En Segovia, una de las ciudades más hermosas de España, existía una antigua iglesia románica del siglo XII, San Juan de los caballeros, templo que durante los años treinta del siglo XIX fue expropiado a la Iglesia Católica por la desamortización de los primeros gobiernos liberales. Desalojada y abandonada, se mantuvo así durante casi setenta años hasta que un gran artista de finales de ese siglo, don Daniel Zuloaga (1852-1921), la adquiriese como un magnífico lugar inspirado ahora para sus creaciones. Fue don Daniel además de pintor un extraordinario ceramista, el cual plasmaría con magníficos colores sus maravillosos y especiales diseños artesanos de la famosa loza arcillosa castellana. Admirado y apoyado por el rey Alfonso XII, consiguió crear muchas fábricas de cerámicas de donde salieron reconocidas obras artísticas esmaltadas en el barro. En el año 1893 el gobierno progresista del presidente Sagasta decidió respaldar la construcción en Madrid de la sede del nuevo ministerio de Fomento, un grandioso edificio neoclásico pero un tanto ecléctico que incorporaba elementos arquitectónicos añadidos. Se decidió entonces revestir algunas partes de su majestuosa fachada con aquellas famosas cerámicas castellanas. El Ministerio se lo encargaría entonces al mejor de los ceramistas conocidos, a don Daniel Zuloaga.
Para tan grandiosa obra marcharía el artista entonces a Segovia, para encontrar allí una fábrica de loza ya existente, una situada junto al río Eresma para que sus aguas contribuyesen a tan artística y hermosa industria. Se debía conseguir el brillo cobrizo de los famosos alfares moriscos..., con sus exquisitos esmaltes y su fascinante policromía. Con los años don Daniel se embrujaría de la belleza de Segovia y, en el año 1905, terminaría comprando la abandonada iglesia románica segoviana de San Juan, adaptándola luego para su estudio y también para vivir. Un sobrino suyo, el que fuera gran pintor Ignacio Zuloaga, le visitaría a menudo en su nueva fábrica de loza segoviana. Hasta que éste también quedara subyugado por el aire, los colores y la extraordinaria luz de aquel cielo de Segovia. Cuando en el año 1911 se anunció en Madrid que una nueva bailarina, de origen español, bella, exótica y exitosa, debutaría en el teatro Romea, Ignacio Zuloaga asistiría muy interesado para verla. Así fue como se dio a conocer en su país natal una mujer de veintinueve años, Carmen Tórtola Valencia. Aunque nacida en el sevillano barrio de Triana, la trasladarían a los tres años misteriosamente a Londres. Al parecer, sus padres la entregaron a una familia inglesa de la alta burguesía londinense, donde ahora la educarían y formarían de manera excepcional. Fue un misterio, como todo en ella, como su propia, apasionada y extravagante vida. Seguidora de la gran bailarina americana Isadora Duncan, se dedicaría a componer magistrales escenas de danza contemporánea, unos bailes que, junto a los atrayentes vestuarios y maneras orientales, conseguiría mezclar originalidad, sensualidad y belleza.
Poetas y escritores, pintores y reyes, todos quedaron impresionados por su belleza, personalidad y danza artística. Llegaron hasta escribirle algunos versos, como los que compusiese el poeta Rubén Darío en su obra lírica La bailarina de los pies desnudos: Su falda era la falda de las rosas; en sus pechos había dos escudos... Constelada de casos y de cosas...; la bailarina de los pies desnudos. Con el pintor Ignacio Zuloaga (1870-1945) mantuvo una estrecha y algo más que admirable relación. La llevaría una vez a Segovia y en San Juan de los caballeros pudo Carmen Tórtola inspirarse fácilmente para danzar sin sonidos, sin público, tan sólo ahora con la reverberación de las viejas piedras románicas medievales, esas joyas milenarias y lustrosas del inigualable entorno segoviano. Y allí, ahora, en la nave de crucería románica, entre sus arcos y ventanas, entre sus suelos y paredes, la bailarina española regalaría a sus anfitriones una maravillosa danza oriental. Después, cuando acabara su sensual baile, le enseñaron todo aquel arte románico del atrio, de sus paredes y de sus estancias milenarias... En uno de los ábsides del edificio, ahora en dos grandes laudas -leyendas grabadas- en pizarra, pudo ella leer la inscripción siguiente: Aquí yace la ilustre y noble señora doña Angelina de Grecia, hija del conde Juan y nieta del rey de Hungría; mujer de don Diego González de Contreras, regidor de esta ciudad; muerta en 1420.
Cuando, a principios del siglo XV, el rey de Castilla y León Enrique III (1379-1406) se propuso afianzar alianzas políticas donde fuese, ante el temor ahora de que hordas moriscas del norte de África apoyaran al débil -pero aún resistente- reino peninsular nazarí granadino, tomaría la decisión de enviar una embajada a la corte del gran imperio Otomano. Así fue como, en el año 1402, don Payo Gómez de Sotomayor y don Hernán Sánchez de Palazuelos partieron hacia el Asia Menor, para ver entonces al gran sultán Bayaceto I. Pero descubrirán entonces que el gran sultán está ahora luchando contra un invasor, un agresor que llega de las estepas del este, el mongol Tamerlán. Vencido el sultán, los embajadores castellanos, hábilmente, cambiarían rápidamente su misión. Ahora, deciden entregarle al nuevo señor de los turcos, el fiero Tamerlán, las ofrendas de Enrique III de Castilla. Impresionado por los regalos y la cortesía, el nuevo sultán nombraría entonces a un emisario, Mohamad al Qazl, para que acompañe de regreso a Castilla a los dos embajadores, llevando ahora con él, además de una carta a su rey, unos especiales presentes del nuevo sultán.
Esos especiales presentes para Enrique III eran dos cautivas blancas, rehenes que Bayaceto tenía retenidas como botín por la batalla que ganara en el año 1395 a Segismundo, el primer emperador de Austria y Hungría. Así fue como Angelina de Grecia y María Gómez, nombres que les pusieron luego en Castilla, consiguieron escapar de su espantoso cautiverio oriental. Al parecer, según cuentan los relatos, doña Angelina llegaría a ser en Castilla una de las más hermosas damas de aquel siglo. En aquel viaje de regreso a Europa, llegaron en barco primero a Sevilla, donde residía un trovador llamado Francisco Imperial, un castellano de origen genovés que quedaría asombrado por la extraordinaria belleza de Angelina. Entonces le compone un verso castellano en su homenaje: Fuese tártara o griega; en cuanto la pude ver; su disposición no se niega; grandioso nombre ha de ser; que debe sin duda ser, mujer de alta nación; puesta en gran tribulación y depuesta de gran poder. (Adaptación del cancionero recogido por Alonso Álvarez de Villasandino, siglo XV).
Los pintores del Romanticismo y luego del Academicismo decimonónico llegarían a retratar, seducidos, gran cantidad de harenes y gineceos orientales. En ellos aparecen a veces mujeres blancas, esclavas que, como tesoros inapreciables, guardarían celosos los eunucos musulmanes a su señor. De ese modo, como todo lo que provenía del Oriente misterioso, se fue creando así en el imaginario del Arte occidental una maravillosa e inspirada devoción por el exotismo y la sensualidad más explicitada del oriente. Esa misma sensualidad que la bailarina Tórtola Valencia mostrara también por toda Europa, América o Asia, con su excitante y subyugante danza. Recorrería Tórtola el mundo maravillando a todos y a todas... Desde el año 1911 no pudo dejar de pensar en regresar al país de sus padres. En 1915 se presenta en Barcelona -tierra de su padre- para actuar con otras grandes artistas, como lo fuera Raquel Meyer. Volvió a viajar de nuevo, con sus baúles y su arte, por toda Sudamérica, triunfando y seduciendo adonde iba. Finalmente, a principios de los años treinta, regresaría a España para siempre. Por aquel entonces, disfrutaba ella de una Barcelona modernista y unos años de gran libertad. Pero el gusto del público fue cambiando, como aquellos años sombríos, de una forma inapelable. Ahora ya no se admirarían tanto las curvas, ni los vestidos adornados ricamente, ni el brillo del oropel o la danza memorable. Acabaría ella sus días serenamente en Barcelona, acompañada ahora por otro tipo de arte, por el propio Arte... Se dedicaría a la pintura y a coleccionar obras de Arte, antigüedades y recuerdos. Unos recuerdos, sin embargo, que nunca compartiría con nadie, que nunca escribiría, y que murieron con ella para siempre.
(Cuadro del pintor español Hermenegildo Anglada Camarasa 1871-1959, Tórtola valenciana, 1912, homenaje a la bailarina española Carmen Tórtola; Fotografía de la bailarina Carmen Tórtola Valencia, 1911; Fotografías de Carmen Tórtola, años veinte; Composición fotográfica con gestos escénicos del baile de Carmen Tórtola, 1911; Fotografía de la bailarina Tórtola Valencia, 1915; Fotografía de la construcción del edificio del hoy Ministerio de Agricultura -entonces Fomento-, Madrid, 1895; Fotografía actual de la fachada del edificio ministerial, donde se observan las cerámicas de don Daniel Zuloaga; Imagen fotográfica actual del edificio ministerial, Madrid; Fotografía de la iglesia románica de San Juan de los caballeros, Segovia, actual museo Zuloaga; Óleo del pintor polaco Stanislaw Chlebowski, 1835-1884, Tamerlán dirigiéndose a Bayaceto I, 1878; Cuadro del pintor español Dionisio Fierros Álvarez, 1827-1924, Episodio del reinado de Enrique III de Castilla, siglo XIX; Óleos del pintor academicista francés Jean-Léon Gérôme, El encendedor de Cachimba, 1898 y Después del baño; Fotografía de los baúles de Carmen Tórtola Valencia; Cartel publicitario con su imagen.)
Vídeo homenaje a Carmen Tórtola Valencia:
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