2 de septiembre de 2016

El contraste para distinguir las cosas o el sentido espiritual escondido tras lo sublime.



Existió una época en que componer una imagen artística estaba exento de cualquier tipo de afectación emocional, sentimental, épica, espiritual, heroica o humanística. Aunque habría que decir mejor que fueron solo algunos pintores de esa época, profundamente ilustrada -racional-, los que así, de un modo tan aséptico, plasmaron en una imagen el sentido más impersonal, natural, real o meramente artístico de una obra de Arte. Claude Joseph Vernet (1714-1789) fue un representante ejemplar de ese tipo de creadores ilustrados. Murió el mismo año que la Revolución francesa cambiase el mundo para siempre. Pero antes de eso vivió en el más anestesiado, desprendido, alejado, frío, gris, razonable, armónico, pausado, medido, minucioso, insensible o elogioso mundo dieciochesco. Sin embargo, él sería uno de los primeros pintores que vislumbrase ahora lo emotivo en un cuadro. Es decir, el prerromanticismo insinuado apenas, el más abstraído entonces, aquel que reflejaría, sin embargo, una reflexión más que una sensación. El alarde estético que dentro de una escena general, que para nada invitaba al individualismo, la auto-conciencia o algún vago impulso interior, tendría entonces más un sentido material que formal. Una razón de ser entonces de un mundo sin necesidad todavía de ser comprendido de un modo trascendente. Solo terrenalmente. Para identificarse ahora con él tan solo de una forma exteriorizada, con toda su fuerza o con toda su belleza, con toda su dureza o con toda su pasividad, pero sin sentimientos.

Fue la época más racionalista de la historia, influida entonces por la filosofía de Kant, cuyo pensamiento cambiaría la forma de ver y entender el mundo. Nada estaba fuera del control racional del hombre, ni su esencia siquiera. No habría espacio para lo inmaterial ni sentido alguno fuera del ámbito material de lo humano. El hombre no podría llegar a alcanzar o expresar otra cosa que lo que fuese racional o material: la naturaleza y su mundo conocido o por conocer. El sentimiento apenas existía como concepto, tan sólo existía la moral. Solo el orden de las cosas del mundo, su armonía y su sentido propio, aquello que le daba vida o le ocasionaba la muerte. Esta tendencia racional fue haciéndose poderosa en el pensamiento y en el Arte. Aun así, al dejar de lado la importancia espiritual de lo sagrado -aunque se siguiera creyendo en Dios- el ser debía encontrar ahora otras cosas, o alguna cosa, para llenar ese camino desandado de antes. Fue la mañana del domingo 1 de noviembre de 1755 cuando, verdaderamente, Europa cambiaría en su percepción espiritual del mundo y sus cosas. Entonces se produjo un terremoto cerca de Lisboa de magnitud tal  -9 grados en la escala Richter- que las iglesias de la capital portuguesa, que estaban llenas en ese momento, sepultaron inmisericordemente a todos los creyentes que, resguardados en el templo sagrado, se acercaban, deseosos, al sentido más consagrado del mundo.

Así que desde entonces recorrería por Europa la sensación, inevitable y decepcionante, de que el hombre habría sido abandonado -o nunca protegido- por las fuerzas poderosas de lo sobrenatural. Otras cosas, entonces, debían ser ahora aferradas por el hombre para no perecer sin asidero vital. Por eso el prerromanticismo ejercería un anheloso poder de seducción. ¿Qué podría entonces ayudar a un hombre tan desolado? Dos cosas lucharon desde entonces para llegar a ser ese resorte sustitutivo: la razón y la emoción. La razón ganaría temporalmente la batalla. La emoción buscaría, poco a poco, su refugio en el corazón del hombre. Cuando el pintor Vernet decide componer paisajes de marina, algo que conjugaba exotismo, aventura, belleza, naturaleza y lucha, no dudaría en realizar el contraste fabuloso de dos secuencias artísticas diferentes. Por entonces -década de los setenta del siglo XVIII- el Arte buscaba sobre todo decorar, no emocionar ni formar. Los momentos de otras cosas heroicas o míticas ya se habían hecho antes, y ahora tan solo se quería materializar en una imagen el mundo natural tal como era. La belleza de las cosas individuales no era para Vernet el sentido de la imagen artística. Dejaría escrito el pintor esto: Otros pintores saben cómo pintar el cielo, la tierra, el océano, pero no saben cómo pintar una imagen. Dejó claro así el creador francés su sentido completo -y racional- del efecto visual de una imagen artística. 

En el año 1767 compone Vernet su lienzo Tormenta en la costa mediterránea. Era sugestivo poder contemplar -en un mundo sin posibilidad de ver los sucesos que ser testigo de uno- las escenas dramáticas que no todos pueden vivir en presencia. Así que la poderosa y terrible tormenta de una costa asesina era entonces un espectáculo sublime, donde ahora los seres padecían, lucharían o caerían abatidos por la fuerza descomunal de una naturaleza desatada. Y aunque lo racional primaba sobre lo emotivo, es evidente que alguna sensación -de sentidos, de pulsión percibida por los ojos- habría de ser provocada por la visión de ese espectáculo natural en la emoción humana. Cuando la visión era el horror o lo más espantoso, el concepto estético que ocasionaba era llamado lo sublime. Cuando lo visto no causaba eso sino lo contrario, paz, calma, agrado o sosiego, el concepto estético provocado era llamado lo bello. Y para distinguir lo bello de lo sublime qué mejor que verlo junto y compararlo. Así que en el año 1770 Vernet crea su otra obra Calma en un puerto mediterráneo. Ahora es la belleza la que resplandece aquí sobre cualquier otra cosa. Y nos ayuda a comprender una peculiaridad de lo estético. ¿Lo contrario de lo bello es lo feo? No exactamente. En principio, porque lo feo no existe como tal en la estética. Es tan solo un efecto estético lo bello o lo sublime. Fijémonos bien. ¿Qué obra de las dos expuestas de Vernet alcanzará a ser más elogiable?

¿No es ese mar encrespado y fuertemente verdecido de la tormenta terrible mucho más seductor que el calmado del otro? ¿No nos seducirá más ahora contemplar las fuerzas que hacen girar las ramas de los árboles, de las olas, los barcos, las nubes o las personas? ¿No tiene un cierto sentido metafísico ese cielo de la tormenta donde la oscuridad ennegrecida contrasta ahora con el pequeño y celeste cielo azul de la derecha? La puesta de sol del lienzo de la calma llegará a conquistarnos con su poder amarillento. Pero nada más. Es belleza, magnífica belleza, pero, sin embargo, la magnitud de la escena tormentosa, sus matices artísticos, sus diferentes cosas interactuando con la fiereza del instante tan aterrador, llegarán a reproducir en quien lo mire ahora otra cosa superior a la belleza: lo sublime. Y esto mismo, sin haberlo querido exactamente así el pintor racionalista, llevaría a un cierto sentimiento emotivo de introspección interior que, tiempo después, los románticos alabarían y justificarían satisfechos. Si no hay asideros sagrados donde acoger un espíritu atormentado, ¿qué otra cosa puede advenir así para sustituirlo? Por esto el racionalismo impulsaría, sin quererlo, un romanticismo necesitado que viese en lo sublime la fuerza sobrenatural de lo intangible. Y desde entonces funcionó. Sólo que habría un problema: que los seres que llegaran a satisfacer ese sentido sublime debían ahora, a diferencia de la fe, de poseer otra cosa, un cierto sentido romántico en una sensación de percepción que viese un sentido espiritual donde los racionalistas veían, tan sólo, una mera armonía estética.

(Óleos del pintor francés Claude Joseph Vernet: Tormenta en la costa mediterránea, 1767, y Calma en un puerto mediterráneo, 1770, ambos en el Museo Paul Getty, Los Ángeles, EEUU.)

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