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12 de junio de 2012

El Arte como recreación de una vida reivindicada, su belleza y su simbolismo.



Esta curiosa obra renacentista del pintor Lorenzo Lotto (1480-1556) es ahora la extraña imagen de un bello paisaje metafórico. Un paisaje dividido en varios planos diferentes, iconográficamente diferentes y enfrentados e indefinidos todos ellos entre sí. Uno de esos planos, el más cercano al espectador, está a su vez acusadamente dividido... El plano más lejano lo estará también, entre un mar siniestro y un cielo bellamente nebuloso. Esos dos ámbitos geográficos se verán ahora vertebrados mucho más por los trazos de una parte -con sus colores grises o negros- que por los de la otra, ésta diferenciada más con colores azules o  blancos. En el centro del lienzo se sitúa un pequeño tronco raído en el que florece, aún, una rama poderosa. Una rama florecida dirigida hacia la izquierda como recuerdo de lo que, una vez, llegara a ser antes un árbol. El tronco separa aquí verticalmente el plano principal de la representación de la obra. Algunos símbolos materiales fabricados por el hombre acompañan de forma alegórica el tronco mortecino. Pero, ¿qué son?, ¿qué se quiere expresar con ellos? Porque la obra se titula Alegoría del Vicio y la Virtud, es decir, desea el autor transmitirnos, subliminalmente, esas dos opuestas semblanzas tan humanas: la grandeza o bondad de los hombres y la bajeza o sinrazón de sus comportamientos.

Pero esta sorprendente y sugestiva pintura renacentista sería una obra artística realizada por encargo. Su mentor, Bernardino d'Rossi, fue obispo de Treviso (Italia) en los años iniciales del atribulado siglo XVI y quiso que el pintor Lotto le retratase y, además, acompañara a su retrato este cuadro tan curioso. El pintor podía plasmar lo que en el lienzo él quisiera, pero debía dejar claro quién era el mentor de la obra y en qué lugar su propia alegoría -el mensaje personal y profético que acompaña a los retratos encargados- debía situarse su representación en el cuadro. El autor de la obra lo hizo dibujando claramente -a la izquierda del tronco, hacia el lado de la virtud- el escudo heráldico del obispo d'Rossi. La imagen de la obra sorprenderá porque, ¿qué es todo eso que aparece ahora representado tan desmadejadamente en el lienzo artístico? La virtud, representada en el lado izquierdo de la obra, sitúa ahora a un niño -la inocente virtud- sobre un suelo árido, infértil y desolador...  Pero en el otro lado vemos un sátiro disfrutando alegre y satisfecho en su verde y hermoso páramo. Un personaje mitológico este, el sátiro, que simbolizaría aquí iconográficamente al vicio. Pero, sin embargo, el sátiro se encuentra ahora situado justo dentro de un maravilloso y bello paisaje verde, fértil y acogedor... Entonces, ¿cómo entender ahora toda esa contradicción?

El obispo Bernardino d'Rossi se enfrentaría a los poderes fácticos de la ciudad de Treviso, por entonces muy corrompidos en asuntos muy oscuros, deshonestos y criminales. En el año 1503 una de las más poderosas familias de Treviso, los Onigo, conspirarían contra el obispo hasta mandar asesinarle. Éste, providencialmente, pudo salvarse entonces evitando el crimen. Dos años después el pintor terminaría el retrato y la alegoría del atribulado obispo. El curioso artista italiano quiso simbolizar -en homenaje a Bernardino- la fuerza poderosa de la virtud humana en su curiosa pintura. Quiso reflejar así la actitud tan extraordinaria del propio ser humano, una actitud que, crecida desde la más polvorienta e infértil soledad, puede a cambio sembrar los elementos elogiosos que, tiempo después, la llevarán a lo más alto... Se observa aquí, simbólicamente, al pequeño niño alzado ahora hacia los cielos por la ladera amarillenta del fondo del cuadro. En la otra parte del plano principal -la reverdecida y alegre- está situado el autocomplaciente sátiro, la figura grotesca y libidinosa que toca ahora su lira y disfrutará además de bebidas y manjares placenteros. Pero, sin embargo, nada bueno acabará por obtener finalmente el sátiro. Hacia el fondo de su lado se nos representa incluso un barco malogrado que naufraga ahora en la bahía gris y desolada de la obra.

De ese modo se expresará en el cuadro que nada permanecerá con vida finalmente en el lado maldecido, porque todo ahí sucumbirá después a la mortífera plasmación de su simbólico vicio. En el tronco hueco del árbol florece ahora, sin embargo, una rama verdecida que se dirige hacia el lado opuesto del vicio, hacia aquel lugar donde no hay ahora otra cosa ya sino esperanza... Sujeto al tronco raído veremos un escudo transparente que representa aquí un antiguo instrumento especular muy mortífero: la coraza mítica del espejo mágico del gran héroe Perseo. En él se refleja siempre la imagen de horror de la Medusa mitológica, todo un símbolo heroico de la lucha virtuosa o del enfrentamiento generoso, altruista y benefactor. Con el mensaje simbólico de esta obra se describía y elogiaba la opción más dificultosa de la vida, la más desgarradora o la más solitaria, pero, también, la más heroica o la más noble de las acciones humanas. Esta -la virtud- se enfrenta aquí -como en la vida- a la otra opción poderosa -la del sátiro vicioso-, la que representará en la obra lo más gratificante y terrenal, lo más pasajero, demoledor, engañoso, fútil, maléfico o detestable de la vida, lo que aquí demuestra ya la falta así de toda virtud elogiosa y eterna. De este modo tan sutil los creadores del renacentista momento afanoso supieron resaltar dos caras de una misma realidad vital. Algunas veces sin la huella tangible de ningún personaje reconocido o relevante, y otras, como en este caso sublime, a pesar de recordar la tan comprada y reivindicada -por un clérigo perseguido- representación elogiosa de una deseada y decidida virtud.

(Óleo Alegoría del Vicio y la Virtud, 1505, del pintor veneciano Lorenzo Lotto, Galería Nacional de Arte de Washington D.C., EE.UU.)

17 de julio de 2017

Hércules en la encrucijada o un nuevo renacimiento que duraría tan poco como la virtud adormecida de los hombres.



A mediados del siglo XVIII, trescientos años después de haber sido iniciado antes en Italia, volvería de nuevo el renacimiento más clásico al Arte. De nuevo las bellas formas se acoplarían a los perfiles más armoniosos de la geometría humana más perfecta. De nuevo los colores, las gestas, la perspectiva o la virtud más gloriosa se encumbrarían otra vez a la luz de los pintores. ¿Es que la humanidad necesitaba de nuevo recuperar toda aquella avidez de antes por lo equilibrado? ¿Es que la naturalidad del Barroco o la ingenuidad o liberalidad del Rococó no habían hecho más que insatisfacer el gusto de los humanos? ¿Dónde radicará la verdad de lo necesitado? Cuando los antiguos pensadores griegos no habían llegado todavía a conseguir admirar una tendencia de filosofía determinante en la historia -como lo fuera el pensamiento de Platón-, los sofistas o filósofos retóricos (que ofrecían más que un pensamiento trascendente consejos útiles para vivir) habrían tratado, sin embargo, de satisfacer las inquietudes más primarias de una vida ahora sin complicaciones. La mitología fue el sustrato que había servido a los griegos para comprender las razones por las cuales los seres humanos eran como eran, o la naturaleza respondía como lo hacía. Uno de esos filósofos sofistas lo fue Pródico de Ceos (465-395 A.C.), que explicaría entonces la génesis que, según él, los mitos habrían seguido desde antiguo. Consideraba que los mitos o la religión no eran más que historias no recordadas muy bien, y que hacían referencia a grandes personajes humanos que en algún momento de sus vidas habían sido seres extraordinarios por su comportamiento o actitud. Humanos, pero no dioses, ni seres divinos ni metafísicos. Estos pensadores fueron los primeros ateos de la historia, y a Pródico se le atribuye además la leyenda de Hércules en la encrucijada. Hércules era el semidiós más famoso de la mitología, un poderoso ser capaz de luchar y vencer en todos los grandes retos que la vida le pusiera. 

Según esa leyenda, una vez Hércules tuvo que verse en la difícil situación de elegir entre dos cosas muy tentadoras. Dos elecciones representadas en el mito -y en el Arte- por dos hermosas mujeres que simbolizaban el vicio y la virtud.  Pródico de Ceos elegirá la virtud, lógicamente, y para ello lo razonaría justificándolo de un modo sencillo: el vicio proporciona un placer que no puede serlo realmente, ya que da comida antes de tener hambre y agua antes de tener sed.  Cuando el más grandioso pintor del nuevo renacimiento clasicista -el Neoclasicismo- surgido a mediados del siglo XVIII, Pompeo Girolamo Batoni (1708-1787), quiso elogiar aquella famosa virtud armoniosa de la vida, del Arte o de las cosas más grandiosas del mundo, escogería la fábula de Pródico de Ceos y su admirado héroe mitológico. Pero para pintar a Hércules (o Heracles) en la encrucijada no se conformaría Batoni con hacerlo una vez en su vida. Pintaría al héroe grecolatino en, al menos, tres ocasiones entre los años 1742 y 1765. Esas tres ocasiones las traigo aquí para que veamos la maravillosa forma de pintar tan clásica que Batoni llevara al Arte de nuevo, luego de haber sido olvidada más de un siglo antes. Ahora de nuevo eran tan excelentes las formas de combinar los trazos, los colores o los semblantes como lo habían sido en el Renacimiento. De sus tres obras maestras sobre Hércules, luego de admirarlas y mirarlas en detalle, presiento que la primera de ellas -pintada en el año 1742 y expuesta en el Palacio Pitti de Florencia- es la más interesante, sugerente, armoniosa o bella de las tres. En las tres está Hércules en medio de dos mujeres que le seducen con sus cosas, en las tres está pensativo y en las tres está detenido. Pero, solo en una de ellas está con el gesto más emotivo o más inspiradamente pensativo de todas. 

En la obra del año 1742, donde la piel de un león abatido en una de sus luchas se muestra sobre su regazo, el héroe está igual de pensativo que en los otros dos lienzos parecidos. Pero ahora, sin embargo, su actitud ante ese mismo pensamiento, o ante esa misma mirada perdida, es aquí más vívida, más tensa o más decidida. En los otros dos lienzos o la mirada de Hércules es enojosa o es más indolente. La mujer del casco guerrero representa la virtud, la filosofía, el Arte o la vida más grandiosa. La otra mujer representa, a cambio, el vicio, la molicie, el placer más sencillo o más fácil o la vida más inconsecuente o más lastimera. Pero es la primera obra, la compuesta por Batoni en el año 1742, la que comprendería mejor la expresión de una composición tan armoniosa para el Arte: los tres personajes están articulados en un encuadre más sólido, están ahora todos ellos juntos y seguros en su propio sentido iconográfico. Hasta confunde ahora, tal vez por una equivocada perspectiva ética actual, el sentido de elegir mejor Hércules la mujer que representa la elección más sosegada o inteligente, ya que ésta, la virtud inteligente, está dirigiendo su mano hacia un objetivo alejado con el ímpetu imperativo de lo obligado y, sin embargo, la mujer que representa el vicio está aquí más solícita, más amable, compasiva o dadivosa...  Esta es la trascendencia aquí del mensaje filosófico: la virtud es más esforzada y dura decisión o elección que el vicio. Porque, además, la mujer desnuda -el vicio- tiene en su mano izquierda la máscara de la falsedad o de la mentira. Es el mejor lienzo neoclásico de los tres porque los gestos de sus personajes están ahora más delimitados por la armonía de lo equilibrado o por la medida de lo proporcionado. Esta era la misión sagrada de aquella nueva forma de alumbrar el Arte que había sido elogiado tres siglos antes, y que, ahora, de nuevo, volvería a resurgir de las denostadas o cansadas formas de plasmar belleza en un lienzo. Había que elegir de nuevo, y Pompeo Batoni eligió, como su admirado héroe mitológico ya lo hiciera, y eligió el equilibrio, eligió la armonía, eligió la grandiosidad, o eligió la única forma de vida que pueda llegar a conseguir aunar belleza con sentido o elección con serenidad.

(Obras neoclásicas del pintor italiano Pompeo Batoni: Hércules en la encrucijada, 1742, Palacio Pitti, Florencia; Hércules en la encrucijada, 1765, Hermitage, San Petersburgo; Hércules en la encrucijada, 1748, Museo de Liechtenstein.)

19 de mayo de 2020

El gesto temerario de la humanidad frente a la inapelable actuación de los dioses.



Es una metáfora de la fragilidad de la vida humana en este mundo. Es también una representación en el Arte y su constatación en la historia: los alardes de la humanidad por vencer sus carencias serán contestados con la fuerza de los dioses.  Cuando el sátiro Marsias encontró la flauta que Atenea había dejado en el bosque descubrió que tenía gran habilidad para tocarla. Así comienza la leyenda mitológica de Marsias y su malogrado alarde. Aunque la personalidad de Marsias era la de un sátiro, es decir, la de un ser despreciable por su animalidad y brutalidad más sensual, representaba, sin embargo, las debilidades más humanas que además ofrecían un sincero deseo de mejorar sin hacer daño a nadie. Al querer enfrentarse al dios Apolo en una competición musical, cometería una osadía imperdonable. No fue tanto por la virtuosidad del dios cuanto por la ingenuidad de Marsias. Apolo no podía permitirse perder, ya que representaba un símbolo universal de poder divino. Así que recurriría no solo a su capacidad musical sino también a sus engaños taimados, cínicos o despreciables. En el año 1640 el pintor flamenco Jan van den Hoecke compuso su obra El juicio de Midas. Hoecke era un fiel discípulo de Rubens, así que, mirando su obra, podemos descubrir en el paisaje, por ejemplo, algún rasgo singular de su pintura que le distinga ahora frente al que fuera su maestro. En el paisaje los colores vibran como una reunión de gamas cromáticas que representan casi un octavo personaje...  Con ese fondo multicolor el pintor quiere hacer ver una dialéctica estética. A la izquierda hay más luz y transparencia, más claridad y belleza. A la derecha, sin embargo, hay más oscuridad, una agreste conformación de tonos terrosos, ocultos o misteriosos. ¿Es que será así la realidad del universo? Frente a esa realidad, la voluntad humana; frente a esa realidad, la insistencia humana por querer alcanzar a dominar el mundo y conquistar su luz. 

Marsias es comparado con Sócrates en El banquete del filósofo Platón. ¿Por qué se asemeja Marsias a Sócrates, por su fealdad física o por su sabiduría espiritual? Tal vez, por ambas cosas. Apolo era el dios de la belleza y de la capacidad interpretativa. No podía representar una cosa sin la otra. ¿Cómo relacionar mejor si no el equilibrio armonioso con la perfección estética? Sin embargo, al advenimiento del pensamiento socrático, cuando Platón rompiese el esquema belleza-verdad y lo sustituyese por virtud-belleza, el mundo empezaría a ver la belleza no como un concepto físico sino como uno espiritual. La sabiduría de la virtud fue asimilable a la belleza y ésta sólo podía representarse desde el ámbito de lo mental o de lo ideal. Entonces las formas visibles representadas de los dioses fueron cuestionadas para llegar a ser transformadas en las invisibles formas más idealizadas. Marsias representaba esto último. De la interpretación primitiva de un ser ambicioso y vil frente a la voluntad de los dioses, se había convertido en un ser inteligente y sensible por su firme voluntad serena y virtuosa. ¿Quién se atrevería a desafiar a un dios si no es porque creyese en sí mismo y en su capacidad? Aun así, la mitología no salvaría a Marsias: acabaría desollado, y su piel colgada por Apolo ante las miradas cómplices de sus amigos. Luego están las interpretaciones que desde Platón hasta la Modernidad se hicieron de este mito. Lo que evidenciaba la leyenda era la frágil humanidad representada por Marsias. También la dualidad del mundo y sus dioses. Y después otra dualidad terrible: la maldad y la bondad en el mundo. 

Vemos representados en esta obra varios aspectos esenciales del mundo. Por un lado la osadía del ser humano y las limitaciones a las que se enfrenta ante la naturaleza o los dioses.  Por otro lado la perfidia o maldad representada por Apolo, y por otro la virtud o bondad representadas por Marsias. Pero, también hay otros personajes en la obra. Aparecen a la izquierda las musas: dos bellezas y apolíneas ninfas que defienden siempre la voluntad de Apolo. A la derecha cuatro personajes más: Tmolo, dios de la montaña, a su lado un consejero de éste, después Marsias, y más allá Midas. Este último fue el único que se enfrentaría a la decisión de Apolo de ganar con engaños. El dios le hace crecer por ello las orejas.  Pero es la figura de Tmolo el que verdaderamente representa aquí la realidad más humana con su actitud. Este personaje medita ahora lo suficiente como para entender que enfrentarse al dios no es nada inteligente. Aquí no hay virtud hay raciocinio, que es distinto. En Midas, sin embargo, sí hay virtud, y por esto lo pagará con ese rasgo humillante en sus orejas. Vemos dos actitudes humanas ante el gesto desafiante de Marsias. Esta es la realidad de una humanidad dividida, esa que hace que la limitación divina ante la osadía del ser humano sea mucho más grande de lo que pueda parecer. Los dioses siempre están para sojuzgar los atrevimientos humanos, los límites divinos marcarán siempre cualquier deseo humano de dominar el mundo. Esa limitación estará también condicionada por una parte de esa misma humanidad.

Marsias es, junto a Prometeo, un epígono o ejemplo de la débil humanidad. El personaje mítico fue interpretado, como hizo el mitólogo Kerényi, como la metáfora platónica donde la verdad oculta saldrá a la luz con el despellejamiento de sus capas más exteriores. Hay que mirar dentro de los seres humanos para llegar a encontrar la verdadera razón de su conducta. Hay que mirar dentro del mundo para hallar la verdad de su función universal más misteriosa.  Hay que buscar en el interior de las personas las razones para saber lo que son y no otra cosa. Hay que hallar en la profundidad de las razones de la vida la verdad de lo que el universo es y no la que quisiéramos que fuese. Con la mitología podemos descubrir lo que la humanidad se planteaba de las cosas del mundo. Con el Arte barroco podemos admirar además las creaciones estéticas que una leyenda como esa pueda ofrecernos. Con ellas tendremos ocasión de cuestionar la belleza desde la propia belleza, algo absolutamente extraordinario. ¿Cómo se puede hacer una cosa sin la otra, cómo se puede cuestionar la belleza sin la belleza? Esta es la realidad del Arte y de la sutil y ambigua belleza. Con Marsias la belleza adquiere otra dimensión distinta. La representación y el sentido estético de Apolo no se desmiente en la obra de Hoecke, sin embargo. Solo hace a la belleza más evidente al representarla así, expresando una simbología muy distinta de lo que parece. La verdad no está en la representación física, no está en la belleza que vemos, que creemos ver, mejor dicho, solamente. Está en el contraste, en la diferenciación que la belleza nos ofrece distante. ¿Cómo buscarla y distinguir una cosa de otra? Con la belleza socrática que Marsias había representado con su actitud de obtener, honestamente, la única verdad posible frente a su poderoso oponente.

(Óleo El juicio de Midas, 1640, del pintor barroco Jan van den Hoecke, Galería Nacional de Arte de Washington, EEUU.)

16 de octubre de 2013

La virtud sólo como representación no como una realidad ni sentido fuera del Arte.



En muy pocas Venus retratadas en el Arte aparecen dos cupidos junto a la hermosa diosa de la Belleza. El pintor del barroco tardío veneciano -finales del siglo XVII y principios del XVIII- Sebastiano Ricci (1659-1734) lo realiza una vez así, sin embargo, en su maravillosa obra Venus y dos cupidos. También representa en otra obra suya una mujer yacente pero en esta ocasión solo como un símbolo del Arte. Compone esta obra situando también a dos o tres pequeños diablillos o sátiros frente a la mujer, pero ahora ésta representa un símbolo alado -metáfora de sabiduría, inmortalidad o misterio- que consagra al Arte como una figura sobrenatural, divina y trascendente. La escuela veneciana tuvo una especial sensibilidad por las formas de los colores. Sí, las formas de los colores...,  aparecer éstos como si en vez de ser un complemento del dibujo fuesen el propio dibujo en sí. Y los colores venecianos debían además ser colores muy contrastados: los rojos fuertes e indecorosos; los azules remarcadamente oscuros, no celestes, cuando así debían ser para señalar mejor la figura humana o los lugares o cosas reflejadas especialmente en la obra. Todos los pintores venecianos, más o menos, fueron fieles a esta artística devoción pictórica por los colores.

Sebastiano Ricci, como casi todos los grandes creadores de Arte, no habría sido un modelo de virtud humana en su vida personal. En su juventud fue acusado de haber intentado envenenar a una joven que había dejado embarazada. ¡Qué tamaña barbaridad!, especialmente para un espíritu que se supone de tal sensibilidad artística. Esta es otra muestra más de que la capacidad sensible para crear no tiene nada que ver con la sensible capacidad hacia los otros, hacia los demás. Tal vez por eso el pintor en su madurez decidiría componer una Alegoría del Arte. Una obra donde unos diablillos o sátiros -pequeñas criaturas molestas y grotescas que aparecen en la obra junto a la imagen principal- tratan ahora de atraer las atenciones de la hermosa y deseada figura femenina, un personaje alado que representa aquí al glorioso Arte divinizado. Pero que ahora ella, sin embargo, rechaza decidida cualquier maldad o vicio -representado por los pequeños seres grotescos- frente a los grandes símbolos o virtudes que representan las eximias, extraordinarias o virtuosas artes humanas. Otra de sus obras geniales lo fue el motivo histórico de la reconciliación que, a comienzos del siglo XVI, consiguiera el papa Paulo III de dos monarcas europeos y católicos. Unos reyes europeos que no dejarían por entonces de guerrear entre ellos sin tregua: Carlos I de España y  Francisco I de Francia. La historia cuenta las tribulaciones que el emperador Carlos V -Carlos I de España- pasaría frente a las ambiciones sin escrúpulos del poderoso rey francés. El monarca francés no dudaría en aliarse incluso con los turcos otomanos a riesgo de poner la Europa cristiana en peligro. Todo con tal de conseguir Francisco I sus propósitos expansionistas frente a la hegemonía del emperador Carlos V. Sólo por unos pocos años conseguiría el papa que dejasen de guerrear. Aun así, el pintor Ricci lo recordaría siglos después elaborando esta magnífica y geométrica obra de Arte.

Porque en esta obra de Ricci, a cambio de sus dos anteriores pinturas, lo importante para el Arte no era la historia que contaba el pintor; lo verdaderamente importante ahora para el Arte es la extraordinaria composición que habría ideado el artista veneciano para representar tal acontecimiento histórico. Es originalísima la obra barroca de Ricci. Vemos la figura de un hombre más joven -Carlos V- a la izquierda de la imagen y frente a él la figura del rey francés, creando así una dialéctica artística genial en la composición: dos personajes regios muy iguales que no pueden erigirse ahora, sin embargo, uno más allá que el otro. Y aunque aparezca aquí cierto desnivel -parece estar más elevado uno que otro personaje-, el primero sitúa la mano izquierda en su corazón en un gesto de honesta y sincera concordia. Ambos monarcas muestran en la pintura solo una de sus dos piernas, otro alarde de equilibrio o igualdad que se permite el creador para con ellos. Y no haría demasiada falta expresar toda esa prudencia -el recuerdo de aquella sensibilidad entre los dos monarcas enemigos no estaba tan vivo ya- en la época del pintor, casi doscientos años después de los hechos históricos, pero el artista quería dejar todo ese sentido de equilibrio muy claro en su obra barroca.

El triángulo iconográfico que forman las tres figuras representadas está perfectamente compuesto y delimitado en la obra de Arte. Porque esta geometría artística tiene toda su armoniosa razón de ser. Los colores venecianos son más solemnes pero están ahora un poco menos destacados. Sin embargo, parecerán destacados los colores por la virtuosa forma que Ricci tiene de ponerlos ahora sobre parte de un cielo colorido o entre las vestiduras reales de los regios personajes. Pero, ¿qué argumentar ahora de esa virtud encumbrada por el Arte y la Filosofía que, sin embargo, no se tendrá en realidad en ninguna de las vidas de ningún ser humano, retratadas o no? Porque el mismo papa Paulo III defraudaría las sinceras demandas del emperador Carlos V para que adelantase un concilio católico que arreglase el cisma que Lutero precipitara en la Iglesia; porque el propio emperador Carlos utilizaría su poder imperial para llevar sus intereses personales por encima de los de sus súbditos españoles; porque el rey francés no cumpliría nunca su palabra de real caballero. Y porque hasta el propio pintor cometería en su juventud un desalmado y vil intento de asesinato. ¿Para qué, entonces, vanagloriar con el Arte una virtud del todo inexistente en este mundo? Pues, precisamente, para tratar de honrar a lo único que pueda resarcirnos de las miserias de nuestra desmerecedora vida nada elogiosa: el maravilloso Arte. Lo único que no decepciona ni violenta, ni ambiciona ni maldice, ni se vanagloria...

(Obras todas del pintor veneciano Sebastiano Ricci: Venus y dos cupidos, ignoro la fecha y el lugar; Alegoría del Arte, 1694, Italia; El papa Paulo III reconcilia a Carlos V y Francisco I, 1688, Palacio Farnese, Piacenza, Italia.)

13 de septiembre de 2012

El Simbolismo: nada de muestras evidentes, ni declamaciones, ni realismo, ni falsa sensibilidad.



Posiblemente, el Simbolismo sea la única tendencia artística -ubicada a finales del siglo XIX- que podría compendiar, verdaderamente, la síntesis universal y definitiva de lo que debería ser considerado Arte. Porque a lo largo de la historia se han sucedido diversas escuelas o tendencias artísticas para expresar en imágenes bellas sentimientos inspiradores... Pero, ¿y hoy, con qué nos quedaremos para definir la mejor, la más sublime, la más bella, interesante y comunicativa forma de transmitir Arte? Porque hoy no hay una o dos o tres inclinaciones artísticas, como en otras épocas hubiesen incluso podido coexistir; no, hoy en día todas las tendencias modernas (abstracción, impresionismo, expresionismo, realismo, etc...) existirán juntas en una amalgama desenfocada sin personalidad propia ni impactante. Pero, sin embargo, algunos artistas actuales -como el pintor ruso Igor Samsonov- han comprendido a estas alturas que lo más importante es expresar Arte con una combinación efectista de belleza clásica y algo más... ¿Pero qué más? Pues una comunicación expresiva con el espectador que sea atrayente y a la vez misteriosa, sin evidenciar del todo el mensaje sino tratando de transmitirlo con metáforas, símbolos, sinestesias artísticas o  estéticas semblanzas. 

Pero, es que eso mismo lo comprendieron ya los primitivos creadores del Cuatroccento italiano, como lo hiciera el artista Paolo Uccello en el año 1470, o como en el Renacimiento posterior, o como en todas las maravillosas tendencias subsiguientes. Por ejemplo, como hicieran los sugestivos prerrafaelitas o los simbolistas del  siglo XIX. ¿Cuál fue la característica esencial de los creadores simbolistas, unos artistas que existieron tanto en literatura como en pintura?: el misterio; ese sentido semidesvelado por el mito y la palabra, por el símbolo y la representación real de lo expresado. Es decir, una realidad diferente de las cosas, confundida ahora con el gesto enigmático o con la semblanza onírica. En el año 1886 el poeta griego Jean Moréas trataría de definir el Simbolismo: En el simbolismo los aspectos de la naturaleza, de las acciones humanas y de todos los fenómenos concretos no se manifiestan en sí mismos, sino que son apariencias sensibles destinadas a representar sus afinidades esotéricas con las Ideas primordiales. Realmente esta forma de expresar simbólica es tan antigua como el mundo creativo del hombre. Por ello el Simbolismo nunca pudo cuajar como una escuela artística concreta, como una tendencia artística definida en un período organizado culturalmente, como lo fuera por ejemplo el Surrealismo posterior.

Su reivindicación idealista es lógica porque lo que expresa el Simbolismo es una forma de idealización de lo bello, de lo armónico, de lo justo o de lo eterno. Su marcado esoterismo es necesario para manejar el misterio y lo sagrado, lo mítico y lo trascendente. Y todos esos elementos los encontramos siempre en el mundo de la creación humana, como también ahora cuando, por ejemplo, lo vemos en el cine fantástico creado hoy en día, como fue el caso de Avatar, una forma de surrealismo útil añadido a la última tecnología cinematográfica para exacerbar la mejor calidad junto a la más maravillosa metáfora ficcional. En la temprana obra de Arte del pintor italiano Paolo Uccello titulada San Jorge y el Dragón tenemos una creación genial y una pintura extraordinaria. Es de noche en la escena retratada, y lo es porque vemos una media luna en un cielo muy poco oscurecido. Sin embargo, el pintor crea la penumbra tan visible como le permita lo que desea mostrar en su obra. En la parte inferior de una virtual diagonal artística del cuadro aparece dibujada una doncella ahora sin temor. Es de esa forma atrevida como la veremos retratada en la obra de Uccello, sin temor alguno, porque ella sujeta ahora un terrible dragón como si de algo suyo se tratara, como si de una dulce mascota el fiero engendro fuese para ella.

¿Por qué lo hace ella así? El dragón había sido representado como un monstruo feroz y terrible desde siempre, pero, ahora está aquí, sin embargo, sangrando apenas levemente por su boca. Menos daño no se puede causar al dragón con la firme lanza del héroe, ¿o es que el pintor no quiso defenestrar tanto al monstruo en su obra? Aparece en la pintura de Uccello la figura del héroe como un San Jorge adolescente, tal vez porque solo con audacia juvenil sea posible enfrentarse a luchar con tan horrible fiera. ¿Una audacia tan indómita motivada solo por amor? ¿Es que únicamente en la juventud o en los primeros años de la vida del héroe -o de cualquiera- es cuando sea posible disponer de tanto valor o arrojo? Un remolino celestial de origen divino surge justo detrás del héroe, algo poderoso que empujará aquí su lanza simbólicamente, ayudando así a herir al dragón de un modo eficaz. Pero, hay más cosas ahí representadas, algunas de ellas sin poder llegar a conocer siquiera su sentido. ¿Por qué dibujaría el pintor trozos de hierba delimitados pareciendo geométricas figuras verdecidas o perfectos signos enigmáticos? ¿Qué son?, ¿qué indican? En esto no es posible ahora más que elucubrar con el juego crítico más alusivo, es decir, con el intento -inútil- del desvelamiento de cosas que no serán más que una simple imaginación especulativa y misteriosa.

Luego, cuando el Renacimiento permitiera reunir el ideal clásico con la sutil metáfora brillante, algunos pintores, como el desconocido Dosso Dossi, llegarían a componer magníficos encuadres simbólicos, como en su obra Júpiter, Mercurio y la Virtud del año 1518. Aquí acudiremos también a la mitología. El dios de los dioses, el creador más poderoso, Júpiter -Zeus en Grecia-, está ahora pintando un lienzo como un artista universal creando así figuras y cosas reales en él. En este caso está pintando mariposas, símbolo del movimiento imperceptible. A cada una que crea el dios, van saliendo del divino lienzo volando... ¡Con vida! Aparece en el cuadro renacentista muy abstraído y ensimismado el dios Júpiter: necesitará estar así ahora, muy concentrado para realizar tal esfuerzo creativo divino. Sin embargo, ahora la Virtud -representada aquí por una amable mujer- de pronto necesitará consultarle algo al dios urgentemente. Entonces es instada ella por el dios Mercurio a callarse, le muestra incluso aquí su dedo indicativo el dios mensajero. ¡Ni siquiera a la misma Virtud se la deja que importune ahora! Porque ahora es sólo aquí la creación -misteriosa, enigmática, silente- lo único verdaderamente importante, lo más importante que exista en el universo, mucho más que cualquier otra cosa en el mundo.

(Témpera sobre lienzo San Jorge y el Dragón, 1470, Paolo Uccello, National Gallery, Londres; Obra Júpiter, Mercurio y la Virtud, 1518, Dosso Dossi, Castillo de Wawel, Cracovia, Polonia; Óleo Apolo y Dafne, 1524, Dosso Dossi, Galería Borghese, Roma; Pintura San Martín, 1882, del pintor simbolista Gustave Moreau; Cuadro Angélica, 1873, de Arnold Böcklin; Óleo David y Urías, actualidad, del pintor ruso Igor Samsonov, Rusia; Obra La Música, Lección II, actualidad, Igor Samsonov, Rusia; Óleo Temptation, actualidad, del pintor ruso -nacido en 1963- Igor Samsonov, Rusia; Óleo magnífico Despertar de la primavera, 1880, del pintor simbolista Arnold Böcklin.)

30 de diciembre de 2013

El camino del espíritu o el círculo platónico con la vuelta y la ida de un erotismo cósmico.



Cuando, en febrero del año 1497, seguidores del monje fanático Girolamo Savonarola hicieran una hoguera en Florencia para quemar los objetos mundanos y lujosos que depravasen el espíritu, cuentan las leyendas que el pintor Botticelli arrojaría al fuego ahora algunos de sus maravillosos lienzos mitológicos creados por su ingenio. Así que, desde entonces, el maestro florentino dejaría de inspirarse en la mitología profana y terrenal para alcanzar ahora, con sus nuevas creaciones piadosas, una mayor y más marcada devocionalidad. Porque veinte años antes -afortunadamente salvados- había llegado el pintor a realizar sus mitológicas, terrenales, humanísticas y más famosas obras de Arte, aunque estas obras inspiradas entonces por sublimes mensajes espirituales o neoplatónicos muy atrevidos. Fue en Florencia donde surgiría una tendencia estético-filosófica que quiso ya tratar de conciliar el cristianismo y el platonismo. Todo comenzaría cuando Cosme de Médicis conociera, en el concilio ecuménico de Florencia del año 1439, a uno de los personajes bizantinos más curiosos de entonces, Gemisto Pletón (c.1360 - c.1450). Este filósofo platónico bizantino trataría además de hacer renacer la antigua mitología de los dioses griegos de sus ancestros. En esos años medievales las dos iglesias cristianas, la católica romana y la oriental bizantina, separadas desde hacía medio milenio antes, comenzarían un acercamiento amigable en ese concilio de Florencia, un encuentro que, finalmente, no llegaría a ningún resultado positivo entre ambas iglesias. Pero algo se gestaría, a cambio, con la unión azarosa de esos dos personajes medievales: una extraordinaria revolución del pensamiento que, tiempo después, sería conocido en el Arte como el movimiento estético-filosófico más innovador de la historia: el Renacimiento. 

Promovieron por entonces esos dos personajes medievales crear la Academia Platónica de Florencia, donde el escritor y poeta italiano Marcilio Ficino (1433-1499) sería el filósofo que retomaría de nuevo aquellas ideas trascendentes de su admirado Platón. Unas ideas por entonces tan revolucionarias como fueron también las teorías estéticas que acabaron influyendo en algunos pintores contemporáneos, entre ellos el genio florentino Sandro Botticelli (1445-1510). Según Ficino -siguiendo las ideas neoplatónicas-, el universo se establece en cuatro niveles (esferas) cósmicos jerarquizados, desde una mayor o más perfecta esfera hasta otra menor, inferior y más imperfecta. El primero de esos niveles jerárquicos, el más importante, es la esfera o mundo supra-celeste, denominado por Ficino Mente Cósmica. Aquí todo es estable, inmaterial e incorruptible. Aquí, por tanto, se situaría a Dios, pero, también, todas las ideas o conceptos esenciales de lo que se encontrase o representase más abajo. Luego se hallaba la siguiente esfera o mundo celeste, denominado Alma Cósmica. Este espacio es un lugar espiritual fuera del tiempo, incorruptible también pero inestable todavía, lleno así de movimiento autónomo, donde se encuentran, además de las estrellas, los elementos superiores a la simple materia terrenal. Después está la esfera terrestre, el Mundo Sublunar, representado como la esfera de la naturaleza y de las cosas sensibles, un espacio lleno de movimiento no autónomo sino dependiente de su esfera superior, pero, a cambio, aquí todo es corruptible, compuesto además por materia y forma, es decir, por materia viva. Por último se encuentra la esfera de la Materia, de las cosas o elementos sin vida, y que sólo alcanzarán a tenerla cuando se unan a su esfera superior, la esfera de la naturaleza.

La idea fundamental neoplatónica de Ficino era que el alma habita tranquila la esfera denominada Alma Cósmica. Pero, como esta esfera es inestable y se mueve a voluntad, puede suceder que el alma caiga a su nivel inferior, accidentalmente. Entonces el alma se une, de modo azaroso, a un cuerpo corruptible y vive con él en este nivel inferior, el mundo sublunar. Y, a veces, recordando el alma sus experiencias cósmicas anteriores, esas que ahora le llevaran a anhelar -desear, amar, necesitar- volver a regresar a la esfera superior celeste de antes, aquel lugar desde donde podría contemplar la Mente Cósmica...  Cuando a Botticelli le encargan  una obra para la formación humanística de un primo de Lorenzo de Médicis -el adolescente Lorenzo de Pierfrancesco-, este magnate de Florencia se dejaría influir entonces por las sugerencias del filósofo Ficino, tutor que fuera además del joven Pierfrancesco. Para que el adolescente se aplique, virtuoso, en su formación de perfecto caballero florentino, ¿qué cosa mejor que una visión estética grandiosa para que asocie él mismo belleza con virtud? Para esto debe conseguir el pintor plasmar en su obra la filosofía neoplatónica, esa que relacionaba el amor y el deseo terrenales con el siguiente plano cósmico superior, el del verdadero Amor y Deseo celestiales.

¿Y, cómo hacerlo, cómo representar Botticelli esa odisea del alma, del amor sublime y del sentido cíclico de las cosas y de su fluir, con las elecciones terrenales de los seres humanos corruptos en la vida natural de su esfera sublunar? Inspirado además en la mitología grecolatina de Ovidio -poeta romano del siglo I-, conseguirá Botticelli la narración necesaria para poder componer esa formación de la gesta del alma. Pero, ¿cómo darle sentido estético a ese ir y venir desde un mundo terrenal a uno celestial? La grandeza del pintor renacentista estuvo en abrir, con Belleza, los ojos del joven Médicis -y de todos los que veamos la obra- para llegar a entender que elegir el camino de la virtud y de la grandeza de espíritu (valores que el humanista Ficino propugnaba) es compatible con la elección de la belleza más terrenal, material y profana. Y esto es así porque el alma hallaría su camino inspirada siempre en la Belleza. Botticelli consigue componer en su obra el circuito vital del alma ahora como una danza representada en tres tiempos y escenas diferentes. Y este circuito se describe y comienza en la obra desde su margen derecho hasta el personaje situado más a la izquierda del cuadro. En este último lugar un joven solitario -el dios Hermes- eleva ahora su brazo derecho hacia el cielo, señalando así el sentido y el camino final del deseo espiritual más elevado. En esta obra de Arte, a diferencia de la obra de El Greco en el Entierro del Conde de Orgaz -aquí hice una entrada sobre ello-, no aparecen ahora ni las esferas del Alma Cósmica ni la de la Mente Cósmica, sino tan sólo las esferas terrenales de la Materia y de la naturaleza del Mundo sublunar. Por eso esta obra de Botticelli se titula como la representación del florecimiento de la estación más germinal del año en la tierra: La Primavera.

Pero, ¿cómo hacer entender al joven Médicis que tiene sentido real, práctico, entregarse al camino de la virtud? Para esto el creador renacentista sitúa en una de las escenas del lienzo tres hermosas jóvenes -las tres Gracias- entrelazadas con sus manos en una danza de equilibrio, de belleza y de sabiduría. Botticelli las representa como la Belleza, el Amor y la Castidad. Las tres unen sus manos en un círculo de intercambio de dones, de dar para recibir, en una expresión de total generosidad. La castidad, gracias al amor sensual, conseguirá descubrir así la belleza, y ésta, a su vez, acabará colmando a aquélla de virtudes germinales similares a la pureza. Y, así, todo fluirá en un mutuo beneficio. Pero, siguiendo con el circuito espiritual descrito antes, el alma caída desde la esfera superior (Alma Celeste) llegará al mundo terrenal de la materia (Mundo sublunar) con el afán ahora propio de lo corruptible. Entonces el alma, representada en la obra de Botticelli por la figura oscurecida de un joven -idealizado como Céfiro, dios del viento primaveral-, buscará abrazarse a su objeto de deseo más pasional, la diosa Cloris, una sensual y deseosa ninfa de los bosques que, fecundada luego por él, se transformará así en la primavera exultante, representada en la obra junto a ella, con la figura a su izquierda, por la diosa mitológica Flora.

Pero, ¿cómo conseguir que el joven Lorenzo de Pierfrancesco no se equivoque en su elección matrimonial -porque la obra buscaba influir en esa sabiduría maternal-? Pues porque ahora la diosa Venus -la figura representada más central en la obra-, en su expresión más terrenal de Belleza, la hija de los dioses y de la tierra, no la nacida del mar -porque esta última Venus, Anadiómena, no tendría madre, mater, materia, a cambio de la Venus terrenal, que sí la tendría-, es la que consigue influir en la decisión matrimonial más correcta y eficaz del joven Médicis. Porque la Venus terrenal conciliaría todas las virtudes terrenales para que el joven Médicis -como un Paris mitológico eligiendo acertado la belleza perfecta- no se deje llevar por las flechas equivocadas de Cupido, el pequeño dios alado alborotador, que se muestra ahora por encima de la diosa Venus, dirigiendo su flecha a la menos adecuada de las tres Gracias... Este es el mensaje subliminal de la obra: que el joven no debe elegir la castidad para poder así tener un matrimonio fértil. Pero que, sin embargo, en el ámbito cósmico -más espiritual-, a cambio, está eligiendo ahora bien el dios Eros -Cupido-, que dirige su flecha a la ninfa Castidad -la Gracia central de las tres a la que la flecha va dirigida-, la única de las tres gracias que aspiraría, mirando el brazo dirigido del dios Hermes, seguir el camino anhelado que su espíritu le muestra ahora hacia un deseo mucho más elevado.  Es decir, dirigirse así el alma ahora hacia la esfera superior más espiritualmente deseada, la más trascendente -aunque improductiva terrenalmente-, y por consiguiente encaminarse, por fin, hacia aquella esfera celeste tan perfecta y anhelada de su recordado erotismo cósmico superior.

(Temple sobre tabla, Alegoría de la Primavera, 1480, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

12 de agosto de 2020

El arrepentimiento es una virtud exclusiva de los dioses, no de ningún ser humano, cuya reflexión apenas cambiará...



Cuando el Arte quiso expresar la tragedia clásica más terrible de la mitología griega, Medea, recurriría o al Romanticismo de Delacroix con el acto cruel representado mientras se lleva a cabo, o a su contrario en el Arte, el Clasicismo, con en el momento justo del instante anterior al hecho trágico, cuando el ser aún divaga o piensa ahora en lo que acontecerá luego.  Pero también, como en todo acto humano, hay un periodo posterior al hecho, ese momento en el que el ser es consciente de sus consecuencias para él o para el futuro. El arrepentimiento es, sobre todo, una virtud personal, una profunda congoja interior que un individuo padece para sí mismo, para su realidad íntima con respecto a lo que ha hecho. Porque lo irremediable es imposible ya cuestionarlo, ni siquiera plantearlo como una redención posible frente a un futuro. Si lo que se dirime en la conciencia luego de cometer un hecho luctuoso es el futuro, es que el arrepentimiento no es interior sino exterior, calmará otras conciencias o el hecho material de lo que pueda suceder en otras ocasiones de inapropiado para el sujeto o su entorno. Pero no cambiará nada en lo más íntimo del individuo responsable. No habrá lección moral ni comprensión real de lo sucedido. Por eso el arrepentimiento no es nada en sí mismo, ya que no se puede volver atrás. Y toda reflexión posterior a un hecho puede cambiar apenas el gesto en una impostura inevitable que solo durará el tiempo necesario de la desolación. Hablamos de hechos realizados con premeditación, no de accidentes. Ese fue el caso de Medea. Terminaría con la vida de sus hijos consciente de ello, y por eso el Arte la representaría antes, durante y después... Pero sólo el después, el tiempo menos artístico de los tres, alcanzaría a llevarlo a cabo un desconocido pintor español en el año 1887. Menos artístico porque en el Arte los hechos consumados no tienen razón estética, no tienen trascendencia. O se dirime antes lo que sucederá o se describe emotivo el hecho mientras se produce. En uno hay grandeza: estamos aún a tiempo de cambiar, en el otro hay emoción dramática: se realiza el hecho y en su sacrificio actual está la tragedia realizándose. Pero, ¿y después, qué hay o qué sentido tiene?

Germán Hernández Amores (1823-1894) se había formado en la prestigiosa Academia de San Fernando de Madrid, pero también recibió el influjo de clásicos pintores franceses e italianos donde adquirió un sentido academicista tan romántico como realista. La cultura grecorromana y la tradición judeocristiana habían sido sus dos grandes temas para plasmar un lienzo artístico. En el caso de esta obra academicista, Hernández Amores busca en la mitología más trágica el relato de Medea y sus hijos malogrados. Pero, a diferencia de los clásicos antiguos, que privilegiaban el momento anterior a la tragedia, o de los románticos, que primaban mejor el instante mismo de la tragedia, el pintor español decide el tiempo donde ni la divagación reflexiva ni la actuación sangrienta tienen sentido. Aquí ya no hay celos, ni amor, ni pasión, ni orgullo, ni ambición, ni parálisis ni desgarramiento. Sólo distancia, solo ingratitud ajena, sólo lamento, sólo hundimiento personal que, sin embargo, podría llevar o no a la salvación o al enmascaramiento. Llevará a la salvación si el sentido de su gesto se corresponde con su interior más sincero de afirmación ante lo sucedido, algo inevitablemente realizado, aunque arrepentido desde la transformación personal del individuo, no desde la relación con el medio, con los otros o con su futuro. Por eso la mayor redención es auto-aniquilarse después (también la forma artística más llamativa para salvar la representación posterior de cualquier hecho), cuando no hay impostura en su gesto sino consecuencia honesta. Medea, según la mitología y sus relatos posteriores, no acabaría con su vida, vagaría por el mundo buscando la absolución, la comprensión o la paz perdida. En esta pintura de Hernández Amores se aprecia la huida posterior al hecho donde dragones o serpientes llevan a Medea en el carro de la muerte hacia un lugar imposible con la vida... Es ahora su gesto lo único que delatará su arrepentimiento. El pintor consigue expresar esa incertidumbre que el Arte en estos casos no lograría, sin embargo, llevar nunca a la genialidad artística. ¿Por qué? Porque no es creíble estéticamente que una venganza sea inmediatamente después contradicha.

Aun así, la obra dejaría abierta esa posibilidad tan humana del arrepentimiento interior más sincero, aquel que no tendría más sustancia de ser que ante uno mismo y sin que el resto del mundo influyese para nada en su realización. El pintor academicista consigue, sin embargo, una versión también romántica de su mitología. Por eso esta obra rezuma cierto eclecticismo artístico que va acorde con cierto eclecticismo moral. Esa fue, tal vez, la virtud iconográfica de su autor al atreverse a hacerlo así. Algo que los críticos o los admiradores de cierta pintura clásica no supieron ver en la obra entonces. O, como sucede a veces en el Arte, no toda representación artística es objeto afortunado de reconocimiento justo. ¿Es esta misma injusticia la que el sujeto actor de un hecho luctuoso llevará siempre cuando se produzca un arrepentimiento? En el Arte podemos ver la obra cuantas veces queramos y analizarla con todas las observaciones posibles, pero, y en el arrepentimiento, ¿alcanzaremos a vislumbrar su verdad? Esto es imposible. Porque el arrepentimiento no es un hecho estético sino ético. El pintor consigue su efectismo estético con su Medea porque la mirada que vislumbra el gesto de ella es la de los que ahora vemos el cuadro, no la de los que podamos juzgarla por su acto ante ella. Su gesto en lo estético es  ahora salvador para nosotros, no para ella; su gesto en lo ético sería solo salvador para ella si fuese honesto y auténtico. Es lo que representa para nosotros ahora lo que el cuadro consigue expresar con su efecto estético. Y lo que consigue es transmitir la congoja arrepentida que de un dolor tan inmenso solo pueda traducirse ahora con la empatía más estética. Vemos a Medea llevando en sus brazos el fruto de su desesperación y de su dolor mismos. Vemos su gesto convincente, a pesar de ser el mismo que cualquier arrepentimiento, posiblemente, solo llevara a serlo estéticamente. Pero, ahora no, ahora el pintor consigue transformarlo en una emoción que, llevada por lo estético, alcanzará una semblanza ética en la imagen de su expresión. Pero sólo en su expresión artística. El Arte no puede ir más allá. Con eso bastará. Así obtiene el Arte el fruto de su recompensa: ese arrepentimiento anticipado que, por ejemplo, cualquier posible observador llevase a bien sentir ahora al admirar, alejado, el sentido tan profundo de una obra como esta.

(Óleo Medea, con los hijos muertos, huye de Corinto en un carro tirado por dragones, 1887, del pintor español Germán Hernández Amores, Museo del Prado, Madrid.)

20 de febrero de 2017

El instante más artístico o esencial de todos es aquel que muestra la actitud más dubitativa.



Así lo habían descrito ya los artistas clásicos griegos, que primaban el momento inmediatamente anterior a lo definitivo a cualquier otro momento eternizado en un lienzo. La leyenda bíblica de Sansón y Dalila había sido llevada al Arte durante toda su historia. En todas las tendencias, en todos los tiempos artísticos y con todos los grandes o no tan grandes pintores, el Arte había elogiado con sus formas y colores la impactante y sorprendente historia de amor y traición de aquel antiguo pueblo filisteo. Porque el israelita Sansón alcanzaría la mayor fuerza humana gracias a la virtud que su dios le favoreciera para vencer la tiranía de los filisteos. A cambio, este pueblo filisteo contaba con otra virtud muy poderosa entre sus filas: la extraordinaria belleza de una de sus mujeres, Dalila. Ella debía entonces seducir a Sansón con un único objetivo: descubrir dónde radicaba la causa de la poderosa fuerza de él. En casi todas las obras de esa leyenda podemos observar o el momento donde a Sansón se le neutraliza, cuando Dalila le corta sus cabellos o ayuda a cortárselos, o también el momento posterior, donde al héroe israelita abatido le ciegan los ojos los filisteos. 

Pero de todas las obras conocidas de ese relato bíblico solo una, la del pintor academicista francés Alexandre Cabanel (1823-1889), elegiría un instante muy diferente a todos: el momento en que Dalila, dormido Sansón en su regazo, divaga ahora dubitativa sobre la acción que debe llevar a cabo. Y aquí el sentido más artístico de una obra de Arte alcanza su mayor elogio. Porque ese es el único sentido que tiene un mensaje trascendente: hacernos ver la emoción y no el hecho, el pensamiento y no la decisión, la duda y no la determinación. Es decir, la humanidad sentida ahora por nuestros deseos posibles y no la infame e irreversible de nuestros actos. La extraordinaria composición de la obra, así como la fabulosa delineación de los contornos del dibujo, hace del lienzo de Cabanel una pintura muy atractiva y convincente. Pero, no es solo eso lo que dispone este maravilloso lienzo academicista. Y por esto mismo es además una magnífica obra de Arte. Por ejemplo, el rostro de Dalila no es aquí ahora el rostro de una gran belleza clásica. Sus ojos, oscurecidos por el hábil contorno maquillado del pincel artístico, delatan ahora la pérfida actitud de Dalila. Su boca perfecta, delineada con armonía sugestiva, está ahora justo ahí apretando los labios en un intento por contener la respiración de su terrible decisión fatídica. ¿Pero, la ha tomado ya? No, aún no. Y el pintor lo manifiesta en su obra gracias a la mano derecha de Dalila, la cual se acerca ahora a su mejilla incólume para recordar, así, con ella, la terrible afrenta al amor que su propia acción provocaría.

Porque ella había amado a Sansón, lo había amado con toda la pasión y con  la veracidad que un amor así podría tener de sincero. Sin embargo, no era este amor más que un síntoma de su ambiguo deseo. Porque su deseo estaba siendo utilizado, sin embargo, entre su pueblo y su promesa de salvarlo de aquel hombre. Los deseos son a veces así: pragmáticos, desoladores, justificados. Y la pasión llevará siempre luego a su ambiguo objetivo: vencer el misterio del otro... Es cuando la fragilidad del otro es vencida ahora por la pasión, y, luego, abandonada por completo, se dejará confiar entre las fauces impostoras de un amor desubicado. Dalila lo sabría y buscaría ese momento, reflejado en tantas escenas artísticas, donde ella descubre el poder de su amante entre los cabellos rizados de su cabeza. Deberá cortarlos o deberá avisar para cortarlos. Y todas las obras de Arte alabarían más ese momento de pasión que cualquier otro. Porque es un momento de pasión también. No hay amor en ese momento solo pasión, la pasión por zaherir el vigor dormido de su amante cortando ahora un cabello poderoso. Y todos los artistas de la historia eternizarían así ese instante definitivo.

Salvo uno de ellos. Alexandre Cabanel decidiría en el año 1878, a cambio, otra cosa diferente. No decide la pasión desarbolada sino el amor encubierto. Porque sí hay un instante de amor ahí. Uno que, aunque dormido, reluce un momento entre el brillo mortecino de la mirada de Dalila. Pero, sin embargo, tan solo será un momento. Aquel único momento prodigioso y dubitativo que elogiaran los clásicos antiguos. Pero que, aun así, ella -el pintor- lo cambiaría aquí muy pronto incluso, aunque no se verá nunca en la obra. Porque no se aprecia ahora ninguna intencionalidad desleal en el lienzo académico. El pintor lo deja eso fuera de su escena iconográfica. Porque es el brazo izquierdo de Dalila el que, junto a su deseo confuso, decidirá luego tomar el cuchillo infame -inexistente en la obra- con el que acabará así matando su deseo. Ese mismo deseo que, poco antes, dudaría no utilizar tan poco tiempo como aquel amor que una vez sintiera... Pero el pintor francés no lo duda, sin embargo. Dejaría que la duda siguiera estando ahí, eternizada, que no se descubriera nunca la probable decisión ulterior de ella. Ese fue el homenaje que el creador hiciera en su extraordinaria obra: que lo verdaderamente grandioso fuese siempre la sensación que nos hace humanos, no la determinada -o determinante- decisión final que, misteriosamente, se nos escapa o se nos desliza, a veces, entre las siniestras oscuridades insondables de la vida. 

(Óleo Sansón y Dalila, 1878, del pintor academicista francés Alexandre Cabanel, Colección privada.)

13 de diciembre de 2016

La significación imprecisa de una obra de Arte renacentista lleva el sello inequívoco de Botticelli.



Es muy conocida la obra Venus y Marte del pintor del Renacimiento Botticelli. Obra icónica de la representación del Amor y de su triunfo ante las adversidades de la vida. El Renacimiento utilizaría el tema amoroso con todas las connotaciones platónicas que el término Amor poseía. El Neoplatonismo sofisticaría el concepto aún más y la escuela filosófica florentina de Marcilio Ficino glosaría los elementos que debía tener una vida completa, correcta y placentera. El Amor se filosofaría aún más. Y los pintores renacentistas, discípulos aventajados y expresivos de esa filosofía, dejaron plasmadas en sus obras el concepto de lo que debía entenderse como la mayor sublimación de los sentidos hacia la esencia originaria de todo lo existente o de la contemplación de lo más anhelado por los seres: el placer espiritual de una visión divina...  En su obra de Arte Botticelli compone una escena mitológica con dos personajes principales, Venus, diosa de la Belleza, y Marte, dios de la fuerza, la virilidad, la osadía o la violencia. La interpretación de esta obra es compleja, aun a pesar de los rasgos conocidos y manidos de su significación primera. De todo lo buscado para conocer más sobre este óleo renacentista sólo estoy de acuerdo con una afirmación del filósofo neoplatónico Marcilio Ficino: las exhortaciones a la virtud se reciben mejor si se representan en imágenes agradables. ¿Son las obras renacentistas asociadas a la escuela neoplatónica como las de Botticelli exhortaciones a la virtud? Casi todo el Arte renacentista es virtuoso. El propio sentido de la escuela de Ficino es encontrar los elementos racionales y sensitivos para acercar el espíritu humano a lo más virtuoso. La imagen agradable o el Arte sofisticado llenos de colores armoniosos y líneas estilizadas llevaban implícito el deseo de pertenencia a ese mundo idealizado, a esas cualidades virtuosas y a indicar además al espectador que lo representado se vinculaba más con lo elevado, con lo más grandioso o con la esfera espiritual más divinizada y última.

¿Qué representa exactamente el óleo de Botticelli Venus y Marte del año 1483? Exactamente es imposible saberlo. Se habla de la prevalencia del amor sobre la guerra, se habla de la virtuosidad de la reflexión ante la osadía de lo terrible, se habla de la astucia de la diosa desarmando al dios más violento. Se habla de las cualidades de Venus frente a los despropósitos bélicos de Marte. Se desnuda a uno para mantener vestida a la otra. Se comprende mejor todo cuando se comparan más veces las cosas semejantes. Es la capacidad de oponer muchas veces algo con otras cosas semejantes lo que llevará al conocimiento finalmente. Para entender la obra de Botticelli podemos compararla con otra obra de Arte de la misma temática y escuela pictórica. Diecisiete años después de pintar la suya Botticelli, el pintor florentino Piero di Cosimo (1462-1522) compuso su obra Venus, Marte y Cupido. No es lo mismo que hiciera Botticelli pues éste no incluyó a Cupido en su obra maestra. Pero sirve su iconografía y composición para compararla con la de Piero. En la obra de Piero di Cosimo vemos, al igual que en la de Botticelli, a la diosa Venus y al dios Marte tumbados ambos frente a frente. También, como en Botticelli, ella está ahora despierta y él dormido. Sin embargo Piero pinta a Venus con toda su belleza desnuda y sin cubrir con prendas su cuerpo. Hay en Piero una igualdad iconográfica en los dos personajes representados. Para salvar la diferencia (que debe existir para distinguirlos ya que el cuerpo de Marte se diferencia en Piero muy poco al de Venus) pinta muy al lado de Venus a Cupido y un conejo blanco. Botticelli no pintaría nada de eso, ni al pequeño dios Cupido ni a ningún conejo blanco. Ni siquiera a las palomas -símbolo de Venus-, que aparecen en la obra de Piero justo en el espacio de la separación física que se establece entre los dos amantes mitológicos (apreciamos la perspectiva tan conseguida de Piero di Cosimo: el pie derecho de Marte no toca ahora el muslo de Venus, están separados aquí los dos -más atrás está Marte-, aunque ahora parezcan ellos rozarse).

En la composición de Botticelli sí están más juntos Venus y Marte, y es posible que el pie derecho del dios tocase ahora el muslo vestido de ella. Pero Cupido, el dios del Amor -Venus es la diosa de la Belleza no exactamente del Amor-, no aparece en el cuadro de Botticelli por ningún lado. No está. Están además en Piero di Cosimo unos pequeños niños alados -puttis o ángeles- que juegan con las armas y la armadura del dios más belicoso de la mitología. Estos seres son juguetones pero inofensivos, son más virtuosos que otra cosa. En Botticelli no están los puttis o ángeles pequeños, pero, a cambio, sí aparecen en su obra pequeños sátiros mitológicos -pequeños seres con patas de carnero y cuernos y orejas puntiagudas, seres sin alas, por tanto lo contrario a virtuosos-, seres para nada inofensivos sino más bien rebeldes y traviesos impúdicamente. Hacen lo mismo que antes: juegan con las armas y los atributos de Marte. ¿Pero, por qué? Los pintores en las dos obras renacentistas muestra el profundo sueño del dios, imposible de despertar a pesar del ruido que hagan los pequeños seres, alados o no. Por consiguiente, podemos establecer algunas cosas viendo las dos obras de Arte. Primero que la diosa de la Belleza está muy despierta; segundo que el dios Marte está muy dormido; tercero que ambos están alejados -aunque en una obra menos que en otra-, ni abrazados ni juntos ni claramente tocados. En el Renacimiento las características de los gestos humanos que manifiestan emociones no son correspondientes al presente. En la Venus de Botticelli, que parece apenas sonreír -como la Gioconda-, no podemos decir exactamente que esté ella ahora con una expresión claramente satisfecha, aunque tampoco lo contrario. Sin embargo, en la obra de Piero di Cosimo sí hay una cierta distensión del rostro de Venus que puede deberse a alguna grata satisfacción emocional.   

Por eso en Piero di Cosimo está ahora Cupido con Venus, está el dios del Amor interviniendo y señala incluso con su dedo índice el cuerpo dormido de Marte. En Botticelli la diosa está sola totalmente, está como esperando algo, con un gesto misterioso además, gesto que hace a la obra maestra mucho más interesante de lo que, a primera vista, parece ser. En Piero di Cosimo no espera Venus ahora nada, ya lo tiene, está ella ahora descansando segura del enlace provocado por Cupido, fructífero por la imagen de un conejo blanco, iconografía de la fertilidad (con Marte Venus tuvo varios hijos). En la obra de Botticelli no hay nada que nos lleve a una visión terrenal -como en la obra de Piero- sino más bien espiritual, con un sentido de trascendencia más sobrenatural que natural. Pero, sin embargo en la obra de Botticelli hay pequeños sátiros, no ángeles sagrados ni benevolentes, lo que conllevará a pensar en una inclusión placentera más terrenal que trascendental... Y es que Botticelli trataría de compaginar siempre ambos aspectos, el terrenal y el sobrenatural, en toda su obra artística. Puro neoplatonismo de Ficino, algo que justificaba el placer físico y terrenal como reflejo de otro placer más elevado, de aquel placer que permitiría vislumbrar la visión cósmica y divina de un ideal superior. Pero, además de todo eso, hay una contraposición absoluta de dos aspectos muy diferentes expresados en estas obras, particularmente en la de Botticelli. La belleza sosegada, sutil, fértil, vaporosa, reflexiva y silente que representa Venus contrasta justo con lo contrario que representa Marte. Porque en ambas obras no aparece Marte con sus características iconográficas manifiestas. Él es la fiereza y la violencia más terrible, su visión activa sería imposible de conciliar con la serena Venus. Por esto mismo es pintado Marte, en las dos obras renacentistas, con la única actitud que puede componerse para una idealización virtuosa y armoniosa de ambos conceptos contrapuestos: dormido él profundamente.

La obra de Botticelli fue creada para una pareja nupcial de Florencia, los jóvenes Médicis y Vespucci, y debía colocarse el óleo en la cabecera de la cama matrimonial. Sin embargo, Venus no es la esposa de Marte, solo su amante ocasional. En la mitología simbolizan ambos la pasión más que el amor. Pero, claro, hay que entender que los conceptos culturales han cambiado con los siglos. No se trataba entonces de expresar una realidad histórica o legendaria, se trataba mejor de acoplar dos seres diferentes -la mujer reflexiva y el hombre viril- que debían entenderse y comprenderse para disponer de una unión placentera. Los aspectos espirituales y materiales debían además ser indicados en la obra. Y Botticelli lo consiguió genialmente. Sólo los pequeños sátiros -no amorcillos- están ahí, en la obra de Botticelli, con ambos dioses para equilibrar una realidad entonces evidente: la unión terrenal y sexual es complementaria para elevar a los dos amantes al sentido trascendente del matrimonio. Pero, sin embargo, el amor no aparece claramente en estas obras (tal como lo entendemos hoy, claro). Tan sólo aparecen la reflexión y la belleza distante y calmada, por un lado. Y tan sólo el sueño, el cansancio del éxtasis pasional y la desnudez de los atributos guerreros, por otro. Con esas dos formas de expresar el sentido de estos dos conceptos tan opuestos es posible el equilibrio, la diversidad y la vida. Para Botticelli posiblemente fue suficiente eso para representar una idea tan misteriosa. Para nosotros, que vemos ahora su obra siglos después, es tal vez un motivo extraordinariamente bello para poder elucubrar, confundir o repensar otras cosas diferentes...

(Detalle del óleo Venus y Marte, del pintor Sandro Botticelli, 1483, National Gallery; Óleo Venus y Marte, 1483, Botticelli, National Gallery, Londres; Cuadro Venus, Marte y Cupido, (c.a.) 1500, del pintor renacentista Piero di Cosimo, Staatliche museen, Gemäldegalerie, Berlín.)

13 de febrero de 2018

La dicotomía del Amor entre la sensación más pasional y la emoción más virtuosa de Belleza.




El pintor más filosófico o metafísico del Barroco lo fue Nicolas Poussin. Nacido en Francia en el año 1594, pasaría sin embargo la mayor parte de su vida Roma. Ha sido el exponente más grandioso de la pintura clasicista en la Europa barroca del siglo XVII. Obsesionado por la mayor virtuosidad del Arte clásico, así como por la Belleza como expresión de su mejor virtud manifestada, compuso el pintor francés muchas obras donde representaría la dicotomía de la Belleza, es decir, la doble vertiente que se nos representa siempre a los humanos para discernir la Belleza. ¿Discernir la Belleza? La Belleza no tiene una sola visión o sensación sino que tiene dos, y esto hace la vida estética de los seres humanos un continuo desazón entre una elección sensual y otra intelectual de la Belleza. En la mitología grecorromana Venus representaba la elección sensual y Mercurio la intelectual. En el año 1627 Poussin compuso un lienzo que apenas un siglo después sería seccionado violentamente y llevado una de sus partes a Inglaterra. Esta parte seccionada es la que vemos aquí; la otra parte, unos amorcillos desperdigados, se encuentra en el Museo del Louvre.  Aun así esta obra parcial de Poussin, expuesta en la Galería Dulwich de Pintura -llamada Venus y Mercurio-, es una manifestación prodigiosa de virtuosa Belleza estética. Pero no es ahora la ocasión de criticar un expolio artístico, que lo fue, sino la extraordinaria oportunidad de abordar el tema tan sutil de la dualidad de la Belleza y hacerlo además con esta representación del genial y misterioso Poussin.

Hay dos formas de manifestar o percibir placer frente a la Belleza. Uno es sensual, carnal, terrenal, lo que expresará pasión por la vida, por la Naturaleza y por su manifestación de equilibrio y armonía estéticas. El disfrute de los sentidos que nos comunicará con cualquier objeto placentero y ajeno a nosotros. Por otro lado está el placer intelectual reflejo de los aspectos más sutiles de nuestra conciencia o mente, como puedan serlos la intuición o la imaginación creativa. También la capacidad de transmitir pensamientos o ideas, es decir, la sensación de disponer de la curiosidad por la expresión de lo abstracto. El Arte es reflejo de las dos formas de percepción o creación. Por un lado, veremos el placer sensual gracias a la representación de lo que nuestros ojos transmiten a nuestro cerebro, reflejo así de sus emociones más primarias. Por otro, asimilaremos el sentido metafórico de la idea, del concepto o de la creación mental que identificará una cosa representada con su definición más sublime. En la pintura de Poussin aparecen dos dioses míticos que representaban esos dos aspectos contrapuestos de la Belleza: Venus y Mercurio. En la mitología, Venus es la divinidad que simbolizaba fundamentalmente la pasión más desenfrenada. Pasión en su acepción de sentimiento muy intenso. Sentimiento de sentir, de padecer con los sentidos el fulgor más tangible del deseo físico. Y satisfacer además ese sentimiento gracias a los elementos de una Naturaleza pródiga, existente, asequible, visible, tangible y cercana.

Mercurio representa en la obra el símbolo de los elementos no tangibles más alejados de la Naturaleza. Elementos trascendentes -por tanto sublimes o más elevados- que para acceder a los seres terrenales, humanos o sensibles se transmiten a través del intelecto por ideas que la mente consigue reproducir con un sentido estético. Elementos armoniosos también dado su origen y su significación de Belleza, aunque ahora ésta sea más introspectiva, serena y trascendente. En la obra de Poussin los dos dioses son representados con la perfección clásica más elaborada del Arte barroco. Sin embargo, el pintor no evitaría aquí el sentido metafísico -perfecto, sublime- con alardes sensuales más allá de lo figurativo. Es Belleza lo que vemos, pero es una clase de belleza que inspira ahora adecuación del intelecto con los sentidos, equilibrio sublime con plasticidad física, o sosiego sereno con armonía natural equilibrada. Hasta la posición de ambos personajes míticos, ahora relajados y cómodamente sentados, sin ningún enfrentamiento pasional, definirá el sentido estético de su iconografía más simbólica: transmitir una armonía no tanto sensitiva como intelectual. Una armonía tan sutil que la mirada de Venus está ahora ensimismada en un pensamiento evadido espiritualmente, no en una visión pasional o en un deseo carnal o en un delirio sensual y manifiesto, sino todo lo contrario. Por su parte Mercurio, convencido y sereno, señalará aquí con su dedo cómo el amor reflexivo -Eros- vencerá decidido al amor visceral más pasional y lastimero -representado por Anteros- en su virtual lucha tan opuesta, fratricida y metafísica.

En la obra de Arte vemos a la derecha los símbolos artísticos que representan parte de esa virtualidad armoniosa de Belleza sublime: el laúd, la paleta del pintor, el caduceo de la retórica, el libro abierto o la partitura de música.  Vemos en la parte opuesta la lucha de Eros y Anteros. Anteros está representado como un pequeño amorcillo mitológico con piernas de carnero, simbolizando el amor pasional más desaforado o el placer sensual más incontenible. Vencerá Eros, que defiende aquí el placer trascendente o intelectual, la Belleza más sublime de la virtud manifestada ahora por el Arte. El pintor barroco glosaría además una obra donde mostraría también la belleza más sensual que pudiera representar el clasicismo en una obra. Pero lo hace con tal sublimidad que el placer obtenido por los sentidos -el visual- no nos lleva ahora sino a calmar las desenfrenadas manifestaciones más sensuales de la belleza. Porque finalmente lo que nos muestra Poussin en su obra es la geometría artística más favorecedora de una armonía estética idealizada de belleza. Un sutil equilibrio estético ahora entre una sensación apenas físicamente tangible y una concepción abstracta idealizada de belleza. Una concepción genial por lo sublime y trascendente que encierra siempre la Belleza.

(Óleo Venus y Mercurio, 1627, Nicolas Poussin, Galería de Pinturas de Dulwich, Reino Unido; Detalle del boceto del dibujo original antes de ser seccionado en el siglo XVIII, Nicolas Poussin.)