Decía el filósofo Aristóteles que la finalidad del Arte es dar cuerpo a la esencia oculta de las cosas, no copiar su apariencia natural. Cuando en algún momento del Renacimiento el paisaje alcanzó a tener más sentido que un mero decorado, el pintor Pieter Bruegel el viejo (1525-1569) sería uno de sus más extraordinarios impulsores clásicos. Pero, a diferencia de los otros, de los que magnificaron el paisaje sin más, Pieter Bruegel fue más allá hasta llegar a alcanzar con sus paisajes esa esencia oculta que el filósofo heleno destacase como una finalidad del Arte. Con motivo de un encargo sobre los cambios estacionales del año, Bruegel realiza una serie de cuadros que los representan con paisajes. No se sabe si representó todos los meses del año individualmente o cada dos, aunque cada vez se acepta más que crease solo seis obras en total, idealizando así dos meses emparejados que ofrecían, con el cambiante clima septentrional europeo, las sutiles diferencias que otros climas menos duros no tuvieran tan marcados. Pintaría el pleno invierno (Cazadores en la nieve) representando los meses de diciembre y enero; el transitorio invernal (El día oscuro) con los de febrero y marzo; luego el primaveral abril y mayo, obra que se acabaría perdiendo; el veraniego junio y julio (La siega de heno); el final del estío, con agosto y septiembre (La cosecha); y el otoñal octubre y noviembre (El regreso del rebaño). De todas estas obras se considera a Cazadores en la nieve una de las mejores creaciones de paisaje -en pleno momento renacentista además, donde no abundaban los paisajes- de toda la historia del Arte.
La pintura es muy extraordinaria porque su originalidad, su composición, su color, su sentido emotivo, misterio y grandeza son elementos estéticos que destacan en ella y la hacen una de las mejores obras del Arte renacentista. Un decorado invernal absolutamente nevado, congelado más bien, señala lo más destacado del plano de la imagen artística. Debía ser así para poder representar mejor los crudos y blancos meses invernales de Europa central. Como es habitual en Bruegel -y en el Renacimiento-, el paisaje se extiende ahora en la obra hacia el infinito. ¿Qué se ve al final?: el paisaje idealizado propio de la fantasía imaginativa del creador, no el de una vida real ni el de una geografía conocida. Un paisaje que llega aquí incluso hasta las últimas cordilleras alejadas de un horizonte desolado. Pero, antes veremos una población de seres humanos que viven y disfrutan de su mundo invernal, un lugar inhóspito desde donde esos mismos seres deben además prosperar para vivir... Y así los pinta el creador flamenco: adaptados, calentándose con un fuego improvisado, o relajados, divirtiéndose en el hielo gris-verdoso de sus riveras congeladas, o inspirados, provocando alguna pesca bajo el hielo poderoso... Confiados todos de que el duro clima invernal no les hiciera desesperar con sus carencias. Pero no es tan simple todo porque el sentido de los momentos temporales -siempre termina por acabar lo duro, sin embargo- no lo hace la naturaleza sino para ella misma, para su único, cíclico y visceral sentido telúrico, importándole muy poco o nada los seres que ella disponga a su antojo para obligarles así a sobrevivir.
Aun así, los humanos representados en la obra confiarán en que las cosas avancen. Ellos esperan sosegados, por ejemplo, el triunfo de unos hombres que, desde muy temprano, marcharon de caza. Pero no, esta vez no se cumplirá porque regresan sin ninguna caza. El pintor flamenco sitúa a éstos en su lienzo muy cercanos a nosotros, a los que, sorprendidos ahora, veremos asombrados el cuadro. No sitúa así a los otros seres, a los confiados, a aquellos que esperan tranquilos el regreso de los cazadores. El creador los sitúa ahora alejados de nosotros, mucho más que cualquier otra cosa del paisaje. Los cazadores están pasando ahora por el encuadre más elevado de la obra, van cabizbajos, cansados, defraudados o enojados por el mismo sendero recorrido de antes... Se dirigen hacia donde les esperan los otros, los que ahora, jubilosos y alegres, están persuadidos de que traen caza. Pero, sin embargo, nada traen los cazadores, apenas un pequeño zorro muerto cuelga de la espalda de uno, los demás nada llevan en sus zurrones. Esta es la crudeza del invierno y su añagaza desidiosa para con los hombres. La obra de Arte es genial en sus alardes compositivos y estéticos tan originales. Por ejemplo con los enhiestos y deshojados árboles que señalan el camino de los cazadores, plasmado desde una perspectiva cercana. Vemos el descenso exagerado de la colina nevada, un plano inclinado que cae bruscamente, creando una ruptura estética con el plano subsiguiente, ese otro espacio geográfico-artístico alejado, desde donde los otros seres esperan ahora confiados. ¿Qué mensaje latente oculta el sentido de la obra? Pues que, a pesar de la crudeza de la realidad, es todo un canto a la vida, a las cosas hermosas de la vida, a su propia dureza, pero, también, a su extraordinaria grandeza y esperanza...
Nadie aparte de los cazadores, salvo nosotros y algún personaje en el fuego de una hoguera de la izquierda, sabe aún nada de la frustrada jornada de caza. Los cazadores lo habrían intentado como siempre, como en otros días invernales que, arrostrados por una fuerza humana poderosa, partieran seguros y confiados de poder alcanzarlo. Y el pintor Bruegel no grita expresivamente nada aquí, sin embargo, para denunciar la terrible desolación de la vida. No necesita hacer nada de eso para hacernos saber que la vida descansa bajo una ineludible promesa: la de que sobrevivir es a veces la única forma de vivir que tenemos. En otra de sus obras sobre estaciones anuales, en concreto la de los meses de febrero y marzo, llamada El día oscuro o El día tormentoso, representa también el pintor parte de ese profundo desconsuelo. Pero es menos emotiva o más confusa esta obra porque su fuerza iconográfica radica en la falta de luz, en una tenebrosidad inspirada por su falta de luz, que en cualquier otra desolada emoción apenas vislumbrada... Al igual que en el anterior paisaje, Bruegel no muestra ninguna estrella portadora de luz. Ahora es un mundo sin estrellas también, pero, a diferencia del otro, es además un mundo tormentoso. Solo la calidez del color ocre, tan abundante, compensa la frialdad de un paisaje nebuloso, frío, húmedo y desapacible. Los pocos hombres que vemos laboran agrupados, cooperando todos entre sí. Sin embargo, los barcos lejanos naufragan disipados en la levantisca ensenada tormentosa. Todo está aquí ahora abandonado, nada puede sobrellevar el cruel tiempo desolado, imposible poder disfrutar aquí como en la otra obra sucedía con algunos personajes. ¿Entonces, todo está aquí verdaderamente desolado? No, no todo lo está. Hay algo que no aparece tan abandonado en la obra. Existe un pequeño gesto desafiante en el cuadro, algo que el pintor se permite destacar sutil y emotivamente. Es el gesto estético esperanzado de un ave blanca volando a través del cielo encapotado. Es aquí la pequeña, segura y confiada imagen de una gaviota volando sobre ese terrible cielo tormentoso. Con este pequeño gesto el pintor expresaba así su certeza, su maravillosa certeza, tan humana, de que las graves tormentas acabarán siempre en nada. Que pronto el resplandor de la vida alumbrará la mañana, que la luz del sol -estrella aquí ahora inexistente- aparecerá luego, sigilosa, detrás de alguna montaña. Que el sentido de todo resurgirá, nuevamente, con el propio sentido del cambio estacional. Así mismo, como se viera en la esperanzada obra de antes. Así mismo, como el impulso anheloso que lleva a los hombres a volver a emprender, sin pensar, saber ni llegar a entender nada, otra nueva, confiada y querida jornada de caza...
(Óleos del pintor flamenco del Renacimiento Pieter Bruegel el viejo: Cazadores en la nieve, 1565, y El día oscuro o El día tormentoso, 1565; Fragmento de El día oscuro, donde se aprecia mejor el vuelo esperanzado de la gaviota; Ambas obras de Arte ubicadas en el Museo de Historia del Arte de Viena, Austria.)