En la Florencia renacentista del siglo XV surgiría pronto un espíritu sensible, misterioso, generoso y genial: Alessandro Botticelli (1445-1510). Fue uno de los primeros creadores que utilizaron el Arte para reflejar subliminales mensajes o para expresar, sin grandes asombros ni fuertes irreverencias, lo más inesperado o lo exquisitamente más inesperado: la Belleza más natural, metafísica y transparente. Su taller, que comenzaría a crear obras en el año 1470, llegaría a tener muchos seguidores que encontraron el más importante espaldarazo a su inspiración artística. Un lugar muy moderno para entonces, rebelde incluso, pero sagazmente creativo y sublimemente artístico. Este gran pintor florentino pasaría, sin embargo, los siguiente siglos taponado u ocultado por un gusto artístico del todo diferente y por una censura feroz. Sus obras no fueron descubiertas y su autoría reivindicada hasta casi mediados del siglo XIX. Muchas creaciones de su taller acabarían desperdigadas por el mundo y sus obras atribuidas, incluso, a otros pintores. Antes que él, otro creador pictórico surgiría en la Italia creativa de la explosión prerrenacentista: Masaccio (1401-1428), un pintor de la ciudad de Arezzo que revolucionaría los inicios del Arte con una novedosa perspectiva, con imágenes trazadas de un modo diferente, con colores atrevidos y con un fervor más emocional y humanista en su Arte.
Masaccio actuaría ya así frente a una creación artística -antes y durante su vida- rígidamente establecida por la tradición medieval. Leonardo da Vinci y Miguel Ángel le considerarían un maestro a seguir, pero también Botticelli y sus discípulos admiraron al avanzado artista de Arezzo. Muchas de las obras creadas en aquellos años renacentistas -mediados y finales del siglo XV- acabarían colgadas, siglos después, en las paredes longevas de muchos de los viejos palacios decadentistas italianos. Estos edificios albergarían durante siglos inmensas obras de Arte lejos de las miradas inquisidoras de un mundo post-renacentista, por entonces más intransigente ante obras demasiado incomprensibles o atrevidas, inspiradas en la antesala de lo que llegaría a ser la mayor revolución artística habida en la historia del Arte. Así, hasta que una pequeña pintura anónima renacentista pasara, durante el año 1816, de un vetusto palacio decadentista a otro... Giusseppe Rospigliosi (1755-1833), duque de Zagarolo, había adquirido una antigua pintura -Rea Silvia- a la antigua familia Amigoli de Florencia. Los Amigoli, que habían tenido hasta un pintor en su familia -Stefano Amigoli-, tenían catalogado el cuadro como perteneciente al pintor Masaccio. Hasta su título lo habían deducido audazmente con el muy romano nombre de la mítica madre de Rómulo y Remo: Silvia. Una leyenda latina contaba cómo una hermosa mujer, Silvia, hija del monarca del reino mítico fundado por el hijo de Eneas -Numitor-, sería obligada por su rebelde tío -Amulio- a convertirse en una sacrificada Virgen Vestal.
Pero el dios Marte, seducido por la belleza de Silvia, la rapta y viola en una ocasión terrible para ella. Como las vestales no podían tener hijos, Amulio la condena a ser enterrada viva y mandaría luego asesinar a los gemelos habidos con el dios. El sirviente encargado de tal crimen sólo cumpliría, sin embargo, lo primero. Se apiada de los pequeños hermanos y los abandona juntos en el río Tíber. La leyenda romana cuenta cómo fueron encontrados y amamantados por una loba, la loba capitolina. Pero esta historia fundacional de Roma, donde una gran mujer es sacrificada sin amparo alguno, sirvió luego -en el siglo XIX- para
inspirar la interpretación artística de una escena sugerente. Porque en el cuadro renacentista
aparecía sola una figura sedente y humillada ante los peldaños de una
real entrada palaciega. Desolada y desconsolada, la figura acerca sus manos a su rostro para ocultar ahora lo que parece ser una mujer atormentada,
despojada incluso de sus túnicas sagradas en una dura muestra de rechazo, marginación o agravio personal. ¿Quién podría ser entonces esa figura si no Rea Silvia, la virgen vestal condenada en la leyenda latina? Así que el duque italiano decadentista adquiriría a principios del siglo XIX esa obra de Arte, convencido entonces de poseer una obra de Masaccio que representaba la famosa heroína romana malograda.
Pero años después, cuando el historiador de Arte Adolfo Venturi analizara la iconografía de esa obra, concluiría que el autor de tan enigmático lienzo no podía ser otro que Botticelli. Y no se limitaría a afirmar eso solamente, también rebautizaría la obra. Acabaría por llamarla ahora La derelitta -La desamparada-, es decir, mantenía el historiador la misma temática por la que había sido interpretada antes -un desamparo legendario ante una injusticia-, pero cambiaría la autoría de la obra así como su fecha de creación. Situaría el historiador la composición de la obra alrededor del año 1475, cuando el taller de Botticelli estaba en plena actuación artística. Pero, todavía se equivocaría el historiador italiano en algo más, al parecer. A principios del siglo XX otros historiadores y críticos de Arte compararon esta obra con otras cinco obras de Arte parecidas expuestas en diferentes museos de todo el mundo. Todas esas obras representaban un mismo tema: la historia sagrada del Libro bíblico de Ester. Y mantenían además un mismo estilo y una misma técnica pictórica: el taller de Botticelli. Pero, sin embargo, la figura a la que se hace referencia en el relato bíblico de Ester como personaje desamparado no es una mujer sino un hombre. En el antiguo testamento la referencia a un caso de esa escenografía desamparada sólo podía ser un hombre: el personaje bíblico judío de Mardoqueo. Este hombre era primo de Ester, la hermosa judía que seduce con su belleza al poderoso rey de Persia, un reino donde los judíos por entonces habitaban exiliados. Pero, sería Ester elegida por Jerjes I de Persia -sin saber éste su procedencia hebrea- como concubina de su palacio y, finalmente, como esposa real.
Los celos que esa boda real produjeron en un poderoso gobernante de la corte persa serían trágicos. No dejarían que una extranjera y su familia hebrea obtuviesen semejante privilegio real. Convencieron entonces al rey de que expulsaran a los judíos del reino. Y Mardoqueo ahora, enfurecido y desolado, se dirigirá al palacio real persa para, desgarrándose de sus vestiduras, comenzar a gritar y pedir ser escuchado en justa prueba de la inocencia de su familia y de su pueblo. Las seis obras pictóricas formaban parte de una serie sobre el Libro bíblico de Ester. Todas las obras tenían además las características maestras de Sandro Botticelli, pero tan sólo una de ellas divergía ahora en algo especial su personal estilo pictórico. Esta obra, por tanto, debía haber sido realizada entonces por algún discípulo de su taller, pero, ¿cuál de ellos? No se supo la respuesta hasta que la tecnología permitiera observar qué había grabado detrás de las capas de pintura renacentistas. Se descubrió que oculto por las túnicas desperdigadas de la obra se encontraba la clave de su autoría. Dos iniciales, F.L., llevarían a deducir a un poco conocido discípulo de Botticelli, Filippino Lippi (1457-1504). Este artista italiano llegaría al taller del maestro florentino poco después de fallecer su padre, Fra Filippo Lippi, el cual había sido incluso maestro del maestro. Pero, no sólo fue eso...
Fra Filippo Lippi, el padre de Filippino, comenzaría pintando frescos y lienzos sagrados para su comunidad carmelita, donde él profesaba entonces como fraile. Sin embargo, la pasión arrebataría al monje toscano cuando visitara una vez el monasterio de monjas de Santa Margarita, para pintar ahora una tabla de su altar. Lucrecia Buti, una hermosa novicia del monasterio, acabaría enloqueciendo inevitablemente de amor terrenal a Fra Filippo. Así que ambos huyeron juntos y acabarían abandonando sus órdenes religiosas. Cinco años después el Papa les dispensaría, pero, sin embargo, ambos habrían quedado ya estigmatizados para siempre. Fue por eso que su hijo Filippino trataría de cambiar con el Arte esa impronta personal tan desdichada en su familia. En un alarde de inspiración desesperada, crearía Filippino una obra de tal signo reivindicador... Botticelli, su maestro, lo sabría y dejaría a su discípulo inspirado que pudiera hacerlo sin trabas. Filippino Lippi se representaría entonces a sí mismo en la obra renacentista, ahora desgarrado y abatido, solicitando así que las puertas de la clemencia magnánima de la vida ejercieran su justa benevolencia con él. Como aquel Mardoqueo de la leyenda hebrea, aprovecharía ahora el joven pintor la ocasión para expresar así su lamento solitario, su desolada emoción ante la vida o la displicente e injusta forma de tocarle a él ese destino tan infortunado. Cuando Lippi empezara a trabajar en esa obra misteriosa tendría apenas quince años, la edad en la que una persona necesita de sustento milagroso en un momento en que la sociedad empieza a conocerle y él sintiera, sin embargo, el peso tan desgarrado de su origen.
¿Cuál, entonces, debería ser la verdadera interpretación del personaje de la escena? ¿Aquella ultrajada y mítica virgen vestal sacrificada?; ¿el honrado y sentimental personaje hebreo ante su causa?; ¿o el desdichado reflejo del origen de un autor ante su vida? ¡Qué más da! Que se denomine el cuadro con un género femenino es, posiblemente, el único error imperdonable. Lo demás sólo es aquí el hecho del sentido simbólico de lo que una imagen general representa, de lo que desea expresar con su sentido iconográfico más general: el desamparo más rotundo, la soledad más incomprendida, el fatal momento desesperado donde, ahora, el ser grita y se rompe y cae, dirigiéndose además hacia ese lugar poderoso desde donde le acaben por fin escuchando. Y qué mejor cosa o altavoz por entonces para ello que un lienzo mediador y convincente, que el lugar ahora más solemne y permanente o el más rápidamente emocional para llegar, ¡y tan pronto!, a las conciencias insensibles de la gente.
Lienzos de la tragedia por las gradas
tendidas a cordel. Se han congelado
el rosa, el siena, el gris. Desventurado
el que tiene las puertas clausuradas.
Clausuradas están. Soñar espadas
contra el bronce tenaz es un pecado
de inocencia. No hay llave ni candado
que te abran paso al reino de las Hadas.
No te tapes la cara: nada puedes
hacer contra la faz del abandono
si ya pasó el umbral de tus retinas.
Por más que trates de abolir el trono
de la ausencia con llanto, las paredes
del dolor ya han formado cuatro esquinas.
Poesía La derelitta, del poeta y pintor español Aníbal Núñez San Francisco (1944-1987).
(Obra La Desamparada -La Derelitta-, 1475, Filippino Lippi, Taller de Botticelli, Palacio Rospigliosi, Roma; Óleo Ester, 1841, Théodore Chassériau, Museo del Louvre, París; Cuadro Virgen con el Niño y un Ángel, 1445, Fra Filippo Lippi, Galería de los Uffizi, Florencia; Cromolitografía del pintor italiano Gabriele Castagnole, Amor o Deber, 1873 -donde se representa el amor entre el pintor renacentista y su amada novicia; Detalle del rostro de la Virgen de un cuadro de Sandro Botticelli, Madonna de la Granada, 1487, donde se aprecia una imagen tan natural y terrenal del rostro típico botticelliano, parecido al de su diosa Venus; Detalle del rostro de la Venus del Nacimiento de Venus, 1485, Botticelli; Óleo Madonna de la Granada, 1487, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Obra El Nacimiento de Venus, 1485, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia.)