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15 de abril de 2013

El matiz diferente de una historia contrastada: dos mundos europeos distintos, dos artistas y el Arte.

 

Desde que el hombre decidiera entender que sólo batiendo su espada heroica podía conquistar sus deseos, la historia nos presenta, sin embargo, que una forma de poder hacerlo también es aprendiendo de los errores de los otros. Así fue como pueblos que llegaron antes a rozar la grandeza acabaron siendo vencidos por otros que, hábiles aprendices, consiguieron alcanzar decididos luego sus éxitos y su gloria. Cuando España fuese elevada a la primacía de la historia durante el siglo XVI -la primera nación europea que la alcanzara desde el imperio romano-, conseguiría latir fuerte su pulso tanto en comercio, en riquezas, en reinos, en grandes personajes, en cultura y en Arte. Y así brillaría su historia durante algunos siglos más. Y de tantos frutos como dio su crisol entonces nacieron hombres que crearon vidas, pueblos, obras y cultura. Y crearon también -para aquel tiempo tan temprano- el posible germen de una senda de riquezas que, de haber podido fomentarse, hubieran sido una gran promesa de futuro o un hálito de prosperidad para sus descendientes. Pero, sin embargo, ni el destino de sus gobernantes ni el sustrato de sus pobladores variopintos ni el amparo de las cosas de la vida, hicieron que ese brillo perdurara para siempre.

Uno de los artistas más desconocidos y curiosos del Siglo de Oro español lo fue el sevillano Juan de Jáuregui. Dedicaría su pasión al Arte en el sentido más renacentista, aun siendo parte de su vida una época plenamente barroca. Y lo hizo como aquellos seres creativos que no distinguirían la pluma del pincel. Pintaría como sus maestros andaluces Pacheco, Céspedes o Mohedano; y escribiría como los grandes autores Góngora, Quevedo o Cervantes..., donde su poesía italiana y culta, sacra, pagana, mitológica y universal, habría prevalecido en textos resguardados tanto en pobres cajones como en bibliotecas silentes o desapercibidas. Pero no así su Pintura, de la que no queda absolutamente nada, ni resguardado, ni copiado, ni sentido... Juan de Jáuregui nació en Sevilla en el año 1583 en una familia hidalga del señorío de Gandul. Este señorío se situaba entonces entre las tierras próximas al municipio sevillano de Alcalá de Guadaíra. Desde las reparticiones del rey Fernando III a la conquista del reino sevillano a los árabes, el lugar fue requerido por su estimable situación cercana entonces a la frontera con el reino granadino. También por su nudo de comunicaciones en la antesala de Sevilla y sus ricas tierras de labranza. El señorío sevillano de Gandul fue creado cuando el rey Enrique II de Castilla lo ofrece en el siglo XIV a vasallos leales, castellanos enfrentados a su hermano y legítimo monarca, el rey Pedro I. Al ganar Enrique la lucha fratricida, el señorío de Gandul adquiere verdaderamente todo su sentido social. Fue el padre del artista -Martínez de Jáuregui- quien adquiere Gandul durante el año 1593 gracias a la riqueza del comercio de Indias como a su relación -era miembro del concejo- con la ciudad hispalense. En aquellos años -finales del siglo XVI- todavía la comarca sevillana mantenía una pujanza económica envidiable, no solo en la península sino en Europa. Los productos de Gandul se vendían en Sevilla y en su puerto -el más importante puerto del mundo entonces-, y el señorío de esa comarca -toda una villa de seiscientos habitantes- disponía de su propio castillo, de una iglesia, de un Palacio, de vida y de futuro.

Pero todo acaba terminando cuando las crecidas no son controladas por el gobierno de lo prudente, de lo que se aviene en falta de experiencias que acabarían convertidas en una burbuja detestable. Un filósofo romano, Marco Terencio Varrón, dijo en el siglo I a.C. que el hombre es una burbuja... Una absoluta, fugaz, evanescente y efímera burbuja. Cuando el botánico holandés Clusius recibiera de regalo en el año 1573, del embajador del Sacro Imperio Romano en Constantinopla, el bulbo de una planta bella y exótica, nunca pensaría que acabaría arruinando a muchos de sus compatriotas. Era tan bella esa flor, tan distinta a toda planta conocida o vista antes en Europa. Porque sus pétalos se tornaban ahora de colores maravillosos. Algunos de sus bulbos desarrollaban una flor diferente, enigmática y hermosa como nunca antes se viese. Luego se supo que la razón de ese cambio de tonalidad era provocado por un virus, que alteraba las formas y los colores de sus pétalos perfectos.

El proceso inflacionista en el valor de esas plantas exóticas comenzaría con una demanda en exceso desbocada. Y continuaría más tarde con la vil especulación y la codicia. Holanda a finales del siglo XVI pertenecía aún a la Corona española de Felipe II. Este rey heredaría el territorio de su padre, el emperador Carlos V, pero el rey no supo -o no pudo- mantener el suave acontecer social y político de un vasallaje antes comprendido con España. Las riquezas americanas agasajaron además aquellas posesiones norte-europeas. Así que las ciudades de Flandes prosperaron al amparo de las conquistas españolas. El comercio americano que salía y llegaba de Sevilla sería fomentado por Carlos V en todas sus posesiones, sin distinción de fueros, identidades, naciones o intereses. Sin embargo, una guerra en Flandes llevaría a España a perder aquellas posesiones europeas. Y el nuevo reino flamenco independiente alcanzaría una prosperidad marítima, comercial e imperial extraordinaria. Y todo eso a pesar de soportar la quiebra financiera producida por aquella burbuja explosiva de los tulipanes durante la primera mitad del siglo XVII.

Aun así consiguieron los holandeses llegar a ser la primera nación productora de tulipanes del mundo -hoy en día aún lo son-, y obtener gran parte de su riqueza nacional gracias a esa maravillosa industria de los tulipanes. Uno de los holandeses que sufriera esa burbuja -la tulipanomanía- fue el pintor paisajista Jan van Goyen. Antes de la quiebra del mercado de los tulipanes del año 1637, el pintor van Goyen comenzaría a dibujar paisajes con la exquisita combinación de sus colores y perspectiva flamenca. Ganaría el dinero suficiente con su Arte para vivir bien, pero, sin embargo, se vio seducido por la inmensa ganancia que los bulbos del diablo habían llegado a tener antes. Acabaría el pintor arruinado en los últimos años de su vida. Al contrario de lo que le sucedió al señorío de Gandul, que no llegaría a perder su pujanza sino hasta comienzos del siglo XIX. El campo andaluz sufriría entonces el cambio de influencia comercial, que se dirigía ahora del sur al norte de Europa. Pero, además los gobiernos españoles de comienzos del siglo XIX terminarían por fracturar, aún más, las posibles reformas para renovar la región y su deficiente agricultura.

Los descendientes de aquel poeta-pintor Jaúregui siguieron tratando de hacer de su tierra lugares de promisión durante casi dos siglos más. Luego de las desamortizaciones y expropiaciones de los gobiernos liberales, llegaron sus descendientes a importar tecnología a sus tierras andaluzas construyendo una estación de ferrocarril y desarrollando cultivos y comercio. Pero, para nada. Todo sucumbiría en la región sevillana tras la desidia y el abandono de los años decimonónicos. Como la historia de aquella grandeza de España que una vez fuese. Y el poeta sevillano escribiría mucho antes de aquel final desastroso unos versos, versos que fueron deslucidos luego por otros versos líricos más conocidos, los de los grandes poetas de su mismo dorado siglo grandioso.  Juan de Jáuregui dejaría, como el Arte -lo más indeleble y menos evanescente que existe-, eternas unas palabras emotivas y líricas con su genial, intemporal, clarificadora y hermosa rima entristecida:

Pasó la primavera y el verano 
de mi esperanza...

(Cuadro del pintor holandés Jan van Goyen, Paisaje invernal, 1627, Holanda; Fotografía de la antigua estación de ferrocarril, Gandul, Sevilla, autor Pedro Moreno; Lienzo del pintor Jan van Goyen, A la calma, 1650, Museo de Bellas Artes de Budapest, Hungría; Retrato de Miguel de Cervantes, atribuido sin mucha consistencia a Juan de Jáuregui, Real Academia Española, Madrid; Fotografía de un tulipán abriendo los pétalos de su flor.)

5 de febrero de 2013

La imagen es capciosa, puede enmascarar la verdad tanto como potenciarla.



Uno de los lienzos más grandes -en dimensiones físicas- del mundo del Arte es probablemente Las bodas de Caná, del pintor veneciano Paolo Veronese. Se encuentra este enorme lienzo en el museo parisino del Louvre. Es impresionante presenciarlo en una sala no muy grande, además. Porque es imposible mirarlo apropiadamente en solo un momento de visualización -el que se utiliza más o menos en un museo-, pues sólo podrá presenciarse un poco y desde muy lejos. Hay que distanciarse mucho para apreciar así su majestuosidad y la gran obra maestra de Arte que es, son casi diez metros de anchura y siete de altura. Para esas dimensiones se precisaría todo un medio día quizá para disfrutar adecuadamente de toda su visión artística. Para aquel que desconozca las dimensiones reales del lienzo de Veronese la sorpresa al verlo por primera vez es también enorme. Se suelen conocer las obras de Arte por sus reproducciones iconográficas o sus imágenes en libros, en estampas o en grabados, pero la verdadera dimensión de algo, si se desconoce -y es lo más normal-, nunca se llegará a saber bien hasta que no se tope uno con la realidad de lo que eso es verdaderamente. Por tanto, la imagen desubicada, es decir, la representación trasladada de su soporte original, de su sentido original -objeto real traspasado a algún otro tipo de medio visual-, dejará por completo de ser fiel a lo que su esencia verdadera es, a lo que en verdad quiso el creador hacer y componer con ello. La falsedad o la torticera parcialidad de las cosas llegará a alcanzar entonces niveles de engaño sublime para quien quiera conocerlo. Porque puede confundir a cualquiera. Por esto la frase de una imagen vale más que mil palabras puede ser o no verdad en comparación con la descripción literal -también capciosa- de lo que representa, porque ésta -la descripción real- puede no ajustarse tampoco a la realidad de lo que su visión nos proporcione.

Cuando al pintor cretense Doménikos Theotokópoulos -El Greco- le pidieron que crease una obra sobre la flagelación de Cristo antes de su pasión, el gran autor manierista español llevaría a cabo una de las más maravillosas obras de Arte realizadas jamás sobre ese tema en la historia. Nada parece en el lienzo que tenga que ver con una flagelación. El mismo Jesucristo incluso se muestra aquí satisfecho ahora ante los seres que, aparentemente, van a maltratarle, a torturarle o a herirle dura, despiadada y brutalmente. Pero, claro, ¡esto es Arte!, lo único que puede permitirse la desvirtualización de la realidad desde supuestos o paradigmas que sólo obedecen al Arte. Es como la obra del año 1650 Retrato de madre del pintor Rembrandt. Al parecer es la madre del artista. Aunque su rostro no parece ni el de una madre ni el de una anciana ni el de una mujer siquiera. Aquí el gran pintor barroco holandés lleva a cabo su virtuosismo como dibujante a niveles extraordinarios. Para él eso es lo importante: el Arte. Lo demás, la verosimilitud idealizada de un personaje, no le interesa para nada. Aun a pesar de desfavorecer a la modelo, en este caso su propia madre. Pero, claro, el Arte puede utilizar como quiera sus recursos especiales para elaborar una creación. Los creadores no buscan significar la representación exacta de la cosa, sea ésta la que sea. No, los creadores crean simplemente Arte. Pero, sin embargo, éste, el Arte, se diferencia de la imagen torticera en que ésta tiene un objetivo evidente o disimulado: resaltar parte de la verdad de un modo interesado. Y parte de la verdad nunca será la verdad. No, no lo es nunca. Porque para comprenderla, para conocer completa, real, auténtica y absolutamente la verdad, es preciso presenciar o estar junto al objeto en cuestión, mirarlo ahora frente a frente o desde diferentes perspectivas o visiones laterales... Unas visiones que entonces nos harán comprender sin error la verdadera naturaleza de lo que estemos observando.

(Óleo Las Bodas de Caná, 1563, Paolo Veronese, Museo del Louvre, París; Cuadro El expolio, 1579, El Greco, Catedral de Toledo, España; Retrato de Madre, 1650, Rembrandt; Fotografía de la actriz y cantante norteamericana Jennifer López, ¿desarreglada?; Fotografía de la misma actriz en otra representación diferente; Fotografía de la Alameda de Hércules, Sevilla, Huelga de Basuras, Febrero 2013; Fotografía de la misma Alameda, Sevilla.)

22 de noviembre de 2011

La historia como una ceremonia de matices, que oscilan entre la claudicación y la esperanza.



En mayo del año 1499 Colón escribiría al rey Fernando el Católico que el fracaso de la colonia La Española era consecuencia de la codicia de los que habían ido a las Indias a enriquecerse. No pensaba entonces el Almirante que, apenas un año después, un enviado real -Francisco de Bobadilla- acabaría encadenándolo y embarcándolo, como a un vulgar condenado, con destino a España. Sin embargo, este nuevo gobernador enviado para arreglarlo todo, no conseguiría más que dividir y agravar aún más, a causa de su excesiva firmeza e intransigencia, los ánimos de los afines a Colón. Había que encontrar otro nuevo gobernador que fuese capaz de poner orden en los territorios descubiertos. En febrero del año 1502 un nuevo gobernador real, Nicolás de Ovando, partiría hacia La Española -actual Santo Domingo- desde la andaluza Sanlúcar de Barrameda. Con una flota de veintisiete naves, sería la primera gran expedición marítima enviada desde Europa jamás botada antes para surcar el temible Atlántico. Con 2.500 hombres y mujeres, entre colonos, frailes y artesanos, llevaría entre otras cosas frutos de morera para fabricar seda o algunos trozos de caña de azúcar para tratar de conseguir producirlos en las nuevas tierras.

Uno de los colonos que acompañaron a Nicolás de Ovando en aquel año de 1502 fue Diego Caballero de la Rosa (1484?-1560). Había entrado al servicio de un mercader genovés que comerciaba desde Sevilla con las Indias. Diego Caballero pertenecía a una familia de antiguos conversos -judíos convertidos al cristianismo- sevillanos. Su padre -Juan Caballero- sería perdonado en un auto de fe -representación de exculpación y retorno al seno de la Iglesia- celebrado en Sevilla en el año 1488. Cuando la población indígena de La Española disminuyera alarmantemente en el año 1514, los nuevos colonos se aventuraron a buscar mano de obra indígena -cuasi esclava- allá donde fuese. Así que Diego Caballero participaría entonces en una expedición que organizara su patrón, Jerónimo Grimaldi, para capturar indígenas en las islas de Curazao, unas islas cercanas a la costa venezolana del continente. Pocos años después conseguiría Diego hasta prosperar en las Indias occidentales. Incluso llegaría a ser secretario y contador -contable- de la Real Audiencia de Santo Domingo. Más tarde poseer un ingenio -hacienda- de azúcar, alcanzando luego hasta el cargo de regidor -alcalde- de la ciudad de Santo Domingo. Por fin, en el año 1547, obtendría el ansiado empleo de mariscal -alto funcionario militar- de la isla caribeña. Toda una extraordinaria y ventajosa carrera llevada en las Indias.

Pero, cuando años más tarde regresa a Sevilla no aspira Diego sino a ser liberado ya de sus cargas espirituales, unas cargas que su alma tuviera que soportar por las desesperadas acciones tan infames o inconfesables de su juventud. En el año 1553 entregaría a la catedral sevillana unos 26.000 maravedíes, una extraordinaria suma de dinero para disponer de capellanía propia -acuerdo con la Iglesia para hacer misas para la salvación del alma- y poseer su propio retablo catedralicio. Dos años más tarde, Diego Caballero contrataría a un pintor flamenco afincado en Sevilla, Pedro de Campaña (1503-1580), para que hiciera diez pinturas para su retablo sevillano. Por entonces, mediados del siglo XVI, el mejor retratista de obras sagradas en Sevilla lo era el flamenco Pieter Kempeneer -Pedro de Campaña-. Este pintor llevaba desde el año 1537 trabajando en la ciudad andaluza, ya que era el mejor destino económico para los pintores de la época. La ciudad disponía de dos razones de importancia: el creciente comercio americano y un gran mercado eclesial necesitado de imágenes. Pedro de Campaña fue un pintor renacentista que tuvo la suerte de disponer de dos influencias artísticas importantes: la flamenca y la italiana.

Después de residir en Venecia y Roma, marcharía a Sevilla donde desarrollaría las nuevas técnicas aprendidas de los maestros italianos. Pero además mantuvo el tono decidido, fuerte, áspero y ordenado de la extraordinaria pintura de Flandes. Fue el primer pintor en España que crearía retablos dominados por el estilo Manierista triunfante. Los retablos religiosos eran obras de Arte encargadas para los altares de las iglesias, unas composiciones que incluían a veces grandes obras maestras del Arte. Las obras maestras de aquellos retablos acabarían siendo muy maltratadas por los años y la desidia clerical. Eran extraordinarias pinturas manieristas que se situaban por encima de los ojos de los fieles, demasiado elevadas para verlas bien. En el año 1557 el pintor Pedro de Campaña fue requerido para otro retablo en Sevilla. Esta vez en una iglesia allende el río Guadalquivir: la iglesia de Santa Ana. En ella conseguiría Pedro de Campaña una de las mejores composiciones manieristas para un altar eclesiástico. Las pinturas que crease para ese Retablo de Santa Ana fueron, sin embargo, muy criticadas por sus colegas sevillanos. Tan dura fue la oposición -la envidia en definitiva- a su obra, que Pedro de Campaña no soportaría vivir donde había sido tan feliz. En Sevilla se había casado y había tenido sus dos hijos. Así que, ahora, decepcionado y cansado, luego de veinticinco años de estancia en la ciudad andaluza, decidiría el pintor regresar a su natal Flandes. En el año 1563 se alejaría definitivamente de su obra y de su vida sevillanas. En su tierra flamenca esperaría ya acoger los últimos momentos que elevarían, por fin, su alma mucho más alta que sus retablos artísticos andaluces. Desarrollaría el resto de su Arte manierista en Flandes, entonces parte importante de la corona española en el norte de Europa. Así que ahora, a diferencia de aquel que para salvar su alma le contratase años antes en Sevilla, no tendría él ya para eso mismo más que solo morirse... Porque ya habría logrado, tan solo con su Arte, realizar todo aquello que un alma necesitara para poder despegar, satisfecha y ágil -sin alas ni retablos ni misas-, hacia lo más alto de las cornisas divinas de la eternidad...

(Pintura central Retablo de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla; Pintura lateral inferior izquierdo del Retablo de la Purificación, 1556, retratos de don Diego Caballero, su hermano Alonso y su hijo, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Imagen fotográfica del Retablo de la Purificación en la Catedral de Sevilla, España; Pintura central de este retablo, Purificación de la Virgen, 1555, Pedro de Campaña, Catedral de Sevilla; Fotografía del Retablo de la iglesia de Santa Ana, 1557, Pedro de Campaña, Iglesia de Santa Ana, Sevilla, España; Cuadro Jesús Descendido, 1556, Pedro de Campaña, Museo de Cádiz, España; Óleo de Pedro de Campaña, Retrato de una Dama, 1565, Alemania; Fotografía de la casa, del siglo XVI, de don Diego Caballero en Santo Domingo, República Dominicana; Imagen con la placa conmemorativa de esta casa, Santo Domingo.)

Vídeos de homenaje al pintor Pedro de Campaña:

2 de octubre de 2011

Una escuela en la historia del Arte y una ciudad española llena de historia.



Durante la segunda República española los conflictos sociales llevaron a algunos desgraciados incidentes artísticos, como los prendimientos de fuego que se produjeron en algunos templos religiosos del país. En Sevilla durante el difícil año de 1932 se quemó por completo la antigua iglesia de San Julián. En el incendio se perdieron el retablo mayor del siglo XVII, varias tablas del pintor del renacimiento sevillano Alejo Fernández (1475-1545) y se llegaría a dañar una pintura, Virgen de Gracia, del pintor sevillano del gótico final Juan Sánchez de Castro (siglo XV). Este pintor fue realmente el iniciador de la escuela sevillana de Arte. Trabajó en la decoración del Alcázar sevillano durante el año 1478. A partir de él se desarrollaría toda una forma de transmitir pasión y estilo artísticos que han durado casi quinientos años. Grandes y conocidos maestros pintores fueron algunos, geniales y menos conocidos pintores lo fueron otros. En una línea cronológica ascendente empezamos con el mencionado Alejo Fernández. Al parecer era de origen alemán aunque nacido probablemente en España, su estilo está muy influido por la pintura flamenca de entonces, finales del siglo XV y principios del XVI. Con su obra Anunciación este creador sevillano se encuentra situado entre el estilo gótico y la nueva tendencia que revolucionaría muy pronto el Arte: el Renacimiento. Siguiendo con los pintores sevillanos del siglo XVI descubrimos a Luis de Vargas (1505-1567), original de Sevilla aunque formado en Italia en el entorno de Rafael. Sus creaciones manieristas influyeron en la forma de pintar en España, unas maneras que se consolidaron en la primera mitad del siglo XVI, cuando las carabelas frecuentaban el río Guadalquivir camino del Nuevo Mundo. Después de este pintor, en pleno inicio de la edad dorada española, surgirá un excelente manierista, Alonso Vázquez. Aunque nacido en Ronda (Málaga) en el año 1564, crearía muchas obras en la Sevilla de finales del  siglo XVI. Al final de su vida acabaría por marcharse a Méjico acompañando al virrey Juan de Mendoza, muriendo en la Nueva España en extrañas circunstancias durante el año 1608. Su original y grandiosa forma de pintar sería precursora, tal vez, de los orientalistas y románticos de muchos siglos posteriores. Poco después un genio de los que nacen pocos en el mundo surge de pronto en Sevilla: Francisco de Zurbarán (1598-1664). Nacido en Badajoz, entonces parte del reino de Sevilla, realizaría grandes obras religiosas para la Iglesia sevillana. Fue un especial creador barroco, un gran maestro que llevaría el arte español y sevillano a la más alta cota de originalidad del Barroco en su período inicial. 

Pintores desconocidos son aquellos que no han sido muy originales o que no han proliferado mucho, o que sus obras han sido absorbidas por el tiempo y sus tendencias veleidosas. Uno de aquellos lo fue Sebastián de Llanos Valdés (1605-1677). Desarrolló toda su obra en Sevilla, donde al parecer nació. De un cierto estilo tenebrista muy correcto, estuvo a la sombra contemporánea, sin embargo, de otros autores de mayor envergadura, lo que le impidió llegar a ser más relevante en el Arte. Pero esa es una de las curiosidades del Arte: si se nace o se crea en un tiempo -fue contemporáneo de Murillo- donde otros creadores hacen lo mismo y mejor, la injusticia artística sobrevuela y el desconocimiento brilla más que la propia riqueza de sus obras y creadores. El gran Murillo (1617-1682) es sin lugar a dudas la figura fundamental de la escuela sevillana. Aquí destaco una obra no muy conocida de él. Fue un pintor al que los críticos han encorsetado demasiado en la pintura religiosa, pero él creó mucho más que eso. Gran parte de su creación artística no religiosa se encuentra fuera de España, seleccionada entonces -por manos poco honestas- para adornar las paredes de los grandes salones o museos de Europa y América. Sin Murillo la pintura sevillana no hubiese alcanzado la importancia que tiene. Lucas Valdés (1661-1725) fue el hijo del gran pintor sevillano Valdés Leal. Es otro desconocido en el Arte. En esta muestra he preferido destacar sólo al hijo por desconocido injustamente. Casi siempre -a veces sin querer- los genios han tapado, acomplejándolos, a sus descendientes. No era muy frecuente, sin embargo, este caso entre los pintores del siglo XVII. En los años antiguos no sucedían esas odiosas comparaciones generacionales tan abundantes hoy. Supongo que porque los creadores todavía no habían llegado a creerse dioses. Pero además porque, quizás, la virtud personal era más que una palabra manida y los padres se enorgullecerían de que sus hijos pudieran hacer lo que ellos o más. Siguiendo a los desconocidos pintores, otro autor sevillano de principios del ilustrado siglo XVIII: Bernardo Lorente Germán (1680-1759). En el año 1730, durante su período más creativo, retrata al tercer hijo varón del rey español Felipe V. Este pintor fue seguidor de la escuela de Murillo, pero, sin embargo, pronto se dejaría seducir por las nuevas formas de plasmar Arte en ese siglo XVIII, algo que cambiaría absolutamente todo lo anterior.

Otro pintor sevillano del siglo de las Luces es Domingo Martínez (1688-1749). Fue un creador más fiel, sin embargo, al barroco final español, entonces muy significativo aún en España, primera mitad del siglo XVIII. Grandes obras pintaría Martínez que realzarían la magnificencia de un pueblo -el español- dado excesivamente al lujo o al recargamiento o al adorno barroquiano dorado y poderoso. Este fue el período histórico-artístico de la vuelta al esplendor imperial hispano perdido un siglo antes. Ahora se buscaba mostrar un nuevo poderío imperial, político y militar que el longevo y decidido rey Felipe V trajese de nuevo al anciano imperio español. Pasamos ya al siguiente siglo donde más pintores sevillanos posiblemente haya dado el Arte: el siglo XIX. Para España y Sevilla fue un siglo artístico prolífico, creativo y original, pero también muy desconocido. Empezamos con el pintor sevillano Antonio María de Esquivel (1806-1857). Aunque sometido al influjo romántico europeo de su época, tuvo en Murillo a su maestro más inspirador del que se valió para expresarlo en sus obras románticas. A pesar de iniciar su actividad en Sevilla acabaría sus días en Madrid donde conseguiría dar a conocer más su obra. Fue un extraordinario pintor que supo combinar la fuerza del Romanticismo europeo, muy poderoso entonces, con las sutiles técnicas antiguas de su querida escuela natal. Luego vemos pintores de este mismo siglo XIX que trataron de reflejar el paisaje en el lienzo, aunque cada uno con la tendencia propia de su momento artístico. Creadores que expresaron la tendencia impresionista con los rasgos de la escuela sevillana de sus insignes maestros. Aquí se muestran obras del siglo XIX sevillano con pintores desconocidos algunos y conocidos otros. Como Manuel Barrón y Carrillo (1814-1884), gran paisajista romántico andaluz. Como José Jiménez Aranda (1837-1903), de familia de pintores ilustres,  influido por tendencias ajenas más que por las autóctonas de sus contemporáneos andaluces. Sin embargo supo equilibrar la técnica europea con la fuerza andaluza de sus ancestros. Le sigue José García Ramos (1852-1912), un creador propiamente regional en su estilo. Con él se inicia una forma local y costumbrista de pintar lo andaluz, lo sevillano, una pintura propia de la época regionalista y sus costumbres locales.

Más tarde, pero muy seguido, otro autor regionalista sevillano, pero un gran paisajista universal: Emilio Sánchez-Perrier (1855-1907). Fue un pintor naturalista, es decir, un autor que expresaba la realidad más feroz de lo que él veía ante sus ojos. Esta tendencia -el naturalismo- fue un estilo artístico importante en la época del pintor, finales del siglo diecinueve. Otro pintor naturalista, no muy conocido fuera de Sevilla, pero destacable por la peculiaridad de su temática regional, lo fue el sevillano Gonzalo Bilbao Martínez (1860-1938). Sus obras de las cigarreras, por ejemplo, han pasado a la historia del Arte más de lo que él, posiblemente, pudo entonces sospechar. Sus cuadros de la antigua Fábrica de Tabacos sevillana, recreados en la obra literaria de Bizet, son extraordinarias muestras de un cierto impresionismo sevillano universal. Por último tres pintores desconocidos que merecen más reconocimiento del que tienen. Rafael Senet (1856-1926), excelente paisajista, clasicista y orientalista sevillano. Otro es José Arpa Perea (1858-1952), longevo pintor sevillano, paisajista original, muy detallista y colorista, más conocido fuera que dentro de España. Finalmente un creador que, aunque nacido en Gibraltar, desarrollaría gran parte de su vida en Sevilla, donde pintaría sus calles, costumbres y paisajes. De un impresionismo muy particular, con suave tendencia andaluza y española, Gustavo Bacarisas y Podestá (1873-1971) fue un pintor cosmopolita gracias a su nacionalidad británica y a sus frecuentes viajes por Europa. Al final de su vida regresaría a la ciudad andaluza que más le marcaría en su trayectoria artística. En ella quiso acabar sus días pintando sus coloridos, vibrantes y marcados semblantes andaluces. Estilos variados todos ellos de una tendencia artística que surgiría muchos siglos antes, cuando la ciudad soleada y mágica del sur de España comenzara a percibir que el Arte de pintar era algo más que seguir una determinada escuela o decorar un altar o componer en una tabla, o incluso diseñar una vajilla o crear un gran retablo, era, sobre todo, una manera especial de sentir y crear la forma de plasmar un color, una sombra o un trazo de lienzo inspirado de Arte.

(Óleo del pintor Alonso Vázquez, San Pedro Nolasco redimiendo cautivos, 1601, barroco;; Óleo del pintor Lucas Valdés, Retrato milagroso de San Francisco de Paula, 1710, barroco tardío; Cuadro del pintor sevillano Alejo Fernández, Anunciación, 1508, gótico-renacentista; Obras del gran Francisco de Zurbarán, Visita de San Bruno a Urbano II, 1655, y San Hugo en el refectorio, 1655, pleno barroco sevillano; Óleo del pintor Sebastián de Llanos Valdés, San Jerónimo penitente en su estudio, 1669, barroco; Cuadro del gran pintor sevillano Bartolomé Esteban Murillo, San Jerónimo penitente, 1665, barroco; Gran obra del pintor Luis de Vargas, Prendimiento de Cristo, 1562, renacimiento manierista andaluz; Gran obra del pintor Domingo Martínez, Carro de la Común Alegría, 1748, barroco tardío; Óleo del pintor Bernardo Lorente Germán, Retrato del infante Felipe, 1730, barroco tardío; Cuadro del pintor Antonio María de Esquivel, Retrato de niño con caballo de cartón, 1851. romanticismo; Cuadro del pintor sevillano Manuel Barrón, La cueva del gato, 1860, romanticismo; Óleo del pintor Emilio Sánchez-Perrier, Triana, 1889, realismo; Cuadro del pintor sevillano José García Ramos, Malvaloca, 1912, modernismo andaluz; Óleo de José Jiménez Aranda, Retrato de Irene Jiménez, 1889, realismo; Cuadro del pintor José Arpa, Chumberas en flor, 1890, paisajismo; Óleo del pintor sevillano Rafael Senet, Canal de Venecia, 1885, clasicismo; Magnífico cuadro del pintor Gustavo Bacarisas, Plaza de San Pedro de Roma, 1955, modernismo; Óleo del pintor Gonzalo Bilbao, Las Cigarreras, 1915, modernismo; Todas estas obras ubicadas en el Museo de Bellas Artes de Sevilla, salvo la indicada en otro lugar; Cuadro del pintor Gonzalo Bilbao, Interior de la Fábrica de Tabacos, boceto, 1911, modernismo.)

27 de agosto de 2011

Desde uno de los mejores lugares del mundo: elogio a un gran Hispanista.





Me despierta el sonido de los gorriones revoloteando en la enredadera de la casa donde me alojo. Este es un sonido que ya no se oye en Inglaterra, porque en los últimos veinte años los gorriones han desaparecido (se han marchado a un lugar más alegre, a Sevilla, supongo).

Me dispongo a salir hacia el Archivo de las Indias. Dejo mi habitación a las nueve en punto, a tiempo de aprovechar la frescura de la mañana que, en días de calor, siempre es un placer. Entro en la preciosa plaza de la calle Santa María la Blanca, con su iglesia blanca del siglo XV que solía ser una sinagoga y cuyos mejores cuadros creo que fueron robados por Napoleón. Queda una Última Cena atribuida con mucha oposición a Murillo. Ahora la plaza está llena de cafeterías que están siendo limpiadas en este momento y a duras penas consigue sobrevivir a las enormes multitudes de turistas que pasean por ella como en un sueño. Sobre la acera se amontonan grandes cajas de naranjas.

Giro a la derecha a poca distancia de lo que solía ser la Puerta de la Carne, el mercado de la carne, cuando las murallas de la ciudad discurrían por ahí. Esto también se encuentra nada más pasar la panadería llamada Doncellas, donde uno puede comprar pan con un sinfin de formas y también esa torta sevillana tan especial conocida como regañá. Una vez hice lo imposible para asegurarme de que mantenía una de ellas intacta pese a mi viaje a casa en avión. Acto seguido, tuerzo al pasar la popular cafetería Modesto, que ahora ocupa ambos lados de la pequeña calle que conduce a los Jardines de Murillo, y luego sigo andando a la derecha por la plaza de los Refinadores, que recibe su nombre del gremio de los refinadores de metales y en la que me alojé en una ocasión y vi la melancólica figura del ex presidente de México, López Portillo, que había comprado un edificio allí.

En el centro de la plaza se encuentra una estatua de Don Juan del siglo XIX. Entre las palmeras custodiadas por geranios y rosas, se ven colegiales que escuchan la pequeña charla de una monja. ¿Qué les puede estar diciendo sobre el más famoso de los réprobos? Sin molestarme en escuchar, avanzo por una calle llamada Mezquita, que debo suponer que una vez condujo a una mezquita, y a renglón seguido me encuentro en la bonita plaza de Santa Cruz, que fuera creada, como la mayor parte de este barrio de Santa Cruz, que es como se llama, con motivo de la gran exposición de 1929. En su centro se yergue orgullosamente una bellísima cruz de hierro forjado. Murillo fue enterrado aquí. En la esquina noroeste, encontramos un famoso restaurante al que he acudido en varias ocasiones con amigos ilustres, entre los que se incluyen el ahora legendario Isaiah Berlin. Me viene a la memoria un excelente libro de memorias de José María Pemán, autor español de la generación de la Guerra Civil, titulado Mis almuerzos con gente importante. Las palomas calman los nervios de los viajeros, pero enfurecen a los dueños de las casas.

Allí se encuentra una placita llamada Alfaro, que era el apellido de un capitán que luego fue mercader, a quién Cortés pagó 11 ducados por viajar al Nuevo Mundo por primera vez. Más adelante, Alfaro envió productos y armamento para ayudar a Cortés en su gran conquista. Estoy convencido de que en algún lugar del Archivo de Indias o del Archivo de los Protocolos de Sevilla existe un documento que proporcionará la clave sobre la razón por la cual Alfaro se mostró tan cordial con el conquistador de México. Creo realmente que lo descubriré algún día. Una calle cubierta de jazmín conduce al Hospital de los Venerables, que solía ser un sanatorio para frailes enfermos, pero que hoy en día es un centro de exposiciones de primera categoría. Otra calle llamada Pimienta debe recordar una época en la que los mercaderes de especias tenían su propio bazar y la pimienta valía más que su peso en oro. ¿Es cierto que Catalina de Braganza compró pimienta por valor de medio millón de libras como regalo para el rey inglés Carlos II?

Voy andando por una calle que ahora se llama Agua y que la primera vez que fui a Sevilla estaba cubierta de jazmín, pero lo han quitado para preservar la antigua muralla que por aquel entonces cubría. Llego al punto en el que la calle Agua dobla una esquina a la derecha para convertirse en la calle Vida y allí se encuentra la casa de uno de los hombres más destacados de la Maestranza de Sevilla, que nos recibió a Carlos Fuentes y a mí hace unos años cuando Carlos anunciaba la nueva temporada taurina y yo le presenté. Ambos hablábamos en el pequeño y exquisito teatro Lope de Vega. ¡Qué delicia! Dije... bueno, esa es otra historia.

Justo al lado hay una plaza llamada Doña Elvira, que una vez estuvo ocupada en su totalidad por la casa solariega o palacio de la familia Centurión, originaria de Génova y que dominaba el comercio en Sevilla en la década de 1520. Su palacio en Génova se conserva, pero recuerdo que se encuentra un tanto deteriorado. Elvira era la propietaria de un antiguo teatro en el emplazamiento de los Venerables. Allí se me acercó una chica y me dijo: ¿Es usted Hugh Thomas? Sí, dije no muy seguro. ¿Y quién eres tú? Soy Luisa Einaudi, creo que me dijo, antes de desaparecer.

A continuación llego al exquisito Patio de Banderas, en cuyo centro se realizan excavaciones, quizás en búsqueda de restos romanos, pero está junto al gran palacio del Alcázar que tiene una historia tan larga como la de la propia Sevilla por lo que se podría descubrir  cualquier cosa. Carlos V se casó allí. Desde ahí se divisa una magnífica vista, aunque lejana, de la Giralda, la torre desde la que se dice que el muecín, en la época de los árabes, solía llamar a los servicios a la oración.

Un día, hace 11 años, me encontraba en la plaza de Banderas concediendo una entrevista a una señora llamada, sorprendentemente, Alvarado, cuando recibí una llamada de móvil desde Londres en la que me dijeron que Noel Annan, uno de mis mejores amigos, había fallecido.

Deseoso de borrar ese triste recuerdo, llego a la plaza de la catedral. Habían vuelto a embaldosar primorosamente la plaza con pizarra. Me han dicho que los penitentes que están acostumbrados a realizar descalzos este último tramo de su largo camino desde la iglesia de su cofradía hasta la catedral, sienten bajo sus pies que la pizarra está más caliente que las antiguas piedras. Pero, a lo mejor, si sufren más, son más felices.

Me gustaría entrar en la catedral, pero eso me retrasaría demasiado. Evito a un monstruo alto vestido de plata y también pintado de plata con una lanza y un hacha. Hay un agresor más conocido con forma de vendedor de billetes de lotería. Pasan algunos carros de caballos, elegantes y bien alimentados por lo que parece, y es un placer verlos tan bien cuidados. Un guía turístico alemán se dirige a los que le siguen con un efusivo Lieber Kinder (queridos niños).

Ya he llegado al Archivo de Indias. En el pasado, me refiero a la década de los noventa del siglo pasado, solía tratar de ser el primero en alcanzar las gradas del magnífico edificio diseñado como lonja por Herrera. Pero siempre me ganaba el gran historiador peruano Lohmann, a quién también solía ver en la antigua sala de lectura redonda de la Biblioteca Británica en Londres. Siempre estaba en el Archivo en primavera porque combinaba su visita anual para que coincidiese con la Semana Santa, en la que participaba con su cofradía, el Buen Fin, y caminaba bajo una capucha a lo largo de los sagrados kilómetros del recorrido durante varias horas. Ahora, desgraciadamente, está muerto. Su espléndido trabajo sobre la familia Espinosa del siglo XVI es su monumento mas hermoso y no quiero llegar a ese lugar tan pronto.

Respiro una vez más el exquisito aire de la mañana de Sevilla y entro en esa gran catedral del saber, el Archivo, seguro de que las pequeñas frustraciones de trabajar en cualquier institución moderna desaparecerán pronto en la enorme jungla de documentos antiguos que me rodearán. Pienso pedir que me busquen un legajo inestimable en la sección conocida como Indiferente General legajo 432, donde seguramente encontraré el secreto largo tiempo oculto de López de Alfaro.


Lord Thomas de Swynnerton, Hugh Thomas, hispanista británico, historiador. Artículo El mejor viaje del mundo, publicado en el diario ABC de Sevilla,  julio del año 2011.


(Fotografías de Sevilla Emblema real, puerta principal de los Reales Alcázares, Sevilla;  Muralla del Real Alcázar sevillano; Imagen fotográfica de Sevilla, Giralda y pared catedralicia; Fotografía del río Guadalquivir y del barrio de Triana, desde el puente del mismo nombre, Sevilla; Imagen de fachada del Archivo General de Indias, Sevilla; Plaza del Triunfo, con el Real Alcázar al fondo, Sevilla; Óleo del pintor chileno Pedro Subercaseaux Errázuriz, 1880-1956, Expedición de Almagro a Chile, 1905; Imagen del Historiador Hugh Thomas; Panorámica de uno de los muelles del río Guadalquivir en Sevilla.)