16 de julio de 2012

Los contornos más reconocibles se darán a veces en la penumbra no en la claridad.



Diría una vez el filósofo alemán Hegel: La filosofía siempre llega tarde; es como pensar sobre el mundo, surge en el tiempo después de que la realidad haya cumplido su proceso de formación y se encuentre realizada. Cuando la filosofía pinta al claroscuro un aspecto de la vida, ya envejecido y en penumbra, éste no puede ser rejuvenecido, solo reconocido. ¿Qué es o significa ver algo bien, alcanzar a distinguirlo, comprenderlo, aprehenderlo o percibirlo plenamente? Porque en las representaciones artísticas había -y hay- que presentar a los ojos del espectador cosas que signifiquen algo, aunque, a la vez, también otras que nos inspiren o emocionen... bellamente. Fueron los pintores flamencos del siglo XVI los que comenzaron a utilizar el famoso claroscuro, ese recurso artístico con el que transmitirían algo más que con solo los trazos contrastados desde el negro en una obra. Pero, en el Arte pictórico, ¿cómo se puede comunicar tanto sin palabras? Es decir, cómo transmitir cosas sin utilizar el lenguaje que nos permite entendernos en un idioma y, además, hacerlo con la penumbra rebuscada de lo parcialmente informe. Pues, con las formas contrastadas que distinguen ahora unas cosas de otras, abandonando así normas y leyes para disponerse a ocultar, sin embargo, partes necesarias de un significado más completo. Porque los creadores del claroscuro supieron entender que el espíritu humano no requiere siempre de todos los datos para descubrir una verdad.

Luego, al pasar las tendencias artísticas y sus escuelas, los creadores modernistas fueron usando también esa misma técnica pictórica, aquel claroscuro de sus maestros renacentistas o barrocos. Porque no era por entonces -finales del siglo XIX- el claroscuro algo decadente ni retrógrado, ni dramático o pueril. Se representaba con ello lo que no se dice del todo en una obra artística, esos silencios estéticos que gritarán más de lo que parece sin tener ahora mucho contraste para hacerlo. Algo que los retóricos, incluso, supieron entender en el discurso hablado como un recurso muy valioso para poder transmitir cosas sin decir del todo alguna verdad. Así que en los últimos siglos habrían destacado creaciones pictóricas que, llevando el caravaggismo o el tenebrismo a un progreso técnico avanzado, habrían resultado ser geniales por su inspiración intemporal y sugestiva, mucho más cercana e intimista, pero, también, existencial, necesaria o bellamente preciosista. Cuando los impresionistas descubrieron en la luz y sus intensidades diurnas las mejores posibilidades para llegar a lo que deseaban impresionar en un cuadro: el momento pasajero y más efímero; otros creadores, los subsiguientes a su tendencia, descubrieron lo nocturno. Ahora los postimpresionistas, con sus diferentes resultados estéticos de la noche y sus efectos lumínicos diferentes, alcanzarían un mayor impacto emocional mucho más profundo y humano de lo que antes se habría hecho con una oscuridad tenebrosa, lo que acabaría conectando además así el espíritu del espectador con el sentido más íntimo de la obra.

Es por lo que Van Gogh atraparía la noche con las garras del deseo más espectacular en algunas de sus creaciones más hermosas. Y lo hizo con un escenario nocturno que, a diferencia del diurno impresionista, dos resplandores ahora necesariamente se solaparán aquí: el luminoso nocturno natural y el brillante artificial de lo humano. El genial pintor holandés se caracterizaría por esto en su rechazo al impresionismo. Él -como postimpresionista- deseaba resaltar siempre otras cosas además de las impresiones naturales o instantáneas del mundo. En sus obras quería añadir a lo sobrevenido del momento el sesgo humano que en una impresión pudiera acontecer de un modo más profundo, más emotivo o más sensible. Su obra Noche estrellada sobre el Ródano es, quizás, donde todo esto se observe más para poder entenderlo. Aquí está ahora el paisaje estrellado, natural, cósmico y resplandeciente: un cielo acogedor apenas oscurecido aquí por el clareado de sus brillantes estrellas tintineantes. Estas relucirán exageradas con el añadido sentimental de un misterioso cósmico sentido infinito. Pero, también hay ahora otras luces ahí diseminadas: las humanas, las de la población humana del fondo que, como una pantalla iconográfica reflectante además, parecerá ahora absorber parte del resplandor que un cielo estrellado antes emitiese.

Y también el río sosegado y oscuro que, junto al cielo estrellado de antes, ocupará ahora todo el universo artístico de la obra. Aquí aparecerá además el río deformado y tendido como un lienzo agradecido que a todos seduce. En él se reflejarán también las luces, pero, ¿qué luces, aquéllas -las cósmicas- o éstas -las humanas-? Porque nada nos impedirá sentir ahora que sus alargadas trazas luminosas nos confundan su verdadero origen. O, tal vez, se fundirán ambas -las naturales y las humanas- con las mecidas aguas medio ennegrecidas de la nocturna ribera sosegada del Ródano. Y para sentir aún más lo especial de su tendencia postimpresionista, Van Gogh nos sitúa cerca de nosotros -de los que vemos el cuadro- a unos personajes maravillados con esa misma escena que veremos absortos. Con este recurso el pintor dará la importancia al componente humano representado en su obra, un elemento estético oscurecido ahora entre sus sombras por una pareja caminante que, desoladamente, buscará el sentido más oculto de lo inevitable del mundo. Porque es este ahora aquí el sentido más radical de lo representable: los mismos seres humanos que perciben, comprenden y asumen todo ese misterioso y visual sentido esplendoroso. Es destacable en la obra modernista la razón oculta que, ahora, probablemente, deseará transmitir el pintor con ese oscurecido mensaje: que lo que no vemos ahora es precisamente lo que más estará ahí para nosotros. Y que todo esto se unirá, imperceptiblemente, con todos aquellos seres que sientan así esa misma presencia, esa misma necesidad, esa misma emoción, esa misma verdad o ese mismo desvelamiento.

(Óleo del pintor Jules Robert Auguste, Mujer Nubia, 1830; Cuadro En el espejo, 2007, del pintor venezolano Ángel Ramiro Sánchez, 1974; Lienzo de Edvard Munch, Hombre y Mujer, 1888; Óleo El monje junto al mar, 1809, del pintor romántico alemán, Caspar David Friedrich; Lienzo tenebrista del pintor barroco José de Ribera, Ticio, 1632, Museo del Prado; Óleo Muerte de César, 1867, del pintor neoclásico Jean-León Gérôme, en donde se observa que lo más iluminado no es lo más importante, que apenas se debe ver, ni distinguir, frente a lo oscurecido, el sentido -ahora solitario- más real del cuadro; Cuadro Noche estrellada sobre el Ródano, 1888, de Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

12 de julio de 2012

No ignores tu belleza para que quedes aún más confundido por tu fealdad.



Fui capaz de sobrevivir porque fui capaz de amar; lo amaba todo..., una noche estrellada, la odiosa gangrena, la brisa suave del atardecer o la terrible serpiente venenosa; la hendidura hedionda de una herida o la luz sublime de un amanecer... ¿Cuánto de semejanza hay en las cosas opuestas?, ¿cuánto de necesario en la enfrentada complementación de lo contrario?, y, sobre todo, ¿cuánto de valioso a veces para la vida en la sórdida, escatológica, obtusa y cruel infelicidad...? Cuando en el siglo VI comenzaron las degradaciones morales propias de una sociedad en proceso de transformación o deterioro -la caída del imperio romano por un mundo bárbaro e impredecible-, Benito de Nursia (480-547) decidiría abandonarlo todo y refugiarse en una gruta del valle de Aniene a las afueras de Roma. Establecería luego las reglas monásticas que fueron famosas por su ascetismo, rigurosidad y eficiencia. Su mensaje entonces fue restaurar al hombre, para lo cual el aprendizaje que ofrecía de la caridad comprendía varios grados de humildad. Suponía además tomar conciencia y conocimiento de sí mismo. Para conocerse, decía san Benito, no hay que ignorar la lucha que se da en el alma rota, entre lo que permanece de bueno y el desgarro acaecido por la maldad heredada. Así que entonces los maestros de sabiduría de su primigenia orden benedictina aconsejarían a los postulantes conocer su propia miseria: No ignores tu belleza..., para que quedes aún mucho más confundido por tu fealdad.

La manumisión fue una práctica post-esclavista que se desarrollaría en Europa durante muchos siglos. Consistía en liberar de la esclavitud al servidor que, durante toda su vida, no había conocido la libertad. Y si desde la más lejana antigüedad había existido la esclavitud y no dejó de existir hasta mediados del siglo XIX, había sido mucho el tiempo en que se llevaría a cabo esa práctica en el mundo. En uno de sus viajes a Roma durante el año 1650, Velázquez pintaría su obra de Arte Retrato de Juan de Pareja. Se trataba de un esclavo morisco del famoso pintor español. Había entrado al servicio del maestro en el año 1630 y llegaría a aprender tanto de Velázquez que alcanzaría además a ser un pintor reconocido, fiel seguidor de la tendencia naturalista del barroco. Velázquez lo liberaría cuatro años después de haberlo pintado. Pero, para ese momento, para cuando lo retratase antes de haberlo liberado, habría conseguido ya el genial pintor dejar marcada en su obra toda la grandeza, dignidad y prestancia liberada del retratado.

Cuando el pintor impresionista Edgar Degas decidiera retratar a su amigo el también pintor Henri Michel-Lèvi, trataría entonces de compendiar en una imagen artística toda la compleja personalidad del retratado. Henri Michel-Lèvi, aun en pleno momento impresionista, se habría decantado hacia escenas más artificiales y menos naturales, algunas incluso de interior, por lo tanto lejos de la esfera ortodoxa impresionista del momento, propia de exteriores y modelos naturales. Así que Degas -en una actitud crítica hacia su amigo pintor- compuso su retrato pintando a Lèvi en su estudio dirigiendo ahora una mirada desafiante al espectador, rodeado además de sus cuadros y artilugios de pintura. Junto a él aparece un maniquí que representa ahora el desprecio que el arte impresionista tenía por la imagen humana y su figuración artística. Pero, fue lo que sucedió después lo que, realmente, haría famoso al cuadro de Degas. Ambos pintores se habían retratado mutuamente, y regalado luego cada uno su obra a cada cual. Sin embargo, Michel-Lèvi acabaría vendiendo el curioso retrato crítico que le había hecho su colega Degas. Éste ahora, agraviado, decidiría devolverle el suyo, aquel que le hiciera Lèvi, dejándoselo sin miramientos a la puerta de su casa.

La fuerza de la personalidad subyacente de cada uno de nosotros relucirá en ocasiones en la imagen que de nosotros mismos tendremos y expresaremos claramente. Unas veces, con la desinhibición propia de lo que de nosotros mismos no ignoramos; pero, otras con la naturalidad existente de la belleza que de nosotros, sin querer, relucirá sola...  Ambas cosas poseemos: lo que sabemos de nosotros y expresamos decididos y lo que nos sale de nosotros sin saberlo. Pero, a veces, ignoraremos que ambas cosas poseemos. Y es que, como en el dualismo de la vida y el mundo, vagaremos transportando las necesidades y las potencialidades de nuestra propia esencia desconocida. Así es como en ocasiones alguna filosofía oriental, concretamente de la antigua China, hablaban ya del wuji o principio de todo, cuando al inicio de la Tierra las cosas aún no estarían diferenciadas en el mundo. A partir de ese principio universal entonces las cosas evolucionarían en pares, es decir, siempre opuestas unas a otras en esencia. Y así vivirían todas, enfrentadas sin saberlo. Pero, al final del proceso de la vida, en su muerte o desaparición accidental, volverían luego a fundirse en el pléroma o elemento primordial, esa misma unidad primigenia de la que habrían emanado, sin saberlo, mucho antes todos los seres y elementos del mundo.

(Cuadro del pintor simbolista lituano Mikalojus Konstantinas Ciurlionis, El Zodiaco, Sagitario, 1907; Obra del pintor barroco holandés Govert Flinck, 1615-1660, discípulo del gran Rembrandt, Susana y los viejos, siglo XVII; Cuadro del pintor actual español Moisés Rojas, Madrid, 1946, Naufragio, en donde una representación de lo perdido, de lo hundido o desgarrado aparece, sin embargo, de un modo diferente gracias a la creación del artista, porque aquí los colores vivificantes y alegres del conjunto, de todo el conjunto, hace ahora que el sentido final de lo que representa sea justo lo contrario de lo que titula...; Dos obras del pintor español Gustavo de Maeztu, 1887-1947, Alegoría de don Juan Tenorio, 1926, y Los novios de Vozmediano, 1915, Museo Gustavo de Maeztu, Navarra, España, aquí se muestra la dualidad de la pareja y de sus motivaciones ocultas; Lienzo Retrato de Juan de Pareja, de Velázquez, 1650, Museo Metropolitan de Nueva York; Fotografía de la muchacha afgana Gharbat Gula, del fotógrafo Steve McCurry, 1984, ejemplo de belleza natural; Óleo Artista en su taller -el pintor Henri Michel-Lèvi- , 1873, del pintor impresionista Edgar Degas.)

6 de julio de 2012

El agravio más inspirador, altruista, neoclásico, sensual y bello en el Arte.



Fue una antigua guerra griega de la antigüedad lo que inspiraría una de las obras escultóricas y arquitectónicas -¿será una contradicción, escultura y arquitectura a la vez?- más emblemática, hermosa, armoniosa, noble, elegante o majestuosa de la humanidad. Cuando los persas invadieron el Peloponeso en la segunda guerra médica (480 a.C.) se aliaron con algunas ciudades griegas frente a la resistente Atenas. Una de esas ciudades traidoras lo fue Caria, población lacedemonia -de Esparta- que, finalmente, sería derrotada junto a los persas por los orgullosos atenienses. Los atenienses eran muy estrictos con sus leales o sus traidores y por eso decidieron dar un castigo ejemplar a la ciudad lacedemonia. Un castigo que no debían olvidar nunca las siguientes generaciones de griegos. Entonces ajusticiaron a muchos habitantes de Caria y decidieron que llevaran la más pesada carga el resto de sus vidas. Para esto vendieron como esclavas a todas las mujeres jóvenes de la ciudad, la mayor afrenta que se podía hacer a un pueblo griego por entonces. Los persas habían derribado en esa guerra muchos grandiosos templos en la Acrópolis ateniense. Uno de ellos, situado cerca del Partenón, fue un templo dedicado a la diosa Atenea Polias, una construcción que fue totalmente destruida por los persas en aquel año 480 a.C. Cuando los atenienses vencieron se decidió erigir otro templo parecido a ese, aunque más alejado del Partenón y con unas columnas drapeadas y antropomorfas en uno de sus pórticos.

Quisieron los griegos recordar así la traición de aquella ignominiosa ciudad lacedemonia. Y qué mayor agravio que representar las figuras femeninas de esas columnas soportando el duro entablamento de su infamia. El nuevo templo erigido, dedicado a Poseidón, fue construido con influencias estéticas del estilo arquitectónico de la Jonia clásica, estilo que mostraba más elegancia y esplendor que el frío racionalismo del antiguo dórico. Un edificio clásico con estructura de marmol blanco-dorado -piedras procedentes del monte Pentélico- y tres pórticos o vestíbulos hexástilos -compuesto de seis columnas-, y todo ello reflejaba la exquisita armonía del período más glorioso de Atenas. Uno de sus tres vestíbulos, el orientado al sur y denominado Erecteion, disponía de seis esculturas de mujer a modo de columnas jónicas que soportaban la cornisa superior de la techumbre. Esas columnas representaban aquellas muchachas lacedemonias traidoras que fueran condenadas a soportar la infame condena del agravio patriótico. Luego acabaría todo aquel esplendor ateniense a manos del poder de Esparta. Y tiempo después a manos del poder de Macedonia. Y aún mucho después, cuando el mundo heleno sólo fuera un sueño maravilloso transmitido por sus escritores, el poder e influencia de la cultura griega sería remozado y heredado por el inmenso poder de Roma. Así hasta que también ésta acabase siglos después hundida por la historia. Y nunca más la sombra de sus bellas cariátides griegas en piedra padeciendo el orgulloso designio de sus formas serían admiradas en el Ática ni fuera de él. Así continuaría la historia hasta que el Renacimiento viniera a recordarlas como un amante olvidado y desdeñoso que regresa, tardío pero renovado, a recuperar entusiasmado todo aquel antiguo esplendor.

En el Palacio Real del Louvre se construiría en el Renacimiento una clásica tribuna arquitectónica para albergar los músicos del vanidoso rey de Francia. En el año 1550 el arquitecto real Jean Goujon decide realizar un pórtico griego majestuoso que soportara toda aquella Real tribuna. Sin haber visto personalmente la Acrópolis compuso Goujon sus cuatro cariátides renacentistas. Fue un homenaje al arte ateniense del malogrado templo griego, el primero que se realizara mil ochocientos años después de su original en el Acrópolis. Pero ahora Goujon humaniza aún más las formas y los gestos clásicos feminizando aquella sutil semblanza de las maravillosas y sensuales esculturas de entonces. Pero no fue sino hasta un renacer clasicista posterior del neoclásico siglo XIX cuando los arquitectos y escultores inundarían las plazas, fachadas, pórticos, balaustradas, fuentes o salones de todo el mundo con las maravillosas, eróticas, armoniosas y bellas figuras de las cariátides griegas. Porque fue a mediados del siglo XIX cuando la hierática y altiva representación de las jóvenes griegas en piedra -donde sus brazos no impedían relucir la sensual esbeltez de sus cuerpos- fueran descubiertas por los escultores y artistas que mostraban la voluptuosidad de las bellas formas femeninas. Y esa maravillosa excusa neoclásica descubriría en un público asombrado la genialidad, belleza y sensualidad que encerraba la antigua e inspirada estatuaria  griega.

Cuando Francia fuese derrotada y humillada por los alemanes en la guerra franco-prusiana del año 1870, París acabaría siendo bombardeada, asaltada y maltratada por la escasez y el hambre. Los parisinos descubrieron el sufrimiento más terrible y espantoso en sus calles civilizadas. La ciudad de la Luz sería entonces asolada por el hambre, el desorden, la enfermedad o el desabastecimiento. El agua dejaría de fluir por sus tuberías y llegaría a valer más que el vino, lo que traería no pocos problemas sanitarios. En ese dramático momento se decide entonces reconstruir todo de nuevo. Y para resolver la escasez de agua se diseñan fuentes públicas, manantiales artificiales donde la población pueda abastecerse sin limitación alguna. Fueron construidas siguiendo unas determinadas normas arquitectónicas: las fuentes mayores se representarían con cuatro cariátides añadidas. Y todo ese alarde fue por entonces un maravilloso símbolo artístico y altruista para después de una guerra. Igual que lo fuera también hace muchos siglos antes en la antigua Grecia.

(Fotografía de dos de las cariátides del templo Erecteion de la Acrópolis, año 421 a. C., del arquitecto Filocles, Atenas; Imagen de La Tribuna de las Cariátides, del escultor francés Jean Goujon, 1550, Museo del Louvre, París; Fotografía de una escultura de mujer -cariátide- en una fachada de París, del escultor francés Charles Auguste Lebourg, 1865, París; Imagen de una Fuente Wallace, fuente de la ciudad de París, de Charles A. Lebourg, siglo XIX, París; Imagen del interior del Palacio del Musikverein, sede de la orquesta Filarmónica de Viena, el Salón Dorado, Viena, con las cariátides doradas en su interior; Imagen del chaflán de la entrada principal del edificio del Instituto Cervantes en Madrid, antiguo Palacio clásico, con las cuatro cariátides de su soportal, Madrid; Dos fotografías del Erecteion ateniense, con sus cariátides, desde diferentes ángulos, Acrópolis, Atenas, Grecia.)

26 de junio de 2012

El hilemorfismo en la creación artística, o una misma emoción -forma- en diferentes maneras de Arte.



Desde la antigüedad los filósofos habían discutido la naturaleza completa de la diversidad de las cosas existentes en el mundo. Para ello analizaron todo lo visible material, vivo o no, que apareciera ante los ojos de aquel que lo observara. ¿Qué elementos o substancias componían todo aquello?, ¿qué cosas determinarían lo que algo era, lo que verdaderamente era? Dos grandes pensadores griegos se enfrentaron, antes que nadie, para aclarar eso. Uno de ellos decía que todas las cosas mantendrían una unidad substancial, que no habría mutabilidad alguna de esa substancia, que cada cosa permanecería en su propia esencia para siempre. Otro que la variedad y el cambio eran todo lo que existiría. El primero fue Parménides, el segundo Heráclito. ¿Cómo, entonces, habría que entender la realidad del mundo, como una unidad permanente o como una diversidad cambiable? Y, luego, llegaría Aristóteles..., y comprendería que existiría tanto la mutabilidad en las cosas a la vez que su esencia permanente. Y para esto idearía su teoría de que las cosas, todas las cosas, estarían compuestas de materia y de forma, el llamado por él hilemorfismo.

Simplificadamente, esto quiere decir que la materia sería la diversidad, las diferentes substancias con lo que la totalidad de las cosas existentes estarían hechas. Esto puede cambiar. La forma, sin embargo, sería lo que algo es en sí, su estructura básica, lo que se mantiene a pesar de los cambios que lo que sea pudiera sufrir. Y aquí se puede utilizar ahora esta filosofía para comprender algo más la creatividad artística de la imagen. Los pintores desde siempre habrían utilizado su materia, es decir, sus óleos, sus pigmentos, sus lienzos, sus pinceles, su técnica, para crear. Mostraban el mundo cambiando siempre su apariencia cuando representaban con su Arte lo que éste era. Y lo hicieron creando algo material y formal -sus obras- desde la más absoluta inexistencia física anterior. De ese modo compusieron lo que veían y lo que sintieron además, y todo eso con su genial acción artística. Pero luego, cuando la evolución -o la mutabilidad de las cosas del universo del hombre- fuera transformando sus instrumentos creativos -progreso técnico-, aquella esencia formal -la forma- se mantendría constante.

Se podría continuar manejando aquella materia artística..., aunque ahora ésta sería otra materia, también susceptible de criterios creativos (la fotografía, el diseño gráfico, la composición digital, etc...). Porque, sin embargo, la forma, esa plasticidad cerebral e intuitiva del ser humano, seguiría manteniendo la misma idea, la misma conciencia de la majestad de lo creado, de lo que resultará, finalmente, una sensación emocional provocadora, lo que es el Arte. Con ello se sigue y se seguirá componiendo Arte. Pero, posiblemente ahora la exigencia a la emotividad, a la sorpresa, a la fascinación y a la belleza, sean mayores cada vez ya que la simplicidad creativa de los sofisticados medios técnicos debe ser compensada, aún más, con una mejor originalidad y sutileza en la creación artística. Con una, ahora, mayor aún especial capacidad de los creadores para continuar haciéndonos emocionar con sus composiciones artísticas e ideográficas de lo visible.

(Fotografía Retrato, de la fotógrafa holandesa Desiree Dolron; Óleo del pintor norteamericano Robert Henri Cozad, 1865-1929, Retrato; Fotomontaje del creador norteamericano Josh Sommers, 2009; Pintura del genial Dalí, La tentación de San Antonio, 1946, Museo de Bellas Artes de Bélgica, Bruselas.)

22 de junio de 2012

Lo que centrará nuestra atención de una imagen o lo que el Arte determinará nuestra mirada.



¿Por qué miramos algo más o antes que otra cosa? Los creadores diseñarán su pequeño universo creativo determinando qué cosa debe ser objeto de nuestra atención más ineludible. ¿Cuál debe ser  el motivo  central de una obra o hacia dónde debe dirigir antes el observador su mirada? ¿Dónde centrará la atención el creador entonces para expresar mejor eso?, ¿qué cosa hará primar antes en su creación?, ¿qué sentido principal gobernará la mirada con la que miremos ahora el cuadro? Todas estas cosas nacen de la inicial inspiración artística del creador. El motivo principal es la mágica y artificial manera de seducir ante lo desconocido que el Arte y sus creadores aprovechen. Unas veces los creadores representarán el motivo principal albergando la mayor parte del escenario creativo con algo exótico. En estos casos el pintor alcanzará -o no- una sutil genialidad al compartir esa parte atrayente o exótica con el sentido fundamental de la obra. Eugene Delacroix consigue en Jaguar atacando un caballo hacer fijar nuestra mirada en el felino amenazador y sorprendente de su obra. Junto al jinete forman en la romántica obra un solo cuerpo iconográfico destacable. Proyectan así, sin distracción alguna, la figura emblemática estética principal del lienzo romántico que completará y justificará la obra. 

En otras ocasiones el pintor no deja otra opción que mirar lo único que hay en su obra, aunque ello no atraiga inicialmente ahora la mirada especialmente. Porque todo lo demás es ahora aquí la nada. Como en esta creación modernista de Dalí, una obra de Arte impropia de él por su aparente clasicismo y claroscuro propios de otras tendencias anteriores. Pero aquí el pintor surrealista nos fuerza a no distraernos con ninguna otra cosa que no sea el único objeto representado. Sin embargo Dalí no decepciona. El original pintor español siempre trataría de sorprender con sus creaciones originales. En su desconocida obra Mejor la muerte que la deshonra determinaría el pintor que los ojos del espectador conecten pronto con su mente cognitiva. Hacerlo es fácil ya que al no distraer con otra cosa alcanzaremos a desvelar el misterio surrealista de ese hallazgo. Luego Goya nos representa una majestuosa escena -de una época donde la enseñanza se lastraba con el castigo- compuesta con partes diferentes de un mismo concepto iconográfico: el aula dieciochesca de una escuela infantil. Aquí una multitud de niños representan parte del universo de la obra, porque es el maestro ahora, descentrado, hierático y distante, el que justificará la sentencia tan grotesca del mensaje artístico. Pero no es éste ni los niños ni el aula oscurecida lo que nos atraiga ahora la mirada; no, es el trasero descubierto del alumno castigado. Aquí Goya nos desnudará, sin embargo, a todos nosotros, a los que estamos viendo sorprendidos su misteriosa obra.

Más adelante vemos una obra del pintor Thomas Cole, un pintor que usaba el paisaje para destacar otras cosas diferentes al mismo. En su lienzo El buen pastor dibuja las figuras bíblicas de unos personajes sagrados, pero ahora empequeñecidos frente a la grandiosidad, sin embargo, del maravilloso paisaje. A pesar de la espectacularidad del entorno natural, sólo son ahora aquellos personajes quienes absorban aquí la mirada del espectador. Después observaremos los lienzos postimpresionistas e impresionistas de Seurat y Renoir. En el caso de Seurat vemos una obra que distingue claramente unas figuras atrayentes. Estas son las que aparecen en primer plano, algo lógico. Pero, sin embargo, las figuras secundarias están ahora  aquí más iluminadas, proyectadas por la luz del sol mucho más que las otras figuras, las aparentemente principales -estas más sombreadas-, en un efecto magistral que las representará majestuosas y justificadoras ante todo lo demás. Pero es Renoir, el gran maestro impresionista, quien consigue la genialidad más asombrosa con nuestra mirada en su obra El molino de la Galette. Con este grandioso lienzo obtuvo el creador francés algo muy difícil de conseguir en una pintura multitudinaria llena de personajes diferentes y situados en distintos planos. Todos ellos se ven ahora aquí iguales frente a todos, todos son importantes en la obra, ninguno destacará así por encima de nadie. Nuestra mirada está ahora absorbida en cada rostro y silueta, en cada forma, gesto o sensación humana retratada. Es la inspiración creativa más elaborada y genial que consigue aquí el creador impresionista: no centrar ahora nuestra mirada sino en el conjunto de la obra, en la multitud completa, en todos y en cada uno de ellos, seres que, anónimamente, serán ahora lo único y lo más importante.

(Óleo del pintor romántico francés Eugene Delacroix, Jaguar atacando un caballo, de 1855: Cuadro Mejor la muerte que la deshonra, 1945, del pintor surrealista Dalí, Fundación Gala-Dalí, Figueras, España; Lienzo de Goya, La letra con sangre entra, 1777, Museo de Zaragoza, España; Óleo El buen pastor, 1848, de Thomas Cole; Cuadro puntillista de Seurat, Tarde de domingo en la isla de la grande Jatte, 1884, Museo de Chicago, EEUU; Óleo de Renoir, El molino de la Galette, 1876, Museo de Orsay, París.)

12 de junio de 2012

El Arte como recreación de una vida reivindicada, su belleza y su simbolismo.



Esta curiosa obra renacentista del pintor Lorenzo Lotto (1480-1556) es ahora la extraña imagen de un bello paisaje metafórico. Un paisaje dividido en varios planos diferentes, iconográficamente diferentes y enfrentados e indefinidos todos ellos entre sí. Uno de esos planos, el más cercano al espectador, está a su vez acusadamente dividido... El plano más lejano lo estará también, entre un mar siniestro y un cielo bellamente nebuloso. Esos dos ámbitos geográficos se verán ahora vertebrados mucho más por los trazos de una parte -con sus colores grises o negros- que por los de la otra, ésta diferenciada más con colores azules o  blancos. En el centro del lienzo se sitúa un pequeño tronco raído en el que florece, aún, una rama poderosa. Una rama florecida dirigida hacia la izquierda como recuerdo de lo que, una vez, llegara a ser antes un árbol. El tronco separa aquí verticalmente el plano principal de la representación de la obra. Algunos símbolos materiales fabricados por el hombre acompañan de forma alegórica el tronco mortecino. Pero, ¿qué son?, ¿qué se quiere expresar con ellos? Porque la obra se titula Alegoría del Vicio y la Virtud, es decir, desea el autor transmitirnos, subliminalmente, esas dos opuestas semblanzas tan humanas: la grandeza o bondad de los hombres y la bajeza o sinrazón de sus comportamientos.

Pero esta sorprendente y sugestiva pintura renacentista sería una obra artística realizada por encargo. Su mentor, Bernardino d'Rossi, fue obispo de Treviso (Italia) en los años iniciales del atribulado siglo XVI y quiso que el pintor Lotto le retratase y, además, acompañara a su retrato este cuadro tan curioso. El pintor podía plasmar lo que en el lienzo él quisiera, pero debía dejar claro quién era el mentor de la obra y en qué lugar su propia alegoría -el mensaje personal y profético que acompaña a los retratos encargados- debía situarse su representación en el cuadro. El autor de la obra lo hizo dibujando claramente -a la izquierda del tronco, hacia el lado de la virtud- el escudo heráldico del obispo d'Rossi. La imagen de la obra sorprenderá porque, ¿qué es todo eso que aparece ahora representado tan desmadejadamente en el lienzo artístico? La virtud, representada en el lado izquierdo de la obra, sitúa ahora a un niño -la inocente virtud- sobre un suelo árido, infértil y desolador...  Pero en el otro lado vemos un sátiro disfrutando alegre y satisfecho en su verde y hermoso páramo. Un personaje mitológico este, el sátiro, que simbolizaría aquí iconográficamente al vicio. Pero, sin embargo, el sátiro se encuentra ahora situado justo dentro de un maravilloso y bello paisaje verde, fértil y acogedor... Entonces, ¿cómo entender ahora toda esa contradicción?

El obispo Bernardino d'Rossi se enfrentaría a los poderes fácticos de la ciudad de Treviso, por entonces muy corrompidos en asuntos muy oscuros, deshonestos y criminales. En el año 1503 una de las más poderosas familias de Treviso, los Onigo, conspirarían contra el obispo hasta mandar asesinarle. Éste, providencialmente, pudo salvarse entonces evitando el crimen. Dos años después el pintor terminaría el retrato y la alegoría del atribulado obispo. El curioso artista italiano quiso simbolizar -en homenaje a Bernardino- la fuerza poderosa de la virtud humana en su curiosa pintura. Quiso reflejar así la actitud tan extraordinaria del propio ser humano, una actitud que, crecida desde la más polvorienta e infértil soledad, puede a cambio sembrar los elementos elogiosos que, tiempo después, la llevarán a lo más alto... Se observa aquí, simbólicamente, al pequeño niño alzado ahora hacia los cielos por la ladera amarillenta del fondo del cuadro. En la otra parte del plano principal -la reverdecida y alegre- está situado el autocomplaciente sátiro, la figura grotesca y libidinosa que toca ahora su lira y disfrutará además de bebidas y manjares placenteros. Pero, sin embargo, nada bueno acabará por obtener finalmente el sátiro. Hacia el fondo de su lado se nos representa incluso un barco malogrado que naufraga ahora en la bahía gris y desolada de la obra.

De ese modo se expresará en el cuadro que nada permanecerá con vida finalmente en el lado maldecido, porque todo ahí sucumbirá después a la mortífera plasmación de su simbólico vicio. En el tronco hueco del árbol florece ahora, sin embargo, una rama verdecida que se dirige hacia el lado opuesto del vicio, hacia aquel lugar donde no hay ahora otra cosa ya sino esperanza... Sujeto al tronco raído veremos un escudo transparente que representa aquí un antiguo instrumento especular muy mortífero: la coraza mítica del espejo mágico del gran héroe Perseo. En él se refleja siempre la imagen de horror de la Medusa mitológica, todo un símbolo heroico de la lucha virtuosa o del enfrentamiento generoso, altruista y benefactor. Con el mensaje simbólico de esta obra se describía y elogiaba la opción más dificultosa de la vida, la más desgarradora o la más solitaria, pero, también, la más heroica o la más noble de las acciones humanas. Esta -la virtud- se enfrenta aquí -como en la vida- a la otra opción poderosa -la del sátiro vicioso-, la que representará en la obra lo más gratificante y terrenal, lo más pasajero, demoledor, engañoso, fútil, maléfico o detestable de la vida, lo que aquí demuestra ya la falta así de toda virtud elogiosa y eterna. De este modo tan sutil los creadores del renacentista momento afanoso supieron resaltar dos caras de una misma realidad vital. Algunas veces sin la huella tangible de ningún personaje reconocido o relevante, y otras, como en este caso sublime, a pesar de recordar la tan comprada y reivindicada -por un clérigo perseguido- representación elogiosa de una deseada y decidida virtud.

(Óleo Alegoría del Vicio y la Virtud, 1505, del pintor veneciano Lorenzo Lotto, Galería Nacional de Arte de Washington D.C., EE.UU.)

6 de junio de 2012

El Arte permanecerá, acogedor y eterno, el resto nos sobrepasará, hiriente y desprovisto de gloria.



Todo lo que ama es capaz de torcer su agrado con el tiempo; todo lo que es amado es capaz de desaparecer, ignominioso, bajo los latidos limitados de su ajena adoración...  Así es como, por ejemplo, un paisaje idílico, bello y majestuoso sobreviene luego en un inhospitalario lugar, incluso bajo la efímera vaga belleza que un entorno natural le haya podido ofrecer antes. Sólo el Arte nos ayudará, indiferente a todo, permaneciendo eterno para siempre. Sólo él permanecerá fiel a su legado prometedor de belleza sin condiciones. Así es como podremos apreciar de nuevo, cada vez que las necesitemos requeridas por nuestro anhelo insaciable de belleza, las diferentes muestras expresivas de su infinita, piadosa y pródiga creatividad. Vagabundearán éstas por los diversos rincones artísticos tan generosos de sus emotivas ofrendas estéticas. Escondidas estarán siempre ahí para nosotros, para comprender con ellas todo lo que necesitemos siempre de sus formas, de sus colores, de sus delineaciones, de sus arcos o de sus bóvedas primorosas. También entre sonidos o vibraciones, entre ágiles danzas y canciones, entre marcadas aristas sigilosas de piedras multiformes o entre los versos emocionales de sus odas tan grandiosas.

Porque todo lo demás, las cosas prosaicas de este mundo que nos acompañan distantes, arrogantes, displicentes o tan enloquecedoramente con los diferentes infortunios de la vida, no conseguirán siquiera emular la más mínima escena acogedora, bondadosa y permanente que, sin embargo, nos ofrecerá el Arte. ¿Qué más que haber admirado o creado Arte, algo propio de seres anhelosos y sensibles, para recordarnos la intención de una belleza con la que poder llegar a sublimar ahora la gloria de ese momento desesperado o fugaz que, alguna vez, vivimos sin saberlo? Cuando el escritor británico Edward Morgan Forster (1879-1970) quiso destacar la enorme contradicción de los humanos y de su mundo atrabiliario, compuso su obra literaria Pasaje a la India (1924). En esa novela -como en las obras pictóricas de Van Gogh- supo el autor victoriano expresar parte de la cosmogonía más asombrosa, sorprendente y demoledora de muchas de las contradicciones  de este mundo. Esta literatura, como todo Arte, viene a recomponernos, sin ataduras exigentes, de las rémoras más espantosas de lo agotador, de lo incomprensible, de lo fatídico o de lo más dramático de la vida. Y con esta literatura sabia y sentida aprender también que a veces debemos, para intentar sobrevivir sin sobresaltos, saber leerlo con palabras emotivas como saber verlo con imágenes sensibles... Es decir, llegar a entender el sentido emocional de utilizar ciertas palabras o imágenes para poder así llegar, finalmente, a poder amar el propio sentido azaroso de la vida, de sus contradicciones, de sus  sinsentidos o de sus efímeras fragancias...

En toda la ciudad y gran parte de la India se estaba iniciando, por parte de los demás seres humanos, la misma retirada hacia los sótanos, hacia lo alto de las colinas, hacia la sombra que proporcionaban los árboles. Abril, heraldo de horrores, estaba ya a la vuelta de la esquina. El sol regresaba a su reino con poder pero sin belleza: ésa era su característica más siniestra. ¡Si hubiese existido belleza! Su crueldad habría sido tolerable en ese caso. Por su mismo exceso de luz, también él fracasaba; bajo su marea blanco-amarillenta no sólo desaparecían las cosas materiales: también se ahogaba la misma luminosidad. El astro rey no era el amigo inalcanzable -de los hombres o de los pájaros o de otros soles-, no era la eterna promesa, ni la sugerencia nunca desechada que obsesiona nuestra conciencia; era, simplemente, una criatura como las demás y, por lo tanto, desprovista de gloria.

(Extracto de la novela, del escritor británico E.M.Forster, Pasaje a la India, capítulo 10.)

(Obra del pintor Nicolas de Staël, El Sol, 1953; Óleo de Vincent Van Gogh, Trigal con segador a la salida del sol, 1889, Museo Van Gogh, Amsterdam; Cuadro El Sol, 1904, de Giuseppe Pellizza da Volpedo, Roma; Óleo Sol de sequía en julio, 1960, del pintor americano Charles Burchfield, Museo Thyssen.)

24 de mayo de 2012

El sentido de la vida es no tenerlo, las acciones, incluso las más nobles, derivan siempre luego en otra cosa.



Todos los raptos de la mitología trajeron consecuencias funestas, unas más graves que otras. Sin embargo, inspiraron a muchos pintores que crearon imágenes grandiosas para acabar ilustrando las paredes de algunos grandes museos del mundo. Según la mitología griega existió al principio de los tiempos una joven y hermosa princesa oriental llamada Europa, hija del rey Agénor de Fenicia.  Una bella mujer que fuera por entonces objeto de la lujuria insaciable del dios más poderoso del Olimpo. Un día, estando en la serena playa de su reino, se le apareció un atrayente toro blanco con unas astas muy brillantes, casi doradas, y una seductora y maravillosa forma de media luna creciente en su cabeza. Pero este hermoso toro blanco se le mostraba ahora a ella manso, afable y confiado. Así fue como, transformado en un toro, se acercaría el dios Zeus a la joven Europa. Ella sintió ahora que no podía más sino admirarlo, así que, enamorada y paralizada, sin razón para poder evitarlo, quedaría atrapada por su atractiva y salvaje belleza para siempre. Se subió Europa a lomos de la bestia, se sujetó a su cornamenta y avanzaría así hacia lo lejos, hacia algún lugar más allá de aquel reino de Fenicia. El dios Zeus la llevaría entonces a Creta, la isla avanzada de un continente por formarse -de ahí el nombre que se le diese al continente, Europa, en homenaje a esta mujer y a su linaje-. Pero entonces el rey Agénor, alzando su indignación y su venganza, llamaría a su hijo Cadmo y le conminaría a que fuese en busca de Europa allá donde estuviese. Le juró que, de no conseguirlo, mejor que no regresase jamás sin ella al reino. Ante esta tajante admonición Cadmo se armaría de valor, de empuje, guerreros y osadía.

Marchó hacia el lugar adonde le dijeron que el toro habría huido: hacia el este. Recorrieron todo el Asia menor y nada, no la encontraron; fueron después hacia el norte y tampoco; luego hacia el oeste y no hallaron rastro alguno del raro astado blanco ni de Europa. Cadmo había fracasado, no logró encontrar a Europa en ninguno de los lugares en los que había estado buscándola. Nadie la había visto ni habían oído hablar de un toro tan extraño. Ante esa realidad no pudo Cadmo regresar a Fenicia sin Europa, su padre lo había amenazado claramente si no volvía con ella. No supo entonces Cadmo qué hacer ni dónde ir, después de haber recorrido casi medio mundo sin hallarla. Se encontraba ahora en un nuevo continente situado hacia el oeste, justo al lado de la costa plácida de una península mediterránea, muy cercana a la región griega de la Fócida. Así que, ahora, desesperado, vagabundo, confundido y perdido, sin ninguna inspiración ni conocimiento, decidió Cadmo consultar al oráculo de Delfos. Lo hizo para saber qué podía hacer entonces consigo y con su vida ante esta difícil situación tan desesperada. Pero el oráculo le contestó aún más confusamente, los oráculos transforman una duda en otra y revuelven así, como el destino insolente, los iniciales deseos de los hombres para convertirlos luego en otra cosa. El oráculo de Delfos le contestó: ¡cierra tus ojos y elige la puerta que al azar abras!; toma esa dirección, camina y sólo detente cuando veas un buey con una media luna en su cara. Donde lo veas funda tu propio reino y tu casa, labra la tierra que pises y establécete allí...  Cadmo no entendió nada, él sólo quería encontrar a su hermana, era, pensaba, la única forma de poder resolver toda aquella confusión en la que vivía. Pero, sin embargo, como en la vida misteriosa, las cosas imposibles sólo llevarán a otras cosas diferentes, sin nada que ver con lo de antes.

A los oráculos no hay que tratar de entenderlos, sólo dejarse llevar, desdeñosos, por su azar caprichoso e insensible. Cadmo eligió su puerta y encontraría tras de ella a una vaca, no a un buey, con una mancha en forma de media luna en su cara, y a la que siguió decidido junto a sus hombres. Cuando el animal se detuvo comprendió Cadmo que ahí debía aposentarse, no se preguntó entonces otra cosa. No había encontrado a Europa ni podía regresar sin ella. Decidió entonces crear ahí su propio pueblo, su lugar ahora para vivir de nuevo, lo único que podía hacer y que el oráculo además le había predicho. Decidieron hallar antes agua y enviaría Cadmo algunos de sus hombres a buscarla. De ese modo encontraron la providencial fuente de Ares, o Aretíade, que les permitiría poder sobrevivir tranquilos durante un tiempo. Pero entonces, cuando los hombres llenaban sus odres de agua, una terrorífica criatura, el terrible dragón Aonio, les asaltaría feroz, violenta y sanguinariamente.  Cadmo ahora debía matar al dragón necesariamente, no podía evitarlo si deseaba vivir ahí. Había sobrevenido este maldito monstruo en este bendito lugar, había matado a sus hombres y tenía que acabar con él si debía cumplir con el propósito del oráculo. Lucharía entonces con todo su poder, con toda su fuerza y con todo su deseo fatigoso. Decidido, dirigió entonces su lanza hacia la boca flamígera del dragón para matarlo.

El mito continuaba describiendo a un Cadmo solitario junto al dragón abatido, sin nadie más que él en ese lugar sobrevenido. Es entonces cuando la diosa Minerva acude en su auxilio, le aconseja que siembre en esta nueva tierra los dientes del dragón muerto. Surgirán hombres, le dice la diosa, ¡y aún lucharán entre sí!, por tanto, protégete de ellos también. Al final sólo quedarán los mejores, pero con ellos crearás una nación fructífera y poderosa...  Hasta aquí la leyenda enrevesada y sin sentido, pero que acude sabia a reconfortarnos de las cosas incomprensibles del mundo. Porque, ¿cuál es el sentido de la búsqueda de una persona, de Europa en este caso, cuando luego todo fluirá de un modo del todo diferente, para nada relacionado con su búsqueda? ¿Por qué matar a un dragón y narrarlo además como si fuera lo más importante, cuando no era la causa de aquel rapto ni la finalidad ahora de una existencia? ¿Qué cosas tan prolijas, confusas, desligadas y caprichosas decidirán un final que, para nada, tiene ya que ver con el principio? Pero, así es la vida, así también el mito y el Arte. Esta es otra lección que el Arte nos facilitará. Todo es un fluir existencial incomprensible, donde los eslabones fragmentarios solo serán una mera excusa material y sin sentido.

El pintor flamenco Jacob Jordaens (1593-1678) no es tan conocido como otros paisanos suyos más famosos, Rubens o Brueghel. Sin embargo, fue un extraordinario pintor del Barroco holandés, una tendencia artística donde crearía obras con gran maestría y equilibrio estético. Como en su extraordinaria pintura Cadmo y Minerva creada en el año 1637. Aquí vemos derrotado por Cadmo al dragón Aonio, justo ahora detrás del héroe mitológico, cuando todavía mantiene aquél sus ojos abiertos pero inertes. Cadmo está escuchando ahora a la diosa Minerva lo que ésta le dice. Le está convenciendo ella de que le ayuda, de que le está ayudando al valiente buscador en su destino.  Le indica lo que ha pasado, lo que pasa y lo que le obliga luego su decidida elección de continuar así con su destino. Antes que Jordaens, había pintado otro lienzo del mismo mito su compatriota Hendrick Goltzius (1558-1617). En esta otra obra Cadmo está matando al dragón con su lanza, vemos aquí al héroe padecer con su esfuerzo ante la terrible fiera monstruosa. Algo tan horrible, tan imposible de afrontar, de superar o vencer sin esfuerzo, sin decisión, sin ardor o sin coraje, ¿cómo es posible que, después de haber hecho todo por vencerlo, luego de hacerlo, y victorioso incluso, aún haya que comenzar de nuevo así con otro esfuerzo...? Pero, sobre todo, ¿cómo es posible que un mero rapto haya provocado unas consecuencias absolutamente diferentes a lo que propiciara la búsqueda de Europa? Porque esperamos que, ante una épica huida de secuestro, algo tan radical y definitivo, la historia continuase así hasta encontrar lo buscado o morir en el intento. Porque cuando la monstruosidad de lo imprevisto nos sobreviene como un reto poderoso, y lo enfrentamos y abordamos con la fuerza de todo nuestro aliento, pensaremos que sólo con eso todo ya termine para siempre. Pues, bien, ¡nada de eso!, todo en la vida es un confuso azar entrelazado, para nada nunca terminado. Volveremos a empezar de nuevo, sin entenderlo, escuchando ahora los sonidos de los dioses diciéndonos de nuevo, como entonces: ¡continúa creyendo en lo que haces..!, confiando así otra vez en esas palabras misteriosas, unas que, sin embargo, nunca oyes...

(Óleo Cadmo y Minerva, 1637, del pintor Jacob Jordaens, Museo del Prado, Madrid; Obra del pintor holandés, del barroco aunque también de un manierismo tardío, Hendrick Goltzius, Cadmo matando al Dragón, aproximadamente 1600, Museo de Kunst, Alemania; Óleo El Rapto de Europa, 1590, del pintor manierista, también flamenco, Marten de Vos, Museo de Bellas Artes de Bilbao, País Vasco, España.)

21 de mayo de 2012

Lo que esconde el sortilegio maravilloso de una obra romántica: su color, su sensación y su belleza.



Siempre hay mucho más que ver que lo que vemos al pronto en una obra romántica. La sutileza de su autor junto a la sensibilidad subjetiva del que la mira producirá luego el milagro indescriptible de lo bello. Porque entonces lo bello no sólo es una evidencia somera de rasgos equilibrados, definidos o ajustados a la proporción de una hermosa decoración pictórica, lo bello se expresa ahora huérfano, solitario, sin sentido y oculto desde las cuatro esquinas del cuadro. A veces se ve y otras no tanto. ¿Qué cosa hace que se perciba o no se perciba esa belleza? Solo se percibirá con los ojos más emocionales de lo estético, solo es ocasionado por la singular sensibilidad del que lo mire ávido de belleza. Cuando el famoso héroe mitológico Ulises alcanzara las islas traicioneras de las Cíclopes deseoso de conseguir víveres para sus hombres, descubriría cerca de una cueva de la isla el ganado que necesitaban para sobrevivir. Allí mismo asarían la carne y disfrutarían luego relajados dentro de la cueva. Pero ignoran que el dueño de ese ganado fuese el gigante Polifemo, éste llegará a su cueva al atardecer y entonces verán los griegos la envergadura monstruosa y el rostro aterrador de Polifemo. Con su poderoso, céntrico y único ojo verá Polifemo a Ulises y a sus hombres descansando dentro de su cueva. Entonces el gigante, irritado, taponará con grandes piedras la entrada de la cueva quedando los griegos atrapados dentro.

A principios del siglo XIX el pintor del Romanticismo Joseph Mallord William Turner compuso su óleo Ulises burlando a Polifemo. La obra se fecharía en 1829, año en el que se presentaría al público en la National Gallery de Londres. La fuerza de los colores románticos, la genialidad de la composición, la originalidad con la que es plasmada la narración mitológica bajo un grandioso paisaje crepuscular, fueron muy impresionantes para ese momento histórico en el Arte, de un alarde artístico e innovador inigualable para entonces. Es mucha la belleza estética que existe desperdigada entre unas formas y unos colores desubicados, sin orden y confundidos así entre una mezcolanza de tonalidades expresivas apenas sin contornos definidos o traducibles a lo real. Porque la belleza romántica no se percibirá ahora en ninguna cosa determinada que pueda reflejarse en la obra. Sólo se manifiesta en lo que desde el conjunto de todos esos matices deslavazados se presiente ahora como una constelación artística brillante llena de luz y de sombras.

Lo que el pintor romántico decide contarnos es la huida de Ulises y sus hombres de la isla del gigante Polifemo en el barco de su Odisea. Pero sin dejar claro quién es quién y dónde están realmente ubicados los protagonistas de la leyenda. ¿Se necesita saber todo eso en verdad para apreciar la belleza de la obra romántica?, ¿es preciso conocer ahora cómo son y quiénes son los personajes antagonistas de esta mitología para ver esa belleza? Uno de ellos es Ulises, el taimado, inteligente y osado héroe que imagina una estrategia para sobrevivir. El otro es el malvado gigante Polifemo, hijo del dios Poseidón que gobierna las Cíclopes a su antojo. Pero ninguno de estos dos relevantes personajes de la leyenda aparecen claramente representados en el lienzo titulado con sus nombres. Ulises decide una hábil y engañosa estratagema para salir de la cueva y huir de la isla en su barco. No es fácil conseguirlo, pues a la fuerza y ferocidad de Polifemo y sus hermanos se unen las piedras que taponan la entrada de la cueva. Ulises, primero, engañará al gigante no diciéndole su verdadero nombre: le dice ahora que él se llama Nadie. Segundo lo emborracha para hundirle luego una rama de olivo en su único ojo. Tercero se atan todos -él y sus hombres- a los vientres del ganado que está dentro de la cueva. Como el gigante no ve nada, pero no ha perdido su fuerza ni poder, grita a sus hermanos que: ¡Nadie le ha herido en su ojo! Luego tantea con sus manos el lomo -no el vientre- del ganado y los sacará uno a uno de la cueva aunque, sin quererlo, también sacará a los griegos que, aferrados a los vientres, huyen también junto al ganado.

El pintor Turner refleja en su obra el momento en que los griegos en su barco se burlan de Polifemo. Miran todos hacia el lado izquierdo del cuadro y es por eso que suponemos que ahí está el gigante. Pero éste no se ve. Podemos intuir que está ahí aunque no lo veamos, lo podemos imaginar -y así se ve apenas- intercalado entre las siluetas montañosas de la isla. A Ulises sí podemos ubicarlo si nos fijamos detenidamente. Está en su barco desde donde llama retador a su ofendido gigante terrorífico. Según la leyenda, le está diciendo a Polifemo por fin quién es él.  Pero la belleza romántica del magnífico encuadre no nos exige a nosotros saber nada de eso para poder apreciarla. Tan sólo admiraremos la maestría tempestuosa de unos colores estrellados con el fondo espectacular de un atardecer extraordinario. Pero, ¿es un atardecer, realmente, lo que estamos viendo?, ¿por qué no es un amanecer?, ¿cómo lo distinguiremos, sin embargo?

Pero es que no importa nada de eso ahora aquí. Lo esencial es solo la impresión emocional de la belleza de ese momento estético. La narración mitológica, si acaso, la sabremos: o la conocemos de antes o la leeremos después. Ésta no hace más que conferir, ubicar o definir los contornos traducibles del magnífico encuadre. Una leyenda que luego justificará lo que vemos ahora, pero que, sin embargo, ya nos habría estremecido antes otra cosa... ¿El qué?: ¡la magnífica belleza del encuadre romántico! Aunque esté plasmada con retazos de colores o líneas desgarbadas, aunque solo sean espacios inconexos, formas misteriosas, desconocidas y mezcladas de elementos siderales y terrenales transformados ahora en una amalgama refulgente de colores imprecisos, casi una fantasía iconográfica inenarrable. Pero que comprende así el sentido más expresivo de una imagen romántica, algo que nos seduce y atrae ahora tan solo por el poder maravilloso de verlo. Una belleza que nos evitará elucubrar qué es, exactamente, eso que ahora tenemos delante. Porque lo importante en una representación romántica como esta es sólo lo que aparece ahora sorprendente a nuestros ojos, lo que subyace oculto y misterioso, lo que nos sobrecoge, ¡su belleza romántica!, sólo eso, lo que ahora miramos.

(Óleo Ulises burlando a Polifemo, 1829, del pintor romántico británico Turner, National Gallery, Londres.)

17 de mayo de 2012

Y así, luego, después o ahora, nunca ya nada volverá a ser como antes.



Nos acostumbramos a nuestra existencia sosegada, complaciente y satisfecha. Pensaremos sin pensar, es decir, inconscientes de pensarlo, que todo fluirá como siempre, tan templado o mesurado, en su inercia vital tan maravillosa. Sin zozobrar nunca nada, sin descubrir para nada el asombroso, veleidoso o ineludible estiaje tan cambiante de la vida. Pero es justo lo contrario. Es más propio de la vida el intercambio de las cosas, sus derroteras formas transformadoras de conducirnos hacia el abismo de lo desconocido o de lo desolado, que la aparente o perenne sonrisa de un destino edulcorado... Un sino personal encubierto en el autoengaño o en la farsa,  o en la conquista inexistente de un acomodo imposible, o en el arriesgado faro aleatorio de una frágil luz que no siempre alumbrará en las oscuras y tempestuosas aguas de nuestra existencia. Así que cuando el averno monstruoso nos acoja en su seno, sin avisar ni preparados, no pensaremos más que en adorar, como a un dios enriquecido y desdeñoso, las doradas esencias maravillosas de lo de antes... Lo de antes, ese paraíso engañoso al que nos aferramos nostálgicos creyendo que es lo único que existe, lo único mejor que pueda llegar a existir nunca. Debemos desterrar ese sentido equivocado, debemos comprender que, incluso, existió ya otro antes de ese antes y que, por tanto, nada quedará después de nada, porque, tampoco, nada existiría ya antes del todo para nadie. Tan solo vivimos en nuestro ánimo lo que nos parece creer vivir, lo que inventamos o recreamos en nuestro interior como un drama teatral sobrevenido.

¡Ah, ruinas del pensamiento!, que poco queréis recomponer, con los pedazos derramados de lo roto, un nuevo acontecer... Ese acontecer que, aun sin deslumbrar, reluce ya para siempre ante nosotros aunque aparezca como un camino imprevisible. Un nuevo acontecer que sobrevivirá incluso a nuestro deseo insatisfecho, a nuestro parecer inquieto o a nuestra vida tan desconsiderada. Porque siempre hay un antes y un después... Siempre una acción producirá un efecto, el que sea. Tanto lo hará a veces como para que aquellas causas ignominiosas,  tan enredadas en lo misterioso de un azar tan despiadado, lleven siempre luego, después, queramos o no entenderlo así, una despejada y esperanzada nueva meta en nuestra existencia vital tan desgarradora. Una tan esperanzadora como para poder ahora, de nuevo, volver a intentar recuperar lo que perdimos... Para recibirlas ahora con las guirnaldas inteligentes de lo que pueda transformarse para volver a cambiar las cosas para siempre. Esas cosas que nos servirán para comprender mejor el desciframiento misterioso de lo humano, de lo que somos o de lo que viviremos realmente sin nosotros...

La historia nos lo confiesa solemne, y el Arte, además, lo aprovechará para recrear escenas inspiradoras. Lo que fue antes tuvo su momento, su anhelo, su pasión, su fervor, su color o su tendencia; lo que vendrá después también tendrá su instante, su morada, su romántico escenario incluso -o no- y su sentido. Porque todo valdrá de nuevo para volver a sentir la emoción, aunque ésta no acabe aún así por comprenderlo. Porque para entenderlo se necesita aceptar que aquel después se convierta luego en otra cosa..., no mantenerse inamovible en lo que parecía la pérdida infame de aquel antes... Sentida además esa pérdida del antes como la única ruina inevitable o desastrosa que pueda acontecernos nunca, como ese fatal destino eterno y poderoso, en exclusiva así para nosotros, que acabará por consumirnos ajenos y para siempre. Sin embargo no es esto así nunca, no debe serlo jamás, no debemos pensar para nada que ese deba ser el único sentido que exista así para nosotros. Aunque esto nos pareciera por entonces el más injusto, infalible, desconfiado o inevitable de todos los posibles destinos de nuestra existencia.

(Obras del pintor español del modernismo Santiago Rusiñol, La Morfina, Antes y Después, 1894; Óleo El Coliseo, 1896, del pintor británico Lawrence Alma-Tadema; Lienzo Capricho con el Coliseo, 1746, del pintor Bernardo Belloto; Óleo Una audiencia de Agrippa, 1875, del pintor Alma-Tadema; Óleo Los baños de Caracalla, 1899, de Alma-Tadema; Cuadro Arco de Constantino, 1742, Antonio de Canaletto; Óleo El amor entre las ruinas, 1899, del pintor prerrafaelita Edward Burne-Jones.)