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5 de marzo de 2020

Es el tiempo la esencia de nuestro mundo, lo que lo determina y justifica.



Los poetas siempre lo supieron. Y los pintores no han hecho más que vislumbrar en  sus obras ese presentimiento... Porque no es un sentimiento sino lo que se da antes de él. Porque, a veces, no hay nada luego. No ha llegado a ser a veces lo que antes apenas  era algo imaginado. ¿Y después de otras veces...? ¿Qué hay otras veces? ¿Es que siempre hay algo luego? Esto es lo que es el tiempo, lo que hay luego... Estamos hechos de tiempo o por el tiempo, es él el que nos modela y determina sin que lo sepamos incluso. Cuando un pintor comienza una obra no hay nada más que tiempo calculado. Cuando un ser presiente algo no hay nada más que tiempo imaginado. Pero el verdadero tiempo existe, sin embargo. Cuando el pintor norteamericano John Singer Sargent retratase a una de las hijas de su amiga Catherine Rebecca Bronson, lo hizo entonces con la inspiración más detenida del tiempo. Los pintores tienen ese poder extemporáneo, reflejan siempre  la parte no sucedida del tiempo. Entonces retratan otra cosa, una esencia instantánea o efímera, algo que no es el tiempo pero que lo refleja así. Se enfrentan ellos a los dioses, a las moradas ocultas de la vida, y nos muestran así la cosa detenida que no es más que una irrealidad fantasiosa de una sensación tan solo deseada. Porque entonces la voluntad se impone a la vida y al tiempo. En el retrato de Miss Beatrice Townsend realizado en el año 1882, el pintor Sargent consigue transformar la esencia incorregible del tiempo en una muestra poderosa de cierta vaguedad instantánea. Todas las instantáneas del mundo, sin embargo, están ahora congeladas en la imagen del pintor. Todas las ganas, los sueños, las ideas, las creaciones, las fragancias, las promesas, las ilusiones o semblanzas de  la modelo están ahora fijadas en los trazos impresionistas del pintor. ¿Cómo es posible que esa vaguedad instantánea encierre todo ese universo? Por la sublime irrealidad que consigue reflejar el pintor con la esencia del tiempo. Cuando el tiempo se domina en el Arte podremos así alcanzar a verlo todo. ¿Estará todo ahí? Todo. Sólo dos años después de finalizar su obra, la joven modelo Beatrice fallecía de una fatal peritonitis. ¿Estaba también el presentimiento...?

El pintor español Julio Romero de Torres fue de los pocos pintores que mejor compusieron el tiempo en sus obras. A veces para mejor componerlo el espacio es también una referencia o sutileza necesaria. En su obra Nieves o Mujer en oración Romero de Torres retrata el tiempo magistralmente. El tiempo es deseo y es promesa, es el sentimiento anticipado de algo que no existe aún. En su obra una mujer parece que ora, aunque realmente no lo hace. Nos mira ella mejor. Así quiere transmitirnos que ella espera algo que ignora aún saber. El libro lo tiene apenas abierto porque así es como  el tiempo lo expresa, sin certeza, sin límite fijado, sin otra cosa más que la sensación incierta de un vago deseo. En el plano posterior del cuadro vemos ahora  la escena por ella imaginada. ¿Es imaginada o es real? Ahora el tiempo se sublima aquí. ¿Es entonces otro momento? El pintor no lo aclara, sólo lo deja reflejado en la mirada impenetrable de la joven orante. La luz y la oscuridad matizan también la obra del tiempo. Es ahora aquí el ritmo de la secuencia temporal, es el antes y el después. En la obra el presentimiento se busca, se necesita para componer el tiempo. La calma de la escena principal se opone a la sobrecogida emoción de la escena secundaria. El pintor consigue materializar el tiempo, consigue darle vida, casi movimiento. ¿Hay otra cosa además de tiempo? Nuestro mundo es todo tiempo, solo tiempo. O se presiente o se ignora. Pero, sin embargo, nunca se siente. Porque o se presiente, como hace la mujer que ora, o se ignora, como hacen el hombre y la mujer del fondo. Vivir es ignorar el tiempo. Meditar o divagar es presentirlo. Para sentirlo habría que recorrer todo el ciclo temporal de su sentido universal completo, habría entonces que ser dioses... No, no podemos tocar la esencia de las cosas ni del tiempo. Por eso los poetas y los pintores son los únicos que mejor pueden vislumbrarlo, porque ellos consiguen describir la esencia de las cosas, y, con ella, la esencia del tiempo.

(Óleo Miss Beatrice Townsend, 1882, del pintor John Singer Sargent, National Gallery de Art, EEUU; Cuadro Nieves o Mujer en oración, primer tercio del siglo XX, del pintor Julio Romero de Torres, Academia de Bellas Artes de San Fernando, Madrid.)

11 de febrero de 2020

Una visión anacrónica del retablo de Gante ubicará su sentido material de otro místico.



Una creación de gran tamaño compuesta a modo de retablo articulado, lo que es un políptico, llevaría a tener una historia agitada y extra-artística que demostraría la influencia del Arte en la vida, en las opiniones, los gustos, la codicia o el interés de los hombres. Pero, además, es una obra de Arte extraordinaria, creada en los primeros momentos iniciales del Renacimiento por un genial pintor flamenco, Jan van Eyck. El Políptico de Gante fue una narración teológica, donde el mundo conocido era descrito en clave mística, trasladado luego a formas visibles con el elaborado hacer de un Renacimiento alumbrado apenas por entonces. En sus maneras pictóricas y en su estilo nuevo comenzaría el Arte a crear detalles no vistos antes en un cuadro. Se seguían utilizando la alegoría gótica, como realzar figuras desproporcionadas o gestos primitivos y exagerados. Pero apareció entonces la nueva perspectiva renacentista, un cierto realismo estético en algunas de sus formas humanas representadas; también, la belleza armónica del equilibrio entre las partes, o los detalles minuciosos de algunas cosas recreadas con esmero, no antes representadas así. El retablo La adoración del Cordero místico (Políptico de Gante) fue encargado en el año 1425 por una pareja de donantes para ser situado en una capilla de la iglesia de San Juan de Gante. Como todo retablo articulado, podía cerrarse y abrirse a voluntad, descubriendo así un interior y un exterior con obras de Arte a su vez. Estaba compuesto por diferentes paneles de gran tamaño, llegando a medir hasta cuatro metros de ancho totalmente desplegado. Nunca se había creado un políptico así de grande, ni así de novedoso artísticamente. Su fama llegaría a todos los lugares de Europa y contribuiría a crear un mito artístico de gran solemnidad mística.

Flandes era entonces una región dependiente del antiguo ducado de Borgoña, un poderoso e independiente feudo europeo del siglo XV. Cuando su heredera María, la única hija del gran duque borgoñés, se casó en el año 1477 con el heredero de la dinastía vienesa de los Habsburgo, Maximiliano de Austria, nacería como resultado  Felipe de Habsburgo, el primer rey de la España unificada por los Reyes católicos. Así, Flandes acabaría en los dominios del poderoso rey Carlos de España y, luego, de su hijo Felipe II. Este último rey convertiría la ciudad de Gante en obispado en el año 1559, de ese modo la antigua iglesia de San Juan acabaría transformándose en una catedral. Pero, sobre todo, Felipe II quedaría impresionado al ver el grandioso políptico de van Eyck. En ese momento empezó el asombro famoso por la obra tan extraordinaria que había compuesto Eyck. El rey español podía haberse llevado el políptico a Madrid, si lo hubiese deseado, nadie se lo hubiese podido impedir por entonces. Pero, no hizo eso. Lo que Felipe II hizo, para seguir disfrutando de lo que había visto en Gante, fue solicitar a otro pintor flamenco, Michel Coxcie, llevar a cabo la reproducción más elaborada -es de suponer probablemente que fue una copia muy fiel y artística, ya que hoy no es público su visionado al estar en manos privadas y desperdigadas todas sus partes- del eximio Políptico de Gante. Michel Coxcie (1499-1592) fue un pintor correcto que sería hasta llamado el Rafael de los Países Bajos. La copia de Coxcie fue llevada al Palacio Real de Madrid para disfrute del rey, y el original, sin embargo, quedaría para siempre ubicado en la catedral de Gante. ¿Para siempre?

Los primeros conflictos con el Arte flamenco de Gante los llevaron a cabo los calvinistas protestantes, que pensaban entonces que cualquier imagen sagrada era una forma de herejía imperdonable. Flandes no se libraría de ese fanatismo religioso; siete años después de que Felipe II mandase copiar el retablo, sería desmontado por primera vez, panel a panel, para ser ocultado a los calvinistas, que ocuparon la ciudad flamenca violentamente. Cuando la ciudad fue recuperada luego por las fuerzas de Felipe II, el retablo volvería a su lugar de siempre en su catedral. Ahora, con todos sus paneles, el políptico brillará espléndido hasta finales del siglo XVIII. Para entonces Flandes dejaría de ser dominio español. Fueron los Habsburgo austríacos los que mantuvieron la dinastía Habsburgo, gobernando aquella región del norte de Europa. Para la moral tan puritana de la corte vienesa, las figuras tan realistas de Adán y Eva eran demasiado explícitas en su erotismo estético. Fueron desmontados entonces esos paneles laterales y guardados en un almacén de la ciudad. Para cuando Napoleón llegó luego, los franceses se convirtieron en los amos de todo el Arte europeo que pudieron disponer por sus conquistas. No sólo desmontarían y se llevarían el Políptico de Gante a París, sino que, también, asaltarían el Palacio Real de Madrid y se llevarían además aquella copia del retablo de Gante encargada siglos antes por Felipe II.

Pasada la gloria napoleónica, el Congreso de Viena trataría de poner orden en Europa y decide que regrese a Gante su famoso políptico de Eyck, pero aquella copia de Coxcie de Madrid no se recuperaría jamás, fueron vendidos sus paneles en el mercado de obras robadas y enajenados en diferentes colecciones privadas al mejor postor. Luego, hasta se atrevería un vicario francés de la catedral a robar dos paneles laterales del retablo. Así, hasta llegar el siglo XX, que haría padecer toda una odisea por proteger el retablo de las peripecias bélicas de las dos guerras mundiales. Pero, entre ambas guerras un funcionario belga robaría también los paneles de los extremos inferiores. Sólo devolvería alguno tiempo después, pero, nunca el correspondiente al extremo inferior izquierdo del retablo. Panel que sería pintado de nuevo en el año 1945 por un pintor belga, reproduciendo así su imagen original de todo aquel famoso retablo. En el año 1829 el pintor flamenco Pieter-Frans De Noter (1779-1842) se decidiría a componer su obra El retablo de Gante de los hermanos Eyck en la catedral de san Bavón. En esta obra romántica del siglo XIX vemos la visión que tuviera el políptico cuando fue visto por el rey Felipe II en el año de 1559. Es un escorzo su imagen ladeada, donde la perspectiva de la capilla de Gante es recreada con la simplicidad que la obra de Van Eyck complementa así por su tamaño. 

Es interesante el cuadro de De Noter porque nos sitúa en el contexto geométrico de una obra de difícil ubicación física. Es una recreación y fantasía lo representado ya que un políptico como ese era imposible de poder verlo así, colgado como un cuadro en la pared. Estos retablos se cerraban y en su parte exterior también disponían de obras para visionar. Pero el pintor consigue, sin embargo, algo muy instructivo para el conocimiento del Políptico de Gante. Visto así desde lejos y en perspectiva consigue hacer de la obra maestra algo ahora muy manejable mentalmente. Podemos calibrarla mejor, relacionarla así con otras cosas o con la medida de otras cosas representadas. También admirar la grandeza de aquellos años del siglo XVI, donde el Arte era mucho más de lo que hoy se entiende por ello. En el homenaje que De Noter hace a su colega Van Eyck nos presenta un espacio interior muy iluminado donde ahora solo tres personas son incluidas en él. No podrían haber más para admirar el políptico en su grandeza pero tampoco ninguna persona como para no comprender una visión que era más una necesidad espiritual que de belleza... Porque ambos conceptos en el políptico de Eyck están confundidos: la belleza es lo mismo que la espiritualidad que representa. Y representa el mundo catalogado como un universo recreado para ser belleza y ser espíritu, con toda la explicación racional que de una creación justificada en su belleza pudiera ahora ser pieza fundamental de toda una consigna teocéntrica. Porque el dios central tiene la figura antropomórfica parecida al Adán más alejado o al san Juan más cercano de su izquierda. El mundo está hecho para el ser humano y la belleza es fruto además de su creación humana más fascinante, esa misma que se identifica con la otra..., y que se justificaría así con la armonía tan elaborada que un nuevo arte renacentista pudiera componer. 

(Óleo El Retablo de Gante por los hermanos Van Eyck en la catedral de san Bavón, 1829, del pintor Pieter-Frans De Noter, Rijksmuseum, Holanda; Políptico de Gante La Adoración del Cordero Místico, 1432, de Jan Van Eyck, Catedral de san Bavón, Gante, Bélgica; Detalle del Políptico de Gante, la virgen María, 1432, Van Eyck, Gante.)

3 de febrero de 2020

El Greco crearía la sublimación de un Arte moderno trescientos años antes en la historia.



El grupo escultórico griego Laocoonte había sido descubierto en las ruinas de Roma a comienzos del siglo XVI. El propio Miguel Ángel cuando lo vio desenterrado y salvado de la ruina se habría maravillado comprendiendo la grandiosidad artística del periodo helenístico. Era la manifestación de la Belleza en todas sus formas tangibles e intangibles. El Laocoonte representaba todo lo que los griegos habían conseguido enaltecer con su concepto universal de la Belleza. No sólo la verosimilitud de unos cuerpos humanos en piedra, no sólo la composición de una acción congelada en el tiempo (la leyenda del ataque de dos serpientes enviadas por los dioses para defenestrar al sacerdote troyano Laocoonte), no sólo su exaltación de la mejor armonía entre el sentido y la forma, sino la representación más digna de una actitud heroica y elogiosa que de un cruel sufrimiento pudiera tener un hombre. La composición escultórica había sido trasladada a Roma desde Rodas en el siglo I para acabar siendo instalada en el palacio-domus del emperador Tito. Siglos de decadencia y ruina habían sepultado la escultura hasta que, en el año 1506, fuese renacida de nuevo para poder ver aquel sentido de Belleza que los griegos tuviesen siglos antes. Pasaría el Renacimiento y pronto llegaría un pintor que inventaría un sentido muy diferente de Belleza. La última obra de Arte que pintase El Greco antes de fallecer fue su obra Laocoonte. Era la única que hiciese de la mitología griega, ya que todas sus obras habían sido religiosas. Pero al final de su vida se decide y pinta ahora algo maravilloso. ¿Cómo se podía pintar en esos años una obra tan innovadora? Hay que situarse en el clasicismo de comienzos del siglo XVII para sorprenderse mirando una obra tan anacrónica para entonces. 

Porque entonces no se pintaba así en absoluto. Haciendo una abstracción estética al sentido que el Arte era por entonces, olvidándonos hoy de lo que sabemos de Arte por sus evolucionados estilos en la historia, ¿habríamos admirado entonces estéticamente una obra así? Hoy la admiramos encantados de ver algo tan sublime, original y fascinante, pero, y entonces, ¿comprenderíamos satisfechos también lo que esos cuerpos inarmónicos, esa composición delirante o ese personaje principal tirado en el suelo sin la mínima dignidad estética, mirando ahora con desesperanza abatida el cómico rostro de una serpiente, representaban de ese modo tan heterodoxo? Con esta sugerente reflexión podemos ahora admirar no sólo la obra sino al creador tan original que fue El Greco. Atreverse a pintar así una obra que suponía además el paradigma de Belleza sublimada, objeto del descubrimiento que un siglo antes había alumbrado una escultura helenística en el Renacimiento. El Greco incluye dos personajes más en su obra aparte de Laocoonte y sus dos hijos. ¿Quiénes son? Sólo podemos elucubrar. El más alejado de los dos está compuesto además con la curiosa representación de dos rostros opuestos. Más misterio enigmático. Para El Greco la pintura debía reivindicar alegóricamente lo que la belleza deliberada había consagrado antes en su expresión estética. Él no pinta a Laocoonte exactamente, utiliza su leyenda para componer otra cosa, lo que él deseaba manifestar en su obra alegórica. No respetaría nada de la leyenda original, incluso podemos esperar que ahora las serpientes sean vencidas por la forma en que son contenidas por las manos de los protagonistas. 

La leyenda contaba que el caballo de madera que los griegos habían dejado en Troya no fue aceptado por Laocoonte, y que por eso sería atacado por los dioses. Pero en la obra no es Troya es Toledo la ciudad que el pintor compone al fondo. El pintor cretense desea que el que mire su pintura tenga que pensar o descubrir un sentido oculto en su obra. Era su arma y su manera de enfrentarse a una sociedad y a una época. ¿Qué representaba Laocoonte? Era un sacerdote troyano de Apolo que renegó de la ofrenda que los griegos dejaron, engañosamente, a las puertas de su ciudad. Se enfrentó con su rey Príamo, con sus correligionarios troyanos y con los soldados de Troya. Él fue el único que se atrevería a negar la bendición de ese regalo de los griegos. Una alegoría de como a él mismo le sucediera cuando se enfrentara al gusto artístico de su rey (Felipe II rechazaría algunas de sus obras), a la jerarquía toledana o al provincianismo cultural de una época oscura. Nadie hubiese hecho una pintura como esa por entonces, salvo él. Ya le quedaban pocos días de vida y hasta su hijo debió luego finalizarla. No podemos saber qué representan los dos personajes misteriosos de la derecha. Algunos críticos hablan de Adán y Eva. ¿Por qué? ¿Sería una sublimación de una redención tardía? Como los primeros seres de la genealogía cristiana caída en desgracia, los personajes troyanos son ahora aquí una alegoría parecida. ¿Se equivocaron ellos también? Para la tradición de la caída de Troya se equivocaron, y por eso acabaron atacados mortalmente por los dioses griegos. Pero para la gloriosa tradición artística de belleza clásica, ¿se equivocó Laocconte? No porque Laocoonte fue fiel a sus principios éticos de firmeza ante la ofuscada traición de unos dioses díscolos. Esto fue reconocido por el pathos griego que elogiaba el heroísmo personal recio y determinante, gestos reconocidos por su belleza representada ahora ante el dolor más terrible. Había defendido su opinión y murió Laocoonte defendiendo a sus hijos atacados por viles serpientes asesinas. El Greco conocía bien la leyenda y la simbología de aquella sagrada belleza helenística. Aun así no dejaría que sólo la belleza clásica fuese elogiada sólo por su grandeza física. Ahora, además de su peculiar manierismo sublimado, perdonaba el error humano añadiendo los primeros seres defenestrados en aquel paraíso primigenio. Uno de ellos mira la escena terrible con la afectación de comprender que eso mismo, una culpa, fue lo que a él le sucediera. La otra figura lo duda, y en esa dubitativa actitud el pintor no supo más que componer un bifrontismo alegórico, uno para poder disentir ahora de que lo que estaba sucediendo fuera o la consecuencia de un error perdonable o el de una terrible culpa desastrosa. 

(Óleo Laocoonte, 1614, El Greco, Galería Nacional de Arte, EEUU; Fotografía del grupo escultórico Laocoonte y sus hijos, Escuela de Rodas, periodo helenístico, Museo Vaticano, ilustración de Jean-Pol Grandmont.)

27 de enero de 2020

Una obra neoclásica sin finalizar alcanzaría a obtener un cierto elogio de grandeza.



El pintor francés David abandonaría la composición de un retrato en su obra Psique abandonada durante el año 1795. Pero esta particularidad azarosa convertiría su obra en una suerte de metáfora afortunada de la personalidad abrumadora de Psique. Porque este personaje de la mitología no era una deidad o una divinidad siquiera, aunque al final de su aventura vital alcanzase a medrar con los dioses en su morada trascendente. Porque de entre todas las etapas existenciales de Psique la que supuso el momento de su abandono por Eros, el amante dios que la sedujese condicionado a no verlo nunca, es el mejor ejemplo expresivo para representar la figura material de la imagen de un alma. El sentido de abandono se corresponde muy bien con la explicación metafísica del alma humana. Es así porque el alma, entendida en su acepción más trascendente, proviene y va hacia un hecho aglutinante de manifestación divina poderosa. Pero, entremedias, durante su desarrollo anejo a lo material de un mundo terrenal poco sublimado, el alma vagabundeará solitaria y perdida entre los abruptos afanes de una liberalidad muy desubicada. Abandonada así por completo y sin poder evitar la sensación confusa de tener deseos, satisfacciones efímeras o imágenes engañosas en su etapa terrenal. El óleo abandonado -sin terminar-  por el pintor francés coincide ahora con el sentido metafórico de su obra neoclásica. ¿Fue una casualidad o no? Porque el alma nunca consigue desarrollar por completo su total evolución en este mundo. En nadie, ni siquiera en los grandes personajes tan gloriosos, místicos, santones o embargados de divinidad que la historia nos ofrece. 

La metáfora en la obra inacabada de David es a posteriori... La vemos inacabada pero el Neoclasicismo no era así, no finalizaría nunca una obra del modo en que David la dejara en el año 1795. Cualquier otra obra de este pintor nos lo demuestra. Porque los colores, los perfiles o el fondo sin confeccionar de la obra, no suponen el estilo tan elogioso de la iconografía neoclásica tan elaborada. Los que vemos la obra y conocemos el mito de Psique pensamos que, tal vez, ese abandono de la joven desesperada por haber perdido a su amante,  es sublimado aquí en el hecho de no haber terminado el pintor su obra de Arte. Parece incluso una obra de una etapa modernista de un siglo después, cuando los pintores, sin desmerecer la figura humana, pintaban el fondo, la textura y los colores con el sesgo modernista de solo esbozar, matizar o maridar tonos sin concierto o sin definición. Pero es que así mismo debe ser la pasión terrenal del recorrido vital del alma humana: apenas esbozado o matizado, sin concierto ni definición en su sentido inmanente. Debería hacerse el alma, se supone, como toda obra clásica, con los perfiles idealizados de una composición terminada por completo. Pero, no, no es así, sin embargo. Conseguirá a veces llegar a emocionar en sus alardes espirituales conseguidos -como el alma evolucionada de algunos seres avanzados- pero con los matices deslavazados observados así en la obra sin terminar del pintor David.  A pesar de sus indefiniciones la obra de Jacques-Louis David es extraordinaria por su alarde artístico apenas conseguido. Como el alma. Sin embargo, la obra no alcanzaría mérito artístico alguno en el Arte, lógicamente. ¿Y, ahora, por qué no tampoco? Porque el momento temporal de su creación es fundamental para valorar una obra artística. Una pintura clásica no tendría hoy conciliación estética magistral -admiración artística- más que con las características propias de su tiempo, no del modernismo posterior o de ningún otro momento artístico subsiguiente. Porque no es lógico ni coherente, ni tiene sentido iconográfico, un estilo fuera de su tiempo. El sentido coherente lo da la tendencia temporal propia de su momento histórico, y éste es un dato fundamental para evaluar una obra de Arte reconocida. Si hoy existiera un personaje como Rubens, por ejemplo, y pintase como lo hiciera éste en el siglo XVII, no sería muy valorado en nuestra época. 

El alma es igual. Necesita tener sentido en su propio tiempo azaroso de evolución personal. El alma solo es alma realmente cuando está perdida, ni antes ni después.  Así, el pintor David descubriría a posteriori que componer a Psique de ese modo, tan melancólicamente abandonada, era la mejor forma para representarla en un lienzo. Pero, sin embargo, no la acabaría. No lo hizo. Nunca finalizaría la obra neoclásica. ¿Se arrepentiría? Hay pocas obras de Arte representando a Psique sola, porque el sentido del mito era la unión con Eros y el Arte así lo representaría la mayoría de las veces. Pero David no solo la pinta sola, que es posible encontrar obras solitarias de Psique, sino que además la pinta con el gesto atribulado por la sensación del abandono más desolado que un ser tan desesperado pueda tener. Sin incluir además en la obra otra cosa más que sus propias manos inutilizadas o el semblante más perdido de un rostro tan abandonado. Hoy valoraremos la obra de David por la conjunción de haber sido compuesta por un gran pintor y representar una escena acorde con el existencialismo contemporáneo. Un pensamiento éste que, atropellado en la obra por el mito de su personaje vagabundo, veneramos más hoy por el devenir terrenal de una azarosa existencia, que por el anhelo inmortal de un espíritu tan meditabundo.  

(Óleo Psique abandonada, del pintor neoclásico Jacques-Louis David, 1795, Colección privada, EEUU.)

17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

10 de enero de 2020

Cuando el estilo y el tiempo alcanzaron a mejorar al genio y al autor en un mito clásico.



El Barroco y el Romanticismo fueron dos tendencias artísticas con un cierto grado de semejanza estética. Utilizaban el clasicismo en lo formal pero con un cierto realismo mágico, irreverente o heterodoxo en su acabado estético. En este caso compararé a dos pintores incomparables. Incomparables porque uno es un genio y un maestro del Arte barroco, Rubens, y el otro tan solo un desconocido artista británico que no se acabaría de inscribir en ninguna tendencia propia de su tiempo, William Etty (1787-1849). Este pintor viviría en pleno fulgor del Romanticismo, cuando el sentimiento o la innovación determinarían gran parte de los comienzos estéticos del siglo XIX. Pero el pintor se decantaría más por el naturalismo realista sin ningún apego a la emoción, al sentimiento o al carisma romántico. Ambos pintores, con dos siglos de diferencia, compusieron, sin embargo, dos temáticas semejantes en dos respectivas obras: El mito de Hera y Leandro y el mito de Las tres Gracias. La biografía de Etty nos cuenta la curiosa circunstancia de un pintor que descubriría en época puritana las ventajas de incorporar el desnudo a sus obras. Se especializaría en representar siempre un desnudo en cualquier obra que crease. Fue criticado tanto por eso como alcanzaría el éxito por lo mismo. Sin embargo, al final de su vida dejaría de ser valorado por el público y sus obras estarían condenadas a la mediocridad. Aquí he elegido dos de sus obras que me parecen más elogiables. Al comprobar su temática no pude evitar la tentación de compararlas con obras de Rubens propias de lo mismo.

Para evaluar las obras de Etty y llegar a la temeridad de elogiarlas frente a Rubens hay que analizar las del pintor británico con franqueza estética. En el caso del mito de Hera y Leandro Etty consigue una composición extraordinariamente bella de la leyenda, cuando Rubens (su taller), a cambio, consigue espectacularidad compositiva y originalidad. En el caso de Las tres Gracias, Etty alcanzará originalidad, armonía, ritmo y soltura en su acabado, cuando Rubens, sin embargo, consigue obtener mayor genialidad compositiva y una belleza estética magistral. Hay ciertas obras de Rubens que fueron elaboradas por su taller, como sucede en esta obra Hera y Leandro, dónde observamos cómo las nereidas transportan el cadáver hundido y ahogado de Leandro. La obra muestra un remolino marítimo con la fortaleza de una composición exagerada de una mitología alejada ahora de cualquier atisbo emocional. En Etty es justo lo contrario, el cadáver de Leandro descansa en una playa del Helesponto adonde Hera ha llegado para poder abrazarlo. Los dos amantes forman una línea diagonal consiguiendo el pintor alcanzar un clímax emotivo extraordinario. En las tres Gracias, Etty, sin embargo, solo consigue apenas entusiasmarnos con la originalidad de una composición muy atractiva. No puede llegar a la genialidad de Rubens, pero sí nos emociona por la simpleza con la que lleva a obtener Etty una belleza natural muy elogiosa.

Rubens en su obra Las tres Gracias obtiene la mejor sinfonía artística en un cuadro de desnudo. Aquí es incomparable querer comparar algo. Es importante dejar claro esto, pero deseaba elogiar también la pintura de Etty frente a la de un maestro que había pintado lo mismo siglos antes. Sobre todo por el hecho curioso de haber elegido el pintor británico el que las tres ninfas miren ahora a un mismo lugar. No interactúan entre ellas, como la obra barroca, sino que independientemente son ellas las que, girando en un círculo imaginario, son la misma y a la vez  son diferentes. El mito romano de las tres Gracias definía el sentido metafórico de la esposa, la amante y la prometida. Dos se miran entre sí mientras la amante, menos virtuosa, mira sola o es marginada. Etty rompe con cualquier mito, prejuicio o leyenda y ofrece en su obra la libertad de elección o la dignidad de emoción en cada una de ellas. Del mismo modo, consigue un naturalismo estético que lleva a glosar una belleza muy atrayente a pesar de los atisbos puritanos en solo pintar medio cuerpo desnudo frente al desnudo integral de Rubens siglos antes.

La leyenda de Hera y Leandro contaba el amor imposible de una sacerdotisa de Tracia y un joven de Misia separados por el estrecho del Helesponto.  Este paso marítimo del mar Egeo hacia el Mar Negro hacía peligroso cruzar una costa a la otra. Una noche Leandro se atreve a cruzarlo a nado para ver a Hera, muriendo ahogado en sus aguas negras. En la obra de Rubens el dramatismo de la leyenda es compuesto con todo su detalle marítimo más macabro, incluso a la derecha vemos el cuerpo de Hera tirándose al mar para seguir a su amado bajo el agua. En el Barroco no hay salvación y la literalidad de la narración mítica es perseguida casi siempre en sus obras. En el caso de Etty, que no era romántico aunque vivió en ese periodo, conseguirá llevar su obra, sin embargo, al sentido más emotivo de un elogio romántico. No se expresa por ejemplo la fatalidad de acabar ella con su vida al descubrir el cadáver de Leandro, lo deja el pintor británico en suspenso, expresando mejor la emoción que el desencanto, o la propia gloria del amor que el cadalso irracional de un apego mortal ante lo inevitable. La realidad es que el creador flamenco buscaría atraer con espectacularidad la venta de su cuadro, y el británico llevar un motivo natural como el desnudo al mejor encuadre artístico en un cuadro. Porque ambos pintores fueron muy interesados económicamente en su trabajo. Etty encontraría en el desnudo el mejor sentido para alcanzar el éxito. Rubens no dejaría de componer con su taller todo tipo de obras que pudieran atraer a una clientela elitista. Pero ambos fueron honestos artísticamente al menos una vez en dos opuestas temáticas. Rubens alcanzaría la gloria más elaborada y magistral con su obra Las tres Gracias, y Etty llevaría a descubrir una genialidad en su alarde de componer una emoción romántica a pesar de no ser del todo fiel a la leyenda.

(Cuadro Hera y Leandro, 1828, William Etty, Tate Gallery, Londres; Óleo Hera y Leandro, 1610, Rubens (taller de), Museo de Arte de Dresde, Alemania; Obra Las tres Gracias, primer tercio siglo XIX, William Etty, Museo Metropolitan de Nueva York; Óleo Las tres Gracias, Rubens, 1635, Museo del Prado.)

7 de enero de 2020

La sed como una metáfora existencial situada entre la búsqueda y la necesidad.



Cuando Eugène Delacroix se tuvo que situar entre el clasicismo y la modernidad descubrió, con su peculiar Romanticismo, la gracia artística divina necesaria para alumbrar un nuevo sentido expresivo en el Arte. ¿Qué era entonces lo importante, la forma o la emoción? No podía alejarse de una cosa sin distanciarse de la otra, así que comprendió que la libertad creativa no era sino la única manera de expresar de siempre aunque dejando ahora que la inspiración fluyera sin prejuicios. En el año 1825 compuso una obra sorprendente, Bandolero herido apaga su sed. En ella sitúa a un paria de la sociedad tendido sobre un paisaje desolador ante el lecho de un río calmando su sed. Nada más. No hay otra cosa más. ¿Dónde está aquí la combinación de la forma y la emoción románticas? ¿Qué sentido tenía plasmar una agonía tan poco ejemplar para una especie humana tan evolucionada? Era la visión de un ser humano poco diferenciada de la de sus ancestros primitivos: representaba ahora la exposición más bestial frente a la más civilizada. Para el Romanticismo de Delacroix la expresión de la fuerza de lo primitivo era, sin embargo, un elemento artístico fundamental. Pero, ¿era sólo ese el sentido iconográfico de su obra? 

Porque el Realismo no formaba parte de la visión artística de Delacroix. No podía representar su estética nada que expresara algo muy real ni muy bello de la naturaleza o del mundo. Así que, entonces, cómo debemos entender esta romántica obra de Arte. Hay dos cosas que se complementan en la biología de nuestro mundo: la necesidad y su búsqueda para satisfacerla. Cualquier búsqueda es consecuencia de una necesidad, y ésta siempre conlleva una búsqueda para poder satisfacerla. En cualquier ser animado ambas cosas están ligadas por el mismo prurito biológico: sobrevivir.  Pero solo en el ser humano hay algo más, un sentido que en el Romanticismo de Delacroix formaría parte además de su filosofía artística: la emoción. No bastaba la forma, también era necesaria la emoción. Pero en este caso habría además que definir la emoción con rasgos no solo sentimentales sino también racionales. Es una definición que podría entenderse como la capacidad mental para sentir algo que nos promueva a la acción, sea ésta física o intelectual. Pero que se origina en el interior emotivo del ser humano porque un alumbramiento intelectual, por ejemplo, también puede ser entendido con emoción o alegría racional. Cuando sentimos sed física la calmamos con la naturaleza, cuando sentimos sed emocional o racional la calmamos con otra cosa. La diferencia es delatadora...  En la sed física no hay inquietud ni incertidumbre de cuál necesidad (sabemos lo que queremos). En la otra sed, la emocional, la cuestión es muy distinta. Entonces es cuando la búsqueda es mucho más angustiosa porque no sólo no sabemos dónde está el objeto, sino que ignoramos incluso qué cosa es o puede ser considerada como eso mismo que anhelamos.

Para el espíritu romántico esa metáfora existencial era un paradigma sutil muy necesario. Delacroix representa en su obra a un ser humano herido, a un hombre perseguido y fuera de la civilización ordenada. Con ello nos expresa la visión más perdida del sentido demoledor de una necesidad insatisfecha. Sin embargo en la obra romántica el sujeto satisface su ansia ante el objeto que necesita. ¿Sólo ahora y solo ése? No. Por esto es un ser herido el personaje en la obra. No bastará... La satisfacción de una necesidad perentoria no será suficiente para el sentido completo de una existencia humana. El pintor además nos expone la satisfacción mientras se lleva a cabo. Aquí, a diferencia de otras tendencias artísticas, el Arte nos representa el presente temporal más aleccionador. Está ahora, en el único instante artístico reflejado, llevándose a cabo la acción en la representación pictórica. En la metáfora de ese sentimiento humano tan vital -la satisfacción de una sed- el Arte romántico lo retrata en presente como una necesidad iconográfica ineludible. No está expresando la obra de Delacroix la búsqueda de una necesidad perentoria, sino la calma de una necesidad que se manifiesta justo en el momento actual más inmediato. Antes de esto sería la búsqueda, pero luego de satisfacerla, ¿qué será? Aquí está el sentido metafórico de la obra artística romántica. El luego no lo veremos en el Arte porque seguirá siendo una angustia retrasada esa búsqueda... No calmaremos la sed emocional/racional nunca. Por eso es un personaje marginado y lastrado el que nos representa la obra romántica. Ninguna satisfacción puntual logrará recomponer el imposible sentido de una necesidad incierta, desconocida e insatisfactoria. Porque no podemos satisfacer algo que ignoramos qué es o si existe incluso. Todo seguirá siendo una necesidad siempre insatisfecha, a pesar de querer transformarla a veces con sucedáneos que conviertan una búsqueda imposible en una diversión eternamente temporal.

(Óleo romántico Bandolero herido calma su sed, 1825, del pintor Eugène Delacroix, Museo de Bellas Artes de Basilea, Suiza.)

18 de diciembre de 2019

La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.



Cuando el pintor francés Jacques Louis David comprendiera que su relación con Francia había terminado luego de que Napoleón cayese bajo el cetro de Luis XVIII, decidió emigrar a Bélgica antes que aceptar la invitación del nuevo rey francés. No podía continuar en París después de haber sido cómplice en la ejecución del rey Luis XVI, del apoyo decidido a la Revolución y luego al seguidor imperio de Bonaparte. Así que se marcharía a Bruselas y allí pintaría los últimos cuadros neoclásicos de su vida. David se había inspirado casi siempre en la mitología grecorromana para sus obras. Para un pintor neoclásico no habría nada mejor;  sin embargo, al final de su vida, suavizaría los colores y perfilaría los contornos con una delicada y sutil delicadeza. Había padecido el pintor una larga vida tumultuosa y cambiante, incluso en algo arrepentida o, cuando menos, decepcionante. Pero, como pintor extraordinario que era, no podía rehuir de su querida teoría neoclásica del Arte, aquella que definía la pintura como el resultado de combinar grandeza, sublime originalidad y excelsa belleza. Para el año 1818 quiso plasmar en un lienzo la escena emotiva de una separación mítica, la de Telémaco y Eucaris. Aunque la Odisea de Homero no hablaba de ninguna relación entre la ninfa Eucaris (sirvienta de Calipso) y el hijo de Ulises, Telémaco, los escritores de los siglos XVII y XVIII compusieron poemas clásicos de la aventura de Telémaco para hallar a su padre, incluyendo algunos amores del afanoso hijo del gran héroe legendario.

El escritor francés Fenelón publicaría su relato Las aventuras de Telémaco en el año 1699, y el escritor español, nacido en Lima, José Bermúdez de la Torre, publicaría en el año 1728 su gran poema clásico Telémaco en la isla de Calipso. El pintor David trató siempre de buscar la inspiración de sus obras en sus propias emociones además de en el relato. Así lo haría con su obra El rapto de las Sabinas en el año 1799, cuando el sentimiento de las luchas fratricidas en Francia, luego de la sangrienta revolución, le llevara a necesitar expresar en un lienzo la salvífica intervención de las sabinas entre las dos huestes romanas enfrentadas. Pero ahora, en su vejez en Bruselas, había algo que le llevaría a componer una escena emotiva que reflejase su sensación más vitalista por entonces. La escena imaginada de Telémaco y Eucaris es la dolida despedida inevitable de dos amantes. La mitología griega ya tenía una despedida así, Venus y  Adonis, pintada magistralmente por Tiziano en el año 1553, o la genial Venus Adonis y Cupido pintada por Annibale Carracci en el año 1590. Pero entonces su representación era más una frivolidad que un deber moral, ya que el Renacimiento no era demasiado moral comparado con el Neoclasicismo posterior, más aún con el clasicismo del obcecado David y su alto sentido del deber, de la rectitud o de la moral republicana. Según la mitología, Adonis se marcha a una cacería a la que había sido llamado por Zeus, una invitación de la que Venus sospecharía, temería que algo le podría suceder a su vulgar amante...  Zeus acabaría con Adonis por la osadía que un simple pastor tuvo de enamorar a una diosa. Pero, con Telémaco, la leyenda y su imaginación poética llevaría al personaje a ser atribuido de un deber moral superior a cualquier cosa, incluso ante el amor que sintiera por Eucaris. La diosa Minerva le había dejado claro a Telémaco que debía continuar su viaje en busca de su padre, Ulises. Así que, ahora, fue el deber frente a la emoción. Ese fue, por tanto, el sentido básico y fundamental del motivo de la obra de David.

Así pintaría su cuadro La despedida de Telémaco y Eucaris, con el emotivo escenario de una cruel despedida romántica, carente ahora de todo romanticismo. Por eso hace fijar la mirada del hijo del héroe homérico hacia el espectador. Lo hace con la complicidad racional de lo clásico frente a lo romántico, y lo hace, además, en pleno momento del Romanticismo más desgarrador. Por eso esta obra refleja, más que ninguna otra, la terrible dicotomía estética entre lo racional y lo emocional de una forma sublime. Es la sempiterna diatriba existencial de los seres humanos: acoplar dos realidades diferentes y enfrentadas en una única realidad existencial. El pintor la sufriría en su propia vida, Francia además en su propia historia, y el Arte no podría ser menos... ante la dificultad de combinar emoción con razón, belleza con mensaje o equilibrio estético con atrevida creatividad. Para su obra el pintor neoclásico no cambiaría mucho su estilo o forma de componer con la grandiosidad de antes. Tal vez, alguna novedad en los colores,  más atenuados ahora, o en el perfilamiento de los contornos, ahora más señalados. Pero ninguna cesión al Romanticismo avasallador. O, tal vez sí. Porque la figura de Eucaris está entregada ahora a  su destino cruel, abrazándose así desolada a Telémaco. ¿Desolada? Porque su gesto no deja de ser el gesto resignado de una mujer fuerte ante la adversidad. ¿Y el gesto de él? Aquí Telémaco está decidido a marcharse porque su deber así se lo exige. Aunque sí deja entrever alguna emoción sentida. Primero, en su mano derecha apoyada en el muslo de Eucaris, y, después, en la inclinada suavidad de su cabeza dirigida hacia ella. Pero, nada más. Sujeta firme la lanza que su mano izquierda dirige hacia arriba, hacia la decisión ineludible e inflexible que su destino vital le obligue frente a cualquier otra sensación o sentido diferente.

¿Era una necesidad existencial que el pintor requería hacer consigo mismo al final de su vida, ante las desavenencias de una conciencia atribulada por los años y la decepción? Porque parece la mirada del personaje la misma del pintor: una mirada dirigida a nosotros, como queriendo justificar una vida entregada a sus pasiones más inevitables, pasiones que no fueron seguramente más que sentidos injustificados por un deber mal entendido. Cuando repasamos las decisiones que hemos tomado en la vida, no podemos más que aceptar que fueron tomadas a pesar de su buen o mal sentido. Hay como una obligación o sensación ajena a nosotros que nos lleva por las intrincadas sendas de una existencia indefinida. Telémaco nunca posaría así en ningún momento de su imaginada vida literaria. El Arte de David, como el de los poetas anteriores, lo utilizaría para justificar una emoción necesitada. Una emoción racional, nada romántica ni sentimental, sino todo lo contrario. Es por esto por lo que el Arte es una maravillosa excusa para comprender la confusa realidad del ser humano. Porque justificaremos casi siempre nuestras debilidades vitales o existenciales por razones sentimentales o emocionales, nunca por las racionales, cuando la realidad es que toda acción motivada, emocional o no, puede conllevar una consecuencia no deseada o no justificada. El pintor David lo sabría y no encontraría un mejor motivo estético que la dulce, sentida, resignada o calmada despedida emotiva de dos amantes.

(Óleo La despedida de Telémaco y Eucaris, 1818, del pintor neoclásico David, Museo Paul Getty, EEUU.)

26 de noviembre de 2019

La inmensidad y la fugacidad determinan el sentido o el sinsentido del mundo.



Cuando el pintor holandés Pieter Claesz, aficionado a las vanitas, decidiera en el año 1628 realizar una obra que expusiese la fugacidad o futilidad de las cosas, incluiría en su iconografía la figura sublime de la escultura helenística El niño de la espina o Spinario. Esta talla griega fue creada en bronce en el siglo I a.C., pero se hicieron luego muchas copias, en siglos posteriores, como la que vemos en esta obra barroca, realizada en mármol para decorar algún palacio romano de la época renacentista.  El pintor la incluye en su obra para representar la inutilidad de las cosas artificiosas producidas por el hombre. ¿Dónde radica el sentido de querer ordenar el mundo con elementos fabricados o creados, con el tamaño además adecuado para no desorbitar o alterar la medida ni la realidad existencial o genuina del hombre?  Tal vez en el miedo a no ser nada, o en la angustia ante la inmensidad incontrolable e inabarcable del universo. Menos de doscientos años después el romántico creador alemán Caspar David Friedrich compuso su óleo Monje en la orilla del mar. Ahora este pintor hace justo lo contrario del holandés: expone la desmedida y desorbitada realidad del universo ante un solo hombre sin poseer nada. En una representación se expresa el sinsentido de la vida que objetiva el final inapelable de todo; en la otra se representa el misterio de lo grande, que no incluye ahora para nada a lo pequeño. Esa es la diferencia: en la obra barroca la vanidad (belleza artificial) del hombre actúa entre las cosas, los objetos y artificios que él observa orgulloso. En la obra romántica la emoción de una visión parecida (belleza natural en este caso) no actúa en ningún caso con el universo merecedor de ese espectáculo. 

De ahí proviene la querencia a la vanidad de las cosas: de no poder asumir personalmente (dominar, controlar, gobernar) la inmensidad poderosa de lo inaprensible. Para ello nos rodearemos de cosas que podamos manejar, disponer o fagocitar a nuestro antojo. En época barroca los vanitas (cuadros representando la fugacidad de la vida) fueron compuestos con profusión frente a otras tendencias artísticas de la historia. Probablemente, fue un tiempo en que los seres humanos comprendieron la fatalidad de aferrarse a una existencia pasajera rodeada de cosas o elementos materiales. Luego, cuando el Romanticismo separase decidido al hombre de su medio, éste buscaría afanoso el sentido existencial en lo más alejado de sí mismo. En su obra romántica Friedrich retrata ante una inmensidad gradiente, desde lo más oscuro a lo más celeste, la figura aislada de un monje solitario. Este personaje representa ahora lo más individual en el mundo, la definición más solitaria de un ser dedicado solo a contemplar y meditar. Y esta soledad está ahora frente a lo inasible, a lo que no puede manejar, clasificar o compartimentar. Sólo puede observar, desde lejos, la imposible definición de la nada más concreta. No hay nada ahí, solo el reflejo, manifestado en suaves colores astrales, que sus ojos transformarán en sentido a su conciencia para ser aprehendido finalmente por su espíritu. En la obra de Pieter Claesz, a cambio, no hay nada de esto, son cosas fabricadas por el ser humano para ser admiradas, utilizadas o repensadas por él, son cosas existentes con las que el ser humano pueda actuar en el mundo. Todas fabricadas, salvo una. La que era muy precisa incorporar en cualquier óleo de vanitas: la calavera y el hueso impenitente. Con ellas el ser observador relativiza ahora el sentido lúdico de lo que observa. Es él mismo el que además está ahí representado entre la sombra. Esto recordaría siempre la fugacidad y la inutilidad de las cosas de la vida. Pero, y, en el otro cuadro, qué lo representará.

En la obra del pintor alemán no hay nada que haga recordar la fatalidad existencial más inapelable. El observador aquí, que son dos, el monje y el que mira el cuadro, solo disponen de una visión inespecífica e ilimitada para resolver el sentido existencial de la vida. No hay nada ahí que materialice nada. No hay materia, por tanto no hay nada que ver. ¿Qué es eso, entonces, ondas electromagnéticas universales, vapores de agua condensados? No, exactamente. Esta es la complejidad de una representación que no es más que una inmensidad limitada por unos colores expresados por el hombre. Sin embargo, eran colores también los que representaban las cosas materiales en la obra barroca. ¿Entonces, en qué difieren las cosas representadas de ambas obras? En que una es dominada por el hombre que las compone, que las adjunta unas a otras, que las separa o que las une y las coloca así para ser creadas... En el otro caso es solo observada por él, no compuesta por él. No hay más que una visión sobrevenida ante una escena determinada sólo por un momento y un lugar específicos. Ambos, tiempo y espacio, son cosas naturales, universales, y solo ahora retratadas aquí por el hombre. No puede el hombre actuar con ellas, ni entenderlas, ni usarlas, ni siquiera pensar que, por ellas, pueda dejar de existir o de que su existencia tenga un sentido diferente, trascendente incluso. No. Ahora no, ahora no puede hacer más que observar lo que mira. Lo que sí puede hacer, a cambio, es transformar una observación en un sentimiento íntimo... Y sentir una emoción especial al comparar su limitada existencia fugaz con la desmesurada, inasumible e infinita realidad de un universo impresionante.

(Óleo Monje en la orilla del mar, 1810, del pintor romántico Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín.; Cuadro barroco Naturaleza muerta vanitas con el Spinario, 1628, Pieter Claesz, Rijksmuseum, Holanda.)

9 de noviembre de 2019

El Arte es la expresión armoniosa de un sentimiento, no el sentimiento ni su interpretación racional.



Para entender lo que es el Arte, qué mejor muestra que estas obras maestras donde reflexionar sobre la implicación de lo representado (valor explícito) frente al sentido de lo estético por antonomasia (valor implícito). No es el Arte un mural historiográfico para ver lo que se muestra desde un título explicativo sino el lienzo equilibrado y armonioso para sentir la combinación sutil de belleza expresiva y mensaje sublimado. La leyenda o la historia siempre motivan una parcial visión ideológica desde la hábil trama de un avezado autor. Pero la poesía y el Arte pictórico lo utilizarán para, sin finalidad alguna material ni ideológica, elaborar la imparcial creación que consiga expresar emoción, armonía y sentido estético. Sin estas premisas sobre el Arte es imposible comprender para qué existe o cuál es su sentido. Porque la manipulación llevará a distorsionar o desestimar una verdad que encierra el Arte: la representación de una belleza donde lo que se ve no es exactamente lo que se mira. 

Los grandes pintores de la historia han tratado de expresar la armonía y el sentido estético desde los fenómenos grandiosos de la cultura en la que sus cimientos basaron la civilización en que vivían. Cuando Jacques Louis David quiso componer en un lienzo el sentimiento que más le embargara después de ser apresado por los conflictos de la Revolución, llegaría su emoción a sublimarse tanto como para crear La intervención de las Sabinas en el año 1799. ¿Hemos de ver ahora en su obra la desnudez como un alarde estético innecesario? ¿Hemos de ver en la utilización de un bebé alzado la afrenta insensible a una infancia desamparada? ¿Hemos de ver la representación de un enfrentamiento legendario como el agravio misógino de una cultura machista? ¿Hemos de criticar esta osadía artística como la celebración inveterada de una violencia remarcada? En absoluto. No es eso el Arte. El pintor francés quiso expresar la incongruencia del enfrentamiento entre dos pueblos que estaban unidos por su sangre (las mujeres sabinas habían tenido hijos con los romanos y no distinguían sus antiguos parientes de los nuevos). Y David lo hace con su maravilloso Arte clásico donde el equilibrio, la belleza, los planos distintos, la perspectiva y los ángulos de los perfiles humanos de sus cuerpos, retratan ahora cabales la grandeza de una estética sublime, eterna y agradable.

La formación estética es fundamental para discernir la diferencia en las cosas, por eso el Arte precisa educación cultural y sentido ético y estético para no confundir propaganda con belleza o representación con panfletos de mera ideología interesada. Cuando el pintor barroco Poussin quiso expresar la belleza de su Arte clásico, encontró en la leyenda del rapto de las Sabinas una posibilidad de combinar armonía geométrica con los colores más vivos que su paleta pudiera llevar a un maravilloso efecto. Y lo consiguió gracias a su virtualidad artística sin igual. No es posible la vinculación realista o el sentido documentalista en estas representaciones artísticas. Porque entonces ya no es Arte es otra cosa. Si las emociones que el creador consigue plasmar llegan a unos ojos que admiran la belleza y subliman el mensaje estético, la obra obtiene su sentido más armonioso. Y el mensaje estético, que encierra además un mensaje ético, nos lleva a comprender el inhumano e irracional sentido de obtener por la fuerza lo que se puede conseguir por la belleza. Pero esto no critica nada, ni elogia nada, ni favorece nada. Solo educa en Arte, en sentido y en belleza.

(Cuadro del pintor barroco Nicolas Poussin, El rapto de las Sabinas, 1637, Museo Metropolitan, Nueva York; Óleo neoclásico del pintor David, La intervención de las Sabinas, 1799, Museo del Louvre.)

18 de octubre de 2019

La metafísica más elemental expresada artísticamente gracias al Impresionismo.



De todas las formas de poder entender el misterioso sentido del mundo, el Arte es una de las que siempre deviene poderosa. El ser humano es el ser por excelencia de todas las criaturas del universo porque su sentido de existir es del todo diferente. Ello llevaría a los antiguos griegos a considerar la existencia humana como la representación más extraordinaria de un ente especial. De un ser que justificaba la trascendencia de su sentido gracias a una evolución diseñada a la vez que a un autoconocimiento intuido. ¿Qué otra cosa con vida se observaba a sí mismo, a los demás y cambiaba a la vez como consecuencia de su experiencia? El Arte comprendería eso pronto y los artistas clásicos alzaron sus estatuas y grabados con el entusiasmo de representar la esencia más digna de ser eternizada con belleza. Pero sus modelos entonces fueron héroes o grandes figuras excelsas que expresaban la mejor talla o la mejor postura o la mejor forma para ser representadas. Luego las creencias religiosas modelaron las formas sagradas o los momentos gloriosos donde lo visible para ellas fuese lo único que pudiese y mereciese ser expresado con belleza. Tuvo que llegar mucho tiempo después el Impresionismo más humano, el Posimpresionismo, para que el ser humano fuese representado con la simpleza, banalidad o vulgaridad más extraordinaria que jamás se hubiese realizado antes. Y así lo haría Van Gogh cuando se inspirase en un pintor realista, Millet, para componer su obra La Siesta (después de Millet) en el año 1889. 

¿Qué mayor sentido existencial que esta imagen para describir una metafísica del ser humano? ¿Para qué vivimos? ¿Qué esperar a descubrir más allá de una existencia banal, sosegada, satisfecha y sin pretensiones? En su obra Van Gogh retrata una pareja descansando justo en el momento en que el día separa la mitad de su jornada. Es tan simple, tan mínimo lo que expone el artista en su obra que nadie pudiera pensar que ahí, sin embargo, está representado ahora todo el sentido metafísico de una existencia. No hay más que ver eso para poder entender el mundo, por lo tanto, no hará falta más que eso para poder vivir sin menoscabo. El gran pintor holandés lo sabría y tal vez por eso no pudo conciliar ese conocimiento con la realidad perniciosa de su vida. Cuánta felicidad sentiría el pintor al descubrir la grandiosa representación que expresaba a medida que componía esa escena tan sosegada. Un hombre y una mujer descansan ahora juntos sin más compañía que un cielo azul y una tierra amarilla. Ni sangran ni deleitan las formas que el pintor compone desde la más profunda emoción de un sentido trascendente. Es trascendente porque son seres humanos y no solo seres animados, como los que al fondo se ven pastar sobre una sombra. El ser por excelencia que sabe lo que es y lo que conoce, que comprende lo que hace y lo que ha hecho. Ese mismo ser está ahora dormido sin socavar las serenas motivaciones de una existencia. Toda una metafísica... ¿Hay alguna forma mejor de componer sabiduría motivadora que la expresión acompasada de dos seres juntos (que quieren estar juntos además) bajo un cielo diurno que mantiene con ellos la misma sensación de belleza?

Bajo la sagrada escena impresionista el pintor extiende su sentido existencial buscando el equilibrio estético más simple. Ahora son pares las formas más representadas en la obra. Dos son los humanos, dos son las herramientas, dos el calzado, dos los animales y dos las costillas del carro...  Dos también el contraste, ese contraste de luz y sombra que genialmente Van Gogh compone en su obra. ¿Hay mejor dialéctica para entender una metafísica existencial tan simple como poderosa? Porque es dualidad lo que el pintor expresa sutilmente en su escena de siesta. No hay bajo el cielo más que dos cosas para entender la vida y su esencia. O se está o no; o se duerme o no; o se ama o no; o se trabaja o no... Para que exista algo debe su contrario existir, o su complementario, depende. En la vida todo se limitará a esta sencilla forma de entender las cosas. Pero el pintor trata de buscar una metafísica completa con una escena tan simple. ¿Cómo hacerlo sin dejar de ser simple? ¿Dónde radica aquí la unidad universal de lo originario? Porque para que esa metafísica tenga algún sentido trascendente deberá expresarse algo distinto a lo conocido. El pintor debe hacerlo con sutileza y fuerza compositiva pero sin desmejorar el conjunto impresionista. ¿Dónde radicará en la obra la expresión de esa unidad trascendente tan metafísica? En el cielo...  En ese pequeño pero poderoso cielo azul tan aguerrido. Solitario. Único. Misterioso. Tanto como puedan serlo los rasgos tan poco realistas que un firmamento tan azul tenga ahora, sin embargo, para poder expresar con él un mediodía tan luminoso...

(Óleo La Siesta (después de Millet), 1889, del pintor Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)

4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)

15 de agosto de 2019

La maldad representada gracias al contraste y la excelencia artísticas.



Existe una obra de Arte atribuida a Goya en el museo Metropolitan de Nueva York sin mucha seguridad. Se titula Majas en el balcón y está fechada sobre 1810. Existe otra versión parecida, en una colección privada suiza, donde no existe, sin embargo, ninguna duda sobre la autoría de Goya. Porque no es exactamente la misma configuración de perfiles, gestos, miradas y expresiones las que disponen ambas obras de Arte. La supuestamente apócrifa del Metropolitan es más sugestiva, sin embargo, para desarrollar ahora una reflexión sobre la maldad humana. ¿Cómo representar la maldad donde la belleza y la serenidad son elementos de su composición? Por mucho que busquemos, es difícil encontrar una representación de la maldad en una obra sujeta a criterios de estilismo y belleza clásicos. Salvando la controversia de si es o no es de Goya, estaremos de acuerdo que su estilo o características estéticas se aprecian en esta obra. No es esta controversia lo que deseo plasmar en la entrada sino que, gracias a la afortunada composición y acabado artístico, aspiro a describir la maldad que se desliza sutilmente  en el cuadro.

La maldad ha sido analizada por pensadores a lo largo de la historia. Algunos ofrecen la tesis de que el mundo no dispone de otra cosa que de una función, errónea a veces, necesaria para desarrollar la vida en el universo. Que es el ser humano quien detenta la causa que origina cualquier alteración maléfica en el mundo. Otros filósofos, particularmente Schopenhauer, decían que era al revés, que el mundo era una obsesión universal compuesta de un deseo irrefrenable de manejar las criaturas a su antojo, donde el ser humano no es más que una víctima de este despropósito omnipotente. La realidad es que el concepto victimista y victimario existe siempre en cualquier caso. En un caso es el mundo y en otro es el hombre. De hecho, la maldad solo es posible como concepto si existe su opuesto, ya que lo contrario no sería maldad sino necesidad o función natural, y poco sentido tendría el victimismo en este caso, ya que nada de víctima tiene, por ejemplo, la tierra encharcada y devastada por un río que, ahora, se lleva impasible toda vida por delante. Por tanto, la maldad humana es la única maldad que podemos entender. Aunque existe también un sentido general de maldad, porque no afecta solo a unos miembros contra otros, sino al propio ser humano individualmente consigo mismo cuando, por ejemplo, se aviene a sufrir por cosas ajenas a los demás, como es la muerte, el destino fatal o la propia conciencia de ser o existir. 

La obra Majas en el balcón del Metropolitan (sea de Goya o no) representa, sin embargo, la antropología más estética de la maldad que haya visto en una obra de Arte. Porque la maldad en el Arte no es exactamente latrocinio en acción, que lo es, por supuesto, pero, a efectos de representación, no lo es tanto. Me explico. Las obras de Arte donde la violencia se describe expresamente (Rubens y sus dinámicas violentas por ejemplo) es un reflejo de maldad, pero no es la maldad misma de modo abstracto. Cualquier gesto o acción maléfica que se exprese activa en una representación artística hace lo mismo: manifestar la maldad en un caso concreto de violencia realizada. Ahí la maldad es evidente y explícita. Para definir mejor la maldad es idónea la maldad como sentido o hecho existente antes de que se produzca (lo que, a mi juicio, es el sentido más espantoso de maldad). Y esta obra de Arte de estilo goyesco lo expresa de un modo magistral, lúcido y clarificador. Porque la maldad nunca está menos embozada que cuando parece no agredir, maltratar o ejecutar sus deseos. Porque la verdad, la belleza, la bondad o la ingenuidad serena de un ser desposeído de fiereza (la víctima), no podrá evitar la sombra poderosa de la amenaza sesgada más terrorífica. En esta obra de Arte se perciben ambas manifestaciones. Por un lado, la belleza natural en los rostros no amenazados ni turbados por ninguna sensación ajena a su naturaleza inocente. Son figuras (las majas) amables, coloridas, transparentes en el reflejo de su belleza interior. En ellas vemos la mirada serena, confiada y segura. Aunque no se dirijan a nosotros, aunque parezcan inexpresivas, esas miradas están vibrando interiormente desde la más absoluta sensación de inocencia.

Luego están las figuras oscuras cuyos gestos ocultos o parciales expresan justo lo contrario. Son ahora la amenaza, son el sentido de lo que la maldad representa como concepto flagrante. También banal por no responder a ningún propósito grandioso, a ningún propósito que no sea la absoluta perfidia egoísta y desgarrada de algún sentido de necesidad universal que la propague. La obra no tiene más que las cuatro figuras y la reja del balcón que subyace a las víctimas. Hasta esta reja dispone de una interpretación metafísica sublime: estamos aprisionados entre los barrotes que nos impiden huir y una amenaza detrás que no conocemos. Sin embargo la obra es, como todas las grandes obras, una manifestación de esperanza. Sobrecogida, pero de esperanza. Porque la maldad está representada como un mero símbolo estético. Lo que el autor -el que sea- más plasmaría en su obra fue la sensación, no la materialización, de la maldad. No vemos la maldad más que en un sentido subjetivo. No sabemos nada más. Lo que sigue, nunca lo sabremos. De hecho, pueden nuestros sentidos percibir cualquier otra cosa además de amenaza. Porque la maldad que no viene de afuera sino de nuestra percepción subjetiva, no es más que otra forma de maldad que el ser también padece. En este caso, por ejemplo, la amenaza estaría en el interior catastrófico de un sentido imaginario. 

Pero ahora es el sentido de maldad humano el que brota en esta obra. Está descrito en las miradas. En los dos planos de la obra, en el de los embozados que miran decididos y en el de sus víctimas, las bellas majas que no miran a nada, metáfora sublime de la inocencia, que no objetiva mirada en otra cosa más que en su natural bondad. Es el interés malicioso lo que ahora viene a ser representado en esta maldad: o existe o no existe. Y en esta obra el creador consigue expresar una sensación: la mirada de los embozados encierra un interés malicioso. Una maldad que aún no se ha realizado, que solo se representa vagamente, banalmente, tangencialmente. No hay maldad ahí, solo una amenaza que, sin embargo, no tiene otra significación futura más que maldad. Esta tiene un sentido egoísta, taimado y vil, algo que el universo o la naturaleza no contienen en ningún caso. Sólo el ser humano. Y su génesis es tan misteriosa como la propia representación que ahora vemos. Porque esto podría ser solo la percepción subjetiva de una interpretación artística. Pero puede no serlo. Como la maldad...  Esta solo es humana en lo cruel de una realización decidida. Es la libertad de ejecutarla no la sensación de sentirla. Para representar la maldad humana deben existir ambas esferas participadas en la maldad. Esta es la conclusión de una sensación humana maldita, que, para que exista, debe también existir la bondad más confiada, inocente y sincera de la vida.

(Óleo Majas en el balcón, alrededor de 1810, atribuida a Goya, Museo Metropolitan de Nueva York.)