A mediados del siglo XIX los pintores estadounidenses necesitaron encontrar su sentido artístico en el mundo. El Romanticismo fue la tendencia que más arraigaría en los Estados Unidos -coincidió con su inicio como país-, sobre todo gracias al gran creador de paisajes que fuera Thomas Cole (1801-1848). Su influencia llegaría a muchos colegas que vieron en esa forma de crear paisajes el mejor modo de expresar ahora emociones pictóricas. Pero no eran trazos de Romanticismo exactamente lo que ellos hacían. No habría desgarro romántico, no habría fuerza tenebrosa o no habría emociones heroicas en sus obras. Sí había, a cambio, una extraordinaria manifestación natural en sus paisajes, una muestra efusiva ahora de naturaleza feraz y magnánima. Pero de una naturaleza, sin embargo, que no influiría en la suerte vital o existencial de los humanos, tan sólo en la representación de su belleza. Y de este modo surgiría la Escuela del río Hudson, una tendencia pictórica que llevaría a algunos pintores americanos a recrear los hermosos y fieros paisajes de su país. Pero, también fue una reacción espiritual al avasallador impulso de la cantidad de descubrimientos científicos llevados a cabo en esa época positivista.
Frederic Edwin Church (1826-1900) llevaría esa obsesión sentimental de fijar imágenes grandiosas de paisajes al sentido más armonioso de compaginar una escena natural con la emoción más íntima. Un romántico, pero sin serlo del todo en absoluto. Quizá venga bien analizar a este creador tan sutil para distinguir el Romanticismo de algo que podríamos llamar algo así como Intimismo, si es que se puede utilizar este término para señalar una tendencia pictórica romántica. El Romanticismo se puede considerar como la manifestación de la esencia interior permanente del ser humano llevada a enfrentarse a la efímera fuerza de una naturaleza indomable. El Intimismo, a cambio, podría definirse como la fuerza expresada de una naturaleza permanente enfrentada a una idealizada esencia interior sentida ahora, sin embargo, de un modo efímero. La sutil diferencia en ambos casos es la medida del momento sentido por la esencia interior del ser humano. En el Intimismo la fugacidad del momento de su emoción interior es infinitamente mayor -su fugacidad no su esencia- que en el Romanticismo. Durará poco esa sensación íntima frente a la emoción más poderosa del entorno natural. Y esto es así porque el supuesto Intimismo sería un sentimiento más íntimo o pudoroso a diferencia del impúdico sentimiento romántico. Pero, a cambio, la fuerza expresiva de la naturaleza en el Romanticismo es más fugaz que en el Intimismo. En el Romanticismo durará menos el impacto natural que la propia emoción personal de los seres. En el Romanticismo no existe pudor alguno con la emoción personal, a diferencia del Intimismo, que prefiere desnudar la naturaleza antes que la emoción.
Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.
En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.
Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.
Porque para el Romanticismo lo más importante es el ser humano, su emoción permanente y descubierta frente a la sensación salvaje, pero efímera, del entorno natural. Para el Intimismo el entorno natural es algo más duradero, por eso se destacaban más los feraces paisajes en el Intimismo que las propias emociones que ese paisaje ocasionase en el ser. En ambos casos -en el Romanticismo y en el intimismo de la Escuela del río Hudson- se darían las dos cosas, naturaleza y emoción, pero una primaría siempre sobre la otra en cada caso. En el Romanticismo la emoción personal; en el Intimismo la naturaleza o el paisaje. En el otoño del año 1867 el pintor Edwin Church y su joven esposa Isabel Carnes inician un viaje de dos años por Europa y Oriente medio. Recorren Siria y Palestina y visitarán Petra y Jerusalén. Además viajarán por Atenas y navegarán por el Egeo. En sus visitas el pintor realizaría bocetos de lo que viese así como tomaría fotografías -que él haría o compraría- de los lugares que visitara o no. El caso fue que, de regreso a Nueva York, llevaría el pintor a cabo un lienzo que fecharía en el año 1877 y titularía El mar Egeo. El pintor norteamericano realizaría entonces su obra de Arte según las características del sentido que su romántica tendencia intimista tendría, justo así como contrapunto al emotivo paisaje romántico por excelencia.
En el paisaje de El mar Egeo lo que vemos ahora no es un paisaje real de un escenario real o existente. Pero, sin embargo, partes de ese escenario sí existen en el mundo real (a la izquierda vemos una roca tallada de las ruinas existentes de Petra y al fondo, hacia la derecha, veremos la Acrópolis ateniense). Es decir, que el autor llevaría el paisaje retratado de su lienzo a la mayor idealización de un bello entorno posible, una ensoñación de una idealización poética del entorno ajustándose ahora, sin embargo, a partes existentes de paisajes regionales determinados. También expresaría el pintor un intimismo emocional frente a ese paisaje, pero un intimismo muy pudoroso y contenido, algo más material que formal. Lo que expresaría el pintor en su obra fue la mayor idealización emotiva posible de un paisaje romántico para ser eternizado de belleza. Y es idealizado porque, como el propio concepto de idealidad supone, es más lo fugaz de su sentimiento -una sensación humana intelectual y pasajera- que lo permanente que de su sentido natural y material retratase en la obra. Porque no existe en la realidad geográfica lo que expresa el pintor Church en su obra, por tanto no puede desaparecer o desvanecerse nunca. Lo compone con la ternura de un paisaje eternizado y vibrante -por la idealización de algo que no existe- que dura más que la propia emoción extrovertida que pueda traslucirse -lo que sucede en el Romanticismo- en un lienzo con sensaciones, sin embargo, tan profusas como semejantes al sentimiento romántico.
Por eso hay más motivos para admirar los retazos de una arquitectura intimista en un lienzo como este, algo que no irá más allá plásticamente de una emoción expresada ahora sino en algo más íntimo o más reservado, o más pudoroso o más interior. Una sensación emotiva que durará muy poco porque no es más que una ensoñación fugaz -como el arco iris desvanecido que veremos al fondo de la obra-, algo que buscará, sin embargo, más la grandiosidad del paisaje, su eterno sentido poderoso, que la fugaz sensación pudorosa del paisaje en una emoción romántica. Es decir, la magnificencia de no albergar ahora una emoción personal, más efímera o insostenible en el intimismo, que la propia impronta natural del poderoso entorno idealizado. Mucho más insostenible la emoción que las piedras monumentales de ese elogioso mundo retratado, aunque sean elementos claramente ruinosos. Un mundo ruinoso que se mantiene, sin embargo, fijado para siempre en el hermoso paisaje idealizado del cuadro intimista. Un mundo este ahora del todo deslavazado y sin sentido -no existe un lugar así salvo en la idealización iconográfica del artista-, un mundo opuesto también al propio del pintor y su tiempo positivista, desvaído entonces a causa de los avances indecorosos -contra el entorno y su espíritu sosegado- de una ciencia y de un progreso técnico tan deslumbrantes como impersonales, o tan insensibles como estéticamente faltos de espiritualidad.
(Óleo El mar Egeo, 1877, del pintor norteamericano Frederic Edwin Church, Metropolitan, Nueva York.)
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