Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado. Pero, para que la iconografía de una obra de Arte nos cause una gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá...? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación abierta de un incierto momento apenas anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero un momento sin avance contenido en una representación terminada solo es una escena estéticamente limitada por la falta de una emoción subyacente especialmente sobrecogida. Porque no está intuida en la imagen ninguna sensación subsiguiente, una que suponga una escena necesaria luego, que se transforme después en otra cosa diferente a lo que ahora vemos apenas satisfechos. Que pueda convertirse en algo necesario y suficiente para comprender un sentido oculto, insinuado apenas antes en la abierta imagen de algo meramente transmisible.
El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesita proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mira subyugado con la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar. Y eso sin desarrollar aún es lo que nos hace valorar la imagen, sin embargo, estéticamente antes no argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero, para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena artística representaba un momento de avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa, sin un sentido ulterior tan necesario al observador. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia estética, porque no toda pintura es Arte, aunque todo Arte pueda llegar a ser, finalmente, una gran pintura. Para comprender esta valoración subjetiva del Arte se puede comparar la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiró en la admiración clásica que un sátiro tuviese de la bella visión de una ninfa acuática en su aseo personal. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada por haberse cumplido ya el efecto: contemplar la belleza de una ninfa que aparece satisfecha, tanto la propia visión artística, como la de la propia ninfa como la de la belleza.
En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando, en una escena sin final, el cuerpo arrebatado de una ninfa imbuida de un emotivo tránsito muy efusivo y poderoso. No es algo terminado ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma sino que traspasa el umbral artístico en un momento ahora sublimado por el Arte. Del mismo modo, podemos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crea en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma, muestra al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con belleza pudiera representarse. Pero, sin embargo, esa tormenta aún no lo saben, ni la ven, los mismos protagonistas de la obra. Ningún personaje representado es consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra la ve, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan sublime, bella y eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán asociadas a la realidad artística de una obra tan abierta. No sucede lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. Su obra El Puente de Alcántara es una bella imagen paralizada de una estética sin recorrido, sin avance, una realización estética que, ahora, no nos producirá esa sensación transitiva tan sublime, como sí nos sucederá con la obra de Troyon.
Es por eso que el Arte, para serlo verdaderamente, o genera una emoción transitiva o genera una belleza cerrada. En el primer caso el sentido sublime alcanzará la mayor expresión y fuerza que pueda tener una imagen en la interpretación sensible de un observador sobrecogido. En el otro solo la belleza fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una admiración estética cerrada, como es la que siente, por ejemplo, el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo, nada apasiona menos que la rápida comprensión de un momento agotado en su secuencia. Necesitamos agenciar resquicios por donde poder hilvanar un hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera para vivir extasiado un minuto más, sin miserias temporales que agoten la límpida memoria definida. Y en esa creación personal que consigamos idear habrá mucho del propio Arte sublime de algunas obras estéticas. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente inquieta, aunque no exista más que una mera realidad inacabada e inútil, pero, sin embargo, muy poderosa, latente y emotiva dentro de nosotros. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de poder plasmar dos momentos en uno. Qué menos que ahora nuestra alma desasosegada pueda también combinar esa misma sensación en esos instantes de pavoroso desasosiego, en esos momentos tenebrosos, o cerrados, que cualquier ser humano pueda llegar a disponer en su existencia intermitente, nada sorprendente, apenas inquieta, agotada en sí misma, o, a veces, demasiado transparente.
(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)