3 de abril de 2020

Vivir es estar despierto, aunque equivocado, en una eternidad llena de sueños.



Arato de Solos (310 a.C - 240 a.C) fue un poeta griego de la época helenística enamorado de los antiguos versos de Hesíodo y Homero, aquellos lejanos versos que glosaban la genealogía de la humanidad desde sus tiempos primigenios. Pero ahora, en la época alejandrina de los avances griegos en geografía y astronomía, Arato compuso una obra poética didáctica donde describía los cielos y sus constelaciones junto a una épica del mundo y su destino terrenal. En su lírica genealógica combinaría las formas estelares conocidas hasta entonces con la mitología helénica de sus dioses y diosas más influyentes. Su gran obra didáctica, llamada Fenómenos, es un enorme poema en hexámetros que llegaría a ser tan famoso como lo había sido la Ilíada o la Odisea. Describía una cosmovisión de la humanidad que tuvo una influencia en los siguientes pensadores de la historia. Para relatar la genealogía astronómica de los astros idearía la huida de la Tierra de algunas de sus divinidades para poblar ahora las constelaciones brillantes del cielo. Pero, ¿por qué abandonarían entonces los dioses la morada de los hombres? Para justificar esa decisión el poeta Arato imaginaría la degradación de los humanos en una Tierra llena de crueldades, guerras, enfermedades y miserias. Sólo así podrían sus valedores, los dioses y diosas providenciales, abandonar la convivencia con los hombres en un mundo que antes, sin embargo, habría sido privilegiado y beneficiado con su presencia. Así describiría Arato en su obra la edad dorada del mundo, una maravillosa época donde los hombres gozaban con los dioses de la vida en sus inicios. 

La obra de Arato nos cuenta las tres edades de la humanidad, la feliz edad de Oro, la llevadera edad de Plata y la terrible edad de Bronce. En la edad feliz de Oro vivía la justa y virtuosa diosa Astrea entre los hombres, visitándolos en sus casas y velando para que la inocencia y la verdad brillaran en su mundo. Como hija dadivosa de Zeus, favorecería la vida de los seres humanos así como el equilibrio necesario para que el mundo pudiera avanzar sin errores. Entonces no existían fronteras ni era necesario desplazarse ni nadie se arriesgaba a viajar por el mar tempestuoso. No se envidiaba tampoco nada, ni se deseaba nada, solo vivir en paz en un mundo dadivoso. La diosa se preocupaba de que fuese así y velaba porque la vida prosperase, haciendo incluso que en los corazones de los humanos no hubiese lugar para la culpa. Pero pasaron los años y la naturaleza de los seres se transformaría totalmente en la edad de Bronce. Entonces el alma humana se corrompería y las intenciones de los hombres se volverían malvadas. Así empezaron a producirse guerras, enfermedades y terribles consecuencias. La diosa Astrea no pudo seguir ya entre los hombres. No podía vivir en un mundo plagado de toda esa miseria tan cruel y desgarradora. Decidió entonces marcharse de la Tierra y dirigirse a los cielos para brillar eterna entre las constelaciones de un firmamento donde su luz, al menos, recordara a los hombres su época dorada. Zeus la elevaría a los cielos y la situaría en la constelación brillante de Virgo, desde donde su estrella relumbra cada noche entre las más titilantes luminarias de su cúmulo.

El pintor napolitano Salvator Rosa (1615-1673) fue uno de los artistas barrocos más excéntricos y extraños de la historia. En su etapa final compuso obras con un estilo casi prerromántico y un marcado trasfondo filosófico o simbólico. Una de ellas lo fue su obra Astrea abandona la tierra del año 1665. Con rasgos místicos de cierta semejanza a la iconografía cristiana de la ascensión de la Virgen, la pintura exhibe, sin embargo, una dialéctica pagana muy diferente. Porque ahora la divinidad se marcha abandonando a los seres humanos para siempre. No los protegerá ya. Desde su constelación estelar en los cielos de la noche no hará otra cosa que recordar la luz que en otro tiempo brillase cerca del mundo. Hastiada de la maldad y la obcecación maldita de los hombres, Astrea decidió que así, en un mundo equivocado, no podría vivir sin padecer la terrible influencia de su devenir tan miserable. No confiaría en nadie y decidiría además que solo unos pastores recibieran la herencia que ella le dejaría a la humanidad. En la obra barroca el pintor sitúa a la diosa elevándose del mundo hacia los cielos, entregando ahora los símbolos virtuosos de su bondad. Estos son los emblemas de la justicia, las faces y la balanza. Elementos que ahora un pastor toma entre sus manos aferrándose a ellos en un gesto desesperado por salvarse. El mito de Astrea supuso a partir del Renacimiento un acontecer de significaciones imaginativas y creativas muy oportunistas. Con ellas se justificarían las nuevas eras en la historia. Las que, política o religiosamente, podrían valerse de un mito redentor. Uno que volvería a la Tierra para hacer del mundo un lugar de esplendor glorioso. Sin embargo, la estrella, cuyo sentido refulgente fuese entonces definido por el abandono de una diosa, seguirá brillando desde lejos a un mundo aún equivocado. Un mundo que no buscaría otra forma de vivir más que aquella terrible edad de Bronce primigenia, esa época donde la huella virtuosa de sus inicios dorados habría dejado ya de existir entre los egoístas y lastimeros vientos de su inevitable destino.

(Óleo Astrea abandona la tierra, 1665, del pintor barroco Salvator Rosa, Museo de Bellas Artes de Viena.)


28 de marzo de 2020

La audacia más artística en la cultura clásica y tradicional de la España del siglo XVI.



El Greco fue uno de los artistas más originales de toda la historia del Arte. Pero, no sólo a él se le debe el que esas obras innovadoras, atrevidas o alejadas de la forma y la medida de lo clásico fueran conocidas y reconocidas en el mundo, sino también a los personajes que hicieron posible que ese Arte fuera creado, apoyado y expuesto a los ojos de todos aquellos que quisieran verlo (los templos, sin ser un museo, permitirían entonces poder admirar las obras pública y gratuitamente). Fue posible todo ese Arte gracias a la diócesis toledana, el cliente más importante y el mecenas más decidido que tuvo el pintor cretense. El Greco sin la Contrarreforma y sin sus amigos de la Archidiócesis de Toledo no hubiese llegado a ser lo que fue, y, por tanto, no podríamos admirar sus obras extraordinarias y su enorme talento artístico innovador. Para valorar las cosas hay además que situarse históricamente. El Retablo de la iglesia del Colegio de la Encarnación de Madrid (Retablo de Doña María de Aragón) es, sin embargo, una anacronía artística del pasado...  ¿Cómo se aceptaron esas obras tan innovadoras para el retablo mayor de una iglesia? Si nos fijamos ahora con una visión contemporánea, ¿no podría pasar mejor por el retablo modernista de una iglesia suburbana de los años setenta del siglo XX que un retablo manierista de cuatrocientos años antes? Pero, sin embargo, fue compuesto ese retablo entre los años 1597 y 1599.  Una absoluta innovación estética para la cultura tradicional y clásica donde fueron expuestas las obras, la iglesia agustina de un seminario de Madrid. ¿No es un elogio extraordinario admirar también a las personas que encargaron, aceptaron y apoyaron todo ese Arte? 

También la Contrarreforma impulsaría a El Greco. Volvamos a situarnos en la historia. La Reforma luterana fue una revolución en la Europa del siglo XVI, lo cambió todo, la sociedad, la política, la cultura, la religión y el Arte. La Iglesia Católica vio peligrar su sentido sagrado en el mundo. Y aunque la Reforma tuvo luego unas consecuencias más políticas o sociales que religiosas, la imagen del Catolicismo se transformaría de la mano de religiosos, teólogos y místicos que fueron mucho más ascéticos, consecuentes, honestos y pulcros que el mismísimo Lutero. Como siempre sucede en la revoluciones, ganarán los oportunistas y la idea original pasaría por el tamiz de lo posible o de los hechos consumados e interesados. El Greco supo entender el sentido de la reforma católica, lo que fue la Contrarreforma, para expresar entonces con sutileza teologal y mística las imágenes tan revolucionarias de su innovadora y brillante manera de pintar. La personalidad de El Greco debió haber sido fascinante para la época. Hoy podemos entender los atrevimientos tan peculiares de los extravagantes artistas modernos, sus manías, sus deseos irrefrenables e irracionales, pero, ¿y entonces?  El Retablo de Doña María de Aragón estaba compuesto de seis cuadros de gran tamaño para la iglesia del Colegio agustino de la Encarnación de Madrid, un edificio expropiado a comienzos del siglo XIX y convertido luego en el edificio del Senado de España. Sus obras fueron trasladas al museo del Prado, excepto la Adoración de los magos, que se encuentra en el museo nacional de Bucarest. Observemos el conjunto de lo que fue aquel retablo y luego cada una de sus obras maestras, ¿no es un universo artístico extraordinario lo que creó El Greco con ese retablo?, ¿no es la consecución total del Arte cada una de sus obras, tan intemporales, con las que ya no se podría ir más allá artísticamente?

Cuando el escritor francés Theophile Gautier vio las obras del El Greco en el año 1840, comprendió que eran unas pinturas que no habían sido lo suficientemente valoradas. Pensaría también que el pintor cretense había sido un personaje un tanto extravagante, un poco loco, aunque sin desmerecer para nada este juicio su genialidad artística, sino justo todo lo contrario, era consecuencia esa maestría artística de esa excéntrica y estrafalaria personalidad. Lo que el mundo luego, sobre todo el Romanticismo, tomaría como un modelo paradigmático de los mayores genios artísticos del Arte. El valor de El Greco es doble, pues no sólo sus obras son una maravilla de composición estética fascinante, de colores, formas, mezclas, narración, enlaces, combinaciones, ajustes, acoplamientos, variaciones o expresiones vibrantes, sino que además fueron  compuestas siglos antes de que nadie se atreviera a deformar las figuras en un lienzo vanguardista. Esa anticipación estética le hace acreedor de ser considerado el más grande y auténtico creador habido en la historia del Arte europeo. 

(Retablo de Doña María de Aragón, todas obras manieristas al óleo de El Greco: La Resurrección, La Crucifixión, Pentecostés, La Adoración, La Anunciación, El Bautismo de Cristo, compuestas para el Colegio agustino de la Encarnación durante los años 1597 al 1599, todas en el Museo Nacional del Prado, excepto La Adoración, expuesta en el Museo Nacional de Rumanía.)

26 de marzo de 2020

La visión a través de algo no es más que la propia visión interior de aquel que mira.



La relatividad es un concepto que revolucionó la ciencia a principios del siglo XX. Einstein trastocaría el universo de la ciencia y destacaría ese concepto que hasta entonces sólo hacía referencia gramaticalmente a algo distinto a lo objetivado, algo que uniría una idea con otra, que lo relacionaba con otra cosa, para definir así un nuevo sentido catastrófico: la relatividad. Catastrófico porque era un concepto físicamente incomprensible. Catastrófico también porque destacaría además el sentido del relativismo en el mundo, un sentido infame, como lo es por ejemplo el relativismo moral. Sin embargo, ubicaba el contraste con otro concepto aún más abrumador: lo absoluto. ¿Existe lo absoluto? Si existe lo relativo, debe existir. Pero, entonces, no sería absoluto... Esta es la contradicción. El sentido trágico. Por esto lo relativo, a parte del empujón de Einstein, avanzaría ganador en la carrera por el concepto más popular en el mundo de la posmodernidad, nuestro mundo atribulado. Todo es relativo. Nos acogerá este concepto como un amante gratificador que comprende nuestra afección existencial más desoladora. Pero, como un amante contingente, solo durará su calor el tiempo justo que el amor mantenga su dulzura fogosa. La relatividad tiene eso, que no es completa, que no es absoluta. Por eso la relatividad necesita siempre de nuevos momentos. El deseo satisfecho es el hijo pródigo de la relatividad. Aun así, preferiremos lo relativo a lo absoluto. Entre otras cosas, como en la ciencia o en la metafísica, lo absoluto se habría llevado demasiados siglos gobernando el mundo sin satisfacer verdaderamente. Así que ya no podría ser una opción muy deseada. 

Si el concepto de lo relativo podía ser catastrófico, el concepto de lo absoluto lo habría sido aún más. Había llevado a enfrentar a los propios seres humanos, había llevado a condicionar la razón para impedir el avance científico o había llevado a encorsetar la mente y la libertad de los humanos. No, decididamente lo absoluto era un concepto que no podía satisfacer los anhelos más necesarios del mundo. Pero, así y todo, con el concepto opuesto de la relatividad tampoco el ser humano conseguiría calmar una parte muy susceptible de su realidad personal: el vacío. Cuando al pintor norteamericano Edward Hopper (1882-1967) le preguntaban sobre sí mismo y su obra artística, contestaba lacónico: La respuesta completa está en el lienzo. ¿Completa? Pero si su obra de Arte es fundamentalmente relativa, ¿cómo podría tener una respuesta completa? En los años veinte y treinta del pasado siglo elaboraría el pintor una visión estética del ser humano y de su entorno situada entre el realismo y el intimismo. Lo que vemos en su obra Once de la mañana del año 1926 es una parte de ese mundo relativo que Hopper reflejaría. Y es relativo porque no veremos más que una parte de esa parte que el personaje retratado observa ahora del mundo. Porque lo que hacemos los que vemos un cuadro es descomponer cualquier posible absoluto que pudiera existir en el mundo. Pero, ¿y el personaje retratado, qué hace ahora? Lo que el pintor consigue, sin embargo, transmitirnos con ese gesto tan particular del personaje: la duda, lo que hay entre lo absoluto y lo relativo. Es decir, que tendremos tres posiciones o conceptos: lo relativo, lo absoluto y la duda. Pero, ¿no es la duda también una forma de relatividad?

Sin embargo, la duda es un camino, una actitud, no varias. Esto lo diferencia de la relatividad. Porque la relatividad es la multiplicidad relacionada, es la encrucijada permanente, es el elegir siempre otro posible camino a beneficio de la voluntad temporal. Es la adaptación acomodaticia al sentido impetuoso de abandonar el vacío, no el de abordarlo con serenidad. La relatividad tiende al movimiento, es uno de sus referentes más descriptivos. Cada vez que nos movemos cambia la posición. Por eso en la imagen de la obra de Hopper no hay ahora relatividad, porque no hay movimiento y el plano subjetivo del personaje retratado es además siempre el mismo: la visión de lo que ve ella desde el lugar mismo desde donde lo ve. Pero en la obra del pintor norteamericano hay algo más. Porque no hay un lugar ni hay una visión ahí, sin embargo. ¿Qué es eso que vemos en la obra? Una habitación impersonal de un edificio impersonal de un lugar impersonal. ¿Qué mira ahora el personaje? Nada, no mira nada concreto. Por eso el pintor modernista no compone, a diferencia del Romanticismo, el objeto visionado ahora por el propio personaje retratado. No vemos lo que, supuestamente, el personaje mira. Es lo que consigue transmitirnos el pintor: no vemos nada nosotros,  ni siquiera el rostro del personaje, ni siquiera su personalidad física (está desnuda la mujer, pero ahora incluso con un desnudo asexual y definitivo). Así, de este modo tan impersonal, compuso el pintor la figura anónima y distante de su personaje. Podremos deducir ahora que la posición que el cuadro toma de las tres opciones existenciales de antes es la duda. No hay relatividad porque no hay movimiento ni visión objetiva de lo que el propio personaje retratado ve, ni definición figurativa del propio personaje tampoco. Pero, a cambio, sí hay un gesto humano muy significativo ahí. El gesto, la postura, la actitud ante el abismo insondable del personaje retratado. Esto es lo que en un lenguaje humano muy conocido para todos se nos define como introspección. Es decir, cuando lo que ve el sujeto no está afuera sino dentro de él. Sin embargo, el personaje retratado está ahora mirando afuera... Esta es la diferencia entre la postura absoluta de la meditación trascendental (sin mirar afuera de mí mismo me dirijo hacia afuera de mí) y la postura relativa de la observación trascendental (miro afuera siempre de mí mismo). La posición inmanente (dentro de mí) sería esa diferencia, esa tercera posición. Es decir, aquella posición y objetivo cuya observación o meditación está siempre en nosotros mismos, no afuera de nosotros. Y ésta sólo puede ser ejercitada desde la actitud de la duda. Porque en nosotros mismos no puede haber nada absoluto, esto siempre está fuera de nosotros, tan solo puede estar la duda. Tampoco nada relativo puede estar porque lo relativo lo hallaremos lejos de nosotros siempre, en los demás, en las cosas, en los deseos, en las evasiones, en la multiplicidad de las cosas existentes. Nos quedará la duda si no queremos colocar todo en un único sentido omnipotente fuera de nosotros, lo que es lo absoluto. Con ella, con la duda, podremos seguir mirando sin mirar o podremos seguir indagando sin hallar, todo eso mismo que hace ahora el personaje tan ensimismado del cuadro.

(Óleo Once de la mañana, 1926, del pintor Edward Hopper, Institución Smithsonian, Museo Hirshhorn, Washington, D.C.)


18 de marzo de 2020

Una forma de estar en el mundo..., ¿una inspiración estética?



Desde los albores de la humanidad los seres humanos vertieron en su destino vital una forma concreta de estar en el mundo. La mitología griega fue uno de los referentes más poderosos para crear esas maneras paradigmáticas tan personales de estar, algo que con su maraña profusa de personajes estereotipados consiguieron impregnar ya en el inconsciente colectivo europeo. ¿Qué es estar en el mundo? No es lo mismo que vivir, ya que para esto no es necesario estar de una forma determinada. Es decir, que para vivir solo es necesario alimentarse, abrigarse, cuidarse y proseguir... Estar en el mundo de una determinada forma fue algo que surgió cuando las sociedades evolucionadas consiguieron estructurarse en jerarquías o en estamentos sociales diferentes y compartimentados. Entonces hubo que introducir el sentido del cómo estar, olvidándose, o marginando en algo o en mucho, el sentido del porqué o del para qué estar. De hecho, la mitología griega, tan sustentadora de elementos espirituales a veces, es un ejemplo claro de la preponderancia del cómo frente al para qué. Cuando el héroe mitológico Jasón tuvo que llevar a cabo su aventura vital tan extraordinaria para conseguir el Vellocino de Oro, el motivo o la causa que lo propiciara fue, sin embargo, la banal distracción que su tío Pelias, el rey de la tesalia Yolco, deseaba para Jasón a fin de evitar ninguna rivalidad con él en la herencia del propio reino. Conseguir el Vellocino era una excusa, una trivialidad, aunque fuese también de oro. Pero Jasón debe posicionarse en el mundo, tiene que ubicarse, tiene que elegir una forma ahora de estar en él. Así que, cuando su tío le propone una hazaña tan elogiosa, no duda en absoluto de la veracidad de su decidida acción influenciada. Rubens atraería a muchos artistas a su peculiar forma de pintar, no sólo por su estilo apasionado e innovador sino por su éxito así como por las necesidades de disponer de ayudantes en las grandes composiciones que le demandasen. Uno de esos pintores discípulo de Rubens lo fue el flamenco Erasmus Quellinus (1607-1678). 

Cuando a Rubens le encargan desde España la decoración de un Pabellón real de caza para Felipe IV, el gran pintor flamenco tuvo que necesitar la ayuda de algunos de sus discípulos. Durante la segunda mitad de la década de los años treinta del siglo XVII se instalaron en el Pabellón real no menos de sesenta cuadros compuestos por Rubens o su taller. Todos ellos solicitados para la decoración de uno de los edificios reales, La Torre de la Parada. Quellinus realizaría la obra de Arte Jasón con el vellocino de oro. La composición y el sentido de la misma fue una ideación de Rubens, que en un boceto disponía a sus ayudantes de la forma y la manera de poder pintarlo, pero la ejecución artística fue una tarea solitaria de Erasmus Quellinus. Pero ahora, además de admirar la obra barroca, nos sirve para exponer la idea de qué es estar en el mundo. ¿Es una elección? ¿Es una proposición? ¿Es una obligación? Y, por otra parte, para ir más allá en la aventurada ideación de ese concepto (estar en el mundo), ¿qué tanto influiría al aceptar o al asignar o al definir esos papeles el planteamiento estético? Porque cuando vemos o percibimos o asimilamos algo estéticamente (leyenda, estatua, pintura, tragedia, comedia, narración, etc...) que nos gusta mucho o nos impacta interiormente, ¿no será ya eso una forma de identificación o de justificación de ese modelo vital representado para ser o estar en el mundo de una determinada manera un individuo? En el comienzo fue la palabra..., decía el evangelio de San Juan, y con ella la idea, la manera y la forma en que veremos o percibiremos las cosas de este mundo. Esta mediatización es a veces inconsciente, pero eficaz. Cuando el objetivo de las ideas producidas por una cultura es la ordenación de la vida según un criterio determinado estamos ante una religión (o ideología), una comunidad y una jerarquía cohesionadas. Así se desarrollaron las civilizaciones pero, también, el modelo, el sentido concreto de la definición de una realidad vital muy concreta: la de estar en el mundo de una determinada forma.

La libertad fue durante gran parte de la historia algo incompatible con esa realidad originaria de estar en el mundo. No se podría cuestionar esa realidad encorsetada. Se estaba de una forma pero no podía estarse de otra distinta. En el Romanticismo comenzaría a cuestionarse ese encorsetamiento formal. Pero, duró poco, no podía dejarse al albur de una barbaridad tan libertaria el hecho de no definir una posición o un estar en el mundo concretos. Por esto el Neoclasicismo o el Realismo regresaron pronto, útiles entonces, para no desordenar una manera de vivir que había funcionado relativamente bien desde siempre. Aunque pronto la evolución fue la alternativa al Romanticismo para poder proseguir en el mundo sin perder el sentido conquistado de libertad personal tan irrenunciable. La evolución inspirada por Darwin calmó la ciencia poderosa, calmó la industria irascible, calmó la sociedad inquieta, y hasta calmó la estética que la influyese... ¿Calmó al ser humano, finalmente? En absoluto. Hoy por hoy, la forma de estar en el mundo difiere bien poco en lo esencial de la originaria forma establecida de siempre. Sigue patrones estéticos, como entonces; aunque la evolución haya conseguido también matizarlos, seguirá los mismos básicos patrones de siempre. Porque estar en el mundo es más relevante que vivir...   Estar en el mundo es lo que se precisa para no caer en aquella barbarie que los primeros hombres imaginaron si no se ordenaban las cosas meramente. Para comprender aquel sentido primigenio sólo hay que ver cómo una sociedad se enfrentaría ahora a sí misma si no tuvieran sus miembros una forma de estar en el mundo. Y es ahora, en el confinamiento tan extraordinario de una cuarentena global como la que vivimos, como mejor se puede apreciar ese hecho vital histórico de estar en el mundo. En el confinamiento, los seres entonces sólo se limitarán a vivir, no a estar en el mundo... Este matiz, que en el caso de un confinamiento tan global se puede ver más claro, es el que hace que la diferencia entre el cómo y el para qué se vuelva ahora, en esa experiencia vital tan radical, una realidad tan persistente como esclarecedora.

Cuando Rubens ideara la vuelta del héroe con el motivo fundamental de aquella aventura mitológica, quiso componer en su boceto previo a Jasón saliendo del templo de Marte donde se guardaba el vellocino. Y así lo compuso Erasmus Quellinus en su impactante obra barroca. Jasón recorre el pavimento despejado del sagrado templo del dios Marte llevando consigo la piel dorada de su anhelado trofeo. Ya lo ha conseguido. Ahora sólo tiene que regresar para alcanzar a consumar, por fin, aquel reto aceptado ante su tío de obtener el Vellocino. Una banalidad absoluta, ya que éste no supondría ni valdría para ninguna cosa o sentido que para la placidez incierta de su conciencia de héroe o sobrino regio. Un engaño. Una fatalidad. Algo que llevaría al héroe griego a recorrer, maltratando sin querer a otros incluso, todo un escenario vital tan absurdo y malogrado como inútil era su trofeo inanimado e inconsistente. El pintor fijaría la imagen artística en un gesto extraordinario de dinamismo y, a la vez, de parálisis estética. Justo cuando le quedaban pocos pasos para salir del templo sagrado, Jasón volvería su cabeza, sin detenerse (señal inequívoca de una dinámica forma de estar en el mundo), para poder observar ahora, justificado y satisfecho, la imagen representativa y elogiosa de su modelo más paradigmático y querido: la estatua clásica del dios Marte. El mismo modelo vital y apasionado que, desde pequeño, el héroe malogrado habría tenido como ejemplo e inspiración de una forma o una manera de estar en el mundo.

(Óleo Jasón con el vellocino de oro, 1638, del pintor barroco flamenco Erasmus Quellinus, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

14 de marzo de 2020

El anhelo más humano es la imperceptibilidad del paso del tiempo.



Es la única verdad que nadie discute, la de que el paso del tiempo transformará la materia viva inexorable, definitiva, cierta y perceptiblemente. Sin embargo, no es tanto esa verdad sino su perceptibilidad lo que más abrumará a los seres humanos. No es lo formal (metafórico) sino lo material (físico) de las cosas bellas lo que más nos lleva a admirar, por ejemplo, el Arte imperecedero. Supongamos algo imposible: que una misma esencia transmisible por el Arte fuese evolucionando en sus rasgos materiales con el tiempo, ¿seguiríamos admirando ese Arte? El escritor Oscar Wilde ya desarrolló esa eventualidad fantástica en su extraordinario relato El Retrato de Dorian Gray. Creemos que es la belleza que nos muestra una obra, su forma equilibrada o su mensaje inteligente lo que más valoramos, pero lo ocultamente cierto es que es el hecho de que el personaje o el paisaje reflejado en la obra sigan mostrando para siempre sus rasgos inalterables de color, gesto, ademán, perfil o mirada tan brillante. Una cosa parecida fue la causa de la asunción de un concepto filosófico que haría remover controversias en el pensamiento de la humanidad: la esencia o substancia oculta tras de las cosas existentes. Ésta no variaba nunca a pesar de los cambios materiales ocasionados en las cosas. Había que inventar entonces algo para no caer en la inevitabilidad del paso del tiempo y sus poderosos efectos aniquiladores. Así fue como la substancia asumiría la realidad o característica de aquello que más desearemos de la temporalidad de las cosas en este mundo: su imperceptibilidad.

Existe el concepto de substancia para aquellos que crean que hay algo que permanece para siempre igual en las cosas y que es algo además absolutamente imperceptible. ¿Quién ha visto alguna substancia o esencia permanente de las cosas? Pero con creer en la substancia nos tranquilizaremos del paso del tiempo y sus deletéreas formas inevitables. En el año 1758 el pintor italiano Giovanni Battista Tiepolo (1696-1770) decidió pintar una alegoría sobre el paso del tiempo. Lo titularía El Tiempo revelando la Verdad. ¿Qué verdad? En la obra de Tiepolo la Verdad es representada por una mujer desnuda que intimida al dios Eros impidiéndole ahora hacer su voluntad tal como antes pudiera. Ahí está la sorpresa de Eros en su imagen: cómo antes sí podía y ya no puedo...? No es que no se lo hubiese permitido hacer antes, es que es ahora cuando  ya no se lo permite hacer. Y este es el hecho tan absurdo que el pequeño dios no puede evitar transmitir con su mirada enojosa. Podía el pintor haber compuesto a Eros sin mirar a la Verdad y además pisado, golpeado o desplazado por ella. Pero el pintor hace mirar al pequeño Cupido de una forma genial para representar con ella el sentido más absurdo de la existencia humana. ¿Cómo me dejabas hacer antes y ahora ya no...? Y es entonces cuando el Tiempo, representado por un hombre alado que sujeta la Verdad, mira al pequeño Eros con la decisión contenida de un ser que, convencido, nos recuerda esa verdad.

La tríada formada por los tres personajes representados, el Tiempo, la Verdad y Cupido, consigue estéticamente una transmisión muy perceptible en sus miradas. Con ellas el pintor nos quiere descubrir una realidad de la existencia humana: que lo imperceptible es lo más deseado por unos seres que padecen justo lo contrario: el deterioro perceptible  causado por el paso del tiempo. Cuando no hay mirada inquisidora de la Verdad ni del Tiempo es cuando Eros puede desarrollar su sentido perceptible más real o auténtico. Lo contrario es para él un sin sentido incomprensible. Pero no lo sufrirá el dios sino los humanos, que serán manejados arbitrariamente por sus veleidades divinas tan terrenales. La reproducción de la obra de Arte no es muy definida en su resolución digital, por eso no vemos bien la rueda del carro del Tiempo o el espejo símbolo de la vanidad del mundo (justo detrás de la cabeza de Cupido). Pero sí vemos el loro, el carcaj de Eros, la guadaña mortífera o el globo terráqueo que sostiene apenas Cupido entre sus piernas. El sol luminoso de la Verdad reluce ahora tras de ella poderoso. Porque nada finalmente puede dejar de ser despejado de toda duda o de toda ocultación. Pero la Verdad desnuda no es libre del todo aquí, tan solo está desnuda. La libertad no se manifiesta ahora por ninguna parte, ninguno de los tres personajes la posee verdaderamente, todos ellos parecen estar determinados por  un guion final inapelable. Sólo el Tiempo parece dominar aquí con su decidida actitud indolente y rigurosa. Pero no dejará de ser un personaje más de una terrible comedia en un gran universo impenetrable. Eros lo sabe y por esto no lo mira ahora a él, no quiere percibir la fiera mirada insultante de su fingida cólera. No quiere percibir la realidad aplastante de su terrible consecuencia inevitable. Esa misma realidad que los seres humanos tratarán también de evitar no queriendo percibir nunca ninguno de sus efectos temporales en su propia, absurda y efímera existencia. 

(Óleo El Tiempo revelando la Verdad, 1758, del pintor Giovanni Battista Tiepolo, Museo de Bellas Artes de Boston, EEUU.)

10 de marzo de 2020

El cambio de mentalidad fue representado bellamente por el Neoclasicismo.



En el año 1761 el pintor neoclásico Pompeo Batoni (1708-1787) compuso su lienzo Diana y Cupido. Ningún pintor significativo había compuesto antes a estos dioses mitológicos solos y juntos. No tenía sentido, eran ambos incompatibles entre sí. Diana o Artemisa era una diosa casta, siempre más interesada en la caza que en cualquier otra cosa terrenal, algo que ella sola, y sin ayuda de ninguna otra necesidad divina o humana, pudiera merecer para ejercer por el mundo. Cupido era el dios del amor, de la unión fértil y reproductiva. Nada que ver el uno con el otro. Todos los pintores de la historia habían pintado a Cupido o con Venus o con Psique, o con Adonis o con Zeus..., con todos casi. Diana fue representada siempre sola o con sus ninfas, o sorprendida por sátiros o cazadores libidinosos. Pero, jamás con otros seres mitológicos que interactuaran con ella en algo que no fuera más que una simple caza. ¿Por qué el pintor más insigne de mediados del siglo XVIII se decidió a realizar una obra de tan libre inspiración (no existía referencia mítica literaria alguna de Diana y Cupido), donde su protagonista principal, la diosa Diana, estuviese junta e interactuando con otro dios tan opuesto a ella, el anheloso Cupido? Es el momento histórico el que hay que analizar para entender parte de la representación artística. Cuando el filósofo Rousseau liberase los sentimientos de la razón por primera vez en la historia, no lo hizo para dar más rienda suelta a un amor barroco o renacentista, sino para liberar al ser humano de ataduras que le condicionaban o le oprimían. Y es cuando Pompeo Batoni comprende ahora que la diosa Venus debe ser metamorfoseada por Diana para transformar una necesidad en un sentimiento.

Porque ahora, mediados del siglo XVIII, el ser humano, simbolizado en la obra por la figura atormentada del dios Cupido, deseará retomar su papel atávico y desasosegante del mundo más anhelante y sensitivo de los humanos, representado aquí por el arco de flechas del pequeño dios travieso. Arco que la diosa Diana le impedirá coger, separándolo decididamente de su ofuscado oponente. ¿Qué deseaba transmitir el pintor neoclásico?: el fin de la pasión exacerbada..., frente ahora a los suaves sentimientos. Los siglos anteriores habían glosado y exagerado el amor en el Arte, aunque fuese cándidamente representado: el amor necesitado, el amor justificado, el amor endiosado, el amor objeto de irresolución y disolución tanto en la vida como en las costumbres de los humanos. Ahora, al advenimiento de un clasicismo nuevo,  que volvía a retomar el equilibrio,  la moderación y el sentido apropiado de las cosas, reclamaba el amor un sentido diferente al que había imperado desde el Renacimiento. El clasicismo de Batoni no era el clasicismo renacentista promocionado, por ejemplo, por el sensual cardenal Farnese en el siglo XVI; tampoco el clasicismo voluptuoso y sin freno de los años barrocos o rococós. El mundo debía ahora contener la pasión, representada aquí por el compulsivo Cupido y sus aterradoras muestras de deseo y sensualidad intempestivas. ¿Era eso, exactamente, lo que el pintor italiano deseaba mostrar? ¿El ser humano estaba limitado en su deseo por el afán subjetivo de una diosa casta? O, fue lo contrario, que el ser humano no debía dejar nunca de anhelar sus deseos, a pesar de lo racional o moral que los dioses o los poderes terrenales considerasen mejor.

El neoclasicismo de Batoni fue un espectacular modo de pintar para una época que prometía cambios. Pero el neoclasicismo no era un cambio, realmente, era una continuación. Sin embargo, los pintores siempre podrían utilizar su estilo tradicional para comunicar otras cosas novedosas. El Arte de Batoni, como todo Arte genial, es expresar cosas que nos hagan pensar, pero no que nos obliguen a pensar de una manera determinada. Lo acertado de Batoni fue expresar un cambio producido en la sociedad de entonces. Quién o quiénes estaban en algún lugar detrás de ese cambio, o qué pensamiento concreto suponía el final exacto de un sentimiento ganador, no era lo que el pintor, como todos los grandes, primase en su obra de Arte. Podía intuirse que Cupido había hecho demasiado daño a los hombres al dirigir sus flechas sin moderación, sentido o diligencia, contra los corazones tan susceptibles de los humanos, y que Diana, la diosa más provechosa en lo contrario, dejaba claro ahora lo único que se debía hacer con esa arma desatenta: cazar. Pero, también podía expresar lo contrario: la frustración del ser humano ante una sociedad que le oprimía o impedía vivir con libertad y anhelo su felicidad y su justicia. Pero, no, no hay duda estética ante la tendencia moralista del pintor Batoni. La tranquilidad de espíritu en los seres humanos no podía deberse al desenfreno de las pasiones, sostenidas éstas por lo que representaba Cupido. El pintor neoclásico lo sabía, y así lo representó ante la demanda de un aristócrata británico aficionado a la caza que le solicitó el cuadro.

En los años finales de la mitad del siglo XVIII el mundo estaba cambiando de mentalidad, poco a poco. El desenfreno pasional más sensual se fue moderando y cambiando por un sentido racional más equilibrado. Fue curioso que, tiempo después, el Romanticismo triunfara poderoso; pero, sin embargo, esto no era un sinsentido frente a aquella moderación de los sentimientos. Lo que el pintor Batoni criticaba no era tanto lo que el Romanticismo promoviera después, sino lo que el Barroco y el Rococó habían conseguido llegar a expresar antes con su incontinencia estética. No, no podía alcanzarse la felicidad con la liberalidad de un dios que no tenía más criterio que su arbitraria decisión libidinosa. En el siglo de las Luces era preciso definir el sentido más racional de un deseo natural, ahora éste mucho más civilizado. Pero, a pesar de los intentos estéticos del pintor, el mundo no conseguiría conciliar nunca el deseo con el raciocinio. Treinta años después, el pueblo francés alcanzaría su libertad asesinando y sentenciando sin freno en la Revolución francesa. Poco más tarde Napoleón sería incapaz de conseguir su triunfo racional, frente a una ambición personal en exceso desmesurada y criminal. Un siglo después, incluso, el mundo sería incapaz de moderar una legítima justicia social tan necesitada por, a cambio, una filosofía materialista que, sin embargo, fue tan radical y opresora. ¿Es que no se había aprendido nada de esa virtuosidad estética que, muchos años antes, un pintor neoclásico inspirado tuviera para tratar de armonizar necesidad con justicia?

(Óleo neoclásico Diana y Cupido, 1761, del pintor italiano Pompeo Batoni, Museo Metropolitano de Arte, Nueva York.) 

8 de marzo de 2020

La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz...



Ante la representación imaginada de una inspiración artística, veremos solo parte de lo que el creador quiso, verdaderamente, expresar con su obra. Pero, da igual. El Arte tiene eso, que no obligará a acertar en el resultado de lo que, originalmente, se idease para comprender el sentido que para cada cual tenga una obra. Eso sí, el título ayudadá a orientarnos a veces. Por que si no supiéramos el título de esta obra, Ars Longa, Vita Brevis, podríamos elucubrar perdidos sobre lo que vemos, hasta llegar a imaginar cualquier posible historia detrás de la inspirada imagen compuesta. Pero, sin embargo, ahora sí..., porque ahora traduciremos el título y llegaremos así a saber que fue una sentencia clásica pronunciada por un sabio griego de la antigüedad. Más o menos, dice así: La vida es breve y el arte es largo. Resultado de una frase que, inquiriendo saber más, hallaremos finalmente: La vida es breve, el arte largo, la ocasión fugaz, la experiencia confusa, el juicio difícil. Aquí la palabra arte está ahora en su acepción original más arcaica, cuando todo hacer, elaborar o manejar se entendía con esa palabra latina, no solo con el hecho de la creación artística. Por tanto, intuiremos que el pintor se apropiase del sentido artístico de la palabra Ars para componer una imagen parcial e interesada de aquella sentencia.

Ante la falta de inspiración el pintor no es capaz de componer nada, su gesto inerme y desolado delatará una mirada fija en el lienzo descubierto ante él, sin ningún atisbo ahora de ser tocado ni usado por el Arte. El pintor británico John Haynes-Williams (1836-1908) se dedicaría a la pintura de género (costumbres de interior y personajes nada heroicos) pero, a cambio, impregnaría sus obras de un halo de misterio iconográfico muy estimulante. En esta obra incluye elementos que obligan a pensar, a dilucidar cosas, como son los propios personajes que, además del pintor, incorpora la obra. Dos mujeres y un niño. Ellas consuelan y aleccionan al pintor ante su delirio creativo; el niño, sin embargo, solo dibuja ahora en el suelo con un envidiable deseo compulsivo. El estudio artístico es sobrio, pero elegante, un tapiz enorme decora el fondo de la obra, una alfombra poderosa soporta el escenario abrumador y una puerta medio abierta inquiere una sutil forma de diálogo misterioso con el propio creador. Porque ya no es la inspiración solamente, una parcialidad artística de aquella sentencia clásica, sino la brevedad de la vida ante cualquier posible creación humana. Es una reflexión existencial ahora utilizada por un pintor para expresar lo mismo. ¿La vida se va y no alcanzaremos a crear nada que valga la pena crear? ¿Para qué hemos venido al mundo? La expresión artística pictórica necesitará de formas para contar algo. Podría haber compuesto el artista al pintor solo ante su lienzo blanco, pero ¿habría alcanzado la inspiración a ir más allá de una falta de ella, para llegar a expresar más cosas que una mera sed artística? 

Hay más cosas en la obra de lo que parece. No es sólo una falta de inspiración, es una falta de ganas... Es el convencimiento de que nada mejor podremos hacer ya antes de tiempo. Que éste se va por la puerta abierta, y que los años, desde una infancia poderosa, no han sido suficientes para poder hacer nada valorable o total. No bastará la ayuda decidida de esas mujeres inspiradoras, que han pasado o pasan por su vida. La fuerza creadora se inhibe ahora ante la sensación poderosa de que nada, verdaderamente bueno, pueda hacerse antes de que el tiempo cumpla con su decidida promesa. ¿Cuánto tiempo hace falta para componer una obra lo bastante meritoria como para no agotar sus anegadas fuentes primorosas? La vacuidad de la existencia breve es incompatible con la experiencia sagrada de lo excelso, de lo creativo, de lo eterno o de lo elogioso. ¿Es que el pintor utilizó la figura de un pintor, y de su lienzo incólume, para reflejar así la grandeza del Arte frente a la fútil e inconsistente vida efímera, insulsa o insatisfecha? Nada que lleguemos a deducir de la imagen de este cuadro, podrá alcanzar a descubrir la razón última de su sentido final. Porque lo evidente es aquí falso, y lo aparente es apenas una parte engañosa de la visión auténtica o misteriosa del lienzo. El pintor lo dejó así, como el propio lienzo oculto de la obra costumbrista, ¿está éste ahora en blanco, o poseerá partes inacabadas de un desconocido milagro...? No lo vemos, ni lo veremos jamás. Como la vida, es esta obra una oportunidad fallida por la incapacidad de expresar nada útil para poder dilucidar algo. No, no hay tiempo. El creador seguirá clamando con la inseguridad de una inspiración inútil, ahora acorde con la legítima fuerza de un engaño. ¿Es la falta de inspiración, realmente? ¿Es la sensación de no poder llegar a conseguir lo excelso, a pesar de haber vivido algunos años? ¿Es la imposibilidad de comprender cómo terminar algo que requiere aun más de una vida para elaborarlo? La puerta seguirá abierta y esperando.  Por ella se acabará fugando la poca ilusión de creer poder llegar a ser el orto deslumbrador de la creación total, de la justificación total, de la anticipación total, de la pura totalidad... 

(Óleo Ars Longa, Vita Brevis, 1877, del pintor británico John Haynes-Williams, Tate Gallery, Londres.)

5 de marzo de 2020

Es el tiempo la esencia de nuestro mundo, lo que lo determina y justifica.



Los poetas siempre lo supieron. Y los pintores no han hecho más que vislumbrar en  sus obras ese presentimiento... Porque no es un sentimiento sino lo que se da antes de él. Porque, a veces, no hay nada luego. No ha llegado a ser a veces lo que antes apenas  era algo imaginado. ¿Y después de otras veces...? ¿Qué hay otras veces? ¿Es que siempre hay algo luego? Esto es lo que es el tiempo, lo que hay luego... Estamos hechos de tiempo o por el tiempo, es él el que nos modela y determina sin que lo sepamos incluso. Cuando un pintor comienza una obra no hay nada más que tiempo calculado. Cuando un ser presiente algo no hay nada más que tiempo imaginado. Pero el verdadero tiempo existe, sin embargo. Cuando el pintor norteamericano John Singer Sargent retratase a una de las hijas de su amiga Catherine Rebecca Bronson, lo hizo entonces con la inspiración más detenida del tiempo. Los pintores tienen ese poder extemporáneo, reflejan siempre  la parte no sucedida del tiempo. Entonces retratan otra cosa, una esencia instantánea o efímera, algo que no es el tiempo pero que lo refleja así. Se enfrentan ellos a los dioses, a las moradas ocultas de la vida, y nos muestran así la cosa detenida que no es más que una irrealidad fantasiosa de una sensación tan solo deseada. Porque entonces la voluntad se impone a la vida y al tiempo. En el retrato de Miss Beatrice Townsend realizado en el año 1882, el pintor Sargent consigue transformar la esencia incorregible del tiempo en una muestra poderosa de cierta vaguedad instantánea. Todas las instantáneas del mundo, sin embargo, están ahora congeladas en la imagen del pintor. Todas las ganas, los sueños, las ideas, las creaciones, las fragancias, las promesas, las ilusiones o semblanzas de  la modelo están ahora fijadas en los trazos impresionistas del pintor. ¿Cómo es posible que esa vaguedad instantánea encierre todo ese universo? Por la sublime irrealidad que consigue reflejar el pintor con la esencia del tiempo. Cuando el tiempo se domina en el Arte podremos así alcanzar a verlo todo. ¿Estará todo ahí? Todo. Sólo dos años después de finalizar su obra, la joven modelo Beatrice fallecía de una fatal peritonitis. ¿Estaba también el presentimiento...?

El pintor español Julio Romero de Torres fue de los pocos pintores que mejor compusieron el tiempo en sus obras. A veces para mejor componerlo el espacio es también una referencia o sutileza necesaria. En su obra Nieves o Mujer en oración Romero de Torres retrata el tiempo magistralmente. El tiempo es deseo y es promesa, es el sentimiento anticipado de algo que no existe aún. En su obra una mujer parece que ora, aunque realmente no lo hace. Nos mira ella mejor. Así quiere transmitirnos que ella espera algo que ignora aún saber. El libro lo tiene apenas abierto porque así es como  el tiempo lo expresa, sin certeza, sin límite fijado, sin otra cosa más que la sensación incierta de un vago deseo. En el plano posterior del cuadro vemos ahora  la escena por ella imaginada. ¿Es imaginada o es real? Ahora el tiempo se sublima aquí. ¿Es entonces otro momento? El pintor no lo aclara, sólo lo deja reflejado en la mirada impenetrable de la joven orante. La luz y la oscuridad matizan también la obra del tiempo. Es ahora aquí el ritmo de la secuencia temporal, es el antes y el después. En la obra el presentimiento se busca, se necesita para componer el tiempo. La calma de la escena principal se opone a la sobrecogida emoción de la escena secundaria. El pintor consigue materializar el tiempo, consigue darle vida, casi movimiento. ¿Hay otra cosa además de tiempo? Nuestro mundo es todo tiempo, solo tiempo. O se presiente o se ignora. Pero, sin embargo, nunca se siente. Porque o se presiente, como hace la mujer que ora, o se ignora, como hacen el hombre y la mujer del fondo. Vivir es ignorar el tiempo. Meditar o divagar es presentirlo. Para sentirlo habría que recorrer todo el ciclo temporal de su sentido universal completo, habría entonces que ser dioses... No, no podemos tocar la esencia de las cosas ni del tiempo. Por eso los poetas y los pintores son los únicos que mejor pueden vislumbrarlo, porque ellos consiguen describir la esencia de las cosas, y, con ella, la esencia del tiempo.

(Óleo Miss Beatrice Townsend, 1882, del pintor John Singer Sargent, National Gallery de Art, EEUU; Cuadro Nieves o Mujer en oración, primer tercio del siglo XX, del pintor Julio Romero de Torres, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

26 de febrero de 2020

En estética el menor espacio ofrecerá una mayor grandiosidad y belleza.



Aunque el efecto parezca a la inversa, el cuadro inferior es más grande en tamaño que el primero de la entrada, ya que el de abajo es más alargado horizontalmente que el de arriba. Se encuentra en el Museo del Prado y representa la misma escena y paisaje veneciano que la otra obra, ambas del mismo pintor italiano, Leandro Bassano, y fechadas en el mismo año 1595. Cuando el pintor tuvo que componer lo mismo pero en menos espacio de lienzo, ajustaría y eliminaría cosas con un resultado mayor estéticamente en la obra de la Real Academia que en la del Prado. Es de suponer que la obra de menor tamaño fue realizada poco tiempo después cuando, teniendo que exponer la misma escenificación, no tendría tanto lugar donde poder recrear detalles, incluir más embarcaciones, elementos o cosas. ¿Fue eso exactamente? Si nos fijamos bien no hay menos cosas en una que en la otra obra; y también los detalles y la realización de las formas en la obra del más alargado (Museo del Prado) es incluso más elaborada que en el otro. Pero hay algo en la obra de la Real Academia que la hace finalmente más interesante y más atractiva. ¿Qué es eso? Las obras de Arte apaisadas (alargadas horizontalmente) no resaltan el paisaje tanto, a pesar de lo que puede suponerse, con respecto a las que no son apaisadas de ese mismo paisaje. El cielo tan elaborado con respecto a la otra obra puede influir también en la elección estética de la de menor tamaño. Pero, sin embargo, son dos cosas las que determinarán la diferencia más genial de una obra sobre otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor de hacer la misma obra añadió dos cosas, básicamente, que no había hecho (porque no podía) en la anterior obra. Elevó más su perspectiva (en la obra de la Real Academia es una perspectiva más aérea) y concentró aún más el color rojo en la gran barcaza veneciana y su adyacente comitiva de grandes personajes. Con esos efectos estéticos, un punto de visión más elevado y un color rojo destacable en un ángulo menos cerrado entre la barcaza y la comitiva rojas, hicieron de la obra de la Real Academia de San Fernando una composición estéticamente mucho más conseguida que la del museo del Prado.

Al tener menos espacio de visión se tiende a elevar el observador de cualquier paisaje limitado en lo ancho. Y, por otro lado, al elevar esa visión, los ángulos de las cosas más cercanas resultan más abiertos que cerrados, consiguiendo así una mayor perspectiva o un acabado más elogioso de todo el conjunto. Pero las cosas no son en estética tan simples, hay más elementos que condicionan que una obra esté más conseguida frente a otra. En la segunda ocasión que tuvo el pintor veneciano de recrear una misma escena en un menor tamaño físico, decidió acertadamente eliminar detalles, objetos y colores, con lo que mejoró el resultado final de la obra de Arte. Luego consiguió ampliar su perspectiva verticalmente, con lo que ganaría un paisaje cenital mucho más atrayente que el cielo más empequeñecido y menos brillante que el otro. Las dos obras de Bassano representan una tradicional ceremonia veneciana: el matrimonio del mar con Venecia. El dux y su gobierno embarcan y se dirigen a la entrada del canal para depositar en el mar el anillo de boda que simboliza la unión de Venecia y el mar. Lo curioso es que el pintor hiciera dos obras de la misma celebración en el mismo año, y que las dos obras vinieran a España quince años después de haberlas pintado en Venecia. Luego sabremos que el comprador fue el duque de Lerma, el valido (primer ministro) más corrupto que tuvo España entonces.  Que las adquiriría para él y que a su derrocamiento y defenestración fueron confiscadas por la corona y depositadas en el Palacio Real de Madrid. Es curioso que otro valido o primer ministro de España, Manuel Godoy, acabase poseyendo el cuadro de menor tamaño (Real Academia de San Fernando) el tiempo que estuvo en el poder, eligiendo así el de mayor belleza o de mejor acabado estético de ambos lienzos.

Los límites en el Arte son importantes. Deben éstos ser muy precisos en los laterales y, sin embargo, deben ser imprecisos en el horizonte final. La perspectiva aérea y lineal son elementos compositivos determinantes para elogiar el resultado de un bello paisaje. El punto de fuga es más destacable cuanto más precisos son los límites laterales de una obra. Después las cosas parecen disminuir (no tanto en tamaño como en agrupamiento) cuanto más se eleve la altura de la visión desde donde el pintor compone su obra, porque parecen estar más desperdigadas, se oponen así menos unas a otras que si la visión es más cercana a la superficie de la tierra. Pero, no bastará. Hay que saber elegir además qué cosas o cosa deben estar destacadas frente a las demás. Y el color en esto es muy importante. Es la otra cosa que determina la estética más singular de una obra de Arte. Porque debe haber un color que destaque sobre los otros con la profusión de tonalidades que la vista confunda ahora ante la variedad de cosas representadas. Esto es una genialidad muy apreciable en la composición final de un atribulado paisaje cargado de muchas cosas, objetos, variedades, elementos  o detalles mezclados. Los pintores no siempre tienen en cuenta esas cosas a priori... En este caso el pintor tuvo la ocasión de poder realizar, pocos meses después de finalizar una (Museo del Prado), la misma obra en otra (Real Academia), con lo cual pudo comparar y elegir otra mirada diferente. Una mirada con la que alcanzaría, sin saberlo del todo entonces, la mejor composición que de un mismo escenario tuviera de una misma y diferente obra.

(Óleo La Ribera o muelle de los Eslavos, 1595, del pintor Leandro da Ponte Bassano, Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid; Cuadro Embarque del dux de Venecia, 1595, Leandro da Ponte Bassano, Museo del Prado, Madrid.)

19 de febrero de 2020

El amor y la muerte, dos símbolos de una misma realidad virtual inmortalizados por el Barroco.



En esa maraña pasional, mística, divulgativa, práctica y seductora que fue la creación artística barroca, hay dos aspectos humanos opuestos y similares que atañen al inicio y el final de lo que somos: el amor y la muerte. Cuando algunos pintores españoles de mediados del siglo XVII comprendieron que no podrían superar a sus maestros más insignes, descubrieron que la única forma era sorprender aún más con la belleza. Y entonces vieron que combinar esos dos aspectos de la vida era una manera magistral con la que podrían acercarse al éxito y la gloria. El yerno de Velázquez, Juan Bautista Martínez del Mazo, no tuvo otra opción para poder distinguirse de la genialidad de su suegro. Algunas de sus obras son un canto a la sutilidad y la extrañeza. En el año 1657 pintaría su cuadro El estanque grande del Buen Retiro. Hay ahora en la obra de Martínez del Mazo algunas cosas que nos indican, sugieren y matizan la poderosa sublimidad misteriosa que representa. El estanque simboliza el espejo limitado de la vida fugaz y azarosa. En él hay una barcaza que se dispone a surcar, airosa, para el solaz vanidoso y temporal de los seres que transporta. La extraña pareja de amantes aislada oculta una realidad pasional ajena al mundo vanidoso de su espalda. A la derecha de los amantes una balaustrada se dirige, zigzagueante, hacia la estatua clásica de una Venus poderosa, simbolizando así el azaroso destino final de cualquier deseo inevitable: el posible amor fecundo o falaz en nuestro contingente mundo necesario. Un pavo real sin desplegar las alas simboliza ahora no tanto la belleza fugaz como el ciclo vital de lo azaroso.

Pocos años después el desconocido pintor Pedro de Camprobín (1605-1674) compuso una obra Vanitas para el Hospital de la Caridad de Sevilla, El caballero y la muerte. Para un lugar como ese la visión de obras de Arte con el sesgo de lo fútil, de lo pasajero o de lo definitivo de la vida era una coherente forma de indicar su actividad piadosa. En la pintura de Camprobín la dualidad del amor y de la muerte es originalmente retratada. Pero ahora no compuestas para el barroco metafórico de dos pasiones amorosas sino para la divulgativa o más práctica información contra la promiscuidad sexual y su terrible enfermedad venérea. En la mitad de esa centuria la proliferación de prostitutas y la falta de higiene llevaron a una grave crisis sanitaria. Así que el pintor muestra a una cortesana con la imagen ahora de la muerte entre sus formas. Es una mujer sólo por el ojo visible que de su rostro un velo descubre con la única mano que mantiene viva, todo lo demás es un esqueleto mortecino y deprimente. El caballero se descubre, ingenuo, ante la presencia de la muerte envelada. La obra muestra además elementos que representan la vanidad y la irrelevancia de una vida material e intrascendente. Lo que podía parecer un recurso original estético para mezclar belleza sugerente con muerte envenenada era, sin embargo, una realidad social en el vestuario de algunas cortesanas de aquella época, lo que se denominaba en el siglo XVII una mujer tapada o una tapada. Fue una forma de vestir discreta para las prostitutas o cortesanas españolas, que duraría apenas ese siglo ya que fue una moda que acabaría pronto gracias a las nuevas costumbres francesas.

Así que aquella pareja solitaria del estanque estaba formada por un caballero y una mujer tapada. Pero no era una representación vulgar de escena cortesana lo que el pintor deseara expresar en su obra, sino que expresaba más bien la relación pasional ocasional o liberal frente a la conyugal de una pareja casada. Esto, el pavo real y la estatua de Venus determinaría la dialéctica metafórica del amor y la muerte en nuestro mundo. A diferencia del cuadro de Camprobín, la simbología amor-muerte ahora no es la promiscuidad infecta en su materialidad terrenal, sino la especial dualidad pasional ante lo que es pero dejará de ser...  Lo que es creado y luego destruido y que se manifestará por el deseo invisible de lo apartado o de lo cubierto o de lo no visto. Y cuya expresión es en la obra de Martínez del Mazo representada por la virtualidad efímera de una mujer tapada, por la azarosa temporalidad de un pavo real y por la fecunda o infértil belleza irreal de una Venus mitológica. La belleza natural del cielo, de los árboles y del estanque contrastan en la obra con la silueta del pequeño edificio, la terraza zigzagueante y la poderosa Venus clásica esculpida en piedra. Como el amor y la muerte, las cosas opuestas en la obra se configuran ahora bajo una misma belleza misteriosa, esa que el pintor supo expresar con la suave coloración oscurecida de una fragancia tan efímera como grandiosa.

(Óleo El Estanque Grande del Buen Retiro, 1657, del pintor barroco Juan Bautista Martínez del Mazo, Museo del Prado, Madrid; Cuadro El caballero y la muerte, entre los años 1650-1670, del pintor barroco Pedro de Camprobín, Hospital de la Caridad, Sevilla; Detalle del cuadro El Estanque Grande del Buen Retiro, Museo del Prado.)

16 de febrero de 2020

El Romanticismo lo vislumbraron ya algunos creadores del melancólico siglo de oro.




El movimiento romántico que surgiría en Europa a mediados del siglo XVIII, y que alemanes y británicos crearon primero que nadie, ya habría sido sospechado por los artistas y creadores del periodo barroco denominado Siglo de Oro español. Cuando el escritor inglés Horace Walpole compusiera su obra El Castillo de Otranto en el año 1764, empezaba a alumbrarse un cierto sentido romántico consecuencia del espíritu anquilosado de los hombres. ¿Qué cosa representaba por entonces ese espíritu anquilosado? La ociosidad inteligente e inquisidora producto de la auto-indulgencia y la molicie que ofrecía por entonces la opulenta sociedad satisfecha. Cuando esos fenómenos psicológicos se dan en una sociedad ilustrada satisfecha surgirán la huida, el refugio, la oscuridad, el mesianismo perdido o la búsqueda de un paraíso ideal hallado en el pasado o en la exaltación de lo misterioso. El Romanticismo nació de esos anhelos melancólicos sobre la vida, el sentido de la historia y, sobre todo, de una individualidad introspectiva y disidente. El siglo XVIII europeo se desarrolló con esas pautas propiciatorias para ensalzar el devenir existencial más desasosegado. El Romanticismo de finales del siglo XVIII fue el cansancio metafísico ocasionado por la satisfacción personal y agnóstica de la Ilustración. Pero en los años en que el siglo de Oro español tuvo parecidas singladuras espirituales y personales, entre los años 1630 y 1680, lo fue no por el cansancio metafísico sino por el desarraigo espiritual que una sociedad afortunada y venida a menos padeciese por entonces. De haber nacido en las excelsas moradas de un imperio esplendoroso, los hombres y mujeres de ese periodo hispano tan sobrecogido sintieron y plasmaron luego en sus obras barrocas el desaliento, la fatuidad o la dulce melancolía más elogiosa para llegar a componer, henchidos de gloria artística, las mismas sensaciones de evasión y retraimiento que, un siglo más tarde, alumbrara exitoso el sentimiento romántico más prometedor.

Un pintor poco conocido de ese periodo barroco en el Arte español lo fue Francisco Collantes (1599-1656). De características prerrománticas, se dedicaría a componer paisajes desolados, oscuros y nostálgicos en una época donde los paisajes no eran muy valorados estéticamente. Fue por eso además un paradigma anticipado del héroe-artista auto-marginado, para nada mundano o exitoso. Lo que sería  más de un siglo después una personalidad artística muy elogiada por el Romanticismo clásico. En fecha poco precisa por desconocerse, aunque situada con probabilidad entre 1640 y 1650, el pintor Francisco Collantes compuso su obra Paisaje con un Castillo. En una nación con tantos castillos como España el pintor realizaría, sin embargo, una obra de Arte con la silueta de un castillo imaginario y oscuramente melancólico. Pero además lo posiciona en un montículo rodeado de un paraje tenebroso en un ambiente con tintes fantasmagóricos para la época. En Psicología podría evaluarse el sentimiento romántico como una huida enardecida hacia otro tiempo distinto del momento padecido. ¿Cómo no valorar ya esta impresión artística tan precoz en un periodo tan diferente al de los elementos románticos posteriores? Sin embargo, la historia es a veces mala consejera para evaluar con exactitud honesta la vida y los sentimientos reales de los hombres. En la historia hacer resúmenes clasificados es una barbaridad sólo entendida por el afán falsamente ilustrativo de una realidad veraz desconocida. Como los periodos artísticos y sus encasillamientos culturales, que no reflejarán exactamente lo que sucediera o se sintiera por sus creadores en algunos momentos, sociedades o culturas del mundo. 

En esta pintura barroca, anticipadamente romántica, el creador inspiraría ya elementos que propiciaban el desarraigo más sobrecogedor de un espíritu humano por entonces nada sosegado. Vemos en la obra un castillo ruinoso sobre unos riscos abandonados rodeados de un bosque desperdigado y coloreado por ocres y oscuras siluetas verdecidas. La atmósfera mágica y ensoñadora que se percibe es completada por unas rocas emergentes del mismo color que el cielo macilento del atardecer, que apenas oculta aquí un crepúsculo dorado reflejo ahora de lo finalizado, de lo perdido o de lo caduco de la vida.  Pero, no solo en esos rasgos nostálgicos veremos las pasiones emotivas de un enajenado acontecer, también lo vemos en el frágil pasadizo del puente de tablas de la derecha del cuadro donde, inusitadamente, se nos muestra sin pudor ni jactancia metafísica la disonancia más desalentadora entre un esplendor ya acaecido y olvidado y un desatento, ridículo y desmerecedor porvenir. No hay seres en el paisaje emotivo de la obra de Collantes, ni vivos ni muertos, ni animados -de ánima humana- o no. Tampoco hay nada que lo haga emotivo siquiera, como que no lo haga. Sólo un paisaje oscurecido bajo un aura de incierta ensoñación misteriosa que emergerá ahora del pasado silencioso para, sin nada aún que afecte al sentimiento, evoque enaltecido, sin embargo, el sentido más lírico y metafísico del paso del tiempo y de su gloria. Desde la lejanía de un siglo barroco tan distante de inspiración melancólica romántica, sentiremos la grandiosidad de una etapa gloriosa en el Arte que expresaría ya una época de contrariedad, de confusión, de asombro perdido o de cierta orfandad psicológica.

El Castillo de Otranto fue el disparadero artístico poético de una forma de expresar literatura que llevase al Romanticismo a descubrir el sentido más atrayente de las ruinas y los misterios del pasado. Fue muy conocida por ser la primera novela de terror gótico, de literatura fantástica o de cuento donde el espíritu vagabundo de lo humano se perdiera entre ensoñaciones de lugares olvidados. Tanto como lo fuera antes aquella inspiración barroca tan introspectiva de Francisco Collantes y su obra Paisaje con un Castillo. Como siempre que hay que analizar, escudriñar o profundizar una obra de Arte, habrá que situarse en el momento y en el lugar histórico donde fuera realizada. A mediados  del siglo XVII España vivía su efusión cultural más elogiosa gracias a lo que se llamó el Siglo de Oro. Pero también viviría una época de abatimiento y de crisis existencial por sus particularidades sociales e históricas. El pasado entonces pesaba mucho porque había sido el más glorioso pasado que país alguno hubiese tenido jamás. Por mucho que se quisiera revivir aquella grandeza de antes fue imposible conseguir mantenerlo en el tiempo, salvo lo que se pudiera conseguir hacer con la poesía o la pintura más elaborada y primorosa. Pero es que además el pintor Collantes tuvo una premonición lírica extraordinaria, porque fue por entonces la más exitosa inspiración que luego, con los años, no en su propia época, llegaría a ser muy admirada como la expresión creativa más inspirada del ánimo más ofuscado de los hombres.

(Óleo Paisaje con un Castillo, primera mitad del siglo XVII, del pintor barroco español Francisco Collantes, Museo del Prado, Madrid.)

11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)