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27 de octubre de 2020

El Arte es el jeroglífico ingenuo con el que se expresa la esencia desengañada de un tiempo histórico.



 Cuando Gustav Klimt ideó plasmar la visión sobre el ciclo de la vida en diferentes edades, realizaría un primer boceto de su obra en el año 1908 para, tiempo después, ser llevado a un óleo durante el año 1910. Hasta presentaría la obra (ignoro cómo sería esa obra original) en la Exposición de Arte de Roma del año 1911, recibiendo una medalla de oro por su creación. Pero, por razones que se desconocen, modificaría la pintura en el bélico año de 1915. Aunque se pueda elucubrar que el pintor simbolista sólo compuso originalmente la parte derecha del cuadro, esa parte donde se representan las figuras de los diferentes estadios de un ser humano en sus distintos momentos existenciales, y que, luego, con el avasallador surgimiento de la terrible guerra del año 1914, el creador modernista, desengañado por el cruel enfrentamiento mundial, incorporase, además de su inspiración inicial, la siniestra y coloreada figura desolada de la muerte. Pero, también el fondo... Donde antes la pintura tuviese un dorado más propio de su estética, la oscurecería ahora el pintor con un gris confuso y macilento, matizando así un contraste muy necesario en su obra. Y la acabaría titulando, sin complejos, Muerte y Vida. ¿Es que es este el único ciclo a considerar, la muerte y la vida, más que aquel existencial de antes, solo por entonces señalado con la vida...? Con la experiencia del sufrimiento de la guerra mundial el pintor entendería que, en ese momento trágico de exterminio tan cruel, su propia época además realmente, esa en la que vivía sumido el pintor, el único ciclo posible a representar y considerar era este y no aquel de una vida idealizada, tan ingenua e incompleta del despiadado mundo que entonces ignorase. ¿Calmaría su desolado ánimo el cuadro modernista que acabase pintando? Tres años después de terminar esta obra, el pintor fallecía de la gripe española en febrero del año 1918, nueve meses antes de finalizar la Primera Guerra Mundial.

Entre las fervientes transformaciones que el Romanticismo hiciera en los creadores de la antigua Confederación alemana del Rin,  una sería el idilio maravilloso para entonces con el nuevo impulso que Napoleón trajese a Europa. Pero, pronto descubrieron las terribles desolaciones y vilezas que la guerra napoleónica haría con los pueblos liberados por su fuerza . El desengaño apareció sutil en las representaciones artísticas de sus románticas obras. Como lo hiciera el pintor alemán Franz Gerhard von Kügelgen (1772-1820). En el año 1816 decide componer una obra mitológica de la figura desolada de Ariadna en Naxos. La leyenda contaba cómo la hija del rey Minos se escaparía de Creta junto a su amado héroe Teseo. Pero, una mañana, después de haber arribado la noche antes ambos en Naxos, el héroe ateniense abandonaría a la ilusa y confiada griega. En la obra romántica de Kügelgen la figura de la joven cretense está ahora, simbólicamente, más desengañada que asolada en su instante trágico. Ese mismo sentimiento que los pintores románticos alemanes, como sus compatriotas desengañados, tuvieran al ver los desmanes y las afrentas que contra la vida y la libertad los ejércitos de Bonaparte ocasionaron en su tierra. La obra Ariadna en Naxos formaba parte, junto a otra obra suya (Andrómeda), de un conjunto representativo que expresaba el ciclo alegórico de los dolores y las alegrías del destino humano. Porque, como en el caso de Ariadna, el mundo nos obligará a querer y desear antes todo lo que, de un modo sorprendente, acabará luego por desengañarnos... En la obra romántica está oculta bajo la pátina mítica de lo ingenuo la verdadera intención estética del pintor alemán. Porque entre los encantamientos estéticos de la suave brisa de un Romanticismo útil, el mensaje de liberación y desengaño acabaría reflejado con la sutil metáfora artística de un laberinto desvelado.

La mejor forma de poder entender el Arte es hacerlo como si se tratara de un laberinto desvelado, sobre todo cuando es creado con el magisterio de lo ingenuo más inspirado. Es la creación artística como un jeroglífico ingenuo, y lo es precisamente por ser el Arte una forma comunicativa donde la ocultación es una intención sublime más que un hecho gráfico definitivo. No hay posibilidad de huir de la verdad del Arte que su representación ofrece, pero, a la vez, no hay manera de identificarla, ni de determinarla, con ninguna explicación ajena a su sentido ingenuo más oculto... Puede tener miles, cientos de miles, de sentidos y nunca acabaría por dejar de tener la misma esencia artística premeditada. Para los creadores que viven su tiempo con la desesperación de un momento trágico único, la expresión de lo que plasmen en un lienzo siempre irá más allá de lo que representen con unos rasgos seguros. Las mejores obras de Arte no son las de desengaño, pero, sin embargo, siempre expresarán más sentido artístico profundo aquellas que compongan las mejores muestras estéticas sublimes de una lúcida desesperación. Una desesperación tan desgarrada que pueda, además, traspasar las fronteras del momento inspirado para llegar a apoderarse de un tiempo histórico más universal. Es esta la época vital que, culminada bajo la dura sensación de un instante malogrado, determine luego la forma en la que el mundo fuera entendido por mentes creadoras que tuvieron su trayectoria ofuscada ya por un destino desolador. Cuatro años después de terminar su pintura, cuando el pintor fuese a visitar a un amigo a Dresde, el también pintor Caspar David Friedrich, encontraría, en el oscuro camino que va a Dresde desde Loschwitz, la muerte, asesinado por un ladrón tan despiadado como lo fuera aquella representada ingenua esperanza tan desengañada de su obra.


(Obra simbolista del pintor Gustav Klimt, Muerte y Vida, 1915, Leopold Museum, Viena, Austria; Óleo Ariadna en Naxos, 1816, del pintor romántico Franz Gerhard von Kügelgen, Galería de Museos Estatales de Berlín.)


17 de enero de 2020

El simbolismo de querer alcanzar a vislumbrar la belleza como una explicación a la vida.



Ya lo tratarían de explicar los antiguos griegos con su acercamiento a una filosofía que buscase el sentido originario del universo. Pero, ¿era eso exactamente, saber la causa de todo, el origen de la vida, lo que ocultaba la inquietud más desasosegadora del ser humano? Después de poco más de un siglo tratando de perseguir una quimera filosófica, llegaría Platón y desataría los fantasmas ocultos de la invisible sensación más placentera. En su diálogo El Banquete Platón dejaría escrito: Si hay algo por lo que vale la pena vivir es por contemplar la belleza.  Pero habría que tratar de definir ahora la belleza para entender aquel sentido filosófico. En la belleza, por ejemplo, se podría incluir todo aquello que motivara la vida o el sentido más profundo de la existencia humana. Pero, en este caso, sería su motivo último, es decir, aquella causa que estaría detrás de los innumerables motivos aparentes, fatuos, temporales, vagos o mezquinos de la vida. Y esa belleza el Arte simbolista la definiría una vez con la figura hermosa, desnuda y joven de una ninfa entregada a su delirio.  Su delirio, sí, una especie de éxtasis donde la extenuación de un ser, en este caso místico, se dejara llevar ahora por la sensación natural de un momento inspirado, de un estado de profundo desdén o de arrogante virtud arrebatadora por justificar así su sagrada belleza. Por plasmar ahora con ella, incluso, lo que no necesitara... Salvo estar destinado a ser de otro su delirio. Y es este otro ser el sentido más terrenal de ese delirio, el ser humano, aquel ente perdido que, orientado a veces, creerá satisfacer así, con la belleza, la desolada sensación de aquel misterio originario.

El Simbolismo pintaría ufano muchas obras para ensalzar la visión irreal de un mito desafortunado como era el de la belleza. Y era desafortunado por querer narrar la imposible búsqueda terrenal de ese maravilloso delirio. Polifemo y Galatea inmortalizaron la sutil representación más vil, inútil y sentida de una involuntaria existencia incomprensible. Los dos representaban los opuestos de una irrealidad como era la Belleza. Polifemo era el monstruo más monstruoso de una leyenda, simbolizaba al ser perdido y hundido por una imposibilidad absoluta: poder contemplar la belleza y hacerla suya para siempre. Galatea representaba esa belleza, la consecución más deseada o la finalidad más verdadera de una existencia humana en este mundo. Los autores clásicos escribieron la desolada pasión imposible del monstruo mítico, humanizado ahora por sus sentimientos, ante la hermosura luminosa de una bella Galatea. Los pintores simbolistas vieron en ese mito la mejor forma de representar el sentido principal de su tendencia artística. Porque eran los mejores símbolos esos dos personajes míticos para plasmar el mejor sentido artístico que aquellos pudieran expresar. En el año 1896 Gustave Moreau compuso su obra Galatea y, en 1914, Odilon Redon la suya El cíclope. En ambas obras simbolistas observamos la misma composición: el cíclope Polifemo mira desde lejos la figura tendida y anhelada de la ninfa Galatea. Las metáforas representadas en las dos obras se expresan con la fuerza poderosa de los colores modernistas y con el paisaje feraz y confuso de una naturaleza distante, agreste o lastimosa. 

Es la única explicación que desde el Arte simbolista y una filosofía imposible se le podría dar a la vida y a su eterna repetición de búsqueda de la Belleza. Fue representada la figura de Polifemo con la expresión de su terrible y único ojo monstruoso. Fue elegida Galatea por su etérea belleza pura, meteórica, absurda e inalcanzable. Y todo ello rodeado por la espesura incierta de un mundo transformable, salvaje, confuso, decadente y perecedero. Con esos elementos estéticos y mitológicos los dos pintores simbolistas crearon su espantosa metáfora de la existencia y la Belleza. Nada puede hacer conseguir alcanzar a contemplar ninguna belleza más allá de poder hacerlo desde lejos y siempre sin poder satisfacer más que una parte de su mera sensación terrenal o pasajera. Porque en esta visión del mito radica la explicación de una falsedad ante la que algunos seres sí pensarán, a cambio, conseguir llegar a dominarla. Pura falacia fantasiosa de una necedad engreída por una aparente sensación a veces satisfecha. Sólo es posible, si acaso, lo que ahora hace Polifemo: vislumbrarla. Y esto es además una realidad falseada y modelada por las mismas invenciones que el Arte puede llevar a efecto con la representación de alguna belleza manifiesta. Pero en el mito, en la fuerza inmisericorde de su sentido trágico, Polifemo viene a representarnos la inevitable búsqueda desasosegada de una explicación vitalista de la existencia. Y los pintores simbolistas, más aún Redon, destacarían la ridícula expresión inútil de un monstruo en su afanosamente imposible querencia vitalista. Y lo expresarían con el único, melancólico y horrible ojo frontal exagerado de Polifemo, con el que nos muestran ahora así el ridículo de querer, con él, poseer alguna belleza... Por eso en Redon ni siquiera con él mira ahora a la Belleza. Es inútil hacerlo y el monstruo lo sabe, resignado. Esta es la grandiosidad estética que nos muestra este personaje lastimoso. Sabe él que es inalcanzable y no puede más que admirar, desde lejos de su sentimiento, esa entelequia inmortal que llevará marcada su estirpe, la misma que la nuestra, en la repetitiva actitud insatisfecha de querer dominar la Belleza.

(Óleo Galatea, 1896, Gustave Moreau, Museo Thyssen, Madrid; Cuadro El cíclope, c.a. 1914, del pintor Odilon Redon, Museo Kröller-Müller, Países Bajos.)

30 de diciembre de 2019

Solo el pasado y el futuro se celebran en el Arte simbolista de Moreau.



El presente no existe en el Arte. Cualquier representación artística tiene esta peculiaridad, ya que el instante es tan imposible representarlo como elogiarlo en un momento de esplendor. Fueron los impresionistas los que quisieron, no obstante, celebrarlo en sus inspiradas emociones artísticas. Pero, aun así, y por la imprecisa fijación de un momento indefinido, nunca llegaríamos a saber exactamente cuándo fue inspirado ese momento, ¿antes, durante o después de la impresión? Tuvo que llegar luego el Simbolismo para poner las cosas en su sitio. La vida representada en un lienzo nunca es determinada por el momento presente, porque el presente no reflejará nunca nada de lo que la vida es. En la inspiración no es posible imaginar el presente, las musas, por ejemplo, no se detienen ante el poeta para dejar constancia de otra cosa que no sea lo que pasó antes (nostalgia, recuerdo, elegía) o de lo que pasará luego (esperanza, anhelo, deseo). En el Arte como en la emoción creativa solo el pasado y el futuro tienen verdaderamente el objeto más preciso de la devoción inspirativa. Y así lo representaría una vez el simbolista Gustave Moreau en su obra Las Voces. La inspiración fue un asunto elogiado en muchas ocasiones por el Arte en su historia. Los griegos idearon las musas, ninfas femeninas que acercaban al creador o al intérprete la habilidad precisa para alcanzar la gloria artística. Ya entonces se consideraba al genio creativo como algo ajeno o fuera de uno mismo. Y era así porque nunca se alcanzaba siempre del mismo modo, no venía cuando se precisaba o requería para plasmarlo seguro en una creación. O se encontraba perdido en el pasado heroico de otras veces, o se lamentaba uno de no reencontrarlo hasta recorrer un tiempo más allá... El pasado y el futuro, de nuevo, marcaban su sentido para justificar la elogiosa esencia de lo que podría convertirse en un alarde de creatividad. O se recordaba un suceso pasado que, virtuoso, volvía quejumbroso entre las brumas, o se imaginaba, victorioso, la próspera celebración futura de un esplendor necesario y ferviente. 

En su obra simbolista Moreau elogia al gran poeta griego Hesíodo, creador de mitos y leyendas clásicas que inspiraron dioses, héroes, oráculos y centauros. Lo representa en su juventud, cuando en Beocia el poeta recorrería los prados pastoreando su ganado y, pensativo, imaginaba aún cómo el mundo se configuraba en sus misterios. Según el mismo poeta contaba las musas le enseñaron una vez un bello canto mientras apacentaba su ganado al pie del sagrado monte Helicón. Entonces me dieron un cetro de la rama de un florido laurel y me infundieron voz divina para celebrar el pasado y el futuro. Así me encargaron alabar con himnos la estirpe de los felices sempiternos y cantarles siempre a ellas al principio y al final... Solo para celebrar el pasado y el futuro, tan solo el principio y el final... Entremedias el presente impúber e indecoroso, ese que nunca exhibe poderoso ningún elogio artístico proverbial. En la obra de Arte simbolista el pintor destacaría artísticamente ambos divinos momentos gloriosos. Al fondo de la obra simbolista el Partenón exhibe triunfante su perfil más elogioso de un pasado destacable y merecedor. Y en la propia textura de su pintura modernista el pintor señalaría las glosas elogiosas de un futuro prometedor artísticamente. Así celebraría Moreau con su obra simbolista el elogio lírico más glorioso de aquel famoso poeta griego. ¿Será esta una premonición destacada de una revelación para la vida? ¿Es que solo mirando hacia detrás o hacia adelante es como tan solo podremos entender la vida?

(Óleo del pintor simbolista Gustave Moreau, Las Voces, c.a. 1880, Museo Thyssen, Madrid.)

5 de junio de 2019

Las libertades representativas del manierismo nórdico y su imaginación sorprendente.




Cuando el Manierismo estaba en su mayor apogeo, segunda mitad del siglo XVI, los pintores del norte de Europa (flamencos y holandeses) desarrollarían su peculiar manierismo nórdico. Cuando en el sur de Europa los temas más tratados en ese estilo eran religiosos, los pintores norteuropeos se inclinaron más por asuntos mitológicos o, los más moderados de ellos, por una temática antiguo-testamentaria donde las leyendas de la antigua Israel tan sensuales podían utilizarse sin arañar demasiado la sensibilidad puritana. El Segundo Libro de Samuel describe el momento en el que el rey David ve por primera vez la belleza de Betsabé: David se quedaría en Jerusalén. Una tarde el rey se levantó de su cama y se puso a pasear sobre la terraza de su palacio, vio entonces desde ahí a una mujer muy hermosa que se estaba bañando.  Este fragmento bíblico ocasionaría un motivo iconográfico fundamental en el Arte europeo: la alegoría más expresiva de la visión de la belleza, del Arte mismo. Porque el rey David mira ahora pero no es visto; desea ahora y acabará poseyendo lo mirado. Y esto es una fiel representación metafórica de lo que es cualquier admirador del Arte -de nosotros-  al experimentar lo mismo que el rey israelita sintiese en su ávida visión de una belleza.

Cornelis van Haarlem (1562-1638) es uno de los mejores pintores manieristas de la historia del Arte. Extraordinario seguidor de la escuela de Haarlem, pero también de la de Amberes, el lugar más frenético del Arte manierista del norte, mezcla por entonces tanto del estilo flamenco como del italiano. Los pintores norteuropeos fieles a esa tendencia simbiótica de estilos nunca desecharon los colores, las formas, la elegancia, la sensualidad ni la desenvoltura de los maestros italianos. Para cuando Cornelis pintase su obra Betsabé en su baño, el siglo XVI empezaba a declinar. En el año 1594 los pintores italianos comienzan a vislumbrar el naturalismo de Caravaggio y su fortaleza compositiva tan realista. Pero Cornelis sigue siendo un enamorado de la belleza sugerente así como de la belleza misteriosa más interiorizada o subjetiva. Para el pintor holandés el Arte no tiene razón de ser si lo que expone en sus obras es la representación más realista, cruda o explicitada de la vida. Aun de una mitología sagrada, aun de una historia consagrada por la transcripción textual de una enseñanza bíblica, fiel además a la deriva impenitente de lo más humano: el irrefrenable deseo pasional o sexual. Porque la pasión calculada del rey David (luego de ver a la esposa de Urías decide el rey poseerla pensando hacer desaparecer al marido) es una forma intelectualizada de deseo. Como lo es el Arte al fin y al cabo. También lo es acabar poseyendo esa belleza, porque el Arte es una forma de belleza que acabaremos aprehendiendo luego de mirarla deseoso. 

Trescientos años después, y algunas tendencias entre medias, Gérôme (1824-1904) compone en el año 1889 su lienzo Betsabé, pero, para entonces, lo hace el pintor francés con un manifestado y explicitado modo de hacerlo todo totalmente diferente y opuesto al de Cornelis van Haarlem. En la obra realista academicista de Jean León Gérôme la visión reflejada del mensaje bíblico es conforme a lo textual: el rey David está admirando desde su terraza el cuerpo desnudo de Betsabé mientras se baña junto a su sirvienta. Sólo el cielo los separa ahora con sus tornasolados trazos magistrales. Porque la pequeña y lejana figura de David y su objeto de deseo están en la línea de un punto de fuga tan erótico y manifiesto como la obra fija, sin secretos, todo su sentido erótico justificado. Pero en la pintura manierista no es esto así. En la obra manierista no hay línea de fuga erótica, pero, a cambio, sí hay misterio y suspense. Para los pintores como Cornelis la verdad explicitada de la realidad no es razón para plasmar belleza en un cuadro. La belleza es autónoma en el Manierismo, no dependerá de ninguna mirada directa, salvo la del espectador ajeno -fuera del cuadro-, es decir, de nosotros mismos. La belleza manierista no es ni exagerada ni desenvuelta, por tanto no es mirada ni atropellada (por otros personajes) claramente en el cuadro. Entonces, ¿cómo llevar a cabo una representación artística que se basa ahora precisamente en la utilización de la mirada como justificación? En la obra de Gèrôme el palacio de David está visible a la izquierda, y con él al rey David, que lo vislumbramos ahora sin error. Pero, ¿y en la obra de Cornelis, dónde está el rey israelita? Veremos el palacio de David, pero no a éste, al fondo de la obra en unos trazos ahora apenas en grisalla, demasiado lejos como para poder ver la belleza desde allí...

El Manierismo es la representación del Arte más puro jamás realizado. Arte donde lo intelectual y lo sensual se dan la mano sin ruptura, sin límites, sin fisuras, sin aditamentos extraños a una manifestación de belleza trascendente. Belleza material y sensual, pero que ahora irá más allá -que trasciende- de los referentes reales o más naturales de lo bello. Por eso en la obra manierista de Cornelis no vemos al rey David. Solo vemos un paisaje frondoso -el bosque acogedor simbólico de belleza inmaculada-, vemos los desnudos señalados o por el marfil más blanco y puro o por el azabache más negro y misterioso. También vemos un paisaje y fuentes estatuarias, pero, sin embargo, la ausencia imperceptible de un cielo, algo ahora que no vemos porque no es aquí la belleza... Betsabé está siendo lavada por dos personajes en Cornelis, cuando  en Gèrôme solo hay una sirvienta. En el Manierismo la belleza es compartida por todos los personajes posibles, no solo por el principal. En el Academicismo, a cambio, el personaje protagonista es solo lo importante. Es esto, disponer de dos sirvientas, otra libertad que se tomaría Cornelis para componer su obra, porque Betsabé no era más que la mujer de un mero soldado de Israel, no una gran señora. Sin embargo, el pintor manierista va más allá en su intelectual y bella tendencia metafórica. La belleza sugerida es acentuada en un simbólico triángulo de cuerpos alternados de belleza, un triángulo donde dos cuerpos blancos son realzados por el bello y exótico cuerpo negro de la sirvienta. Pero no bastaría esa belleza, porque ahora el cuerpo blanco de la mujer atendiendo al baño de Betsabé tiene una apariencia algo masculina. Todo un alarde misterioso y magistral para representar la presencia visual tan necesaria de aquella metáfora admirativa. Es este cuerpo aquí la representación de la figura transpuesta del rey David. Es esa representación que exigirá la imprescindible situación de un personaje en una obra cuya justificación solo tendría sentido si, para que exista una belleza observada, debería existir también un observador que la admirase...  Como en el Arte. 

(Óleo Betsabé en su baño, 1594, del pintor manierista Cornelis van Haarlem, Rijksmuseum, Ámsterdam; Cuadro del pintor academicista Jean León Gèrôme, Betsabé, 1889, Colección Privada)

18 de octubre de 2016

El simbolismo y el naturalismo como reflejo de la contradicción de la vida y el Arte.



El final del siglo XIX en el Arte y en el pensamiento fue tan convulso como contradictorio. Y es precisamente por eso por lo que el Simbolismo como tendencia artística  prosperaría ante la indefinición de la época, ante su desvaída forma de expresar las cosas -las simbólicas y las que no- que el mundo tuviese además en ese momento histórico -mayor acercamiento científico-técnico a la sociedad- para comprender la vida y sus misterios. Los creadores son los primeros contradictorios del mundo, es parte de su esencia: crear es diseñar una forma diferente a lo conocido y, como se crea mucho para descubrir el verdadero sentido de lo creado, el autor no será fiel a la causa de las cosas sino solo a sus efectos, sean iguales, contrarios o diferentes. Luego está el pensamiento, la manera racional en que nos acerquemos a lo que sintamos... Y, ¿qué sentiremos? Aquí la vida y el Arte irán unidos porque una es reflejo del otro y al revés. ¿Qué llevará a componer una obra musical tan inmensa, profunda, estimulante y grandiosa como la que crease el gran compositor Wagner? ¿Bastará una vida para esto? Aquí es el Arte -el gran Arte, el musical, el poético, el pictórico- el que solo puede contestarlo. 

Rogelio de Egusquiza (1845-1915) fue un pintor español de extraordinaria factura plástica, cromática y compositiva. Un academicista inicialmente guiado por las maneras clásicas y correctas de la mejor forma de pintar. También fue un músico además. Su formación artística y cultural le llevaría a recorrer Europa hasta encontrar la pasión creadora que su pensamiento -y su Arte- no pudo nunca rehuir, entusiasmado. Porque para él en el descubrimiento de la música de Wagner habría vida, pensamiento y Arte. Descubre el pintor, asombrado, la música de Richard Wagner en París a los treinta y un años. Y ahora habrá que entender lo que un gran creador como Wagner fue capaz de componer musicalmente. Imposible. Se puede escuchar su música, pero, ¿bastará para ello? No. Porque en Wagner hay romanticismo y misticismo, hay funambulismo social y dramatismo lírico, hay música, pensamiento, creación y contradicción. El filósofo alemán Nietzsche (1844-1900) llegaría tanto a amar como a odiar al gran compositor. Porque para el filósofo alemán Wagner es el salvador de la cultura y la alegría más dramática de la modernidad. Con sus obras operísticas y su música genial había llegado a justificar todo el pensamiento que Nietzsche concebía como la fuerza redentora del propio hombre -lejos de tradiciones, de dogmas y de mitologías levíticas- para entender el mundo y su destino en él.

Pero, cuando Wagner decide finalizar en el año 1882 un proyecto diferente, más cercano al refugio sobrenatural del mito cristiano y sagrado del Grial, el filósofo Nietzsche se apartaría de su fascinación wagneriana. Y rechazaría a Wagner por recordar ahora al mundo -otra vez- la redención victoriosa -falsa para el filósofo- del bien sobre el mal gracias a un héroe cristiano -Parsifal-, que apostaría más por la austeridad y la compasión frente a la confianza y fortaleza nietzscheanas. Y entonces el pintor español Egusquiza, absorbido por el mágico acontecer de combinar mito, símbolo, tradición, búsqueda y sacrificio, compuso a principios del siglo XX su serie pictórica sobre la ópera musical Parsifal. En el año 1906 pinta su óleo Kundry, un personaje femenino que, junto a Parsifal y otros, intervienen en la gran obra musical de Wagner. En la ópera el personaje de Kundry representaba el deseo, el engaño, el sueño, el sentimiento y el arraigo. Pero también, finalmente, la redención, el cambio y la transformación luminosa de un espíritu sinuoso ante la verdad aparecida de repente.

El pintor español representará así al personaje femenino wagneriano en su obra de Arte. Vemos aquí ahora la magnífica visión de una mujer que a la vez debe simbolizar todo eso: deseo y sentimiento, engaño, sueño y arrepentimiento..., pero también arraigo.  Es como en la vida y en el Arte. Al final, no vemos sus pies -los de Kundry-, porque están ahí desvanecidos, desvaídos por una luz poderosa que le llegaría de arriba... ¿Cómo es posible que ilumine una luz que procede de arriba tanto algo que está debajo? Por la contradicción. Por la misma contradicción que, en el fondo, llevaría al compositor Wagner a cambiar ahora su pensamiento. Por la misma contradicción que llevaría también al filósofo Nietzsche a recorrer -¿aliviado?- su propia locura. Porque en este óleo modernista es un simbolismo pero también un naturalismo lo que veremos. Otra contradicción...  Porque aquí el gesto, el sentimiento y el aturdimiento del personaje están compuestos naturalmente, también su silueta, su erotismo y su belleza. Pero ya está. El resto es fascinación por la simbología de lo misterioso, de lo subyugador de la vida de los seres efímeros. Y el pintor español lo llevaría a su mayor culminación. Esa misma consecución fascinante que supondrá, para quienes la oigan así, la maravillosa, misteriosa y sobrecogedora música de Wagner.

(Óleo Kundry, 1906, del pintor Rogelio de Egusquiza, Museo Nacional del Prado, Madrid.)

6 de junio de 2016

Cuando no es belleza todavía, cuando es justo lo que se da antes, cuando no se ha desvelado aún.



Lo misterioso o lo enigmático es justo lo que se da antes de la belleza. Nunca es lo que sigue a la belleza, luego de que ésta se manifieste primorosa. El misterio es justo lo que se percibe antes de transformarse en belleza, es también lo que antes se haya dado en el interior del que mira luego fascinado su encuadre. Solo después de todo eso es cuando será descubierta la belleza, lo que admiraremos sin recordar ya nada de todo aquel misterio de antes. Porque antes de elaborarse la belleza los ojos no la verán sino velada apenas. Por esto esa mirada anticipada puede entonces provocar incluso otras cosas que ahora confundan, divaguen o, tal vez, imaginen su promesa. Y nos obliguen a completarla con el pensamiento más que con el deseo o alguna vaga sensación emocional. También con el horizonte brumoso de lo posible por no ser aún definitiva, o con lo incierto por no ser del todo comprendida, o con lo vagamente hermoso por no ser bello todavía, o con lo sublime apenas por no ser aún reconocida. Porque entonces es aún solo un mero símbolo de belleza, un pequeño esbozo de lo por acontecer para poder llegar luego así, por fin, a ser grandiosamente descubierta.

Cuando el pintor francés Ingres descubriese en su academia parisina al dominicano -nacido en la República Dominicana cuando fue francesa durante pocos años- Théodore Chassériau (1819-1856), diría de él que sería el Napoleón de la Pintura. Tal habilidad para el dibujo y para plasmar belleza en un lienzo tendría aquel su prodigioso alumno. Pero años después, cuando Chassériau descubriese la pintura fascinante del romántico Delacroix, entendería entonces el pintor dominicano que el Arte podía y debía ser otra cosa muy diferente a lo de antes... Y entonces el maestro Ingres se indignaría y defraudaría con el rebelde Chassériau. Para cuando futuros pintores simbolistas vieron la obra de Chassériau empezaron a comprender qué era exactamente lo que ellos más sentirían ahora de lo bello en el Arte: justo lo que existe antes de llegar a esa belleza chassériauana...  Lucien Levy-Dhurmer (1865-1953) fue uno de esos pintores simbolistas que mejor entendieron cómo llegar a conseguir ese momento anterior a la belleza. Un momento estético que no desvelaría aún la Belleza, donde ésta tan solo existiría ahora apenas meramente. Es decir, que existe la Belleza pero solo apenas percibida con cosas ahora que la condicionan o la hacen transgredir fronteras estéticas, unos límites artísticos que alcanzarían luego, tal vez, a rozarla, pero nunca a poseerla.

Para preguntarse también uno mismo -el ser que la ve ahora sorprendido-: ¿para qué entonces la Belleza así, sin percibir del todo? ¿Por qué está la Belleza ahora así, tan desvalida o desposeída de su esencia? El Simbolismo fue una tendencia artística del Arte del siglo XIX reflejada tanto en el Arte pictórico como en la literatura, en la decoración o en el diseño. Tuvo hasta su propia filosofía esotérica. Por aquellos años simbolistas el escritor francés Péladan (1858-1918) se alzaría por encima de los convencionalismos y la sociedad materialista y se erigiría entonces en defensor de la belleza más zaherida.  Con su atrabiliaria personalidad extravagante, buscaría Péladan en el Arte la justificación de su pensamiento esotérico. Adoraría al compositor Wagner, a Leonardo Da Vinci, al pintor Levy-Dhurmer...  De la obra pictórica El Silencio, el escritor Péladan trataría de describir el enigmático semblante oculto ahora por unos dedos misteriosos y un velo renacentista. ¿Qué nos está transmitiendo ese semblante semi-oculto de la obra de Levy-Dhurmer? ¿Por qué la mirada de la modelo no la desvía el pintor, siendo de las pocas obras que no desvían una mirada así, tan enigmática o misteriosa? Porque la mirada no debe nunca dirigirse fijamente al espectador si se ocultan ahora cosas, como hace el Simbolismo casi siempre en sus obras misteriosas. Pero el pintor simbolista la mantiene ahora fijada hacia nosotros. Sitúa el pintor dos dedos del personaje entre sus ojos para poder así contrarrestar ese efecto tan confuso o para ocultar otros...   En la obra simbolista Desnudo reclinado -que no he podido certificar su autor ni fecha de creación- vemos cómo la belleza -que está claramente expresada- no está, sin embargo, del todo desvelada... La luz poderosa y radiante del fondo tratará de iluminarla sin tapujos. Pero la belleza se inclinará ahora, sin embargo, ante la luz. Y no es que esa luz tan poderosa nos ayude ahora a vislumbrar mejor esa belleza. No, lo que se obtiene con esa fuerte luz iridiscente es apenas aquí, sin embargo, todo un esbozo oculto de belleza.  

(Obra al pastel del pintor simbolista Lucien Levy-Dhurmer, El Silencio, 1895, Museo de Orsay, París; Cuadro al pastel del mismo pintor Levy-Dhurmer, Eva, 1896, Colección Michel Perinet, París; Obra del pintor Lucien Levy-Dhurmer, Desnudo reclinado, 1897 -dudosa autoría y/o fecha-; Obra de Levy-Dhurmer, Nocturno en Bósforo, 1897; Óleo del pintor Theodore Chassériau, Susana la casta, 1839, Museo del Louvre, París.)

13 de julio de 2014

No es el verde ni el azul sino el ocre el color de nuestro mundo.



El simbolismo de algunos de los recursos artísticos utilizados en Pintura nunca los llegaremos a saber del todo. ¿Por qué el pintor barroco Jacob van Ruisdael (1628-1682) se dejaría tanto llevar por el sutil color ocre en casi todas sus obras? ¿Y por qué el ocre es amarillo?, ¿qué cosa hace a ese material inorgánico tener esa tonalidad tan utilizada en el Arte? Esta última cuestión sí puede contestarse. En un caso los materiales y la vegetación de la naturaleza -causa de los pigmentos- están hechos así, de la propia tierra que los crease. Por ejemplo, el óxido de hierro abunda mucho en la corteza terrestre y sus efectos llegarán tanto a las obras de los hombres como a las maduraciones de los vegetales. Por otro lado la combinación de hierro y oxígeno tintará de amarillo sus reflejos en la naturaleza. Los griegos lo supieron desde muy antiguo y denominaron a ese reflejo cromático con el nombre de ochros: amarillento. Desde la prehistoria los hombres habrían utilizado los pigmentos terroso-amarillentos para crear con ellos cosas dibujadas en las rocas de sus cuevas paleolíticas.

Y luego está la ventaja de la utilización de este pigmento ocre para crear con él obras de Arte. Es el ocre un pigmento muy estable y resistente además a la luz y la humedad. Nada tóxico para los artistas, algo que sería muy peligroso, sin embargo, con los antiguos pigmentos basados en el plomo, que producirían saturnismo o envenenamiento a causa de las emanaciones tóxicas de este metal. Así acabarían la vida de algunos grandes pintores de la historia. Si lo pensamos, vemos o analizamos bien esa tonalidad amarillenta -el ocre- supera con mucho la frecuencia de otros pigmentos utilizados en los lienzos artísticos creados por el hombre. El pintor simbolista austríaco Klimt lo elogiaría diciendo: Todo lo que está rodeado de oro es noble. Y es que el dorado ocre formará, más que ningún otro color, la tonalidad más representativa del mundo natural en que vivimos.

Porque la luz del sol refleja sus destellos dorados en una tierra que se alimenta de esa luz. ¿Qué si no es el proceso de oxidación que se produce cuando los rayos solares obran el misterio telúrico? Sería interminable una muestra sobre el ocre y sus usos en el Arte. Todos los pintores lo han utilizado en sus diferentes tendencias y matices a lo largo de la historia. Pero, a diferencia del simbolista Klimt, es emocionalmente sobrecogedor observar cómo el ocre se aprecia en una parte -la más significativa- de algunos conjuntos creativos compuestos por oscuras tonalidades o por brillantes azules o verdes, más propios colores del mundo figurativo artístico convencional. Porque la utilización en Pintura del ocre es una forma de señalizar, subjetivamente, algo especialmente representativo de la obra. Es la manera de destacar algo principal lo que motivará su utilización en la creación artística compositiva. Lo que, finalmente, será en el lienzo algo especialmente creativo o reseñable. Un detalle diferente y destacable, aunque no muy grande ahora en el conjunto, por ejemplo, de un misterioso, genial y rutilante paisaje barroco. El pintor deseará así hacer ver el ocre en su composición artística: brillante y especialmente destacado. Y todo ese alarde iconográfico tonal estará además representado de un modo casi primitivo...  Tan primitivo como aquellos trazos paleolíticos, arañados en la pared de una cueva por los primeros artistas rupestres, fueran ocasionados ya por entonces gracias al útil, abundante y poderoso ocre.

(Óleo del pintor del Barroco holandés Jacob van Ruisdael, Paisaje de invierno, 1670, Museo Thyssen, Madrid; Lienzo del mismo autor, Paisaje con las ruinas del castillo de Egmon, 1653, Instituto de Arte de Chicago; Óleo Paisaje con un campo de trigo, 1660, del mismo pintor Ruisdael, Museo Getty, EEUU; Fotografía Sendero de los ocres de Roussillon, Francia; Obra del pintor Gustav Klimt, Retrato de Adele Blouch-Bauer, 1907, Nueva York; Fotografía Reflejos de la luz solar al atardecer, de la web www.proyectacolor.cl; Fotografía de los acantilados arcillosos de la playa de Mazagón, Huelva, España.)

18 de abril de 2014

Sin el deseo de ver no se verá; algo debe existir para ser amado, aunque sólo después se conocerá.



El pintor alemán Franz Xaver Winterhalter (1805-1873) acabaría especializándose en grandes retratos de la realeza europea de mediados del siglo XIX. Extraordinario creador naturalista, manejaría el color y la composición con tal fuerza que llevaría a reflejar bellamente el tema retratado de su obra. Sin embargo, el tema o motivo de la obra sería para él una justificación para realzar la creación artística por encima de cualquier otra cosa, incluso del propio prestigio, de los honores o de la propaganda. Los creadores viven y perciben en su propia época y entorno, y desarrollan así su labor con los condicionamientos sociales que les permitan poder crear... y vivir. O, tal vez, pudieron algunos pintores atrevidos, sutilmente, hacer otras cosas, aunque no quisieran realmente ellos hacerlas así. De todos modos, qué mayor grandeza que realizar lo que impone la realidad o la sociedad con planteamientos sutiles que dejen entrever alguna crítica del autor gracias a las peculiaridades de su genio artístico. En su obra La emperatriz de Francia y sus damas de honor, el pintor Winterhalter crea una escena de grupo donde nueve figuras consiguen que nos perdamos buscando cuál es la emperatriz entre tantas hermosas, nobles y orgullosas damas de su corte.

En el año 1856 la emperatriz francesa era la noble española Eugenia de Montijo. El pintor alemán la retrató muchas veces, sola o con su pequeño hijo, pero aquí, en este grandioso óleo clásico, llevaría a la emperatriz a confundirla con otras mujeres, tan bellas o más que ella, formando un grupo con sus damas de honor. El entorno elegido es un idílico bosque casi rococó colmado de ramas, árboles y hojas que enmarcan el solemne y espectacular cuadro de grupo. Luego de mirarlo, hojear algunos comentarios y equivocarme en acertar el rostro regio, se descubre por fin que la emperatriz de Francia es la cuarta por la izquierda, con un vestido blanco, flores en su pelo y un lazo malva. ¿No parecería mejor que fuese la emperatriz la hermosa joven del primer plano que, con su mano izquierda, sujeta un ramo de flores en el suelo? Está en el centro de la obra y es el lugar más adecuado para estar además rodeada de un grandioso coro de bellezas. Pero el autor sitúa el motivo principal de la obra -la emperatriz de Francia- en un lugar ahora, sin embargo, muy descentrado del conjunto.

El pintor, como su regia modelo, obran aquí una especial grandeza artística y personal. En un caso, el creador alemán nos ofrece una composición excéntrica y original; en el otro, la real modelo nos regala su muy grande nobleza y sencillez, porque, ¿qué mujer tan poderosa dejaría a otra ser el centro de la obra y rodearse además de mejores bellezas que ella? La realidad es que la grandeza de la emperatriz Eugenia de Montijo (Granada, 1826 - Madrid, 1920) no ha sido suficientemente reconocida en la historia francesa -el segundo imperio francés no fue muy afortunado- ni en la española -la castiza forma hispana de eludir los grandes personajes nacidos en el país pero exitosos fuera-. La pintura de Winterhalter fue calificada como muy romántica, brillante y superficial. Fue reconocido el pintor sólo por la aristocracia que retrató en sus obras, un ejemplo del condicionamiento social que algunas creaciones artísticas puedan tener por las circunstancias en las que su creador se hubiese desarrollado.

Pocos años después de fallecer Winterhalter, el pintor prerrafaelita británico Edward Burne-Jones (1833-1898) pintaría una de las muchas versiones que hiciera sobre su obra El espejo de Venus. En su obsesión por una visión prerrenacentista de la vida, los creadores prerrafaelitas buscaron en la mitología y en lo sagrado las suaves o sutiles composiciones de una belleza elegante, medieval o hierática, y apenas meramente sugerida. Es decir, mostraban solo lo que ellos entendían como parte esencial de la vida, la más importante parte representada de la vida. Unos más y otros menos, porque formaron una cofradía artística más que una escuela de Arte definida. En su sentido más cercano a la pintura italiana del siglo XV, Burne-Jones buscaría, sin embargo, asombrar más que sugerir. Y lo primero que hace al pintar una Venus mitológica es confundirnos ahora con varias modelos dibujadas muy parecidas a ella. Modelos todas ellas que podrían representar también la misma diosa del mismo modo en la obra. En este espejo de Venus que supone el estanque natural se reflejan ahora no una ni dos, sino hasta diez figuras de mujer que miran sus aguas. Consigue el autor prerrafaelita que volvamos a mirar inquietos y pensar: ¿cuál es de todas la maravillosa Venus mitológica? Poco tardaremos en comprender que debe ser la que está de pie, la única mujer más derecha y levantada. Pero, sin embargo, esta mujer mira ahora las aguas del lago con desgana, ni siquiera vemos su reflejo pintado en el agua. También el pintor la descentra del conjunto de la obra. No está la diosa más hermosa de la mitología en el centro de la obra, sino que está -como en la obra de antes- en un extremo de la misma. Diez figuras esta vez conforman el cuadro, es decir, nueve mujeres que acompañan a la auténtica diosa.

Todas ellas maravillosas, como la misma Venus era, como diosas todas que buscan ahora sus reflejos en el agua.  Pero el pintor nos muestra ahora en su obra una Venus diferente, una mujer retratada como la propia tendencia prerrafaelita propiciaba: nada vanidosa, ni gloriosa ni pretenciosa, de su belleza clásica. Ahora es acompañada Venus de otras mujeres tan hermosas que podían pasar también por ella. Una de ellas mira ahora incluso directo hacia la diosa. No necesita nada más -ni siquiera reflejarse en el estanque- para saber ella misma que no es la diosa. Las demás desean o necesitan mirar su reflejo en el agua para poder saber: ¿seré yo la diosa?, y acercan así todas sus ojos al estanque para comprobarlo. Pero lo hacen ahora con deseo, con cierto miedo, con curiosidad, o con el ánimo de saber cuál de ellas es la venus misteriosa. Esa misma imagen virginal que cada una de ellas ocultará tras de sí perdida ahora entre las aguas.   

(Óleo del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones, El Espejo de Venus, 1877, Museo Gulbenkian, Lisboa; Cuadro La emperatriz Eugenia rodeada de sus damas de compañía, 1856, del pintor alemán Franz Winterhalter, Compiègne, Francia.)

8 de abril de 2014

¿Por qué debemos mirar sin horror ni desconcierto esta imagen aparentemente pavorosa?



Porque no es exactamente eso -horror, pavor- lo que transmite esta imagen iconográfica, una obra de Arte surrealista creada en el año 1944, en plena Segunda Guerra Mundial. Representa una singularidad estética de un fuerte contraste -belleza frente a alarma o muerte frente a vida- que, en principio, desvela un cierto desasosiego. Esta es una obra, La Venus dormida, del poco conocido, más simbolista que surrealista, pintor Paul Delvaux (1897-1994). Más simbolista porque todo en su obra es real; es decir, es posible experimentar casi todo lo que representa el pintor, a cambio del surrealismo, que no lo es casi nunca. Aquí vemos un escenario clásico de la Antigüedad, una ciudad griega en una noche real ante una luna nueva real... Una hermosa Venus dormida se nos muestra además en todo su esplendor. Hay otras mujeres desnudas en la obra, vírgenes sagradas que se arrodillan, danzan o gesticulan en algún extraño éxtasis intimidatorio, divino o terrenal. Aun así, sólo dos de las figuras representadas en el lienzo nos asombran, poderosas. Una de ellas es un esqueleto perfecto, elegante, dócil, casi respetuoso por su figura enhiesta; otra es un hermoso maniquí vestido demasiado moderno para tanta antigüedad.

En conversaciones que el autor expresaría luego de su creación, transmitió el terrible momento personal en que la obra fue realizada: cuando Bruselas estaba siendo bombardeada sin piedad. Pero ante el espanto de la incertidumbre, de un final desesperado, no acabaría el autor -que lo vivió- más que inspirado de un modo tan extraño para poder plasmar una imagen, sin embargo, del todo llena de esperanza. Sí, una imagen llena de esperanza porque la obra encierra un invisible hilo de salvación, una leve y engañosa sensación -como la representación de la vida- de que tras el desasosiego más tenebroso se oculta, misteriosamente, la promesa de un amanecer muy distinto, donde los dioses cabalgarán al alba para descubrirnos la magnanimidad de su influyente, indulgente y sagrada providencia.

Pero todo eso por entonces nadie lo sabría. Todos estaban enloquecidos, aturdidos o entumecidos por el miedo pavoroso del desgarro infame. El bello maniquí, trasunto silencioso e inmóvil del duro momento bélico, no puede hacer nada por los seres desesperados que le acucian, sin éxito -no es más que un maniquí-, por esperar un destino diferente... Una de esas jóvenes angustiadas que vemos danzar trata incluso de llamarlo, apelarlo o comunicarse con él, inútilmente. Representa el maniquí -vestido y elegante- la humana sociedad burguesa bienintencionada; sofisticada y moralmente sublime pero, sin embargo, del todo marginada, ajena, inaudible, insensible e inerme. El esqueleto nos trae el sentido de la muerte, de la desaparición de los seres como de la civilización. Esto último, la civilización, maldecida y condenada ahora por la crueldad de una guerra y su terrible destrucción. La civilización está en peligro y las gruesas columnas, reflejo de su cultura ancestral, se encuentran ahora vulnerables.

Por eso mismo se agitan las jóvenes vírgenes dionisíacas, unas jóvenes desnudas que elevan sus plegarias, mortifican el gesto o se abrazan al fuste de alguna de las columnas griegas que sostienen aún, inconmovibles, las serenas delineaciones del maravilloso, pero vulnerable, entorno de aquella civilización grandiosa. Un lugar desde donde la diosa dormida descansa, sin embargo, ajena a todo grave desconcierto. Porque es ella, la Venus dormida, la imagen más hermosa representada, la única que no sufre ni siente aquí cosa alguna que oprima su belleza. Algo que también representa la figura del maniquí misterioso... Venus descansa en la noche macilenta sin un atisbo de desconsuelo. Su maravillosa y desnuda imagen tendida, voluptuosa y abandonada al sueño y la molicie, se muestra convencida de que el destino de su estirpe no sucumbirá jamás. Algo que nos hace ver con su bello reflejo erótico y sereno el sentido simbólico de la obra, una representación artística que, desde su eterna, prodigiosa y bella sensualidad, nos ofrecerá la más serena, segura y necesitada sensación de esperanza...

(Óleo La Venus Dormida -reproducción de muy baja calidad, la única que me ha permitido Google, al impedir la imagen más nítida del original del Tate Modern alegando razones éticas, ésta puede verse en el enlace que he redirigido a la web de la Galería londinense-, 1944, del pintor surrealista belga Paul Delvaux, Tate Gallery, Londres.)

4 de marzo de 2014

La obsesiva dualidad de un pueblo retratada entre la maledicencia y la gracia.



Cuando un creador -pintor, poeta, novelista- llega a conseguir retratar la profunda sinrazón de una sociedad, de la suya además, la que mejor conoce, alcanzará a rozar entonces los laureles que el Arte otorga solo a sus más atrevidos, exigentes y suspicaces autores. Pero, entonces, ¿cómo hacer que su obra la entiendan todos, que esa sociedad o ese pueblo llegue a identificarse con ella y termine así por comprenderla? El pintor español Julio Romero de Torres (1874-1930) no fue lo suficientemente valorado como gran creador universal mientras vivió, tal vez a causa de un alarde creativo muy regionalista y oscuramente populista que impregna en sus obras. Unas semblanzas artísticas que, fuertemente enraizadas en su pueblo, el pintor andaluz expresa sabiamente en todas sus obras. Vivió en uno de los periodos creativamente más interesantes habidos quizá en la historia del Arte. A pesar de sus influencias cosmopolitas -su viaje y estancia en Italia en el año 1908- acabaría mimetizado por las características icónicas de los elementos más representativos de su tierra andaluza: la mujer idealizada, el entorno rural y provinciano y el deseo más subyugador y voluptuoso. También la vetusta religión católica y su oscura, maliciosa y satisfecha molicie. Rasgos propios de una sociedad -la española y la andaluza- y de un momento social concretos: principios del duro, transitorio, obtuso y doloroso siglo XX. Cuando el pintor español regresa a Córdoba viene inspirado entonces por dos de las fuentes que marcarán su creación artística: el Simbolismo como tendencia y el Dualismo como obsesión. Desde la más profunda y ancestral mitología judeocristiana, de la que el creador proviene, surge para el pintor andaluz el concepto terrible, distorsionador, equívoco y trágico del dualismo. Centraría el pintor en su obra el proceso del mal y del bien, pero, ahora de una forma no tan libre como hicieran los socráticos griegos siglos atrás. Al menos éstos lo hicieron con el matiz reformador del mal en el hombre, de lo mejorable del ser humano, a través del conocimiento y el saber.

Pero no, porque el mensaje bíblico sostenía no sólo el concepto sino también al malvado personaje y el camino tortuoso: el destino inevitable -el este del Edén- y las reminiscencias que del mal -Caín- sobrevivieran en el tiempo en la historia del hombre. Y todo ese simbolismo maléfico habría surgido de otro mal mucho más grave, de una impronta marcada a fuego e imborrable en la historia del ser humano: la caída del hombre y de la mujer, esa acción bíblica legendaria y fatídica que provocase su destierro total del paraíso. Una falta además transmisible para siempre a los hijos de sus hijos.  Y, de ese modo, se crearía más tarde una filosofía religiosa trascendente y útil, una proverbial forma de recuperar lo perdido y redimirse para superar la terrible dicotomía inevitable. Una redención que sólo pudiese conseguirse a través de una esencia especial, indefinible, poderosa, recurrente y sin final: la gracia divina. Entonces el escenario natural y patrio, urgido de mitología religiosa -España y su Córdoba inspirada-, terminarían siendo el marco idóneo para simbolizar las dualistas obsesiones del pintor. Así compuso Romero de Torres en el año 1912 el primer óleo de una trilogía narrada sobre el mal y su salvación sagrada. Unas obras de Arte con el sugerente elemento iconográfico de la belleza idealizada de la mujer andaluza, belleza que el pintor español retratase en todas sus obras.

En su creación Las dos sendas expuso el pintor, desequilibradamente, la composición más expresiva de aquellos dos polos trascendentes. Y lo hizo, sesgadamente, con la imagen de una hermosa modelo desnuda inclinando el sentido de su cuerpo -la cabeza hacia lo mundano y los pies hacia lo sagrado-, describiendo la hermosa vida que no puede dejar de recrearse sin belleza. Aun así, el pintor insiste en la terrible realidad de un dualismo -lo pecaminoso y lo sagrado- tan presente entre las gentes de su tierra. Los valores estéticos se articulan con los simbólicos en una sorprendente creación. Una obra impactante, nada simplista ni provocadora, sino profundamente motivadora a la reflexión. Un año después realiza Romero de Torres otro lienzo de esa trilogía:  El Pecado. En este caso homenajea a sus maestros clásicos -Velázquez, Tiziano- con un desnudo de espaldas frente a un espejo. Esta vez no sostiene el espejo Eros, lo sostiene la mano quebrada de una enlutada y vieja alcahueta, una mujer que, junto a otras, conspiraría así para provocar el acto maledicente que llevará a la joven -como una virginal y hermosa diosa mitológica- a caer en los brazos del sexual pecado impenitente.  Dos años después finaliza el pintor su trilogía con otra imagen voluptuosa, La Gracia, una pintura donde representa el sentido más simbólico y que completa las otras creaciones. La bella pecadora ha caído y es recogida aquí -redimida como un descendente cristo de su cruz- por unas monjas (símbolo de lo sagrado) que la salvan, con la gracia, de su fatídico amor descarriado. Una mujer llora en la obra por la pérdida de la pureza de otra mujer que, mancillada, es representada -el gesto abatido- con el mismo cuerpo endiosado, esbelto y perfecto de aquella misma mujer embellecida de antes...

(Óleo Las dos sendas, 1912, Julio Romero de Torres, Museo Prasa Torrecampo, Córdoba; Retrato del pintor Julio Romero de Torres, 1931, del pintor español Anselmo Miguel Nieto; Cuadro El Pecado, 1913, Julio Romero de Torres, Museo Romero de Torres, Córdoba; Obra del mismo pintor cordobés, La Gracia, 1915, Museo Romero de Torres, Córdoba.)

17 de febrero de 2014

Y el Arte, ¿prometerá ayudar a conocer lo que el mundo mantiene oculto en sus entrañas?



¿Qué buscaremos para satisfacer el deseo más inconsistente?, es decir, ¿qué haremos para colmar el deseo del que ignoramos la causa del por qué lo deseamos? Porque algo deseamos que no buscaremos realmente, o, también, que no sabremos aún que lo deseamos... ¿Qué cosa nos lo puede aclarar? En lo básico o en lo biológico -el ADN de nuestra genética- tenemos una subordinación inevitable: estamos determinados por nuestros genes más de lo que creemos. Pero, cuando vayamos avanzando en los deseos, en la sofisticación de los deseos, ¿cuál es entonces la causa de que algo nos subyugue inevitablemente? El conocimiento siempre ha sido venerado como un ejemplo de lo más deseado por el hombre. Porque es con el conocimiento con lo único que podemos llegar a saber qué es lo que hay más allá de lo que vemos ante nosotros. Y, así, por ejemplo, en su inmortal obra literaria Fausto, escribiría el gran poeta alemán Goethe lo siguiente: Me he dedicado entonces a la magia, a ver si por palabra y poderío del espíritu entiendo algún misterio; a ver si ya no tengo que decir, con amargo sudor, lo que no sé; a ver si a saber llego lo que el mundo contiene reunido en sus entrañas

Pero no, todavía no, no puede ahora Fausto más que empeñar su alma ante ese trance incierto. Si quiere conseguir lo más anhelado o deseado por él debe a cambio ahora su palabra. Sin embargo, él desea antes poder comprobarlo. Pero esto es algo imposible para los seres humanos, nunca sabremos, con anterioridad a conocerlo, lo que ahora deseamos, lo que más deseamos. Así que sólo responde afirmativamente a la petición de Mefistófeles -el acreedor endiablado- cuando no pueda Fausto soportar más, después de conocerla, la nueva e irrefrenable pasión de su deseo. Es cuando a lo largo de las cosas maravillosas -los instantes prodigiosos- que le presente aquél ante sus ojos, una sola de ellas llegue verdaderamente a doblegar ahora todo su deseo. Y, sólo entonces le dirá Fausto a Mefistófeles: Si llegase a decirle a ese solo instante que me presentas: ¡detente, eres tan bello!, podrás entonces ya cargarme de cadenas...  ¿Qué cosa podría llegar a reunir esa característica maravillosa en un solo momento? La belleza de las cosas es muy cierto que no sólo el Arte las contiene. Pero, por ejemplo, el conocimiento obliga al sujeto anheloso a seguir avanzando sin parar, hasta llegar a lo último o más fascinante por saber. Y esto es en sí mismo una gran paradoja: no lo contiene todo ese conocimiento, no puede dilucidarlo todo en un sólo momento. Siempre existirán instantes subsiguientes, momentos que, concatenados, justifiquen una parte más, cada vez más, de toda aquella belleza por descubrir.

No es entonces un único instante de Belleza, de una única belleza justificada por sí sola, sin otra cosa ni otra explicación posterior que la sostenga sino hasta ese final imposible. Pero esto, sin embargo, tan sólo el Arte es capaz de conseguirlo. Sólo el Arte puede compendiar todo en un único momento o instante de belleza. No hay otra cosa parecida en el mundo. Con la representación artística y simbólica que ofrece el Arte, la Belleza está concentrada ahora y siempre entre las cuatro aristas de la creación artística, algo que representa así todas las consecuencias y todas las causas de un único sentido comprendido en ella. Y es entonces cuando el Arte se transforma ahora en un generoso Mefistófeles. Es decir, en lo único que pueda ofrecernos, efímeramente, esa bella cosa poderosa. Y es así como todos los espíritus anhelantes o desprevenidos ante la tirana belleza sentirán ese instante faústico, ese que, por fin, será percibido y comprendido para siempre. Pero sólo es perceptible ese instante cuando algo especial o muy necesitado nos acucie mucho, cuando la belleza del momento exceda los sentidos humanos, atrofiados e incapaces, antes tan solo falsamente satisfechos. Es decir, cuando el ser que percibe se detenga ahora, involuntario, ante la luz poderosa de un impacto de belleza. Y, así, clarividente, admirado y lúcido por ello, consiga salvar la distancia que medie entre un deseo y su oculta causa poderosa.

El compositor francés Charles Gounod (1818-1893) crearía su ópera Fausto en el año 1859. De esta obra musical el pianista español Juan Bautista Pujol (1835-1898) conseguiría interpretar su propia inspirada pieza modernista, Fantasía sobre Fausto. En una ocasión el pianista tocaría su música en el salón de un pintor catalán -Sans Cabot- ante otros artistas -poetas y pintores- embelesados de sutil belleza. Entonces llegaría a inspirarle ese momento de belleza al pintor Mariano Fortuny y Marsal (1838-1874). El pintor catalán compuso entonces el lienzo Fantasía sobre Fausto, creando con su obra, anticipadamente modernista, la atmósfera mágica y etérea donde la realidad se funde con el sueño. Un espacio de la obra es un universo indeterminado, donde Mefistófeles y Fausto caminan acompañados de sus objetos amorosos, Marta y Margarita. En otra obra modernista el pintor español Luis Ricardo Falero (1851-1896) compuso su propia alegoría de aquella visión que Fausto tuviera de su deseo. Todo un gran atrevimiento para la época esa visión donde la fantasía más deseosa fuese representada por unas desnudas y voluptuosas imágenes femeninas, idealizadas ahora, sin embargo, como un lienzo alegórico de belleza. 

(Óleo Fantasía sobre Fausto, 1866, del pintor Mariano Fortuny y Marsal, Museo del Prado; Cuadro del pintor Luis Ricardo Falero, Visión de Fausto, 1880; Lienzo del pintor James Tissot, Fausto y Margarita en el jardín, 1861, Museo de Orsay, París.)

14 de enero de 2014

Lo tendencioso de un estilo y una época o una misma historia y sus diversas formas de contarla.



Hubo un momento en que el Arte dejaría de ser libre en el Renacimiento. Con Botticelli, por ejemplo, comprobamos que, cuando su conversión piadosa de finales del siglo XV, la mitología como pasión desbordante, pagana o reminiscente de lo más abyecto o terrenal del hombre, dejaría de ser un motivo válido para ser representado en los lienzos renacentistas. Y, entonces, ¿cómo expresar las más bajas pasiones humanas sin el ardor carnal o visceral de unos seres míticos tan depravados? Porque para el mejor simbolismo efectivo de lo más depravado del mundo los griegos idearon el centauro, un paradigma de los más bajos instintos de los hombres. Aunque algunos centauros fueron diferentes -como el centauro Quirón, por ejemplo-, la mayoría de ellos representaban las cualidades más deplorables y despreciables de los hombres. En una secuencia lineal y cronológica he querido mostrar las diferentes formas en que, a lo largo de la historia artística, los creadores han compuesto una concreta leyenda mitológica.

Deyanira fue la tercera de las esposas que tuviera el héroe legendario Hércules. Una vez tuvieron que cruzar los dos el caudaloso y peligroso río Eveno, pero sólo habría una pequeña barca donde hacerlo, teniendo para cruzar ahora el río que hacerlo de uno en uno. Así que, junto al viejo barquero, pasaría primero Deyanira para, luego, en la ribera opuesta, esperar Hércules a que el barquero fuese por él. Pero, escondido tras unos matorrales de la orilla, el terrible centauro Neso -un ser vil y desalmado- asaltaría violentamente a la ninfa Deyanira. De ese modo fue como el centauro trató de raptarla para aprovecharse de ella satisfaciendo así sus más bajos instintos animales. Porque esto no sería un rapto vengativo, ni económico, ni bélico, ni matrimonial siquiera, sólo fue el deseo más depravado y sin freno que, de seguro, sólo esos crueles y salvajes seres mitológicos tuvieran. Hércules solo pudo hacer uso de su arco para poder evitarlo, consiguiendo herir al centauro Neso desde la orilla opuesta. Neso ofreció antes a Deyanira un engaño, una túnica encarnada y ocultamente envenenada para que, cuando perdiese Hércules alguna vez por ella el deseo, éste se la pusiera y así ella volver entonces a recuperarlo. Tiempo después Deyanira haría eso cuando comprobase la pasión de Hércules por otra ninfa, pero, sin ella saberlo, esa tela maldecida acabaría abrasando ahora la piel del héroe. De esta forma moriría el semidiós olímpico, por la mano inocente y engañada de su esposa.

Desde el siglo XV hasta el XIX los pintores plasmaron en sus creaciones una determinada forma de componer la leyenda del rapto de Deyanira. También según la ideología artística de cada época, es decir, según la forma o el estilo en que el pensamiento del momento condicionara a los creadores cómo debían expresar la historia. Durante el Renacimiento -sobre todo en sus inicios- la voluptuosidad más depravada fue absolutamente irrepresentable en el Arte. Por ejemplo, Botticelli quiso dejar claro el triunfo de las virtudes humanas sobre sus manifestaciones más depravadas. Con su obra Palas y el Centauro, el pintor conminaría a este último a ser sojuzgado por una maravillosa e inteligente mujer -la diosa Palas o Atenea-, una deidad griega que posaría su mano ahora sobre la cabeza del centauro, un maldecido ser que, convencido ya, comprenderá las ventajas de ascender su parte más humana sobre la más animal o lujuriosa. Años después el gran pintor Rafael -epígono magistral del más elaborado Renacimiento- crearía un extraordinario fresco para la Villa farnesiana. Un gran fresco donde primaría la grandeza del amor más sublime triunfando sobre todas las criaturas y expresando así el triunfo platónico al que podría aspirar el hombre. Pero mucho antes de eso el pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo (1432-1498) había mostrado ya la escena más embarazosa de aquel rapto mitológico. Una escena entonces impúdica que, con sus iniciales trazos prerrenacentistas, dejaría muy claro el duro sentido de la ofensa: el descarado y brutal asalto sexual a la bella Deyanira mientras Hércules, decidido, trataba de rescatarla.

Pero algo fue cambiando con los años, y las modas artísticas y sus creadores reflejaron ese cambio con el sesgo subjetivo expresado en cada narración de la leyenda. El relato mitológico dejaba claro el motivo lujurioso del rapto y los creadores debían así expresar una forma de mostrarlo. Es decir, que debían ser representadas con algunas de esas libertades artísticas con las que ellos pudieran entonces expresarlo. Continuamos ahora con el sutil Manierismo, una tendencia artística que serviría de puente entre el abnegado Renacimiento y el explosivo Barroco. En su obra El rapto de Deyanira el pintor manierista Bartholomeus Spranger nos representa ahora solo los perfiles más humanos del bestial y derribado centauro. Luego nos expone a Deyanira como una magna triunfadora de su estado, muy agradecida entre los brazos victoriosos de su héroe. Pero nada mínimamente sórdido expresado en este lienzo, como solo el Manierismo pudiera concebir crear cualquier afrenta de cualquier historia o leyenda. Después, con el barroco más clasicista del pintor italiano Guido Reni, el Arte elaboraría una escena de gran esplendor artístico, de una armonía y belleza clásicas donde la grandiosidad de la composición se erige sobre cualquier otra cosa. Sutilmente, el pintor separa aquí algo más a una exaltada Deyanira -que se acrecienta por sí sola sin acudir a nadie en su infortunio- de un ahora menos monstruoso centauro. Éste aparece incluso con un rostro y un gesto algo más embellecido, dejando la impresión del infame acto con la ambigüedad ahora de haber sido, si acaso, más una admiración hacia ella que un perverso hecho envilecido. Tal era la extraordinaria sublimidad y espectacularidad de Guido Reni y su magnífico clasicismo barroco.

Algo más tarde llegaría el siglo Prerromántico, una tendencia más suave en el Arte, más melodiosa, endulzada o acrisolada dulcemente, pero, también, emocionalmente vertiginosa. Vemos ahora dos obras de este especial momento dieciochesco, un siglo racional y frío pero que empieza a coincidir con balbuceantes formas de un cierto sentimiento explicitado, algo que, dentro de poco tiempo, arrasaría con un ferviente nuevo estilo la forma de entender el mundo y sus pasiones: el Romanticismo más desgarrador. Así es como el apasionado pintor italiano Gaspare Diziani (1689-1767) compuso su versión mitológica del rapto de una forma totalmente diferente. Con la imagen de una Deyanira que mira fijamente a su héroe, hacia su salvador y amado esposo. Y, por primera vez, incluye el pintor un cuarto personaje -un dios menor de los ríos- que representa al viejo barquero atropellado por el vil asalto del centauro. Esta es una libertad artística del momento histórico -el siglo de las luces y del humanismo más ferviente-, donde se reconocen la presencia de esos secundarios y plebeyos personajes. En la siguiente obra de otro creador del mismo siglo, Louis Jean François Lagrènèe (1724-1805), observamos también al anciano personaje abatido tras pasarle el centauro por lo alto. Aquí vemos una composición característica de ese endulzado periodo -una mezcolanza de Rococó y Neoclasicismo- con sus colores melodiosos o apagados. También apreciaremos el semblante sonrosado y doliente de una Deyanira abatida que, ahora, con su mano, se dirige hacia su héroe expresando así el gesto de una sentida pareja alejada de su esposo. Esta tendencia estilística del siglo XVIII suavizaría incluso la parte no humana del centauro, embelleciendo más aún su piel animal con un ahora suave y dulce color blanco.

Y llegamos por fin al último siglo que glosaría en un lienzo las diversas sensaciones de esa leyenda mítica del centauro y de Hércules. Del siglo XIX expongo cuatro imágenes para comprender la complejidad del Arte en esa época. Comienzo por el Academicismo correcto de Jules-Élie Delaunay (1828-1891). En su Muerte del centauro Neso, ¿qué personajes observaremos aquí? Porque no menciona el título de la obra ni el rapto ni a Deyanira, ni siquiera a un Hércules invicto. Es ahora solo la muerte del centauro lo que expresa su autor. Un gran giro en la leyenda, el mismo cambio histórico que haría por entonces, durante el año 1870, el mundo y el Arte. ¿Por qué? Pues porque el mundo había cambiado entonces por completo. El Romanticismo ya pasó, el Realismo se implantaba, pero además un Decadentismo comenzaría a enfrentarse entonces con un Academicismo pragmático y prevalente. Por tanto algo se envolvía en un nuevo y deseado gesto cultural: la pulcritud de lo verídico, es decir, de lo que debía ser representado fielmente a la realidad pero, sin embargo, sin involucrarse del todo ni sentimental, ni moral, ni política o religiosamente. 

Del mismo modo, el pintor español José Garnelo (1866-1944) trataría de contar luego con trazos más verídicos cómo debió ser la escena real de aquel rapto. Porque ahora sí que demuestra el creador español que fue un asalto sexual y motivado solo por ello. La voluptuosidad la señala el autor claramente en los personajes retratados, esos mismos seres con los que el pintor tituló su obra. El Realismo decimonónico le permitiría hacerlo sin pudor. Incluso se permite el pintor ofrecer un cierto halo retador de triunfo al centauro Neso frente a un Hércules ahora más inseguro. Por último, dos extraordinarias obras del Simbolismo de finales del siglo XIX. Porque esta maravillosa tendencia revuelve aquí por completo la leyenda y reivindicaría también la heroicidad más insigne de la misma. En su caso, Arnold Böcklin transformaría absolutamente -con su singular forma de hacer Arte- el mito de ese rapto. Ahora no vemos al gran héroe Hércules por ningún lado, solo otra cosa distinta, algo muy propio de finales del siglo XIX, un tiempo -el año 1892- donde por entonces la mujer comenzaría a enfrentarse con la masculina sociedad tradicional y su destino en ella.

De ese modo, el pintor Böcklin opone un Centauro sorprendente a una Deyanira poderosa, una mujer ahora aquí más arrogante y fuerte. El simbolismo nuevo de la imagen refleja sólo como humano el rostro de la bestia, lo demás no lo es, o lo es mucho menos. Y además indica en su rostro humano el sorprendido ademán de un fatal golpe recibido por el brazo de una fuerte luchadora, más que por el de una frágil víctima acosada por un monstruo. El otro lienzo simbolista es del pintor alemán Franz von Stuck, un creador que retoma la figura excelsa del gran héroe, un símbolo por entonces -finales del siglo XIX- del hombre más poderoso, del super-hombre nietzscheano que salvará a la humanidad de los desolados atropellos malignos o de lo más denigrante y desalmado. Y, con tantas maneras de hacerlo o de representarlo, finalmente, ¿dónde estará la verdad, si es que ésta importa algo? Porque, ¿importará la verdad? En absoluto. Realmente el Arte no está ni estará para eso. Es el Arte una parte de la verdad pero no toda la verdad. Y así los creadores supieron siempre entenderlo. Al final se tratará tan sólo de Belleza: de mensaje embellecido, de propuesta embellecida o de información embellecida. De lo que queramos que sea, pero, eso sí, solo en el Arte la expresión de un maravilloso momento embellecido.

(Obra del pintor cuatrocentista Antonio Pollaiuolo, Hércules y Deyanira, siglo XV, museo de Arte de Universidad de Yale, USA; Óleo Palas y el Centauro, 1482, Sandro Botticelli, Galería de los Uffizi, Florencia; Fresco El triunfo de Galatea, 1511, Rafael Sanzio, Villa Farnesina, Roma; Óleo Hércules y Deyanira, 1585, del pintor manierista Bartholomeus Spranger; Lienzo de Guido Reni, El rapto de Deyanira, 1621, Museo del Louvre; Obra El rapto de Deyanira, Gaspare Diziani, c.1750; Obra El rapto de Deyanira por Neso, 1755, Louis Jean François Lagrénée, Museo del Louvre; Óleo Muerte del centauro Neso, 1870, Jules-Élie Delaunay; Obra del pintor español José Garnelo, Hércules, Deyanira y Neso, 1888, Real Academia de San Fernando, Madrid; Obra simbolista de Arnold Böcklin, Deyanira y Neso, 1892; Lienzo simbolista, Hércules y Neso, 1899, Franz von Stuck.)