16 de septiembre de 2014

La Belleza es la lucha interior por resguardar el recuerdo primero más maravilloso y efímero.



Para celebrar la conquista del reino de Granada, producida en el año 1492, los Reyes Católicos Fernando V e Isabel I decidieron erigir un templete en Roma sobre la colina donde la tradición afirmaba que el apóstol Pedro había sido crucificado. Años antes, en 1480, los mismos monarcas españoles habían patrocinado la construcción de una iglesia -San Pietro in Montorio, un edificio renacentista- en esa misma colina romana, llamada desde siglos antes colina del Janículo. Esa colina romana, situada al sur de la colina Vaticana, no fue un lugar muy afortunado en la antigüedad ni en los siglos posteriores del medievo. Situada a las afueras de Roma, más allá de las antiguas murallas servianas, parte de la colina fue consagrada en los albores de la cultura latina a una diosa de la fuente del Janículo y de las aguas que abundaban en la parte más boscosa de su inclinada ladera. Furrina era una diosa latina de la paz social, y castigaba a todos aquellos que por entonces pudieran perturbarla. Cuando las costumbres de Roma cambiaron a peor, se relajaron moralmente, como sucediese luego con su aviesa y relajada política imperial, se dejaría de adorar a dicha diosa latina. Simplemente, se acabaría temiendo que ella lanzara su furia terrible y mortal contra Roma. Era mejor dejar de adorarla que arriesgarse a sufrir su ciega venganza.

Así que, durante el largo periodo medieval, la colina del Janículo quedaría totalmente abandonada por Roma. Fue en el Renacimiento cuando empezaron a construirse villas por su alrededor, y la leyenda de haber sido aquel el lugar donde san Pedro fuese martirizado llevaría a consagrar ese emplazamiento a su memoria. Con unos ochenta metros de altura sobre el nivel del mar, desde la colina del Janículo se puede observar el maravilloso decorado del complejo arquitectónico Vaticano, con su enorme basílica y su cúpula renacentista, una obra de Arte maravillosa diseñada por el mismo arquitecto que levantase aquel pequeño templete homenaje al martirio de san Pedro, el artista del Renacimiento que fuese Donato Bramante (1444-1514). Aquel templete representaba por entonces la belleza perfecta, la clásica y perfecta belleza donde la circunferencia perfecta de su estructura clásica, soportaba su perfecta y armoniosa cúpula renacentista. Fue rodeado el edificio de unas columnas toscanas -un estilo dórico romanizado- que concentraban, en tan pequeño edificio clásico, toda la grandiosidad y belleza del Renacimiento. Y es ese extraordinario monumento clásico el que, entre otros muchos, aparece maravillosamente incluido en la película italiana La grande Bellezza. Porque es desde ese curioso lugar romano -la colina del Janículo- donde comienza la película a mostrarnos la belleza más sugerente, la más deslumbrante y hermosa belleza de la fragante y eterna ciudad de Roma.

¿Qué gran belleza es la que el director Paolo Sorrentino quiere hacernos ver en su extraordinaria película? Porque, de pronto, dejamos de ver los maravillosos paisajes romanos y las deliciosas esculturas clásicas, de fragancia equilibrada o de música de dioses, para asombrarnos ahora con el disruptivo cambio de una fiesta moderna, mundana, avasalladora y frívola. Y entonces el Arte tiene que venir a ayudarnos a comprender.  Porque, realmente, la Belleza es aquí ahora el Arte, o, mejor aun, es como el Arte. Es decir, la Belleza es lo recreado por el ser humano para representar bellamente lo que antes, en otros momentos abandonados, no pudo atrapar ni aprehender de nuevo y para siempre. La palabra Arte conjuga la raíz latina del término artificio, por lo tanto es un tipo de maniobra creativa para hacernos ver algo diferente o distinto a lo que es la realidad dolida, degradante o efímera de la vida. Algo que querríamos de antes, y lo deseamos aún, pero que ahora, cuando lo comprendemos mejor por padecerlo, no es más que aquello tan idealizado que antes recordábamos perdidos. Porque los seres humanos no podremos dejar de crear o sentir cosas bellas que nos alejen de la sensación de vacío. Unos lo conseguirán con su trabajo, alguna tarea ideal, convencional, repetitiva o codiciosa; otros con la entrega, la compasión o la experiencia del sufrimiento, y algunos otros con la contemplación o la fragancia, con la nostalgia o el recuerdo. Pero todos buscarán en algo la Belleza, una sensación que no es más que la inquietud íntima por tratar de no perder el recuerdo de una juventud, sin embargo, ya perdida para siempre.

Entre los años 230 y 220 a. C. un rey griego de la antigua Pérgamo, Atalo I, mandaría componer en bronce una escultura helenística que recordara la victoria de su reino frente a las bárbaras tribus germanas de los gálatas. Esas tribus eran pueblos celtas que habitaban en la antigua Galia europea y que luego se desplazaron hacia el este. Años más tarde los romanos copiarían la escultura helenística en mármol blanco, como con tantas obras griegas clásicas ellos harían. Y acabaría la escultura tiempo después perdida tras las asoladas pisadas del declive del imperio y de los oscuros siglos subsiguientes. La impactante escultura helenística representaba a un guerrero gálata, o galo, con un realismo y una belleza extraordinarios. Su figura perfecta estaba esculpida completamente desnuda, sin nada más que cubriese su cuerpo que un pequeño torque o collar que rodeaba el cuello de su estatua. Así es como la escultura griega, sentada y solitaria, mostraba al gran héroe vencido, al ser humano que lo había perdido todo, pero que, ahora, no se resistiría al vacío de dejar de ser, de no ser nada. La escultura clásica fue erigida por los vencedores -los griegos- y representaba, sin embargo, el gesto más sublime y bello admirado por éstos. Sus heridas las soportaba el vencido galo moribundo con estoicismo, tratando el héroe malogrado de luchar contra su destino, consiguiendo no perder ni la apostura ni el recuerdo ni el pudor ni su sentido. Apoyaba el gálata orgulloso la mano firme contra el muslo, antes fuerte y poderoso, pero ahora malherido, derrotado y vencido por el mundo. Pero, entonces, como queriendo no perder el sentido de su vigor ni de su grandeza, ni de su momento más maravilloso y efímero, permanecería así, sin abatir, decidido y orgulloso, eternamente así para nosotros. Porque todas las miradas solícitas al querer verlo experimentarían aquel mismo anhelo complaciente y poderoso, ese de admirar, eternas, toda aquella belleza malherida, sufrida  y perdida para siempre...

(Detalle de la escultura romana Galo o Gálata moribundo, de una copia griega del periodo Helenístico, siglo III a.C. Museo Capitolino, Roma; Fotografía de la actriz italiana Sabrina Ferilli; Óleo del pintor inglés Richard Wilson, 1713-1782, Roma, San Pedro y el Vaticano desde la colina del Janículo, 1753, Tate Gallery, Londres; Fotografía actual de Roma desde la colina del Janículo; Cuadro del artista italiano Giovanni Paolo Panini, Capricho romano con la columna de Trajano, el Coliseo, la escultura de Gala moribundo, el Arco de Constantino y el Templo de Cástor y Pólux, 1734, Museo Thyssen, Madrid; Escultura de Gala Moribundo, Museo Capitolino, Roma; Templete de San Pietro, Colina del Janículo, Roma; Imagen fotográfica de una vista de Roma desde la colina del Janículo; Escultura del Marforio, estatua parlante romana representando al dios Océano, siglo II, d.C., Museo Capitolino, Palacio de los Conservadores, Roma; Fotograma de la película La Gran Belleza, 2013.)

11 de septiembre de 2014

El sentido de la justicia o el prejuicio inmoral sobre cómo debe ser un cuadro.



El Renacimiento nació entre otras cosas de la ruptura, de la inmoralidad, de la violencia, de la lucha o del ansia de poder. Es curioso, las grandes cosas suelen nacer así, quizá sea una terrible contradicción, aunque la realidad histórica lo certifica siempre. Para que las grandes cosas sean llevadas a cabo -progresen- en lo ignominioso deben cohabitar, además de con los atrevidos, insensibles, oportunistas o cínicos seres, con otros seres muy extraordinarios. Esos seres virtuosos se encuentran entre las simientes azarosas de un mundo desatento, inmisericorde e injusto, pero, sin embargo, ahora del todo genial, absolutamente genial y extraordinario. En Italia se dieron las ventajas político-sociales que harían que pequeñas localidades-estados fuesen dirigidas por grandes familias nobiliarias. Familias liberales que habían adquirido un poder no visto antes. Todo comenzó en el siglo XII con el enfrentamiento entre el Imperio Sacro-Romano de Occidente -reminiscencia del antiguo imperio romano y del de Carlomagno- y la Iglesia Católica -heredera de aquel imperio y sus estructuras de poder-. Italia fue el escenario más combativo y allí se encontraba además Roma, la ciudad que se convertiría en el centro de la Cristiandad. Nunca dejaron los papas y sus cardenales que el poder imperial ejerciera sus influencias terrenales en suelo itálico.

Como el emperador era coronado por la Iglesia y firme defensor de ella, no podía enfrentarse directamente con el papado. Tampoco el papa debía luchar claramente en los campos terrenales...  Así que ambos bandos utilizaron a los nobles para que defendieran sus egoístas intereses. Estas acabaron siendo las luchas entre los gibelinos -partidarios del sacro imperio germánico- y los güelfos -partidarios de los papas-. Luchas que dieron poder a esos nobles italianos y les dieron además independencia, aunque sin llegar a ser estado propio. Fueron unos oportunistas que sus patrocinadores -el imperio y la iglesia- utilizaron para ejercer influencia en Italia. Por entonces todo valdría: la lucha moral en el campo de batalla pero, también, la inmoral llevada a cabo con asesinatos, venganzas, asaltos o supremacía violenta. Hasta en el Arte...  Este se usaría como algo más que un mero alarde artístico. ¿Cómo podía el noble de un pequeño estado -Florencia, Ferrara, Milán, Venecia o Mantua- demostrar que era un señor mejor que sus vecinos, que era un ser digno de poder ostentar -sin serlo porque el imperio no les otorgó nunca el cetro real- reconocimiento, grandeza o florecimiento social? Y se movieron los señores muy bien en ese tiempo cultural nuevo -Renacimiento-, donde el impulso de progreso era una justificación de sus formas y deseos políticos.

Una de esas grandes familias italianas lo fue el ducado de Ferrara. Hércules de Este fue el duque de Ferrara entre los años 1471 y 1505. Lucharía contra Venecia para tratar de alcanzar más gloria para su ducado. Pero no pudo obtenerlo. No llegó a conseguirlo en una de las batallas más duras que sufriera su ducado -La guerra de Ferrara entre los años 1482 y 1484-, una guerra en la que tuvo que ceder territorio y perder ventajas económicas. Para resarcirse el duque ante el mundo no se le ocurre otra cosa que fomentar las Artes patrocinando todo tipo de  artistas. Ahí empezó un deseo compulsivo por buscar en el Arte el prestigio que no pudieron hallar en la guerra. Tuvo varios hijos, tres destacaron en la historia: la inteligente Isabel de Este, la bella Beatriz de Este y el mecenas y futuro duque Alfonso de Este (1476-1534). Alfonso se casaría con la célebre Lucrecia Borgia. Sus hermanas, mayores que él, acabarían siendo marquesas y duquesas consortes: Isabel lo fue de Mantua y Beatriz de Milán. Las dos hermanas fueron retratadas por Leonardo da Vinci. Una de ellas, Isabel, posiblemente enamorada platónicamente del genial artista florentino. Ellas fueron mujeres representativas de una época que revolucionaría la forma de ver y entender el mundo. Pudieron permitirse ser diferentes a otras aristócratas europeas, porque sus ventajas sociales y culturales -las ciudades-estados eran las más relajadas en costumbres y libertades- fueron superiores a las que podían gozar cualquier infanta francesa, inglesa o española. Dos artes brillaron por entonces, la literaria y la pictórica. La literatura influyó en la forma en cómo se debía ver el mundo. No fue la pintura la que empezó por tener una visión renacentista de la vida, fue la literatura, que utilizaría a la pintura para representar bellamente esa visión.

Así surgieron poetas y escritores que dirigieron con sus ideas la manera en que los mecenas deseaban ver esas imágenes. Representaciones que sus patrocinados -los pintores- fueron capaces de plasmar con las nuevas técnicas renacentistas: el óleo, la perspectiva, el escorzo, el paisaje, el retrato...  Curiosamente, sería la Iglesia la que empezaría primero a utilizar esas ventajas estéticas en sus encuadres sagrados. Hasta que llegaron luego los filósofos y escritores neoplatónicos que se inspiraron en el mundo clásico para descubrir las viejas narraciones o los antiguos tratados. Uno de los más curiosos escritores del Renacimiento lo fue Mario Equicola (1470-1525). Él llevó la metafísica griega y la literatura latina a un compendio actualizado para mostrarlas a un mundo nuevo en pleno cambio, donde la mujer alcanzaría además un nuevo estatus representativo de esa nueva sensibilidad ante las costumbres, las ideas o las visiones del mundo. La estricta moral de la iglesia se atenuaría después de años de firmeza medieval. Había que encontrar otra forma de espiritualidad, y el Neoplatonismo fue la mejor opción, ya que combinaba trascendencia con filosofía y flexibilidad clásicas; aunque, también con mucho rigor estético y ético, algo que incluía nuevas formas de rigor: por ejemplo, el mejoramiento del hombre, su libertad de creación o  el tener una visión amplia de las cosas, trascendente, pero también inmanente.

Mario Equicola fue llamado a la corte de Mantua, donde Isabel de Este era la esposa del duque Francisco Gonzaga. Entonces ella empieza a conocer las ideas fascinantes que Equicola había recopilado. En el año 1510 el hermano de Isabel, Alfonso de Este, duque de Ferrara, se plantea construir un lugar lleno de obras que representen esas nuevas ideas. Poseía el duque su palacio y su castillo separados por unas decenas de metros. Cada vez que pasaba Alfonso de un lugar a otro debía ir por la intemperie, un sub-mundo -metáfora medieval- sórdido y lleno de barro cuando lloviese o de polvo cuando no. Así que Alfonso idea levantar un pasadizo cubierto en superficie, una galería con estancias que le permitiese -metáfora estéticamente renacentista- desplazarse sin desfallecer por la fealdad. Pero no podía estar un lugar así indecorosamente vacío. Una de las estancias que componía el pasadizo la manda construir de paredes de alabastro, un mármol blanco tan refinado que acabaría llamándose la estancia así: la Cámara de Alabastro.

Había que decorar con hermosas pinturas esas paredes, pero, ¿exactamente, con qué? Su hermana Isabel le recomienda imágenes que representen esas nuevas ideas de Equicola, un mundo nuevo para un lugar nuevo, una visión clásica -nunca vista en la historia medieval- y que los nuevos poderes progresistas y humanistas -aunque violentos y criminales en sus actos- debían tener para distinguirse del imperio o de la iglesia, o de los grandes reinos europeos, o de sus otros competidores en Italia. Las ideas fueron las clásicas neoplatónicas, pero, ¿cómo llevarlas a cabo en un cuadro? El tema elegido fue la mitología latina del poeta Ovidio y sus historias atrevidas. Mario Equicola establecería la narración a representar: una leyenda basada en la obra Fastos de Ovidio, relato escrito en plena época gloriosa del imperio romano. ¿Qué pintores podían llevarla a cabo? Los mejores de entonces. Alfonso de Este llama a los mejores pintores de Italia: a Rafael, a Fray Bartolomeo, a Giorgione, a Bellini.  Rafael era el más grande entonces, pero ocupadísimo en Roma; Bartolomeo era un dominico rústico, alguien que, aunque había hecho alguna obra mitológica para Alfonso, no conseguiría entender la nueva estética que Equicola sugería. Giorgione moriría pronto. Giovanni Bellini (1435-1516) fue la mejor opción. Era un pintor veneciano abierto a las nuevas tendencias del color y sus formas. Era un pintor consagrado, nacido en el año 1435, por tanto con experiencia de diversos estilos, tanto del antiguo como del moderno: el gótico y el renacentista. Pero, además era un creador muy inteligente. Fue capaz de volver a aprender de los jóvenes. Giorgione (1479-1510), con cuarenta años menos que él, fue el primer pintor veneciano que rompe las formas de pintar arcaicas. Lo hizo tan bien que Bellini no pudo más que reconocerlo y le seguiría en la manera de representar los personajes, ahora más humanizados. También le seguiría en el color, la perspectiva y una manera de componer lejos de la rígida, gótica y sagrada de antes.

La última creación que Bellini hiciera en su vida, la más profana, audaz y progresista de su vida, fue la que compuso para Alfonso de Este y su Cámara de Alabastro: El festín de los dioses. Representaba una leyenda mitológica de Ovidio. Pero, ¿cuál debía ser la escena de la leyenda o qué sentido había de darle a la obra? Ante la rígida moral que la iglesia propiciaba, Alfonso de Este, como muchos aristócratas renacentistas, estaba subyugado por ver la vida de otra forma, con más liberalidad, pero también con mensaje ético y estético aleccionador, es decir, con placer pero con justificación ética. La leyenda de Ovidio contaba una escena donde los más importantes dioses de la mitología -los mejores seres entonces, los más grandes y poderosos- están ahora juntos en una bacanal, un momento de delicia donde el vino y la molicie conjugan un sentido de la vida. Luego de la fatiga del placer, todos acaban dormidos. Todos, salvo uno, Príapo -dios de la fertilidad masculina-, el cual, personaje taimado, sensual y atrevido como era, trata ahora de violar a una bella ninfa dormida. Pero en ese mismo instante un burro, el asno mitológico de las leyendas de Ovidio, rebuzna indignado justo cuando Príapo intenta levantar el vestido de la joven. No, ¡eso no se permitiría! Y todos terminan criticándolo hasta expulsar a Príapo de la escena. Esta era una escena como nunca antes había sido representada. Los dioses aparecen como hombres corrientes, tanto que luego Bellini tuvo que colocarles atributos divinos para identificarlos, cosa que el pintor no quiso o no se le ocurrió hacer antes. Y vemos al dios Hermes sentado con un casco en su cabeza, o vemos a Dionisos -Baco en Roma- como un niño pequeño, detrás de aquél, junto a un barril de vino; a la derecha de Hermes vemos a Zeus -Júpiter en Roma-, bebiendo al lado de un ave de presa ennegrecido. Más a la derecha observamos al dios Poseidón sentado, tocando con su mano el muslo de una bella ninfa, diosa o semidiosa. A su lado, la diosa Deméter está tocando a Apolo, quien, junto a su instrumento de cuerda, bebe de una pequeña vasija. A su izquierda, de pie, está el dios Príapo, inclinado ante la sugestiva ninfa dormida. Bellini era un pintor del Quattrocento, del final del medievo y el comienzo del Renacimiento, uno de los mejores creadores de entonces, el que mejor comprendía el sentido de crear en ese tiempo de cambio, en ese paso de tiempo artístico entre lo antiguo y lo nuevo, el que había entendido lo que sus maestros arcaicos le habían enseñado, pero el que también comprendía que las cosas habían cambiado para siempre. 

Aun así, Bellini modifica algunas cosas de la obra durante el año 1514, e incluso -aunque imposible saberlo- durante el siguiente año 1515, y luego en parte durante el año 1516 hasta su fallecimiento. Una de las cosas que cambia el pintor fue la procacidad con la que debía haber pintado las vestiduras de algunos personajes femeninos. Seguro que su mecenas le insinuó que debía enseñar más cosas de las que en sus retratos góticos le hubieran permitido hacer antes. Hay que entender que Bellini tendía ya setenta y nueve años en 1514. Lo cambió el pintor, sin embargo, y compuso una obra extraordinaria. Pero no es, exactamente, la misma obra que ahora vemos. Cuando en alguna ocasión he tenido el placer de visualizar esta obra he visto que el autor no llevaba el nombre de Bellini sino el de Tiziano, confundiendo así obra y autor. ¿Es que el gran pintor manierista italiano -Tiziano- había hecho una copia -cosa habitual en el Arte- de una obra de otro creador, en este caso de Bellini? ¿O es que, sencillamente, ambos habían hecho una obra muy parecida? El cronista Giorgio Vasari -pintor y primer crítico de Arte- había escrito en el año 1568 que Bellini dejó inacabada a su muerte, en 1516, la obra que Alfonso de Este le encargase para su Cámara de Alabastro. Y que el duque de Ferrara, conocedor de la pericia de un discípulo suyo -Tiziano-, mandó llamarlo para hacer dos cosas. Una, componer otras obras que completaran su Cámara, otra, mejorar la obra de Bellini; obra de Arte que, a su vez, había modificado antes otro pintor renacentista a sueldo del duque, Dosso Dossi. Hoy sabemos que Bellini terminó su Festín de los dioses en el año 1514 y cobraría los 85 ducados de oro que el duque le prometiera. Pero, después del año 1516 no dejaría Alfonso de Este de modificar la obra. ¿Por qué? No sería por la falta de liberalidad de los gestos o por las insinuaciones atrevidas de la leyenda. No, debía ser otra la razón. Quería el duque hacer de la obra de Bellini una forzada obra aún mucho más renacentista, con todos los atributos artísticos y estilísticos que la nueva singladura pictórica llevara con los tiempos.

Bellini hizo su maravillosa creación, incluso la modificaría luego, según ideas de su mecenas, pero así quedó la obra hecha por entonces, como el pintor la terminó antes de morir. Y lo que pudo haber sido una obra contextual y artísticamente extraordinaria, terminaría siendo una mezcla de estilos y una injusta forma de atropellar el Arte. No tuvo escrúpulos Alfonso de Este al hacer cambiar partes del paisaje -no de los personajes- que Bellini imprimiese en su -¡magnífica de poder verla ahora!- visión gótico-renacentista de una obra ya atrevida para entonces. Porque Bellini no pintó un paisaje como el que vemos ahora, ni esa inmensa colina montañosa, ni esa elevación culminada en unos riscos con ruinas pintó.  Bellini pintó un bosque de árboles justo detrás de los personajes mitológicos. Pero no era ese el estilo progresista renacentista que Dosso Dossi, nacido en el año 1490, ni Tiziano, nacido en 1485, tendrían de la visión de un fondo de paisaje más moderno, verdaderamente renacentista. Así que el primero modificó parte de los árboles que Bellini compuso en la izquierda de su cuadro, y añadiría además un faisán en la rama de uno de ellos -a la derecha y más arriba de Príapo-, incorporando también otra ave más pequeña cerca de la manga blanca del dios Hermes. Cosas que Bellini no había compuesto en su obra. Tiziano añadirá años después, entre 1518 y 1529, la montaña y el cielo, elementos que Bellini no incluyó en su lienzo. Bellini compuso, a cambio, un frondoso fondo de copas de árboles y troncos. Fue su estilo, su forma de pintar, su manera de componer la obra como pensaba debía ser creada. ¿Cómo alcanzar a entender la justicia de las cosas? ¿Por qué algunos, por ejemplo, no respetan la vida de los otros o las obras de los otros? ¿Por qué el prejuicio prospera ante el criterio o los gestos de los demás, de sus estilos o de sus decisiones, de sus formas o maneras de hacer o de ser? ¿Es que cómo hacemos las cosas o cómo componemos las cosas debe ser cuestionado luego de haber sido hecho o compuesto así, y que, además, esas cosas pasen a la eternidad de forma distinta a como fueron concebidas por su autor original? Si el creador fallece y deja inacabada la obra tiene sentido completarla por un sensible creador que respete temática y estilo. Pero aquí, en este caso, fue una tropelía llevada a cabo en una obra de Arte, ya realizada por  un creador que se impregnó en un siglo de transformación y desarrollo de una nueva forma de hacer Arte... Aunque, sin embargo, finalmente, también quedara así la obra casi perfecta.

(Óleo renacentista El festín de los dioses, obra realizada en 1514 por el pintor Giovanni Bellini, modificada por Dosso-Dossi a la muerte de su autor, y finalizada parte con otro estilo, entre 1518 y 1529, por Tiziano, Museo Galería Nacional de Washington, EE.UU; Radiografía con rayos X realizada a mediados del siglo XX de la misma obra El Festín de los dioses, donde se observan las originales composiciones que ya hizo su autor inicial Bellini; Fotografía de una reproducción de lo que sería la Cámara de Alabastro de Alfonso de Este, donde se aprecian las otras obras que completaría la Cámara, además de esta, obras de Tiziano y de Dosso-Dossi, todas ellas de temática profana y mitológica, un gabinete destruido a finales del siglo XVI y sus obras desperdigadas por otros propietarios y lugares.)

1 de septiembre de 2014

La contradicción estética de la imagen: el caballero medieval frente al héroe clásico.



El rescate de la bella joven maniatada y forzada a sucumbir ante el mal, había sido una mitología recurrente en todas las épocas y culturas de la humanidad. El mito griego lo contaba con la gesta del héroe Perseo y su bella rescatada Andrómeda. La leyenda es tan antigua como la mitología: una bella joven es obligada a sacrificarse a causa de la hybris -la humana vanagloria imperdonable por los dioses- de su madre -Casiopea- por presumir de la belleza de su hija -Andrómeda- ante las bellas nereidas del dios del mar Poseidón. Pero no es ella ahora la víctima directa de los dioses, éstos solo desatarán el horror en el reino de su padre Cefeo, el cual consulta pronto al oráculo para saber qué hacer para calmarlos. El oráculo le aconseja entregar a su hija Andrómeda a los dioses, sacrificarla a Poseidón atándola a una roca frente al mar tormentoso. En el mito antiguo, sin embargo, no había ninguna llamada a su rescate, nadie se atrevería entonces a eso, ni se le ocurriría; tampoco habría una búsqueda anterior de una belleza..., una belleza ahora a rescatar ante las fuerzas malignas de los designios contingentes. Nada de todo eso obligaría entonces a que existiese un héroe antes de que exista, incluso, una posible rescatada.

Porque el héroe griego Perseo únicamente pasaba por allí. Su objetivo no era otro que luchar contra las gorgonas y los enemigos de su herencia materna. Él es el héroe más grandioso de la mitología helena. Un ser sin debilidades ni errores, sin atropellos, sin falsedades, sin omisiones, sin vanaglorias, sin deseos equivocados, sin necesidades especiales, sin complejos; sólo el héroe sin condiciones, el héroe que lucha desde los dos aspectos de su propia existencia: su mitad divina -hijo de Zeus- y su mitad humana, agnegada y eficiente -la de la bella y mortal Dánae-. De regreso por conseguir la cabeza de la Medusa -arma terrible y poderosa-, Perseo ve a Andrómeda atada y gritando frente a las olas poderosas del mar. Y entonces decide rescatarla. Esta curiosa circunstancia llevaría a los dos a unirse luego para siempre. De hecho, la historia excelsa de ambos es eternizada en dos grupos de estrellas refulgentes en el cielo, dos luminarias estelares que recordarán la belleza elogiosa de sus vidas: las constelaciones de Perseo y Andrómeda.

Sin embargo, hay otra leyenda de rescate, la medieval de los caballeros errantes o andantes, personajes inspirados que trataban de luchar contra los feroces seres que atormentaban, violaban o vejaban a las bellas doncellas de sus reinos. Pero aquí no es como en el mundo clásico de antes. Aquí la belleza enajenada, representada ahora por la joven dama atropellada, es la búsqueda en sí misma. Una búsqueda que, desde antes incluso de ser ella ultrajada, el caballero medieval -un héroe no accidental, al contrario que Perseo- lleva en su propio sino vital desde siempre y que incluye tanto deseo como destino personal por alcanzar un objetivo tan sublime. El Arte nos ayuda ahora a comprender la dicotomía estética y ética entre las dos figuras legendarias del héroe rescatador: el medieval y el clásico. El gran pintor barroco Rubens comenzaría su obra Perseo liberando a Andrómeda pocos meses antes de morir. De hecho la obra hubo de ser finalizada, al dejarla inacabada el creador flamenco, dos años después por otro pintor flamenco seguidor suyo: Jacob Jordaens (1593-1678).

En la obra barroca vemos a Perseo vestido con los ropajes guerreros de la época del pintor -habitual en la pintura Barroca-, es decir, con la armadura de refinados engarces articulados o exquisitos acabados de metal bruñido, elementos sofisticados de protección sólo para destacados militares. Se ven aquí prendas de los tejidos de moda del tiempo del pintor: como la capa, la camisa o el faldón bajo renacentistas, vestimentas que humanizan y modernizan además al guerrero y al héroe. Vemos a Andrómeda desnuda -propio de la representación iconográfica de la mujer rescatada-, muy voluptuosa, entregada decidida por completo a su salvador. Que sonríe al ser liberada y demuestra así, con su gesto afirmativo, el sentimiento inevitable de amor ante la presencia inesperada de su héroe. Ambos se miran y se acercan -la pierna derecha de él roza segura la izquierda de ella-, y hasta el pequeño dios Cupido -el dios de la unión irrefrenable- aparece en la imagen como enlace seguro ante dos seres encontrados ahora, curiosamente, sin un motivo anterior que los hubiese unidos. 

La otra imagen de rescate, la del pintor prerrafaelita -tendencia que admira y elogia la edad media- John Everett Millais (1829-1896), representa el rescate medieval del caballero andante, del guerrero cortesano o del noble personaje que, a cambio del héroe de la antigüedad clásica, sí que busca rescatar a su heroína. Aquí los papeles se cambian: ella es ahora la heroína de él. Porque él solo es aquí un caballero errante que buscaba, deseaba o anhelaba a ella desde mucho antes de encontrarla. La figura del caballero andante es originada en la Edad Media (siglos XI y XII). Y lo fue entonces por las combinaciones de tres características de la sociedad medieval, cosas mediatizadas por una cristiandad fortalecida que llevó a la época un sentido más espiritual o trascendente. Por un lado, es el soldado que debe luchar para salvar a la cristiandad del infiel, en este caso el musulmán impenitente y avasallador. También es el cortejo y el respeto por la dama, por la mujer como símbolo de lo más sublime, un objeto sagrado que determinaría incluso su propio sentido existencial. Por tanto, un sentido de amor trascendente, de sentimiento espiritual que el ser sublima para alzarse ahora ante lo material o terrenal de la vida. Algo que llevaría al caballero medieval a justificar su fuerza ante la lucha y ocasionaría, además de esa espiritualidad, la oportunidad de favorecer un eficaz amor más sensual o terrenal en este mundo. El caballero errante es garante además de los oprimidos -de las doncellas, los huérfanos, las viudas- frente a la malicia pecaminosa de otros caballeros o seres desalmados, no como él.

La obra de Millais es interesante porque retrata un mundo medieval a la vez que lleva también a expresar, de modo subliminal, la sociedad tan reprimida del pintor. Detalles como el sentimiento amoroso existente en el momento en que se elabora la pintura, una sociedad decimonónica muy reprimida en afectos y en sexo. Pero además también como reflejo de una espiritualidad medieval extraordinaria (el siglo XII fue uno de los siglos más espirituales de la historia). Aquí el caballero viste la armadura completa de un guerrero medieval, solo vemos de él el rostro y las manos. Y así, protegido y respetuoso, se acerca el caballero a su dama, una mujer vejada y magullada por unos sanguinarios asaltadores que no aparecen en la obra. La bella mujer desnuda se muestra atada al tronco de un abedul, una gruesa figura material que se interpone aquí -representación de la represión sexual decimonónica- como una infranqueable barrera entre una dama deseosa y su anhelante caballero inhibido. Ella no mira aquí, como sí lo hacía la rescatada en la versión clásica, a su rescatador. Todo lo contrario, oculta su mirada, avergonzada de ser hallada así, de este modo tan humillante. Sin embargo, la espiritualidad de la representación -o el pudor del momento- no deja esconder el deseo más oculto: el anhelo sexual del caballero por su bello objeto rescatable. Algo que él mismo deseaba desde mucho antes de ser el objeto rescatado un sujeto rescatable. Porque a diferencia de Perseo -que solo mira las ataduras de Andrómeda-, el caballero medieval mira aquí a ella claramente. La mira con cierto temor vago, con cierta suspicacia indefinible, algo que no puede evitar el caballero ante la confusión que el propio objeto de deseo le produce: la dualidad de un ser -la tímida y voluptuosa dama rescatada- que representa aquí tanto al mundo trascendente -la belleza sublime, eterna y perseguida- como al mundo terrenal, sensual o más humano del deseo más erótico y ferviente.

En su fascinante novela El lobo estepario (1927), el escritor Hermann Hesse nos relata también esa dualidad de amor trascendente y deseos terrenales: Mientras nosotros estábamos abismados calladamente en los juegos afanosos de nuestro amor, perteneciendo el uno al otro más íntimamente que nunca, se despedía mi alma de María y de todo lo que ella me había significado. Por ella aprendí a entregarme infantilmente en el último instante al jugueteo de la superficie, a buscar las alegrías más fugaces, a ser niño y bestia en la inocencia del sexo, un estado que en mi vida anterior sólo habría conocido como excepción rara, pues la vida sensual y el sexo habían tenido para mí casi siempre el amargo sabor de la culpa, el gusto dulce, pero timorato, de la fruta prohibida ante la cual debe ponerse en guardia un hombre espiritual. Ahora Armanda y María me habían enseñado este jardín en toda su inocencia; agradecido, había sido yo su huésped; pero pronto se hacía tiempo ya para mí de seguir andando, resultaba demasiado bonito y demasiado confortante este jardín. Seguir aspirando a la corona de la vida, seguir purgando la culpa infinita de la vida, era lo que me estaba reservado. Una vida fácil, un fácil amor, una muerte fácil, no eran cosas para mí.

(Óleo del pintor prerrafaelita inglés John Everett Millais, El caballero errante, 1870, Tate Gallery, Londres; Óleo barroco del pintor Rubens, finalizado por Jacob Jordaens, Perseo liberando a Andrómeda, 1642, Museo del Prado, Madrid.)

26 de agosto de 2014

Y la forma de expresar cambió de la emoción de quien mira a la emoción de quien crea.



Uno de los más grandes paisajistas de la historia del Arte lo fue el holandés Jacob van Ruisdael (1628-1682). A pesar de no haber sido valorado en vida, sus creaciones comenzaron a mirarse con admiración casi un siglo después. Y desde entonces su relieve como extraordinario artista  no ha dejado de ser reconocido. Es la forma de componer, por ejemplo, un cielo lleno de nubes con una textura matizada gracias a unos colores perfectamente delineados con su entorno. Como lo vemos en esta maravillosa creación suya barroca: El Molino de Wijk bij Duurstede (1670). Con unos resquicios entre las nubes oscurecidas por donde pasará la luz solar, luz que iluminará solo partes de un mar ahora apenas atrevido. Solo algunas partes de ese mar son las iluminadas en el lienzo, consecuencia de la menor densidad nubosa que de un cielo parcialmente encapotado se pueda representar. Esa menor densidad en el cielo permite brillar las aguas suaves  de la ensenada para seguir así con la sombra de una franja nubosa más oscurecida. ¿Hay mayor devoción al detalle de las cosas representadas para poder ser admirada una obra de Arte?

Con el barroco de Ruisdael el Arte del paisaje llegaría a su más exquisita forma de ser representado. Ya no se podía ir más allá en perfección paisajística barroca. Sin embargo, el pintor no conseguiría llegar a ser reconocido en vida. Tan poco lo fue que acabaría en la más desolada indigencia, cuando por entonces sus correligionarios menonitas -secta protestante anabaptista- tuvieron que solicitar al ayuntamiento de Harleem que acogiese al pintor en un asilo para artistas, donde terminaría falleciendo. Hoy se reconoce la alta calidad de sus obras, donde la luz y sus formas expresan el conjunto artístico con la perfección y el equilibrio solo conseguido por los grandes de la historia. Pero con el progreso inevitable de las creaciones artísticas, las cosas irán siendo vistas luego, sin embargo, de un modo muy diferente. De la mirada demandante de belleza perfecta (cargada de razón) del espectador de una obra, se pasaría con el tiempo a la mirada emotiva del pintor (cargada de sensación) de esa belleza objetiva. Así fue como el Romanticismo acabaría siendo luego la tendencia artística elegida que culminaría todo eso tiempo después.

Aunque, después del periodo romántico derivaría aún más esa mirada emotiva. Sería a finales del siglo XIX cuando la mirada de belleza no importaría tanto, ni la del receptor -el espectador- ni la del motivo o causa inspirada -el pintor-. Todo comenzaría cuando Gauguin, el pintor postimpresionista francés más decepcionado, le aconsejara a otro pintor en el mágico lugar de Pont-Aven -la costa atlántica francesa de Bretaña- lo siguiente: el Arte es lo que tú ves, la emoción que te produce a ti.  Y ahí acabaría totalmente ya el sentido de obra-receptor en el Arte (el gusto o placer de los que miran una belleza es primero) para convertirse solo en el sentido de obra-autor (el gusto personal de los que hacen o crean es fundamental).  El pintor al que se dirigió Gauguin fue Paul Sérusier (1864-1927), un creador moderno que terminaría instalándose en París en el año 1888 y acabaría convenciendo a otros pintores con una obra revolucionaria, llena de fuertes tonos amarillos, a la que llamaría El Talismán. Una creación moderna donde los abigarrados colores dominan las formas y no había ya contornos en los que la mirada pudiera alojarse, donde ya dejaría de existir el sentido artístico clásico de: cada cosa con su color natural.  Pronto todos estos nuevos creadores -Edouard Vuillard (1868-1940), Ker-Xavier Roussel (1867-1944) y otros más- se sentirían llenos de un aura de providencia artística avanzada, una como para prever el nuevo acontecer que traería el Arte al mundo. Y, convencidos de su relevancia artística, acabaron por denominarse Nabis, profetas en hebreo.

Edouard Vuillard no estaba destinado a pintar. Como toda su familia había hecho, debía seguir la carrera militar. Pero su compañero y amigo, el pintor Xavier Roussel, le aconseja que se dedique mejor a pintar. Así fue como Vuillard comenzaría a crear en el año 1885.  Pero no fue hasta el año 1888 cuando comprendería cuál era para él el verdadero sentido de pintar.  A diferencia de Sérusier, combinaría Vuillard formas definidas con fuertes trazos de color, algo que asombraría en los finales del siglo XIX. Pero no a todos exactamente asombraría... El Arte seguiría avanzando hasta encontrar una nueva forma inspirada de crear. Los Nabis fueron sólo una excusa para llegar a lo que se acabaría llamando Arte Moderno. Se adelantaron. No fue esa la generación que alumbraría el rasgo artístico más revolucionario que apasionaría en los años veinte del siglo XX. Aunque sí consiguieron convencer, con talento, con su rebuscado nombre de tendencia. Fueron como una profecía, como una premonición artística, que diese así la sagrada inspiración o el acierto más definitivo a los creadores subsiguientes, los artistas modernos que les siguieron, seguros de emprender estos una revolución estética tan relevante  como controvertida en la historia.

(Óleo de Edouard Vuillard, La ventana, 1894; Pintura de Ker-Xavier Roussel, Escena mitológica, principios del siglo XX, Museo Hermitage, San Petersburgo, Rusia; Óleo de Jacob van Ruisdael, El Molino de Wijk bij Duurstede, 1670, Museo Nacional de Holanda, Amsterdam; Cuadro romántico de Caspar David Friedrich, Naufragio en el mar de hielo, 1798, Hamburgo, Alemania; Óleo Retrato de Simone, 1913, de Edouard Vuillard; Obra del mismo autor Vuillard, Madame Hassel sentada leyendo con un vestido rojo, 1905; Cuadro de Vuillard, Escena de café, 1910; Obra de Paul Sérusier, El Talismán, 1888, Museo de Orsay, París.)

20 de agosto de 2014

Arte español desconocido o diversas maneras de plasmar las manos en un lienzo.



Fue un periodo histórico convulso y especial el Renacimiento, porque además la historia tiene fronteras entre sus épocas de importancia, unos pasos históricos relevantes entre tiempos diferentes. Y el paso histórico-social-artístico llamado Renacimiento fue uno de ellos. Grandes pasos históricos lo fueron la caída de Roma (en el siglo V), la revolución francesa (siglo XVIII) o el desmembramiento de los imperios europeos (siglo XX). Pero el Renacimiento no lo fue menos porque representó el paso del medievo a la edad moderna. Cuando el Renacimiento impulsara un nuevo espíritu en el mundo -algo como jamás había llegado a suceder y nunca más volvería a repetirse- todo cambiaría en la historia por entonces, en Europa y en el resto del mundo. A la caída de Constantinopla en el año 1453 a manos de un nuevo poder turco en Oriente, se uniría además el descubrimiento de nuevas rutas marítimas y del propio continente americano. A la revolucionaria imprenta -lo más significativo hasta el advenimiento de internet- se unió también el fortalecimiento de los estados y un ordenamiento jurídico más centralizado frente al poder paternal y feudal medieval de antes. 

De pronto las cosas  cambiaron bruscamente. Ya no se volvería a vivir -desde el Renacimiento- mirando hacia el interior o elevando los templos sagrados alargando y dirigiendo sus altos campanarios hacia un cielo misterioso y lejano. El Gótico había acabado para siempre. Ahora las fronteras se habían ensanchado, los arcos arquitectónicos se habían ensanchado, las torres se habían ensanchado, los palacios se habían ensanchado y el mundo se había ensanchado. Cuando en el año 1881 el pintor malagueño José Moreno Carbonero (1860-1942) presentó su obra de Arte El príncipe Don Carlos de Viana, la crítica se sorprendería al ver una representación histórica tan peculiar para entonces, una composición tan poco habitual para esos años decimonónicos. Las creaciones históricas en el Arte siempre comprendían varios personajes retratados juntos, es decir, un conjunto de figuras históricas que representaban y relataban algún acontecimiento importante o alguna gesta heroica y emotiva. Pero en este lienzo de la escuela española del siglo XIX el pintor Moreno Carbonero fijaría en su obra un único personaje solitario.

La Corona de Aragón había conquistado medio mundo a través del Mediterráneo. Sus reyes habían avanzado hacia el este de sus fronteras dejando el occidente a su vecina corona de Castilla. Así llegaría Aragón a ser dueña del sur de Italia, de Cerdeña, de Córcega, de Sicilia, de parte de Grecia y de algunos enclaves en el Levante mediterráneo hasta llegar a disponer de algunas zonas aledañas al mar Negro. Pero a comienzos del siglo XV su dinastía aragonesa de siglos quedaría extinta de herederos directos. Así que cuando el rey aragonés Martín I (1356-1410) falleciera sin descendencia los poderes feudales del momento, muy arraigados y poderosos en Aragón -mucho más que en Castilla-, tuvieron que sentarse a decidir quién sería ahora el nuevo rey que ellos dejarían reinar en la Corona de Aragón. En la pequeña población aragonesa de Caspe se decidió que lo fuera el infante Fernando de Castilla, un hijo de la hija de uno de los grandes reyes de Aragón -algo que ayudaría luego a la unión de ambos reinos peninsulares en España-, el rey aragonés Pedro IV. 

Fernando I de Aragón (1380-1416) tuvo dos hijos varones, Alfonso y Juan. El primero acabaría siendo el rey Alfonso V de Aragón y el segundo se casaría con una infanta del reino de Navarra con la cual tuvo un hijo, Carlos de Viana. Blanca heredaría el trono navarro y Juan terminaría siendo rey consorte de Navarra. Pero Juan -el futuro rey aragonés Juan II- no quiso dejar su reino navarro a nadie y desheredaría en el año 1451 a su propio hijo Carlos, lo cual crearía una rebelión de los nobles de Cataluña, afines sus intereses feudales con los propios del desheredado. Este se marcha abatido a Nápoles con su tío Alfonso V -entonces la corte aragonesa tenía su sede en Nápoles- y allí, abandonado, triste y solitario, se dejaría Carlos de Viana llevar por los recuerdos, los libros medievales de caballerías y los sueños de conquistas y ambiciones de antaño. De ese modo, en su pequeña estancia medieval, sentado en su viejo sillar gótico propio de los tiempos de su abuelo, rodeado de libros que le acompañaban en su silencio, es como el pintor Moreno Carbonero pintaría al malogrado príncipe navarro. Un hecho artístico no realizado antes así, un alarde de creatividad que llevaba a destacar ahora la despiadada y abandonada soledad del personaje. Pero no sólo su soledad, también el final de una época y un tiempo que terminaría por sucumbir frente al poderoso impulso del Renacimiento y sus nuevos estados que acabarían desmantelando el anacrónico e injusto poder feudal que representaba el nostálgico Carlos de Viana.

Aquí selecciono cinco obras de cinco pintores españoles poco conocidos. Todas ellas con las manos de sus figuras representadas de un modo particular. Por ejemplo las manos entregadas, como las de la Piedad del pintor manierista Luis de Morales (1509-1586); las manos separadas, como las de Carlos de Viana del pintor Moreno Carbonero; la mano solitaria, como la de la Magdalena penitente de Juan Carreño de Miranda (1614-1685); las manos entrecruzadas, como las pintadas por el pintor Vicente Palmaroli (1834-1896); o las manos ocupadas, como las de las figuras del sorprendente lienzo compuesto por Luis Jiménez Aranda (1845-1928). Es de destacar en todos ellos el maravilloso color y el gran realismo conseguido así como la emoción que son capaces de transmitirnos. Desde una novedosa creación para entonces, Modelo en el estudio del pintor, del año 1881, donde Palmaroli consigue reflejar tanto su admiración por el arte oriental -en los originales estampados de la pared-  como la extraordinaria concentración de la modelo componiendo una mirada que fija el creador genialmente, creando además así el pintor una obra dentro de su obra. Y la maravillosa composición del renacentista Luis de Morales, un pintor manierista español tan solo superado en el siglo XVI por El Greco, obra que nos asombra y emociona a la vez, ¿existe una más tierna representación de una Piedad en un lienzo artístico? 

Con su obra Magdalena penitente el pintor Juan Carreño consigue dos cosas especialmente: infinitud y cercanía, es decir, mundo celestial y mundo terrenal, ambas cosas sintetizadas en ese curioso sagrado personaje femenino del evangelio. Por último el sorprendente cuadro de Luis Jiménez Aranda, En el estudio del pintor, del año 1882. Todo está ahí: el Arte representando al Arte pero también el mundo que había cambiado por completo en la era de la Ilustración. En el decorado ilustrado de un pintor de aquel siglo -el siglo de la razón, de la revolución y del avance- el artista trata de inspirarse frente a una modelo diferente y caprichosa. Ella está tumbada como antaño -como en las obras de las musas y diosas renacentistas-, pero ahora está con una actitud desenfadada e inquieta, impropio de la postura y del gesto característico en una modelo clásica. Un gesto ahora que, con su figura escorzada, realiza de ella el pintor en una muy curiosa y sorprendente pose para esos años. Pero, sin embargo, la dejarán a ella libre ahora ahí para tocar así su pandereta, la dejarán a ella posar así de libre ahora, a su manera, sin ningún pudor. Y el pintor es aquí el mago artista o el artífice novedoso que reflejaría así los inevitables y avanzados cambios sociales del siglo XVIII, de aquella nueva forma de vida que viniera a quedarse para siempre.

(Óleo El príncipe Carlos de Viana, 1881, del pintor José Moreno Carbonero, Museo del Prado, Madrid; Óleo Modelo en el estudio del pintor, 1880, de Vicente Palmaroli, Museo del Prado; Óleo Magdalena penitente, 1654, Juan Carreño de Miranda, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Óleo En el estudio del pintor, 1882, de Luis Jiménez Aranda, Museo del Prado; Óleo La Piedad, Luis de Morales, 1560, Museo de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

7 de agosto de 2014

La mayor humillación consiste en provocarla, la menor en ser fiel a lo que piensas.



Cuando la época napoleónica terminase en España los reaccionarios, afines al rey Fernando VII, impusieron sus antiguos privilegios frente a la nueva tendencia liberalizadora que la guerra y ocupación francesa habían motivado. Los liberales españoles pronto comprendieron que nada tendrían que hacer con un régimen que desoía las demandas sociales de su pueblo. Luego de la corta revolución liberal de 1820 a 1823, España entraría en una represión y retroceso que país europeo hubiese por entonces padecido. De modo que muchos liberales españoles tuvieron que expatriarse en una de las grandes emigraciones que tuviese España en su historia. Uno de aquellos emigrantes lo fue el escritor toledano Juan Antonio Hermógenes Calderón (1791-1854). Ingresado en un convento desde niño, aceptaría la reclusión religiosa buscando más una cultura prominente que una ferviente religiosidad. Llegaría luego a convertirse en Francia en un filósofo y filólogo reconocido.

La guerra de ocupación francesa del año 1808 lleva a Hermógenes Calderón a luchar por la liberación de su nación ocupada. Pero arraigado en la tradición liberal, defendería después de la guerra sus creencias progresistas -fuera ya del convento- con los escritos que su pluma ácida y avanzada pudiese realizar. Después del trienio liberal Hermógenes Calderón cruza la frontera y llega a Francia en el año 1823. Apartado de su fe católica acaba convirtiéndose a la fe protestante evangélica y se casa con una francesa, dedicándose entonces a publicar sus estudios filológicos en Francia. En este país nace su hijo Philip Hermógenes Calderón, un pintor que, con los años, terminaría haciéndose británico y afín a las tendencias artísticas de la fértil época victoriana. Como creador pictórico combina el clasicismo con narraciones históricas o legendarias cargadas de emoción romántica, algo que a finales del siglo XIX atrae a un público ilustrado y seducido por la belleza. 

Isabel de Turingia (1207-1231) era la segunda hija del rey Andrés II de Hungría y Croacia y desde pequeña mantuvo una delicada, sensible y extraordinaria personalidad. Como hija de rey que era, debía contraer matrimonio con un vasallo de gran importancia y nobleza para su reino, así que se compromete entonces con el conde de Turingia Luis de Hesse. Su matrimonio la llevaría desde sus catorce años a vivir una vida feliz llena de dulzura y confianza personal. Pero en la primavera del año 1226 irrumpe una plaga de peste terrible en la ciudad alemana de Turingia. En ese momento el conde estaba fuera de viaje y ella tomaría entonces las riendas del condado, ofreciendo así su ayuda a los más necesitados de su feudo. Construye incluso un pequeño hospital y acabaría atendiendo a los enfermos con su precoz -solo diecinueve años- actitud ante los dramas humanos sufridos por su pueblo. Un año después Luis de Turingia -Luis de Hesse- se marcharía a la Sexta cruzada en Tierra Santa (1228-1229), donde fallecería de peste en el sur de Italia antes de poder embarcar a Palestina. 

Quedaría entonces Isabel desamparada por completo después de haber nacido incluso su única hija Gertrudis. Esta niña fue entregada a un convento al tener que hacer frente Isabel a las intrigas oportunistas de los poderosos de su feudo. Controversias que, por su bondad, no pudo soportar ya su espíritu tan entregado y sensible. Finalmente decide Isabel tomar el camino religioso a los veintiún años hasta los veinticuatro años en que, enferma, muere agotada. Antes de eso el noble y clérigo alemán Conrado de Marburgo había sido su guía espiritual y ella se acabaría convenciendo de que no podía su vida ir por otro camino que el de la entrega a los demás -algo que sólo podría hacer la alta nobleza ingresando en una orden religiosa-, terminando por acceder a la prestigiosa -por caritativa y entregada- reciente orden franciscana. Pero el inflexible Conrado -acabaría llegando incluso a ser inquisidor alemán- no creía que Isabel de Hungría pudiese dejar las alhajas, la alta cuna y su vida desahogada y noble para poder soportar una existencia de pobreza y entrega extremas. Alumbrado por su excesivo celo y una hipócrita represión irracional de celibato libidinoso, el irrespetuoso Conrado de Marburgo la obligaría a renunciar a la vida terrenal arrodillándola ahora frente al altar de su convento, humillándola así incluso al exigirle hacerlo desnuda por completo. En esa iconografía tan tendenciosa (humillación provocada por una religión católica desastrosa según la iglesia anglicana) influiría tanto la leyenda desconocida (no sabemos si sucedió así o no), como la actitud heterodoxa de los liberales (la mayor parte eran ateos) y hasta el propio anticlericalismo del pintor y de su padre.

Es de ese modo tendencioso como el pintor Philip Hermógenes Calderón (1833-1898) compuso su impresionante obra clásica en el año 1891. En la asombrosa y bella imagen se destaca la iluminada y hermosa forma serpenteante del cuerpo desnudo de Isabel de Hungría. Detrás de ella se sitúan las figuras del descarado Conrado y otro fraile que oculta ahora su rostro avergonzado, también de dos monjas franciscanas que tratan de evitar mirarla. Pero no el clérigo alemán, personaje que la mira con libidinoso deseo no reprimido por ser el único que pueda admirar ahora una belleza noble tan desnuda. La composición es solemne y sencilla, oscura, depravada, obtusa, dominante, natural, extraordinaria, orgullosa, victoriosa y triunfante. Triunfante porque esa vil humillación e innecesaria forma de renunciar a su vida civil no fue una afrenta personal a Isabel de Turingia, sin embargo. No terminaría siendo ninguna forma de agraviar a una dama - una magnífica belleza joven y aristocrática- sino todo lo contrario. Así, finalmente, quedaría bellamente expresada la imagen de la afrenta a una mujer, a una santa, siglos después, en este emotivo, romántico e impactante cuadro clasicista.  

(Óleo del pintor británico Philip Hermógenes Calderón, 1891, Acto de renuncia de Santa Isabel de Hungría, Tate Gallery, Londres.)

30 de julio de 2014

Y, entonces, el mundo perdió la inocencia para siempre...



Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación...   Así comienza su famosa novela romántica Historia de dos ciudades el escritor inglés Charles Dickens. De ese desesperado modo quiso retratar el novelista británico una época que iniciaba el mayor cambio producido en la Humanidad al menos hasta la Segunda Guerra Mundial. Porque el mundo no volvería a ser como antes era, con su inocente mirada o sus estrictos límites humanos trazados por la vida, las costumbres o las formas con las que los hombres habían organizado su mundo. El siglo XVIII tuvo algunos conflictos bélicos entre países y territorios, pero entonces las guerras eran entre soldados y en el campo del honor, donde las batallas se ganaban o perdían sin dañar al resto de la población. Antes de eso Europa había vivido años de un gran dolor -la guerra de los treinta años del siglo anterior-, pero nunca los europeos habían tenido un alarde de tanta crueldad gratuita despiadada, forzada o desgarrada -probablemente a causa de las nuevas armas, la cantidad de personas dispuestas a la lucha y el cainismo- como la que sucumbió en Europa en la Revolución francesa y seguidamente con el impulso devastador que los ejércitos napoleónicos causaron de modo desalmado e indiscriminado contra una población civil desconcertada. 

Fue particularmente trágico en España, donde se perdería muy pronto la inocencia de su población. Un país que sufriría además como ningún otro -quizás por resistirse tanto- la fuerza poderosa y cruel de Napoleón. Tal fue la impronta traumática en los españoles que, años después de acabar el conflicto -la guerra de la independencia de 1808-, algunos pintores españoles seguirían creando escenas dramáticas que nunca antes se hubiesen siquiera atrevido a pintar. Goya, el gran maestro de todos ellos, fue el primer pintor que lo hiciera premonitorio y sagaz, el primordial, el más genial, el más anticipado y el mejor. Pero, después de él hubo seguidores suyos que quisieron emularle en estilo y fuerza. Tanto lo hicieron que algunas de sus obras han sido asignadas a Goya sin ser de él realmente. El Museo del Prado dispone desde el año 1912 dos obras de Arte, La hoguera y La degollación, que fueron donadas al museo y atribuidas por entonces a Goya. Pero desde hace unos años se mantiene que es seguro que fueron obras creadas por discípulos o seguidores de él. Sin embargo, se ignora quiénes fueron. El maestro español fue tan poderoso que ensombreció a todos sus seguidores y algunos de ellos no se atrevieron a sobresalir no firmando remedos artísticos de sus obras.

Pero, da igual, el anonimato aquí es lo de menos. Lo importante son la cronología y la grandeza, y las dos obras son incuestionables en eso:  la primera mitad del siglo XIX y la obra dispone de una gran fuerza iconográfica. Es significativo la época, primera mitad del XIX, porque es el momento pleno del Romanticismo, de la pasión irreal más ensoñadora, de la épica más gloriosa, de los destellos emocionales más subyugantes por ser estos bellos, sensibles, altruistas y sosegadores. Pero, sin embargo, hubo aún pintores que decidieron, a pesar de la bondad romántica de la tendencia,  mostrar en sus obras de Arte la poderosa crueldad bochornosa de una humanidad desengañada. De que a pesar de los momentos esperanzadores después del año 1815 -cuando Napoleón y su ejemplo despiadado acabasen para siempre-, el hombre y su mundo seguían portando aún el terrible gen del desconcierto más aterrador, de un profundo y terrible impulso criminal o de la ceguera más cruel contra los otros, sus semejantes congéneres. En definitiva, de su irracional forma de poder encarar el destino de la humanidad para conseguir así un mundo pacífico, justo y conciliador.

Y de ese modo tan desalentador pintaron -uno o varios seguidores de Goya- estas dos extraordinarias pinturas románticas expuestas en el museo del Prado. Extraordinarias porque supieron sus autores -en tan temprano momento- plasmar el oculto sentido de las acciones más violentas que encierra el oscuro y aterrador espíritu humano. ¿El espíritu humano? ¡Qué contradicción! Pero, sí, así es. Es el mismo espíritu humano que hace sentir maravillosas cosas humanas. Porque tratamos de bárbaros, monstruosos o terroríficos a estos  seres violentos cuando son iguales a nosotros. Somos humanos todos y todos llevaremos el mismo potencial entramado de vísceras, emociones, pensamientos, desesperación o maldad. Por eso el pintor -o los pintores- crearon así estas obras desgarradoras a pesar de mostrar ahora, con el sesgo del color o del semblante desdibujado, una sutil diferencia entre víctima y verdugo. Pero es sobre todo el misterio lo que rodea ahora a la impactante pintura La hoguera. En ella vemos solazar junto al fuego a unos humanos con rostros aterradores, ¿qué buscan ellos con ese fuego fatuo? Son seres que degradan su propia condición de humanos acercándose a un fuego que han alentado con el único deseo de destrucción. Es la hoguera asesina no el fuego benéfico o alentador de vida lo que adoran con sus gestos crueles y amenazadores.

¿Qué ha cambiado en el mundo? Lo peor es que a veces no hay llama ni gesto cruel que nos conmocione ya de tanto verlos. Porque llevaremos ya doscientos años de inocencia perdida y suceden las mismas cosas que seguirán sucediendo  cada día que pasa. Algo que unos creadores supieron adelantar genialmente con la pincelada aprendida de otro. Por eso da igual que sea o no de Goya la autoría de estas obras. Son obras importantes en sí mismas, son sensaciones estéticas que un pintor -un ser humano comprensivo- supo fijar en un óleo desgarrador para algún futuro autocrítico... Porque no fue reflejo de una acción histórica concreta producida y retratada de un acontecimiento real vivido entonces. No. Fue la representación simbólica de lo más inevitablemente cruel que el ser humano tiene y seguirá teniendo mientras exista. Y que el creador pictórico quiso dejar muy claro con estas obras despiadadas. Anticipadamente. Expresionistamente también. ¿Hay mayor Arte que aquel que el propio hombre hace fijado eterno para siempre con el objeto de criticarse a sí mismo?

(Óleo sobre hojalata, La degollación, de autor desconocido, seguidor de la escuela de Goya, primera mitad del siglo XIX; Misma técnica y soporte, La hoguera, autor anónimo, seguidor de Goya, primera mitad del siglo XIX, ambas obras en el Museo del Prado, Madrid.)