Uno de los primeros creadores que pintaron paisajes como el motivo principal de la obra, no como un escenario secundario, lo fue el renacentista holandés Pieter Brueghel (1525-1569), conocido como el viejo por haber sido el padre de dos artistas flamencos, Pieter y Jan. Sería ya en tan temprana época el paisaje un genial ardid para mostrar, con sutilezas, otras cuestiones delicadas de enseñar en pleno siglo XVI. En su obra La urraca sobre la horca del año 1568, también conocida como Danza de campesinos junto a la horca, el creador flamenco pintaría un escenario grandioso, profundo, de lejanía inspiradora, casi sagrada, mostrando así con todo ello un cierto sosiego algo trascendente... Pero pintaría una horca ahora muy centrada y solitaria, con una pequeña urraca misteriosa además posada en su travesaño principal. En el cuadrante inferior izquierdo de la obra situaría algunos personajes que danzan, irreverentes, junto al atribulado patíbulo desolado. La triste urraca, indiferente ahora a lo que los hombres hacen, observará displicente a unos seres demasiado inconscientes que se alegrarán de no haber sido ellos los ajusticiados, de que, ahora, sean de otros los restos que ellos pisan contentos. Más alejado hacia la izquierda -justo en la esquina inferior izquierda- se ve a un hombre agachado haciendo sus necesidades en la tierra, un claro simbolismo obsceno que afrentaría aquí el suelo que acogerá las almas desconsoladas de los condenados.
Pero el paisaje de Brueghel, siendo tan hermoso en su profundidad, es ofuscado ahora aquí por el ofensivo alarde de una desagradable horca, por el símbolo mortífero de la urraca desatenta, y por los gestos desconsiderados de sus alegres personajes indecentes. Sin embargo, sería un artista nacido en pleno estilo barroco -tendencia poco paisajista- el que, realmente, iniciara el paisaje como un objeto creativo en sí mismo, no como escenario argumental. Claudio de Lorena (1600-1682) fue incluso muy clasicista para su época. Nacido en Francia, pronto marcharía a Italia para inspirarse en los antiguos pintores manieristas, unos pintores que aún harían obras con encuadres espectaculares o con entornos naturales por entonces demasiado tardíos. Morirá Claudio de Lorena en Roma, donde sus creaciones influyeron en los paisajistas ingleses de finales del siglo XVIII y principios del XIX, pintores que viajaron a Italia para ilustrarse en el mismo lugar donde surgiera el Arte. Llegaría a ser tan grande su fama, fue él tan original, sus obras eran tan impactantes y bellas, que sería muy copiado en su época. Así que, motivado por eso, el propio pintor Lorena crearía El Libro de la Verdad, un volumen donde recopilaría todas las obras compuestas por él. Aunque no se publicaría sino hasta casi un siglo después de su muerte, fue todo un gesto audaz contra los falsificadores muy moderno para entonces.
Pero luego, en el siglo de la Ilustración y el Rococó, hubo otro pintor francés, muy paisajista, que mostraría así la continuidad entre Lorena y los paisajistas posteriores, Joseph Vernet (1714-1789). Su luz, poderosa, concentrada y dispersa en el encuadre de un horizonte grandioso -tendencia iniciada por Lorena-, le llevaría a realizar impresionantes marinas, unos paisajes donde el atardecer, el prodigioso cielo y los barcos con su arboladura, formarían parte de su característica iconografía conocida. Tal habilidad adquirió el pintor en esos paisajes, que hasta el propio rey francés Luis XV le encargaría, en el año 1753, que pintase dieciséis puertos de Francia. Otro gran paisajista -además de otras maravillosas, románticas y precursoras tendencias- lo fue el gran pintor inglés Joseph Williams Turner (1775-1851). Pintaría en el año 1815 La construcción de Cartago por Dido, una obra genial donde las trazas de su Romanticismo se aprovecharían del gran paisajista que fuera Turner. En esta obra suya hay un cierto paralelismo con la de Claudio de Lorena: una exaltación de la Antigüedad, de sus ruinas, de la luz poderosa del atardecer, del encuadre diseñado siguiendo las medidas áureas, del color reflejado ahora en sus aguas, colores de olas que, tranquilas y lejanas, llegarán serenas y amarillentas hasta el propio espectador. Cuando Turner decidiera donar este cuadro al museo londinense de la National Gallery lo hizo con una condición: que su obra estuviese justo al lado de la de Claudio de Lorena, Embarque de la reina de Saba. No supo mejor modo que ese para homenajear así a su admirado colega barroco.
Pero el pintor más paisajista por excelencia lo sería el británico John Constable. Nacido en la granja de su padre junto al molino de Flatford, en Suffolk, Inglaterra, desde su infancia aprendería a amar su maravilloso entorno natural, los colores de su cielo, o las fuertes y sosegadas tardes de su coloreada campiña inglesa. Fue un creador -como sólo los grandes lo son- capaz de innovar, de obtener tanto las obras que el público apreciaba como las que él deseaba hacer. De ese modo, crearía extraordinarias imágenes con trazos ahora diferentes, con colores sorprendentes, representando lugares y cosas de una forma por entonces bastante adelantada. Señalando así ya una característica muy esencial para el Arte posterior: la emoción frente al detalle... Pero sería el pintor más conocido aún, sin embargo, por los paisajes naturales y comunes, donde combinaría la perfección del escenario natural con las tranquilas costumbres campesinas de sus habitantes. Aunque también consiguió Constable hacer otras cosas, igualmente geniales y perfectas. Ahora, por ejemplo, sería ya otro el punto de vista, otras las visiones que de las mismas cosas él tuviera... Como cuando pintase la Catedral de Salisbury. La pintaría varias veces, desde ligeros y diferentes puntos de vista, aunque muy poco perceptibles en sus obras.
Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.
Hay que fijarse bien para observar que las tres composiciones del mismo paisaje -tal vez hiciera más- que realizara para su amigo el obispo de Salisbury -que se sitúa en los lienzos señalando al campanario de la catedral-, son ahora diferentes todas y cada una de ellas. En la primera, que realiza en el año 1823, parece el pintor querer desear celebrar el estilo en que fuera construida la catedral -el gótico- pues encorva los árboles que enmarcan el campanario como si fuesen un grandioso arco ojival apuntado hacia el cielo. En las otras dos que pinta posteriormente no utilizará ya ese recurso. Ahora pretende dejar el campanario de la catedral despejado, apuntado hacia el infinito cielo. Quizá a su prelado amigo no acabara de gustarle aquel atrevido recurso subjetivo de antes. Debe ser otoño la estación retratada en la obra del año 1825 ya que ciertas ramas que antes -en el otro lienzo- aparecían florecidas se muestran ahora desnudas en uno de los pequeños e inclinados árboles. Por último, en el año 1826, realiza otra creación del mismo escenario pero, ahora, el punto de vista es aquí levemente otro. En este otro cuadro, no en el anterior, parece ahora -en su nueva perspectiva- que tocan aquí algunas de las ramas del árbol el perfil rectilíneo de la torre del campanario; una torre que, majestuosa, dominará orgullosa todo ese sugestivo, bucólico, grandioso y romántico paisaje.
(Cuadro del pintor John Constable, Barcazas en Flatford, 1810; Óleo La catedral de Salisbury, 1823, John Constable, Museo Victoria y Alberto, Londres; Cuadro Catedral de Salisbury, 1825, John Constable, Metropolitam de Nueva York; Cuadro Catedral de Salisbury, 1826, John Constable, Frick Collection, Nueva York; Óleo de John Constable, Tormenta en la costa de Brighton, 1827; Óleo de John Constable, Stonehenge, 1836; Cuadro El caballo blanco, de John Constable, 1819; Óleo La urraca sobre la horca, 1568, Pieter Brueghel el viejo, Museo Darmstadt, Frankfurt, Alemania; Cuadro Embarque de la reina de Saba, 1648, del pintor clasicista Claudio de Lorena, National Gallery, Londres; Óleo Puesta de Sol en el mar, 1760?, Joseph Vernet; Óleo La construcción de Cartago por Dido, 1815, Turner, National Gallery, Londres.)
No hay comentarios:
Publicar un comentario