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2 de septiembre de 2012

La inmortalidad desconocida y su contraria, o quizá has vivido una vez un instante infinito...



Para cuando la vida se impone, maravillosa, y nos seduce enamorarla, desearla, mantenerla y glorificarla, de pronto, desconsideradamente, algo contrario nos llevará a sentirnos aturdidos con una pasmosa y sobrecogedora intranquilidad. Para ese momento o tenemos algo que nos venga de fuera y nos ayude interesado -las creencias religiosas o el estado- o tenemos una seguridad material que nos resguarde convencidos. Pero existe también otra forma de protección inteligente: aprender a sublimar esa vaga sospecha con nosotros mismos, con algo que provenga de nuestro interior más profundo. ¿Qué pasaría si no continuaramos tan bien, tan eufóricos o tan vivos al amanecer de un nuevo día? ¿Qué hace entonces que esa sensación nos condicione ya -al sospecharla vagamente- a partir de ese momento? ¿Qué hacer para calmar esa ingrata sospecha lastimosa? Los creadores y artistas habían tratado siempre de sublimar con su Arte esa humana sospecha. Pero, ¿se consigue en verdad alguna salvación de no poder tratar de calmarla con otra cosa? Cuando el pintor Paul Gauguin se marchase a su paraíso tahitiano para encontrar aquel lugar idílico perdido por el hombre, descubriría la pasión más terrenal pero, a la vez, la más espiritual que existiera. Pintaría a su amante polinesia Tehura en una pose inspirada de un cuadro que Manet hiciera años antes de su Olympia recostada. Pero ahora lo hace el pintor modernista de una forma muy diferente a la de antes. La pinta de espaldas y desnuda por completo, muy voluptuosa a pesar de su figura impúber e inocente.

Pero la compone ahora abandonada a un temor irracional, no a ningún deseo erótico como en aquella Olympia deseosa. Es por esto que el lienzo fuera también -como la obra de Manet- desestimado por el público parisino de entonces. Nadie entendería el verdadero mensaje de esta obra polinesia. No tiene nada que ver con el sexo, ni con la pasión, ni con la efervescencia de la vida y sus efectos sensibles. El sentido de la creación de Gauguin es justo todo lo contrario. Es la muerte la que aparece ahora visible en la figura enhiesta, oscurecida y paralizada del fondo de la obra. Y es entonces cuando la joven modelo recostada -su joven amante polinesia- no sabría ya hacer otra cosa ahora que calmarse, que mantenerse inmóvil, sin deseos, sin mirar a otra cosa más que a su miedo incontrolable. El pintor postimpresionista la descubriría así una noche, quieta, asustada y pacientemente temerosa, entregada a sí misma y tan indolente que le sorprendiera al pintor aquel alarde frío y personal tan inocente. Desde entonces quiso Gauguin plasmar en un lienzo aquel terrible momento. Y lo pintaría en el año 1892 en su idílico paraíso. Tanto le agradaría su cuadro al pintor que, un año después, cuando quiso autorretratarse en otro lienzo, lo pintaría colgado en la pared del fondo de su retrato como recuerdo indeleble de aquel fugaz y misterioso gesto. Y en este cuadro dentro del cuadro aparece Tehura ahora invertida, como el mismo rostro del propio autor pintado en el espejo. El filósofo alemán Nietzsche se obsesionaría tanto con la muerte como con la vida. ¿Qué sentido tenía para el filósofo algo tan desesperante y desolador, tan eliminador y permanente como la muerte? En una ocasión quiso exorcizarla con una narración clarividente y misteriosa, tanto como él mismo lo fuera o tanto como su metafísica original, contradictoria y desasosegadora lo llegara a expresar. En su libro La gaya ciencia nos dejaría el filósofo alemán el siguiente texto escrito para siempre:

¿Qué ocurriría si un día o una noche un demonio se deslizara furtivamente en la más solitaria de tus soledades y te dijese: "Esta vida, como tú la vives y la has vivido, deberás vivirla todavía otra vez e innumerables veces y no habrá en ella nunca nada nuevo, sino que cada dolor y cada placer y cada pensamiento y cada suspiro y cada cosa indeciblemente grande o pequeña de tu vida, deberá retornar siempre a ti, y todas en la misma secuencia y sucesión. Así también esta araña y esta luz de luna entre las ramas, y así también este instante y hasta yo mismo. ¡La eterna clepsidra de la existencia se invierte siempre de nuevo, y tú con ella, granito de polvo!"? ¿No te arrojarías entonces al suelo, rechinando los dientes y maldiciendo al demonio que te habría hablado de esta forma? ¿O quizás has vivido una vez un instante infinito, en que tu respuesta habría sido la siguiente: "Tú eres un dios, y jamás oí nada más divino"? Si este pensamiento se apoderase de ti te haría experimentar, tal como eres ahora, una gran transformación y tal vez te trituraría. ¡La pregunta sobre cualquier cosa: "¿Quieres esto otra vez e innumerables veces más?" pesaría sobre tu obrar como el peso más grande! O, también, ¿cuánto deberías amarte a ti mismo y a la vida para no desear ya otra cosa que esta última, eterna sanción, este sello?

(Óleo del pintor francés Henri Michel-Lévi, La niña y la muerte, siglo XIX, Museo de Bellas Artes de Nancy, Francia; Cuadro La muerte y la doncella, 1916, del pintor expresionista Egon Schiele; Óleo El espíritu de los muertos vela, 1892, Paul Gauguin, Nueva York, EEUU; Autorretrato de Paul Gauguin, 1893, Museo de Orsay, París; Pintura de la autora prerrafaelita Evelyng de Morgan, Ángel de la muerte, 1881; Detalle de la obra Triunfo de la Muerte, 1562, de Pieter Brueghel el viejo, Museo del Prado, Madrid; Fotografía de un antiguo cementerio celta en Irlanda.)

2 de agosto de 2012

El huérfano reflejo de lo invisible, de lo esencial, o no se ve sino con el corazón.



Ya lo escribiría el malogrado escritor francés Saint-Exupéry en su genial cuento El Principito: Sois bellas, pero estáis vacías. No se puede morir por vosotras. Sin duda, un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que ella es la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella... Y se volvió entonces el principito hacia el zorro para decirle: AdiósAdiós, dijo el zorro, y añadió:  he aquí mi secreto, es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos... ¿Cuántas dentelladas habrá que rasgar a la belleza para comprender de una vez por todas que la auténtica, la verdadera, la más extraordinaria, la más devocional o la más sabia belleza de todas las bellezas no es la que vemos reflejada en un espejo..., sino la que nos llena, sin ambages, nuestro más profundo interior? Esa misma belleza que nos transmitirá cosas, que nos calmará, que nos excitará lo preciso, que mantiene la distancia y que perdurará aun en la sorpresa. Que destilará el rumor de lo imposible, que sostendrá siempre el bastión de lo mejor, de lo más virtuoso, de lo más sinfónico; de lo medido, de lo respetuoso, de lo sencillo, de lo misterioso o de lo curioso. De lo que pasará sin más, de lo callado, o de lo que no se dejará nunca abatir por lo incomprensible.

El poeta romántico inglés Tennyson compuso en el año 1842 su obra La Dama de Shalott. Una maldición llevaría a esa dama a ser encerrada en una torre para siempre. Sólo puede ver ahora ella el mundo exterior a través de un espejo. Mientras tanto, teje y teje sin parar a mirar lo que por el espejo vea. Porque nada de lo que observe a través de ese espejo la impresionará. Tan sólo mirará desde ahí al mundo mecánicamente. Tampoco nunca acabará por confeccionar su tejido con su hilo permanente. De ese modo se mantuvo encerrada, tranquila y sosegada, para siempre. Y así hasta que, un día, ve ella el maravilloso reflejo de un hermoso caballero -Lancelot- a través del espejo. Entonces comenzará a sentir dentro de sí algo muy parecido al dolor... A partir de ahora no puede dejar de pensar que ella habría perdido antes todo su tiempo. Cansada de todo se vuelve ahora. ¡Harta estoy de tinieblas!, se dice una vez. Pero, sin embargo, el reflejo de ese caballero en su espejo no fue más que una vaga sombra más en su delirio. Ella no lo identificará como es él realmente, tan sólo como ella lo cree ver. Es la dama la que envuelve ahora todo su mundo en un halo irreal, ya que todo lo que ella ve lo mira ahora con ojos diferentes.

Así recreará ella ahora todo en su mente y en su corazón. Abandona su torre decidida y se aventura sola, a través de las aguas de un río interminable, hacia su propia perdición... El pintor prerrafaelita William Holman Hunt compuso esa dama en su torre justo en el preciso momento en el que el viento de su locura se apodera de todo, tanto de ella como de todo lo demás. Entonces el equilibrio de antes, su sosiego interior de antes, se terminará rompiendo bruscamente. Y el autor británico nos muestra a la dama ahora así, junto a su madeja de hilo con todo su mundo alborotado: con su enorme cabellera oscurecida, alzada y volando salvaje en el cuadro. Nos muestra el lienzo también la pequeña imagen encuadrada de un Hércules retratado dentro del lienzo, en un pequeño cuadro en la pared, tomando ahora las manzanas del árbol de las Hespérides, fiel reflejo simbólico de la virtud más sosegada frente al desastre y el error.

Cuando en el año 1927 el pintor español Picasso conociera a Marie Thérèse Walter en las Galerías Lafayette de París, le diría entonces a ella que poseía uno de los rostros más interesantes que nunca había visto. La jovencísima Marie Thérèse no conocía al famoso pintor, no sabía nada de Arte. Así que Picasso la llevaría a una librería y le mostraría sus obras cubistas. Ella quedaría tan impresionada que acabaría por ser su modelo y amante durante catorce años. La pintará Picasso muchas veces en su etapa expresionista y cubista. Entonces el gran creador español se encontraba, sin embargo, inmerso en una especial tragedia personal. Continuaba unido a su mujer Olga, pero se debatía ahora entre sus obligaciones maritales -seguir con Olga- o su nueva inspiración amorosa -Marie Thérèse-. Sin embargo, ese deseo, ahora de nuevo tan duradero -para Picasso-, acabaría pronto a manos de la escorada nueva pasión del pintor por Dora Maar... Aquella inspiración de entonces la acabaría terminando también el genio, hundida ahora ya entre las fuertes tensiones inevitables de su pasional temperamento.

No descubriremos realmente nunca la verdad -toda la verdad de lo que sea- de nuestras vidas azarosas. Tal vez porque ni siquiera exista esa verdad... Porque es muy posible que la verdad que refleje ahora la vida, en sus continuas ocasiones de esplendor e inspiración que nos ofrezca, no sean nada más que emociones descompuestas, incompletas o deterioradas. Es seguro que, sin embargo, sea solo ahora en la frágil emoción donde radique, únicamente, el verdadero secreto de cualquier verdad. Pero, sin embargo, la emoción no se dibuja sólo con los trazos elaborados -la belleza más perfecta, clásica o idolatrada- de un perfecto contorno equilibrado en nuestro mundo idealizado. Aquella emoción -la verdadera emoción- para serlo de verdad no utilizará nunca las coordenadas efímeras de una explosión de sentimientos traducibles en lo físico, con su perfección tan plástica o tan divina casi. No, es ahora otra cosa, algo desconocido por ser invisible, algo esencial por ser incomprensible, y, a la vez, aparentemente, muy necesitado. Por no saber ni llegar a entender del todo que ahora, solo ahora, se necesitará algo..., ¡pero tan solo ahora! Por ser además difícil de representar con los simples ojos alborotadores de lo físico... Porque sólo es belleza aquello que se aprecia desde lejos, lo que no se traduce sino con secuencias muy distintas de lo que parecía que era antes, pero que, ahora, no es nada, finalmente. No es nada de todo aquello que adorábamos tampoco, de todo aquello que, por entonces, queríamos creer que alguna vez lo fuera.

(Óleo La Dama de Shalott, 1904, del pintor prerrafaelita William Holman Hunt; Cuadro El corazón oculto, 1934, de Salvador Dalí; Óleo Santa Cecilia-piano Invisible, 1923, del pintor surrealista Max Ernst, Stuttgart, Alemania; Obra de Picasso, La bella Holandesa, 1905; Cuadro Marie Thérèse acodada, 1939, Pablo Ruíz Picasso, Colección Maya-Ruíz Picasso, París; Fotografía de Marie Thérèse Walter, amante de Picasso; Ilustración de la obra literaria El Principito, de Antoine Saint-Exupéry; Óleo Mujer en camisa, 1905, Picasso, Tate Gallery. Londres.)

17 de mayo de 2012

Y así, luego, después o ahora, nunca ya nada volverá a ser como antes.



Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa,  o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.

¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas,  tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...

La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.

(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)

9 de abril de 2012

Y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca...



Los Cantos de Ossian fueron unas composiciones líricas celtas muy antiguas escritas, sin embargo, en el moderno siglo XVIII por el escocés James Macpherson. Eran poemas equivalentes a los antiguos clásicos griegos de Homero y sus leyendas mitológicas: con tragedias y héroes, con gestas y traiciones, con dolor, orgullo y sufrimiento. Esos cantos celtas tuvieron influencia en poetas románticos posteriores como Goethe, que, en su obra Werther, incorporaría algunos de sus famosos versos épicos románticos. Uno de los personajes de su novela Werther se pregunta una vez ante otro personaje igual o más desesperado que él, uno de esos seres doloridos que justificarían la épica narración romántica alemana, lo siguiente: ¿Acaso estos cantos no han sido hechos para enternecer y agradar a las almas aturdidas? A lo que le respondería desconsolado pero convencido el otro personaje desesperado: Yo escuchaba los lamentos de mi hija abandonada sobre la roca que azotaban las olas. Sus gritos eran afilados, desgarradores, y nada podía hacer yo por ella. Su voz se debilitó antes del amanecer y acabó por desvanecerse como el viento nocturno entre la hierba de la roca.

El gran poeta Goethe afirmaría, como otros ya lo hicieron antes que él, que la poesía, la lírica idílica de los cantos, el arte subyugador de lo emotivo, no podría aliviar verdaderamente la angustia de existir ni devolver al hombre la armonía con el mundo. Porque lo idílico con los años vendría a definirse como oposición a lo real, como contrario a lo desolador y duro de la vida. Aun así, comenzarían ya los poetas griegos de la antigüedad a elaborar sus églogas famosas, unas composiciones poéticas pastoriles donde, en un maravilloso escenario natural, los líricos personajes narrados, pastores indolentes y amables, dialogaban amorosamente sin final. Luego, al llegar el Renacimiento, después de un largo páramo medieval, volvieron los poetas a crear por entonces lugares utópicos o mundos idílicos de parajes lejanos y exóticos donde la vida se reflejara dichosa en una sociedad idealizada. Pero, después de los avatares históricos de las revoluciones políticas, industriales y sociales del siglo XIX, las cosas cambiarían del todo y para siempre. Ahora el sufrimiento humano personal, aquella emoción sublime que habría sido enaltecida como recurso elogioso en los mártires de la antigüedad, en los héroes caballerosos del Renacimiento o en los idealizados seres abatidos por el desamor del Romanticismo, se avenía terrible a la glosa más realista y sórdida de lo cotidiano, de lo más íntimamente existencial o duro de la vida.

No hubo más remedio que inventar por entonces otros paraísos ficticios, otras sensaciones distintas para volver a recuperar aquella Arcadia o país imaginario y dichoso, un lugar donde todo es felicidad y paz y el ser humano podrá aliviar -creerá ingenuamente- el temible desgarro que le producirá el abrupto despeñamiento de su vida. Y para eso mismo, como para todas las cosas que vienen a agitar de alguna forma el molesto escozor de la existencia, el Arte traducirá en imágenes las sensaciones más necesitadas de justificación salvífica, de reflejo vital o de sentido único y esperanza. Algunos pintores consiguieron reproducir en sus obras de Arte aquellas imágenes de escenario idílico o de lugar encantado y entorno privilegiado para que, con un gesto fascinante o una apostura placentera, tuvieran los seres a bien sentir ahora que vivir era algo maravilloso. Otros pintores, a cambio, crearían la fatal y contraria exposición de lo espantoso, del dolor más existencial o del despropósito vital más alarmante. Pero, entonces, ¿es que tan sólo podremos balancearnos entre el sufrimiento más agreste, desconsolador y tormentoso, o entre el idílico, eufórico y maravilloso estado vital más encumbrador y paradisíaco?

Sin embargo, hubieron otros creadores del Arte que elegirían ahora otra cosa, como el pintor belga Alfred Stevens y su obra Adiós a la orilla del mar, o el español Ulpiano Checa y su lienzo Celebrando el verano con una lámpara china. Estos pintores decimonónicos mostrarían entonces, a cambio, otra cosa diferente: el momento fugaz, el instante efímero y su transformación más emotiva. Es decir, elegirán ellos ahora la levedad de las cosas (de todas las cosas, buenas o malas) y su breve tiempo limitado. Por ejemplo, en el caso del pintor Stevens destacando una despedida solitaria, inevitable pero esperanzada. Todo, por ahora, se ha acabado, pero, al menos, dejará vislumbrar el creador en su imagen aún la posibilidad de un regreso, de una esperanza sosegada, confiada y posible. En el otro cuadro el pintor español Checa realizaría una magistral obra decimonónica: unas jóvenes celebran el verano subidas a una barca en las aguas nocturnas de un estanque acogedor. Ahora ellas se divierten felices, ahora la luz centelleante de una lámpara china brilla aquí con todo su fulgor poderoso. Y así seguirán ellas, alegres, confiadas, seguras, viviendo ese momento único y maravilloso que, ahora, ellas disfrutan. Así hasta que la efímera llama de la lámpara acabe consumida por completo. Para entonces, para cuando el fulgor de su luz se desvanezca imperceptible, para cuando incluso ahora ellas no entiendan ni siquiera el porqué de todo eso, sólo después de ese mágico momento, esa misma luz, sólo entonces, ese mismo brillo, cesará...

(Óleo del pintor Frederic Leighton, Idilio, 1881; Cuadro del pintor francés Louis-Adolphe Tessier, Desempleado, 1886, Museo de Angers, Francia; Obra Negro Escipión, 1867, del pintor Paul Cezanne, Museo de Sao Paulo, Brasil; Óleo El martirio de San Lorenzo, de Valentín de Boulogne, 1622, Museo del Prado; Obra Adiós a la orilla del mar, 1891, del pintor Alfred Stevens; Cuadro Celebrando el verano con una lámpara china, siglo XIX, del pintor español Ulpiano Checa y Sanz.)

11 de marzo de 2012

La realidad y la ficción en el Arte y en la vida, o el perfil ladeado de las cosas...



¿Qué cosa subyace en la ficción, una imaginada realidad aunque insoportable o grosera, o una belleza maravillosa y sublime inventada también pero deformada de cualquier realidad? Porque los bardos -poetas- de la Antigüedad griega supieron ya entender que la única forma de completar una narración embellecida era añadiéndole giros, tramas, dramas, matices o pasiones para tratar de subyugar a un lector ávido de emociones increíbles.  Háblame, Musa, háblame de aquel varón de multiforme ingenio que, después de destruir la sacra ciudad de Troya, anduvo peregrinando larguísimo tiempo...    Así comienza La Odisea, la obra clásica griega del inmortal Homero. Lo dejaría claro desde el principio el poeta: Háblame, Musa..., es decir, dime diosa inspiradora qué cuento, qué narro de aquello que pasó no sé dónde ni cuándo exactamente, sólo dímelo y lo escribiré después para que sea una obra inmortal, grandiosa, aleccionadora y casi creíble a pesar de los desvelos absolutamente inhumanos o imposibles de sus héroes. A pesar de que esos héroes se rodeen de monstruos imposibles, de esfuerzos increíbles, de recorridos anacrónicos o de vivencias desesperadamente insoportables.

Pero es que así es como construimos lo que recreamos en un relato escrito: primeramente con los personajes y actores necesarios ante la historia elaborada; luego con los que pasivamente la recibirán -los lectores-, con su propia interpretación subjetiva además de ese relato. Porque en todo relato inventado o imaginado hay un pacto tácito entre el ser que lo produce y el ser que acaba aceptando esa invención. El poeta británico Coleridge escribiría una vez sobre el pacto ficcional...   Por ejemplo, en una narración escrita el lector debe saber que lo que se le cuenta es una invención, algo imaginado por otro sin que por ello el autor le esté contado una mentira. El creador finge así que lo que ahora nos relata es una historia verdadera y los lectores aceptamos ese pacto. Fingimos así que lo que nos cuentan sucedió en realidad, que existió alguna vez o que pasó en verdad ese suceso relatado.

Pero, del mismo modo, los seres humanos en sus múltiples debilidades emocionales -los terribles celos, por ejemplo- deberían entender que la realidad, lo que no es ficción, lo que verdaderamente existe, no es lo que ahora están pensando, recreando o imaginando en su interior en el mismo momento en que ellos lo creen vivir. Porque no es así, es sólo una fantasía ficcional más. Fantasías que a veces pueden acabar fastidiando sus propias vidas y, de paso, lo que es mucho peor, la vida de los otros, de los demás. El pintor clasicista francés Pierre-Narcise Guerin (1744-1833) compuso a comienzos del siglo XIX dos grabados-bocetos muy curiosos sobre un mismo tema: los celos. En uno de ellos aparece la sombra de los amantes infieles proyectada en la pared ante la figura atormentada de una mujer engañada, algo que solo apenas ahora ella presentirá...  En el otro cuadro se observa la desesperación ante la imposibilidad de dejar de pensar o de creer en esa imagen fantástica y atormentadora..., aunque tan solo sea ahora una recreación ensombrecida de su mente, algo que ella, sin embargo, no podrá eludir ni evitar sentir desesperada.

(Óleo del pintor prerrafaelita John William Waterhouse, Boreas, 1903; Fotografía de la estrella de Cine mudo Gloria Swanson, 1919; Cuadros del pintor e ilustrador francés Pierre-Narcise Guerin, 1774-1833, Los Celos, dos ejemplos pictóricos y paradigmáticos de la fantasía imaginada, de hechos que parecen ser la verdad -la sombra de los dos amantes besándose-, pero que en realidad no lo es.)

1 de marzo de 2012

Los cuatro estados físicos de la materia o los cuatro estados especiales de la vida.



Cuando la joven Agnes -santa Inés- descubriera la fe de Cristo en la antigua Roma, la persecución de los cristianos era por entonces -siglo IV- especialmente dura y trágica. Pero, para esta bella adolescente impresionable y decidida no hubo otra cosa más que aquel deseo ferviente y poderoso. Su acción rebelde sería contestada hasta por uno de sus pretendientes, el hijo orgulloso del prefecto de Roma. Denunciada y apresada, no pudo evitar el martirio y la muerte. Su providencial castidad sorprendió cuando fue llevada como castigo a uno de los peores prostíbulos de Roma. Allí permanecería virgen milagrosamente. Siglos después el día de su festividad -21 de enero- se establecería como tradición núbil para las jóvenes que abrigaban el deseo de encontrar pareja. Así que en su víspera debían encerrarse en su dormitorio, desnudarse y acostarse boca arriba. Luego, con las manos ocultas tras de la almohada, dejar que el sueño anheloso vagara por su mente hasta completar el deseo. Un deseo que se vería cumplido al amanecer.

El poeta inglés John Keats compuso en el año 1819 su obra lírica La víspera de Santa Inés. Relataba la leyenda de Magdalena y Porfirio, amantes clandestinos que aprovecharon la famosa víspera de Santa Inés para huir juntos. Cuando todos estaban borrachos o dormidos ellos escaparon para siempre. Los pintores prerrafaelitas comenzaron su singladura artística a partir de una obra que pintó uno de sus primeros miembros, William Holman Hunt. En ese lienzo se observaba la famosa escena medieval de la huida de los amantes relatada por el poeta Keats. Por aquellos años, mediados el siglo XIX, uno de los críticos más singulares de Inglaterra, John Ruskin, alabaría el ideario prerrafaelita y sostendría además la teoría cultural con la que esos pintores se apoyaron para prevalecer. Uno de sus primeros miembros lo fue John Everett Millais, muy admirado por su amigo Ruskin. Ambos viajaron juntos por Italia para adentrarse en las clásicas e inspiradoras fuentes de su medieval tendencia.

John Ruskin se acabaría casando con la joven y bella Effie Gray (1828-1897). Sin embargo nunca llegaron a consumar su vano e inútil matrimonio. Al parecer, él no pudo contener su negado íntimo desprecio hacia ella, aunque, a cambio, la respetaría y adoraría especialmente. Ella sufriría mucho en aquellos años de matrimonio hasta que conoció a Millais, el amigo de su esposo y admirado pintor prerrafaelita. Seducida por un amor incipiente conseguiría Effie Gray por fin anular su enlace y unirse con su deseado amante pintor. Años después Everett Millais se acordaría del lienzo que su colega Holman pintase de la tradicional leyenda. Así que ahora, inspirado íntimamente, compuso Everett Millais su obra La Víspera de Santa Inés.  En el relato poético de Keats la protagonista -Magdalena- lleva a cabo la tradición festiva de lo que el sortilegio milagroso prometía acontecer. Y el pintor prerrafaelita recrea en su obra simbólicamente a su propia amada de entonces -la esposa de Ruskin- en un dormitorio victoriano.

Se inspiraba el pintor en el recuerdo cuando deseaba lo mismo que ella pero sin atreverse ambos a hacer nada. Como describía el poema romántico, la joven fue espiada por su amante antes de que pudiesen reconocerse como tales. Y así es como Millais la pinta a ella, observada desde el mismo lugar relatado por Keats en su poema. Se sitúa ahora ella sola ante el espejo del dormitorio y comienza a desvestirse. Pero sólo sus hombros relucen sombríos ante la penumbra de la grandiosa habitación dividida. Porque parte de la estancia se vislumbra ahora desde el deseo de una mirada furtiva y oculta en la penumbra -el pintor que la observa escondido-, y parte desde el luminoso y esperanzador anhelo de ella reflejado ahora en su regazo.    En Física se describen cuatro estados de la materia, los llamados estados de agregación física donde la materia conocida cambia a otro estado según incorpore, o no, elementos de esa misma materia transformada. Son los estados líquido, sólido, gaseoso y plasmático. La transformación es absoluta y pasará la materia de ser una cosa a ser otra cosa distinta.

Algo interviene entonces en la materia, algo que está en la propia naturaleza de las cosas y en la naturaleza del ambiente. Y así, de ese mismo modo, sucederá tal vez en la vida de los seres... Porque hay también en los seres humanos un estado germinal, inicial, individual, absoluto y único, el cual no precisa nada más que ser para existir. Pero ese mismo individuo, situado en un medio ambiente imprevisible o caótico, pasará a estar vulnerable al cambio, solícita y perturbadoramente además. Y lo está de un modo igual a la materia física en el Universo: aleatoria, transformable y agregable. Podemos entonces los seres humanos pasar de la individualidad, que es un estado absoluto, suficiente, propio y merecedor -del cual menos ya no podemos existir-, a lo dual, a lo doble, al estado de pareja. Cambia ahora el estado y así cambia también el deseo y la vida del individuo. Y seguirá... Porque también hay un posible cambio a tres, al estado trío. Aquí se produce ahora una agregación inestable, pero que, a veces, es también algo latente en el ser. Es la necesidad ahora de demostrarse, inconscientemente, que lo de antes -el estado dual- debe existir en cualquier caso esté o no esté ahí -visible- el tercero verdaderamente. Más adelante se llegará incluso al cuarteto..., y de ahí aún es posible ir a más. Así deambulan los seres por el mundo y así se desarrolla la historia vital de sus estados personales.

Podemos entonces pasar de un estado a otro, podemos saltar o combinarlos; lo seguro es que cambiaremos nuestra íntima estructura vital con ello, como sucede, por ejemplo, en el ámbito de lo físico. ¿Es esto algo inevitable?, ¿es algo siempre necesario? ¿Se puede decir ahora que el agua, el agua que recorre transparente y fértil el cauce de los vívidos ríos, no puede ser agua líquida, solo líquida -en este estado físico-, por siempre? No y sí, ya que, sin ese cambio de estado, sin cambiar el agua a vapor o a sólido, no podría existir la vida siquiera. Esto es así, inevitablemente. Aquélla -el agua- debe evaporarse alguna vez en su transcurrir vital y, luego, solidificarse otra, sin esto no habría atmósfera ni clima ni vida. Sin embargo, nunca jamás concebiríamos ésta -la vida- sin la maravillosa, ágil, acomodaticia, incolora y única bella forma líquida del agua...

(Óleo La Víspera de Santa Inés -estado individual-, 1863, del pintor prerrafaelita John Everett Millais, Colección particular; Cuadro del pintor adscrito a la hermandad Nazarena -pintores románticos alemanes rebeldes que volvían al ideal medieval-, Franz Pforr, Regreso a casa por la noche -estado dual o de pareja-, 1808; Lienzo del pintor Eugéne Delacroix, El duque de Orleans mostrando a su amante -estado trío-, 1826, Museo Thyssen, Madrid; Óleo Poco después de la boda -estado a cuatro, cuarteto o multitud-, 1843, del pintor William Hogarth, National Gallery, Londres.)

29 de febrero de 2012

La expresión de lo absurdo puede ser una sutil forma de belleza artística.



Iván IV de Rusia (1530-1584), más conocido como Iván el Terrible, fue el primer gran zar de la Rusia moderna. Con él el estado ruso ampliaría sus fronteras medievales y organizaría una administración más centralizada. Aunque también tiranizaría al pueblo bajo su poder con la mayor crudeza entonces conocida. El pintor ruso Iliá Repin (1844-1930) consigue plasmar esa Rusia histórica en sus obras combinando un realismo académico, colorista y profuso con una excelente dramaturgia social y psicológica muy efectista. En su óleo Iván el Terrrible y su hijo, el pintor ruso fue capaz de componer una obra realista tanto en un sentido histórico como antropológico. Porque se observa ahora como un padre, el zar Iván, auxilia, con el rostro destrozado de dolor, al príncipe heredero -también llamado Iván- ante su cuerpo abatido, sangriento y moribundo. Lo abraza ahora contra su pecho tratando de detener la muerte inevitable y absurda de su hijo. La escena es tan realista que los gestos y heridas nos abruman ante el drama confuso de lo que acaba de suceder. Porque es su heredero, su favorito regio, lo mejor de sí mismo, lo que ahora sostiene entre sus brazos; lo que podría prevalecer luego de que él desaparezca. Pero, ahora, sin embargo, todo se ha acabado para siempre. Y sostiene Iván a su hijo malogrado de rodillas como pidiéndole a su Dios que no le deje morir, que le perdone, que no termine así con sus deseos. Pero el hijo está ya exánime, aturdido, incomprendiendo además por qué su padre le acoge así, tan compungido y amable, sin dejar que su vida ahora se le escape para siempre. ¿Cómo es posible?, debe preguntarse el hijo moribundo, ¿cómo es posible que no lo hubiese querido antes? Porque ha sido su propio padre el que, un momento antes, le había golpeado ciego de ira y rencor despiadado. No es esto lo que parece, sin embargo, expresar ahora el pintor en esta excelente representación realista. No obstante, esa fue la realidad -absurda- de lo que entonces sucediera.

Otro pintor realista, el estadounidense Winslow Homer (1836-1910), fue también de los que con sensibilidad y sutileza expresaría en sus obras el sentido de la contradicción o de lo absurdo de la vida. Con un fondo de naturaleza salvaje expone a los seres humanos cerca del abismo, a la vez que los muestra ahora lejos de las propias emociones que ese abismo suponga. En su pintura Al Rescate sitúa a dos mujeres y a un hombre en la escena confusa. Los tres se dirigen a un lugar que se ignora y no aparece claro en el cuadro. Parece una playa ese lugar, aunque las raras olas nebulosas de la orilla inhóspita no lo sugieren para nada. Pero además es que no se mueven ahora las mujeres..., o parece que se mueven lentamente. El hombre, sin embargo, sí avanza ahora más deprisa. ¿Qué significa todo eso?, ¿por qué ellas están casi detenidas, si incluso están más cerca del motivo acuciante, pero invisible, de la escena? No hay respuesta, el autor no lo despejará. Somos nosotros, los espectadores, los que ahora deberemos deducirlo. Y es que vamos a veces por la vida así, descompasados, desorientados, ciegos, ridículos casi, por el sendero de un destino inapreciable y misterioso. Por que o nos dirigimos por la vida con un impulso primitivo y solidario o, a cambio, con nuestra infinita y solitaria curiosidad más decidida.

Es como en su otra obra El Vendaval del año 1893, donde Homer representa a una madre con su pequeño hijo al lado ahora justo de un abismo. Una mujer camina ahora tranquila por la orilla peligrosa de un mar embravecido, sin embargo, no está ahora aturdida ni asombrada, sólo sostiene firme y segura a su pequeño en sus brazos. No abandona el lugar ni desea alejarse ahora de ese terrible peligro. Sólo la mirada de ella se fijará, detenida, ante el fenómeno natural como si de una belleza irresistible se tratara... La mirada del pequeño se dirige ahora hacia nosotros, hacia los que miramos, sorprendidos, el cuadro. Nos mira como queriéndonos advertir de algo que ni él mismo comprende, como deseando el pequeño, inconscientemente, tan solo querer alejarse lo más pronto de ahí. El gran creador prerrafaelita John Everett Millais (1829-1896) compuso en el año 1856 una impactante, asombrosa, bella y alentadora obra misteriosa, La muchacha ciega. Ante un paisaje grandioso, producido justo después de un fuerte aguacero, una joven de espaldas a ese paisaje parece presentir, sin verlo, un extraordinario arco iris en el cielo. Un fenómeno ahora que ella, sin embargo, no ve ni ha visto nunca. Pero hay cosas que sí le permitirán a ella ahora entrever lo sucedido. Sus manos, por ejemplo, palparán la húmeda hierba; su olfato percibirá la información que su cerebro necesite ahora para diseñar la imagen que compondrá su mente avivadora. Hasta el aleteo imperceptible de una mariposa -que se aprecia apenas en el cuadro- le indicará que ha escampado lo bastante y que no lloverá más. Su acompañante y lazarillo, la niña de espaldas a nosotros, necesitará, a cambio, girarse ahora para poder ver el maravilloso y bello fenómeno atmosférico. Porque para esta pequeña es justo ahora, a cambio de la joven ciega, la visión de ese arco iris lo único que en el mundo pueda disponer para percibir belleza...

(Óleo del pintor Winslow Homer, Al Rescate, 1886; Cuadro del pintor ruso Iliá Repin, Iván el Terrible y su hijo, 1885, Moscú; Obra del pintor español actual Dino Valls, Autorretrato, donde al parecer la propia modelo se autorretrata, ¿cómo lo hace, construyéndose o autodestruyéndose?; Óleo La muchacha ciega, 1856, del pintor John Everett Millais, Birmingham, Inglaterra; Cuadro de Winslow Homer, El Vendaval, 1893; Extraordinario óleo del pintor ruso Iliá Repin, ¡Qué Libertad?, de 1903, donde una pareja baila, ¿segura?, pensando que son ahora libres en medio de las traicioneras y tiránicas aguas del río Neva.)

25 de febrero de 2012

La inútil búsqueda inevitable, o quizá el único sentido sea no hallar nunca nada.



El gran compositor Franz Liszt creó en el año 1851 un poema sinfónico donde narraba la historia de un noble héroe ucraniano, Iván Mazepa (1639-1709). Este famoso cosaco tuvo la osadía de enamorar a una bella noble polaca, país enemigo de Ucrania. Por la terrible afrenta cometida -no hizo sino ultrajarla para los polacos-, sería atado desnudo a un caballo salvaje que, perseguido por lobos, no pararía de correr hasta llegar a Ucrania. Los románticos de principios del siglo XIX lo tomaron como modelo de obras desgarradoras donde la pasión, anudada a la fiereza, fuera un ejemplo expresivo de la violencia de la vida. El pintor francés Horace Vernet lo demostraría en su obra Mazepa y los lobos, una imagen que, como metáfora del inútil deseo -no podemos hacer nada por evitarlo-,  representa la fuerza poderosa de lo que nos arrastra -el caballo sin gobierno- junto a la fuerza monstruosa de lo que nos amenaza (los lobos asesinos). Y es así como nada podemos hacer, ni siquiera evadir la mirada de lo que nos persigue por donde, sin querer, nos lleva. De ese modo, atados a nuestra necesidad, desbocados por nuestras pasiones, dirigidos sin decidir, acabaremos llegando donde no queríamos llegar...

Es como la permanente vuelta de las cosas, de los momentos repetidos, o de las sinfonías azoradas, agotadas también de tanto oírlas. Porque volveremos otra vez a lo mismo, sin saber siquiera que lo hacemos, sin tener ninguna sensación que nos haga pensar que algo nos lleve, por fin, a nuestro destino. Pero no es así, volveremos a recorrer de nuevo toda la trayectoria repasada de la vida. ¿De cuál vida?: de la repetida de siempre. Es como la rueda de una fortuna imaginaria que no tiene fin, ni principio. Y, sin embargo, a ella nos aferramos siempre, sin quererlo también, porque siempre vuelven a anudarnos los deseos, los intentos, los fracasos, los si acaso, los porqués no, los volvamos de nuevo, o los así ahora lo haremos mejor... En el siglo XII se iniciaron en la Literatura las leyendas de héroes buscadores de un ideal imposible. En una de esas leyendas se basó un medieval escritor francés, Chrétien de Troyes, para narrar la conocida obra del Santo Grial. Había que conseguir establecer entonces una meta imposible, un conjuro universal y sagrado por el cual unos caballeros lo dieran todo, incluso su vida, hasta llegar a conseguirlo. ¿Y qué mejor motivo que la ambivalente sangre de Cristo, algo tan legendario y divino, tan poderoso y tan humano? Pero lo que a esos caballeros-héroes les motivaba sobre todo era la búsqueda de algo muy especial, un ideal muy elevado e imposible, algo por lo que a ellos les mereciera la pena vivir o morir.

Así se acabaría enfrentando Perceval, el mítico caballero artúrico, a las calamitosas y duras escaramuzas de su aparatoso destino. Un lugar donde fluiría el camino hacia la inútil e imposible conquista inconsistente... Inconsistente porque, ¿quién podría encontrar algo así, tan sagradamente inexistente, en esta Tierra de mortales? Pero como en todas las leyendas imposibles, sí había un caballero, otro héroe artúrico, Galahad, que lo llegaría a conseguir entusiasmado. Este caballero fue recompensado entonces elevándose sobre los demás humanos y sobre la Tierra misma, para terminar desapareciendo en brazos de lo sagrado, de lo angelical -algo absolutamente inhumano, del todo inexistente- para, a través de una esfera diferente y celestial -imposible regresar para contarlo-, alcanzar llegar por fin a ese destino anhelado. Porque sería únicamente de este modo como lo no encontrado, lo que es imposible hallar desde el ámbito de lo terrenal, podría ser descubierto: dejando ahora los rasgos humanos que nos animan a buscarlo.  Es decir, dejando la propia existencia terrenal, lo único que les obligaría a esos seres a sentir, insistentemente, la desquiciada, poderosa y obsesiva tentación más humana de lo imposible.

(Óleo del pintor Horace Vernet, Mazepa y los lobos, 1826, Museo de Bellas Artes de Avignon, Francia; Cuadro El caballero del Santo Grial, 1912, del pintor Frederick Jubb Waugh; Lienzo del pintor Jean Delville, Parsifal; Óleo del pintor Edward Burne-Jones, La rueda de la Fortuna, 1883, Museo de Orsay, París; Cuadro La rueda de la Fortuna, 1940, de Jean Delville; Cuadro del pintor William Blake, El torbellino de los amantes, 1824.)

9 de febrero de 2012

El anhelo, la curiosidad, la evasión, la excitación o el distanciamiento en la mirada.



De todas las acciones humanas imprecisas, involuntarias o impulsivas -siempre llevadas a cabo desde un lugar protegido, solitario, evasivo y solaz-, la más primitiva, infantil y devota al inconsciente será la de la mirada perdida.  Porque no es ahora ver algo en sí mismo; no, no es eso, ya que eso exigiría un objetivo previo definido, un motivo para hacerlo, una necesidad de asimilar, entender o aprehender lo que se desee mirar. Pero, cuando miramos no con los ojos sino con el vago pensamiento, con el deseo incierto más bien, o con lo más íntimo de nuestra desconocida razón, entonces llegaremos a despersonalizarnos del todo, y acabaremos siendo, incluso, algo diferente a lo que somos. Es parte de lo que nos sucede cuando, por ejemplo, vemos un cuadro o una obra teatral o una película: que no somos conscientes de nosotros mismos ni de que existimos para ver, sino que sólo, ahora, lo que vemos es lo único que existe.  Es nuestro inconsciente el que actúa así cuando esto nos sucede. Y entonces la cosa observada sustituye lo que somos, pero, también la lejanía, el fuego, la distancia, el horizonte o la fuga visual más misteriosa, acabarán por desterrarnos de nuestra propia realidad conocida.

Cuando el rey legendario Minos le prometiese al dios griego Poseidón que sacrificaría con gusto lo que éste le ofreciese, no imaginaría el perverso rey cretense que sería un extraordinario y bello toro blanco. Así que, deslumbrado por tan hermoso ejemplar, decidió Minos que se lo quedaría para él sin sacrificar. La cólera de Poseidón, ultrajado por la osadía del rey, tramaría su venganza mitológica más despiadada. Consiguió que la esposa de Minos, Pasífae, se enamorase apasionadamente del temible toro blanco. Con un artefacto de madera parecido a una vaca -construido por Dédalo- pudo Pasífae satisfacer su deseo más efusivo. Quedaría encinta de la bestia y así nacería, mitad toro, mitad hombre, el legendario Minotauro. Para que el monstruo pudiese vivir sin escapar ni dañar a nadie fue encerrado para siempre en un intrincado laberinto. Y es así como, asomado a un alto, lejano y solitario muro del laberinto, el pintor George Frederick Watts pintaría en el año 1885 al desolado Minotauro. ¿Qué mira ahora desde ahí la extraña criatura? Nada, no puede ver nada, porque no hay nada más allá del laberinto que mirar, nada que se pueda ver incluso desde ese lugar donde ahora el minotauro mira. Pero, sospechará el monstruo que algo deberá existir allá, además de él mismo. Se siente confuso porque no comprende que pueda existir algo distinto de sí mismo, ya que no hay nada más allá del muro. Al ser él mitad hombre, se infiere que es esta mitad humana la que le lleva a alzarse y mirar a lo lejos, dejando así, por una vez, la rutina alienante del laberinto. Algo le hace querer entender que más allá de él debe existir algo, alguna otra cosa distinta a sí mismo. Pero, tan sólo lo intuye. Porque la realidad es que nada ve él nunca allí hacia donde mira.

¿Qué es lo que se ve cuando nada concreto se mira? Las miradas perdidas encierran un misterio en sí mismo, y ese misterio está o en lo que miramos o en nosotros. Es como la imagen de la mujer que, absorta, mira las llamas de un fuego poderoso, ¿estará ella ahora poseída por ese fuego fatuo? Desde la distancia puede ella maravillarse, abstraída, viendo ahora las terribles -aunque no para ella- llamaradas del horror. Pero, hay otras miradas, las clandestinas, que encierran además un deseo o un anhelo diferente. En ese caso estará fuera de nosotros ese misterio... Pero, también hay otras cosas que se miran sin que sean ningún anhelo misterioso. Son las cosas que queremos ver otra vez, porque ya las conocíamos de antes. Entonces nos transformaremos por completo, nos entregaremos a la pasión de querer volverlo a ver de nuevo, de vivirlo otra vez con nuestro deseo, tan real como inusitado. Es como el caso del personaje de uno de los famosos Cuentos de Canterbury, pintado por Edward Burne-Jones en el año 1871, la desesperada Dorigen. Esta esposa desolada se encontraba afligida porque no veía nunca la llegada de su amado esposo. Así que observaría todos los días si aparecía alguna nave por el lejano horizonte desde su ventana cautiva. Ver alguna embarcación que trajese, por fin, a su esposo de la guerra. Pasan las semanas y el posible velero no aparece en el horizonte. Su desesperación la plasmaría el pintor desde la misma habitación donde, todos los días, abrirá Dorigen sus ventanas tristemente. El órgano de música reflejado a la derecha del cuadro es de los antiguos que, necesariamente, se precisa la ayuda de otra persona para que pueda sonar. Este es uno de los recursos estéticos que el autor prerrafaelita utiliza para acentuar la soledad personal de una mirada perdida... La verdad es que alguna vez todos miramos algo sin ver realmente nunca nada. Porque o eso que miramos no existe y terminaremos pensándolo, imaginándolo; o existe, y lo anhelaremos perdidos porque ya no está con nosotros. Aunque a veces también, sencillamente, acabaremos dejando a nuestros ojos que hagan lo único que saben hacer: mirar hacia lo lejos perdidos, exista o no lo que miremos.

(Cuadro del pintor George Frederick Watts, Minotauro, 1885, Tate Gallery; Óleo La criada cautelosa, 1834, del pintor Peter Fendi; Cuadro del pintor norteamericano Edward Hopper, Mujer mirando por la ventana; Imagen de la pintora actual americana de origen Chino, Jia Lu, Salida, 1997; Cuadro del pintor actual Scott Mattlin, Obra Figurativa; Lienzo del pintor Paul Delvaux, El Fuego, 1935; Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, Anhelo de Dorigen, 1871.)