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30 de marzo de 2011

El sublime valor de la emoción frente al enajenado material de la subasta.



No fue hasta mediados del siglo XVIII cuando se comenzaron a subastar las obras de Arte. Aunque sería a partir de la Revolución francesa cuando se activaría aún más el comercio del Arte. Posiblemente, los frustrados aristócratas franceses vieron entonces una salida económica viable enajenando sus tesoros artísticos, esos objetos custodiados por siglos y siglos de transmisiones familiares solariegas. Los británicos se beneficiaron además con la mediación en esas transacciones artísticas, ya que, a partir de entonces, se desarrollarían con una fervorosa compulsividad en su país. Pero, entonces como ahora, ¿qué valorará verdaderamente una obra de Arte? ¿Cómo se puede enjuiciar materialmente una emoción, una pulsión ahora, enamorada casi, hacia un lienzo artístico, sea el que sea? O, ¿es que sólo es algo económicamente tasable el Arte, sin nada más que lo valore? En Madrid, por ejemplo, en la Sala Alcalá, se subastaría en el año 2009 un cuadro barroco del pintor napolitano Andrea Vaccaro (1604-1670): Magdalena penitente. Ese lienzo alcanzaría entonces la cifra de 90.000 euros. Otra obra subastada ese mismo año, esta vez en la Sala Retiro, fue Coracero francés, datada en el año 1813 y firmada por el pintor español José de Madrazo. Esta obra consiguió venderse al Museo del Prado por 60.000 euros. Pero, lo verdaderamente curioso, lo que tal vez nos haga enajenarnos ahora a nosotros más que a las propias obras, fue el valor que obtuvo el cuadro contemporáneo del pintor alemán Martin Kippenberger (1953-1977): Bar de París. Esta obra de Arte conceptual -arte donde la creación se ejecuta más por su ideación o concepto que por su composición formal o espacial- se llegaría a subastar, en la Sala Christie`s de Londres, en casi 2,5 millones de euros.

Cuenta una parábola evangélica (Lucas, capítulo 15) que una mujer se percataría una vez de haber perdido un dracma en su casa, una sola moneda entonces de las diez que poseía...  Empezaría a buscarla por toda la casa, por las habitaciones, los armarios y sus cajones cerrados. Comenzaría de día, y no dejaría ya de hacerlo hasta encontrarla. Para buscarla mejor cuando la luz dejó de brillar, encendería una pequeña lámpara para ayudarse. Tendría también que hacer otras cosas en su casa, otras tareas, pero las dejó todas para solo buscar esa única moneda perdida. Eran diez las monedas que ella tendría, todo lo que ella tendría -monedas de muy poco valor además-, pero tan sólo ahora una, ¡una sólo!, habría perdido en su propia casa, no afuera de ella. Aun así, lo dejaría todo para dar con esa moneda..., aunque fuese sólo la décima parte del poco valor que ella tendría. Continuaría barriéndolo todo, mirándolo todo, ahora con su luz sostenida entre las manos... Así hasta que, por fin, la encuentra entre las rendijas ocultas de un oscuro suelo maltratado. ¿Qué valor tendría para ella esa pequeña moneda, tan sólo esa única, perdida y vulgar moneda ahora? ¡Todo el del mundo!

Así, como el dios que no cejará en valorar cada una de sus ovejas, con ese valor real y auténtico de la cosas intangibles y sus principios, esa leyenda sagrada nos inspirará para entender ahora algo más el verdadero valor de las cosas... Para que entendamos mejor la diferencia entre valor nominal y espiritual. El puramente económico y coyuntural, por un lado, del que tiene que ver ahora con las emociones, con las cosas que nos atarán, irresistiblemente, a alguno de nuestros deseos más viscerales y profundos. Algo, por lo tanto, que no tiene ningún valor cuantitativo. Que no puede enajenarse, ni trascender más allá de nuestra íntima sensación mental más poderosa. Porque ahí, en nuestra mente emocional, es donde radicarán los auténticos valores de la vida, esos que nunca podrán ser subastados ni enajenados... Porque de ahí -de nuestro interior más profundo- jamás podrán ya ser liberados, transmutados, catalogados, suplantados.... o enajenados.

(Cuadro del pintor alemán Martin Kippenberger, Bar de París, siglo XX; Óleo del pintor español Alejandro Ferrant, 1843-1917, Interior del Corgo, con una salida de 3.600 euros en una subasta en 2009; Cuadro del insigne pintor español Sorolla, Pescador, de 1904, subastado en 2009 en Sotheby's de Londres por 3,6 millones de euros; Cuadro del pintor barroco holandés Gerri Dou, 1613-1675, Una anciana sentada junto a la ventana con su rueca, subastado también en Sotheby's en el año 2009 por 3,5 millones de euros;  Óleo Coracero francés, 1813, del pintor español José de Madrazo; Cuadro del pintor Andrea Vaccaro, Magdalena penitente, siglo XVII; Cuadro del pintor italiano barroco Domenico Fetti, Parábola de la moneda perdida, 1622.)

7 de marzo de 2011

El misterio permisivo, el antifaz del anonimato carnavalesco y el Arte.



Fue en el siglo XI -en plena edad media- cuando se comenzaría a celebrar una fiesta con claros orígenes paganos en la ciudad italiana de Venecia. No es de extrañar que, medio milenio después, aquellos descendientes del antiguo imperio romano volviesen a rememorar las fiestas saturnales... Estas eran las antiguas fiestas romanas que sobre finales de diciembre homenajeaban a Saturno, el dios de la agricultura. Diciembre era por entonces el mes en que finalizaban los trabajos del campo, después de la siembra invernal, cuando ahora todos los antiguos romanos descansaban más tiempo en sus hogares. Hasta a los esclavos se les ofrecían ventajas especiales en esas fechas relajadas. Más y mejor comida, tiempo libre de sus ocupaciones, y hasta recibirían o compartirían regalos con sus allegados. A veces en ese período, de alrededor de una semana, se intercambiaban los papeles: los dueños se hacían los esclavos y éstos pasaban a ser los dueños. Venecia tuvo, con su expansión marítima mediterránea, un motivo económico y social justificado para reiniciar esas antiguas celebraciones romanas cuando el resto de Europa se encontraba aún en la más oscura de las épocas. Pero, no sería hasta el siglo XIII cuando la ciudad-estado veneciana comenzaría a oficializar su fiesta carnavalesca. Con el asentimiento entonces de la Iglesia, que permitía hasta la cuaresma -cuarenta días antes del inicio de la Semana Santa- llevar a cabo unas celebraciones más propias del desenfreno y de la fiesta que de la piedad más religiosa.

Sin embargo, el carneavale o carnaval veneciano no alcanzaría su mayor expresión genuina sino hasta el siglo XVIII, cuando llegaría incluso a durar sus fiestas hasta seis meses, anticipándose así desde octubre hasta la cuaresma (mediados de marzo). En la sociedad veneciana de entonces, mercantil y liberal pero también oligárquica y clasista, el carnaval distendería las diferencias sociales al igual que sucediera en la antigua Roma. Este festejo era un claro reflejo de lo permisible y de lo anónimo. La realidad entonces era que todas las clases sociales se disfrazarían en él. El pueblo llano, por una vez al menos, podría ahora mezclarse sin problemas con la aristocracia. Estas fiestas se llevaban a cabo en las plazas, en las calles, en las casas o en los locales privados, lugares donde se empezarían a celebrar los denominados juegos de azar... El estado veneciano comprendió pronto los beneficios económicos de esos juegos y crearía una casa pública para celebrarlos. El Ridotto eran locales de juegos donde todos llevaban máscaras, salvo los funcionarios, personas que supervisaban y arbitraban el juego. Estos servidores eran nobles venecianos venidos a menos, seres que, con su peluca y toga oficiales, tratarían de infundir un poco de respeto a los díscolos jugadores. Tan importante llegarían a ser esos locales que cuando el gobierno de la ciudad prohibió en el año 1765 los juegos, tanto en las casas privadas como en los locales públicos, sólo dejaría abierto el Ridotto estatal.

Y así hasta que llegó Napoleón en el año 1797 y terminó con el carnaval veneciano, una celebración que no volvería a ser oficialmente -aunque sí tolerada particularmente- restituida por completo hasta el año 1979. El misterio y la ocultación serían por entonces impropios del nuevo orden napoleónico, y esa actitud oficial imperaría incluso hasta mucho después del propio emperador. Cuentan las leyendas que el famoso veneciano Giacomo Casanova (1725-1798) sufriría de pequeño unas continuas hemorragias nasales. Un día hasta lo llevarían en góndola a visitar una sanadora, una bruja curandera de Venecia. Esta misteriosa mujer tras encerrarlo en un cofre con aspecto de sarcófago, quemar algunas plantas alucinógenas, proclamar conjuros y untarle fragancias a su cuerpo, le ordenaría luego guardar silencio de todo lo que había hecho con él aquel día. Le anunciaría además la visita de una maravillosa y encantadora dama para la noche siguiente. De esta dama dependía, finalmente, tanto su curación completa como su felicidad futura. Pero, eso sí, con la condición de que nunca dijese a nadie nada sobre todo aquello. La noche llegó y el pequeño Casanova vio, o creyó ver, bajar por la chimenea a esa deslumbrante mujer aparecida. Se sentó ella entonces en su cama y le pronunció unas palabras que él no alcanzaría a entender. Al irse, le besó. Así, misteriosamente, el pequeño Casanova acabaría,  sin dudarlo, definitivamente curado para siempre.

(Cuadro Figura de perfil, del pintor estadounidense Ray Donley, Texas,1950; Óleo del pintor veneciano Pietro Falca Longhi, 1702-1785, En el Ridotto, 1740; Cuadro del pintor francés Guillaume Seignac, 1870-1924, El abrazo de Pierrot; Óleo del pintor español Raimundo de Madrazo, 1841-1920, Preparándose para el baile, siglo XIX; Cuadro del pintor Raimundo Madrazo, Enmascarados, 1900; Cuadro de la pintora española actual Paloma Barreiro, El antifaz; Cuadro de la pintora española actual Luisa Fuster, El antifaz.)

17 de febrero de 2011

El recuerdo, lo único que es capaz de perderse alguna vez sin echarse del todo de menos.



En el año 1944 el escritor argentino Jorge Luis Borges (1899-1986) publicaría su cuento Funes el memorioso. En ese relato narra Borges el caso inaudito de un hombre que ha perdido la memoria a causa de un accidente, y que luego, al recobrar el conocimiento, consigue ahora sorprendentemente recordarlo todo con una minuciosidad extraordinaria. No puede por tanto evitar acordarse ahora de todo, es decir, alcanzará a no poder olvidar nada nunca, ni siquiera lo que no desee recordar. Nos cuenta Borges: Me dijo que antes de esa tarde lluviosa en que lo volteó el azulejo, él había sido lo que son todos los cristianos: un ciego, un sordo, un abombado, un desmemoriado. (Traté de recordarle su percepción exacta del tiempo, su memoria de nombres propios, pero no me hizo caso.) Diecinueve años había vivido como quien sueña, miraba sin ver, oía sin oír, se olvidaba de todo, de casi todo. Y continúa el narrador: Me dijo: más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo. Y también: mis sueños son como la vigilia de ustedes. Y también, hacia el alba: mi memoria, señor, es como un vaciadero de basuras.

Con el tiempo se pierde la retentiva del recuerdo, es lo que se ha dado en llamar curva del olvido. Según este método gráfico perdemos en pocas semanas la mitad de lo que hemos aprendido o de lo que hemos vivido. Al parecer la velocidad con que se nos va yendo el recuerdo depende de lo árido o complejo del motivo, todavía más si éste es absurdo o no tiene ningún sentido para nosotros. Después la fatiga física causada por el estrés o el insomnio aceleran más la tendencia al olvido. Porque, sin embargo, es a veces el lastimero fondo emocional del pozo más abrasador o de la más absoluta decepción existencial, lo que nos llevará a cortar las amarras insoportables de la memoria. Y tan sólo luego una referencia obligada o persistente, necesitada o sincera, será capaz entonces de volver a elevar, desde la sima de lo más oscuro, la agridulce rémora de la imagen recordada o vivida.

Porque es en imágenes como recordaremos mejor nuestra memoria amueblada de acontecimientos. Los recuerdos son entonces figuraciones más que palabras. Incluso, los sonidos acordes de una música inevitable o de una melodía salvadora los representaremos mejor asociados ahora a cosas dibujadas en la mente. Así es como temblaremos, por ejemplo, ante el suspense de lo que, poco a poco, iremos ya ignorando desacostumbrados de mirarlo o de pensarlo como antes. Así es como olvidaremos: desprovistos de imágenes y de tiempo. Disconformes, confundidos, arrepentidos, cegados también por nuestro tiempo. Caminando a veces solos frente al resto del mundo. Y ahora, entonces, ¿qué más que digerir ya lo asimilado para poder seguir digiriendo lo vivido?

(Cuadro de la pintora española Julia Hidalgo Quejo, Memoria, 1999; Cuadro de Marc Chagal, Recuerdo de París, 1976; Óleo de Van Gogh, Recuerdo del jardín de Etten, 1890; Cuadro de Edvard Munch, Por la noche en Karl Johan, 1892; Óleo de Guillermo Pérez Villalta, Las arenas del olvido, 1989; Cuadro del pintor español Eduardo Naranjo, Recuerdo sobre la pared, 1974; Óleo de Dalí, Desintegración de la persistencia de la memoria, 1952.)

9 de febrero de 2011

La fantasía humana, nuestro recurso más necesitado para imaginar el deseo.



La fantasía fue inicialmente un género en la historia de la literatura. Se podría definir como una narración que mezcla elementos irreales o sobrenaturales con personajes reales que lo viven. Lo viven como si fuera la misma vida real y ellos lo sintieran así verdaderamente...  Que creen ellos que lo viven realmente, aunque estos mismos personajes no sean capaces luego de reproducir lo sentido por ellos mismos, de llevarlo así a la realidad con los demás, con los otros, con los que no lo padecieron ni lo vivieron antes de ese modo. Es, por tanto, muy transgresora la fantasía, no cumplirá las normas de una Naturaleza ordenada y realista. La Literatura fue una excusa maravillosa para dar rienda suelta a esos deseos inalcanzados... El escritor ruso Dostoievski escribiría una vez: Lo fantástico debe estar tan cerca de lo real que uno casi tiene que creerlo... En las celebraciones del carnaval veneciano, por ejemplo -unas vivencias públicas absolutamente privadas-, esas mismas normas rígidas y reales de la Naturaleza o la sociedad son, sin embargo, totalmente vulneradas y consentidas por todos.

Es probablemente en el carnaval donde se vea más el sentido de lo que una fantasía ensoñadora pueda llegar a representar en la vida real. Porque es hacer ahora, desde el anónimo encubierto, lo imposible tan sólo una vez al menos, siendo transformado el deseo en una realidad momentánea y virtual. Es por esto que la fantasía es un proceso psíquico donde el espacio y el tiempo se congelan, se detienen así en el ser que ahora lo siente o percibe. Todo le sucede al ser además en un mismo momento, aquí y ahora. En la fantasía sucede todo de inmediato, generalmente cuando el aburrimiento sobreviene en un estado ahora de especial sensibilidad. Para establecer ahora qué se entiende por fantasía, sea del tipo que sea, hay que acudir al planteamiento psicológico. Según éste, la fantasía es la capacidad de combinar imágenes mentales que, sin embargo, corresponden a percepciones tenidas anteriormente por el individuo. Son experiencias pasadas, vividas de alguna forma pero que en la nueva representación adquieren un contenido que no tenían antes. Porque ahora la imaginación es, en la fantasía, la fuente principal de lo desconocido en realidad, de lo que sólo es sospechado, pero que nos atrae ahora sin explicación y de un modo inevitable.

El deseo aviva la fantasía cuando el aburrimiento o la necesidad nos llevan a satisfacerlo. Pero es importante distinguir dos clases de deseos: el deseo calmado sostenido por la fantasía, y el deseo brusco buscado desde la realidad. Aquél es más placentero, se da éste antes incluso de que se produzca porque se desarrolla más lentamente, y provoca sensaciones más satisfactorias. Sin embargo, el último deseo, el originado desde la realidad brusca, únicamente tiende a sofocarlo como sea, ávido de calmarlo a costa de lo que sea. Para la fantasía no hay límites ni normas, ni presupuestos obligados. La libertad es necesaria desde el momento inicial de la fantasía. Además ésta evocará los recuerdos -a veces muy transformados-, donde ahora el objeto fantaseado se muestra igual de deseado que siempre, sin menoscabar ni disminuir su importancia, a pesar del tiempo pasado o de las experiencias que se hayan vivido con el objeto deseado, o sin él. Los grandes creadores del Arte han tratado de expresar a veces lo más inexpresable: la fantasía que hay detrás de una imagen. Cronológicamente, se ha ido avanzando en la sofisticación fantasiosa de la imagen: el Simbolismo, el Surrealismo o el Neosurrealismo, han conseguido acercarse más que otras tendencias artísticas a la fantasía representada iconográficamente en un lienzo. Y esto es así porque la fantasía reina en el imperio de lo irreal, en el imperio de los sueños. Cosas estas además que sólo se han podido plasmar en un lienzo desde la más absoluta modernidad...; aunque hayan existido artistas -muy pocos-, sin embargo, que lograran hacerlo incluso desde el Renacimiento.

¿Qué posibilidades le quedará a la fantasía en un mundo donde la edición virtual ha llegado a niveles de una gran recreación? ¿Podremos seguir manteniendo la capacidad individual para desarrollar fantasías? Los primeros generadores de fantasías fueron los relatos de la mitología antigua. Después, los romanceros y los novelistas se encargaron de desarrollarla también en sus obras. Cuando oímos o leemos algo que nos seduce nos imaginamos todo lo demás; esta capacidad de la imaginación es esencial para poder fantasear. Ahora, sin embargo, cuando todo nos llega en una realidad virtualmente completa, ¿seguiremos imaginando nuestras fantasías personales? El cerebro es tan maleable y dispensador que no podemos afirmar ni desmentir una respuesta. Posiblemente, el deseo seguirá siendo esa necesaria fuente inasequible para la fantasía. Esa fuente que nos permita así idealizar el anhelo -infantil o adolescente- tan irresistible para la fantasía. Ese mismo anhelo que nuestro inconsciente, además, habría motivado ya en esos pocos momentos personales de alucinación surrealista.

(Cuadro de Dalí, Muchacha del Ampurdán, 1926, San Petersburgo; Óleo del pintor ucraniano actual Michael Garmash, 1969, Fantasías a la hora del té; Cuadro de Dalí, Joven virgen autosodomizada por los cuernos de su propia castidad, 1954; Óleo del pintor alemán actual Michael Triegel, 1968, Ariadna durmiente; Óleo del pintor francés del barroco Guido Reni, El Rapto de Deyanira, 1621, Louvre; Cuadro del pintor simbolista polaco Jacek Malczewski, 1884-1929, Polonia, 1914; Óleo de la pintora actual española Daniela Velázquez, Carnaval de Venecia, 2003.)

Vídeo Nuit Blanche:

5 de febrero de 2011

La vida, su verdugo y su inocencia, siempre escondida entre el depredador y la presa.



Cuando con motivo de la Exposición Iberoamericana de Sevilla del año 1929 se dedicaran pabellones a países de América para dar a conocer su arte y cultura, hubo un grupo de españoles que crearon entonces la Sociedad Quinta de Goya. Era un grupo de amigos de el Arte del genial pintor aragonés. Para esa exposición crearon la reproducción a escala pequeña de una de las estancias que Goya (1746-1828) tuviera en su finca La Quinta del Sordo en el Madrid de comienzos del siglo XIX. En esa habitación el genial creador español pintaría directamente en la pared unos extraños, duros, oscuros, aberrantes y muy crueles dibujos, unas creaciones artísticas a las que se les llegaría a llamar luego Pinturas Negras. Una de aquellas pinturas negras fue la que se acabaría denominando tiempo después Saturno devorando a un hijo. Las interpretaciones que se han escrito de esta obra oscura de Goya son dramáticas todas: desde la melancolía o la depravación del ser al miedo más violento -el peor de los miedos- o la pérdida incluso del poder. Es la obra como una antropofagia metafísica en su metáfora más realista y atroz, esa misma que tiene como representación victimista a lo más cercano ahora: al hijo, al hermano, al amigo o al compañero. Es, así, la traición criminal más aberrante.

En el año 1873 un barón belga compra la finca y con ella las pinturas negras de sus paredes. El barón entonces quiso hacer algo curioso y plausible: trasladar a un lienzo esas pinturas parietales. Para ello contaría con la magnífica colaboración del pintor español Salvador Martínez Cubell (1845-1914), el cual pasaría las Pinturas Negras de Goya pintadas en la pared a los lienzos que hoy admiramos en el Museo del Prado. El interés del barón Erlanger no fue tanto artístico como comercial. Así que el aristócrata belga, al no poder conseguir que esas despiadadas imágenes fuesen compradas por nadie, las donaría al Museo del Prado en el año 1881. La crueldad de los depredadores ha sido en el Arte reflejada sutilmente gracias a eso que tiene el Arte de poder expresarlo todo con un espíritu devocional o providencial extraordinario. En el año 1600 el magnífico pintor del Barroco Caravaggio pinta, para la iglesia de San Luis de los franceses de Roma, un lienzo que muestra no sólo el martirio del apóstol Mateo sino toda una descripción de la maldad más depredadora, esa maldad que sólo un ser humano pueda llegar a ser capaz de tener. Y no sólo como sujeto activo de la violencia sino también -quizá lo peor- como sujetos pasivos de la misma. Para derribarlo y asesinarlo uno solo bastaría, sin embargo, hay más de diez personajes en el cuadro mirando ahora cómo San Mateo, indefenso, padecerá la más brutal y despiadada agresión violenta. Algunos huyen ante el horror y otros simplemente observan o miran como en un macabro espectáculo distante. Pero la fuerza de la maldad se aprecia sobre todo en la figura del verdugo, un ser vil que, decidido, impide a la víctima tomar incluso la palma que un ángel le ofrece ahora, un símbolo -la palma- de la alta consagración a la muerte de un mártir. Es no sólo la depredación física sino  también la espiritual del inocente, de la vulnerable presa.

¿Es la inocencia una cualidad que todos llegamos a poseer alguna vez en nuestra vida? Se sitúa representativamente la inocencia en la infancia, pero no creo que tenga necesariamente mucho que ver con ella, al menos la inocencia entendida como actitud vital y no como reflejo de la inconsciencia o falta de desarrollo, éstas propias de la niñez. Además, ¿es verdaderamente la inocencia un síntoma de irreflexión, de escasa racionalidad, listeza o avispamiento? Para que exista un depredador debe existir una presa, pero, ¿ésta tiene algún sentido sola en sí misma? ¿Deja de ser la víctima una entidad completa (con todos los elementos para vivir, sobrevivir y defenderse) por el hecho mismo de ser una presa? ¿Cómo sabremos hasta dónde la inteligencia deja de brillar para que aparezca la inocencia de la presa en su horizonte?, ¿son incompatibles la inocencia y la inteligencia? O, también, ¿puede ser que no todas las víctimas sean inocentes?, ¿o sí lo son siempre? Para eso habría que entender qué queremos definir con víctima. Si es todo ser que pueda sufrir daño, ¿cuántas víctimas hay en realidad? Y para que haya daño, ¿alguien tiene que afligirlo a su vez? Si todo eso es así, entonces, ¿cuántos depredadores, sin a veces saberlo ellos mismos, deben también existir? Puede que después de recibir el daño, si no se perece en él, consigamos perder la actitud que nos llevó a ser víctimas. Entonces, ¿perderemos así la inocencia?, ¿la perdemos realmente? La inocencia debe ser acaso como la memoria, que creemos perderla porque nos desaparece el recuerdo, confuso y alterado, por el paso del tiempo o por el rechazo que de él hagamos, aunque el cerebro nos siga manteniendo, latente y oculta, su impronta para siempre. Posiblemente, como en los entresijos íntimos de nuestra memoria, la inocencia continúe, tímida y dormida, en los seres donde siempre estuvo alojada, donde es imposible otra actitud que no sea la deseada, envidiable y maravillosa inocencia.

(Óleo sobre revoco trasladado a lienzo del pintor Goya, Saturno devorando a su hijo, 1823, Museo del Prado; Cuadro de tinta sobre papel de la pintora española Jacinta Gil Roncalés, 1917, Depredador, 1998; Diorama de la estancia de Goya en La Quinta del Sordo, reproducción de la Univesidad de Sevilla, 1929; Cuadro de Caravaggio, El martirio de San Mateo, 1600; Óleo de Paul Gauguin, La pérdida de la inocencia, 1891, Norfolk, USA; Dos óleos del pintor francés Pierre-Paul Prud'hon, 1758-1823, El amor seduciendo a la inocencia, 1809, Metropolitan de Nueva York, y La inocencia eligiendo al amor por encima de la riquezas, 1804, Hermitage; Cuadro del artista italiano Eugene von Blaasb, 1843-1931, La Inocencia, donde se observa aquí la clara, inevitable y auténtica actitud inocente.)

25 de enero de 2011

El tiempo entrecruzado, la onírica belleza, la infinitud del pasado y nuestro engaño.



El cine ha utilizado casi siempre la literatura para encontrar la inspiración que las imágenes han necesitado -y necesitan- para llegar a emocionar con sus creaciones dinámicas. El productor norteamericano David O. Selznick (1902-1965) en uno de los muchos castings que hizo a lo largo de su vida se encontraría con una joven extraordinariamente bella  pero, sin embargo, con un gesto extrañamente vulnerable... Antes de finalizar la corta actuación ante el productor la joven aspirante se derrumbaría, desconsolada. Acabaría en un mar de lágrimas decidida a dejarlo todo ahí. El productor, sin embargo, vería en ella algo que le hizo pensar que esa mujer podría llegar a ser una gran estrella. Así fue como la actriz Jennifer Jones (1919-2009) consiguiera, después de mal vivir como modelo mediocre en Nueva York, alcanzar los primeros peldaños de su gloria. En el año 1948 lograría protagonizar la película producida por Selznick El Retrato de Jennie, un filme basado en una novela del escritor norteamericano Robert Nathan (1894-1985).

En esta película la protagonista -Jennie- acabaría siendo convertida en la modelo artística perfecta para el retrato que un pintor frustrado necesitaba componer -cree él- para alcanzar la inspiración y la belleza máximas. Cosas que, nunca antes, habría podido conseguir llevar a cabo con su arte. Con la salvedad ahora de que ella, sin embargo, no existe realmente, que sólo es la ensoñación de una representación fantasmal del pintor por el propio deseo de pintarla. Tan real es para el pintor esa representación de ella como lo son de hecho las ideas, imágenes o sonidos que los propios creadores puedan llegar a sentir de sus creaciones... La joven modelo del cuadro permanece ahora siempre joven mientras el pintor, a cambio, envejecerá con el paso de los años. Jennie parece entonces venir de un tiempo indefinido. "Nada muere, todo cambia; hoy es el pasado de otro tiempo", dirá en una ocasión su misterioso personaje. Las tres etapas en que dividimos el tiempo, pasado, presente y futuro, no son más que conceptos creados por nosotros para posicionarnos, de alguna manera, con aquello que no comprendemos bien. Sólo ha existido y existe realmente el pasado, es lo único que nos pertenece y que nos referencia además, que nos sitúa así en nuestra propia historia personal. El futuro no existe. Y el presente es imposible de ser medido, de ser atrapado siquiera en un segundo. ¿Cuánto durará un presente? Sin embargo, el novelista Robert Nathan afirmaba en su relato: No hay una distancia en esta Tierra tan lejana como ayer... Y esa es la gran contradicción de nuestro mundo: que el tiempo se parece entonces a una gran rueda que, a medida que avanza, nos aleja más y más de todo; aunque, a la vez parece que estemos parados y distantes como mirando una misma luz...

Cuando el héroe mitológico Ulises llegase en su odisea a la isla de Ogigia -cerca del estrecho de Gibraltar- naufragaría entonces frente a sus terribles costas. Fue acogido allí por la ninfa Calipso, reina de esa fabulosa y tranquila isla desconocida. Ella siente ahora de pronto un amor ineludible hacia Ulises, uno tan grande que acabaría absorbiendo al héroe en una nebulosa temporal que le hace sentirse transportado a otra dimensión. Pero él debe, sin embargo, continuar navegando hacia su destino, hacia su Ítaca querida. Sin embargo, a cambio, percibe ahora como si el tiempo se le hubiese detenido. Está ahora él rodeado de un maravilloso, grandioso y deseado paraíso..., de este modo es como Calipso intentaba hacerle olvidar su impenitente destino. Llegaría ella, incluso, a ofrecerle la inmortalidad... Pero Ulises se niega, y no sabe él muy bien por qué ya que lo ha olvidado todo. No es feliz del todo, pero tampoco sabe muy bien por qué no lo es. Siente una necesidad pero es incapaz de comprenderla. Atenea, la diosa protectora del héroe, le pide a Zeus que ayude a Ulises a regresar a su destino. El dios más poderoso del Olimpo obligará a Calipso a que deje libre a Ulises. Ésta acepta, obligada, con todo el dolor que le supone dejar partir al ser amado. El héroe se había llevado, sin él saber ni percibirlo siquiera, casi diez años detenido en esa maravillosa pero perdida isla de Ogigia.

Nuestra vida se pierde a veces por un tiempo que parece no existir, que parece no haber existido nunca antes en verdad. Creeremos vivir incluso de otro modo al que vivimos, pero no, no lo vivimos de ese otro modo en verdad. De la misma manera, incluso pensaremos a veces que disponemos nuestro tiempo para siempre, como un espacio personal eterno de algo que nunca acabará, como algo que nos pertenece para siempre, que es nuestro y que podremos atraparlo siempre a través de un especial soporte vital extraordinario, de un asidero personal procurado por nosotros o nuestro destino para que, con él, sea posible mantener así toda aquella belleza eterna perdida para siempre. Y todo esto incluso de una forma ahora en que ésta -la belleza de ese tiempo intemporal- nos complazca además eterna, deseosa, poderosa y libre a la vez que unida a nosotros para siempre...

(Cuadro del pintor Arnold Boecklin, 1827-1901, Calipso y Ulises, 1883; Fotograma de la actriz Jennifer Jones en la famosa película Duelo al Sol, 1952; Fotograma de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cartel británico de la película El Retrato de Jennie, 1948; Cuadro del pintor actual español Angel Mateos Charris, Futuro no, presente no, pasado, 1999; Autorretrato del pintor en su estudio, del pintor surrealista Arnold Boecklin, 1893; Cuadro del pintor Boecklin, Autorretrato con la Muerte y el Violín, 1872; Óleo del pintor actual español Guillermo Pérez Villalta, 1948, El rumor del Tiempo, 1984, Particular;  Óleo La isla de los Muertos, 1883, de Arnold Boecklin.)

Vídeo El Pen Story:

15 de diciembre de 2010

La esencia de lo más humano, su representación en el Arte o la vanidad.



Todos los creadores del Arte han podido retratarse a sí mismos con la facilidad que su propio genio les hubiese permitido hacer además. Muchos no lo hicieron una vez sino decenas de veces. Es la vanidad. La mayor de ellas, la que se consigue describiéndose a sí mismo con su propio Arte, ya que no sólo se valorará artísticamente cómo lo hayan hecho sino que, también, eternizarán así -vanidosamente- su propia imagen en una obra auto-representada. La vanidad como símbolo frágil y caduco de la vida ha sido motivo de muchas pinturas a lo largo de la historia. El pintor holandés David Bailly (1584-1657) llegaría incluso a compartir ambas cosas especialmente: hacer una obra original y autorretratarse magistralmente con ella. Quiso representar la vanidad consigo mismo y se autorretrató dos veces, en su propio lienzo, con una originalidad extraordinaria. En el año 1651, con sesenta y seis años de edad, se dibujaría a sí mismo con casi cuarenta años menos, pero ahora en un ambiente simbólico y característico de la futilidad de la vida y del paso de ésta. Y lo expresaría mostrando su propio retrato contemporáneo en sus manos autorretratadas cuarenta años antes (una imposibilidad temporal, pero posible, gracias al misterio grandioso del Arte).

El ser humano sólo es o vanidad o locura... Ni siquiera la razón se salvará de la vanidad, todo lo contrario, ésta es una de sus muchas manifestaciones. Pero es que hasta la emoción espiritual, la creación más excelsa de lo trascendente, el misticismo, tampoco se salvará... ¿O acaso el eximio poeta místico Juan de la Cruz no sentiría alguna vanidad al dejar su obra poética escrita para ser apreciada y leída por siempre? Todo es vanidad. Porque la alternativa sólo será la locura elogiosa y útil del famoso escritor Erasmo de Rotterdam (1466-1535), o la espantosa y alienante que hace infantil o trastornado a quien la posee. Pero, es que hasta en la actitud del recién nacido, con su llanto acuciante o su sonrisa taimada, se sugiere algo de inevitable vanidad. Porque es así como el bebé pedirá ahora que se le ame, que se le tenga en cuenta, que se le proteja o que se le adule. Por eso mismo la vanidad es, realmente, una esencia fundamental de lo que somos, algo que no podremos evitar ni sustituir en nuestras vidas...., salvo, quizás, por una inteligente, elogiosa o pueril locura intrascendente...

(Cuadro Vanitas, del pintor francés Simón Renard de Saint-André (1613-1677); Óleo Vanitas del artista norteamericano actual Poly, Galería Sarah Bain, EEUU; Autorretratos de grandes creadores: Tiziano; Velázquez; Rembrandt; David; Goya; Böcklin; Leighton; Delacroix; Vernet; van Gogh; Renoir; Picasso; Dalí; Frida Kahlo; Andy Warhol; Cuadro Autorretratos con los símbolos de la Vanitas, del pintor David Bailly.)