Mostrando entradas con la etiqueta Relato breve. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Relato breve. Mostrar todas las entradas

3 de enero de 2013

La verdadera naturaleza de lo que somos: la transformación o el cambio inevitable.



¿Cuánto valen nuestros principios? ¿Cuánto tiempo estaremos dispuestos a mantener lo que pensamos, lo que -supuestamente- creeremos de verdad? ¿Hasta cuándo seguiremos manteniendo el discurso y la actitud que un día nos iluminara como el ser entonces más íntegro, decidido, seguro y resistente ante los vaivenes de la vida o del mundo? Según un antiguo adagio de sabiduría la única forma de conocer verdaderamente a los demás -y de paso a uno mismo- es calzar los zapatos de otros y caminar por el mismo camino abrupto de ellos para, luego de recorrerlo, regresar solo y confundido como antes, pero ahora, sin embargo, absolutamente transformado por la lucidez.

Relato breve: La Transformación.

Existió una vez un hombre que se enorgullecía tanto de lo que era y pensaba, que defendía sus ideas frente a todos para acabar sintiéndose así el mejor y el más fuerte de los hombres. Y de ese modo acabaría actuando siempre, convencido de su alarde personal insobornable. Cuando niño saltaba el primero hacia el campo de los juegos, ideando entonces cualquier cosa convencido de que aquello que ideara acabaría siendo ya seguido por los otros. Defendía así su manera de entender la forma -la única forma- de querer empezarlo siempre todo. También de idear cómo debían ser las cosas para conseguir de la vida la única manera de plasmar, ante él y ante los otros, las reglas inmortales -las suyas- para hacer posible lo que fuese la vida de los otros. Porque así era como él pensaba, sentía y creía que debían ser las cosas de este mundo, cosas que además sólo iluminaban su figura, su mente, sus decisiones, sus ideas y su propia vida vanidosa.

Creció sumido en esa sensación y conseguiría que todo aquello que le rodeara fuese como quisiera él que fuese. De ese modo su medio ambiente influiría sin esfuerzos por cimentar las formas y maneras en que su personalidad terminara por ser encumbrada y considerada siempre. Tuvo, eso sí, la suerte de no poseer más que aquello que precisara para iniciar la vida sin demasiadas cosas; cosas que, de haberlas tenido, le hubiesen impedido ver la vida con su propia claridad ególatra. Desposeído de mucho, comprendería pronto que sólo -sin tener apenas nada- la probidad de una idea le bastaría para satisfacer sus deseos poderosos. Y de ese modo, acabaría por convertirse en un envidiable defensor de los derechos y de la justicia de los otros, de los desarrapados seres que, como él, deambulaban por el torticero mundo desastroso.

Acabaría liderando consignas y agrupamientos sociales, movimientos que pudieran terminar, de una vez y para siempre, las malditas injusticias de la sociedad y del mundo. Pronto su fama alcanzaría aquel prurito de su infancia, aquella singular tendencia a ser embargado por la sensación de representar él lo único representable en la vida de los otros. Le aclamaban, le envidiaban, le consideraban el ser más justo, el más honesto, el más capaz, el más inconmovible y decidido de todos. Sus miserias y sus escasas posesiones alimentaban las ideas -plausibles para todos- que acabaría utilizando además siempre ante los otros, ante él mismo y ante el mundo.

Y así satisfizo su anhelo, su frustración personal y su sentido de ser todo en el mundo. ¡Cómo disfrutaba al comprender que la verdad de su vida era pareja con la verdad que él creía y predicaba como la única verdad que pudiera existir en el mundo! Ya no dudaría más que su destino pudiera calmarse con otra cosa que no fuera su firme, inamovible y fanática manera de pensar. Y todo tendría sentido ya. Su filosofía utilitaria le llevaría así a pelear con fuerza para desposeer a unos -los poderosos según él- de aquello que -injustamente- los otros -los desposeídos- no tendrían. ¿Quién osaría entonces siquiera alzar la voz para argumentar lo contrario? Él sabría que esas ideas elevadas y sagradas compensarían, con fuerza, la desalmada circunstancia de su pobre destino.

Los años pasaron y la vida continuaría con sus azares inmaduros, sus motivos misteriosos y sus alardes sin sentido. Pero, un día, recibiría la noticia más inesperada de su vida. Acababa él de ser tocado por la diosa fortuna. Millones de euros, cientos de millones, osaron terminar en sus manos para siempre. Ahora podría disponer de todo lo que quisiera -sin justificarlo con palabras- para cambiar y mejorar la vida de los otros, porque la suya era inconmovible, definida, ajustada a sus deseos altruistas. Inicialmente, así pensó sobre lo que la vida le ofrecía ahora inesperadamente. Todo podía ahora además ser justificado por fin, llevar a la realidad -ayudar realmente a los demás- aquellos motivos sagrados que le hicieron pensar lo que era, un ser especial, elegido, para los otros.

Pero, todo había cambiado ya, todo era ya del todo ahora diferente. Porque no es lo mismo clamar en el desierto que sentir que éste, ahora, queda ya muy lejos de tu vida. Al principio quiso mantener sus compromisos, quiso diseñar el sentido de su vida y de los otros con los planteamientos que había defendido siempre. Pero pronto las contradicciones suplantaron a los principios. ¿Cómo argumentar con hechos las ideas altruistas cuando aquéllos -los hechos- son contrarios a los intereses mantenidos en un sentido por éstas -las ideas-, ahora ya de por sí totalmente diferentes?  

Cuando una mañana se dirigieron a él para que llevase a cabo con los otros lo que esperaban, sin dudar, que él haría sonriente y satisfecho, descubrieron, con sorpresa, que no estaba para nadie, que había desaparecido para siempre. Lo buscaron, lo llamaron. Esperaron anhelosos que su mesías sobrevenido acabara ya por cumplir, por fin, con sus principios permanentes. Pero, nada, nunca apareció. Se había desvanecido, como la esperanza de los otros, en aquella mañana gris y displicente. (Fin)


A finales del siglo XVI el emperador del Sacro imperio Romano Germánico, Rodolfo II, encargaría al pintor veneciano Veronese (1528-1588) un gran cuadro sobre el amor y sus desdichas. Se inspiraría entonces el pintor manierista en un relato del mítico Hércules, de aquel héroe griego -Heracles- siempre enfrentado por sus deseos opuestos y contradictorios. En una ocasión el personaje mitológico debía elegir entre el vicio y la virtud. Pero como el personaje era un gran héroe griego, el creador veneciano lo pinta entonces eligiendo, decidido, la virtud, no el vicio. Aunque en el cuadro renacentista el vicio -representado por la atractiva mujer de falda roja- acabaría rasgándole ahora una de las medias al céntrico personaje mitológico, obligándole así a volverse, inseguro, sin embargo, de todo aquello que debiera, obstinada y justamente, realizar ya muy convencido el virtuoso héroe.

(Óleo Alegoría de la Virtud y el Vicio, 1580, Paolo Veronese, Colección Frick, Nueva York, EEUU; Obra Transformación, 1981, del pintor Francisco Peinado; Cuadro Las tres edades de la mujer, 1908, del pintor Gustav Klimt, Roma, Italia; Óleo Las tres edades del hombre, la vejez, la adolescencia y la infancia, 1940, Salvador Dalí.)

10 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. III



Relato de viaje. El País de Yebala, parte III y última:

Arcila es una muy pequeña población costera atlántica marroquí, con un gran y decadente Palacio jerifal de principios del siglo XX. Su zoco es un mercado muy animado y sugerente, más aseado y comercial que otros. Pero, son sus playas lo que admiran ahora más mis ojos: enormes, tranquilas, arenosas, azules y blancas. Cuando regresamos a Tánger, el Ramadán de ese día aún no ha terminado. Desde las 4:30 de la madrugada hasta las 19:30 de la tarde, estos enardecidos creyentes musulmanes no pueden comer, ni beber, ni fumar, ni amar. Nada. Sólo vivir como si su Dios no les obligara a cosa alguna. No pueden tomar, ni siquiera, lo que para los cristianos es a veces bendecido: el agua. Es admirable cómo pueden resistir con la temperatura tan elevada y desesperante de sus jornadas. Incluso, por la mañana temprano, se ven algunos hombres, y alguna mujer -pocas éstas-, durmiendo en los jardines, en las plazas y en las calles de la ciudad de Tánger. Al menos así, supongo, podrán sobrellevar mejor tan implacable ayuno.

Al llegar a Tánger el destartalado mercedes de Abdul se enfrenta ahora, a escasas dos horas del final de la jornada del Ramadán, a un tráfico exasperante y enloquecedor, como los ánimos y las ansias de sus habitantes por reencontrarse, pronto, con el desenfreno y el desayuno. El atardecer y la noche es una fiesta, una alegría, porque viven ahora todo de golpe, todo lo que antes no podían. El bullicio y la sonrisa deambulan por las terrazas de los bares y las cafeterías. Éstas se llenan para alimentar a tantos y tantos estómagos sacrificados, apenas minutos antes, por un Dios atormentador, inflexible, patriarcal, universal, entrometido, implacable, justificador, recurrente, permanente, temido e invisible.

Amanece demasiado pronto en Tánger. La madrugada nos sorprende, además, con el potente canto del muecín. Este es atronador, insensible, desconsiderado e insomne. Casi una hora dura para recordar a los suyos que deben orar y orar y orar a su único Dios, a su único sentido vital. Amanece demasiado pronto. Con sus dos horas de adelanto el sol, hiriente, elevado y majestuoso, iluminará ya toda la ciudad con una luminosidad demasiado cegadora y poderosa. Pero, para ellos, tan sólo habrán pasado si acaso pocos minutos desde las seis de su madrugada en parte iluminada. Una mañana que volverá a ser, en este mes sagrado del Ramadán, como ayer y como mañana: desesperante, impaciente y atormentadora, pero fiel, absolutamente fiel, sagrada y respetable.

FIN

(Imagen acrílico sobre tela, Artesanía marroquí, www.artquid.com; Fotografía de una calle tangerina vacía por la mañana temprano; Fotografía del Palacio jerifal, Arcila, costa atlántica marroquí; Imagen fotográfica del puerto de Tánger; Fotografía de la ciudad de Tánger al amanecer; Fotografía de un minarete musulmán en Tánger, desde donde sitúan altavoces para hacer la llamada del almuédano; Fotografías de calles de la medina de Tánger, mañana de Ramadán; Fotografía distanciada de la ciudad de Tánger; Imagen del gran catamarán, que realiza el trayecto Tarifa-Tánger, llegando al puerto tangerino; Fotografía del estrecho de Gibraltar, con la silueta de España al fondo, 2011)

9 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. II



Relato de viaje. El País de Yebala, parte II:

Las dos horas de retraso de diferencia con respecto a nuestro horario europeo, ni siquiera lo percibimos más allá de una intensa sensación lumínica solar. Mucho más contrasta ahora percibir otra diferencia, la que nuestros ojos reciben al comprobar otra realidad muy clara: ¿cómo es posible que, tan sólo en catorce kilómetros de distancia casi, se note tanto traspasar de un mundo a otro? El enorme cambio, la gran transformación llevada a cabo en España en los últimos cincuenta años, se comprende aquí especialmente. El constante progreso habido en mi país contrasta con la parálisis reticente de este pueblo singular. Por ello, a pesar de la importancia de la hora como un referente necesario para vivir en un lugar concreto, decidimos seguir sin cambiarlas, sin adaptar ya nuestras dos horas añadidas europeas. 

Porque aquí sí, sin cambiar las manecillas del reloj, podemos incluso llevar a cabo nuestra vida. Tal es el inexistente motivo, innecesario ahora, para poder realizar ya todo lo preciso para recorrerlo. Es como viajar en el tiempo mucho atrás, ¿para qué se requiere, entonces, adaptar el tiempo en un mundo en el que el tiempo no se ha adaptado? Cincuenta años, tal vez, es la diferencia entre España y Marruecos. Pero, esto no es extraño. Este mismo tiempo de diferencia es el que existió, hace esos mismos años, entre por ejemplo España y Francia. Hoy, sin embargo, España ha conseguido igualarse a Francia después de ese tiempo. ¿Conseguirá Marruecos lo mismo con respecto a España dentro de cincuenta años? Lo dudo mucho.

A la mañana siguiente Abdul, el taxista pactado, nos esperaba ya con su destartalado mercedes para llevarnos a Xauen. Ciento treinta kilómetros, aproximadamente, de distancia desde Tánger. Soportamos casi tres horas llevaderas de viaje gracias a un paisaje fascinante. Éste cambia aquí sorprendentemente. Del árido y brillante -por el resplandor luminoso del sol- al verde, sosegado y hasta refrescante entorno transitamos ahora a lo largo de la estrecha carretera. A mitad casi del camino se encuentra la colonial y curiosa ciudad de Tetuán. Antigua capital del Protectorado español en Marruecos; esta histórica urbe norteafricana se situa a los pies de una ladera montañosa, lo que le ofrece un clima muy templado que, supongo, hizo decidir, además de su céntrica situación geográfica, a los españoles de entonces para que fuese la capital administrativa y militar de su colonia. Aún las decadentes leyendas en español se observan en los edificios construidos a principios del Protectorado, que duraría desde 1913 hasta 1956. Es una delicia detenerse en la plaza de España y sentir como se dirigen a nosotros los improvisados guías en casi un perfecto castellano.

Luego seguimos hasta Xauen. Ahora hay que subir y subir cuestas, con el destartalado mercedes, que se calienta como nosotros bajo el sol hiriente y desaprensivo del Marruecos septentrional. Xauen fue una ciudad santa musulmana durante 1250 años casi, hasta 1920. Ningún ser humano blanco, o infiel, pudo traspasar las murallas de su perímetro. Así que, hasta que los españoles no entraron en ella, un 14 de octubre de 1920, sus casas y sus colores azules y blancos no fueron admirados por ojos distintos a los rifeños nativos. Es Xauen un lugar único, pequeño pero grandioso, distante pero cercano con el extranjero. También aquí es fácil comunicarse en español, sobre todo con los comerciantes avispados, que no pierden la ocasión de invitar a un té moruno con la poco escondida estratagema de mostrar sus alfombras y sus productos al sorprendido y maravillado turista. Ahora mirábamos atentos las prodigiosas moquetas, hechas a mano y llenas de colores y tonalidades sólo concebidos por este pueblo, cohibido ya en otras manifestaciones de sus vidas, pero no en los cromáticos, desinhibidos y vibrantes reflejos artísticos de sus alfombras multicolor.

(Continuará...)

(Cuadro del pintor sevillano Ricardo López Cabrera, 1864-1950, Marruecos; Fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 7 horas 11 minutos hora española, 5 horas 11 minutos hora marroquí, agosto 2011; Otra fotografía del puerto de Tánger al amanecer, 2011; Fotografía de una plaza de Tánger, algunos fieles tumbados en el cesped descansando muy temprano por la mañana, cuando el Ramadán les obliga a no tomar absolutamente nada, ¡ni agua!, 2011; Imagen fotográfica de parte de la ciudad de Tetuán al borde de la ladera montañosa, 2011; Fotografía de un antiguo colegio español en Tetuán, 2011; Fotografías de Xauen, calles pintadas de azul, ocre y blanco, 2011; Fotografía panorámica de la ciudad de Xauen, 2011; Imagen fotográfica de una mujer lavando con sus pies, a orillas casi de un manantial de agua muy fría, Xauen, 2011.)

8 de agosto de 2011

La separación, la diferencia y la cercanía; el contraste de una región, el de un pueblo y su historia. I



Los griegos y su mitología influyeron a muchos pueblos que convivieron o comerciaron con ellos. Uno de estos pueblos de la antiguedad fueron los fenicios. Ellos fueron los primeros y más ávidos viajeros de la historia buscando lejanos lugares donde comerciar. De ese modo, llegaron al final de la costa mediterránea suroccidental, casi al comienzo del gran mar tenebroso -el temible y desconocido Atlántico-. Y allí, en una enorme, tranquila y acogedora bahía norteafricana, fundaron una gran colonia y un muy protegido puerto. Más tarde, los cartagineses -los fenicios norteafricanos- la llamaron Tingis. Y todo eso sucedía sobre el año 1450 antes de Cristo, por tanto, una de las más antiguas ciudades del occidente mediterráneo. Los fenicios encontraron un pueblo, los amazigh -hombres libres-, que llevaban viviendo allí casi cinco mil años antes. Con esos hombres libres comerciaron aquellos cartagineses, y convivieron con ellos durante muchos años. Pronto llegaría Roma -año 45 a.C.-, y, con su implacable impulso civilizador, acabaría llamando bereberes -bárbaros- a esos nativos autóctonos del oeste norteafricano. Cuando Heracles -el Hércules romano- fuese enloquecido por la diosa Hera -lo odiaba por haber sido hijo ilegítimo de Zeus, su esposo- llegaría a matar, sin quererlo él, a sus propios hijos. Al comprenderlo luego, no pudo más que buscar consuelo en la corte de su amigo Tespio. Éste entonces le ayudaría a purificarse...

Pero, luego, una de las pitonisas del oráculo de Delfos le aconsejaría además que fuese al reino de Euristeo. Este otro rey le comunicaría a Heracles que la única forma de redimirse que él tendría sería realizar doce trabajos, las tareas más difíciles del mundo por entonces. Uno de ellos sería conseguir las manzanas de oro del Jardín de las Hespérides... Hércules, sin embargo, no sabría nada de ese lugar, ni dónde estaba ese jardín, ni las manzanas, ni cómo obtenerlas, ni tampoco con quién -o con qué- se enfrentaría. Tan sólo que el maravilloso jardín se situaba ahora hacia donde el sol se ocultaba, en el lejano occidente, muy cerca de donde moraba el titán Atlas. Para llegar hasta allí, tuvo que pasar Heracles -Hércules- por el país del fiero gigante Anteo, guardián de aquellas tierras occidentales. Éste era hijo, nada menos, que del poderoso dios del mar, Poseidón, y de la gran diosa de la Tierra, Gea. Hércules decidió entonces luchar, y, cogiendo del cuello al gigante, le obligaría a caer al suelo. Sin embargo, la madre de Anteo -Gea- le volvía a levantar, dándole aún más fuerzas a su hijo. El hábil y poderoso héroe griego entendió entonces que debía ahora separarlo de la tierra, sólo así evitaría el influjo de su madre. De esa forma lo tomaría en vilo, lo golpearía y lo mataría. La esposa del gigante, Tingis, acabaría entonces enamorándose de Hércules. Ambos llegarían a tener un hijo, al que pusieron por nombre Sufax. Éste acabaría sustituyendo a aquel que no llegaría a ser su padre -Anteo-, para guardar ahora el país de los amazigh, de los bereberes. Con los años, ese pueblo norteafricano acabaría llevando a su propia mitología la leyenda de ese Hércules, de quien terminarían descendiendo todos sus habitantes.

Roma acabaría con los años conquistando toda la región a los cartagineses, y sojuzgando luego a todos sus pobladores autóctonos. El emperador romano Claudio rediseñaría el país con dos nuevas provincias en el año 42 d.C. Las denominó Mauretania a ambas; una, la más occidental, Mauretania Tingitana; otra, la más oriental, Mauretania Cesariense. Tánger entonces pasaría de ser un poblado portuario y comercial a convertirse en la gran capital de la provincia romana de la Mauretania Tingitana. Sus relaciones, por ejemplo, con la provincia senatorial (las provincias senatoriales pertenecían al Senado, eran más privilegiadas a diferencia de las otras, las provincias imperiales o militares) de la Bética hispana -actual Andalucía occidental- fueron muy estrechas, tanto que aquélla llegaría a depender política y económicamente de ésta. Los bereberes, los autóctonos de esas tierras norteafricanas, llegaron a ser muy solicitados por los generales romanos como fuerza de ataque eficaz para sus caballerías ligeras. Después pasarían los años, muchos años, hasta que Uqba ibn Nafi (622-683), un general árabe al servicio de los califas omeyas de Damasco, alcanzara con sus huestes musulmanas las costas mediterráneas del noroeste africano, arrasándolo todo y obligando a sus pobladores paganos a convertirse, inevitablemente, a su nueva religión islámica.

Relato de viaje. El país de Yebala, parte I:

El calor sofocante de esa tarde me hacía presagiar ya un clima muy parecido al otro lado del estrecho. El clima de Tarifa es pegajoso y poco acogedor a veces. Ahora, cuando apenas quedaban treinta minutos para embarcar, pienso en lo que ese pequeño paso del océano al mar ha supuesto para la historia. Por dos ocasiones, con un intervalo de trescientos años, fue un lugar que albergaría dos acontecimientos trascendentales. Primero en un sentido, desde Europa hasta África; luego, después, en el otro, desde la costa africana a la española. En el siglo V d.C. los vándalos, pueblos bárbaros del norte europeo, lo cruzaron hacia África para acabar con la joya alimenticia de Roma. El norte de Marruecos por entonces, la Mauretania Tingitana, era un granero que servía para dar de comer a casi toda la civilización romana. Los vándalos destruyeron eso y Roma comenzaría a declinar. Después, trescientos años más tarde, los árabes recién llegados de Oriente, conquistadores ávidos y atrevidos, pasaron esta vez desde las costas tangerinas -adonde ahora me dirigía- hacia las tarifeñas costas de España. Estas dos historias acabaron con dos mundos entonces. Ahora, sin embargo, los dos viajes -la ida y la vuelta- serán algo nuevo para mí. Pero, no acabará con ellos nada ahora, como entonces, todo será otra cosa ahora, todo ahora será muy diferente en esta ocasión.

El barco, un gran catamarán-jet que almacenará coches, autobuses y maletas, dispone de tantas butacas en su cubierta interior como un gran local cinematográfico donde, ahora, es otro aquí el espectáculo. El mar-océano, cuyas dos costas enfrentadas se verán claramente, refleja la cercanía y, a la vez, la lejanía que ambos mundos, el africano y el europeo, tienen entre sí. Luego de algo más de media hora de navegación, el puerto de Tánger nos recibe como los personajes nativos que se acercarán para conseguir unas monedas y llevar nuestro equipaje: descarado, incómodo y algo desolador. Después de traspasar los ineficaces sistemas de escaneo aduanero, llegaremos a la puerta de la terminal portuaria. Allí, de pie, un bereber sonriente nos indica ahora que es él el que nos espera para llevarnos al hotel. Éste, sin embargo, es un edificio demasiado cercano como para haber justificado así un pequeño viaje desde el puerto. Pero, pronto comprenderemos que las distancias aquí no son geográficas sino culturales, económicas, materiales... y temporales.

Al bajar de la pequeña furgoneta y caminar por un destartalado descampado urbano siento por primera vez que estoy en otro lugar, en otro mundo, muchos años más atrasado que del de donde vengo. Caminamos subiendo pequeñas calles que empiezan a delimitar un ecosistema nada turístico, muy poco acogedor. Pero, es el olor ahora sobre todo, un olor a estiércol, a penetrante aroma rural y campesino, lo que nos recibe impenitente. Sin embargo, estamos en una de las más importantes ciudades del norte de Marruecos, ciudad que fuera perla del occidente europeo durante años. Por fin, cruzamos la puerta exterior del hotel Continental. Es como la entrada a un paraíso, a un oasis requerido, luego algo decepcionante pero, ahora, nuestra casa. A medida que avanzamos hasta la recepción del añejo edificio el calor húmedo, penetrante e intranspirable que se adueña de nuestra piel, me hace necesitar despojarme, rápidamente, de todo lo que llevo encima. Al fin, la habitación se presenta como una solución imaginada por mí. Pero, es sólo eso, imaginación, nada más. Entonces mi cerebro comienza a sentir ya la realidad. Me desnudo buscando quitarme el calor pegajoso. No se va la sensación. La ducha fría me satisface, a pesar de comprobar que sólo esa temperatura es la que podremos usar en nuestro baño, por ahora. Baño que me permite ver, por su ventana de cristales diáfanos y sin cortinas, un paisaje desconcertante y arrasador, contradictorio y casi surrealista. Como el gran país que nos acoge tras el sonido tranquilizador o relajante, a esas horas, del llamado a la oración, un motivo que, ahora mismo -en Ramadán-, obligará a sus habitantes a ayunar desde la salida del sol hasta su ocaso.

(Continuará...)

(Cuadro del pintor americano Louis Comfort Tiffany, Día de mercado fuera de las murallas de Tánger, 1873;  Óleo del pintor francés Delacroix, Combate de Giaour y el Pachá, 1827; Imagen de las ruinas romanas en la Mauretania Tingitana, Arco de Triunfo de Caracalla, Volubilis, Marruecos; Estatua de la caudilla guerrera bereber Kahina, Argelia, que luchó contra los árabes aliada con los bizantinos romanos; Cuadro del pintor Henri Matisse, Ventana sobre Tánger, 1912; Fotografía de un campanario en una iglesia católica en Tánger, 2011; Fotografías actuales de la ciudad de Tánger, Marruecos, 2011.)

11 de julio de 2011

Parte III. La regresión como un fenómeno salvífico o cuando volver es lo importante.



Veintiún años después de la conquista y colonización de la Nueva España, actual México, los españoles se plantearon la posibilidad de alcanzar aquellas islas de las especias del Oriente que ya Colón pensara, equivocadamente, que fueran las mismas que sus pies pisaron un 12 de octubre del año 1492. Así que el primer virrey de Nueva España, Antonio de Mendoza, ordenaría embarcar en el año 1542 varios navíos para conseguir descubrir nuevas rutas hacia occidente que posibilitasen obtener acceso a las famosas y valiosas especias del lejano sureste asiático. A Ruy López de Villalobos (1500-1544) le resultó fácil llegar y descubrir un archipiélago al que bautizaría Filipinas en homenaje al entonces príncipe Felipe. Pero volver, regresar a Méjico a través del impresionante Mar del Sur -o Pacífico- fue algo muy difícil, muy peligroso -Villalobos moriría en la isla de Ambón-, muy largo y complicado. Del mismo modo, las siguientes expediciones organizadas para encontrar las islas de las especias fueron todas un total fracaso.

Pero cuando el rey español Felipe II comenzara su reinado, se empeñaría en que se descubrieran unas rutas marinas eficaces entre la costa mejicana y las islas bautizadas con su nombre. Así se ordenaría una expedición que, en noviembre del año 1564, surcase el océano Pacífico hacia el oeste. En ella debía ir como asesor científico y piloto de derrota el gran marino vasco Fray Andrés de Urdaneta (1508-1568). Este extraordinario explorador español consiguió, gracias a sus conocimientos cosmográficos, descubrir una ruta para regresar, el tornaviaje, un itinerario por latitudes muy al norte que aprovecharía la, hasta entonces desconocida, corriente marina de Kuro Siwo. Con un sólo navío, Urdaneta pudo llegar a Acapulco (México) de regreso tan sólo cuatro meses después de salir de Filipinas. Eso supuso, por fin, poder disponer de la mayor y más rentable ruta marítima comercial conocida en toda la historia de la Humanidad, llegando a durar -el conocido por entonces como Galeón de Manila- por más de doscientos cincuenta años su derrota en el Pacífico.

Relato Breve. El Regreso, parte III y última:

Me eché en la litera, apagué la luz y no cerré, entonces, ni los ojos. Únicamente, como en un flash, aparecía de vez en cuando, iluminado, el espejo del compartimento. El resto, sencillamente, no aparecía. Como si no hubiese existido nunca, como si no existiera. Edmundo, hijo, venga, date prisa. Aquella noche apenas dormí, recuerdo, esperando que la luz del pasillo me permitiese, por fin, empezar el día más maravilloso de mi niñez. Mi madre se dirigía al andén donde, desde hacía horas, descansaba, dormido aún, el mayor sueño de mi infancia. Siempre había tratado de colocar la silla delante del inmenso ropero del abuelo, donde mi padre, arriba, lejos de la curiosidad, guardaba, apenas sin polvo, la locomotora que compartiera gran parte de mis evasiones y que, creo yo, me imprimió este ánimo por salir, por ir lejos, más lejos todavía. El proyecto de viajar me invadió todo. Con ojos vírgenes descubrí un mundo de fantasía lejos de mis juegos y las vías de hojalata. Nunca olvidaré lo que sentí entonces. Mi corazón ahora latía a la misma velocidad que el sueño. Aquella imagen recordada me llenó de nostalgia y algo hizo que mirara la ventanilla, fue entonces cuando ésta lloró. Mis lágrimas y las suyas coincidieron en el tiempo. Parecía que, por sus ojos cristalinos, hubiese experimentado la lluvia el mismo sentimiento que yo. ¿Cómo era posible -pensaba- que este mismo escenario, que esta misma ventana, fuesen lo que, entonces, me permitiesen descubrir todo lo que mis deseos anhelaban llenos de felicidad? Este mismo vagón, esta velocidad, eran la misma, aun el mismo sonido. Entonces me llevaban, ahora me traían. ¿Qué ha cambiado, pues? La lluvia caía con más fuerza y el viento la hacía dibujar en el cristal caminos incoherentes.

Siempre entraba alrededor de las nueve y cinco, el bedel me saludaba desde su refugio y, con aire dinámico, subía las escaleras redondas y frías hacia la planta más escandalosa del centro. Esa mañana el bedel no sólo me saludó sino que además me entregó una notificación importante. Poco después me encontraba en el despacho del señor Iranzo, director del instituto.
-Por favor, siéntese.
-Gracias.
-Seré breve y conciso. Bien, hay pruebas de que existe un canal de entrada de droga en el centro. Tenemos datos fiables de que ese canal es usted.
-Pero, ¿qué está diciéndome?
-Lo que oye, hay testigos además.

La explicación de todo no tiene ahora el mayor sentido. Empezaba a encajar el puzle desordenado que comenzara una noche en las entrañas de la ciudad. Efectivamente, se demostró que existía un tráfico importante de estupefacientes en el instituto. Comprendí la fiesta, el señor maduro, la esencia… Pero, faltaba lo más inevitable: la víctima.

El ritmo acompasaba mis recuerdos, éstos se sucedían con la misma cadencia. Hubo un momento en que el ritmo se expandió, se esparció por todo el espacio que comprendía el recinto estrecho y confortable del compartimento. Pero ya no se percibía, formaba parte de todo, hasta de mí. Mis párpados me traicionaron y acabé por cerrarlos. Sólo en ese instante dejé de soñar. La luz se hizo de pronto entonces, inundó rápidamente el espacio que, como una prolongación mía, notaba ya la falta del ritmo, del movimiento, del reflejo dinámico de la vida. Era una estación pequeña pero iluminada, sin salas de espera porque toda ella era una. Me incorporé, abrí la ventanilla mojada y fría y miré, miré con ojos conspiradores al empleado, al banco solitario, al letrero, al reloj y hasta una campana vieja, negra, mohosa, casi sin vida, cansada de esperar su momento de nuevo, cansada de esperar ese tren que la permitiese, como entonces, volver a recorrer el espacio que su sonido marcase a base de golpes. Antes de que me percatase del frío húmedo que penetraba en el interior, las manecillas del reloj de la estación ya habían cambiado de posición con respecto a mis pupilas. Lo cerré todo automáticamente, incluso la pesada y opaca cortina anaranjada. No quería volver a despertarme, pero, para ese momento, ya no podía recordar cómo se cerraban los párpados siquiera. El sueño no sólo me había vuelto sino que me impedía ahora evitar recordar aquellos instantes vividos, hace años, donde un tren, un paisaje, un ritmo, un sonido y un aroma compartieron tiernamente las sensaciones más hondas que mi cerebro pudiera recomponer en imágenes, ya pasadas, y grabadas profundamente en mi alma.

Tardé menos de lo que suponía se podría tardar en esas ocasiones. Deseaba marcharme cuanto antes. El equipaje me permitiría olvidarme de las personas y de las emociones, frustradas ya, que me producían aún estupor y desasosiego. Tan sólo necesité tiempo para realizar una llamada. Con esta llamada telefónica mi voz recobró parte de sentido, merecía la pena articular palabras, es más, deseaba hacerlo.

-Juan, ¿qué hay?, me alegro tanto de oírte.
-¿Qué pasa Edmundo, hacía tiempo que no llamabas, cómo estás?
-Regreso, Juan, vuelvo mañana.
-Pero, ¿cómo es posible?, la sustitución era para, al menos, seis meses, ¿no?
-Ya te contaré; sólo decirte que deseo volver desesperadamente. Espérame en la estación del Norte sobre las ocho cincuenta de la mañana.
-De acuerdo, espero que te encuentres bien.
-Sí, hasta mañana, Juan.
-Hasta mañana, Edmundo.

Era curioso que, sin embargo, sintiera ahora casi la misma inquietud que hace muchos años una noche, aun a pesar de no tener ni los mismos motivos, ni el mismo destino, ni la misma causa. No necesitaba más que una copa, una silla, una mesa y un papel, ya que el bolígrafo lo manejaban mis dedos desde que colgué el teléfono de mi conversación con Juan minutos antes. Era una necesidad que no manifestaba desde hacía bastante tiempo. Ni siquiera cuando las alas del amor se posaron en mis hombros aquella vez que, aquella chica, Alicia creo, sí, Alicia se llamaba, irrumpió en mi vida sin aviso y sin justificación se fue, desenterrando de mí más razones, posiblemente, que las que ahora me animaban a escribir un sentimiento parecido. Pero es que el desencanto no pregunta en qué grado ha de sentirse la melancolía, esa tristeza profunda pero inspiradora, quizá más inspiradora que otra cosa.

Faltaban aún dos horas para tomar el tren que me devolvería a mi pasado. Es sorprendente cómo un pasado puede estar lleno de más vida que un presente. El día se estaba acabando y no deseaba hacer más que esperar, empujando los minutos con el deseo más que con los segundos. Cerré la puerta de mi vivienda, que me sirvió en la ciudad de compartimento estático y sin ritmo, pero esta vez no me quedé dentro, lo dejé a espaldas de mi anhelo. Recorrí por última vez el trayecto urbano con mis pasos y me dirigí, a lomos de otra máquina -el taxi oportuno- al santuario donde se veneran los sueños del espacio, del destino, del adiós y del regreso.

Descubrí que me hube dormido, después del último pensamiento nostálgico, cuando desperté por el aviso certero y claro del revisor que, recorriendo el pasillo, acompasaba con golpes el ritmo del traqueteo recordado horas antes esa noche. Instintivamente me dirigí a la ventanilla ascendente. Es asombroso como ésta determina muchos de los movimientos que se pueden hacer en un compartimento. La abrí y ya casi el sol levemente, muy levemente, coloreaba algo el paisaje natural, dándole una vida no sólo a lo que veían mis ojos sino a mí mismo.

Todavía quedaban algunos kilómetros para llegar, para volver a llegar, que es lo que es un regreso. Quise salir ahora de esta celda elegida, querida y sin barrotes. Caminé por un pasillo menos iluminado, descubrí más ventanas y paisajes, pero ¿y el sol, dónde estaba? Otro aspecto tenía todo aquí; era ese momento, ese instante, en el que el astro aún apenas se eleva por el oriente y, por tanto, el oeste sólo volvía a ser noche casi. Pero duraba poco, como los árboles, como los animales que pastaban empezando el día con el alba rajada por el surco del tren en su paisaje. Luego las vías se entrecruzaban, como queriendo distraer al viajero del camino que realmente va a transitar... -¡Edmundo, Edmundo! –alzó Juan la voz al verme. -Juan, me alegro tanto –cortó un abrazo oportuno. -Dime, ¿qué ha pasado? -Que, simplemente, he regresado. -¿Regresado? -Sí, regresado, algo que he aprendido en una noche: regresar, a veces, es descubrir tu mejor triunfo.

Juan me miró confuso y convencido de que ya se enteraría más tarde de todo. Yo sólo estaba cansado de tanto regresar y lo único que hice, cuando el andén dejó de serlo, fue detenerme, girar mi cuerpo y mis recuerdos y mirar atrás, como sintiendo que dejaba algo a mis espaldas.

-Edmundo, vamos, ¿qué haces?
-Sentir, Juan, sentir que estoy ya en casa.

FIN

(Óleo del pintor cuatrocentista italiano Pinturicchio, 1454-1513, Regreso de Ulises, 1509, National Gallery, Londres.)

10 de julio de 2011

Parte II. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



Relato Breve El Regreso, parte II:

El vagón era alto, nadie desde fuera podría, por mucho que se alzase, alcanzar medio metro menos desde la ventanilla del compartimento. Entre otras cosas, esto me seducía ya que, a la vez, me encontraba en un lugar concurrido, público, ocupando un espacio provisional –el tren pronto se pondría en marcha y abandonaría aquel mismo espacio- y también íntimo, personal, inviolable. Me desnudé en medio de todo aquello sin pudor. Ahora miraba, por el único vínculo que me conectaba con el mundo exterior -la ventanilla ascendente del compartimento-, las luces por encima de los edificios oscuros que delimitaban la estación. Parecían desde allí que quisieran saludarme; en ese momento un expreso irrumpió, imprevisto, por una de las vías paralelas.

Estuvimos todos bebiendo bastante tiempo, yo dejaba que el licor fuera lo único que supusiera algún deseo de satisfacción. Enrique contaba anécdotas vividas con sus alumnos. Todos reían, y yo, ajeno a todo, sólo elevaba el vaso a mis labios para poder mirar, clandestinamente, el único rostro que veía. Embriagado sutilmente a causa de la actitud observadora que llevaba, no percibí que casi todos se habían marchado hasta que me encontré solo, sólo con mi copa, y ésta ya se encontraba vacía.

- Vamos, Edmundo, tomemos la última…
- Enrique, ¿se han ido todos?
- Sí.
-¿Y Verónica?
- Te ha gustado, ¿eh?
- Es que no he tenido ocasión de…
- ¿De qué? –cortó.
- De despedirme.
- Así es aquí, hombre, todo fugaz y pasajero.

Las palabras de Enrique justificaban todo, incluso lo abandonado del local, que ahora se asemejaba más a aquel lugar inusitado y misterioso que acabábamos antes de visitar. Nos sentamos incluso y no faltó ni el joven sirviente, ni la mesa, ni la copa, ni el ambiente.

- Dime, Enrique –aproveché cuando el filo de su vaso rozó tiernamente su nariz-, ¿qué es eso de la esencia? Tardó en contestar menos de lo que se necesita en desocupar el líquido del vaso que manejaba, pero más de lo que hubiese supuesto.
- ¿No quieres triunfar, conseguirlo todo, alcanzar eso por lo que te ha merecido la pena venir?
- Bien, y si fuera así, ¿qué tiene que ver con eso?
- Todo –interrumpió violentamente. Esa esencia –continuaba- te permitirá ser admirado, conquistar a las mujeres que desees, conseguir la capacidad y la decisión suficientes para emprender y obtener el éxito. Te ofrecerá la aguda y mágica aptitud para la convicción, arma poderosa y mortal en manos y palabras de un hombre.
- Pretendes que crea que un frasco, un simple frasco de eso, sea la causa de todo lo que dices.
- Sí.

Sentí como todo tembló suavemente y, con ello, hasta los edificios negros del fondo. La estación se movía. Me acerqué a la ventanilla ascendente y al ver en el andén algunas personas quietas, inmóviles, saludando, comprendí que el tren empezaba, por fin, y yo con él, el camino de regreso. Al principio los edificios negros dejaron paso al muro iluminado débilmente, y éste a los postes eléctricos igualmente negros e igualmente débiles. Un pitido intenso y prolongado, casi musical por el efecto del viento que lo guiaba, me hizo asomarme fuera. La ciudad desde aquí tenía otra imagen, pasábamos ahora, como un ajeno impulso nervioso, por el itinerario más vergonzante del coloso. Sus miserias se dejaron ver, sórdidamente, hasta que traspasamos la frontera de sus garras. Para ese momento yo ya habría dejado de mirar, de sentir, de pensar. Cerré la ventanilla y tranquilamente me senté, olvidándome incluso qué hacía yo allí.

Un fuerte dolor de cabeza me impedía estar concentrado. Mis alumnos, posiblemente, no se daban cuenta de ello, pero esto no era sorprendente ya que apenas se percataban de nada. Al salir del aula fui al bar a tomar algo. Enrique se encontraba allí.

- Edmundo, ¿vienes conmigo por la esencia? –lo pronunció bastante serio para mi gusto.
- ¡Por favor!, Enrique... –dejé oír convincentemente.
- ¿Qué, no quieres..?
- No.
- De acuerdo, iré solo. Por cierto, esta noche nos reuniremos en casa de unos amigos. Estará Verónica, ¿vendrás?
- Bueno. –contesté como para terminar de una vez.

Cuando llegamos a la casa Enrique se perdió entre las columnas humanas que formaban su entorno. No conocía a nadie. Ningún rostro de los que pude ver el otro día recordaba. O, tal vez, entonces no me fijé. Otra vez sólo me acompañó un vaso y su contenido. Lo recorría de un lugar a otro como si hiciese estación en cada sitio para justificar su transporte.

- Edmundo, ¡ven!, por favor –la voz de Enrique reconocí.
- Ya voy -dije solícito.
- Este es Edmundo, Jaime.

Un hombre maduro, al menos en apariencia, me saludó fríamente. “Encantado”, contesté muy educado. Luego me explicaría mi cicerone que se trataba de un poderoso hombre de negocios que intentaba introducirse en la ciudad. Verónica no apareció hasta tarde, y cuando lo hizo no dejaba de explicarme un pesado las ventajas de beber mezclado frente a no beber. Al llegar un camarero la distracción me liberó y, sin darme apenas cuenta, me tropecé con ella.

- Hola Edmundo.
- ¿Qué tal estás, Verónica?
- ¿Te diviertes?
- Sí, claro.
- Me alegro -contestó. Entonces, cuando ella hizo ademán de girar para irse, la sorprendí:
- ¿Verónica? –la llamé.
- Dime.
- ¿Quieres tomar una copa?
- No, gracias.
- Bueno, pues, al menos, déjame hablar un momento contigo.
- Vale, vamos a sentarnos.

Me pareció, sin embargo, el momento interminable, pero duró poco el sentido de esto ya que no había acabado de sentarme, ni de construir una idea de lo que hasta ahora me había parecido todo, la ciudad, el trabajo, ella, mis inquietudes y hasta la atmósfera que respirábamos cuando alguien, un hombre, se le acercó, se le acercó más, mucho más, y, levantándose, decidida, me miró y me dijo:

- Discúlpame, Edmundo, un momento.

Se dirigió entonces hacia el extremo opuesto a todo y, con aquel hombre, abandonó el lugar, la habitación, la casa, mi conversación no iniciada y hasta mis ganas de estar fueron abandonadas, en este caso por mí. No lo pensé demasiado, al día siguiente sólo cogí el teléfono y hablé rápido y convencido:

- Enrique, vamos, deseo la esencia.

(Continuará.)

(Óleo de Vincent van Gogh, Paisaje con carro y tren al fondo, 1890, Museo Pushkin, Moscú. Cuando Vincent llega a Auvers en 1890 se produce un cambio en su pintura, los amarillos de los campos de Arlés dejan paso a los verdes campos de trigo que vemos en esta obra. Van Gogh nos muestra la cosecha de la zona recurriendo a una perspectiva panorámica. Las bandas horizontales empleadas tienen dos puntos de referencia especiales para llamar nuestra atención: el camino con la carreta y el tren del fondo. Esas bandas horizontales que organizan el conjunto se ven a su vez relacionadas con las líneas verticales y diagonales de los campos sembrados, obteniendo un entramado de líneas con el que consigue un espectacular efecto de profundidad. Las pinceladas son rápidas, el toque de pincel en espiral, que caracteriza buena parte de su producción de Auvers, también está aquí presente. Respecto al color, los tonos son fríos, verdes y malvas, aunque se animan con el rojo de las casas y la carreta. -Reseña mostrada en la entrada al lienzo de Vincent van Gogh en Ciudad de la Pintura-.)

9 de julio de 2011

Parte I. La regresión como un fenómeno salvífico, o cuando volver es lo importante.



En el otoño del año 1988 se publicó un anuncio en un periódico con el que la Fundación de los Ferrocarriles Españoles pretendía dar a conocer el XIII premio que organizaba de Narraciones Breves Antonio Machado. Las bases del mismo dejaban claro que el tema de la redacción debía tratar, en primer o segundo plano, sobre el ferrocarril. Así que, inspirado por haber utilizado por primera vez hacía tres años un antiguo expreso coche-cama, hoy desaparecido, me atreví a presentar a ese consurso literario el relato breve El Regreso. Relato del cual lo único que recibí fue un acuse de recibo, eso sí, con el número de salida de la comunicación así como el de referencia para cualquier consulta, aclaración o reclamación que pudiese interpelar.

La terapia regresiva es una de las psicoterapias que todavía se pueden realizar para ayudar a aquellos pacientes que, encerrados en sí mismos, no consiguen mejorar con cualquier otra. Concretamente, la llamada Regresión de Edad permitirá acceder a la memoria oculta de la vida del individuo. La hipnosis suele ser uno de los procedimientos para conseguirlo, aunque no el único. Hay otras terapias para acceder a los estados alterados de la conciencia, como la relajación profunda. En este tipo de psicoterapias se pretenderá llegar a la conciencia profunda del sujeto, contemplando ahora su oculto pasado para traerlo así, poco a poco, hacia su presente, comprendiéndolo.

Con la maravillosa experiencia del viaje y de la introspección que se consigue en los compartimentos ferroviarios, pretendí manejar por entonces conceptos como la inocencia, la falsedad, la utilización ajena, la traición, la frustración, la vulnerabilidad ante el deseo y el regreso, entendido este último como aquella forma balsámica de encontrar la salida del laberinto, ese hilo de Ariadna que, a veces, nos ayudará a comprender, después de un maravilloso o azaroso viaje, que regresar a gusto, regresar con sentido, o simplemente regresar, es el mejor de los éxitos conseguidos en esa huida.

Relato breve. El Regreso, parte I:

Sólo una línea horizontal hacia el oeste de la esfera, desde su centro, apreciaba de lejos: las nueve menos cuarto de la noche. Había salido un momento a acariciar la brisa fría que recorría el andén, sentí su presencia y me entregué a su compañía. Era la única cosa que acudía a despedirme; parecía que había atravesado toda la ciudad para estar allí conmigo. Aún, por tanto, quedaban quince minutos para que el empleado cerrara las puertas del vagón. Siempre queda algún tiempo para cerrar las puertas de algo. A mí, aquella noche, se me cerraron todas las puertas.
- Edmundo, dime, ¿vendrás esta noche?
- No sé, es que…
- Nada, nada –cortó Enrique-, te recogeré a las ocho.
A los pocos días de llegar conocí a Enrique. Él había contribuido, más de lo que yo entonces hubiese sido capaz de entender, a hacer mucho menos solitaria y menos definitiva mi estancia en la ciudad. Cuando llegué lo hice ilusionado, suelto –como la ropa nueva recién estrenada-, alegre, confiado, seguro. Todo fue sobrevenido como siempre lo imaginé. Necesitaba venir, necesitaba hacerlo. Siempre, en la vida de todo hombre, hay un momento el cual sabes que es el tuyo. Así lo entendí yo entonces. Sentía un hondo deseo de triunfar. Antes de que lo hiciera Enrique, me había telefoneado mi hermano Juan; esta llamada fue, sin embargo, mi único contacto palpable con mi pasado. Mi pasado, una estación ya visitada, vieja y pequeña, pero entrañable.

Al colgar el auricular pensé, bah, por qué no, salgamos hoy. Enrique sabía mi falta de decisión en ciertos casos, y, sobre todo, mi falta de amigos. Había llegado yo para sustituir a un anciano profesor, hospitalizado además, de un instituto de enseñanza media de la gran ciudad. Gracias a esa anónima y contingente baja pude obtener la oportunidad deseada desde siempre, salir del pueblo, salir de una sala de espera asfixiante, incómoda y sin ventanas. Me preparé enseguida y a poco más de las ocho sonó insistente el timbre. Enrique era el encargado de la cátedra de idiomas, hombre resuelto, rápido, vivaz, algo incómodo para los intransigentes de la tranquilidad. Conectamos desde el principio. La evasión en él era fundamental. Recorrimos casi todo el soportal animado de la avenida principal. Hola Enrique, dejaron caer unos labios seductores. Él se acercó rápidamente, dejándome mirando el panorama. Observé cómo se besaron y, muy poco después, reanudábamos el paso.

Llegamos entonces a una estancia curiosa, diferente; la entrada era pequeña y baja, lo recuerdo bien porque me di en la cabeza ligeramente. Al pasar el umbral sólo percibí unas lámparas de luz roja difuminada por el interior del local. Y un aroma, un olor difícil de recordar pero fácil de distinguir, profundo, húmedo, viejo. También era pequeño todo, no sólo la puerta, en ese extraño lugar al que me había llevado Enrique. Un hombre pequeño, en una pequeña mesa, esperaba; esperaba sentado, como si hubiese perdido un tren en una noche de invierno. Yo seguía a Enrique mecánicamente. Esa mañana en un descanso habíamos hablado un poco, yo le insinuaba mis deseos de aprovechar mi estancia en la ciudad, sabía que él la conocía bien, que podía ser para mí un perfecto cicerone personal. No tardó en reaccionar y me propuso ir esa misma noche a un lugar interesante. No llegamos a intercambiar palabra alguna en el recorrido que separaba desde donde nos encontramos a la chica de los labios seductores, hasta esta pequeña mesa en la que, ahora, nos encontrábamos delante.

La manecilla subía imperceptiblemente, el caso es que se separaba más y más del cuarto hasta alcanzar el norte. Un tren ahora iniciaba la llegada, lentamente, por la vía más distante al andén en donde mis huellas se perderían para siempre. El frío, al avanzar mi cuerpo hacia la última puerta que se me cerraría, chocaba bruscamente contra mi rostro y parecía, en un gesto de violencia, despedirse así, triunfalmente, de mis mejillas. Un mozo de equipajes en dirección contraria a la mía guiaba un pequeño y vacío transporte de maletas; éstas, probablemente, ya se encontrarían a cubierto. Era el único que entonces no iba, andaba o corría, en mi sentido. Parecía raro que no se marchara también de allí, que sólo quedara el frío. Me alegré de no ser mozo ni carrillo, ni familia que separa sus manos y sus labios del viajero que, como yo, subía difícilmente la escalerilla.

Enrique no lo dudó un instante, acercó la silla y se sentó. Aquel hombre pequeño no movió ni siquiera el dedo índice, único extremo visible de su cuerpo y, posiblemente, móvil que tenía.
- Siéntate –me susurró Enrique.
El dedo índice ahora se quebró -mis pupilas se habían centrado sólo en esa insólita figura-, giró la mano hacia un vaso vacío y, elevándolo suficientemente, lo dirigió a los ojos de un joven situado en la parte opuesta a la entrada.
- ¿Qué desean? –dijo con voz tajante y sorprendentemente clara, después que ésta se produjera en una garganta inundada de alcohol y de humo.
- Venimos por la esencia –respondió Enrique.
¿La esencia -pensé yo-, qué significaba eso? No había terminado de abstraerme en la idea cuando mi tobillo recibió un roce suave pero decidido.
- ¿Poseen el valor para pagarla?
- ¿Cuánto quiere?
- La vida no tiene precio –sentenció el viejo y embriagado hombrecillo.
- Bien, póngale usted uno –respondió retador Enrique.
Esta vez no pudo contestar aún, las palabras se le ahogaban de nuevo. Dejó el viejo hombrecillo pasar un tiempo, el cual bastó para que mi acompañante me mirase con ojos confiados y seguros. Al poco, continuó sentenciando:
- Muchos hombres han querido conseguirlo todo, llegar a una meta, a un final, cada vez más alto, más lejos, más grande. Y para ello no han –de nuevo volvía a mojar las palabras, o las ideas, más lentamente si cabe- vacilado en anteponer su trayecto a todo lo demás.
Enrique parecía dejarle hablar; pretendía algo y no quería estropear el resultado. Continuó diciendo el misterioso hombrecillo:
- Créanme, sólo se vive una vez; y el lugar que hemos transitado no aparece más a nuestros ojos.
Con esta sentencia trágica finalizó el contenido del vaso y ya no volvió siquiera a levantarlo en dirección al joven sirviente.
- Estoy dispuesto a llegar a un acuerdo –espetó Enrique.
- El mejor acuerdo es aquel que uno se hace a sí mismo. De todas formas siempre se es libre para elegir, para vivir, para morir...
- Dígame, ¿qué desea por un frasco de esencia?, insistió Enrique, esta vez más sosegado y como dejando caer lenta, pero ceremoniosamente, las palabras.
- Cien mil –contestó, volviendo en esta ocasión, solamente, a cubrirlo todo de espeso e irritante humo.
- Está bien –tardó en decir mi compañero. Mañana vendré a recogerlo, le traeré el dinero.
No había transcurrido ni medio minuto cuando nos empapábamos con el agua que, regularmente y con fuerza, resbalaba por nuestros vestidos arrugados. La avenida se encontraba desierta ahora. Qué contraste con algunos minutos antes. Estaba deseando llegar a alguna parte para poder escuchar a Enrique y saber, de una vez, qué era eso de la esencia y a qué maldito lugar me había llevado.

Pude llegar hasta mi compartimento después de que evitara a una señora gruesa que, con su hijo y una maleta tan gorda como ella, se dirigía hacia la puerta de salida, no sin maldecir el momento por el hecho de haberse equivocado de vagón. Abrí la estrecha puerta, encendí la luz, que a modo de lámpara se situaba en la pared, y cerré el seguro como queriendo separarme del resto con la seguridad que ofrece un cerrojo en una estancia pequeña y acogedora. Ya no tenía que soportar el frío de la noche, probablemente éste se habría cansado de esperar.

Sólo cesó de llovernos cuando traspasamos, empujándola, la puerta del Diamante, único establecimiento, al parecer, que carecía de derecho de admisión; se encontraba como una estación terminal a la hora más importante. Afuera seguía lloviendo. Enrique avanzaba decidido, sin hablar, rápido, expedito. Daba la impresión de ser una de esas locomotoras que en el antiguo Oeste descosían, literalmente, las manadas de Búfalos para poder continuar. Yo seguía detrás, como vagón encarrilado, imposible de detener. Al momento observé cómo una mano sobresalía de la superficie humana. Entonces los ojos de Enrique se dirigieron, y con ellos todo lo demás, hacia donde la señal se encontraba.
- ¿Dónde estabas? –preguntó la mujer más hermosa del grupo.
- Por ahí, le he enseñado a Edmundo un poco la ciudad.
Yo ya había llegado a la pequeña reunión que formaba el grupo, y supe que era pequeña y que era un grupo algo después. No dejé de mirar aquel rostro hermoso, entre otras cosas porque el hueco que yo ocupaba no me permitía girar, ni tan siquiera, los ojos.
- Os presento a Edmundo, el nuevo profesor. Dispuesto a triunfar.
Todos me saludaron; pero, al llegar a ella, que se situaba justo enfrente, mi gesto me delató.
- Edmundo, ésta es Verónica.
- Encantado, dije; fue lo primero que dije desde hacía tiempo y me salió sin tono casi.
Ella sonrió brevemente, sin dejar de inhalar el humo de su cigarrillo.
-Hola Edmundo, bienvenido.
Iba a decir gracias pero Enrique se interpuso para pedir una copa, ya que no había otra forma de hacerlo en ese desaireado y cargado lugar.
Continuará.)

(Poster Carga Nocturna, del artista inglés Terence Cuneo, 1907-1996; Cuadro del pintor impresionista francés Claude Monet, Tren en la nieve, 1875; Óleo Tiempo paralizado, del pintor surrealista belga Renè Magritte; Cuadro del artista español actual José Manuel Gómez, Tren para unos cuantos; Cuadro del pintor español actual Ricardo Sánchez, Estación de Aranda de Duero; Óleo del pintor inglés Terence Cuneo, Nostalgia, 1983, con la curiosidad de que el niño que aparece en el cuadro viendo pasar el tren fue el adulto que lo encargó.)

11 de julio de 2009

Un Retablo flamenco, una prevaricación y un relato.



Esta vez un óleo, una obra del pintor flamenco Hugo van der Goes, La Adoración de los reyes, que se encontraba en el monasterio gallego de Monforte de Lemos, acabaría en Alemania después de que un museo berlinés pagara una sustanciosa cantidad de dinero. Todo empezaría porque la orden religiosa de los escolapios del monasterio de Lemos en Lugo, requería de unos medios económicos de los que carecían para tratar de evitar el derrumbe del tejado de su colegio. Los religiosos solicitaron primeramente el dinero al duque de Alba, también conde de Lemos, negándose a esa donación. La situación obligaría a que los jesuitas, con su proverbial ingenio, recordaran entonces que en el monasterio existía un cuadro valiosísimo del pintor flamenco. Ese lienzo había sido donado al monasterio por el cardenal Rodrigo de Castro a finales del siglo XVI. Así que los escolapios decidieron, sin ningún pudor, tranquilamente vender el cuadro para obtener los fondos necesarios para la rehabilitación. Debían, eso sí, pedir antes permiso al duque. Este lo autorizó, pero con la condición de que fuese el gobierno español el primero en recibir la oferta de venta. 

Por aquellos años, 1908, el ministro correspondiente -Instrucción Pública- de la salvaguarda artística era, nada más y nada menos, que el inefable conde de Romanones. Este recibió la oferta y argumentó que el Estado no podía adquirirlo, que carecía del dinero necesario, ¡y esto a pesar de ser Romanones miembro de la Academia de Arte de San Fernando! El museo de Berlín a principios de siglo era muy activo en conseguir obras de grandes maestros, allá donde estuviesen. En el año 1903 habían conseguido ya La Adoración de los pastores del mismo pintor, van der Goes, y los alemanes se habían propuesto obtener el óleo de Monforte de Lemos al precio que fuese. Fue todo un entramado novelesco, llevado casi en secreto, tratando así de evitar que los americanos -buitres del arte- se enterasen de nada. Se llegaría hasta organizar una subasta en Madrid en el año 1910, donde todo aquel que no fuese el Museo de Berlín no pudiese pujar. Así que los escolapios empezaron a embalar el cuadro para hacer la entrega cuando, ahora, otro nuevo ministro, que había cambiado recientemente, Julio Burrell, ordenaría incautar el cuadro. Pero un nuevo atentado político, el grave asesinato del entonces presidente del gobierno Canalejas, cambiaría el gobierno, poniendo además a Romanones a la cabeza del mismo. Este anularía la incautación y entregaría el cuadro a los alemanes. Salió del puerto de Vigo hacia el museo berlinés... días antes del robo de Santa Cruz...

- ¿Cuánto pagaron los alemanes por el óleo de van der Goes?
- Algo más de un millón de marcos.

(Extracto breve de un relato histórico, basado en el robo de un cuadro renacentista en la España de comienzos del siglo XX, producido en la iglesia de Santa Cruz de la población riojana de Nájera.)


(Óleo Adoración de los Magos, 1475, de Hugo van der Goes, pintor flamenco (1440-1482), Museo de Berlín).