18 de diciembre de 2019

La emoción y la razón no dejarán de ser dos cosas unidas por un mismo destino: la vida.



Cuando el pintor francés Jacques Louis David comprendiera que su relación con Francia había terminado luego de que Napoleón cayese bajo el cetro de Luis XVIII, decidió emigrar a Bélgica antes que aceptar la invitación del nuevo rey francés. No podía continuar en París después de haber sido cómplice en la ejecución del rey Luis XVI, del apoyo decidido a la Revolución y luego al seguidor imperio de Bonaparte. Así que se marcharía a Bruselas y allí pintaría los últimos cuadros neoclásicos de su vida. David se había inspirado casi siempre en la mitología grecorromana para sus obras. Para un pintor neoclásico no habría nada mejor;  sin embargo, al final de su vida, suavizaría los colores y perfilaría los contornos con una delicada y sutil delicadeza. Había padecido el pintor una larga vida tumultuosa y cambiante, incluso en algo arrepentida o, cuando menos, decepcionante. Pero, como pintor extraordinario que era, no podía rehuir de su querida teoría neoclásica del Arte, aquella que definía la pintura como el resultado de combinar grandeza, sublime originalidad y excelsa belleza. Para el año 1818 quiso plasmar en un lienzo la escena emotiva de una separación mítica, la de Telémaco y Eucaris. Aunque la Odisea de Homero no hablaba de ninguna relación entre la ninfa Eucaris (sirvienta de Calipso) y el hijo de Ulises, Telémaco, los escritores de los siglos XVII y XVIII compusieron poemas clásicos de la aventura de Telémaco para hallar a su padre, incluyendo algunos amores del afanoso hijo del gran héroe legendario.

El escritor francés Fenelón publicaría su relato Las aventuras de Telémaco en el año 1699, y el escritor español, nacido en Lima, José Bermúdez de la Torre, publicaría en el año 1728 su gran poema clásico Telémaco en la isla de Calipso. El pintor David trató siempre de buscar la inspiración de sus obras en sus propias emociones además de en el relato. Así lo haría con su obra El rapto de las Sabinas en el año 1799, cuando el sentimiento de las luchas fratricidas en Francia, luego de la sangrienta revolución, le llevara a necesitar expresar en un lienzo la salvífica intervención de las sabinas entre las dos huestes romanas enfrentadas. Pero ahora, en su vejez en Bruselas, había algo que le llevaría a componer una escena emotiva que reflejase su sensación más vitalista por entonces. La escena imaginada de Telémaco y Eucaris es la dolida despedida inevitable de dos amantes. La mitología griega ya tenía una despedida así, Venus y  Adonis, pintada magistralmente por Tiziano en el año 1553, o la genial Venus Adonis y Cupido pintada por Annibale Carracci en el año 1590. Pero entonces su representación era más una frivolidad que un deber moral, ya que el Renacimiento no era demasiado moral comparado con el Neoclasicismo posterior, más aún con el clasicismo del obcecado David y su alto sentido del deber, de la rectitud o de la moral republicana. Según la mitología, Adonis se marcha a una cacería a la que había sido llamado por Zeus, una invitación de la que Venus sospecharía, temería que algo le podría suceder a su vulgar amante...  Zeus acabaría con Adonis por la osadía que un simple pastor tuvo de enamorar a una diosa. Pero, con Telémaco, la leyenda y su imaginación poética llevaría al personaje a ser atribuido de un deber moral superior a cualquier cosa, incluso ante el amor que sintiera por Eucaris. La diosa Minerva le había dejado claro a Telémaco que debía continuar su viaje en busca de su padre, Ulises. Así que, ahora, fue el deber frente a la emoción. Ese fue, por tanto, el sentido básico y fundamental del motivo de la obra de David.

Así pintaría su cuadro La despedida de Telémaco y Eucaris, con el emotivo escenario de una cruel despedida romántica, carente ahora de todo romanticismo. Por eso hace fijar la mirada del hijo del héroe homérico hacia el espectador. Lo hace con la complicidad racional de lo clásico frente a lo romántico, y lo hace, además, en pleno momento del Romanticismo más desgarrador. Por eso esta obra refleja, más que ninguna otra, la terrible dicotomía estética entre lo racional y lo emocional de una forma sublime. Es la sempiterna diatriba existencial de los seres humanos: acoplar dos realidades diferentes y enfrentadas en una única realidad existencial. El pintor la sufriría en su propia vida, Francia además en su propia historia, y el Arte no podría ser menos... ante la dificultad de combinar emoción con razón, belleza con mensaje o equilibrio estético con atrevida creatividad. Para su obra el pintor neoclásico no cambiaría mucho su estilo o forma de componer con la grandiosidad de antes. Tal vez, alguna novedad en los colores,  más atenuados ahora, o en el perfilamiento de los contornos, ahora más señalados. Pero ninguna cesión al Romanticismo avasallador. O, tal vez sí. Porque la figura de Eucaris está entregada ahora a  su destino cruel, abrazándose así desolada a Telémaco. ¿Desolada? Porque su gesto no deja de ser el gesto resignado de una mujer fuerte ante la adversidad. ¿Y el gesto de él? Aquí Telémaco está decidido a marcharse porque su deber así se lo exige. Aunque sí deja entrever alguna emoción sentida. Primero, en su mano derecha apoyada en el muslo de Eucaris, y, después, en la inclinada suavidad de su cabeza dirigida hacia ella. Pero, nada más. Sujeta firme la lanza que su mano izquierda dirige hacia arriba, hacia la decisión ineludible e inflexible que su destino vital le obligue frente a cualquier otra sensación o sentido diferente.

¿Era una necesidad existencial que el pintor requería hacer consigo mismo al final de su vida, ante las desavenencias de una conciencia atribulada por los años y la decepción? Porque parece la mirada del personaje la misma del pintor: una mirada dirigida a nosotros, como queriendo justificar una vida entregada a sus pasiones más inevitables, pasiones que no fueron seguramente más que sentidos injustificados por un deber mal entendido. Cuando repasamos las decisiones que hemos tomado en la vida, no podemos más que aceptar que fueron tomadas a pesar de su buen o mal sentido. Hay como una obligación o sensación ajena a nosotros que nos lleva por las intrincadas sendas de una existencia indefinida. Telémaco nunca posaría así en ningún momento de su imaginada vida literaria. El Arte de David, como el de los poetas anteriores, lo utilizaría para justificar una emoción necesitada. Una emoción racional, nada romántica ni sentimental, sino todo lo contrario. Es por esto por lo que el Arte es una maravillosa excusa para comprender la confusa realidad del ser humano. Porque justificaremos casi siempre nuestras debilidades vitales o existenciales por razones sentimentales o emocionales, nunca por las racionales, cuando la realidad es que toda acción motivada, emocional o no, puede conllevar una consecuencia no deseada o no justificada. El pintor David lo sabría y no encontraría un mejor motivo estético que la dulce, sentida, resignada o calmada despedida emotiva de dos amantes.

(Óleo La despedida de Telémaco y Eucaris, 1818, del pintor neoclásico David, Museo Paul Getty, EEUU.)

6 de diciembre de 2019

No estamos salvados..., solo temporalmente confiados.



A finales del siglo XIX, en España surgieron algunos pintores muy bien formados por la Academia de Bellas Artes de San Fernando, entre ellos el catalán Luis García Sampedro (1872-1926). En el año 1892 sería premiado en la Exposición Nacional de Bellas Artes con una obra producida ese año y titulada ¡Siempre incompleta la dicha! Por entonces el realismo en la pintura era todavía la forma de mayor expresión artística, donde el detallismo, la composición equilibrada, el mensaje claro, la ética reconocida y el virtuosismo creativo eran elementos muy considerados. Como gran dibujante, García Sampedro nos abruma aún más en esta impresionante obra llena de emoción, sentido existencial, realismo social y semblanza histórica. Habían pasado las grandes gestas bélicas, pero todavía los conflictos que España mantenía en su desmembrado imperio, hacían de sus soldados expedicionarios una realidad histórica ofuscada por las difíciles condiciones sociales de entonces. En su obra de Arte el pintor consigue expresar el momento más crítico, ese que determina en la dramaturgia el más expresivo instante por su fuerza más trágica. Un soldado español destinado en las colonias -Cuba o Filipinas aún eran en el año 1892 parte de España- regresa a su hogar, después de haber superado la fiereza de la guerra, para hallar fenecida a su esposa ahora tendida en la cama. No hay mejor encuadre para entender una realidad existencial tan inapelable en nuestro mundo: no estaremos salvados nunca, tan solo confiados de que nuestra dicha es ahora, sólo por ahora, una realidad engañosa por la sensación temporal e imprecisa de una vida aparentemente controlable.

Vivimos anestesiados y auto-engañados por la multitud de sensaciones virtuales -hoy en día en exceso- que nos rodean y que nuestra mente provoca además, sosegada, por la frágil realidad material de un mundo profunda y retrasadamente peligroso... Es una huida inconsciente que obtiene un éxito temporal, que requerimos y encontramos siempre, para conseguir así, automáticamente, olvidar por ahora el abismo existencial de nuestro mundo. Es el éxito de nuestra especie y de la evolución científica y tecnológica que ha conseguido. La realidad virtual reforzará aún más ese éxito y, con la vana seguridad de un mundo personal controlado, nuestra mente nos acabará acogiendo en un islote existencial cerrado a las ignotas y tendenciosas fuerzas oscuras de lo inevitable. Es una falsa sensación, como todas las sensaciones, donde la duración de su efecto es tan escasa como efímera la reacción que sucede a su delirio. Por eso el Arte ayudará con obras como estas a reiniciar ese proceso existencial, a volver a resituar la inconsciencia humana en su sentido salvador. Pero la salvación es una falacia, un ardid para poder justificar la existencia y su sentido equivocado. Es tan débil y tan evanescente, tan liviana la realidad, que solo podremos exorcizarla con subjetividades cada vez más sofisticadas o ideadas para transformarla. Pero es un error que atraviesa la existencia, que solo nos aísla en una obcecación personal equivocada y peligrosa. No estamos salvados porque la salvación no es un significado acorde con el mundo en que vivimos. Vivir no es estar a salvo, es sortear con eficacia las olas de un fluir inesperado que la realidad de nuestro mundo hace de él lo que es y no otra cosa. Reconciliarse con este pensamiento nos fortalecerá para confiar en la aceptación existencial de una incertidumbre y no para engañarnos ante la falsa sensación de seguridad de un mundo fatalmente ideado.

Para la escena representada el pintor expone un encuadre cargado de figuras y elementos variados. Con la elección de un habitáculo inclinado consigue el artista dar profundidad y una sensación de vaga seguridad ante la inútil protección de un espacio resguardado. Una pequeña llama brilla al fondo del todo, que apenas ahora ilumina la oscuridad del habitáculo. La luz de la obra está además dividida en su propio origen, parte proviene de una ventana lateral que no vemos, y parte, que no vemos tampoco, nos llega de un pasillo exterior a través de la puerta. Las figuras de los seres humanos retratados configuran el escenario artístico con dos opuestos elementos. Por un lado el soldado arrodillado y su familiar ante la cama, por otro los seres humanos que se agolpan, distanciados, a la entrada. Los separa ahora aquí la figura enhiesta y equidistante de un sacerdote. Esos dos mundos representados son el personal o íntimo y el exterior de cada uno de nosotros. Ambos mundos determinarán una existencia. Pero es, sobre todo, la figura del soldado arrodillado la que nos muestra la expresión más dramática e impactante de esta iconografía. Esta figura es la representación más significativa del mensaje metafísico de la obra. Acaba de regresar el soldado de la guerra salvado, ha conseguido sobrevivir, ha conseguido sortear la realidad de su existencia con la falsa seguridad de una sensación temporal aleatoria... Porque ahora, sin embargo, descubrirá, asolado, aquella falsa sensación en el pequeño espacio inclinado del habitáculo de su vivienda. Una aritmética inapelable resulta ahora de sustraer una mera sensación por otra. Aquella dicha de sobrevivir antes acabará destruida aquí por la sorpresa y la muerte. La misma muerte que dejaría atrás él entre las duras y alejadas escenas sangrientas de una guerra displicente; la misma que superaría él gracias, tal vez, a un saber hacer ante la contienda concreta de una lucha diferente. Pero que, ahora, no superará, ni comprenderá, ni controlará, abatido. Porque ahora aquella salvación anterior no sería ya más que una parte, terriblemente equivocada, de una falsa sensación existencial enajenada, tan errónea, frágil, subjetiva e imaginada, como cruelmente engañosa.

(Óleo ¡Siempre incompleta la dicha!, 1892, del pintor Luis García Sampedro, Museo del Prado, Madrid.)


26 de noviembre de 2019

La inmensidad y la fugacidad determinan el sentido o el sinsentido del mundo.



Cuando el pintor holandés Pieter Claesz, aficionado a las vanitas, decidiera en el año 1628 realizar una obra que expusiese la fugacidad o futilidad de las cosas, incluiría en su iconografía la figura sublime de la escultura helenística El niño de la espina o Spinario. Esta talla griega fue creada en bronce en el siglo I a.C., pero se hicieron luego muchas copias, en siglos posteriores, como la que vemos en esta obra barroca, realizada en mármol para decorar algún palacio romano de la época renacentista.  El pintor la incluye en su obra para representar la inutilidad de las cosas artificiosas producidas por el hombre. ¿Dónde radica el sentido de querer ordenar el mundo con elementos fabricados o creados, con el tamaño además adecuado para no desorbitar o alterar la medida ni la realidad existencial o genuina del hombre?  Tal vez en el miedo a no ser nada, o en la angustia ante la inmensidad incontrolable e inabarcable del universo. Menos de doscientos años después el romántico creador alemán Caspar David Friedrich compuso su óleo Monje en la orilla del mar. Ahora este pintor hace justo lo contrario del holandés: expone la desmedida y desorbitada realidad del universo ante un solo hombre sin poseer nada. En una representación se expresa el sinsentido de la vida que objetiva el final inapelable de todo; en la otra se representa el misterio de lo grande, que no incluye ahora para nada a lo pequeño. Esa es la diferencia: en la obra barroca la vanidad (belleza artificial) del hombre actúa entre las cosas, los objetos y artificios que él observa orgulloso. En la obra romántica la emoción de una visión parecida (belleza natural en este caso) no actúa en ningún caso con el universo merecedor de ese espectáculo. 

De ahí proviene la querencia a la vanidad de las cosas: de no poder asumir personalmente (dominar, controlar, gobernar) la inmensidad poderosa de lo inaprensible. Para ello nos rodearemos de cosas que podamos manejar, disponer o fagocitar a nuestro antojo. En época barroca los vanitas (cuadros representando la fugacidad de la vida) fueron compuestos con profusión frente a otras tendencias artísticas de la historia. Probablemente, fue un tiempo en que los seres humanos comprendieron la fatalidad de aferrarse a una existencia pasajera rodeada de cosas o elementos materiales. Luego, cuando el Romanticismo separase decidido al hombre de su medio, éste buscaría afanoso el sentido existencial en lo más alejado de sí mismo. En su obra romántica Friedrich retrata ante una inmensidad gradiente, desde lo más oscuro a lo más celeste, la figura aislada de un monje solitario. Este personaje representa ahora lo más individual en el mundo, la definición más solitaria de un ser dedicado solo a contemplar y meditar. Y esta soledad está ahora frente a lo inasible, a lo que no puede manejar, clasificar o compartimentar. Sólo puede observar, desde lejos, la imposible definición de la nada más concreta. No hay nada ahí, solo el reflejo, manifestado en suaves colores astrales, que sus ojos transformarán en sentido a su conciencia para ser aprehendido finalmente por su espíritu. En la obra de Pieter Claesz, a cambio, no hay nada de esto, son cosas fabricadas por el ser humano para ser admiradas, utilizadas o repensadas por él, son cosas existentes con las que el ser humano pueda actuar en el mundo. Todas fabricadas, salvo una. La que era muy precisa incorporar en cualquier óleo de vanitas: la calavera y el hueso impenitente. Con ellas el ser observador relativiza ahora el sentido lúdico de lo que observa. Es él mismo el que además está ahí representado entre la sombra. Esto recordaría siempre la fugacidad y la inutilidad de las cosas de la vida. Pero, y, en el otro cuadro, qué lo representará.

En la obra del pintor alemán no hay nada que haga recordar la fatalidad existencial más inapelable. El observador aquí, que son dos, el monje y el que mira el cuadro, solo disponen de una visión inespecífica e ilimitada para resolver el sentido existencial de la vida. No hay nada ahí que materialice nada. No hay materia, por tanto no hay nada que ver. ¿Qué es eso, entonces, ondas electromagnéticas universales, vapores de agua condensados? No, exactamente. Esta es la complejidad de una representación que no es más que una inmensidad limitada por unos colores expresados por el hombre. Sin embargo, eran colores también los que representaban las cosas materiales en la obra barroca. ¿Entonces, en qué difieren las cosas representadas de ambas obras? En que una es dominada por el hombre que las compone, que las adjunta unas a otras, que las separa o que las une y las coloca así para ser creadas... En el otro caso es solo observada por él, no compuesta por él. No hay más que una visión sobrevenida ante una escena determinada sólo por un momento y un lugar específicos. Ambos, tiempo y espacio, son cosas naturales, universales, y solo ahora retratadas aquí por el hombre. No puede el hombre actuar con ellas, ni entenderlas, ni usarlas, ni siquiera pensar que, por ellas, pueda dejar de existir o de que su existencia tenga un sentido diferente, trascendente incluso. No. Ahora no, ahora no puede hacer más que observar lo que mira. Lo que sí puede hacer, a cambio, es transformar una observación en un sentimiento íntimo... Y sentir una emoción especial al comparar su limitada existencia fugaz con la desmesurada, inasumible e infinita realidad de un universo impresionante.

(Óleo Monje en la orilla del mar, 1810, del pintor romántico Caspar David Friedrich, Antigua Galería Nacional, Berlín.; Cuadro barroco Naturaleza muerta vanitas con el Spinario, 1628, Pieter Claesz, Rijksmuseum, Holanda.)

16 de noviembre de 2019

Las dos caras de la vida representadas en una virtual forma de belleza y Arte.



El Arte tiene la virtualidad de expresar la verdad sin ruborizarse ni amedrentarse. De reflejar la vida describiéndola desde la profunda oscuridad de una belleza aparente, como desde la implícita luminosidad de una belleza real. El Arte a veces no es más que la imagen proyectada en un plano para mostrar su grandeza o para todo lo contrario... Cuando el pintor Cornelis van Haarlem quiso, con su habilidad manierista, componer un lienzo donde expresar sus virtudes estéticas con el escorzo o el desnudo, pensaría que un enfrentamiento criminal como la matanza de los inocentes sería un buen tema para su obra. ¿Calculó entonces también que era una oportunidad para reflejar la crudeza y la barbarie que el ser humano es capaz de tener? Posiblemente, no. Lo único que consiguió el Arte, no el pintor exactamente, fue aprovechar esa ambición estética para plasmar una terrible condición humana inevitable: la versátil capacidad del ser humano para la violencia, la crueldad o la impasibilidad ante sus semejantes. Por siglos que pasen esa condición sigue estando en el ser humano y, lo que es peor, camino de ser aceptada o justificada, aunque no sea en forma tan extrema o definitiva. La diferencia con el Arte de Cornelis es que el pintor holandés sabría que, además de hacer una obra donde mostrar sus habilidades pictóricas, la maldad que su creación aprovechaba reflejar estaba bien definida moralmente: los motivos de los personajes violentos no se justificaban jamás, formaban parte de la caterva cultural de siglos de una ética consolidada. ¿Estamos ahora, a cambio, ante una deriva en la justificación de la violencia? ¿En qué parte es justificada? No puede ser. La violencia no puede ser justificada. 

Por eso el Arte viene a enfrentarnos con la imagen de la crueldad para decirnos ahora: no está la armonía estética ahí más que para conducirnos más rápidamente en nuestra conciencia a la desafección que debemos sentir ante su terrible mensaje. Y son seres humanos mismos, por eso el pintor los compone desnudos, para que no haya duda, son humanos como nosotros, podemos ser nosotros mismos. La matanza de los inocentes es además la mejor elección estética para una representación de la violencia humana. Cuando la violencia es multitudinaria, no individual, es más grave. Hay una connivencia psicológica que atenúa el sentimiento del individuo cuando éste comparte con otros muchos su desinhibición moral. De hecho los personajes violentos multitudinarios dejan de ser asesinos para transformarse en asaltadores justificados. Tienen una consigna y están motivados ahora por un designio mayor que ellos mismos. Esta característica grupal y dirigida les hace indemnes a tener algún atisbo de querer enfrentarse a su conciencia. Es casi como el pintor... ¿Tuvo éste algún prurito de rechazo al ensalzar con Arte esta obra tan terrible? No lo tuvo. Pero, sin embargo, el Arte vino a salvarle. Como a nosotros.

Dieciocho años después, el pintor barroco Hendrick Avercamp compuso su obra Paisaje invernal. Ante otra manifestación multitudinaria humana este otro pintor holandés plasmaría, sin embargo, una obra de belleza sosegada, alegre, divertida, sentida con armonía no solo física, sino espiritual, en la interactuación de unos seres humanos frente a otros. En la obra barroca, a diferencia de la manierista, la placidez y concordia natural abundan en todo el cuadro, desde los humanos hasta los pájaros, desde el cielo abrumador hasta el hielo tenebroso. Todo fue pintado con la armonía que una aglomeración humana pudiera expresar, a pesar del entorno invernal o del inevitable sentido, oculto aquí, que la naturaleza humana violenta tuviera también entre sus miembros. Pero el pintor no lo ve, ni lo siente, y, por tanto, no lo reflejaría en su obra. Luego de conocer su biografía, descubro que el pintor fue sordomudo... Tal vez, por eso no pudo percibir en sus semejantes aquella violencia soterrada o manifiesta que Cornelis sí mostrara en su obra. O no. Porque, observando bien, en el ángulo inferior izquierdo vemos el cadáver de un caballo que está ahora siendo devorado por un perro y un ave de presa. ¿Es que el pintor no supo exponer mejor la virtualidad de una crudeza latente, o es que quiso representarla aunque fuese marginal para, como barroco que era, no desafinar con el sentido realista de un mundo violento? El Arte de nuevo. El Arte que nos recuerda que la vida es cruel por naturaleza. Pero que no por esto el ser humano debería justificar aquel prurito violento, ese que, veinte años antes, compusiera otro pintor tan seguro de hacerlo bien como para llegar a justificar el sentido indiferente del Arte, el del mundo y el de los seres humanos.

(Obra Paisaje invernal, 1608, del pintor barroco Hendrick Avercamp; Óleo de Cornelis Cornelisz van Haarlem, La matanza de los inocentes, 1590, ambas obras en el Rijksmuseum de Holanda.)

9 de noviembre de 2019

El Arte es la expresión armoniosa de un sentimiento, no el sentimiento ni su interpretación racional.



Para entender lo que es el Arte, qué mejor muestra que estas obras maestras donde reflexionar sobre la implicación de lo representado (valor explícito) frente al sentido de lo estético por antonomasia (valor implícito). No es el Arte un mural historiográfico para ver lo que se muestra desde un título explicativo sino el lienzo equilibrado y armonioso para sentir la combinación sutil de belleza expresiva y mensaje sublimado. La leyenda o la historia siempre motivan una parcial visión ideológica desde la hábil trama de un avezado autor. Pero la poesía y el Arte pictórico lo utilizarán para, sin finalidad alguna material ni ideológica, elaborar la imparcial creación que consiga expresar emoción, armonía y sentido estético. Sin estas premisas sobre el Arte es imposible comprender para qué existe o cuál es su sentido. Porque la manipulación llevará a distorsionar o desestimar una verdad que encierra el Arte: la representación de una belleza donde lo que se ve no es exactamente lo que se mira. 

Los grandes pintores de la historia han tratado de expresar la armonía y el sentido estético desde los fenómenos grandiosos de la cultura en la que sus cimientos basaron la civilización en que vivían. Cuando Jacques Louis David quiso componer en un lienzo el sentimiento que más le embargara después de ser apresado por los conflictos de la Revolución, llegaría su emoción a sublimarse tanto como para crear La intervención de las Sabinas en el año 1799. ¿Hemos de ver ahora en su obra la desnudez como un alarde estético innecesario? ¿Hemos de ver en la utilización de un bebé alzado la afrenta insensible a una infancia desamparada? ¿Hemos de ver la representación de un enfrentamiento legendario como el agravio misógino de una cultura machista? ¿Hemos de criticar esta osadía artística como la celebración inveterada de una violencia remarcada? En absoluto. No es eso el Arte. El pintor francés quiso expresar la incongruencia del enfrentamiento entre dos pueblos que estaban unidos por su sangre (las mujeres sabinas habían tenido hijos con los romanos y no distinguían sus antiguos parientes de los nuevos). Y David lo hace con su maravilloso Arte clásico donde el equilibrio, la belleza, los planos distintos, la perspectiva y los ángulos de los perfiles humanos de sus cuerpos, retratan ahora cabales la grandeza de una estética sublime, eterna y agradable.

La formación estética es fundamental para discernir la diferencia en las cosas, por eso el Arte precisa educación cultural y sentido ético y estético para no confundir propaganda con belleza o representación con panfletos de mera ideología interesada. Cuando el pintor barroco Poussin quiso expresar la belleza de su Arte clásico, encontró en la leyenda del rapto de las Sabinas una posibilidad de combinar armonía geométrica con los colores más vivos que su paleta pudiera llevar a un maravilloso efecto. Y lo consiguió gracias a su virtualidad artística sin igual. No es posible la vinculación realista o el sentido documentalista en estas representaciones artísticas. Porque entonces ya no es Arte es otra cosa. Si las emociones que el creador consigue plasmar llegan a unos ojos que admiran la belleza y subliman el mensaje estético, la obra obtiene su sentido más armonioso. Y el mensaje estético, que encierra además un mensaje ético, nos lleva a comprender el inhumano e irracional sentido de obtener por la fuerza lo que se puede conseguir por la belleza. Pero esto no critica nada, ni elogia nada, ni favorece nada. Solo educa en Arte, en sentido y en belleza.

(Cuadro del pintor barroco Nicolas Poussin, El rapto de las Sabinas, 1637, Museo Metropolitan, Nueva York; Óleo neoclásico del pintor David, La intervención de las Sabinas, 1799, Museo del Louvre.)

24 de octubre de 2019

La metáfora existencial más desesperadamente sabia del Barroco.



El mito de Sísifo es de una genialidad filosófica extraordinaria. Cuando Zeus condena a Sísifo lo hace por haberle traicionado al desvelar la autoría del dios en algún rapto. En el Hades, Sísifo es llevado a la ladera de una montaña para tomar una pesada piedra y llevarla hasta su cima. Y luego regresar abajo tras de ella para volver a cargar su peso, una y otra vez, eternamente, sin consuelo... Fue representado este mito en el Arte renacentista de Tiziano en una obra de armonía y belleza clásicas. Pero, tiempo después el Barroco lo compuso sin elogios estéticos deslumbrantes, sin belleza ni equilibrios que compensaran la detestable o infame senda desesperada de una absurda condena para siempre. La obra Sísifo del museo del Prado no certifica del todo la autoría, ya que el cuadro no está firmado y solo se puede intuir entre la escuela de los seguidores de Ribera o la paleta sorprendente del napolitano Luca Giordano. Lo seguro es que fue el estilo barroco naturalista característico de este creativo periodo artístico. Porque la figura de Sísifo abraza la piedra como si abrazara, con ella, la vida imposible...  No la carga del todo aún, como hace el Renacimiento; no sube la ladera aún, como lo pintó Tiziano. Ahora está Sísifo en ese momento y lugar donde debe volver a recomenzar su delirio, el que los dioses han dispuesto para que cumpla con su sino. El pintor compone una escena desgarradora por su absoluta exageración artística. ¿Cómo es posible cargar esa enorme piedra, que ni siquiera vemos completa en la obra? Es un horror observar el esfuerzo que el personaje está dispuesto a tener para cumplir con su condena eterna. La mirada de Sísifo no nos dice muy bien qué siente al volver a cargar la piedra: ¿desesperación?, ¿obsesión maquinal?, ¿satisfacción inconsciente al acostumbrarse a una tarea que ya domina?

La obra Sísifo del Barroco es, sin embargo, la mejor de todas las obras de este mito para pensar o meditar sobre él, no tanto para admirar o para satisfacer alguna estética belleza grandiosa... o compungida. El Barroco nos ofrece siempre esa perfidia existencial que la vida encierra tras las sosegadas experiencias de una felicidad aparente. Cuando vemos esta obra sentimos una compasión absolutamente necesaria por el personaje. Es un hombre sin más que sus manos, sus brazos y sus piernas para cumplir con un destino cruel e inapelable. ¿Sin nada más que todo eso? No, porque es un ser humano, no un animal o una cosa, y, por tanto, su inteligencia o mente le condiciona además el sentido de toda esa vil y terrible condena. Porque el ser inteligente que tiene que hacer esa tarea repetitiva -la peor de las condenas- puede además pensar en lo que hace, en lo que está haciendo, en lo que ha hecho y en lo que hará... Esta particularidad humana con el tiempo es lo que el pintor consigue expresar con el semblante y la mirada tan huidiza de un hombre resignado. No puede más que sentir un dolor multiplicado por la sensación psicológica de que no tiene más descanso que el pequeño lapsus entre bajar la cima y volver a retomar de nuevo su tormento. Ahí, entre uno y otro momento, Sísifo se evade apenas el tiempo suficiente como para calmar la inercia inevitable de su  pavoroso dolor. 

La obra nos abruma y desespera del mismo modo que él padece el momento donde le falta poco para retomar su piedra. Lo vemos desde lejos y desde lejos imaginamos su dura condena. Pero no podremos llegar a comprender el mito sin entender antes la fuerza absurda de un quehacer tan inevitable. Ahí, en la inevitabilidad, está la terrible plasmación de este sufrimiento. Podremos cargar pesados tormentos, podremos repetirlos y sufrirlos, pero, sin embargo, en nosotros siempre hay un final. En Sísifo no, y este hecho es lo que hace a la terrible condena del personaje mitológico una absoluta y completa irrealidad absurda. Como lo es la enorme piedra imposible de cargar ahora. Como la incongruente inevitabilidad de algunas cosas del mundo. La vida, como todo hecho terrenal, tiene un final siempre y los seres humanos sabemos eso como para calmar cualquier condena insufrible. Esa misma condena que la vida, los azares, los dioses caprichosos, puedan establecer a veces sobre las frágiles o efímeras fuerzas de nuestras manos.

(Óleo Sísifo, siglo XVII, de la Escuela de Ribera o de Luca Giordano, Museo del Prado.)

18 de octubre de 2019

La metafísica más elemental expresada artísticamente gracias al Impresionismo.



De todas las formas de poder entender el misterioso sentido del mundo, el Arte es una de las que siempre deviene poderosa. El ser humano es el ser por excelencia de todas las criaturas del universo porque su sentido de existir es del todo diferente. Ello llevaría a los antiguos griegos a considerar la existencia humana como la representación más extraordinaria de un ente especial. De un ser que justificaba la trascendencia de su sentido gracias a una evolución diseñada a la vez que a un autoconocimiento intuido. ¿Qué otra cosa con vida se observaba a sí mismo, a los demás y cambiaba a la vez como consecuencia de su experiencia? El Arte comprendería eso pronto y los artistas clásicos alzaron sus estatuas y grabados con el entusiasmo de representar la esencia más digna de ser eternizada con belleza. Pero sus modelos entonces fueron héroes o grandes figuras excelsas que expresaban la mejor talla o la mejor postura o la mejor forma para ser representadas. Luego las creencias religiosas modelaron las formas sagradas o los momentos gloriosos donde lo visible para ellas fuese lo único que pudiese y mereciese ser expresado con belleza. Tuvo que llegar mucho tiempo después el Impresionismo más humano, el Posimpresionismo, para que el ser humano fuese representado con la simpleza, banalidad o vulgaridad más extraordinaria que jamás se hubiese realizado antes. Y así lo haría Van Gogh cuando se inspirase en un pintor realista, Millet, para componer su obra La Siesta (después de Millet) en el año 1889. 

¿Qué mayor sentido existencial que esta imagen para describir una metafísica del ser humano? ¿Para qué vivimos? ¿Qué esperar a descubrir más allá de una existencia banal, sosegada, satisfecha y sin pretensiones? En su obra Van Gogh retrata una pareja descansando justo en el momento en que el día separa la mitad de su jornada. Es tan simple, tan mínimo lo que expone el artista en su obra que nadie pudiera pensar que ahí, sin embargo, está representado ahora todo el sentido metafísico de una existencia. No hay más que ver eso para poder entender el mundo, por lo tanto, no hará falta más que eso para poder vivir sin menoscabo. El gran pintor holandés lo sabría y tal vez por eso no pudo conciliar ese conocimiento con la realidad perniciosa de su vida. Cuánta felicidad sentiría el pintor al descubrir la grandiosa representación que expresaba a medida que componía esa escena tan sosegada. Un hombre y una mujer descansan ahora juntos sin más compañía que un cielo azul y una tierra amarilla. Ni sangran ni deleitan las formas que el pintor compone desde la más profunda emoción de un sentido trascendente. Es trascendente porque son seres humanos y no solo seres animados, como los que al fondo se ven pastar sobre una sombra. El ser por excelencia que sabe lo que es y lo que conoce, que comprende lo que hace y lo que ha hecho. Ese mismo ser está ahora dormido sin socavar las serenas motivaciones de una existencia. Toda una metafísica... ¿Hay alguna forma mejor de componer sabiduría motivadora que la expresión acompasada de dos seres juntos (que quieren estar juntos además) bajo un cielo diurno que mantiene con ellos la misma sensación de belleza?

Bajo la sagrada escena impresionista el pintor extiende su sentido existencial buscando el equilibrio estético más simple. Ahora son pares las formas más representadas en la obra. Dos son los humanos, dos son las herramientas, dos el calzado, dos los animales y dos las costillas del carro...  Dos también el contraste, ese contraste de luz y sombra que genialmente Van Gogh compone en su obra. ¿Hay mejor dialéctica para entender una metafísica existencial tan simple como poderosa? Porque es dualidad lo que el pintor expresa sutilmente en su escena de siesta. No hay bajo el cielo más que dos cosas para entender la vida y su esencia. O se está o no; o se duerme o no; o se ama o no; o se trabaja o no... Para que exista algo debe su contrario existir, o su complementario, depende. En la vida todo se limitará a esta sencilla forma de entender las cosas. Pero el pintor trata de buscar una metafísica completa con una escena tan simple. ¿Cómo hacerlo sin dejar de ser simple? ¿Dónde radica aquí la unidad universal de lo originario? Porque para que esa metafísica tenga algún sentido trascendente deberá expresarse algo distinto a lo conocido. El pintor debe hacerlo con sutileza y fuerza compositiva pero sin desmejorar el conjunto impresionista. ¿Dónde radicará en la obra la expresión de esa unidad trascendente tan metafísica? En el cielo...  En ese pequeño pero poderoso cielo azul tan aguerrido. Solitario. Único. Misterioso. Tanto como puedan serlo los rasgos tan poco realistas que un firmamento tan azul tenga ahora, sin embargo, para poder expresar con él un mediodía tan luminoso...

(Óleo La Siesta (después de Millet), 1889, del pintor Vincent Van Gogh, Museo de Orsay, París.)

1 de octubre de 2019

La modernidad impresionista transformaría el naturalismo barroco sutilmente.



A Manet lo que le habría encantado es haber vivido en la época de Velázquez y pintar escenas de un mundo marginal. Consiguió eso, sin embargo, en los albores de un Impresionismo que buscaba fugacidad en paisajes o en escenas costumbristas. Aún no se había presentado esta tendencia innovadora cuando Manet compuso su obra El viejo músico. Fue un Arte sorprendente el que consiguió Manet con su lienzo. ¿Realista?, ¿impresionista?, ¿costumbrista...?  Sorprendente. Porque no hay en él ni unidad ni una composición coherente. Son personajes deslavazados, independientes, extrañamente relacionados entre ellos para interactuar en una misma escena emotiva. Lo que el pintor deseó fue hacer despertar las conciencias ante esa extraña mezcolanza compositiva, ya que ante la pobreza o la miseria no había motivo aún para obtener ninguna atención artística por entonces. Son seres desharrapados y marginados los que, ante la música de un viejo artista, se encuentran ahora vaticinados en aparecer solemnes entre la vaga composición de un frío escenario. La calidad plástica de la obra es magistral: no se puede alcanzar mayor virtuosismo artístico con unos colores, unas formas o unos contrastes. Está todo perfecta, barroca y genialmente pintado. Pero, sin embargo, no están relacionados los personajes ni hay una narrativa conjunta que exprese alguna realidad. Pero es esto precisamente lo que hace a la obra una creación sublime. Manet fue un pintor que enlazó siempre tradición con modernidad, y la modernidad no era por entonces ir contra la tradición sino sublimarla. 

Fue la primera ocasión que el Arte tuvo para que los que observaran la obra se preguntaran, ¿qué es eso?, ¿qué nos quiere transmitir, aparte de alguna belleza? Porque la belleza de las cosas representadas está ahí, sin embargo. Si aislamos cada uno de los personajes podríamos hacer pequeñas obras maestras con ellos... Pero, ¿y juntos?, ¿qué conseguimos hacer sino sorprendernos? Hay como una apatía en ellos, que aparecen ahí solícitos por escuchar o ser escuchado. Están por algo más, probablemente: no tienen otro sitio a donde ir...  Y esta particularidad, solo insinuada, es una lección magistral del pintor sobre la terrible realidad social de aquellos años. Todos los personajes están definidos en el papel contingente de un momento sin grandeza. Todos, salvo uno. El viejo músico es el único que mira fijamente al espectador, al pintor y a nosotros. Él es el que nos comunica, con gesto amable, que hay algo que no puede transmitir ni con la música. Por eso se detiene, se gira y nos mira cómplice para compartir esta sorpresa. Para ese momento histórico la modernidad artística era eso: componer algo sin demasiado o ningún sentido. El Realismo estaba entonces en su esplendor, eran escenas crudas, o no, que expresaban las cosas como eran en la realidad social y física. Manet admiraba la pintura naturalista del barroco español, esas obras que aunaban belleza, fugacidad y cierto extravío artístico. Perplejidad, más bien, podría ser la palabra para describir mejor esas geniales escenas barrocas que chocaban entonces -siglo XVII- por su belleza, su sorpresa y su narración social. Porque los personajes de Velázquez, por ejemplo, no criticaban nada ni denunciaban nada, solo sorprendían al estar retratados tan lejos y tan cerca de la Belleza...

Aquí sucede lo mismo con Manet y su obra. Ya no se podía ir más allá para alcanzar la belleza (el perfilamiento y la calidad técnica de Manet fueron muy elogiables) y tampoco se podía ir más allá para, con belleza, alcanzar a denunciar la miseria. Manet no desea abandonar la Belleza ni su sutileza heroica para conseguir llegar a las conciencias. Tal como hicieron los pintores barrocos españoles, aunque entonces no existiera aún la conciencia... Pero ahora, a mediados del siglo XIX, el mundo comenzaba a tener conciencia, y por eso Manet quiebra la composición en aras de llegar a provocar una reacción en la gente. No hay relación entre los personajes porque el pintor desea expresar eso mismo, la realidad de una sociedad insolidaria, insensible, deslavazada y perversa. Por ejemplo expresando que nada puede hacer que la realidad social cambie, ni siquiera con la música. Ni siquiera con la belleza. La soledad de los personajes está resaltada además por sus posiciones aisladas, inconexas, desorientadas.  En la composición artística no hay sentido ni grandeza. Sólo la ternura artificiosa de uno de los niños representa, tal vez, la esperanza en un mundo diferente. Todos excepto el viejo músico tienen la mirada perdida, abstraída, inexistente en una expresión débil o diluida. Porque no hay fluidez, pero tampoco hay desgarro, no hay compulsión, no hay desahogo, no hay suspiro, ni siquiera vergüenza. Sólo una vaga mera sensación entre los rostros por escuchar, solícitos, la alejada, silenciosa y nunca acabada melodía... 

(Óleo El viejo músico, 1862, del pintor francés Manet, Galería Nacional de Arte, Washington D.C.)

16 de septiembre de 2019

Un Rococó hispano desconocido por la ingratitud de los acontecimientos.



Hubo un periodo histórico en España que favorecería, por su bonanza política, social y cultural, el sentido estético más elogioso del Rococó. Y hubo un pintor español desconocido que brilló efímeramente, al igual que ese mismo periodo, en aquel estilo desenfadado, colorido, armónico y festivo del siglo XVIII. José Camarón Bonanat (1731-1803) alcanzó la brumosa gloria efímera de los pintores de talento que, sin embargo, no forzaron sus virtudes estéticas para ir más allá de una corrección artística en el desagradecido mundo del Arte. Cuando el rey Carlos III consiguiera la mayor placidez histórica en su reino, la serena, pacífica e ingenua década de los ochenta (1780-1788) habría traído a España, por ejemplo, la paz con el poder otomano, con Gran Bretaña y con Orán, la creación del Banco Nacional de San Carlos y la declaración del ennoblecimiento del trabajo frente a antiguas tradiciones hidalgas. Y en ese mundo tranquilo, próspero y refinado el estilo rococó de Camarón Bonanat fue desapercibido por las incongruencias estilísticas de Europa. En Arte el oportunismo temporal es providencial y, a finales del siglo XVIII, el Rococó no fue una inversión cultural que prosperase frente a lo moderno que representó el Romanticismo. ¿Cómo desarrollar entonces un modo de pintar que ya no tendría demasiado sentido? Pero, sin embargo, el Rococó hispano de José Camarón fue algo extraordinario. Prueba de ello son estas dos obras. Compuestas en  el año 1785, las dos glosan el carácter festivo de un escenario natural, galante y sofisticado. ¿Era muestra de un momento social que podía prosperar en una sociedad por entonces tan atrasada? Lo era. Fue eso, la muestra, el modelo, la ocasión, algo que duraría tan poco como el tiempo que medió al fallecimiento del rey Carlos (1788), a los conflictos con la Francia republicana (1793) y a las alianzas bélicas nefastas con el Directorio francés (1796).

Pero durante el año 1785 todavía se creía que el mundo era un lugar maravilloso, donde prosperar, bailar o gozar al amparo de una sociedad que, aunque tímidamente, confiaba en su destino. El pintor valenciano se inspiró y compuso dos obras con un acabado y un colorido extraordinarios. Parejas en un parque y Una romería forman un conjunto artístico rococó no visto antes en España. Fue el pintor francés Watteau quien, mucho antes, había expresado con su Arte novedoso (inicios del siglo XVIII) maravillosas creaciones galantes en bellos paisajes naturales. Pero entonces era su momento y Watteau pasó a la historia del Arte encumbrado por la belleza y sutileza de su Rococó magistral. Camarón lo haría mucho más tarde y solo alcanzó a refinar una tendencia que en España no consiguió mucha preeminencia. Tal vez por el triunfo de un Neoclasicismo más acorde con la grandeza y la sobriedad hispanas. Sin embargo Camarón, a pesar de su desubicada y laxa intención estética, consiguió realizar creaciones merecedoras de ser consideradas obras maestras de un tipo de Rococó hispano muy fugaz. Una romería es una bella imagen con una composición original y un colorido muy elaborado. El baile de la pareja principal consigue equilibrar el conjunto con una sutilidad y armonía extraordinarias. Es como una aparición teatral al más refinado estilo dieciochesco. Apenas son mirados por los demás personajes, ejemplo premonitorio de lo que el Rococó hispano, y especialmente el suyo, haría de la pintura de Camarón una momentánea brisa deslucida. 

En su obra Parejas en un parque el pintor español compone una escena contemporánea y mitológica. Aquí la cultura, la leyenda, el mito y la elegancia de la época articulan una escenografía parecida a  la anterior obra. Bajo una estatua clásica de Venus y Cupido unos personajes manifiestan sus alegres, galantes o melancólicas vivencias. No hay diferencias sociales en la obra, se muestran damas o señoras de alta clase con majos o majas (clase más baja) donde aparecen juntos en un mismo escenario vital. Al igual que la pintura veneciana de aquel siglo, las referencias eróticas las sublima el pintor con la escultura desnuda de la diosa romana. Lo original de esta obra asombra con alardes decorativos o con la composición de una dama sentada que gira su torso elegantemente, y sus piernas cruzadas y su pie derecho destacarán además en la escena galante. Las tonalidades, la fuerza de sus colores, hacen brillar elogiosos los dos lienzos bajo las sutilezas cromáticas de azules, ocres, verdes o rosas... ¿Hay un Rococó mejor conseguido en España? No lo creo, pero, como toda creación malograda por la crueldad del tiempo, de la agonía social o de la falta de seguidores y escuela, pasaría a la historia sin reconocimiento alguno, sin ninguna grandeza y sin arraigar una forma o moda consolidada en España. El pintor acabaría su vida apenas empezar el siglo que deslumbraría su obra. Para ese momento, incluso antes, la fuerza romántica y revolucionaria de Goya arrasaría cualquier otra intención artística. Las obras de Camarón, guarecidas en colecciones privadas durante dos siglos, pasarían el fulgor de la admiración artística sin un mínimo reconocimiento. Pero ahora, sin embargo, sí podemos hacerlo gracias al Museo del Prado, a la tecnología y a su difusión extraordinaria. Sea este un pequeño homenaje a aquel alarde malogrado y a su extraordinaria belleza estética... tan diluida.

(Óleos Una romería y Parejas en un parque, ambas obras del año 1785, del pintor rococó José Camarón Bonanat, Museo del Prado, Madrid.)

6 de septiembre de 2019

El Arte para serlo o es emoción desgarrada y abierta o es otra cosa diferente.



Para admirar una pintura solo bastará un observador sensible y motivado. Pero, para que la iconografía de una obra de Arte nos cause una gran impresión en nuestro ánimo, llevado ahora por la fuerza de algo apenas representado, pero sublime, es necesario que eso que no existe aún manifestado nos haga preguntar, subyugado: ¿qué sucederá...? Toda representación o es una contingencia banal de una escena definida y terminada o es la sobrevenida sensación abierta de un incierto momento apenas anticipado. Ambas son susceptibles de ser representadas en una imagen bajo la estética fijada de un momento resaltable. Pero un momento sin avance contenido en una representación terminada solo es una escena estéticamente limitada por la falta de una emoción subyacente especialmente sobrecogida. Porque no está intuida en la imagen ninguna sensación subsiguiente, una que suponga una escena necesaria luego, que se transforme después en otra cosa diferente a lo que ahora vemos apenas satisfechos. Que pueda convertirse en algo necesario y suficiente para comprender un sentido oculto, insinuado apenas antes en la abierta imagen de algo meramente transmisible.

El Arte o es emoción sobrecogida o es un apaño de imagen sin ninguna sensación que la proyecte. El Arte necesita proyección, avanzar así en la imaginación de un observador que, ahora, mira subyugado con la sensación de ver solo una parte temporal de algo aún sin desarrollar. Y eso sin desarrollar aún es lo que nos hace valorar la imagen, sin embargo, estéticamente antes no argumentada. Cuando el pintor Alexandre Cabanel quiso expresar la fuerza de la pasión más inevitable, compuso una escena mitológica tan arrebatadora como confusa. Pero, para hacer de la obra una pintura sublime que llevase el apelativo de Arte, entendió el creador francés que la sublimidad solo era posible si la escena artística representaba un momento de avance y no la expresión finalizada de una admiración sin tránsito, sin sorpresa, sin un sentido ulterior tan necesario al observador. Es el suspense del Arte, algo muy valorado en la estética de todas las tendencias artísticas. Es lo que marcará una diferencia estética, porque no toda pintura es Arte, aunque todo Arte pueda llegar a ser, finalmente, una gran pintura. Para comprender esta valoración subjetiva del Arte se puede comparar la obra de Cabanel con otra representación mitológica parecida. Pero apenas parecida. El pintor Joseph-Désiré Court se inspiró en la admiración clásica que un sátiro tuviese de la bella  visión de una ninfa acuática en su aseo personal. La inspiración mitológica de ambos pintores franceses es la misma, pero Court no traspasaría la escena más allá de una afable visión terminada por haberse cumplido ya el efecto: contemplar la belleza de una ninfa que aparece satisfecha, tanto la propia visión artística, como la de la propia ninfa como la de la belleza.

En Cabanel es todo diferente. El fauno o sátiro está abrazando, en una escena sin final, el cuerpo arrebatado de una ninfa imbuida de un emotivo tránsito muy efusivo y poderoso. No es algo terminado ese tránsito estético, no es una escena agotada en sí misma sino que traspasa el umbral artístico en un momento ahora sublimado por el Arte. Del mismo modo, podemos argumentar lo mismo ante la imagen de un paisaje artístico. El pintor Constant Troyon crea en el año 1849 una escena de paisaje extraordinaria por plasmar dos momentos en uno. Ante un paisaje sosegado, incluso espiritualmente acogedor por sus trazas de belleza y calma, muestra al fondo de la obra la tormenta más lejana y, a la vez, más inminente y desgarrada que con belleza pudiera representarse. Pero, sin embargo, esa tormenta aún no lo saben, ni la ven, los mismos protagonistas de la obra. Ningún personaje representado es consciente de ese momento estético tan sublimado. Tan solo el espectador de la obra la ve, el mismo que ahora admira, sin distancia ni grandes hazañas estéticas, la grandeza subyacente y emotiva de una iconografía tan sublime, bella y eterna. Porque es eternidad lo que estas creaciones inacabadas (no en lo estético sino en lo formal) llevarán asociadas a la realidad artística de una obra tan abierta. No sucede lo mismo con el maravilloso y bello, pero no sublime, lienzo impresionista del pintor español Aureliano Beruete. Su obra El Puente de Alcántara es una bella imagen paralizada de una estética sin recorrido, sin avance, una realización estética que, ahora, no nos producirá esa sensación transitiva tan sublime, como sí nos sucederá con la obra de Troyon

Es por eso que el Arte, para serlo verdaderamente, o genera una emoción transitiva o genera una belleza cerrada. En el primer caso el sentido sublime alcanzará la mayor expresión y fuerza que pueda tener una imagen en la interpretación sensible de un observador sobrecogido. En el otro solo la belleza fijada en el lienzo puede, si acaso, alcanzar a desvelar una admiración estética cerrada, como es la que siente, por ejemplo, el sátiro de Court ante la aparición de la hermosa e ingenua ninfa mitológica. En la vida sucederá lo mismo, nada apasiona menos que la rápida comprensión de un momento agotado en su secuencia. Necesitamos agenciar resquicios por donde poder hilvanar un hilo que mantenga, perenne, la admiración que nuestro espíritu inquieto requiera para vivir extasiado un minuto más, sin miserias temporales que agoten la límpida memoria definida. Y en esa creación personal que consigamos idear habrá mucho del propio Arte sublime de algunas obras estéticas. Todo debería estar siempre abierto y transitable en nuestra mente inquieta, aunque no exista más que una mera realidad inacabada e inútil, pero, sin embargo, muy poderosa, latente y emotiva dentro de nosotros. Los genios del Arte lo hicieron con la grandeza sublime de poder plasmar dos momentos en uno. Qué menos que ahora nuestra alma desasosegada pueda también combinar esa misma sensación en esos instantes de pavoroso desasosiego, en esos momentos tenebrosos, o cerrados, que cualquier ser humano pueda llegar a disponer en su existencia intermitente, nada sorprendente, apenas inquieta, agotada en sí misma, o, a veces, demasiado transparente. 

(Óleo del pintor Academicista francés Alexandre Cabanel, Ninfa y Fauno, 1860, Museo de Orsay, París; Cuadro Ninfa y Sátiro en el baño, 1824, del pintor Joseph-Désiré Court, Museo de Bellas Artes de Alenzón, Francia; Óleo La tormenta se acerca, 1849, del pintor francés Constant Troyon, National Gallery de Arte, EEUU; Obra impresionista del pintor español Aureliano Beruete, El puente de Alcántara, 1906, Hispanic Society, Nueva York.)

4 de septiembre de 2019

La semejanza de una inspiración solo tuvo su mismo momento artístico en los inicios del Barroco.



Fueron dos personalidades distintas, fueron dos creadores muy diferentes solo acompasados por el momento de la creación y de una raíz artística extraordinaria: la escuela de Venecia. En un caso, Doménico Tintoretto (1560-1635), por la fuerza poderosa de la formación veneciana de su propio padre, el gran Tintoretto; en el otro, El Greco (1541-1614), por la influencia veneciana que tuviera en sus inicios pictóricos en Italia. Pero, nada más. Uno es un pintor grandioso, original y absolutamente innovador y anticipado. El otro tan sólo un desconocido pintor veneciano a la sombra de un genio como su padre. Pero, en una ocasión, ambos pintores tuvieron una parecida inspiración contemporánea. Doménico (curiosamente el mismo nombre que El Greco) pintaría su Magdalena penitente en el año 1600 o 1602. El Greco compuso su San Jerónimo al final de su vida, en el año 1614. Un período artístico fascinante por el choque de dos enormes bloques telúricos del Arte: el Renacimiento y el Barroco. De la violencia de ese choque surgirían maravillosos creadores y grandes obras de Arte. Pero veamos la afortunada similitud de estas dos obras de Arte barrocas. Pero solo similitud casual, ya que, muy seguramente, El Greco no habría visto el lienzo de Doménico antes de componer su San Jerónimo (ni lógicamente después). Son ahora las semejanzas y las diferencias, pero, sobre todo, es una oportunidad para elogiar aún más la genialidad magistral de El Greco por un lado, un caso único en el Arte; y, por otro, la inspirada y exquisita obra de Doménico Tintoretto, una creación muy poco conocida de un pintor, al mismo tiempo, no muy conocido tampoco.

Desde el mismo ángulo superior izquierdo de ambos lienzos surge la luz espiritual que nutre la necesitada voracidad interior de ambos sagrados personajes. Para mayor similitud, los dos personajes pasaron a la leyenda sagrada como penitentes consagrados. Aquí están además ambos elevando ese mismo estado semejante místico para la mayor exaltación artística de su éxtasis penitencial. La grandeza de estos dos pintores, salvando las distancias artísticas entre ellos, es sublime al merecer la visión de una inspiración espiritual compuesta, sin embargo, en cada caso, por el gesto específico de su propio género. En la Magdalena la belleza es acentuada por la sagaz composición de un medio cuerpo compungido por el abrazo de sus manos ante el momento crítico de iluminación espiritual. En San Jerónimo la fuerza de la iconografía es representada ahora por la sorpresa que obliga al santo a girar su cuerpo enjuto y sin vigor hacia la poderosa luz sagrada. No hay ahí belleza más que en el conjunto de una composición extraordinaria. En la Magdalena, a cambio, es el gesto y su belleza, tan femenino como humano. En San Jerónimo es el Arte completamente el que brilla ahora, sin otra cosa más que sus fabulosos colores y formas innovadoras. Porque El Greco no necesitará nada más en su obra de Arte que las formas y los colores para representar la belleza genial más extraordinaria. No tiene más que inspirarse en el mismo punto de fuga y componer así, genuinamente, sus trazos originales y sus colores artísticos tan expresivos para hacer con todo ello una creación sublime. Doménico, a cambio, necesitará componer un escenario detallista y bello para completar así la misma inspiración artística espiritual.

Uno es mediocridad artística inspirada y completada gracias a una afortunada composición estilística espiritual. El otro es genialidad plástica en todos los sentidos creativos que puedan darse en una obra artística como esta. Coincidieron ambas obras en la inspiración espiritual y en el momento de la creación artística, inicios del Barroco. Coincidieron además en la composición y en la fuente de la exaltación de la mística sagrada de los dos santos penitentes. Pero, nada más. Uno es una bella realización de la Magdalena en un momento naturalista de éxtasis espiritual. El otro es una obra maestra de Arte. El Greco hace muchísimo más con menos. Dómenico exagera y centra en exceso lo que una mirada exoftálmica completa sin mucho acorde estético elogioso. Aquí la inspiración y la composición consiguen lo que el detalle y los elementos iconográficos sustraen sin complejos al acabado final. Aun así, la obra Magdalena penitente es interesante por la verosimilitud de un gesto auténtico de misticismo espiritual muy humano y realista. Es el Barroco con sus promesas iniciales de tendencia rupturista de un estilo alejado del mundo como lo fueran el Manierismo o el Renacimiento. Pero nos sirve ahora también para valorar, comparativamente, el magnífico fenómeno estético y artístico que supuso El Greco. En su obra San Jerónimo las formas se subordinan aquí al conjunto estético general. No hay nada que pueda hacernos ahora elogiar los posibles elementos, separadamente, en que se compone la obra final. Sólo el conjunto es posible aquí de traducir en lo artístico consiguiendo finalmente un resultado plástico maravilloso, algo inconcebible en el Arte si no hubiese existido el Manierismo. Porque en el Manierismo fue el todo lo único elogioso siempre, frente a cada parte o elemento compositivo sin definición, por sí misma, clásica valorable. El Greco es un pintor manierista pero, al final de su vida, obtuvo un sentido colorista que le acercaría al Barroco más expresivo. Aquí, en las formas es un pintor manierista, en el color es uno barroco. Por eso esta pintura del santo anacoreta es un ejemplo extraordinario del resultado de aquel sismo tan maravilloso que supuso el paso del Arte del siglo XVI al XVII, o sea, de las formas al color, de las partes clásicas al conjunto estético más elaborado.

(Óleo Magdalena penitente, 1600, del pintor Doménico Tintoretto, Museos Capitolinos, Roma; Obra San Jerónimo, 1610-1614, El Greco, National Gallery de Arte, EEUU.)

22 de agosto de 2019

Los estertores de la decadencia clásica no le impidieron una vez brillar con belleza.



No era ya la época de la recreación más clásica de un paisaje mitológico con tal belleza. Los grandes iconos clásicos de mítica belleza habían sido culminados mucho antes. Ahora, en el año 1858, la pintura buscaba en el realismo no solo la armonía acorde con las formas sino con las costumbres, las ideas o las semblanzas de una sociedad que vivía, sufría o padecía como lo hacía ahora y no como habían imaginado antes sus poetas clásicos. Los pintores en el siglo XIX dejaron la mitología como modelo para buscar cosas más cercanas o mundanas y no los relatos que elogiaban el ideal de belleza legendaria. Ahora no era evolución seguir creando lo que se había creado antes. ¿Qué valor podría obtenerse por expresar las mismas formas, gestos, distancias, proporciones y belleza de antes? Aun así debemos recordar el gran aporte en formación clásica que la Academia española de Bellas Artes de San Fernando hiciera durante el siglo XIX. Uno de sus alumnos lo fue el pintor Francisco Reigón (1840-1884), que marcharía pensionado a Roma por la Academia donde realizaría en el año 1858 su obra Diana en el baño. Al pronto, cuando vemos la obra, nos retrotraeremos al Renacimiento o al Neoclasicismo del siglo XVIII, cuando las obras clásicas brillaban poderosas. 

Pero no era el momento ya de pintar una obra así, ni tiempo de competir con la grandiosidad de siglos tan clásicos, donde las diosas y sus ninfas brillaban desnudas al fragor de un paisaje equilibrado y legendario. Pero el joven pintor se atrevió a realizar en el año 1858 una escena decadente, manida, compuesta y rebuscada. En la reseña de la obra en el museo del Prado se dice: es una inspiración ecléctica en sus formas humanas retratadas, consiguiendo el pintor elaborar cuerpos propios de la estatuaria clásica griega de la antigüedad así como de los clásicos italianos del Barroco o del renacentista Tiziano. Se elogiaba su composición y acabado en las formas y en su colorido, pero no tanto en el paisaje, al que le hacían acreedor de algunos defectos de tonalidad excesiva. La obra tiene dos aspectos básicos, las figuras humanas desnudas y el paisaje de un bosque verdecido, un paraje lacustre o la lejana cordillera agreste bajo un cielo gris-azulado. En el paisaje del bosque verdecido presentimos ciertas innovaciones para comprender que lo que ahora vemos es una obra contemporánea y no renacentista o barroca. También la figura desnuda de algunas ninfas nos alejan de un estilo clásico. La composición es elogiosa porque no es fácil situar tantos cuerpos desnudos en una obra y mantener un equilibrio.  Una razón es porque cada una de esas figuras está diseñada independientemente, ninguna está relacionada con otras de un modo claro, solo ofrecen ahora su propio gesto personal para ser inmortalizado en su belleza.

El pintor español fue más prolífico en realizar miniaturas, pequeñas pinturas donde el retrato era más minucioso que el paisaje. Pero los detalles en esas obras pequeñas debían perfilarse más para ser admirados con belleza. Sin embargo, las miniaturas tienen la curiosidad de que no todas las figuras son perfiladas en detalle. Y es así que también aquí lo hiciera, a pesar de ser una obra de tamaño normal. La diosa Diana, sentada sobre una túnica azul, brilla en la obra con todo el esplendor de sus bellas formas desnudas. Pero detrás de ella tres ninfas de perfil desdibujan ahora sus contornos faciales. Son unas figuras arcaicas de belleza clásica. No así las que, inclinadas o sentadas, representan ahora  un desnudo más contemporáneo. Todas ellas, pero más la que a la derecha muestra de pie su hierática figura neoclásica, expresan el conjunto equilibrado de una composición perfecta. En Pintura no es fácil componer todos los elementos con armoniosidad. Aquí todas las figuras, a pesar de su número, son precisas para mantener el equilibrio de una composición elogiosa. Las tres figuras separadas de la derecha son necesarias para admirar todo el conjunto completo. Pero además el paisaje es muy necesario para ofrecer la profundidad y el fondo requeridos en una escena como esta. 

Nada que miremos en la obra de Francisco Reigón nos puede ofrecer otra cosa que esplendor elogioso de belleza. Porque está representada además toda la historia del Arte. Está la sutilidad de las figuras clásicas antiguas, la composición magistral renacentista, la voluptuosidad atrevida del Barroco, la posición gestual neoclásica y la perspectiva profunda de un paisaje romántico. Algunas figuras nos miran incluso, detalle estético que solo la modernidad podría hacer así. La obra es a la vez un homenaje y una recreación. Un homenaje al clasicismo elogioso de composición y belleza y una recreación por ser compuesta en una época realista, la autosatisfecha y vanidosa época de los grandes referentes de la civilización del siglo XIX. Recuerdo y nostalgia, aunque también dominio de las formas y una composición más actualizada. Porque para entonces se habían llegado a componer ya las más elaboradas formas y conjuntos de la historia. Todo eso pronto se acabaría, toda aquella forma de pintar se acabaría pronto para siempre. El joven pintor español lo sabría y  quiso hacerlo con parte de lo que había y parte de lo nuevo. Con honestidad artística para poder crear belleza y avanzar a la vez.  Y para eso solo habría una manera de hacerlo elogiosa: elaborar una pintura dejando fluir elementos como si de un universo imperfecto, pero lleno de belleza, pudiera componerse ahora sin complejos, reservas ni nostalgias.

(Óleo Diana en el baño, 1858, del pintor español Francisco Reigón, Museo del Prado, Madrid.)


15 de agosto de 2019

La maldad representada gracias al contraste y la excelencia artísticas.



Existe una obra de Arte atribuida a Goya en el museo Metropolitan de Nueva York sin mucha seguridad. Se titula Majas en el balcón y está fechada sobre 1810. Existe otra versión parecida, en una colección privada suiza, donde no existe, sin embargo, ninguna duda sobre la autoría de Goya. Porque no es exactamente la misma configuración de perfiles, gestos, miradas y expresiones las que disponen ambas obras de Arte. La supuestamente apócrifa del Metropolitan es más sugestiva, sin embargo, para desarrollar ahora una reflexión sobre la maldad humana. ¿Cómo representar la maldad donde la belleza y la serenidad son elementos de su composición? Por mucho que busquemos, es difícil encontrar una representación de la maldad en una obra sujeta a criterios de estilismo y belleza clásicos. Salvando la controversia de si es o no es de Goya, estaremos de acuerdo que su estilo o características estéticas se aprecian en esta obra. No es esta controversia lo que deseo plasmar en la entrada sino que, gracias a la afortunada composición y acabado artístico, aspiro a describir la maldad que se desliza sutilmente  en el cuadro.

La maldad ha sido analizada por pensadores a lo largo de la historia. Algunos ofrecen la tesis de que el mundo no dispone de otra cosa que de una función, errónea a veces, necesaria para desarrollar la vida en el universo. Que es el ser humano quien detenta la causa que origina cualquier alteración maléfica en el mundo. Otros filósofos, particularmente Schopenhauer, decían que era al revés, que el mundo era una obsesión universal compuesta de un deseo irrefrenable de manejar las criaturas a su antojo, donde el ser humano no es más que una víctima de este despropósito omnipotente. La realidad es que el concepto victimista y victimario existe siempre en cualquier caso. En un caso es el mundo y en otro es el hombre. De hecho, la maldad solo es posible como concepto si existe su opuesto, ya que lo contrario no sería maldad sino necesidad o función natural, y poco sentido tendría el victimismo en este caso, ya que nada de víctima tiene, por ejemplo, la tierra encharcada y devastada por un río que, ahora, se lleva impasible toda vida por delante. Por tanto, la maldad humana es la única maldad que podemos entender. Aunque existe también un sentido general de maldad, porque no afecta solo a unos miembros contra otros, sino al propio ser humano individualmente consigo mismo cuando, por ejemplo, se aviene a sufrir por cosas ajenas a los demás, como es la muerte, el destino fatal o la propia conciencia de ser o existir. 

La obra Majas en el balcón del Metropolitan (sea de Goya o no) representa, sin embargo, la antropología más estética de la maldad que haya visto en una obra de Arte. Porque la maldad en el Arte no es exactamente latrocinio en acción, que lo es, por supuesto, pero, a efectos de representación, no lo es tanto. Me explico. Las obras de Arte donde la violencia se describe expresamente (Rubens y sus dinámicas violentas por ejemplo) es un reflejo de maldad, pero no es la maldad misma de modo abstracto. Cualquier gesto o acción maléfica que se exprese activa en una representación artística hace lo mismo: manifestar la maldad en un caso concreto de violencia realizada. Ahí la maldad es evidente y explícita. Para definir mejor la maldad es idónea la maldad como sentido o hecho existente antes de que se produzca (lo que, a mi juicio, es el sentido más espantoso de maldad). Y esta obra de Arte de estilo goyesco lo expresa de un modo magistral, lúcido y clarificador. Porque la maldad nunca está menos embozada que cuando parece no agredir, maltratar o ejecutar sus deseos. Porque la verdad, la belleza, la bondad o la ingenuidad serena de un ser desposeído de fiereza (la víctima), no podrá evitar la sombra poderosa de la amenaza sesgada más terrorífica. En esta obra de Arte se perciben ambas manifestaciones. Por un lado, la belleza natural en los rostros no amenazados ni turbados por ninguna sensación ajena a su naturaleza inocente. Son figuras (las majas) amables, coloridas, transparentes en el reflejo de su belleza interior. En ellas vemos la mirada serena, confiada y segura. Aunque no se dirijan a nosotros, aunque parezcan inexpresivas, esas miradas están vibrando interiormente desde la más absoluta sensación de inocencia.

Luego están las figuras oscuras cuyos gestos ocultos o parciales expresan justo lo contrario. Son ahora la amenaza, son el sentido de lo que la maldad representa como concepto flagrante. También banal por no responder a ningún propósito grandioso, a ningún propósito que no sea la absoluta perfidia egoísta y desgarrada de algún sentido de necesidad universal que la propague. La obra no tiene más que las cuatro figuras y la reja del balcón que subyace a las víctimas. Hasta esta reja dispone de una interpretación metafísica sublime: estamos aprisionados entre los barrotes que nos impiden huir y una amenaza detrás que no conocemos. Sin embargo la obra es, como todas las grandes obras, una manifestación de esperanza. Sobrecogida, pero de esperanza. Porque la maldad está representada como un mero símbolo estético. Lo que el autor -el que sea- más plasmaría en su obra fue la sensación, no la materialización, de la maldad. No vemos la maldad más que en un sentido subjetivo. No sabemos nada más. Lo que sigue, nunca lo sabremos. De hecho, pueden nuestros sentidos percibir cualquier otra cosa además de amenaza. Porque la maldad que no viene de afuera sino de nuestra percepción subjetiva, no es más que otra forma de maldad que el ser también padece. En este caso, por ejemplo, la amenaza estaría en el interior catastrófico de un sentido imaginario. 

Pero ahora es el sentido de maldad humano el que brota en esta obra. Está descrito en las miradas. En los dos planos de la obra, en el de los embozados que miran decididos y en el de sus víctimas, las bellas majas que no miran a nada, metáfora sublime de la inocencia, que no objetiva mirada en otra cosa más que en su natural bondad. Es el interés malicioso lo que ahora viene a ser representado en esta maldad: o existe o no existe. Y en esta obra el creador consigue expresar una sensación: la mirada de los embozados encierra un interés malicioso. Una maldad que aún no se ha realizado, que solo se representa vagamente, banalmente, tangencialmente. No hay maldad ahí, solo una amenaza que, sin embargo, no tiene otra significación futura más que maldad. Esta tiene un sentido egoísta, taimado y vil, algo que el universo o la naturaleza no contienen en ningún caso. Sólo el ser humano. Y su génesis es tan misteriosa como la propia representación que ahora vemos. Porque esto podría ser solo la percepción subjetiva de una interpretación artística. Pero puede no serlo. Como la maldad...  Esta solo es humana en lo cruel de una realización decidida. Es la libertad de ejecutarla no la sensación de sentirla. Para representar la maldad humana deben existir ambas esferas participadas en la maldad. Esta es la conclusión de una sensación humana maldita, que, para que exista, debe también existir la bondad más confiada, inocente y sincera de la vida.

(Óleo Majas en el balcón, alrededor de 1810, atribuida a Goya, Museo Metropolitan de Nueva York.)

1 de agosto de 2019

El pudor estético de los grandes, o cuando la mirada delata una sensibilidad sublime.



De todos los pudores a los que el ser humano se expone, el estético es tal vez el menos comprendido. ¿Es un gesto calculado ocultar la mirada? En los autorretratos los pintores buscarían siempre eternizarse ellos con la maestría genial de su talento artístico. Pero, cuando Van Gogh quiso componer un retrato siguiendo las nuevas modas plásticas de Francia -el Neoimpresionismo-, al no disponer de capacidad para poder contratar a un modelo, se autorretrataría él mismo, aunque ahora no con el gesto de un orgullo vanidoso, algo más propio de esas composiciones estéticas, sino con todo lo contrario...  El pintor malogrado -faltaban aún tres años para acabar su vida- no debería sentirse con el ánimo existencial muy alto y se dibujaría entonces la mirada más inclinada y huidiza. Sin embargo, consiguió con ello expresar todavía más de lo que, inicialmente, tal vez se propuso... Cuando Rembrandt comenzara su obsesión por el autorretrato, ya en su juventud, en el año 1628, pintaría uno sublime. Fue el único autorretrato pudoroso que llevase a cabo de los muchos que el pintor barroco hiciera en su vida. En su autorretrato su mirada está ahora oculta, no sus ojos, para obtener así el efecto necesario de luces y sombras que conseguirá con su personal obra maestra. Pero, a diferencia de Van Gogh, Rembrandt sí mira ahora al observador; sus ojos nos están mirando, aunque no lo veamos muy bien casi. Se oculta así tras un maravilloso claroscuro intrigante. Es posiblemente esto lo que diferencie ahora, entre otras cosas, a esos dos genios del Arte: uno intrigante, otro displicente... Para Van Gogh, sin embargo, no fue una intriga, un desvío o efecto artístico el que lo hiciera así. Reflejaba, como siempre hiciera en su obra, el sentido más expresivo de un sentimiento. En Rembrandt es otra cosa, es el juego dialéctico con el observador, es la intriga o el desenvolvimiento estético más ingenioso.

Cada obra maestra  plasma siempre el paradigma o modelo estético del momento histórico que vive su creador. En Van Gogh manejando los trazos modernos de un Neoimpresionismo avasallador. En Rembrandt con el juego de sombras y luces de su claroscura época barroca. En ambos utilizando la sensibilidad más sublime: o con él mismo, en el caso de Van Gogh; o con el espectador, en el caso de Rembrandt. En los dos casos la individualidad del autorretrato llega a niveles de una sublimidad extraordinaria. El pintor barroco es llevado a expresar un cierto pudor, uno ahora sesgado en su obra, uno que nos llevará a sentir la fuerza de la conciencia humana más personal o introspectiva, de la individualidad más corporal o representativa. En Van Gogh, sin embargo, su genio artístico nos lleva a otra cosa, a la expresividad más sentida de un sentimiento personal o existencial muy profundo. En éste veremos la inanidad del mundo,  reflejada ahora en una mirada sin dirección ni sentido. Esa misma inanidad que empezaría a sentir el creador postimpresionista en sus últimos años, y que no pudiera evitar siquiera en una experimentación estética como fue la de pintar con trazos modernistas un retrato muy humano. En los dos casos expresan autenticidad y un reflejo de personalidad individual, cosas que consiguen reflejar así un sentido de universalidad existencial; universalidad tanto para la displicencia como para el misterio, tanto para la angustia como para el engaño. 

¿Obtuvieron los dos genios un perfil psicológico universal para con una expresión personal tan humana? En una de las dos situaciones, la angustia y el engaño, se puede transmutar ahora la expresión humana sin menoscabar el sentido final de lo buscado. Porque el engaño es una forma de ocultación del temor, del pudor que pueda sobrevenir ante un desvelamiento personal determinado. Pero, también, al contrario, cuando ahora el pudor no sea más que una forma de angustia interior que es difícil de trasladar a lo estético: entonces se ocultará magistralmente tras una maravillosa utilización de claros y oscuros... El Arte vino a salvar personalmente a los dos pintores. Con una genialidad plástica soberbia, consiguieron ambos creadores componer sus propios sentimientos reflejando un casual retrato artístico. ¿Casual? ¿Hay casualidad en el Arte? Nunca. Por esto mismo es mayor el milagro estético de poder componer autorretratos geniales. Porque hay que pintar bien, pero, también confesarse... Y, ¿quién es capaz de hacer ambas cosas sin desfallecer? Con sus obras en general nos acercaron los dos maestros a entender la vida y sus misterios, pero, con sus autorretratos llegaron mucho más allá: consiguieron mostrarnos su propia vida y sus propios misterios. ¿No son una aliteración estética a veces los autorretratos? En el caso de estos dos genios del Arte nunca, porque siempre descubriremos, a cada nueva visión, algo diferente en sus autorretratos. Sobre todo, conseguirán expresarnos la mejor imagen individual del ser humano en general, con sus miedos o con sus engaños; pero, también, además, de todos nosotros como individuos, de todos y de cada uno de nosotros mismos... sin saberlo.

(Óleo Autorretrato, 1887, Van Gogh; Óleo Autorretrato, 1628, Rembrandt, ambas obras en el Rijksmuseum de Ámsterdam, Holanda.) 

24 de julio de 2019

De sentir a pensar, de emocionar a racionalizar, de sublimar a liberalizar, así se cambió de pintar hace doscientos años.



Hay tres momentos trascendentales en el Arte, tres situaciones temporales en la historia que modificaron absolutamente la forma de expresión artística. El Renacimiento fue la primera, un periodo situado a finales del siglo XV; el Arte Moderno fue la última, un periodo situado a comienzos del siglo XX. Pero hubo otro momento decisivo, el segundo momento trascendental, que coincide con el Romanticismo y se sitúa a finales del siglo XVIII y comienzos del XIX. Fue un momento muy interesante porque no rompió nada o no revolucionó nada, realmente, en la forma de pintar, como sí hiciera el Arte Moderno o el Renacimiento con sus antecesores. Entonces sucedió que fue el modo no la forma, fue el talante artístico no el concepto, fue el pensamiento no la manera de expresarlo, fue el sentido no el fin plástico. Y no fue el fin porque el Arte seguiría planteamientos clásicos nada evolucionados plásticamente. Pero el sentido de crear algo expresivo o de comunicar algo diferente con lo más intangible fue lo que, verdaderamente, se transformaría en los albores del siglo XIX. El Romanticismo fue solo el disparadero, ya que éste generaría diversos herederos creativos en otras tendencias o maneras de expresar las cosas, algo que variaba de cómo se había hecho antes. El pintor británico George Richmond (1809-1896) es un ejemplo curioso y representativo de esa etapa artística. Completamente fascinado por su maestro romántico William Blake, seguiría ahora el movimiento Los Antiguos. Esta tendencia estuvo formada por seguidores del arte arcaico y espiritual de Blake. Miraban al pasado para componer ahora sus obras no como en el Renacimiento o en el Barroco sino de otra forma distinta. El motivo era el mismo pero la forma era totalmente diferente.

Cuando se había alcanzado ya el dominio del color más perfecto, de la forma más maravillosa que el clasicismo barroco había conseguido en el Arte, luego, en el momento que el Romanticismo revolucionara el Arte para siempre, los creadores necesitaron expresar las cosas de otro modo. El trasfondo era el mismo y las historias eran las mismas; es más, la historia pasada era buscada y necesitada para expresar las mismas cosas pero ahora de forma distinta. Cuando George Richmond quiso componer la leyenda evangélica de la mujer samaritana no duda en hacerlo justo de un modo opuesto a como se había hecho antes. Pero, sin embargo, el escenario era el mismo: la Samaria palestina bíblica de la época de Jesús. El mismo que el Arte había compuesto siempre de esa parábola sagrada. Jesús se dirige a Galilea desde Judea y debe pasar por la región de Samaria, un lugar poco ortodoxo en la religión hebrea de entonces. Tiene sed y ve de pronto una mujer en un pozo. Al pedirle agua se sorprende de que un judío ortodoxo (Jesús era un rabí judío) se dirija a ella, judía heterodoxa. Jesús aprovecha para ofrecerle ahora el agua espiritual de una sed que ella ignora. Cuando los pintores clásicos del Renacimiento o el Barroco compusieran obras parecidas mostraban siempre el carácter tradicionalmente sagrado de un momento como ese. El Guercino (1591-1666) crearía en el año 1640 su óleo Jesús y la mujer samaritana con los perfiles correctos de su clasicismo barroco. La perfección en el diseño de la obra, en el celaje, en los vestidos plisados, en las miradas, en los objetos, en el brocado del pozo marginal y perfecto. El ademán de Jesús, dirigido a ella ahora es el tradicional en la figura sagrada: muestra su mano derecha con su dedo índice hacia arriba indicando así el mundo trascendente que puede calmar la sed necesitada.

Es esa la representación paradigmática de la expresión clásica de una forma comprensible de salvación espiritual expresada en una obra. La receptora del mensaje está ahora escuchando, sorprendida y temerosa, el sentido trascendente. Sorprendida porque no lo espera de un judío; temerosa porque comprende que debe ser la verdad ahora lo que escucha. Menos de doscientos años después, en el año 1828, el pintor George Richmond compone su obra Cristo y la mujer de Samaria. Basado en el mismo capítulo de Juan evangelista, sin embargo el pintor británico crea una imagen donde la metáfora es transformada sutilmente. El pasado se reivindicaba ahora con todo lo que suponía de verdad y de autenticidad, pero se mostraría a su vez de otra forma el mensaje o la metáfora. Jesús se humaniza más en su postura, está más relajado y sentado además frente al hierático semblante de la anterior figura en pie de El Guercino. La samaritana está ahora ensimismada, pensando más que escuchando, racionalizando más que emocionando, lo que se le transmite sereno. Su figura contrasta absolutamente con la barroca de antes, ahora no lleva ella una jarra ni nada en su regazo, hasta descubre el pintor uno de sus senos bellamente. ¡Qué audacia para una imagen tan representativa de lo sagrado! Pero es que esa fue la revolución que se llevaría en el Arte por entonces: se pasaría de emocionar con los colores a racionalizar con la forma. La obra de Richmond parece incluso más arcaica que la de El Guercino, con esos rasgos medievalistas tan antiguos. Pero era en lo único que eran antiguos, en los rasgos, porque en todo lo demás consiguieron expresar entonces las cosas de una forma completamente avanzada. Hasta la mano de Jesús en la obra del año 1828 se pinta dirigida también, como entonces. Ahora su dedo índice de su mano derecha está pintado, como entonces, para señalar algo claramente. Pero ahora no como en la obra barroca, hacia el cielo, sino justo lo contrario, hacia la tierra, hacia un suelo donde ahora transita el agua que da vida al mundo. 

(Óleo Cristo y la mujer de Samaria, 1828, George Richmond, Museo Tate Gallery, Londres; Cuadro Jesús y la mujer samaritana, 1640, El Guercino, Museo Thyssen Bornemisza, Madrid.)