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16 de abril de 2022

Cuando la espera es en el Arte una forma de evasión transformada en una salvación requerida.


 

Cuando el Arte empezaba a cambiar el rumbo de su representación estética, el pintor Jean-Pierre Laurens (1875-1932) seguiría expresando sus creaciones con los trazos tradicionales de sus clásicos maestros. En el año 1905 crearía su obra La expectativa, o La espera, un lienzo absolutamente inclasificable. Su iconografía es ahora transtemporal, es decir, traspasará el momento temporal concreto para situarse en un tiempo transversal indefinido. Ni la vestimenta ni el recinto nos definen claramente el momento ni el lugar representados. Pero esto es necesario al pintor para poder expresar el sentido confuso de la obra. Estas representaciones consiguen traspasar el instante para poder alcanzar otro instante distinto, de esta forma el sentido estético puede conseguir emocionar, elogiar, confundir, o dejar indiferente. En este caso lo que consigue el pintor es confundir con el momento fijado en su obra. No hay emoción realmente, no llega el pintor a conseguir que nos emocionemos. Pero no nos dejará indiferentes. La espera o la expectativa es, como en esta representación, un arma de doble filo. Hay en la obra una salvación y una evasión entrelazadas... Porque la emoción, que no sentiremos al verla, sí la dispone el personaje. Es una emoción engañosa, un tipo de emoción que no es más que una huida inconsciente de los seres causada por la imaginación de una ilusión aparente. El engaño nos lo trasladará a nosotros y, con él, no conseguiremos sentir nada más que belleza. 

La simple composición del personaje sentado en el alféizar de una ventana gótica llegará a inspirar un instante de equilibrio y belleza. Esa sorpresa estética es la única emoción, ya que no hay ningún sentimiento en la obra que consiga otra. No sabemos si es alegría o tristeza, no sabemos si es una sensación de promesa o de incertidumbre. El pintor tratará de expresar la confusa manifestación de emociones que encierra la actitud de la espera. Y por la misma naturaleza de la espera hay dos caras enfrentadas, complementarias, en la actitud de la expectativa. Por un lado confianza, salvación, pero, por otro, la confusa sensación de una evasión oculta. En el Arte será igual. Su representación subjetiva consigue transformar, en este caso al revés, una evasión inconsciente en una salvación efectiva. Ahora es la evasión lo que es inconsciente aquí, que, como en el Arte, no somos conscientes de que supone una evasión. En la vida es diferente. Pero en el Arte la imaginación terminará salvándonos, y lo hace porque no existe el tiempo para poder comparar el sentido de lo incomprensible. En la vida ese sentido temporal nos confunde porque nos hace pensar que una espera supone una salvación, cuando no es más que una evasión indecente. En la obra vemos la expresión de una expectativa conseguida estéticamente por la lejanía con la que el personaje se distancia de todo. Ni mira por la ventana ni desea leer, ni se aferra a otra cosa. Sólo hay expectativa. Una sensación indefinida por el hecho de no ver ahora lo que causa esa espera. 

La visión ahora es tan confusa como la espera, porque existe una sensación y no existe, porque hay reflexión y no la hay, porque la mirada está alejada de cualquier cosa que no persiga su sentido: no ver nada más ahora que lo de su mente ávida. No hay una realidad visible, no puede haberla cuando la imaginación sobrevuela el momento por la sensación inconsciente. La representación está dirigida hacia el interior no hacia el exterior subjetivo, es por lo que la interpretación psicológica en esta obra es una acertada forma de poder entenderla. El personaje oculta todo su cuerpo con un ropaje oscuro, tal vez reflejo de su estado personal. También su posición es determinante, está sentada firme entre los muros poderosos de un lugar resistente. Es aquí la metáfora del inconsciente poderoso, que es el firme estado interior donde reposan las emociones inventadas. Con su mano derecha está expresando la actitud firme de que su expectativa no conseguirá variar por nada. Está asentada sólida y definida en ese momento que, para ella, a diferencia de para nosotros, no es nada confuso. Nada de afuera la altera, ni a ella ni a su momento. Y esta espera sobrevenida no es más que una forma equivocada de salvarse aferrada a una engañosa evasión alejada de la vida. El pintor nos permite no emocionarnos. No conseguimos percibir nada emotivo ante la visión extraña de un momento indefinido tan confuso como es la expectativa. Esta es la grandeza de la obra, que no nos determina a sentir lo mismo que el personaje, alguien que con su imaginación llevará a perseguir un evasivo engaño inconsciente. En nosotros no. En la percepción de esta obra ese engaño no resultará lesivo para nadie que lo mire, todo lo contrario. Porque es la evasión representada no la salvación lo que es ahora inconsciente. A cambio, sí es una salvación requerida su visión estética, para esto nos acercamos al Arte, para obtener, con una grata visión estética, una salvación deseada con algo que no precisará, sin embargo, el propio Arte: esperar nada.

(Óleo La expectativa o la espera, 1905, del pintor francés Jean-Pierre Laurens, Museo de Bellas Artes de Mulhouse, Francia.)

13 de abril de 2022

Una última visión impresionista fue inspirada en la senda emotiva de un sentido reflejo luminoso.


 Había sido expuesta esta obra impresionista durante una muestra en Nueva York poco antes de fallecer el pintor, teniendo muy poco éxito o interés entre los que acudieron a verla por entonces. El día después de la clausura de la exposición, Edward Henry Potthast (1857-1927) sería encontrado ya sin vida en su estudio neoyorquino. Su obra Junto al Mystic River había sido finalizada ese mismo año, así que es muy posible que fuese esa la última visión estética que el pintor tuviese en su vida. Se había formado con los impresionistas franceses y estadounidenses que, a finales del siglo XIX, buscaban otra forma de componer combinando naturaleza vibrante con algún escenario íntimo. Potthast había compuesto lienzos inicialmente donde la vida y el mar enmarcaban un ambiente humano lleno de colores y olas vibrantes. Pero esas olas le persiguieron toda su vida creativa como una senda vigorosa y misteriosa que justificaría la innovadora utilización del color y de sus nuevas técnicas impresionistas. Era la fuerza artística y también vital de buscar un sentido al mundo con la creación ahora de formas, reflejos, tonos y agua. Pero esto no lo descubriría pronto en su vida, pues no sería hasta el año 1908, con cincuenta años, cuando la luz y el reflejo de la costa de Nueva Inglaterra le llevaría a crear las obras por las que fue más conocido. Hasta que compuso en el año 1927 Junto al Mystic River, donde cambiaría por completo ya su estilo: de aquella sensación vibrante de playas coloreadas con seres humanos alegres pasaría a la serena visión profunda de una escena íntima distinta. Y esta visión fue la última que, probablemente, tendría en su vida. La obra es de ese tipo especial de creaciones que se caracterizan o aprecian por disponer de una sola parte estética valorable en la misma. Porque esa sola parte estética es ahora muy especial en su obra, consigue con ella culminar o justificar el sentido artístico completo más emotivo de la misma. La genialidad artística entonces se sublima y es expresada por algo que destaca especialmente sobre la mediocridad del resto. En esta última visión de Potthast esa parte única estética era el reflejo solar inclinado y amarillento sobre las aguas color lavanda de un estuario tranquilo.

Con ese reflejo genial consigue llegar a expresar el sentido espiritual más inspirado de su obra impresionista. Sin ese reflejo no hay más que oscuridad, mediocridad, atonalidad o falta de impulso estético. La grandiosidad del Impresionismo fue conseguida en su obra con esa parcialidad plástica genial por el pintor norteamericano. Ese reflejo en las aguas del estuario determinará el camino por el cual la visión, tanto del personaje meditabundo como de nosotros mismos, llevará a encontrar la sagrada senda espiritual oculta de lo más misterioso del mundo... Porque, al fondo, no hay ya más que un tenue oscurecimiento en el horizonte final, ahora sin contraste, del melancólico cuadro intimista. De hecho, no existe contraste en la obra más que con el negro tono ensombrecido de un muelle, de unas barcas y del sutil oscuro personaje tranquilo. Un horror..., sin el reflejo inspirado y conseguido por unas olas serenas y amarillas tendidas ahora plácidamente.  Es así como la visión y el sentido íntimo más personal coinciden en el estético reflejo poderoso que ahora lo cambia todo, lo sustituye todo, por el único incierto sentido trascendente que existe en el mundo...  Y el Impresionismo vino a salvar al personaje, al pintor y a nosotros mismos. Cómo aspiran ya los ojos perceptivos la sinuosidad generosa de unos tonos amarillentos, compulsivamente rítmicos, que se desplazan, apenas continuos, hasta el horizonte lastimero y final de un oscuro paisaje. Allí desaparecerán de la vista. ¿Desaparecen, realmente? Porque, si observamos bien la obra, parecen continuar levemente hacia un cielo indistinto de unas sombras ajenas sin apenas ruptura. La elección de los colores en el Impresionismo es tan arbitraria como el sentido personal que de la visión de una cosa tenga un espíritu subjetivo. Aquí el pintor eligió ese tono oscurecido lavanda para hacer, con él, una suerte de monotonía universal de un virtual mundo misterioso. Luego eligió el negro para reflejar las cosas del mundo que tengan ahora vida y, luego, ya no la tengan... Y, por último, el amarillo, ese esperanzado color brillante para hacer con él una infinita y profunda senda poderosa. Tres tonalidades nada más para el total de una obra impresionista. Tal vez, no se necesiten más para expresar el sentido universal de una parcial visión sosegada del mundo. 

Para el año 1927 la creación artística había cambiado totalmente, el Impresionismo ya no era una opción creativa innovadora. Fue utilizada entonces como recurso y como habilidad. Como habilidad porque era lo que el pintor más conocía y había aprendido de sus maestros. Como recurso porque no existía otra posibilidad plástica mejor que esa tendencia para poder expresar un sentimiento tan íntimo. Expresar un sentimiento con el Impresionismo es posible porque el contraste que aquél requiere para serlo es el mismo que éste dispone para componerlo. El contraste en el Impresionismo consigue destacar profusamente algo sin desmerecer el conjunto equilibrado de la obra. Y no lo desmerece porque no hay, realmente, equilibrio alguno que desmerecer... Las tonalidades en el Impresionismo son arbitrarias, no naturales, y, por tanto, no importa ya qué cosa contrasta con cuál, porque todo en esta tendencia es visualmente entendido, conseguido y aceptado. La genialidad se consigue cuando ese contraste arbitrario es capaz de poder alcanzar a sosegar los espíritus rebeldes más desasosegados. Y el pintor Potthast lo obtuvo con ese contraste reflejado genialmente entre las aguas adormecidas de un estuario y su vibrante sendero de olas amarillas. Es así como compuso una visión plenamente justificada para conseguir un paisaje sombrío, lastimoso y emotivo como es este atardecer tan meditabundo. Pero el personaje de la obra observa ahora, sin embargo, esa senda iluminada en el agua con un sentido tan melancólico como lleno de esperanza. Porque puede ser el pintor y puede ser también cualquiera de nosotros. Y así es, así como fue esa última espiritual visión estética tan inspirada...

(Óleo Junto al Mystic River, 1927, del pintor impresionista Edward Henry Potthast, Museo Thyssen-Bornemisza, Madrid.)

8 de abril de 2022

Un triángulo de Belleza donde las miradas confluyen, cercanas, hacia un único lugar estético.


 

Entre las múltiples composiciones de una obra de Arte esta de Lubin Bauguin es extraordinaria. Es ahora un triángulo rectángulo cuya estética es asombrosamente original. No es solo la geometría sino los gestos, las formas de los gestos, la posición de las figuras, las tonalidades y la serena ambientación espiritual de un espacio sublime. Es pleno Barroco y, sin embargo, las influencias manieristas, venecianas y renacentistas se combinan con el atrevimiento caravaggista. El pintor francés alcanza con esta obra cierta modernidad elogiosa. Hay un escenario sagrado sobre una composición pagana, hay ángeles alados con figuras humanas. La capacidad creativa del Barroco no ha sido superada en la historia. Es una tendencia demasiado completa para definirla en pocas palabras. Tratar de definir el Barroco después de ver esta obra es imposible. ¿Qué decir de él, que es la imperfección sublime de una perla diferente? Tal vez si entendemos imperfección por salirse de la norma. ¿Tiene esta figura de María la imagen clásica de las vírgenes representadas en el Arte? No. Si extraemos su figura, si la aislamos del conjunto, ¿no parece una ninfa mitológica de leyendas arcádicas que descansa abstraída a la espera de que algo suceda en el bosque? O quizás una Venus mitológica con su Cúpido travieso molestando suavemente.  O, incluso, Ariadna perdida en la isla de Naxos después de haber sido abandonada. Pero no, es María con la figura de un San José oscurecido al fondo, de los pequeños Jesús y Juan y de la madre de éste, Isabel, que mira ahora arrodillada ante ella. Aquí la espiritualidad está sublimada, llega a romper una representación sagrada típica para trascender la obra a una composición universal de Belleza y Arte.

Es una obra donde la individualidad es totalmente anulada por la relación tan íntima de los personajes. Los personajes están intercomunicados, hay una razón para estar ahí y mirar lo que miran. Es el gesto de las miradas lo que lleva a esta pintura a ser una alegoría sutil del Arte. Hay que mirar decididos para ver lo único que merece ser visto. Como en el Arte. Las formas lineales del paisaje contrastan con las curvas de las figuras del cuadro. En un caso con la solidez de la roca elevada, rotunda y cuadrilátera, justo detrás de las figuras; en otro con las formas cuadradas de las montañas del fondo. Esas formas contrastan y se conciertan con el triángulo compositivo de las figuras del cuadro. Geometría y miradas, sacralidad y paganismo, juventud y vejez... La figura ajada de la madre del Bautista contrasta con la rosada tez de la madre de Jesús. Es la oposición de esos elementos lo que lleva a sublimar el sentido de una alegoría del Arte. Para que una composición artística sea elogiosa debe incluir el contraste de las formas. Un enfrentamiento que sorprenda y realce la belleza. El mundo combina cosas distintas y son justificadas por la relación de unas con otras. El fondo simple, duro, recto, ajeno y amenazador contrasta con el plano suave, ondulante y sereno de las figuras. El contraste a su vez entre las propias figuras forma el otro enfrentamiento de la obra. Y luego está el color que, a pesar del deterioro de la obra y su desvanecimiento, la lleva a trascender su época para llegar, incluso, hasta las postrimerías de un Rococó extravagante.

Es la universalidad más elogiosa que una obra Barroca pueda llegar a tener. Todas las miradas confluyen alegóricamente en un mismo lugar: la propia obra. Con ese alarde sugerente obtuvo el pintor un resultado genial por su capacidad para relacionar figuras, miradas, gestos y espacios distintos. En esta obra es el espacio lo que, además de la mirada, es venerado especialmente. El tiempo concreto no está representado ahí. La pintura de Lubin Bauguin consigue romper fronteras temporales para incluir todas las épocas. Ahí está el Realismo naturalista del siglo XIX también. Pero también el Manierismo, el Renacimiento. Hasta el Romanticismo con la figura del ángel o la languidez sosegada de María. Así hasta llegar incluso al Modernismo de Cèzanne o el Cubismo con las formas geométricas insinuadas... La capacidad de Bauguin de trascender con su obra al propio Arte fue extraordinaria. Consiguió representar la Sagrada Familia y homenajear al Arte inmortal. Sin embargo, no pasaría el pintor francés a las glosas elogiosas del Olimpo más reconocido. Este es otro ejemplo más que esta pintura nos ofrece:  la incongruencia que la representación artística tiene con el mundo. No hay verdad sino entre las ocultas creaciones que, a veces, impiden valorarlas sin pretensiones. Porque no se trata de competir sino de admirar, no se trata de pujar sino de emocionarse... Y todo ello tan solo al ver ahora la maravillosa composición triangular compuesta por unas figuras diferentes.

(Óleo sobre madera Sagrada Familia con el Niño, San Juan Bautista, Santa Isabel y tres figuras, 1640, del pintor francés Lubin Bauguin, National Gallery, Londres.)


5 de abril de 2022

Cuando el Arte no es una visión placentera, cuando es algo rechazable, cuando solo el color lo satisface.


 

El Arte es también un foco de conciencia espantoso que grita avergonzado... Eso sucedió en 1840 cuando Turner decide expresar la tragedia escabrosa del asesinato de unos seres humanos en alta mar. Naufragios habían sucedido siempre, fuertes tormentas y huracanes habían ocasionado hundimientos y desolación en todos los mares del mundo. Entonces también había muertes, desapariciones, horror y desastres humanos. Pero cuando la muerte es ocasionada por el deseo de otros hombres la tragedia es más fuerte, es incomprensible, es detestable, es lo peor que en la vida pueda concebirse. El pintor se inspiró llevando su pasión y genialidad a los elaborados cruces de tonalidades explosivas que en un lienzo se pudiera componer. Pero ahora era la fuerza de unos colores asombrados de brazos, piernas, muñecas o manos... Ya no eran solo tonos enfrentados de un fondo que anula la diferencia entre un horizonte y el mar; ya no era solo un cielo escabroso de fuego que acoge con fuerza la silueta abandonada de un buque asolado en el mar; ahora era la denuncia terrible de un asesinato vil y criminal de seres humanos lo que un lienzo mostraba. ¡Qué contraste tan insostenible! El Romanticismo podía representar el sacrificio humano en guerras, en conflictos, en luchas, en enfrentamientos, pero hacerlo por la mera crueldad asesina, motivada además solo por el beneficio económico, era lo más inasumible para una creación romántica. Sin embargo, el pintor británico compuso su obra convencido de la necesidad de recordar esa realidad espantosa. ¿Cuánto tiempo soportaremos la visión de esta obra sin desfallecer? 

En noviembre del año 1781 el velero británico Zong navega por el caribe rumbo a Jamaica cuando sus oficiales deciden tirar por la borda parte de la carga. Esa carga eran seres humanos, porque el Zong era un buque negrero fletado en África. Los motivos fueron la impericia naútica y la maldad. Al equivocar la ruta pensaron que el agua disponible no iba a ser suficiente. Había que sacrificar parte de la carga ya que era más rentable hacerlo que dejar que se murieran de sed. Las aseguradoras sólo pagaban si el fallecimiento era por un sacrificio obligado no por muerte natural. Se entendía que había una pérdida a compensar si parte de la carga se arrojaba por la borda para evitar más pérdidas. Porque no hay pérdida económica por morir de forma natural. El caso provocó con los años leyes que impedían el comercio por mar de seres humanos, pero no fue hasta 1833 que se abolió la esclavitud en Gran Bretaña. La pintura de Turner es fascinante por una explosión de colores que crean una atmósfera única llena de matices que se mezclan sin orden, pero con sentido. Sus detalles son lo importante cuando alcanzamos a mirar con detenimiento sus obras. Son esos pequeños detalles los que buscan sorprender con algún motivo resplandeciente, original, creativo o poderoso. En esta impresionante obra, ¿qué detalle es soportable por tratar de admirar alguna estética brillante entre los grilletes adosados a unos miembros humanos flotando sobre el mar? El primer comprador de la obra lo fue el crítico John Ruskin, admirador del pintor y de los prerrafaelitas. Según cuenta la reseña del cuadro, Ruskin lo tenía colgado en el salón de su residencia y lo admiró todos los días durante muchos años. Hasta que se cansó y no pudo contemplarlo más, su espíritu sensible evitó soportarlo y descolgaría el cuadro para siempre.

A pesar de la pesadilla de verlo, con el consiguiente riesgo de habituarse a una belleza deleznable, el valor de esta obra es necesario para no olvidar la naturaleza tan vil de la que estamos hechos. Entonces es cuando podemos reflexionar: solo contemplando la verdad de los miembros esparcidos sobre unas olas amarillas recordaremos la maldición espantosa que unos seres humanos sean capaces de hacer a otros. Es una metáfora, no sólo una historia real, lo que podemos comprender con esta obra, la metáfora de una sociedad que es capaz de sacrificar seres humanos por el afán mezquino de la simple codicia. Y entonces el Arte se diluye por el sumidero de lo fatalmente humano, de lo que no provoque ahora ninguna belleza que cause salvación. No hay belleza sino lamento, no hay armonía sino reflejo monstruoso de algo que no consigue estimular el espíritu sino desvanecerlo. ¿Cómo admitir que existe espíritu humano capaz de crear Belleza? La visión de esta obra romántica de Arte no nos lleva más que a una terrible contradicción. Con ella debemos vivir a la vez que admiramos la Belleza. Pero que no lo es, que no puede serlo, que sólo se expande desapareciendo vagamente entre los acrisolados trazos poderosos del genio del pintor. Ya no hay más que un mundo real pintado que apenas calma la repulsión de un observador sensible. No podemos percibir la fragancia del velero que surca ahora las olas luchando majestuoso; no podemos admirar el cielo tormentoso lleno de luz entornada por matices coloreados de una paleta romántica; no podemos reconocer las olas encrespadas tan brillantes como ensombrecidas por el alarde romántico de un mar embravecido. No podemos asimilar estéticamente todo eso como cuando miramos una obra de Turner. El sol se ha ocultado entre una luz tenebrosa y el afán por querer admirarla. No hay nada más que sentir sino repulsión y desencanto. El Arte ahora no nos satisface, no place, no lleva a merecer nada estético en ver ahora el contraste, la tonalidad, la composición, el encuadre, y, sin embargo, no ver el horror, el terrible horror tan detestable de unos restos humanos que no veremos del todo, que no están ahora completos, que no existen en el lienzo salvo por un espantoso detalle...

(Óleo El barco de esclavos, 1840, del pintor romántico Turner, Museo de Finas Artes de Boston.)

3 de abril de 2022

La Belleza en el Arte es relativa, posee tres causas distintas que producen tres efectos diferentes.





El Impresionismo es la mejor tendencia artística para evaluar la Belleza en el Arte, para discernirla estéticamente, para tratar, en definitiva, de comprenderla mejor.  El Impresionismo tiene la cualidad de ser muy subjetivo, y esto ayudará a distinguir mejor las diferentes formas en que la Belleza pueda reflejarse en un cuadro. En este caso podemos comparar tres pintores de esa etapa, aunque cada uno con los rasgos propios de su formación e inclinación estéticas. Samuel Colman, Claude Monet y John Singer Sargent. Colman (1832-1920) fue un paisajista norteamericano impregnado de las formas románticas de su país y de las nuevas tendencias impresionistas. Monet (1840-1926) es el pintor impresionista por excelencia, verdadero artífice de las teorías impresionistas, de las formas que los colores pueden expresar según el momento del día, del año o del reflejo indeterminado de la luz del sol. Sargent (1856-1925) fue el pintor más atrevido por su versatilidad, por su capacidad de extraer la impresión desde cualquier faceta diferente de la vida. Con ellos podremos comprobar que la Belleza, por ejemplo, tendrá en el Arte al menos tres maneras de considerarse. En el caso de Colman y su obra Torre vieja en Avignon, la Belleza está en la atmósfera de la obra, en sus formas geométricas acordes a la visión romántica de un escenario sugestivo. Está también en el momento elegido por su cualidad de equilibrar el cielo con la tierra, la luz con la oscuridad. Está en la nostalgia y en el sentimiento vaporoso de un instante sobrecogedor. Ahora es el color, son los colores matizados de sombras, ocres y líneas rectas que llevan a producir un efecto embriagador por su onírica sensación placentera y sedante. La Belleza es cultural aquí, es geométrica, es histórica, tiene rasgos que la hacen motivadora de sueños, de acogida temporal, de vivencia, de espíritu indeterminado que vaga ahora por las sosegadas aguas de un remanso de paz y de sosiego. La Belleza es aquí causada por la combinación magistral de elementos humanos y naturales, en una magnífica composición inspirada y sostenida por el tiempo como sentido y como alarde.

En Monet y su obra El río Petite Creuse la Belleza no está en nada de lo anterior, ni en la atmósfera, ni en la geometría ni en las formas. Su causa ahora es otra y los efectos que nos producen también son otros. En esta obra impresionista por excelencia la Belleza no está originada por nada en concreto. De hecho no hay un origen como tal, es solo el efecto que produce lo importante. Pero, no obstante, veamos cuál podría ser su causa, la causa aquí de la Belleza. Es la luz difuminada de la mañana. En la obras genuinamente impresionistas la luz es siempre matutina. Esa podría ser aquí la causa. Pero una luz que no se verá sino reflejada por la multitud de elementos naturales que, combinados sin concierto, acabarán creando la mejor sintonía, sin embargo, que un mundo abundante de reflejos pueda componer en un instante. La Belleza ahora está expansionada totalmente, no hay una parte de Belleza, no hay nada seccionable, es la totalidad la que está ahora expresando, radiante, la Belleza difuminada por todas las áreas estéticas del lienzo. No hay ninguna parte que sea más que otra, no hay contraste, toda tonalidad es la causa y es el efecto que producirá la Belleza, y que será completada en la mente ávida de multiplicidad, de diversidad, de la fascinación por la transformación ahora de la luz reflejada en cada  cosa. Su efecto es el más optimista y el más benéfico por su alejada sensación de cualquier cosa que no tenga ahora nada que ver con la multiplicidad, con la luz reflejada y con las formas mezcladas tan poderosas. Porque aquí no hay separación, no hay oposición, no hay otra cosa que conjunto, que pertenencia, que fortaleza ante la variedad que nos produce la impresión de estar ahora mirando tanta diversidad expresada, sin embargo, como si fuera una única y completada cosa. 

Luego estará la Belleza independiente, la prodigiosa por ser su causa una sola, por no tener otra cosa más que su mera fuerza simbólica. En la obra de Sargent vemos el retrato de una mujer real, Elizabeth Ebsworth. En él hay elementos estéticos de una composición brillante, armoniosa, sugerente. Los trazos impresionistas de una combinación radiante entre el vestido y el decorado tan simple de un retrato. Pero aquí, sin embargo, la Belleza es completamente objetiva, es única, es determinante, es el simbolismo más fiel del reflejo de una mujer y su retrato. La Belleza ahora no es tanto artística como personal, no podemos obviar que es una bella mujer la que, soberanamente, reina ahora por completo entre las formas representadas en la obra. Su causa es ella y su efecto también. Podremos elogiar su pose, podremos elogiar el efecto del vestido sobre su cuerpo, la elección de unos colores semejantes, su combinación y su efímero contraste. Pero no hay más que un lugar para significar la Belleza en esta obra, y es la efigie de una hermosa mujer entre las formas sublimes de su retrato. No es ahora la Belleza subjetiva, como lo era antes, en las dos obras impresionistas de Colman y Monet. No, ahora es la más objetiva de las bellezas, la que no puede sustraerse a otra cosa, la que no necesita otra cosa. La que no nos enseñará nada, la que no nos llevará lejos ni cerca, la que producirá la satisfacción más primigenia por ser la primera, la auténtica, la profunda Belleza. Su fuerza aquí es ella, no otra cosa, aunque lo fuese, aunque quisiésemos mirar otras cosas u otras posibles cosas estéticas. ¿Cuál es la más original Belleza? En el Arte no hay Belleza original. Es relativa, es la muestra de causas diferentes. En un caso es la imaginación que fluye ante el contraste de las formas, en otro caso es la totalidad de la luz reflejada de las formas, y, por último, es la forma misma, la única, la más definida, la individual, o la más eterna belleza de la forma.

(Óleo Torre vieja en Avignon, 1875, de Samuel Colman; Cuadro El río Petite Creuse, 1889, del pintor Claude Monet; Retrato de Elizabeth Ebsworth, 1897, del pintor John Singer Sargent, todas obras del Instituto de Arte de Chicago.)

2 de abril de 2022

La divina figura maternal fue confundida durante el Manierismo con una belleza distinta.

 



Estas dos obras de Arte manierista marcaron el inicio y el final de un estilo desubicado, indeciso o confundido entre sus dos adyacentes tendencias tan poderosas. Cuando el pintor Boccaccino compuso su obra Venus y Cupido la pintura de Leonardo da Vinci imponía todavía sus modelos de esplendor renacentista. En 1537 Boccaccino se decide y realizaría algo nunca visto antes en el Arte. Parece una Madonna de las que Rafael pintara en sus obras renacentistas, pero debemos fijarnos bien para comprobar que es la Mitología y no el Cristianismo lo que hay detrás de esas figuras sugerentes. Hay realismo renacentista todavía, pero, hay otra cosa más, algo nuevo que apenas se dejaría traslucir entre sus formas humanas y perfectas. Es la pose, es el gesto, es la sofisticación del gesto, lo que cambiaría en adelante el sentido de expresar una figura en un cuadro. Las miradas están ahora desincronizadas, porque cuando el pequeño Cupido mira a su madre ésta mira a otra cosa distinta. Todavía hay Renacimiento en la mirada de Venus, aunque es una mirada ahora diferente, confusa, ni desapasionada ni ferviente. Sin embargo, nunca se había compuesto una escena mitológica tan extraña. Porque en la Mitología no había compasión, ni conmiseración, ni candidez, ni ternura. Aquí sí, aquí vemos una Venus transformada por la maternidad en una diosa diferente. Esa diferenciación resultaría ser finalmente el Manierismo. Fue la ruptura, fue la forma distinta de expresar una misma cosa con un sesgo o un movimiento paralizado diferente. En el año 1610, cuando Caravaggio ya había dejado claro qué debía ser pintar una obra de Arte, el pintor Procaccini no se resistiría a componer una Madonna como él creía que debía pintarse siempre. Aquí ahora, como casi un siglo antes Boccaccino lo hiciera, las miradas vuelven a complementarse. Pero a principios del siglo barroco no son ahora las mismas, porque ahora es ella, la madonna, quien mira decidida a su pequeño y éste nos mira, sin embargo, muy convencido a nosotros. La postura, el gesto y la pose eran manieristas, pero ahora la fuerza del Barroco había llevado al pequeño Jesús a cambiar su mirada claramente. 

El Manierismo nunca interactuaba con el observador de sus obras, el desdén y la arrogancia manieristas fueron un claro efecto diferenciador con sus adyancentes tendencias. ¿Qué había sucedido entonces?  Pues que el Barroco lo cambiaría todo, el gesto, las miradas y las formas estéticas anteriores. Sin embargo, aquí Procaccini sólo cedería en la mirada, manteniendo aún por el contrario todo lo anterior. Pero, ya no era más que un eslabón entre dos tendencias contrapuestas, como lo hiciera Boccaccino con su obra mitológica frente al estilo más realista del Renacimiento anterior. Es la forma de resistirse a cambiar o, simplemente, el no saber hacerlo de otra manera. Para los creadores de Belleza manierista la inspiración es sesgada siempre. No hay composición ni trazo ni semblante que se pueda intercambiar por algo que ellos no alcancen a entender como Belleza. Salvo la mirada. Esta no tiene expresión de belleza propiamente, no hay gesto en la figura ni pose diferente cuando la mirada dirige sus destinos hacia otro objetivo. Esto es lo único que podrían utilizar para acercarse algo a lo que seguiría siendo para ellos el Arte más consagrado o más perfecto. En el Renacimiento no había mirada directa al observador de una obra desde sus figuras representadas, sagradas o no, y por eso el Manierismo compartiría ese mismo semblante visual. En el Barroco se empezaría a interactuar con el observador de la obra, por esto al final del Manierismo esta tendencia acercaría una manera de pintar a la otra. El Barroco es comunicación, es compromiso con el mundo y con el observador de la obra artística, es transacción de pareceres, es insinuación y vuelta al realismo más creativo. Pero Procaccini, un pintor nacido en Bolonia y admirador de la Belleza más genuinamente manierista, no pudo ceder a la composición que él creía como la más consagrada a transmitir la representación del Arte más auténtico. 

Pero sólo cedió Procaccini en la mirada. Para el Arte más evolucionado, tanto aquel renacentista como el manierista, la mirada de sus figuras debía ser ausente o neutra, porque no son sino seres independientes que sólo expresan vaguedad ante las formas de otras figuras representadas o ante el mundo. El Manierismo es una forma de egoísmo estético para glosar la belleza de cada figura de modo independiente. Cuando el Barroco llega cambia las formas, las vuelve más realistas y consigue transmitir cercanía y compasión a quienes la observen. Las hace transportables al mundo, y su comunicación hacia éste se hace más evidente o con la mirada o con el gesto o con un mensaje claramente humanista en sus narraciones estéticas. El sentido acabaría siendo sustituido desde una Belleza intransigente hacia una Belleza más flexible. No existió más pasión que durante el Barroco y no existió más emoción que durante el Renacimiento. ¿Qué existió, entonces, durante el Manierismo? Lejanía, confusión, sorpresa, autonomía y Belleza. Para la segunda mitad del siglo XVI el mundo no quiso ver otra cosa que Belleza. La crueldad de las guerras de religión durante el siglo XVI fue una de las peores tragedias espirituales de la historia. ¿Cómo se podía asesinar de ese modo tan terrible en nombre del mismo Dios y de la misma semblanza de espíritu? Fue un bloqueo mental insuperable que el Arte no pudo sino sublimar con una tendencia muy sofisticada. El Manierismo vino a alejar la mirada de sus figuras para llegar a transmitir así la enorme distancia entre realidad y Belleza. Sólo cuando a comienzos del siglo XVII se alumbrase una paz ante los campos de sangre de Europa, el Arte volvería a retomar la pose, el gesto y las maneras realistas para llegar a transformar una sensación estética alejada en una forma ahora de transmitir compasión y/o trascendencia. Sin embargo, no duraría mucho esa sagrada tregua, apenas veinte años después de iniciar el siglo, Europa volvería a luchar con las mismas ganas y la misma historia, aunque ahora ya no volvería a cambiar de tendencia, ésta, el Barroco, se haría aún mucho más cercana y la Belleza representada para entonces alcanzaría además su mayor flexible grandeza.

(Óleo Virgen con el Niño, 1610, Giulio Cesare Procaccini, Instituto de Arte de Chicago; Cuadro Venus y Cupido, 1537, Camillo Boccaccino, Pinacoteca de Brera, Milán.)


30 de marzo de 2022

La Belleza fragmentada puede ser la más certera para aprehenderla.

 



A principios del siglo XVI fue encontrado en Roma el torso de lo que parecía una estatua en mármol de la época helenística. Tiempo después sería datado como una copia romana del siglo I de un original de Apolonio de Atenas del siglo II a.C. Fue un hallazgo extraordinario para entonces, cuando el Renacimiento había elogiado tanto la Belleza clásica de perfección y proporción estéticas. Sin embargo, estaba deteriorada, fragmentada, incompleta. ¿Qué representaba?, ¿quién representaba? No había manera de conseguir idear ningún personaje ni saber qué conjunto suponía. Parecía un luchador sentado, pero podía ser cualquier otra posición o acción la que representara. Lo que sí mostraba era la perfección de las formas anatómicas del torso de un hombre. El Renacimiento, que sustentaba la idea primaria de exaltación del hombre como figura principal de la creación, acabaría rendido ante la belleza, la armonía y el acabado conseguido en piedra que el fragmento hallado mostraba, a pesar de su deterioro. Es seguro que Miguel Ángel estuvo en ese hallazgo y comprobase la grandeza de los griegos ante tamaña creación. Tuvieron que pasar más de trescientos años para que una cosa y la otra fuesen unidas por el Arte. El pintor francés Jean-León Gerôme se inspiraría en el torso de Belvedere que viese en Roma para su obra El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel. Pero el pintor, tan académico y clásico en su trabajo, imaginaría una escena irreal para su cuadro. Ahora la realidad y el Academicismo se divorcian en la composición de una Belleza perfecta. La escena representa un anciano escultor, Miguel Ángel, que, sin poder ver, es ayudado por un niño a tocar la piedra. Sin embargo, Miguel Ángel nunca acabaría ciego, a pesar de sus molestias visuales, y el hallazgo del torso sucedió cuando el famoso artista era joven, en la época del papa Julio II. 

La pintura glosa mejor el tacto que la vista. Esta era la forma en que el pintor podría sublimar mejor un fragmento de algo que no era más que un trozo incompleto de piedra. ¿Qué Belleza podía ser compuesta de algo que no era completo? Ninguna. No podría ser representada la belleza ahí. En los años en que el pintor compuso su obra, mediados del siglo XIX, la filosofía de Hegel era un revulsivo intelectual poderoso contra toda idea de fragmentación del mundo. La totalidad es superior a la cosa, el todo es más importante que la parte. Así que, ahora, qué sentido podía disponer una representación de una parte que, además, no implicaba más que destrucción, deterioro o fragmento. El pintor lo idea entonces, seguramente en Roma, al ver el torso fragmentado y asocia la parte hallada con el maestro Miguel Ángel. Tenía que pintar el torso, pero ¿cómo hacerlo? ¿Con Miguel Ángel mirando solo? ¿Qué mirar cuando es solamente un fragmento? Con esta pintura podemos reflexionar sobre el sentido de mirar lo fragmentado, lo que no puede ser admirado sino solo en parte. No tiene caso en la acción de la Belleza. Menos en el periodo academicista al que pertenecía el pintor. El Academicismo glosaba la perfección en sus formas completas no fragmentadas. No estamos en el Romanticismo, que podía hacer de una parte una ruina elogiosa. Ahora es el sentido absoluto de composición completa del mundo, lo que Hegel defendía desde su filosofía absoluta. Así que no había otra forma más que idear una acción imaginada para justificar la representación pictórica de un pedazo esculpido de piedra. Para justificar su representación tenía que sustituir la mirada por el tacto. El tacto no es posible ejercerlo en el conjunto sino solo en una parte de la forma. Esta limitación del tacto la hacía idónea para darle sentido a la representación de una parte, deteriorada, de una obra clásica perfecta.

El pintor francés imaginó a Miguel Ángel ciego tocando el torso perfecto del estilo clásico helenístico más elaborado de la historia. Sin embargo, no era posible que un ciego pudiera estar solo, sin dirección, ante unas obras almacenadas. Así que idea a un lazarillo que guia las manos del artista florentino. El niño dirige las manos del escultor para que pueda sentir el perfecto acabado de una obra tan extraordinaria. Con ello consigue el pintor además romper la fragmentación, ya que, al tocar una parte, un ciego alcanza a completar cualquier otra necesaria. Así acaba viendo el imaginado Miguel Ángel la escultura completa, gracias a sus manos y no a sus ojos. Es como se puede glosar mejor la Belleza incompleta, como se puede perfeccionar la sensación de algo que no está del todo terminado. La mejor forma también de enseñarla o aprehenderla. Es la única forma de completarla cuando está rota, cuando no es más que la parte de algo que existió y no volverá a ser como antes. No tiene sentido ya verla así, no puede ser representada en sus formas originales para ser vista en su totalidad grandiosa. No, ahora es otra cosa, es la idea, la parte que está, por su sentido de pertenencia, adherida a la verdad de lo que representa. La Belleza es idea más que forma material. Y esta idea puede fortalecer cualquier parte de un conjunto fragmentado. Sólo pudo el pintor magnificar la Belleza incompleta usando lo que más pudiera suponer para completarla. Lo que justificase la representación de algo que nunca más volvería a ser Belleza...  A menos que pudiera recomponerse o, como en este caso, vislumbrarse a través del tacto emotivo de unas manos maestras.

(Óleo El Torso de Belvedere es mostrado a Miguel Ángel, 1849, del pintor Jean-León Gerôme, Museo de Arte Dahesh, Nueva York; Fotografía del Torso de Belvedere, siglo II a.C. Apolonio de Atenas, Museos Vaticanos, Roma.)

20 de marzo de 2022

Cuando una pintura fue la metáfora plástica de la idea obsesivamente lastimosa de un artista trágico.

 

 La vida de Paul Gauguin (1848-1903) es la mejor forma de comprender el velo de tintes melancólicos que refleja su obra. Desde un brutal temperamento independiente se forjaría el espíritu de un hombre por alcanzar la paz que no hallaría nunca en su huida o en su lamento. En el año 1882 Francia soportaría una de sus crisis financieras consecuencia entre otras cosas de los problemas con sus viñedos y con la seda, de los conflictos comerciales con Italia, del proteccionismo mundial, que le supuso la pérdida de sus mercados internacionales, y de una crisis industrial profunda. Gauguin, que después de la guerra franco-prusiana comenzaría a trabajar como empleado de bolsa, perdería su empleo en 1882. Así fue como acabaría pintando, no tenía otra posibilidad de ganarse la vida. Ante el incierto futuro decide marcharse a Panamá con el pintor Charles Laval y de allí a la Martinica. Pero no dejará todo eso de ser huida, una terrible huida hacia el fracaso. Regresa, enfermo, a Francia en 1888 y se refugia en Bretaña. En este lugar prosperaría su pintura pero no él, así que decide marcharse de nuevo de Francia hacia otro lugar, uno donde la vida sea más fácil y el dinero apenas sea necesario. Entonces llegará a Tahití en 1891 y creerá encontrar su paraíso. Pero pronto descubrirá las mismas dificultades en la colonia francesa, las mismas mezquindades y las mismas necesidades. Esto le acercará inevitablemente a la población indígena, a la cual se integrará buscando alejarse lo más posible del mundo y de sí mismo. Pero lo único que encontró en Tahití fue la inspiración. Sin haber encontrado otra cosa, regresa a Francia en 1893. Gracias a una pequeña herencia familiar consigue exponer sus obras tahitianas, que producen en el público y sus colegas un cierto interés. Pero nada más. No hay posibilidad de seguir en Francia con lo que tiene. En 1895 vuelve de nuevo a Tahití. Pero ya no es el mismo de antes. Los paraísos, los supuestos paraísos, cuando son retornados de nuevo nunca lo vuelven a ser. A finales de 1897, en una de las más terribles situaciones personales, intenta quitarse la vida desesperadamente. Pero no, aún no es el momento. Su Arte, sin embargo, conseguirá vivir y prosperar artísticamente. Parece que algunos clientes poderosos se fijan en ese Arte nuevo tan sugerente. Una nueva búsqueda del paraíso le llevará a otro destino, una pequeña isla del archipiélago de las Marquesas, pensando así que menos cosas necesitará para poder vivir su vida, inútilmente. En 1903 acabaría con ella su malograda salud para siempre.

En Tahití, en 1897, pintaría su obra Nunca más. ¿Qué compleja combinación llevaría a Gauguin a componer a su joven amante polinesia de ese modo, uniendo así desesperación a voluptuosidad? La obra es la exaltación de la vida, de la juventud sensual más elogiosa de paraíso encontrado y satisfecho. Pero, sin embargo, es un mensaje totalmente opuesto el que transpira el lienzo modernista. Porque es la amante polinesia del pintor y no la es. Es su cuerpo, es el perfilado deseo de cada poro de su piel por abarcar el mundo y dominarlo con sus fuerzas tan vivas. Sin embargo, el pintor lo transformará todo eso con el añadido espantoso del lastimero fondo de su amarga decepción. Lo hará pintando así el gesto tan intenso de una mirada torcida. Ahora ese paraíso, ese maravilloso paraíso sensual y voluptuoso, tan lleno de vida, está ahí detenido, paralizado mortalmente, ante el pavor incontrolable de la fatalidad. Años atrás, cuando Gauguin frecuentase en París el café Voltaire donde los artistas se reunían confiados en el Arte, el escritor Mallarmé recitaría delante de él uno de los poemas más descarnados de Allan Poe. Relataba la historia de un amante abandonado y que, en una noche, un cuervo entraría por la ventana de su habitación. Este revolotea por la estancia deteniendose sobre el busto blanco de mármol de la diosa Atenea. Entonces el joven desolado se dirige al cuervo y le pregunta quién es. El cuervo sin embargo tan solo pronunciará Nunca más, solo eso, ninguna otra palabra más añadirá el negro cuervo. Confundido, no consigue entender nada y se sienta ahora pensativo. Entonces comienza a entender que, posiblemente, sea un presagio, un terrible presagio. Trata de que el cuervo se vaya pero no lo consigue. Así hasta llegar a comprender que nunca más será la última palabra...

El Arte de Paul Gauguin consiguió lo que él no pudo conseguir en su vida, triunfar económicamente de un modo exagerado. Hoy en día sus obras se cotizan a unos niveles exorbitantes. Sin embargo, la ironía de la vida nos llevará a suponer que una cosa llevó necesariamente a la otra. Si Gauguin no hubiese necesitado reaccionar ante su fracaso, ante su desilusión o ante su delirio, no hubiese compuesto esas obras de Arte. Hubiese compuesto otras, tal vez más placenteras, más sensuales o más insulsas. La terrible realidad es que cierta creatividad inspirada surge, generalmente, de la desolación o del más íntimo desarraigo. Pero, lo verdaderamente prodigioso de esta obra de Gauguin es su contraste, su espantoso contraste. Ahí radicará su genialidad. Hay siempre un mundo maravilloso bordeando un mundo terrorífico. O al revés. Y esa combinación la obtiene el pintor francés desesperado en su lienzo Nunca más (Nevermore O Taïtï). Lo vemos, vemos el contraste entre vida y no vida, entre pasión y desatino, entre amor y renuncia, entre tranquilidad y confusión. Para vivir no es preciso solo estar en un lugar y querer en él responder a las cosas que nos hacen infelices, también debemos convertir ese lugar en el único que ahora tenemos para vivir, con las cosas y las calamidades que, inevitablemente, tengamos que sobrellevar desolados. Es ese gesto de la modelo tahitiana tan espantosamente lastimero el que la hace partícipe de la tragedia, no la realidad en sí misma. El pintor no supo autorretratarse y, a cambio, utilizó a su joven amante para expresar así su propio ánimo. Perdería él y ganaría el Arte. Tal vez eso sea incluso una lección, no para el pintor, sino para nosotros, ausentes artistas que, buscando un paraíso imposible, lleguemos a comprender al ver el cuadro la temible combinación de una ridícula búsqueda y su inútil lamento solitario.

(Óleo Nunca más (Nevermore O Taïtï), 1897, del pintor posimpresionista Paul Gauguin, Courtauld Institute Art, Londres.)

12 de marzo de 2022

El padre del tiempo fue en el Arte la terrible alegoría de una vida que finaliza, desesperada, sangrienta, cruelmente.



¿Es el fin de la vida lo verdaderamente más terrible en el mundo? El sentido de la finitud de la vida fue representado en el Arte con la figura del tiempo inapelable. La mitología lo personificó en Cronos, o Saturno, el dios temible que acabaría con sus propios hijos, devorándolos. Era representado como un anciano semidesnudo con barba que portaba un reloj de arena; pero también, en los más trágicos momentos, llevando una guadaña ensangrentada como un sentido inequívoco de asimilación del tiempo a la muerte. A comienzos del siglo XX el pintor español Ulpiano Fernández-Checa (1860-1916), un posromántico modernista, crearía su obra El padre del Tiempo. Su apasionada vocación a pintar caballos galopando le llevó a componer el tiempo como un jinete desbocado, simbolizando su veloz paso inevitable sobre la tierra. Sin embargo, en su obra la representación del tiempo no fue una alegoría más del paso de la vida, sino que el tiempo, el padre del tiempo, cabalgaba ahora atroz sobre las ruinas de un mundo arrasado vilmente por la guadaña ensangrentada que blandía. La obra de Fernández-Checa incluía una variación tendenciosa sobre una crueldad añadida a la finalidad del tiempo o la vida, de hecho, en algunas reseñas, era sustituido su título por Un jinete del Apocalipsis...   Pero, para el pintor no fue un apocalipsis catastrófico lo que trataría de representar, sino la terrible verdad del final ensangrentado de la vida, en este caso la propia vida humana. Pero, sin embargo, la vida del ser humano no siempre terminará ensangrentada. El dios del tiempo no fue representado en la historia del Arte con la fiereza con la que aquí se mostraba. Había algo más que el pintor quiso reflejar. La mitología mostraba a Cronos destruyendo también a sus hijos, como Rubens o Goya lo habían pintado, pero aquí, en esta obra postromántica, ¿que sentido tenía ahora ese alarde tan destructor? 

Fue una premonición de la cruel y despiadada forma del paso del tiempo, no representando sólo su dolor en la finalización de la vida, sino en algo muchísimo más cruel. Porque ahora el tiempo recorría, con una inercia desenfrenada, el camino más oscuro de una desolada finalización vilmente ensangrentada. El mundo tenía su tiempo acordado en la metáfora del paso inexorable de la vida por el universo, de la inevitable transformación cósmica de las cosas que afectaban a la vida, pero el pintor español no quiso expresar sólo esa metáfora final tan natural del mundo y la vida. Hay además en su obra de Arte una metáfora de la crueldad, una que su fugacidad llevará consigo indiscriminadamente. Esa indiscriminada forma de crueldad era una que no estaría asociada a la finalización natural de la propia vida. Obedecía a una terrible cosa que el ser humano lleva dentro de sí en su despiadada manera de sustituir la labor de un dios, sea el que sea que haya creado el universo, por la cruel decisión humana tan infame de acabar con la vida de sus semejantes.  No hay una determinación cósmica ni un acabamiento concertado del mundo donde los ciclos universales obliguen a terminar así lo que fuese iniciado antes. No, ahora lo que representaba el pintor era otra cosa. Una sangrienta causa que lo haría posible en este mundo: el egoísta sentido doloso del propio ser humano. Así que el dios del tiempo acabaría simbolizando la crueldad más terrible de una vil determinación final. ¿Algo inevitable? Porque éste no era el sentido universal de un cosmos cíclico. Era una finalidad terrible dirigida por el propio hombre, por su arbitrariedad infame, esa que lleva a convertirle en hijo modelo y ejemplar del dios temible del paso del tiempo.

Ante la vida que sobrelleva el tiempo inevitable y su finalización previsible, el ser humano sufre otra terminación imprevisible consecuencia de su naturaleza maliciosa. ¿Qué hacer, entonces, para sojuzgarla? ¿Qué metáfora usar para conseguir representar una forma de finalización que no sea la asesina actitud de los seres humanos? El pintor posromántico lo hizo con la alejada alegoría del dios del tiempo obsesionado por terminar la vida en un mundo misterioso. El dios Cronos pasa sobre la tierra despojando la vida sin ver a quien la siega. El caballo que lo dirige avanza con la desenfrenada pasión que el propio dios imprimirá en su ánimo. No hay esperanza, no hay espera, no hay tregua. Es la única forma de llevar una realidad cósmica incognoscible a la vida y al mundo. ¿No bastará que los humanos tengan solo que esperar el momento que llevamos escrito? No basta. El ser humano lo decide así, con atrevimiento desenfrenado de ambición despiadada y maligna. ¿Hay algo peor que el paso del tiempo inexorable? Sí. En los desolados momentos de la vida que algunos seres sufren ante la guadaña de otros, los pérfidos asesinos del tiempo, está la peor de las defenestraciones que el mundo y la vida soportan de una finalización incomprensible. No hay justificación, no hay perdón, no hay cabida en la historia de la humanidad para una actitud tan infame. ¿Cómo no entender que la vida encierra ya una desolación para sobrellevarla? No basta. Y seguirán recorriendo la tierra los seres despiadados con su cabalgadura veloz, portando la afilada cuchilla ensangrentada de la muerte.

(Óleo El padre del Tiempo, 1900, del pintor posromántico Ulpiano Fernández-Checa, Colección Privada.)

8 de marzo de 2022

Tres formas de impresionar en el Arte, desde la más mediata a la más inmediata a la mente del creador.




 Cuando observamos el mundo obtendremos de él diversas formas de poder percibirlo. Esto es lo que los impresionistas intuyeron genialmente en el último tercio del siglo XIX. Renoir tal vez es el más indicado para definir el sentido más auténtico del Impresionismo. El mundo impresionista mejor representado es aquel cuyos colores traducen bellamente la compleja impresión del momento visionado. Pero la percepción no es la misma siempre, no es única, depende de la distancia que el objeto impresionado recorra hasta el ojo subjetivo del receptor. O se acerca más a la impresión de lo observado o se acerca más a la mente del observador. Cuando Sisley, un impresionista apasionado del paisaje, quiso pintar un amanecer en Normandía utilizaría entonces los menos colores posibles para poder componerlo. Para este pintor reflejar la luz de la mañana y sus efectos en el paisaje era el sentido más deseable de una impresión estética. Ese era su objetivo y lo consiguió genialmente en esta obra. Vemos la luz sin verla, estamos ahí con él para poder distinguir el matiz maravilloso del reflejo matutino de una iluminación natural tan extraordinaria. La impresión aquí está más cerca del paisaje, del objetivo, que de la mente subjetiva del que la ha originado. Se trata de eso, de alcanzar a representar el momento, su luz y la impresión tan sosegada de ese instante poderoso con la ayuda de lo observado. En Renoir, sin embargo, la impresión es más elaborada hacia el sujeto creador que la compone, pero no tanto... Consigue ese intermedio entre lo mediato y lo inmediato al sujeto receptor, porque participa de los dos intensamente. En Sisley la participación del paisaje y su luz es más mediata, es decir, se recorre más distancia entre la realidad de la impresión y la irrealidad de quien la capta entusiasmado. En Renoir no recorre tanta distancia, está más cerca de la visión subjetiva que de la objetiva. Sin embargo, aún percibiremos de esa impresión la realidad de un paisaje fascinante, vibrante, esplendoroso, casi traducido fielmente al recuerdo iconográfico de un lugar parecido en la memoria. 

Pero, hay otra forma de impresión que se desliza aún más a la mente imaginativa del creador, una impresión que es inmediata a su sensación más íntima y, por tanto, menos a la realidad impresionada. Esta la obtiene Van Gogh en su obra Campo de trigo con cipreses. Este pintor compone más lo que tiene en su mente que lo que tiene ante sí... En el recorrido desde el objetivo hacia la mente del observador, el objeto del mundo va perdiendo sentido real y su imagen desarrolla entonces matices o perfiles que varian, o no, dependiendo del lugar o la perspectiva elegidos para plasmar su impresión. En Van Gogh la visión de su paisaje no es fijada sino cuando el pintor la percibe más inmediata a él que a su retina observadora. Es la subjetividad más palpable, esa que no ve otra cosa sino lo que su mente interprete gozosa. Está más cerca de sí mismo que del paisaje, de la luz o de la impresión del instante. Todo lo contrario que en Sisley, que lo representado está más cerca de la luz y de la impresión del momento que de la mente subjetiva del creador. Todo eso es el Impresionismo, un maravilloso efecto impresionista mediado por el sentido primoroso del objeto a representar. Porque los impresionistas no se acercan tanto a la retina de lo observado, como el Arte había sido compuesto antes de ellos, sino que traducen los efectos que, desde lo observado hasta la mente impresionada, producen la luz y sus reflejos. Pero, como toda evolución en el recorrido de lo creado, ese reflejo natural llevaría una variación subjetiva que avanzaría en la percepción de la visión que del mundo tuviera un artista. En Van Gogh sucedió así. Con él no sabemos dónde está la luz ni qué momento del día es. No se trata de eso con él. El pintor holandés busca otra cosa: la fuerza expresiva y emotiva de una impresión subjetiva. No busca la impresión sino su fuerza subjetiva, esa que está situada más cerca del espíritu del pintor que del mundo. El mundo no es lo importante, es la excusa, y su impresión no es la impresión que del mundo obtengamos, sino la que de nosotros mismos obtengamos con la ayuda del mundo. 

En Renoir como en Sisley, aunque cada uno con su fuerza impresionista, lo que se trata también es de alcanzar la impresión subjetiva del mundo, pero el mundo es fundamental, sin éste la impresión no tiene sentido. Ellos elaboran los recursos más inspirados para alcanzar a reflejar la impresión más acorde de ese mundo que miran. La impresión no el mundo, pero la impresión más cercana al mundo que miran. En Sisley la impresión del mundo es más mediata al mismo, es decir, se asemeja más al mundo, lo necesita para plasmarlo así, lo representa buscando los elementos naturales que de una visión subjetiva tuviera un observador sensible al mundo. En Renoir el observador está un poco más alejado del mundo, se acerca un poco más a la visión que un sujeto tuviera en la inmediaciones de su interior estético; los reflejos de la luz en las cosas representadas son traducidos en infinidad de colores para salvar la distancia con el mundo. Con Renoir es el mundo lo impresionado, pero sin todo lo del mundo. En Renoir la inmediatez y lo mediato se acercan equilibradamente, obtiene así el pintor francés la perfección impresionista... No hay ni subjetividad ni objetividad puras en él. Es la visión representada de un artificio maravilloso que refleja el mundo impresionado que mira. Sólo habría que recorrer el camino a la inversa, es decir, hacia lo mediato del mundo, para que la visión de Renoir nos asombre al ver la conciliada representación de los alrededores de la bahía de Moulin Huet con la realidad del mundo impresionado. En Sisley el recorrido es menor aún. Pero en Van Gogh habría que recorrer mucho más, tanto como para alejarse por completo de la mayor subjetividad que el Impresionismo pudo llegar a obtener de uno de sus más inspirados y emotivos creadores.

(Óleo Campo de trigo con cipreses, 1889, Vincent Van Gogh, Metropolitan de Nueva York; Cuadro Prados de Sahurs en el sol de la mañana, 1894, Alfred Sisley, Metropolitan de Nueva York; Óleo Colinas alrededor de la bahía de Moulin Huet, 1883, Renoir, Metropolitan de Nueva York.)


24 de febrero de 2022

El auto engaño más fascinante perseguido por una fértil imaginación desbordante.


 

El concepto de Quimera tal como lo conocemos fue una invención del Romanticismo del siglo XIX. Había sido en la mitología griega un ser monstruoso compuesto de diferentes formas de fieros animales salvajes. Pero su función mítica, curiosamente, no era maligna sino benigna. Hasta se colocaba su efigie en las entradas de los cementerios con la intención de proteger el lugar ante los malos espíritus. El Romanticismo contribuyó a crear gran parte de una mitología moderna occidental basada en otra mitología más antigua. Y así surgiría la idea simbólica de la Quimera como un nuevo concepto utilitario. Representa lo que parece y no es. Especialmente representa lo que parece mucho y obligaría, sin embargo, a realizar un esfuerzo de reflexión profunda para no equivocarse. Pero, ¿lo que parece mucho a qué? A todo lo deseable que la mente humana pueda componer auto-satisfecha y decidida. En el Arte se podría entender como un reflejo de lo que es aparente, como la fidelidad más asombrosa a la realidad oculta de lo que parece que vemos en una obra. Porque de lo que se trata ahora es de una imaginación estética absolutamente desbordante. El pintor francés Gustave Moreau (1826-1898) fue un curioso creador: simbolista, decadentista, romántico y medievalista. Pintaría la Quimera en muchas ocasiones, tantas como su espíritu artístico anhelase poseer o ser aquello que componía ávidamente. Porque creería absolutamente en que lo que vemos reflejado no es sino la representación mental de una quimera. Pero, sin embargo, como toda audacia mental equivocada, nos puede comprometer peligrosamente en la adecuación de la realidad con lo simplemente imaginado. En su obra La Quimera del año 1867 Moreau nos fascinará con su elaborada composición tan detallista. No es una pintura es una exquisita creación iluminada de orfebrería artística muy colorida además. Porque utilizaría todos los recursos cromáticos posibles de su paleta inspirada para poder dotar de belleza extrema a la muestra grandiosa de una sutil composición genial.

Gustará o no gustará, sin embargo Moreau y su simbolismo romántico no dará tregua en agradar más que en expresar. Como es una quimera finalmente. Porque la quimera es un efecto psicológico muy personal que buscará satisfacer, no es algo objetivo sino completamente subjetivo. Los que son seducidos por ella no pueden evitarlo sino con las consecuencias imprevisibles de su total fascinación. En esta pintura simbolista la representación expresará la combinación de dos figuras relacionadas. Observemos bien. Siempre existe una atracción y un desdén en cada una de ellas hacia nosotros. Una quimera no es más que un autoengaño, uno tan real que es imposible no quedar atrapado, a veces, entre sus atractivas garras. Vemos en esta obra cómo el pintor simboliza de un modo genial la atracción y el desvarío. Justo en el momento de mayor expresión de un gesto amoroso, la Quimera se lanza segura hacia el abismo sin importarle la participación a su lado de otro ser desvalido... Porque la Quimera, realmente, no tiene sentimientos, ignora lo que eso significa incluso. Su sentido en el universo es fascinar, es aletargar los sentidos y la voluntad de unos seres que, deslumbrados, son muy capaces ahora de imaginar lo más fascinante. Pero lo fascinante no tiene por qué serlo completamente. Es solo una parte, a veces mínima, la que ejercerá su sentido más embriagador y fascinante. El resto lo elaborará el sujeto fascinado. Por esto la propia pintura, el Arte, es un ejemplo sutil de la Quimera. En un cuadro el pintor sólo realiza parte de la visión completada que, finalmente, nos llegará a nosotros. La maravillosa realidad de algo seductor no es más que la imaginación fértil de aquel que es seducido por ello. Lo fascinante es tanto más fascinante cuanto más desaparece su propia imagen sustituida ahora por la imagen recreada por el observador. La Quimera llevará siempre al abismo, no hay otra salida, porque la persecución de algo que alucina no es más que la destrucción final del que lo ha alimentado.

El sentido iconográfico de la pintura simbolista de Moreau tiene, además, una complejidad añadida. ¿Es una satisfacción abandonarse al sueño encantador de una emoción tan grande? ¿Podemos salvarnos a pesar de entregarnos desarmados e indolentes? En esta composición la Quimera es representada como un centauro con grandes alas desplegadas. ¿Quiere decir eso que, a pesar del abismo insondable, puede elevarse la Quimera evitando la destrucción o la barbarie y, con ello, también la anulación del ser que lo sujeta decidido? El misterio desconocido de lo perseguido con amor nunca es revelado. Así es la verdad oculta que subyace siempre tras la fragilidad de un mundo sin sentido... Pero el amor es auténtico, a pesar de no serlo aquello perseguido. Tiene que existir una necesidad y una imaginación... Porque la Quimera no es nada, no existe. Se padece o se experimenta en cada emoción que no halle el revés de lo fascinante para poder ver la verdad de lo impedido. No somos más que seres abandonados entre la vil realidad y lo sutilmente imaginado. La realidad llenará lagunas imperfectas en la trama ideal de lo imaginado. Se necesitarán mutuamente, una para ser y otra para fascinar. El Arte tan fascinador de Gustave Moreau nunca fue comprendido en su tiempo de tan desubicado, de tan imbricado de metáforas irreales tan simbolistas... Cuentan que en cierta ocasión el pintor impresionista Degas le preguntaría al simbolista Moreau: ¿piensa renovar el Arte con la joyería? Y así fue casi, porque, como una joya deslumbradora, la pintura de Moreau encantaría sin llegar a comprender que lo que vemos en ella, asombrados, es una recreación elaborada de una fascinación muy sobrevalorada y muy distante.

(Óleo La Quimera, 1867, del pintor simbolista y decadentista Gustave Moreau, Museo de Arte de Harvard, EEUU.)

20 de febrero de 2022

La belleza imperceptible es la que existe antes de haberla percibido, cuando el ánimo emotivo comprende ya lo que ve.


 No hay belleza sino en la mirada detenida, en la mirada que no fracciona sino que completa cosas, en la mirada en que las cosas individualmente no existen, sino que forman parte de un sentido mucho más grandioso o más amplio. Cuando nos desesperamos con la vida, por ejemplo, es porque aislaremos del universo que nos rodea aquello que nos impacta primero, equivocadamente; es así lo que nos atrae hacia el oscuro temblor de lo ofuscado por la atención incompleta de las cosas, esa atención que se origina por nuestra percepción más ingenua, la más fugaz o la más impaciente. Percibir es una forma de elegir entre vivir o morir. Sólo cuando elegimos vivir la percepción es auténtica, es clarificadora, se muestra intacta además ante los errores de la memoria o de lo pavoroso. En la segunda mitad del siglo XIX surgió en Francia un curioso movimiento naturalista en la pintura. Era un realismo estético matizado de un cierto temblor existencial; un temblor social, personal, universal y recreado o narrado tanto histórica como personalmente. No siempre los pintores se ubican completamente en su tendencia artística. Es una especie de excusa tenerla para crear luego otra cosa, lo que el ánimo artístico les lleve a componer sin encorsetamientos. Fue el caso del pintor francés Jean-Charles Cazin (1841-1901). De joven, el pintor aprendería en París del maestro Lecoq de Boisbaudran a observar bien, muy detenidamente, las cosas en su memoria, a mirar antes, minuciosamente, todo lo que luego tuviera que pintar. Lecoq le enseñaría a pintar entonces de memoria, a observar y mantener así, en su mente artística, las cosas que viese en la naturaleza antes de plasmarlas luego en el lienzo artístico. En el año 1883 pinta entonces su obra El Arcoíris, una composición absolutamente sorprendente de naturalismo paisajista. ¿Qué sentido tuvo glosar una de las visiones más maravillosas del cielo, el arcoíris, de ese modo tan atenuado, tan simple, tan elemental, tan limitado ahora? En su paisaje rural solo vemos un camino, una casa orillada a éste, una herramienta solitaria alejada de todo, un cielo poderoso aterido de nubes coloridas y un atisbo fraccionado de un bello arcoíris desolador...  No hay seres vivos, sin embargo, en la obra. Apenas vemos unas pocas flores amarillas al borde del sendero y, algo más lejos, unos árboles hundidos que enmarcan, tal vez, la visión fugaz de un diluido ahora fenómeno atmosférico. La composición del conjunto estético, donde solo el cielo es favorecido en el espacio iconográfico, revelará el sentido final de lo expresado realmente. Porque no es la soledad del camino, no es la abandonada estancia de un hogar cerrado, no es la desesperada visión de un espacio sin vida lo que el pintor quiso expresar en su emotiva obra naturalista. Porque el cielo, además, es ahora aquí un cielo compungido de obtusa belleza. Un firmamento que, luego de una tormenta fugaz, aparece ahora expresado de extraños matices distintos con la panorámica parcial añadida de una liviana refracción provocada por un tímido sol y unas pequeñas gotas de agua. 

Esta visión del cielo no es entonces lo suficientemente poderosa aún como para colmar el sentido estético grandioso de un esplendoroso paisaje de belleza. Porque no hay tampoco un sentido panorámico de belleza ocasionado por la visión maravillosa que un arcoíris poderoso debiera tener para serlo. Pero, sin embargo, no es eso lo que percibiremos luego, cuando, asombrados, dediquemos el tiempo suficiente para comprenderlo. Nos llevará a pensar otra cosa la visión estética que nos presente la obra en su conjunto, no sólo la visión física sino, sobre todo, la emotiva... ¿Será, entonces, la memoria? ¿Será aquella forma de crear que el pintor aprendió de su maestro inspirado para percibir mejor lo acontecido? El recuerdo instilado de lo visto antes matizará luego el sentido final de lo alcanzado a ver, de lo visto antes de ser fijado en el lienzo... o en la emoción solícita. ¿Sucederá lo mismo con lo percibido del mundo en el caso que nuestro ánimo nos infunda, desprotegido ahora, un cierto temblor hiriente de nuestra percepción de él? Porque el sentido de lo que percibiremos inicialmente es una parcialidad que nos llevará a componer una visión condicionada, absolutamente parcial y equivocada del mundo. No bastará entonces para alcanzar una gratificación estética, mental o psicológica, de lo percibido del mundo. En su obra naturalista el pintor consigue expresar la realidad inmediata, no la mediata, y obligando así a ver ésta tiempo después gracias a la impresión tan emotiva de una memoria prolífica. De este modo el pintor conmocionó y sorprendió, desprevenidos, a los que fuesen capaces de esperar el tiempo suficiente como para alcanzar una belleza distinta, una no manifiesta sino recordada, secundaria, pero profunda y emotiva. Este es el sentido estético naturalista aquí, un cierto temblor emotivo de algo que habría de expresar, junto a la belleza del paisaje, una belleza completada que conllevará latente luego de ser asumida en la memoria emotiva de un inspirado sujeto receptor. Así es en la vida también, tal vez, cuando el fragor obtuso de lo real nos obligue a lo mismo añadiendo ahora la percepción emotiva de las cosas. Unas cosas que llevarán su tiempo ser comprendidas del todo, ahora sin error, sin asperezas, sin desesperación, sin desalojos ingratos, sin distancias, sin certezas tampoco; sin ningún sentido demoledor de áspera belleza desolada que, rauda, vagabundeará sin tino por el anhelado paisaje inspirador de nuestros recuerdos más íntimos. 

(Óleo El Arcoíris, 1883, del pintor francés Jean-Charles Cazin, Museo de Arte de Cleveland, EEUU.)

17 de febrero de 2022

La creación de Arte es una muestra de la volátil aquiescencia entre lo que es valioso y lo que no lo es.

 



No hay una reglamentación universal y matemática de lo que es valioso o no en el Arte. El estudio y análisis de obras de Arte es una muy acertada terapia también para la complejidad personal ante la valía o la estima subjetiva de los propios seres. Nos absuelve de la desesperación, de la inquina personal ante las atronadoras voces sagradas de la grandiosidad humana. También ante el hecho de no tener otra razón de ser que existir, que ser lo que se es, a pesar de no haber obtenido del mundo la primorosa o elogiosa referencia ante la eternidad de lo bendecido por la historia o por los otros. Hay dos cosas que son un misterio en el mundo creativo: la verdad de lo elogioso y la falsedad de lo que no lo es. Para romper con esta dicotomía de lo obsesivo habrá que buscar la autenticidad. Esto es, hoy por hoy, lo valorable, lo que no se deja llevar por la moda, la propaganda, el sesgo o la basura indefinida de lo cultural. Pero, ¿qué es lo auténtico? Puede ser lo creado que expresa armonía, fuerza, contraste, realidad representativa y una respuesta emotiva en quien lo percibe. Sin embargo, hay una variable que no está ahí incluida y determina la más significativa explicación al porqué una cosa es valiosa o no: la contemporaneidad de lo creado con la tendencia social imperante. Porque es la tendencia social la que justifica el mundo. Y lo hace además a posteriori casi siempre. Pero, ¿qué es la tendencia social? Para no extendernos, es la doctrina publicada de la fe en algo. En este caso una creación artística. Los que la promueven son los mesías de esa fe. No es que la fe no exista en otros casos, es que esa, y no otra, es la que primará sobre las demás. Estamos en una situación histórica que, con la perspectiva de los años, veremos las obras que una vez fueron modernas, vanguardistas o punteras con el distanciamiento suficiente para empezar a ser agnósticos con ellas. No ateos, agnósticos. Es decir, podemos creer en todo pero no especialmente en nada. Y, entonces, la autenticidad volverá, tal vez, sobre sus pasos ateridos...

La expresión de lo armonioso es una característica artística con la que casi todos estaremos de acuerdo. Sin armonía no hay nada que valorar artísticamente. Aunque cierto Arte abstracto excesivo haya cuestionado esta sentencia armoniosa en sus creaciones. Pero no se trata de alcanzar toda la armonía del mundo, sino solo aquella que sea precisa para poder valorarla. La fuerza expresiva es la variable que el Arte Moderno, por ejemplo el de Cezanne, dispone entre las cosas que lo hacen valorable. El contraste es fundamental para el sentido de la forma y del contenido, es una variable moderna y antigua, puede verse tanto en Rembrandt como en Van Gogh. La realidad de lo representado es lo que choca con la abstracción artística. Sin realidad, aunque sea mínima, no es posible referenciar nada representable. El Arte para ser auténtico necesita de la representatividad de lo que es, aunque esto no sea exactamente así como se vea luego. Y por último la emotividad. Sin sentir emoción en lo que vemos no merece ser nada visto. Todo lo percibido que nos llega debe ser originado por una emoción que lo representado nos haga sentir también. Y todo eso, sin embargo, no servirá de nada para ser reconocido en la historia del Arte. La fe, la fe es lo que falta. Pero la fe quién la determina. Porque no es tan sencillo arbitrar un argumento artístico creíble, formas o partes de algo que justifiquen un resultado valorable o exitoso. Las causas que originan una relevancia cultural histórica son múltiples y se deben dar todas además a la vez, o poco tiempo después. Al final, el sentido de lo valioso es tan relativo que no merece la pena debatirlo. Así de irónico es el asunto de la valoración en el mundo, sea de Arte o de otra cosa. Los intereses creados seguirán planteados, y muy poderosos, frente a la volátil aquiescencia de lo valioso en el mundo.

A mediados del siglo XIX se comenzó en Francia a valorar la pintura creada al aire libre. Se denominó Plenairismo al resultado de componer pinturas con la luz natural y no en el interior de un estudio. Se inició así un impulso al paisaje natural, con sus contrastes naturales, con sus iluminaciones naturales, con sus resultados naturales ante las formas complejas de la naturaleza. De aquí surgió el Impresionismo poco después. Se crearían además escuelas temporales para clasificar el Arte creado así, como lo fue el Círculo de Plenairistas de Haes, un grupo de pintores españoles que, al amparo de su maestro Carlos de Haes, compusieron obras de paisajes con el estilo natural propio de la creación al aire libre. Uno de ellos lo fue el pintor madrileño José Jiménez Fernández (1846-1873). Alumno de Haes, llevaría la obsesión plenairista a niveles de calidad que se comenzaron a vislumbrar en las exposiciones nacionales de sus obras. En el año 1873 decide el pintor madrileño viajar a la sierra del Escorial para hallar esas muestras de belleza natural que, para él, tuvieran ese efecto emotivo que el Arte debía tener. Como consecuencia de su estancia en El Escorial enferma de pulmonía falleciendo a los veintisiete años de edad. Una malograda vida artística que, desgraciadamente, nunca pudo demostrar lo que pudo ser y no fue. Poco antes de eso creó su obra Estudio de Paisaje. En ella vemos todas las características que una obra de Arte debería tener para ser auténtica... Salvo una cosa: la fe. Sin fe el mundo no consigue valorar ni emocionarse. Y no lo hizo nunca con este pintor, más allá tal vez que con algunas obras que tuvieron el goce de ser resguardadas, sin realce, entre las paredes menos elogiosas del insigne gran museo de su ciudad.

(Óleo Estudio de Paisaje, 1873, del pintor español José Jiménez Fernández, Museo del Prado, Madrid; Óleo Campo con amapolas, 1888, del pintor Vincent Van Gogh, Museo Van Gogh, Amsterdam (Fundación Vincent Van Gogh).)



12 de febrero de 2022

La violencia implícita o el Arte más incruento fue un rasgo muy característico del Neoclasicismo.

 


Desde que el cine contribuyese a sustituir el mundo artístico con sus creaciones primorosas, el siglo XX trataría de exponer las muestras de Arte ahora a través de imágenes en movimiento. Así, los inicios del cinematógrafo estuvo muy relacionado con el movimiento artístico del Expresionismo, pues coincidieron cronológicamente. Pero, pronto descubriría el cine la grandiosidad del Romanticismo, su extraordinario modo de llegar al público que esa tendencia había tenido un siglo atrás. Pero la historia del Arte, su cronología diacrónica en sus tendencias, no correspondería del mismo modo itinerante con el nuevo invento del cinematógrafo. A veces, el Manierismo sería utilizado en las narraciones de las películas de los años treinta y cuarenta del siglo XX, cuando la fantasía y la realidad se confundían hábilmente. Luego hasta el Realismo, sobre todo en Europa, brillaría en los rodajes de las producciones más innovadoras de los años cincuenta y sesenta. Pero, a diferencia del Arte pictórico, en el cine no se produciría una involución en su desarrollo, una inversión de tendencias cronológicamente hablando. En el cine tiene más sentido que en el Arte que eso fuese así, tal vez porque el tiempo desarrollado fue mucho menor en aquel que en este. En el Arte primero sería la bondad del Renacimiento y luego la maldad del Barroco. Sin embargo, el Renacimiento no conseguiría la bondad tan enardecida de contención emotiva como lo fuera luego su gemelo clásico, siglos después, con el Neoclasicismo. El cine comenzaría a manifestar un alarde sutil extraordinario con la violencia, de no ser ésta un fin en sí misma sino un medio, en ocasiones nada visible, algo completamente insinuado o apenas vislumbrado en sus escenas sangrientas de violencia. Hoy en día vivimos el Barroco más explícito en la violencia cinematográfica. ¿Volverá un sentido artístico de... sólo palidecer, en las películas? No lo creo. La violencia que el Barroco no contuvo en sus creaciones llevaba consigo un mensaje humano y moral muy artístico. La fuerza estrepitosa de las escenas de violencia de hoy en el cine ya no tiene vuelta atrás. ¿O sí? Cuando tienes que expresar las cosas con crudeza visual extrema es que no tienes la capacidad para expresarlo de otra forma. Como muestra del extraordinario ejercicio de belleza en las difíciles composiciones de violencia en el Arte, el Neoclasicismo del pintor Mengs nos llevará a una pregunta estética: ¿se puede entender el mensaje violento de un sacrificio humano sin la participación del desgarro, la herida, la sangre y el estigma?

En la obra neoclásica Flagelación de Cristo, el pintor alemán Mengs consigue exponer un momento terrible de ofensa física sin vislumbrar ningún elemento gráfico que lo exponga claramente. Hay dos causas estéticas en el sentido artístico de la obra neoclásica. Por un lado su exaltación de la belleza, de la belleza clásica, donde ésta no es ultrajada por la deformación, la fealdad, la inarmonía o la crudeza; pero, por otra parte, está la revelación más sagrada y equilibrada de un deseo de bondad humana trascendente. El pintor ocultará los instrumentos de tortura en las manos violentas de los hombres. El cuerpo de Cristo, apenas enrojecido en su espalda invisible, se compone en el centro de la imagen sin estar tocado aún por nada ni por nadie. No hay sangre, no hay crueldad visible, ni emoción que traduzca algún atisbo de sacrificio o de oprobiosa fuerza inevitable. Están ahí, sin embargo, no se muestran, pero lo están. Este es el alarde artístico más maravilloso que consiguió realizar el Neoclasicismo en sus obras de Arte. Vemos al sayón arrodillado atar las varillas de su fusta aterradora, pero no veremos usarla. Vemos también los brazos flexionados de los verdugos para llevar a cabo la dura violencia por ejercer, pero no veremos la violencia desmadejada del descalabro físico más atormentador en su momento más determinante. Ese fue el Neoclasicismo, una tendencia que primaba la belleza de la imagen frente al verismo macabro de su desarrollo. Cuando las cosas se entienden no hay que remarcarlas con fruición, sobre todo si lo que buscamos es comprender un mensaje de dolor y no emocionarnos con su desgarramiento. Porque el mensaje de dolor y violencia está en la obra de Arte, lo está tan palpable como si no se evitase su desgarramiento. ¿Qué conseguimos entonces? Alcanzar a primar la verdad del sentido artístico de lo representado con belleza; lo que, en aquellos años de esplendor clásico de nuevo, obtuviesen algunos pintores cuando quisieron demostrar que la expresión de las cosas no tiene por qué confundirse con la descripción anatómica de sus fragmentos.

(Óleo Flagelación de Cristo, 1769, del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Palacio Real de Madrid.)