lo desconocido con las mismas sobrenaturales cosas de antes, sino tratar ahora de poder comprenderlas con sus medios. Luego del famoso terremoto tan terrible de Lisboa del año 1755, el ser humano no volvería a creer tanto en la providencia de lo sagrado. Así que ahora los hombres debían representar las cosas del mundo con la crudeza tan desapasionada que la propia vida hiciera con ellos. La fiereza del mundo estaba ahí y las cosas no podían ser justificadas ni aceptadas como lo habían sido antes. Para ese momento los pintores comenzaron a componer escenas catastróficas con el mayor gesto realista posible. Crudas escenas de naufragios frecuentaron las obras del clasicismo romántico de entonces. La fuerza de la naturaleza era recreada en obras en las que el mar tenebroso rugía despiadado ante unas frágiles embarcaciones. El pintor holandés Hendrik Kobell (1751-1779) se especializaría en la representación de buques, puertos y tormentas. En el año 1775, veinte años después de que el hombre dejara la credulidad como explicación a la crueldad del mundo, pintaría su obra El naufragio. Entonces no dudó el pintor en atribuir la mayor oscuridad y crudeza a las pinceladas que habían de reflejar desesperación, catástrofe, irreversibilidad o acabamiento trágico. Aquí los barcos son cáscaras ingrávidas ante las pavorosas olas insensibles de un mar tempestuoso. ¿Qué hacer los hombres ante la irremediabilidad de un mundo despiadado?
El pintor holandés no destacaría en el mundo del Arte más que por ser un correcto grabador, dibujante o acuarelista. Su obra El naufragio es, sin embargo, una inspiración aislada en la maraña descolorida de sus creaciones. Por entonces se apreciaba más la corrección que la intuición, la eficacia detallista que la sutileza artística. Aun así, Kobell conseguiría hacer una extraordinaria pintura para lo que por entonces se llamaban naufragios. En su obra no hay solo una embarcación desolada, son varios los buques que acabarán hundidos o descalabrados en esa costa norteafricana. El contraste entre la ciudad amurallada y sólida de la costa y la rotunda fragilidad de unas débiles embarcaciones, expresaba la temible dualidad inevitable de la seguridad y la inseguridad del mundo, de la fortaleza y de la debilidad de las cosas, ambas creadas, sin embargo, por el propio hombre. ¿Cómo entender ahora que la vida no pudiera ser como un relato mágico, mítico o creíble? Porque ya no había salvación en la forma en la que se sintiera la emoción ante la visión salvaje de las cosas. No podían los hombres ya sublimar ese sentimiento inevitable ante las maldades de un mundo incomprensible. Ahora debían representarse como lo que eran, catástrofes violentas, despiadadas y desdeñosas ante cualquier explicación, causa o sentido posible. Ya no había más solución para asimilarlas que con la ciencia incipiente que pudiera explicarlas. Nada, no había ya nada que hacer para sublimarlas... El ser humano, huérfano de certezas, tenía ahora que retomar las dudas, las explicaciones, las sensibilidades o las aflicciones con las nuevas capacidades de su racional atrevimiento. Pero el Arte no podía dejar de seguir sublimando las cosas. Y esto fue lo que el desconocido pintor holandés hizo en el año de 1775. Pero, ¿cómo alcanzó a sublimar el pintor la imagen desolada que el Arte, sin embargo, no podía expresar sin incluir antes algún sentido no racional? El pintor compuso entonces en el plano inferior izquierdo de la obra a unos hombres ahora que se aferraban a la vida. Habían ellos conseguido salvarse, habían conseguido vencer la fiereza y la crudeza del mundo incomprensible. Y lo habían hecho ellos solos, con la fuerza de su voluntad, pero, también, con la esperanza inexplicable de una providencia infinita.
(Óleo sobre lienzo El naufragio, 1775, del pintor holandés Hendrik Kobell, Rijksmuseum, Amsterdam.)
28 de diciembre de 2020
La premonición de Seurat no fue la técnica elegida sino la forma en que la sociedad acabaría convirtiéndose.
Georges Seurat (1859-1891) fue uno de esos innovadores impresionistas que se obsesionaron con el modo en que el color se representa en un lienzo. Los colores, antes de los impresionistas, se habían compuesto y preparados en la propia paleta por los pintores. Antes de que el color final decidido se fijase en el lienzo se obtenían sus resultados en la paleta, nunca en el cuadro, ni, por supuesto, en el ojo del espectador... Esto último fue lo que el Impresionismo lograría verdaderamente: que los ojos del receptor de una obra fueran el agente efectivo del resultado final de la tonalidad de cualquier parte del mundo. Seurat iría mucho más allá todavía. Entendería el original artista que la composición de una obra de Arte no tenía nada que ver con las formas geométricas tradicionales: ni con las líneas, ni con las gradaciones, ni con las manchas, ni con las pinceladas ni con las matizaciones. Tan sólo con el punto geométrico... Así que ahora con los puntos y sus colores representados se formarían la trama, la forma, la audacia artística y la expresión más determinada de una impresión estética. El Puntillismo, sin embargo, no fue más que una innovación pasajera en el Arte, no consiguió más que una novedad técnicamente curiosa. Fue la adaptación científica de los colores y sus combinaciones para obtener una creación impresionante. Pero, a diferencia de lo que Leonardo da Vinci había teorizado ya en el siglo XV, el Puntillismo de Seurat revolucionaba el sentido estético de los colores absolutamente. Lo hacía ahora con el tiempo, un elemento impresionista por excelencia, pero, también con el espacio. Con el Puntillismo de Seurat había que alejarse lo bastante para no confundir el color con los puntos geométricos, la técnica con el objeto final, o el sentido inexistente con la forma estética. A diferencia del Impresionismo, el Puntillismo era formal o plásticamente más geométrico, más equilibrado, aséptico y rígido antropomórficamente, muy desnaturalizado. Así logró el pintor Georges Seurat en el año 1886 finalizar una obra paradigmática del Neoimpresionismo puntillista, Una tarde de domingo en la Grande Jatte. La técnica puntillista aquí es totalmente visible, no la oculta el creador francés con nada que pudiera dejar de sentir aquel espíritu innovador de una forma equilibrada y científica.
Una modernidad muy avanzada fue el Puntillismo de Seurat, una técnica impresionista que aturdió en los años finales del siglo XIX. Sin embargo, no prosperaría en el Arte. Los pintores postimpresionistas ganaron, finalmente, la batalla a los neoimpresionistas. Cuando los impresionistas más díscolos, los postimpresionistas, descubrieron la emoción del momento, no solo su evanescencia sino su emoción más humana, obtuvieron la aceptación artística más elogiosa, aunque ésta nunca la tuvieron en vida. Fue el caso de Van Gogh, de Gauguin, luego de Cezanne. Pero antes de eso, apenas unos años antes, el pintor más entusiasmado con la forma coloreada causada por multitud de puntos, consiguió llevar a cabo la premonición más profética de todas las habidas en la historia del Arte. Y no fue por la composición asimétrica de la obra, ni, tampoco, por su estática forma milimétrica de componerla. Tampoco lo fue por la sensación de quietud o calma. No lo fue por su perspectiva cónica, tan profunda y desentonada. No lo fue tampoco por la crítica social a unas maneras burguesas hipócritas, como la que se pueda deducir de la acompañante femenina (con la extravagancia del mono domesticado, algo que se asociaba entonces a una prostituta) del caballero altivo del primer plano. No lo fue, del mismo modo, por el contraste de diferentes clases sociales, unidas por el instante estético compartido en la sombra. No lo fue tampoco por el sombreado de una parte del lienzo, la más cercana al espectador, opuesta a la de atrás, símbolo tal vez de una sociedad más atribulada frente a otra más animosa (los colores cálidos muestran en el Puntillismo, decía Seurat, más alegría frente a los fríos, que designan un seco histrionismo). No, no fue por todo eso por lo que el pintor neoimpresionista se adelantara, con su premonición estética, a lo que sería la sociedad muchos años después: una sociedad sin atisbos de comunicación física, sin emociones, sin desencanto siquiera, sin mezcolanza, sin masificación. Con distanciamientos, con soledad compartida, con la languidez obtusa de la meditación subjetiva de cada uno de los detenidos miembros de la misma. Así la presintió Seurat sin proponérselo, sin entenderlo entonces, solo con los alardes pictóricos de su audaz técnica. Con los atributos estéticos desasosegados e inquietos de una representación premonitoria, de una profecía terriblemente autocumplida, unos ciento treinta y cuatro años después...
(Óleo sobre lienzo Tarde de domingo en la isla de la Grande Jatte, 1886, del pintor neoimpresionista francés Georges Seurat, Instituto de Arte de Chicago.)
19 de diciembre de 2020
La abstracción como parte de la magia del Arte Clásico, frente al Realismo o al expresionismo Abstracto.
6 de diciembre de 2020
Paralelismos sugerentes entre una belleza barroca y otra simbolista.
3 de diciembre de 2020
El erotismo más sensual está en la mirada, sin la cual no hay sentido erótico de identificación.
Dióscoro Teófilo Puebla Tolín (1831-1901) se educó en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando a mediados del siglo XIX, cuando el mundo del Arte español se encontraba perdido entre el Clasicismo, el Romanticismo y el Realismo. ¿Qué estilo utilizar entonces? El joven pintor español se decidió por todo eso junto, por un Eclecticismo donde pudiera componer todas las posibilidades que su creatividad le llevara a realizar en un cuadro. Es imposible saber con exactitud cuándo Dióscoro Puebla pintó su obra Desnudo femenino tumbado. A partir del año 1858 el pintor viaja a Italia visitando Florencia, Venecia y Pompeya. De regreso a España en el año 1863 se trae el maravilloso privilegio de haber visto las esculturas y pinturas más sensuales de la historia. El pintor se decide y pinta entonces un desnudo atrevido donde expuso su deseo de plasmar la belleza con el sesgo erótico más estético que imaginó. Y ese atrevimiento le llevó a componer un desnudo de espaldas como las esculturas romanas le habían ofrecido en su reconocimiento del Arte clásico. Como Velázquez hizo siglos antes en su viaje a Italia. Dióscoro Puebla se atrevió y realizó un alarde erótico que llevaría su obra al límite más vertiginoso que un desnudo pudiera representar en un cuadro. ¿Cuál fue ese alarde?: La cabeza girada de la modelo mirando decidida al observador. Esta fue una modalidad artística que no se había hecho nunca así en el Arte. Jamás se había pintado un desnudo de espaldas mirando directamente al espectador. Primero porque es antinatural ese giro siniestro de la cabeza, poco estético y forzado anatómicamente. Ni estética ni artísticamente era justificado. Sin embargo, el pintor español lo hizo a pesar de su compleja composición excesiva, en el sentido de girar el rostro de una figura de espaldas que, al mismo tiempo, pretende también mostrar su belleza.
¿Qué consiguió el pintor con ese arriesgado movimiento? Obtuvo el mágico sentido erótico vinculante entre observador y modelo, algo que magnifica y acentúa la sensualidad por la fuerza comunicativa de dos visiones relacionadas, la virtual del cuadro y la real del que lo mira. En esta eventualidad estética está la mejor forma de potenciar una representación erótica. Sin mirada compartida no hay erotismo realmente. Puede haber representación estética, puede haber belleza, puede haber imaginación erótica también, pero no existe la identificación erótica precisa para transmitir el mensaje que lleve la sensualidad a su mayor sentido erótico visual. Si ocultamos con el pulgar izquierdo, por ejemplo, la cabeza de la modelo podremos comprobar el contraste entre interactividad de erotismo o la ausencia de éste. El desnudo en el Arte puede ser extraordinariamente erótico o puede sólo meramente serlo. Por esto el desnudo del pintor Sorolla es sólo belleza estética, una radiante, grandiosa y primorosa belleza estética. Pero el erotismo que pueda tener la obra modernista de Sorolla, que lo tiene, es ahora indiferente, es más objetivo, es un erotismo estético llevado a cabo en un solo sentido, es unidireccional. Es la belleza natural delicada y perfecta que unos trazos radiantes pueden hacer en una obra erótica, pero absolutamente discreta, bellamente lacónica. Cuando el pintor Velázquez se planteó componer su Venus desnuda la pintó también de espaldas al observador, así pudo realizar el perfil más erótico que un desnudo pudiera disponer en una obra de Arte. Pero el pintor barroco sabría muy bien que sin mirada no hay erotismo comunicable. ¿Cómo lo resolvió? Compuso entonces un espejo vinculante, uno que mostrase ahora el rostro de la modelo y, por tanto, su mirada. De este modo dejó al menos el pintor barroco la muestra estética suficiente como para poder imaginar, sin fisuras, la mirada vinculante, tan necesaria, en una obra erótica de Arte.
(Óleo Desnudo femenino tumbado, mediados del siglo XIX, del pintor español Dióscoro Puebla, Colección Privada; Lienzo modernista del pintor español Joaquín Sorolla, Desnudo de mujer, 1902, Museo Sorolla, Madrid; Óleo sobre lienzo del pintor Diego Velázquez, La Venus del Espejo, 1650, National Gallery, Londres.)