Había sido aquel Arte el mejor de todos los creados en la historia. Nunca antes ni después lograría sorprender su audacia y belleza sobrecogida por el afán de conseguir la imitación más armoniosa de la naturaleza. ¿Qué habría sucedido entonces en aquella región mediterránea tan cargada de historia, cultura y pensamiento para que las formas adquirieran tanta belleza? Las manifestaciones artísticas serán condicionadas extraordinariamente por la gravedad de las formas políticas. El mundo griego entonces, siglo III antes de Cristo, ya no sería como antes. Todo había cambiado. Ahora no se resguardaban los sentimientos en la fría, racional y abstracta visión geométrica que el pensamiento griego había tenido antes. Ahora no se buscaba la verdad observando desde las serenas pequeñas ciudades-estado las grandiosidades ocultas del universo. Todo cambiaría desde que el mundo griego se expansionara ensanchando las fronteras... a la vez que la angustia desorientada de los hombres. El helenismo, aquel periodo histórico originado gracias a la conquista por Alejandro el Grande de casi medio mundo conocido, había transformado para siempre el sereno mirar sosegado de los hombres. Y el pensamiento seguro de antes, también aquella expresión cultural de un mundo controlado por cercano y predecible, había explosionado ahora por la fuerza poderosa de un acontecer sin muchas certidumbres. Ante los grandes cambios que traerán referentes nuevos, los seres humanos se sienten perdidos, y, entonces, buscarán cualquier refugio ahora entre las sombras...
El pensamiento griego a partir del siglo III a.C. dejaría de ser el grandioso pensamiento que tratara de armonizar moral con alumbramiento científico o saber con descubrimiento personal. Todo se transformaría entonces, y el Arte acabaría siendo un refugio poderoso para desarrollar la energía creativa causada por la inquietud humana tan insatisfecha. Las costumbres se relajarían y la moral sería la primera víctima de todo aquel desasosiego personal. Entonces el miedo reemplazó a la esperanza... La metafísica, que había triunfado en los grandes filósofos griegos de antes, quedaría relegada ahora en beneficio de una ética y estética mucho más necesitada. Pero una ética aún mucho más individualizada, sin embargo; una moral anhelo de una conducta personal motivada por el desperdigamiento de una sociedad ahora menos cohesionada. La filosofía dejaría de ser un motivo fulgurante de buscadores de la verdad para convertirse en una muleta sanitaria que lucharía por la vida ante los seres más débiles o desfavorecidos de entonces. Así, el helenismo terminaría siendo salvado además por el más exquisito Arte entre las sombras, esas mismas sombras que obligarían a ver ahora un futuro sin esperanza. Las más elaboradas obras de Arte griego se llevarían a cabo en esos años de inquietud e individualismo ofuscado. La belleza sería buscada con afán demoledor ante las formas desmembradas de un mundo ahora sin mucho fundamento. La escultura helenística brillaría como jamás lo hiciera Arte alguno en otro momento de la historia. Porque las formas ahora se elaborarían además con las emociones tan humanas del personaje representado, llevando así un realismo proporcionado a la mayor sensación emotiva de naturalidad estética y filosófica. Porque el ser humano brillaría por entonces entre las esculturas poderosas de la mejor belleza estilística del periodo helenístico.
A finales del siglo XIX un pintor desconocido, restaurador de la Academia de San Fernando, plasmaría una desesperación muy humana en su alegórico lienzo Luchar por la vida. La originalidad del pintor fue extraordinaria. En un estudio de pintor, ante el soporte del cuadro preparado para su retrato, la joven modelo se sienta ahora abatida, desconsolada o resignada entre los peldaños de su artístico cadalso elegido. Al fondo de la obra veremos la figura escultórica de una copia de la helenística estatua Venus de Milo, reflejo poderoso de la grandiosidad más estética de aquel periodo del Arte. Pero ahora no bastarían ya su figura primorosa ni la grandiosidad artística que representase el estudio acogedor, ni siquiera las alecciones de alguna ascendiente ahora que, a su lado, tratara así de calmar o sosegar su lamento despiadado. ¿Era el mismo lamento poderoso que, muchos siglos antes, sucediera también ante la crisis existencial de un mundo diferente? Entonces el Arte alumbraría un horizonte esperanzado por la necesidad de encontrar en la belleza de una escultura, por ejemplo, la verdad escondida que a los hombres se les negara sin remedio. Pero a finales del siglo XIX el Arte ya no perseguiría lo mismo. En esos años finiseculares del siglo XIX la verdad, la belleza y la esperanza irían entonces por caminos distintos. Para la joven modelo abatida del retrato lo único que le agobiaba era poder sobrevivir ahora sin menoscabar su honra. Porque se vería obligada a desnudar su cuerpo ante el Arte que, así, la eternizaría para siempre. En una sociedad tan injusta, donde los valores cotizarían interesados y mezquinos, la honradez y la vida no comulgarían sosegados. La vida era despiadada y la honradez una moneda gastada. ¿Por qué se lamentaba la modelo ante un altar despiadado del Arte donde ahora se elogiara la belleza? ¿Despiadado? El Arte, como la vida, puede ser un remanso de paz, belleza y armonía personal maravilloso, pero, del mismo modo, también un deslumbrador rastrero que volatice a veces las íntimas esencias más personales de los seres.
En la obra del pintor español Rafael de la Torre Estefanía apreciaremos ahora esa contradicción sorprendente. Pero que irá más allá del Arte... A finales del siglo XIX el Arte ya no salvaría la vida. No la salvaría como la salvase entonces, hacía veintidós siglos antes. La búsqueda de la belleza no era en el año 1895 la sensación necesitada que los hombres reclamasen ahora, sin embargo, en un devenir histórico tan parecido a aquella época helenística. Porque entonces, en el periodo helenístico, la belleza, la calma de la belleza, la sensación de identidad de la belleza, fue un revulsivo personal y social buscado para enfrentar las contradicciones, las emergencias, el desasosiego y la orfandad de la vida. Pero ahora, sin embargo, cuando el pintor español compusiese su obra modernista, el mundo ya no buscaría en la belleza aquel refugio necesitado de una vida tan trastornadora. La sociedad no era modelo tampoco, como entonces, de justicia, moralidad y sosiego; no era, como entonces, tampoco un lugar de tranquilidad espiritual ni social ni económica. Pero, a cambio, la belleza habría sucumbido ahora ya bajo la satisfacción estética de los siglos y la evolución social de una quimera. El llanto de la modelo del cuadro modernista contrastaba con la hierática autocomplacencia de la Venus de Milo, con la serena atmósfera cultural de un estudio artístico, o con la acomodaticia actitud de la mujer que por encima la mira... Nada en una sociedad bien amada debería obligar a realizar nada que algún ser no quisiera. Pero, sin embargo, la necesidad a veces condicionará la decisión personal de algunos seres por la vida. Ni siquiera el Arte lograría redimir esa sensación angustiosa; ni siquiera sus fragancias de belleza, tan milenarias, podrían conseguir reducir en algo esa sutil amargura. ¿Es por eso por lo que llora desolada la joven retratada del cuadro? ¿No sería también, como una añadida alegoría, ese llanto ahora ocasionado por una sociedad que habría desmontado ya la belleza del trono o pedestal en que antes estaría?
(Óleo Luchar por la vida, 1895, del pintor español Rafael de la Torre Estefanía, Museo del Prado, Madrid.)