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12 de abril de 2016

El neoclasicismo del siglo XVIII frenó un impulso renovador en la sociedad y en el Arte.



La historia no satisface a veces. No responderá claramente a lo que, en verdad, fue lo acaecido de un hecho antiguo. La historia no es lineal siempre, dará saltos. Pero, sin embargo, tiene sentido. Y esto confunde a veces, ya que sobreentiende la historia que para que algo hubiese de suceder debería haber sucedido antes otra cosa necesaria. Pero, no es así siempre. En el Arte, por ejemplo, podemos vislumbrar algunas cosas que nos ayuden a comprender algo más todo eso. En cualquier progreso humano, social, cultural o artístico debería primar la evolución frente a la revolución. Todas las revoluciones son en parte una forma de contra-evolución. Como todos los saltos. Y detrás de estos atajos históricos, de estos saltos, hay siempre hombres, decisiones humanas, gustos, poder, influencias, sectas ideológicas y uniformadoras. A finales del siglo XVII Europa cambiaría profundamente, aunque pareciera que todo siguiera como antes. Nunca un siglo fue tan devastador ni tan desesperante durante tanto tiempo seguido gracias a haber sido un siglo muy belicoso. El frentismo ideológico tan terrible -en este caso religioso, que es una forma de ideología- acabaría con la bondad histórica de las cosas en Europa.

Pero, ¿es la bondad de las cosas una garantía de progreso? Si las cosas van bien, ¿se cambia algo? El clasicismo barroco alcanzaría llegar hasta finales del siglo XVII y principios del XVIII, aunque el Rococó fuese, sin embargo, el estilo que comenzara en este último siglo. Fueron influencias artísticas de todo tipo -clásicas, barrocas, venecianas, francesas- las estéticas que hicieron de ese estilo -el Rococó- una amalgama de lo que podríamos llamar un arte de autor fundamentalmente. Es decir, que fueron los pintores, no el Arte, los que marcaron mucho más ese periodo artístico con un peculiar estilo al no encontrar, realmente, ninguna tendencia definida. Uno de ellos, el creador más significativo para entender lo transversal del Arte Rococó, lo fue el genial pintor Giambattista Tiépolo (1696-1770). Este creador veneciano iniciaría un modo de pintar muy particular, algo que sintonizaba con el espíritu avanzado y progresista del siglo XVIII, el llamado siglo de las Luces o Ilustración. El pensamiento y la ciencia avanzadas habían sido iniciadas antes en Europa, precisamente por personas nacidas en el siglo XVII. Entre los años 1680 y 1720 se pondría en cuestión todo el saber y el pensamiento producidos desde el Renacimiento. Había contribuido la crisis que la guerra de los Treinta años ocasionó a Europa, pero, también el advenimiento de una filosofía racionalista y cientificista. Originaría otra crisis luego, una de conciencia y de fe, de descreimiento o de cierto cansancio espiritual. En España coincidió con otra guerra y otro conflicto nacional: la guerra de Sucesión dinástica. Por esto en España ese cambio social se llegaría a notar más.  Los nuevos reyes borbones (Felipe V, Fernando VI y sobre todo Carlos III) contribuyeron a mejorar la sociedad hispana y utilizaron unas tendencias artísticas progresistas, además también de la neoclásica contraria, para acompañar toda esa evolución dieciochesca.

El rey Fernando VI de España quiso decorar a mediados del siglo XVIII con ese Arte novedoso los Palacios reales de Madrid, tanto El Escorial como el de Aranjuez. En el año 1753 fue llamado a España el pintor italiano Corrado Giaquinto (1703-1766). Sería nombrado pintor de Cámara y director de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando. Un ejemplo por entonces del auge de una nueva tendencia artística en España, un país, sin embargo, tan tradicional y barroco. Nunca será esto lo suficientemente valorado en la historia de España, artística o no. Porque detrás de este pintor, e influidos por él, vinieron otros que evolucionarían aún más el Arte y hasta crearían escuela. Goya surgió, por ejemplo, en gran parte de esos nuevos pintores italianos innovadores que llegaron a España. Giambattista Tiepolo fue otro de los pintores italianos llamados por el siguiente rey, Carlos III, durante el año 1762. Llegaría a España acompañado de sus dos hijos pintores, Domenico y Lorenzo. No solo se limitarían a pintar palacios reales, también iglesias, unos clientes inestimables entonces para cualquier pintor. Pero esto último, sin embargo, les malograría...  Porque los clérigos, muy poco dados a innovaciones, se decantaron pronto mejor por otro pintor, y otro Arte, que en ese año fue llamado también a España: el neoclásico Anton Raphael Mengs (1728-1779).

Entonces la batalla entre esas dos diferentes y opuestas tendencias se desataría sin piedad. Ganaría Mengs y su clasicismo nuevo. ¿Por qué? Ganaría el Neoclasicismo por las bondades aparentes del momento social. Toda bondad (económica, social, política, etc...) lleva siempre a un clasicismo, toda alteración o proceso social de ruptura lleva a lo contrario:  a un Arte innovador. Giambattista Tiépolo fue el mejor ejemplo de alcanzar un verdadero Arte nuevo, pero ahora uno muy diferente, una especie de Arte moderno que conseguiría expresar las cosas de otro modo, un modo más sentimental que racional. Algo confuso de entender el aunar dos cosas tan opuestas, sentimiento y razón, pero que fue posible de llevar a cabo con la Pintura especialmente. Sin embargo, moriría el pintor Tiépolo en España olvidado y pobre. Arrastrado por el triunfo arrollador del Neoclasicismo. Sólo su hijo Giovanni Domenico Tiepolo (1727-1804) lo comprendería pronto y acabaría abandonando España para regresar a Venecia. Allí podía seguir creando aquel Arte innovador... Aun así, todavía lo contratarían desde España para pintar una obra sagrada, un Vía Crucis diferente para una recién, y falsamente, estrenada iglesia en Madrid.

Es curiosa esta historia eclesial española. Existía una iglesia jesuita en Madrid que era la casa principal de los jesuitas en España. Era una iglesia muy amplia, espaciosa y decorada, como los jesuitas habían hecho con su arte barroco clásico tan refinado durante el siglo anterior. El altar mayor, por ejemplo, que contenía la urna de San Francisco de Borja, estaba comprendido por cuatro columnas de estuco y escayola, sostenidas por los basamentos de un maravilloso mármol bellamente jaspeado. Luego de la expulsión de los jesuitas de España, producida en el año 1767, el rey Carlos III cedería este templo a los Oratorianos de San Felipe Neri. Así que sus nuevos administradores le pidieron al pintor Domenico Tiepolo -a pesar de la nueva tendencia imperante neoclásica- realizar ocho obras que reprodujeran, con su nuevo estilo, la clásica Pasión de Cristo. El pintor veneciano aceptaría y compuso esas obras en Venecia, unas pinturas que nada tenían que ver con el nuevo clasicismo en boga en España. En una de ellas, Caída en el camino del Calvario del año 1772, observamos una muestra de ese momento malogrado en el Arte. Luego la iglesia de San Felipe Neri sería expropiada en el año 1836 y sus obras trasladadas al Museo de la Trinidad, para acabar, tiempo más tarde, en el Museo del Prado. 

En la obra de Domenico vemos algo muy curioso: no hay nada que exprese violencia real en esa caída. Ningún personaje maltrata físicamente a Jesús. Se nota incluso una especie de desdén, atonía o pasividad en los personajes secundarios. La obra tiene una composición extraordinaria: Jesús está caído solo, en un espacio diametralmente delimitado por la cruz, el resto está ahora todo fuera de ese espacio. Algunos le ayudan pero otros pasan de Jesús, ni lo miran siquiera. No lo maltratan, pero tampoco nada les importa a ellos ese personaje... Un cierto atisbo, inducido simbólicamente, tal vez, de lo que el Arte innovador de su padre, y su propio padre malogrado, sufrirían en España ante el rechazo artístico tan injusto. Pero también una muestra genial de realismo y de no realismo pictórico, algo que caracteriza a este pintor italiano especialmente. Goya lo admiraría por esto y se dejaría influir por él. Su trazo es muy realista: así son los cuerpos humanos y las texturas de la materia. Pero, sin embargo, para nada es una escena realista la que vemos: no hay ninguna recreación clásica que deba parecer lo que la realidad establecía o narraba, tanto espiritual como históricamente. Pero sí hay un realismo material. Y esa dualidad artística -trazos clásicos sin realismo clásico- fue un fenómeno plástico muy innovador para entonces. Algo que solo los románticos -entre ellos Goya- supieron llevar magníficamente a cabo algún tiempo después.

(Óleo de Giovanni Domenico Tiepolo, Caída en el camino del Calvario, 1772, Museo del Prado, Madrid; Cuadro Construcción del Caballo de Troya, 1760, del pintor Domenico Tiepolo, National Gallery, Londres; Detalle del anterior cuadro, Caída en el camino del Calvario, Domenico Tiepolo, 1772, Museo del Prado; Obra del pintor Corrado Giaquinto, El Descendimiento, 1754, Museo del Prado; Magnífica obra de Arte de Giambattista Tiepolo, Abraham y los tres ángeles, 1769, Museo del Prado; Lienzo del pintor neoclásico Anton Raphael Mengs, Caída de Cristo con la cruz a cuesta camino del calvario, 1769, Palacio Real, Madrid.)

11 de diciembre de 2015

La victoria como un impulso ante la barbarie más que como una conquista arrolladora.



Cuando en el año 1909 publicase el poeta e ideólogo italiano Tomasso Marinetti (1876-1944) su Manifiesto Modernista, el mundo occidental había comenzado a caminar por un precipicio tenebroso, por un equivocado sentimiento de euforia que le llevaría a despeñarse pronto por uno de los siglos más violentos de toda su historia. Y en ese manifiesto modernista Marinetti escribiría: La Pintura y el Arte han magnificado hasta hoy la inmovilidad del pensamiento, del éxtasis y del sueño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo, el insomnio febril, la carrera, el salto mortal, la bofetada, el puñetazo. Afirmamos que el esplendor del mundo se ha enriquecido con una belleza nueva: la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con grandes tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo, o un automóvil rugiente que parece que corre sobre la metralla, es más bello que la Victoria de Samotracia. Los antiguos griegos fueron los primeros occidentales que entendieron la verdadera diferencia entre la vida y la muerte, entre elegir vivir o elegir equivocarse. Y crearon toda una cultura de libertad incipiente, de elogio a la vida, de riqueza por armonizar lo práctico y lo eterno, lo terrenal y lo divino. ¿Cómo si no iba a surgir allí el Arte equilibrado, el más idealizado, el más exquisito, aquel que combinara belleza y sabiduría?

Porque antes de los griegos o existía la belleza o existía la sabiduría. Las dos cosas juntas, unidas y entrelazadas la inventaron los griegos entre los siglos VI y V antes de la era cristiana. Y no pudieron menos que componer a sus dioses con las bellas formas de los seres humanos. Entonces asimilaron esa belleza divina a la propia belleza humana, dándole así un sentido creíble y real a las elevadas cualidades o virtudes sagradas que ellos mismos habían ideado antes. En la genealogía de sus dioses Nike fue la divinidad griega de la victoria. No de la guerra, que también tuvo su dios, no, sino de la victoria, de la alegría por vencer al contrario o a lo diferente, por alcanzar con la victoria la gloria más excelsa de la vida, el triunfo más deseado o la mayor bendición de ésta. La representación de la diosa griega Nike combinaba el cuerpo de una bella mujer con alas desplegadas a su espalda. El símbolo alado -las alas- indicaba un enlace trascendente con la divinidad, un rasgo sagrado para las imágenes o esculturas que así lo llevaran. Pero, era algo más lo que suponía llevarlas... Porque todas las efigies sagradas no llevaban alas, solo aquellas divinidades que podían cambiar o dejar de ser lo que eran para transformarse justo en lo contrario. Como Eros, el dios del Amor, Nike también podía dejar de ser un motivo de salvación para sus protegidos y convertirse ahora en otra cosa.

Nike podía volar, podía ahora esfumarse con el viento para regresar luego pasado un cierto tiempo. O no regresar. Por esto llevaba alas Nike, por eso fue compuesta (en el siglo II a. E.C.) con alas a su espalda la diosa griega Victoria que fuera encontrada -descabezada su escultura- durante el año 1863 en la isla griega de Samotracia. El mundo de aquellos siglos -VI y V a. E.C.- fue entonces un escenario bélico donde dos fuerzas contrarias luchaban por vencer: el inmenso imperio Persa y el conglomerado de pueblos griegos situados alrededor del mar Egeo. Pero había una especial diferencia en ese enfrentamiento. Uno de ellos quería la victoria para conquistar al otro, para dominar con su civilización el occidente de su vasto imperio. El otro sólo quería defender con su victoria su propio mundo, el que ellos habían comprendido como el mejor mundo posible, el más sabio y el más bello. Lucharon los griegos en una fiera batalla en un golfo cercano a una de sus islas, la de Salamina, en el año 480 a. E.C. Y vencieron ellos. Y no pudieron más que agradecer a la diosa Nike por su victoria. Una diosa que desde entonces igualaron a su más grande diosa ateniense, Atenea. Y decidieron erigir un templo a su memoria para no olvidar, para elogiar y para seguir viviendo. A pesar de ese deseo tardaron casi sesenta años en elegir el momento adecuado para levantar el templo. Sería construido en la densa Acrópolis ateniense en un pequeño espacio que quedaba libre para ello, en un lugar ahora privilegiado a su entrada, elevado sobre un muro o paramento de relieve.  

Un templo muy pequeño para un sentido tan grande. Pero los griegos no asociaban nunca grandeza con tamaño físico. Los primeros en toda la historia que erigieron templos a la medida del hombre. Los griegos que más sufrieron aquel bélico acoso imperial persa fueron los jonios, los griegos asentados en la costa del Asia menor, al otro lado del mar Egeo. Allí en Jonia surgirían el pensamiento filosófico más sutil, el verso lírico más hermoso o la arquitectura más bella y armoniosa del mundo. Por eso el pequeño templo erigido en la Acrópolis para homenajear a Nike fue construido en el orden arquitectónico jónico, el más sublime de todos. Sus arrebatadoras columnas jónicas resaltaban ante su limitada estructura arquitectónica. Cuatro columnas delante y cuatro detrás, con el orden, la elegancia, el sentido de equilibrio, de sabiduría y belleza que aportaban al mundo con sus formas. No fue necesario tanta dimensión para albergar ahora lo más sagrado, lo más elogioso o lo más glorioso. Solo la belleza, solo la medida perfecta para representar el sentido eterno de lo que permitiera vivir, no morir. Para mantener así el impulso vital ante lo avasallador, ante toda esa barbarie extranjera.

Pocos años antes de comenzar a levantar el templo de Nike, Atenas comenzaría otra guerra decisiva. Fue una guerra ahora contra sus propios hermanos griegos, contra Esparta. Fueron otros griegos quienes lucharían con ellos. Y perdieron esta vez. Pero los vencedores no arrasaron nada, sólo consiguieron la hegemonía frente a la vanidosa Atenas. Mantuvieron aquel templo y sus dioses. En ese templo de Nike se guardaba una efigie de la diosa que no llevaba alas. Y no las llevaba para que no pudiera salir volando y escapar así la victoria de su lado. Luego pasaron los siglos y los griegos dejaron paso a Roma, y, algo más tarde, al Cristianismo y su teología transformadora. Y así hasta que los otomanos y su imperio turco -reminiscencia de aquel imperio avasallador persa-, siglos después, no tuvieron escrúpulos en destruir esa sagrada belleza de templo griego para, con sus restos, construir una mera posición de vil artillería. Todo acabaría entonces bajo las piedras amontonadas de la barbarie. Tiempo más tarde, cuando Grecia consiguiera su independencia frente a Turquía, fueron reconstruyendo aquella Acrópolis con las piedras encontradas en parte de lo que fuera todo aquel hermoso lugar sagrado de antes. ¿Qué victoria puede hoy homenajearse en un mundo donde aquellos principios ancestrales de belleza están en gran parte ignorados o superados? ¿Dónde estará hoy la barbarie? Es tiempo de comprender que lo que hoy somos forma parte de lo que se hizo entonces, tanto lo bueno -la belleza y sabiduría ancestrales- como lo malo -la ideología violenta y el rechazo a la virtud más elogiosa de lo eterno-, pero es vital saber que no puede prosperarse sin recuperar aquella actitud ancestral ante lo decisivo de la vida, esa que elogiaremos para poder vivir todos sin menoscabo. La memoria sirve, pero mejor la memoria de lo virtuoso, de lo sagrado -en sentido trascendente en general-, de lo permanente como virtud humanística... De lo que hace que una piedra sobre otra llegue a representar lo más insigne o lo más bello, o lo más armonioso o lo que nos recuerde, siempre, la elección de la vida sobre cualquier otra forma de destrucción o de barbarie.

(Imagen de la estatua La Victoria de Samotracia, Siglo II a. E.C., Escuela de Rodas, Periodo Helenístico, Museo del Louvre, París; Estatua de Atenea-Nike, Siglo V a. E.C., Museo Arqueológico de Atenas; Fotografía actual del Templo de Nike, Acrópolis, Atenas; Acuarela del pintor alemán Werner Carl-Friedrich, 1877, Templo de Nike, vista desde el noreste, Museo Binake, Atenas; Imagen fotográfica de la Acrópolis ateniense derruida, durante el periodo de reconstrucción en el año 1869, a la derecha el pequeño templo de Nike, fotografía de James Stillman; Fotografía actual de un lateral del Templo de Nike, Atenas; Imagen fotográfica del frontal del Templo de Nike durante el año 1896 donde se observa la reconstrucción del templo jónico, piedra a piedra, Museo Hallwyl, Estocolmo; Fotografía actual del mismo frontal del Templo de Nike, con sus columnas jónicas, el arquitrabe y parte reconstruida de su frontón y cubierta.)

8 de enero de 2015

La nueva mitología del siglo XXI, donde los nuevos héroes caídos ahora deben ser modelos de virtud.



Los héroes de la antigüedad griega siempre fueron grandes héroes. Todos ellos. La fuerza de su coraje, su insobornable talante ante la adversidad o su furia ante la muerte; pero, también su agnegación, su valentía, su firme decisión ante las cosas veleidosas dirigidas por los dioses. Unos héroes eran elegidos por los dioses y su divina descendencia y otros mostraron ser solo hombres, seres humanos que lucharon virtuosos por defender aquello en lo que creían. Y así los grandes poemas homéricos glosaron la vida de casi todos ellos, tanto la de los míticos héroes como la de los menos míticos hombres. En uno de esos famosos poemas legendarios, en la Ilíada, se cuenta la gesta enfrentada a muerte de dos de aquellos héroes. La historia legendaria y su eterna fama vanagloriada dejarían, sin embargo, solo a uno de ellos como al héroe más excelso, valeroso o mejor modelo guerrero de la historia. Así pasaría a la historia Aquiles, el más querido por los dioses, el más adorado por la leyenda o el más recordado y renombrado de los grandes personajes heroicos y míticos de Grecia.

Y entonces Héctor, el otro héroe, el más humano, el que se enfrenta con Aquiles en Troya, pasaría a la leyenda y a la historia sólo como un valeroso troyano más, solo como un hombre que defendería con honor a su patria y su familia, pero sin gloria alguna de leyenda. Y, ¿por qué fue así? Porque moriría ante Aquiles y soportaría el agravio desolado de lo vencido, resistiría sin brillo el oprobio histórico más insulso ante el glorioso y gran vencedor mítico griego. Es decir, por estar ahora Héctor un peldaño inferior ante el alarde famoso de su invicto adversario mitológico. En el Arte se han representado gloriosamente aquella gesta mítica y a sus héroes. Aquiles fue esculpido siempre por los griegos helenísticos, fue pintado luego por los creadores renacentistas o el barroco Rubens, y, algo más tarde, retratado orgulloso por los artistas románticos decimonónicos. En todas las obras rememorando al gran héroe mítico que fuera Aquiles: o en su formación adolescente ante el centauro Quirón, o ante el cadáver de Patroclo en Troya, o disfrazado de mujer cuando su madre, la diosa Tetis, tramara ese ardid para evitarle ir a la guerra -esta es una versión muy posterior a Homero- troyana. A Héctor tan sólo el Romanticismo francés se decidiría a homenajearlo con el Arte.

De todas las posibles obras maestras de la historia solo una dedica a Héctor la mejor de sus obras sobre Troya. Cuando el extraordinario pintor francés Jacques-Louis David quiso glosar una escena legendaria de Troya, compuso en el año 1783 su lienzo Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor. El genial pintor francés, aunque neoclásico de formación, no pudo evitar elogiarlo con el sesgo romántico que pronto abrazaría el orbe del Arte. Así que el creador francés muestra el cadáver de Héctor postrado heroicamente ante su esposa Andrómaca y su hijo Escamandro. Es decir, glosaría David la figura de Héctor como mejor creía  el pintor que podría y debía hacerlo con un gran héroe mitológico. Como se glosan a los mejores seres caídos ante el valor de su más virtuosa elección. Porque esto es lo que diferencia a Héctor de Aquiles. Los motivos. Es decir, en el caso de Héctor fue la elección honesta de un ser libre ante la cruel fatalidad del destino. Porque hay que pensar que Aquiles fue el ser más invencible entonces: a diferencia de Héctor era un semidiós. Su madre, la divina Tetis, era una pequeña deidad del mar con algunos poderes añadidos. Ella cubriría el cuerpo del pequeño Aquiles bajo las aguas mágicas de su potestad divina. Menos el talón...  De ese modo nunca fue vencido en las luchas que librara en Grecia, siempre arrojado, siempre belicoso, siempre valeroso ante el enemigo. Por eso fue buscado cuando los griegos se empeñaron en ir a Troya. Sin él, no hubieran conseguido vencer. La historia legendaria encierra misterios curiosos, ¿por qué hubo de caer Troya?, ¿por qué se glosaría tanto su caída?, y ¿por qué algunos héroes fueron llevados a la gloria más insigne, especialmente Aquiles, frente al más humano y menos recordado Héctor? Sin embargo, la grandeza del troyano, la mayor virtud de Héctor fue su decisión de morir antes que perder su libertad.

Porque Héctor pudo huir al comprender que debía enfrentarse solo ante el más invicto y temible Aquiles. O pudo abandonar con su familia Troya; o pudo aconsejar a los troyanos que no se enfrentaran a los griegos. Negociar incluso, tratar de conseguir al menos la vida, aunque perdiera con ello su propia libertad o su honra. O también perderla al no elegir ser libre ante la amenaza cruel, fulminante y despiadada de Aquiles. Héctor fue el verdadero héroe de la Iliada. Sin embargo, la historia lo relegaría a una figura muy secundaria. Porque entonces, en los años siguientes a aquella mitología utilitaria, lo más importante o relevante de la vida no era elegir los valores ante una muerte inevitable; no, lo más importante entonces era vencer, despiadada o temerariamente, incluso con las mayores crueldades inhumanas ante al adversario. Aunque estas crueldades fueran tan viles, pero con ellas se pudiera ahora obtener el triunfo ante la guerra, la osadía ante los otros o ante una contienda personal. Eso era todo lo que representaba Aquiles, y así se glosaría en las formas estéticas en que su memoria fuera recordada. Pero, a cambio, Héctor solo pasaría a ser un defensor valiente, un personaje honesto y resignado ante la supremacía del invicto héroe más elogiado. Luego el Romanticismo recuperaría la figura del héroe troyano Héctor, y, últimamente, es quizá más elogiado por sus valores más éticos ante la vida real, no tanto ante la legendaria... Pasaría a ser un gran héroe, un gran defensor de los ideales o de las libertades humanas. Porque él luchó y murió por esos valores y esa libertad en las que creía. Aquiles luchó tan sólo por su gloria.

Ayer cayeron en Francia unos hombres por lo mismo... Uno de ellos, Stéphane Charbonnier, defendió siempre morir antes que no poder vivir en libertad. Lo mismo que aquel héroe legendario troyano hiciera siglos antes. Representan lo mismo. Hoy, en este nuevo siglo lleno de promesas, la vida ha trastocado totalmente la leyenda. La mitología en este siglo debería estar glosada por los nombres de los hombres que han caído por lo mismo. Ellos son ahora los nuevos héroes. Ellos deberían ser reconocidos como héroes del nuevo siglo... Porque recuperan con su gesto entregado un principio por el que ya moriría mucho antes un hombre legendario. Por la libertad. Con ello elogiaremos la figura inequívoca de los héroes de ahora, los que se enfrentarán siempre a lo despiadado, a lo sangriento, a lo fanático, aun a pesar de sacrificar con ello lo más valioso que tengan: su propia vida humana. Según contaba el antiguo escritor griego Pausanias (siglo II d.C.), la ciudad griega de Tebas mandaría una vez una delegación a Troya para recuperar los restos de Héctor y depositarlos luego en una tumba erigida cerca a la fuente Edipodia -donde Edipo se purificó de sus erráticos crímenes-. Al parecer los tebanos habían recibido una profecía de un oráculo que les decía algo así: Tebanos que vivís en la ciudad de Cadmo, si queréis vivir en vuestra patria con gran felicidad traed a ella los restos de Héctor priámida desde Asia, y honrad así al mayor de los héroes que haya posado nunca sus pies sobre la tierra.

(Óleo del pintor neoclásico francés Jacques-Louis David, Lamento de Andrómaca ante el cuerpo de Héctor, 1783, Museo del Louvre, París; Obra barroca de Rubens, siglo XVII, Aquiles derribando a Héctor; Cuadro del pintor norteamericano Benjamin West, Tetis consuela a Aquiles llevándole su armadura, 1806, New Britain Museum of American Art, Connecticut, EE.UU.)

7 de octubre de 2014

Los trabajos hercúleos más extraordinarios y originales realizados en el Arte.



Como una metáfora de la historia cultural de España, la estatua radicada en Sevilla -ciudad que le acogiera y formara en sus comienzos- del gran pintor extremeño Francisco de Zurbarán (1598-1664) se sitúa en una pequeña plaza, tangencial a una calle transitada, que no es necesario cruzarla ni para ir ni para venir por la ciudad, sino tan solo vislumbrarla... Y este curioso hecho hace del lugar un muy poco apropiado espacio para el adecuado visionado pausado del monumento escultórico. Pocos nacidos en la ciudad andaluza, tal vez, hayan tenido ocasión de verlo claramente o de admirar la extraordinaria figura artística que supuso, y supone, su representado en la historia del Arte. Porque no se ha reconocido ni valorado lo bastante a ese creador español que supo ser fiel a sí mismo y a su Arte. Claro, que vivir cuando los más grandes pintores de entonces -Velázquez, Murillo, El Greco- hace difícil destacar cuando no tienes intención de hacer lo que ellos ni de ceñirte a normas o reglas establecidas. Es decir, de realizar creaciones artísticas con la libertad e independencia que, por entonces, no se lograra tanto ni se permitiera con tanta comodidad artística, sea entendido esto como elogios, aplausos, encargos o reseñas.

Pero, ¿es que Zurbarán no fue reconocido por entonces? Hoy sí lo es, aunque el público seguirá asignándole un excesivo gusto religioso, un claroscuro demasiado tétrico, o un ferviente entusiasmo por una temática excesivamente santoral. Pero, es que era esto lo que más se requería a los artistas en la levítica ciudad de Sevilla. Pero no fue sólo eso. El naturalismo del gran pintor Velázquez, por ejemplo, impregnaría mucho más el gusto general de aquella época barroca. Desde luego, este pintor español -Velázquez- supo combinar su especial realismo, su originalidad y su misterio con su genialidad y su cosmopolitismo artísticos. Pero siempre pintaría Velázquez -a diferencia de Zurbarán- de un modo excepcionalmente realista todo, tanto los detalles como el resto de las cosas. Velázquez consiguió genialidad y cosmopolitismo gracias, entre otras cosas, a ser nombrado pintor de la Corte española en Madrid. De haberse quedado en Sevilla, ¿hubiese él llegado a tanto? Velázquez obtuvo todo aquello que anhelase en la vida, hasta llegar a ser caballero de la orden prestigiosa de Santiago. Para pertenecer a esta orden de caballería española le ayudaría, sin embargo, Zurbarán, su amigo de juventud, gracias al apoyo que le ofrece como testigo ante la real orden, uno más de los que se requerirían para consolidar la candidatura a tan importante orden de caballería.

El caso fue que se acordaría Velázquez de él cuando el Conde-Duque de Olivares -otro sevillano-, entonces primer ministro del rey Felipe IV, emprende la construcción del primer museo de España: el Palacio del Buen Retiro en Madrid. No era un museo para todos, claro está, en aquellos años era tan sólo para el decorado y la visión palaciega de la Corte, pero, sin embargo, con todas las características de un completo y magistral museo. Era un lugar de recreo para la Corte del rey Felipe IV en Madrid, un sitio alejado del Alcázar o Palacio Real de entonces -destruido por el fuego a principios del siglo XVIII-, lugar que servía de descanso al monarca y de esparcimiento a la Corte. Debía disponer el Palacio de obras maestras del Arte en todas sus paredes, cerca de ochocientas obras por entonces. Y en uno de sus salones, El Salón de los Reinos, sus paredes incorporarían obras de Arte representando las conquistas heroicas de los ejércitos españoles habidas en todos los lugares del imperio hispano. Pero las prisas condicionaban la construcción del Palacio del Buen Retiro. Fue construido en menos de cuatro años, y, en el último año -1634- se debían tener todos los cuadros del Salón terminados, fuesen los grandiosos lienzos del imperio o los decorativos de Hércules. Era este un museo muy curioso, ya que se completaban las obras desde la misma fábrica de cuadros... Otras obras expuestas llevaban realizadas pocos años, como algunos grandes lienzos de Velázquez.

Velázquez pensó entonces en su amigo Zurbarán para decorar el Salón de Reinos. Zurbarán era un pintor reconocido en Sevilla, donde había realizado obras para iglesias con una técnica grandiosa. Pero realizar doce cuadros y alguno más como La Defensa de Cádiz -también expuesto en el Salón real- en solo un año era un regalo un poco envenenado. ¿Por qué doce cuadros? Había que enaltecer a la Monarquía española con mitología, ya que la religiosidad estaba bien para monasterios pero no para un salón real majestuoso. Es seguro que Velázquez como pintor oficial de corte tuvo que ver en la decisión de elogiar la monarquía acudiendo a Hércules. La mitología contaba cómo el semidiós griego había realizado doce trabajos durísimos, casi imposibles, tanto como lo fuera construir ese Palacio, la grandeza del reino y todas sus heroicas gestas imperiales. Ese debía ser el motivo, lo demás era problema del artista. Y el más grande de todos fue tener finalizados los doce cuadros antes de finalizar el año 1634. El mérito de Zurbarán fue aceptarlo. Es cierto que acudir a la corte era un motivo de promoción artística, pero, ¿merecía la pena? El pintor Murillo nunca acudió, fue un gran artista y vivió feliz toda su vida en Sevilla. Pero Zurbarán marcha en el año 1634 a Madrid y realiza once cuadros en ese tiempo requerido.

¿Por qué no los doce? Porque el lugar no permitía incluir más que diez obras de las decorativas mitológicas. Los cuadros de los trabajos de Hércules debían situarse entre los grandes lienzos del reino -representaciones de grandes gestas como la Rendición de Breda de Velázquez-, situados encima de las puertas, que separaban cada obra grandiosa, y de un tamaño más reducido que los grandes óleos heroicos. Zurbarán tuvo que documentarse y adaptar diez de los trabajos mitológicos de Hércules a la majestuosidad e idiosincrasia hispánicas. Es por ello que no todos coinciden exactamente con los legendarios trabajos realizados por Hércules en su mitología. La leyenda mitológica cuenta que todo comenzaría cuando Hércules fuese envenenado, no mortalmente, por la celosa diosa Hera. Esta diosa era la esposa de Zeus, mujer que no olvidaría nunca la afrenta de su esposo al tener un hijo ilegítimo -Hércules- con la hermosa mortal Alcmena. Tanto odiaría Hera al semidiós, nacido de ese adulterio, que le daría a beber una pócima trastornadora. Hércules entonces se vuelve tan loco que mata a toda su familia, hijos incluidos. Para tratar de redimirse Hercules acude a Euristeo, tío suyo y rey de la Argólida griega, que lo quería tener muy lejos y ocupado y lo envía a realizar doce trabajos de los más arriesgados, extraños, difíciles e imposibles del mundo.

Todo ese relato mitológico vino muy bien, iconográficamente, para elogiar a una Monarquía que decía proceder del héroe -por los Habsburgo, por los reyes godos o por los romanos en Hispania-, así como representar además la figura luchadora de un reino que había hecho lo mismo que el héroe, luchando ahora contra sus enemigos europeos o contra los pueblos conquistados tal como hiciera Hércules. El héroe mítico viaja incluso por el occidente europeo, donde sus columnas hercúleas separan el mundo conocido del océano tenebroso. Muchos de sus trabajos se identificaban con España. Así que el sentido heroico, noble, virtuoso, sacrificado y victorioso del personaje hacían de su figura un referente apropiado para decorar -con los lienzos de Zurbarán- las grandiosas obras de Arte del Salón: las obras maestras de Velázquez y otros pintores que se exponían en el nuevo Palacio. Zurbarán no saldría bien parado artísticamente por haber realizado ese trabajo. Tan solo algún reconocimiento en la corte -se volvió a Sevilla pronto- y los 1.200 ducados que recibió por ese ingente trabajo. Pero, ¿cómo se pueden pintar tantas obras, en poco menos de doce meses, y esperar que sean todas ellas obras maestras del Arte? Zurbarán es criticado por no ser como Velázquez, es decir, por ser Zurbarán. No dedicaba -decían los críticos- detalles al paisaje o al decorado que rodeaba las figuras de sus obras. No pintaba bien las proporciones ni algunos elementos anatómicos, algo que debía ser realizado correctamente según la figura real que de las representaciones por entonces, pleno Barroco, la escuela española debía perseguir en sus obras. Esto es lo que decían y dicen aún algunos críticos.

Ignoran esos eruditos que el Arte se hace más de ingenio innovador o de mensaje que de perfección plástica, de composición que de perspectiva, o de detalles significativos que de elementos complementarios. Y todo eso lo realizó Zurbarán en el tiempo requerido, a pesar de los supuestos errores pictóricos y de obtener una de las series iconográficas más representativas de un momento artístico concreto. También de describir un determinado escenario histórico, como fue la grandiosidad -finalizada pronto- del inmenso imperio que entonces -juntamente con Portugal- disponía la Monarquía hispánica del rey Felipe IV. Y representaría Zurbarán en su serie de Hércules a un héroe mitológico más hispanizado, es decir, una figura más robusta, morena, un personaje más sencillo, representando un hidalgo más que un caballero (lo que Cervantes haría con el Quijote). Forzando en la lucha más que abatiendo sangrienta o cruelmente; enfrentándose al mal y nunca a favor de ningún interés particular. Y todo eso fue lo que consiguió el pintor extremeño con esas diez obras para decorar un Salón de Reinos que albergara lienzos grandiosos de las gestas heroicas españolas.

En una reseña crítica de uno de sus cuadros de la serie Los Trabajos de Hércules, he encontrado un comentario sobre la imperfección de Zurbarán en una de las figuras dibujadas. En su obra Hércules luchando con Anteo, creación que no corresponde a ninguno de los doce trabajos que realizó el héroe mitológico -sino añadido por el pintor de otra leyenda del personaje-, se observa en el brazo izquierdo de Anteo -personaje que eleva Hércules- cómo parece no estar bien dibujado, casi su mano no se ve apenas, como si no estuviese bien terminada de pintar. Pero es que, pienso, no es así; pienso que está bien hecha, que el pintor dibujó el brazo y la mano de Anteo en escorzo o perspectiva asimétrica, algo totalmente extraordinario en el Arte. Se puede comprender el esfuerzo que está haciendo ahora Anteo para zafarse de las manos hercúleas, y que en uno de esos esfuerzos gira su mano así, de ese modo extraño, como haciendo presión en el aire, como un gesto de apoyo involuntario llevado a cabo por Anteo para coger impulso, para abatirse en un movimiento poco embellecido, pero poderoso, aunque totalmente inútil frente a la fuerza del héroe mitológico. Toda una metáfora del inútil -por entonces, que no ahora- esfuerzo que tuvo que realizar Zurbarán para finalizar sus obras y asumir inevitablemente las críticas que, probablemente, sabría él que iría a sufrir por ello. Pero no le importó eso nada. Lo hizo Zurbarán así, como los pies engrandecidos y separados del héroe, algo que dibujaba del mismo modo en los Cristos crucificados de sus obras. Todo lo hizo así porque así lo quiso él hacer. Con la genialidad que sólo reconocen los años o los observadores que saben mirar más con una visión global del Arte que con otra cosa. Esa visión global que no trata tanto de hacer una cirugía anatómica sino de apreciar la construcción completa del extraordinario organismo que es el Arte:  algo complejo, diverso, original, brillante y misterioso. Ese mismo Arte que a veces nos expone la historia con estos grandiosos personajes artísticos, unos seres que alguna vez llegaron, con sus cualidades tan humanas, a rozar el universo más trascendental y emotivo del hombre.

(Óleos de Francisco de Zurbarán, de su serie Los Trabajos de Hércules: Hércules lucha contra el león de Nemea; Hércules lucha contra la Hidra de Lerna; Hércules lucha contra el jabalí de Erimanto; Hércules desvía el curso del río Alfeo; Hércules y el toro de Creta; Hércules vence al rey Gerión; Hércules y Can Cerbero; Hércules separa los montes Calpe y Abyla -estrecho de Gibraltar, no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Muerte de Hércules abrazado por la túnica del centauro Neso -no incluido en la serie mitológica de los doce trabajos-; Hércules luchando contra Anteo; Fragmento de Hércules y Anteo, donde se aprecia el brazo y mano izquierdos de Anteo en escorzo; todas obras realizadas en el año 1634, Museo del Prado, Madrid; Faltaban de la serie mitológica de los doce trabajos de Hércules: Captura de la cierva de Cerinea, Matar a los pájaros del Estínfalo, Robar las yegüas de Diomedes, Robar el cinturón de Hipólita, cuatro trabajos considerados poco nobles, o con animales nada fieros, o trabajos poco serios, o esfuerzos nada heroicos; Fotografía de la plaza sevillana de Pilatos, donde se sitúa la estatua del pintor Zurbarán.)
 

27 de mayo de 2014

La composición más genial frente a la simple técnica, o la mejor inspiración frente al perfecto dibujo.



Las leyendas mitológicas de la antigüedad tuvieron un origen realista, histórico, aunque, sin embargo, imposible de contrastar con hechos fidedignos registrados. Por eso mismo luego, con el paso del tiempo, se fueron convirtiendo en otra cosa distinta a la realidad. Pero los relatos narrados desde antiguo compartirían con los años una pequeña parte de esa oscura realidad legendaria. Mujeres luchadoras en la historia han existido desde los inicios de la especie humana. En el Paleolítico, por ejemplo, ambos sexos debían defenderse como fuese de las posibles amenazas exteriores, ya fueran de otros humanos, de depredadores o de terribles fieras belicosas. Y así pasaron los siglos hasta que le llegaron noticias a los griegos de la antigüedad de que, más hacia el este, cerca de las estepas del Caúcaso, existían mujeres guerreras o mujeres que -junto a los hombres- también luchaban contra otros hombres. Herodoto, que fue el primer historiador griego conocido, lo contaba ya en su Historias. Pero, algo más tarde, fascinados por el curioso motivo de que sólo ellas guerreasen solas, la mitología crearía fácilmente la leyenda de las amazonas.

Fue la mitología griega a la que acudirían los pintores para recrear sus obras legendarias. A Rubens, por ejemplo, le encargan en el año 1618 un lienzo sobre la leyenda de Teseo luchando contra las amazonas de Hipólita. La batalla mítica donde lucharían esas amazonas se situaba en Capadocia cerca del río Termodión. Pero Rubens se inspira y crea en su mente, antes de pintarla, la idea compositiva que debía tener la obra. ¿Cómo hacer una grandiosa y multitudinaria escena de batalla y que no se difumine más allá de los límites físicos acotados de un cuadro? Y descubre el gran pintor flamenco que un puente ahora sobre el río Termodión es el escenario idóneo para crear una imagen cerrada, elevada y envuelta sobre sí misma donde componer genialmente la leyenda. Para Rubens el movimiento o dinamismo en el Arte es la verdadera razón de la épica, de la lucha o del enfrentamiento para ser plasmado en un cuadro. Porque además tendría el pintor que hacer ver a sus dos personajes protagonistas, Teseo y Hipólita (a la izquierda sobre sus caballos, juntos y con cascos guerreros emplumados), entregados ahora a la lucha despiadada en la obra. Pero sobre todo tiene que componerlos confundidos entre la multitud abigarrada de los otros. Y lo ve entonces claro el pintor: utilizaría el puente para situar a toda la multitud luchando mientras lo cruzan. De ese modo ganaría en esencia geométrica y artística la imagen pictórica. Una imagen que no tiene un fondo contrastable -salvo una pequeña franja de cielo nuboso- y que es toda ella una pasarela de seres aglutinados en un escenario donde se sitúan, elevadas casi, las propias figuras en el aire.

Pero el puente es muy pequeño, es ridículo ver una gran lucha multitudinaria en tan acotado o pequeño espacio escénico. Para salvar eso el creador gira la composición sobre un iconográfico círculo. Y lo hace antes de que las figuras logren ahora salir del puente. Por eso caen caballos y amazonas perseguidos o empujados por los griegos envolventes. Y para envolver aún más la maestría de la obra, el pintor completaría la otra parte de ese círculo con guerreros y guerreras que no atraviesan el río por el puente. La composición de la obra Combate de las Amazonas es muy original, idealizada y perfecta según las formas más armoniosas del Arte. Sin ser simétrico del todo -como ninguna obra debería ser nunca-, guardará a cambio un maravilloso equilibrio geométrico. Las curvas -rasgo del Barroco- son lo que más veremos resurgir en cada trazo artístico de la obra de Rubens. Están en todo: en las nubes coloridas, en el arco del puente, en los cascos de los guerreros, en las herraduras de los caballos o en el seno desnudo de la amazona que ahora lucha decidida. Es también la forma curvilínea la que el pintor utilizará aquí para que la mirada del espectador vaya desde la izquierda a la derecha primero, para, luego, bajar la mirada y continuar, otra vez, hacia la izquierda. 

Siglos después, durante el año 1873, un pintor alemán desconocido y con gran fervor neoclásico elaboraría otra versión de esa leyenda amazónica. En este caso un gran lienzo -por su tamaño- llamado Las Amazonas. Pero ahora en la obra neoclásica lucharán, a cambio, los griegos -los aqueos- contra una partida legendaria de amazonas en la famosa guerra de Troya. Y es ahora aquí Aquiles, no Teseo, quien luchará contra Pentesilea, una de las hermanas de Hipólita. Es por lo que, entre otras cosas, el pintor alemán compuso una obra muy distinta a la de Rubens. Fiel a su pasión clásica, Anselm Feuerbach (1829-1880) destaca aquí la técnica académica con alardes muy medidos tanto en las formas anatómicas -más lineales- como en los gestos mediatizados, ahora éstos más lentos o más nobles o parsimoniosos. Es Arte también, por supuesto, pero no es el mismo Arte. Es un cuadro excelente en su dibujo, en sus sombras, en sus luces, en la lucha entre mujeres y hombres, pero, a diferencia de la obra de Rubens, no es una obra maestra. Porque aquí todo es demasiado increíble en su contenido legendario, es decir, no es inverosímil en las formas sino en la propia narración mitológica. ¿Están ahora aquí luchando o bailando?, ¿no parece mejor que están recreando un severo juego entre ellos con gestos más amables o condescendientes que una sangrienta batalla? Y, por otro lado, lo más importante, ¿qué composición hay ahí que consiga atraernos visualmente? Porque todo está ahí sin orden y dispersado en una escena ahora sin completar del todo, sin una cohesión artística coherente, tan solo parecen trazos clásicos deslavazados que dejan sin armonía la visión del conjunto legendario.

De la obra neoclásica cuentan que el pintor alemán fue incapaz de venderla. Finalmente, a su muerte la cedieron al museo de Nuremberg. Del autor existe una referencia enciclopédica que dice así: Fue el primero en darse cuenta del riesgo que suponía despreciar la técnica, que la maestría del artesano era precisa para expresar las ideas más elevadas, y que, por tanto, un cartón coloreado y mal dibujado nunca puede ser el logro supremo del Arte.  Por eso no se trata ahora en el Arte solo de saber dibujar, o de saber escribir, o de saber colocar una cosa tras de otra. Es algo mucho más que eso, son otras cosas diferentes lo que hace al Arte una muestra especial y única, no solo algo previsible o medible, o excesivamente teórico, sino ahora algo creativamente estimulante, inspiradamente sublime y genial. Las obras que lo consigan serán obras maestras que nos digan más usando ahora el lenguaje expresivo más simplificado de todos. Aquel que perciben las miradas más sensibles o los sutiles receptores de lo más estético para comprender que, en el Arte, nos debe llegar siempre todo a nuestros ojos, la técnica y la emoción así como la medida o lo sorprendente. Porque todo eso lo asemejaremos a nosotros mismos, a nuestra especial manera de ser y de ver las cosas, o también de poder sentirlas o vivirlas emotivamente.

(Óleo Barroco de Peter Paul Rubens, Combate de las Amazonas, 1618, Alte Pinakothek, Munich; Lienzo del pintor neoclásico Anselm Feuerbach, Las Amazonas, 1873, Nuremberg.)

29 de marzo de 2014

La masacre de la imagen perfecta ante la perfecta maldad de los seres: su mensaje interesado y su crueldad.



No había habido antes una tendencia cultural que condicionara filosófica, política, psicológica o emocionalmente tanto en la historia como lo fuera la compleja, abrumadora, indefinible y transversal inclinación o tendencia romántica. Fue simplificada a sus estereotipos más populares o tenida a veces como una visceral o sentimental forma de entender las cosas. Pero, sin embargo, no fueron esos rasgos manidos más que una pequeña gota en el inmenso océano de la diversidad que el Romanticismo supuso en la historia del Arte como de la vida. Y que supone aún, sobre todo en lo que hoy por hoy nos hemos convertido como sociedad tan compleja, diversa e insatisfecha. Porque el Romanticismo fue una de esas propensiones estéticas que más se nutriría de la ideología, de la filosofía o del pensamiento. Por eso se desarrolló -y sigue aún haciéndolo- a lo largo de varios siglos desde que naciera a finales del siglo XVIII. Jamás una manera de impresionar una imagen se sustentaría tanto en una revolucionaria forma de concebir la sociedad humana. Y así es como se reflejaría esa diversa visión del mundo en los creadores románticos, seres humanos que, visceralmente -cómo no-, se enfrentarían incluso entre ellos mismos tanto estética como ideológicamente. Surgido de la Ilustración más temprana del siglo XVIII, el Romanticismo nacería imberbe, sin detalles, apenas sin sábanas acogedoras ni desenvueltas desde las atormentadas, revulsivas, incomprendidas, complejas o fieras palabras del ilustrado pensador Rousseau (1712-1778). 

La Revolución francesa tomaría luego esas ideas filosóficas de la Ilustración, absolutamente radicales para entonces, y las llevaría a la jerga de cada una de las dos tendencias que lideraron el movimiento romántico: una la más liberal y otra la más conservadora. Y aún sigue hoy, por ejemplo, con sus posiciones políticas y sociales de izquierda y derecha. Es decir, en lo social o con la más atormentada afinidad colectiva y coercitiva o con la opuesta afinidad más individualista o liberal. Pero otros pensadores más alejados de aquel horror revolucionario, entonces sin patria o en un destierro propiciatorio, buscaron con otro sentido aquel cambio turbador tan humanista: hacer de la esencia ideológica romántica una nueva y estremecedora visión para el hombre. Un motivo ahora, sin embargo, mucho más trascendente que aquella colectiva intención social francesa. Fue liderado más por la idea que por el concepto, es decir, fue liderado más por la fuerza cultural inspiradora que por la intención social revolucionaria. Y así surgiría pronto desde tierras germanas la reivindicación de una tendencia romántica con un cariz más elevado, más divino, mesiánico casi: el Idealismo alemán. Un pensamiento filosófico en el que se sustentaría una de las estéticas más románticas de Europa.

El nacionalismo fue, por ejemplo, un concepto ideológico y social surgido de una de aquellas balbuceantes pisadas destempladas en que el Romanticismo se dispersara socialmente. Hasta antes de la Revolución francesa, la identidad cultural no fue la nación sino la población donde se nacía, la patria nativa o el lugar donde radicaba la esencia de los sentimientos geográficos, de las gentes o cosas que rodeaban la vida o el ámbito particular de una región. Luego existía otro concepto: la lealtad o fidelidad a un rey o estamento, entendido éste como un ámbito más general de seguridad o de protección, unas fronteras más amplias para desarrollar e intercambiar, sin sobresaltos, los medios económicos y culturales necesarios para prosperar una sociedad. Sin embargo, cuando el estamento cayese luego tanto desde el cuello seccionado del rey Luis XVI como desde la ambición poderosa de un general -Napoleón-, se sustituiría el concepto reino por imperio y el procedimiento patria por nación.

Hoy, después de tantos conflictos o de historia no leída, se repiten las mismas cosas peregrinas de antes. Y así se puede ver la vigencia que tiene todavía aquella tendencia romántica de entonces. Una tendencia que subsiste maquillada, desempolvada o manifiesta junto con el dúctil y práctico racionalismo, este fuerte pensamiento ilustrado del que fuera hija adoptada el Romanticismo. Y para comprender mejor la diversidad o complejidad del movimiento romántico qué mejor lienzo artístico que el de uno de sus mejores representantes, Eugène Delacroix (1798-1863). Cuando los artistas, poetas, literatos o pintores románticos acudieron a reivindicar aquella nueva forma de entender nación que surgiera de las devastadoras guerras napoleónicas, muchos políticos oportunistas o expansionistas vieron la mejor forma de justificar una intervención militar en la inestable Europa suroriental de comienzos del siglo XIX. Grecia, la antigua Grecia homérica y primigenia de la gran cultura occidental, estaba ocupada entonces por el imperio otomano desde el siglo XV. Y en los primeros años luego de la caída de Napoleón se crearon organizaciones que buscaron la independencia de aquella vasta y antigua región mediterránea. 

De ese modo, se crearon y financiaron movimientos armados para apoyar los reductos de población autóctona que, animados por rusos, franceses, ingleses o austro-húngaros, hicieron de aquella zona europea durante diez años, 1821-1831, una región sumida en el horror, la crueldad y la muerte. Pero, sin embargo, todo eso era entonces tan sólo un símbolo romántico de lo más genuino... Hasta el famoso poeta Lord Byron lucharía y moriría allí. Pero dos años antes de su muerte, en 1822, los turcos habían decidido acabar con una rebelión griega habida en la isla egea de Quíos. La intervención otomana fue feroz e inmisericorde, acabando con unos veinticinco mil griegos violentamente. Fue un gesto terrible que deseaba vengar la matanza de la peloponésica ciudad de Trípoli llevada a cabo un año antes a manos de los ahora oprimidos griegos. Y el extraordinario pintor romántico Delacroix entendió que aquella masacre terrible de Quíos debía ser el motivo de su impresionante, reivindicada, grandiosa y romántica obra de Arte.

Este pintor francés, un auténtico revolucionario en su arte y tendencia romántica, un innovador tanto en la ruptura con el clasicismo como en el propio sentimiento romántico de sus creaciones, no se dejaría llevar entonces sino por las inspiradas, liberales o épicas semblanzas que Lord Byron hiciera con su desgarradora literatura romántica oriental. Tanto transformaría Delacroix la forma de crear Arte que otro pintor, el neoclásico -y posterior romántico- Antoine-Jean Gros, diría de su obra La masacre de Quíos: Es la masacre de la pintura.  Y lo era porque Delacroix rompería ya con el sentido más ilustre del Arte, aquel más elegante o clásico de las correctas formas retratadas en un lienzo. Ahora, pensaba Delacroix, debía incluir en su épica y romántica pintura la sensación más impactantemente humana por muy dura que fuese. Los cuerpos no podían ser aquellos lustrosos, bellos, arrogantes o eternos cuerpos de las obras neoclásicas de antes. No, los cuerpos ahora, en su obra romántica, tendrían que ser como la misma escena de horror vivida por ellos los habría convertido: en despojos humanos, en pieles oscurecidas y demacradas; en ojos perdidos, en formas deslucidas o en una vana esperanza desolada por la crueldad maldita de sus heridas.

Así compuso Delacroix su gran obra romántica La masacre de Quíos. Con un paisaje donde ahora el Romanticismo de una parte, de aquella parcialidad ideológica de una parte -el pensamiento ilustrado del que el Romanticismo fuera hija-, brillaba claramente sobre el sufrimiento más universal y desolado del hombre. Pero eso fue lo que algunos criticaron entonces, el oportunismo histórico del creador francés: ¿era peor esta masacre turca de Quíos que la matanza griega de Trípoli producida un año antes? Los artistas románticos, especialmente Delacroix, se dejaron llevar por el sesgo particular de aquella ideología social revolucionaria y nacionalista, esa de la que su tendencia romántica había sido heredera. Pero el Arte, sin embargo, y a pesar de todo, siempre lo es pinte lo que pinte. Y aquí, en esta grandiosa, extraordinaria y universal obra maestra, el autor romántico francés consiguió lo que por entonces no se llegaría a entender aún -aunque seguro que la intuición del artista sí lo hiciera-: que el Arte viene a reivindicar siempre la esencia universal de los hechos, no la secuencia histórica o particular de los mismos. 

¿Qué mayor representación artística de la cruel humanidad que la desesperación de unos humanos ante la vil, atropellada, lacerante y brutal agresión de otros? El pintor francés sitúa en primer plano las figuras de las personas sometidas por la cruel masacre de los turcos. Sus figuras se abrazan y se besan, se acogen entre ellas enternecidas ahora bajo la fuerte y poderosa cabalgadura del opresor otomano. Las miradas están perdidas, los gestos abandonados por el ímpetu y la fuerza, los cuerpos humanos abatidos ahora sin fulgor alguno que los embellezcan. Figuras todas ellas que no podrían competir con las anteriores formas heroicas representadas por los clásicos trazos de lo más excelso; salvo la perfecta silueta de una mujer desnuda, atada y deseada que cuelga ahora voluptuosa de la ecuestre montura asesina del opresor turco. Tan sólo ella mantiene aquí en su figura desnuda aquel alarde poderoso tan bello y tan clásico de antes. Porque todo lo demás es demacración o desconsuelo, abatimiento, horror y muerte. Y el pintor romántico consagraría en su obra la imagen más paradigmática -no la más particular o subjetiva- del desgarro más humano ante el dolor afligido por otros seres humanos. Un maltrato universal expresado desde esas fuerzas malignas, simbólicas o personales que siempre existirán tras cualquier acto egoísta, interesado, desalmado o criminal que pueda ocasionar, sin pudor alguno, un ser humano a otro.

(Óleo La Masacre de Quíos, 1824, del pintor romántico francés Eugène Delacroix, Museo del Louvre.)

27 de febrero de 2014

El deseo inevitable más artístico, la pasión de los dioses o el engaño de Zeus.



La capacidad de los poetas de la mitología griega para relacionar sus intrincadas y enrevesadas leyendas fue magistral. Porque todo estaría relacionado con cosas vividas ya de antes, toda leyenda griega fue ocasionada por algo que sucedió en verdad mucho antes, aunque de otra manera, siendo así una cosmogonía genealógica muy bien urdida y con sus protagonistas totalmente entrelazados. Y con esa jerarquizada y mezclada estructura los dioses y los hombres acabarían también unidos: aquéllos engendrarían hijos de éstos que serían semidioses, unos seres que, a su vez, engendrarían otros hombres...  Pero en lo alto de la pirámide de su mundo mítico -reflejo del nuestro- existirían los grandes dioses del Olimpo. Ellos manejaban, condicionaban y alteraban la vida de los hombres. Una independiente ciudad griega de Asia Menor, Troya, obsesionaría una vez a los aqueos, los antiguos habitantes griegos de la Acaya, región helena ubicada al norte de la península del Peloponeso. A causa de ese desencuentro se desataría pronto la guerra. Y los griegos lucharían entre ellos -los aqueos contra los troyanos- para tratar de vencer unos a los otros. Pero todo eso no comenzaría solo por un deseo de poder o de gloria, no, comenzaría a causa de un famoso y artístico juicio mítico: el juicio de Paris. Comenzaría por las veleidades y bajezas propias de los dioses. La guerra de Troya fue ocasionada -¿mitológicamente solo?- por los celos de una diosa -Hera- cuando fuera rechazada por el joven Paris frente a la hermosa Afrodita.

Pero todavía había de suceder antes otra cosa que llevara a ese juicio. Fue en la celebración de la boda de los padres del gran héroe Aquiles: Peleo y Tetis. Al enlace de una diosa -la nereida Tetis era una divinidad marina- fueron invitados todos los dioses y diosas griegos. Excepto una diosa, Eris, la diosa de la discordia, que no fue invitada a la ceremonia. Su ofensa ocasionaría que se presentara en la boda con una manzana dorada y echarla al suelo con determinación, diciendo alto: ¡Que sea entregada la manzana a la mujer más bella! Al final tres diosas fueron seleccionadas: Atenea, Afrodita y Hera. Para decidir cuál de ellas era la más bella Zeus decidiría que  la eligiera Paris, un joven, mítico y troyano mortal. Y así comenzaría todo ese conflicto griego. Elegida Afrodita como la más bella, Hera sentiría una ofensa tal que juraría atormentar al troyano Paris con lo peor que pudiera: destruir su famosa y hermosa ciudad troyana. De ese modo comenzarían los dioses interviniendo en la vida de los hombres. Así comenzaría la guerra de Troya, con la hermosa excusa retórica del amor y el rapto de Helena. Y entonces los troyanos se defendieron con tanto valor y decisión que los aqueos se vieron impotentes para continuar luchando, perdidos ahora entre la duda de seguir o volverse por donde habían venido. Cuando la diosa Hera comprobó lo que pasaba sintió que toda aquella venganza acabaría en nada. Una cosa era provocar una guerra y otra diferente decidir su resultado: los dioses sólo pueden condicionar, no exactamente elegir un final. Pero para salvar las arbitrariedades o deseos de algunos dioses, Zeus trataría siempre de ser el centro de equilibrio, ser la justicia divina para ofrecer la mayor imparcialidad en las acciones de los hombres.

Que sólo la capacidad, la voluntad y el ardor ante la guerra fueran las únicas bazas para ganarla o perderla. Sin embargo Hera -Juno en la mitología romana- no podía dejar que los aqueos no vencieran. ¿Qué hacer entonces? La única forma era inhabilitar a Zeus el tiempo preciso para que los troyanos perdieran. Pero, sin embargo, éstos estaban muy decididos en defender sus costumbres, su ciudad y su destino. Los aqueos habían sido llevados a Troya por la ambición de un solo hombre, Agamenón, y estas solas cuestiones mundanas no armarían tanto el corazón y los deseos de los griegos. Esta sutil diferencia estaría haciendo que los troyanos vencieran ante la falta de moral necesaria de los aqueos, que luchaban lejos de su patria tan sólo por conquistar otro reino. Esto fue lo que la diosa Hera consiguiera cambiar venciendo a Zeus, a su dios-esposo justiciero, en una de las seducciones legendarias más famosas, hábiles y olímpicas de la Mitología. Así lo relata Homero en La Ilíada en su libro XIV.  Antes hay que aclarar que el fogoso e infiel Zeus sólo se dejaría seducir por los amables adornos de una belleza distinta.  Que Hera dejaría de ser aquella esposa zalamera y deseosa cuando ella viera cómo la engañaba con otras. Así que Hera decidió, en una de las más hábiles formas de seducción, transformarse en una muy deseada mujer, tanto como lo fuese antes o tanto como a Zeus le agradase ahora. Pero, sobre todo, tanto como necesitara hacerlo para conseguir su objetivo inconfesable. Primero debía embellecerse exageradamente, para esto necesitaría antes retirarse lo bastante de él como para no ser descubierta. Realizaría su primer engaño con la mentira de que se marcharía para ver a otros dioses. Porque debía ser ahora la sorpresa y lo inesperado para que consiguiera ella una eficaz seducción. De este modo cuando regresa embellecida el gran dios ve realmente a otra mujer, no a ella. Para ese momento Zeus no podría ya dejar de desearla y obtenerla.

Hera aturdirá a Zeus del todo, incluso lo duerme con la ayuda de Hipnos -el dios del sueño- después de una desaforada escena pasional. Y es de esa apasionada forma, con el más artístico de los deseos representados en un cuadro, como el desconocido pintor irlandés James Barry (1741-1806) llevaría a un lienzo la tórrida divina escena mitológica de dos dioses. Una escena con el momento de deseo más intenso donde los dos amantes se miran en un alarde de pasión indescriptible. Hera y Zeus se encuentran en la isla de Creta en lo alto del monte Ida. Están cercados ahora por unas nubes blanquecinas que, como sábanas de un tálamo, acogerán a los amantes en una emoción voluptuosa. Y el pintor romántico consigue una de las obras más inspiradoras de deseo de toda la historia del Arte. Apenas se abrazan ahora, son solo ahora sus dedos, solo sus dedos, los que ahora solo se tocan. Pero es sobre todo la mirada, una mirada perfecta y enfrentada de pasión desaforada, lo que de ellos más se observa. Tan cercanas están aquí sus pupilas distintas que arden sus pestañas en la más electrizante emoción.  Al final conseguirá Hera su propósito. Zeus dejará de estar despierto el tiempo suficiente como para que los aqueos cambien su destino. Otros dioses más parciales o favorables a los aqueos -como Poseidón, el hermano de Hera- aprovecharon el desgobierno divino para favorecerlos. Animarán a los griegos para que vuelvan a sentir aquella fuerza que habían dejado antes. Los reyes aqueos heridos vuelven a luchar ahora con más ahínco. Así cambiaron las cosas y los troyanos terminaron vencidos. Fue el éxito de una seducción. Y el momento más decisivo de la misma lo plasmaría el pintor irlandés en su obra Juno y Zeus en el monte Ida. Aquí se ve el engaño convertido en una conmoción pasional de dos seres aturdidos por un deseo poderoso. Es lo que el creador deseaba hacer ver en su obra: que la impostura del deseo es siempre menos poderosa que el deseo en sí mismo. Y que este último -el deseo inevitable- acabará siempre por vencer la falsedad más artificiosa ideada, convirtiendo así cualquier ardid taimado en una virtual realidad ineludible de lo que antes apenas se quisiera.

(Óleo Juno y Zeus en el monte Ida, c. 1790, del pintor irlandés James Barry, Museo Sheffield, Inglaterra; Lienzo del pintor francés François-Xabier Fabre, El Juicio de Paris, 1808, Francia.)

16 de diciembre de 2013

Dos escenas parecidas pero una expresión muy distinta, o la diferencia entre la victoria y la derrota.



El pintor español actual Augusto Ferrer-Dalmau, fiel reproductor de la historia y exquisito combinador de imagen y narración emotiva, compuso hace dos años su obra Rocroi, el último tercio. Con su acostumbrada forma minuciosa de representar la realidad más fidedigna, en su creación artística nos dedica su hábil arte a reproducir el momento histórico por el que pasaron las fuerzas españolas desplegadas en la frontera de Francia y Flandes durante la primavera del año 1643. Ante una ascendente y poderosa Francia los Tercios españoles, que sólo dieciocho años antes habían brillado en la toma de la ciudad de Breda, acabarían ahora siendo derrotados como nunca antes hubiese alcanzado a sufrir ese histórico cuerpo militar. Porque no habían sido antes derrotados aquel victorioso 5 de junio del año 1625 cerca de la población de Breda, cuando consiguieran recuperar la ciudad flamenca en poder de los rebeldes holandeses de Orange desde hacía treinta y cinco años. Para celebrar aquella heroica y victoriosa gesta de Breda, el gran pintor Velázquez crea en el año 1635 su famosa pintura La rendición de Breda, también conocida como Las Lanzas. Una obra de Arte que, de tan manoseada por la fama, no es quizás lo suficientemente valorada en otros elementos estéticos, o antropológicos, sutilmente artísticos o simplemente muy humanos. Mucho nos ayudará comparar la visión de estas dos obras para conseguir comprender, algo más, lo que es el Arte...

Porque el Arte es esa capacidad tan humana de crear y expresar belleza con recursos y elementos pictográficos de algo emotivo...  Sin embargo, la historia viene a ayudar más al moderno autor que al clásico. ¿Por qué? Pues porque la derrota es más realista, estará más cercana a la fidelidad de las cosas que la victoria, a lo escenográficamente más emotivo o vital del ser humano, también. De ese modo compuso Ferrer-Dalmau además una emotiva obra de Arte ahora tan realista. Su planteamiento de composición es genial en el lienzo, coloca Dalmau a los soldados caídos delante de los que presentan aún batalla sin más recurso que el de su único valor decidido. Porque ahí las picas -las lanzas- vuelven ahora a relucir en la escena retratada, como ya lo hicieran con Velázquez siglos antes, pero, ahora, a diferencia del pintor barroco español, no estarán ordenadas, derechas o más juntas, recibiendo el honor de la victoria. No, ahora las lanzas están todas preparadas para cargar o defenderse. Pero, sin embargo, todas están ahora descompasadas, desperdigadas o desordenadas entre el reflejo histórico -y estético- de aquel sentido tan desesperado de una gesta heroica. Cuando el Barroco, a cambio de la modernidad realista, decidiera entonces plasmar una escena victoriosa, tuvo que hacerlo con los trazos grandiosos del momento más glorioso para todos... Un momento de belleza y de equilibrio pero, también, de creación muy genuina. Es decir, de inventar por entonces gestos, miradas, escorzos, fondos o incluso un cielo emocionante... Motivado todo ello más por lo estético emotivo que por la emoción de la glosa bélica. Siendo esta última, la de Dalmau, una rigurosa fidelidad a lo real o a lo más histórico que por entonces se tuviera.

Y así fue como Velázquez no nos presentaría en su obra ni sangre ni despojos, ni banderas enemigas desgarradas, ni semblantes heridos o dolientes. Porque para llegar a averiguar ahora, al pronto, cuál es aquí -en la obra de Velázquez- el bando ganador, habrá que detenerse a mirar y averiguar, ¿quién es el que entrega la llave de la ciudad a quién?, y comprender cuál es ahora el lado victorioso... Tan pocos elementos de derrota se expresarán en el lado vencido como pocos de júbila victoria se apreciarán en el lado de las lanzas. Es por lo que la victoria no ayudará a retratar con claridad una gesta parecida, a menos que algo se acabe ahora humillando al vencido. Pero esto no sucedería en el periodo del Arte más excelso de belleza. La Belleza como entonces se entendía -en el Barroco más grandioso- no se pudo reflejar más por entonces que así. Y para esto, para conseguir la belleza más excelsa, fue más factible realizar una obra de Arte desde la gloria interpretada que desde la derrota más fidedigna. Porque era por entonces el Arte una mentira maravillosa, algo que hoy, contrariamente, se reflejará en sus iconografías con una realidad mucho más fidedigna, emotiva también pero, desde luego, del todo mucho más fiel a la realidad y, por lo tanto, mucho más verosímil -pero con menos Belleza- en todas sus grandes y pequeñas cosas representadas.

(Óleo La Rendición de Breda, 1635, Velázquez, Museo del Prado; Lienzo de Augusto Ferrer-Dalmau, Rocroi, el último tercio, 2011.)

16 de octubre de 2013

La virtud sólo como representación no como una realidad ni sentido fuera del Arte.



En muy pocas Venus retratadas en el Arte aparecen dos cupidos junto a la hermosa diosa de la Belleza. El pintor del barroco tardío veneciano -finales del siglo XVII y principios del XVIII- Sebastiano Ricci (1659-1734) lo realiza una vez así, sin embargo, en su maravillosa obra Venus y dos cupidos. También representa en otra obra suya una mujer yacente pero en esta ocasión solo como un símbolo del Arte. Compone esta obra situando también a dos o tres pequeños diablillos o sátiros frente a la mujer, pero ahora ésta representa un símbolo alado -metáfora de sabiduría, inmortalidad o misterio- que consagra al Arte como una figura sobrenatural, divina y trascendente. La escuela veneciana tuvo una especial sensibilidad por las formas de los colores. Sí, las formas de los colores...,  aparecer éstos como si en vez de ser un complemento del dibujo fuesen el propio dibujo en sí. Y los colores venecianos debían además ser colores muy contrastados: los rojos fuertes e indecorosos; los azules remarcadamente oscuros, no celestes, cuando así debían ser para señalar mejor la figura humana o los lugares o cosas reflejadas especialmente en la obra. Todos los pintores venecianos, más o menos, fueron fieles a esta artística devoción pictórica por los colores.

Sebastiano Ricci, como casi todos los grandes creadores de Arte, no habría sido un modelo de virtud humana en su vida personal. En su juventud fue acusado de haber intentado envenenar a una joven que había dejado embarazada. ¡Qué tamaña barbaridad!, especialmente para un espíritu que se supone de tal sensibilidad artística. Esta es otra muestra más de que la capacidad sensible para crear no tiene nada que ver con la sensible capacidad hacia los otros, hacia los demás. Tal vez por eso el pintor en su madurez decidiría componer una Alegoría del Arte. Una obra donde unos diablillos o sátiros -pequeñas criaturas molestas y grotescas que aparecen en la obra junto a la imagen principal- tratan ahora de atraer las atenciones de la hermosa y deseada figura femenina, un personaje alado que representa aquí al glorioso Arte divinizado. Pero que ahora ella, sin embargo, rechaza decidida cualquier maldad o vicio -representado por los pequeños seres grotescos- frente a los grandes símbolos o virtudes que representan las eximias, extraordinarias o virtuosas artes humanas. Otra de sus obras geniales lo fue el motivo histórico de la reconciliación que, a comienzos del siglo XVI, consiguiera el papa Paulo III de dos monarcas europeos y católicos. Unos reyes europeos que no dejarían por entonces de guerrear entre ellos sin tregua: Carlos I de España y  Francisco I de Francia. La historia cuenta las tribulaciones que el emperador Carlos V -Carlos I de España- pasaría frente a las ambiciones sin escrúpulos del poderoso rey francés. El monarca francés no dudaría en aliarse incluso con los turcos otomanos a riesgo de poner la Europa cristiana en peligro. Todo con tal de conseguir Francisco I sus propósitos expansionistas frente a la hegemonía del emperador Carlos V. Sólo por unos pocos años conseguiría el papa que dejasen de guerrear. Aun así, el pintor Ricci lo recordaría siglos después elaborando esta magnífica y geométrica obra de Arte.

Porque en esta obra de Ricci, a cambio de sus dos anteriores pinturas, lo importante para el Arte no era la historia que contaba el pintor; lo verdaderamente importante ahora para el Arte es la extraordinaria composición que habría ideado el artista veneciano para representar tal acontecimiento histórico. Es originalísima la obra barroca de Ricci. Vemos la figura de un hombre más joven -Carlos V- a la izquierda de la imagen y frente a él la figura del rey francés, creando así una dialéctica artística genial en la composición: dos personajes regios muy iguales que no pueden erigirse ahora, sin embargo, uno más allá que el otro. Y aunque aparezca aquí cierto desnivel -parece estar más elevado uno que otro personaje-, el primero sitúa la mano izquierda en su corazón en un gesto de honesta y sincera concordia. Ambos monarcas muestran en la pintura solo una de sus dos piernas, otro alarde de equilibrio o igualdad que se permite el creador para con ellos. Y no haría demasiada falta expresar toda esa prudencia -el recuerdo de aquella sensibilidad entre los dos monarcas enemigos no estaba tan vivo ya- en la época del pintor, casi doscientos años después de los hechos históricos, pero el artista quería dejar todo ese sentido de equilibrio muy claro en su obra barroca.

El triángulo iconográfico que forman las tres figuras representadas está perfectamente compuesto y delimitado en la obra de Arte. Porque esta geometría artística tiene toda su armoniosa razón de ser. Los colores venecianos son más solemnes pero están ahora un poco menos destacados. Sin embargo, parecerán destacados los colores por la virtuosa forma que Ricci tiene de ponerlos ahora sobre parte de un cielo colorido o entre las vestiduras reales de los regios personajes. Pero, ¿qué argumentar ahora de esa virtud encumbrada por el Arte y la Filosofía que, sin embargo, no se tendrá en realidad en ninguna de las vidas de ningún ser humano, retratadas o no? Porque el mismo papa Paulo III defraudaría las sinceras demandas del emperador Carlos V para que adelantase un concilio católico que arreglase el cisma que Lutero precipitara en la Iglesia; porque el propio emperador Carlos utilizaría su poder imperial para llevar sus intereses personales por encima de los de sus súbditos españoles; porque el rey francés no cumpliría nunca su palabra de real caballero. Y porque hasta el propio pintor cometería en su juventud un desalmado y vil intento de asesinato. ¿Para qué, entonces, vanagloriar con el Arte una virtud del todo inexistente en este mundo? Pues, precisamente, para tratar de honrar a lo único que pueda resarcirnos de las miserias de nuestra desmerecedora vida nada elogiosa: el maravilloso Arte. Lo único que no decepciona ni violenta, ni ambiciona ni maldice, ni se vanagloria...

(Obras todas del pintor veneciano Sebastiano Ricci: Venus y dos cupidos, ignoro la fecha y el lugar; Alegoría del Arte, 1694, Italia; El papa Paulo III reconcilia a Carlos V y Francisco I, 1688, Palacio Farnese, Piacenza, Italia.)